RSS
Facebook

domingo, 5 de junio de 2011

EL CERRAMIENTO

—Bueno, vamos con el siguiente punto de la reunión.
—¿Cómo que el siguiente?
El hombre hizo caso omiso a la intervención de la joven.
—Han aparecido varios brotes de cucarachas en los pasillos…
—Oye, no, no, no. Mi punto del orden del día no se ha discutido aún.
—…he pedido presupuesto a varias empresas de control de plagas. En los documentos….
—¿Estás sordo o qué? ¿Estáis todos sordos?
La joven se levantó y se giró sobre sí para mirar al resto de asistentes a la reunión.
Ninguno de los vecinos la devolvió la mirada. Algunos prefirieron bajar la vista antes que fingir que no la escuchaban.
—¡Hostia puta! —gritó cogiendo el respaldo de la silla y golpeando con ella el suelo— ¡Prestarme atención, joder!
Todos se giraron hacia ella. Por fin había conseguido captar su atención. Aunque fuera a través de la violencia.
—Tu punto del orden del día ya ha sido debatido, Lourdes —dijo con voz monocorde el presidente de la Comunidad.
Recogió los folios de la mesa sobre la tarima de la sala. Los juntó y cuadró con golpecitos sobre la mesa. No estaba dispuesto a ceder un milímetro.
—Y un huevo ha sido debatido. Aquí solo he visto levantarse dos manos en contra de mi cerramiento.
—Pues son una más de las que hay a favor de él. Tienes que quitarlo. Votación legal, Lourdes, la mayoría ha hablado.
—Qué coño de mayoría estás hablando, aquí estamos siete vecinos. Solo hemos votado tres. ¿Y los demás?
—Se han abstenido, Lourdes. Admítelo, por favor: tienes que desmantelar tu cerramiento. Lo construiste por tu cuenta, saltándote los estatutos de la Comunidad por el forro.
—No, no. Espera, no. Los únicos que han votado en mi contra han sido tu mujer y el viejo del primero.
Ninguno de los aludidos quiso devolver la mirada a Lourdes.
La joven se sentía impotente. Ocho mil quinientos euros con veinticinco. Más los costes del desmantelamiento. Se sentía frustrada y abandonada. ¿Qué daño hacía su galería interior a la fachada del edificio? ¿Qué ocurría, que ella era la única que tenía dinero para hacerlo o qué?
Puñetera envida. Eso ya lo sabía de antes. Pero no les creía capaces de llegar hasta este extremo.
Los jodidos vecinos, utilizando unos estatutos arcaicos y que nadie respetaba, pretendían que tirase a la basura tanto dinero invertido…
No. Por Dios Santos que no.
—Vale.
—¿Estás de acuerdo, Lourdes? —repitió el presidente con ojos lánguidos, fingiendo indiferencia.
Los demás puntos del orden del día eran una excusa para convocar la reunión extraordinaria. ¿A quién coño le importaba que el hijo de la del tercero fuese un cabronazo ya, a sus trece años, y le gustase dar martillazos a los azulejos del pasillo común? Una hostia bien dada y punto ¿O los cientos de cucarachas que habían surgido por todo el edificio? ¿No tenían pies cada uno para pisarlas?
No. Lo importante era desmontarle el chiringuito a la morena del cuarto. Tetas puntiagudas, culito respingón y cara de viciosa. Provocando con sus camisetas de tirantes y sus pantaloncitos cortos. ¿Por qué coño su mujer no podía estar la mitad de buena que ella? ¿Por qué se negaba a hacer en la cama una pequeña parte de lo que creía que Lourdes gustaba de hacer con sus amantes?
Si no podía tenerla, tenía que aplastarla. Como una de esas cucarachas. Mala, mala. Jódete, puta viciosa.
—¿Cuánto tiempo?
—¿Cuánto tiempo de qué?
—Cuánto tengo para desmantelar la galería.
El presidente de la Comunidad no tenía ni puñetera idea de cuánto tiempo se necesitaba para echar abajo algo así.
—Una semana.
—¿Una semana?
—Una semana. Hasta el miércoles próximo.
—Siete días.
—Sí, bueno, lo que viene a ser una semana —creía que la joven le estaba vacilando. Se envalentonó de todas formas al verla aceptar la derrota— ¿Sabes contar, Lourdes? Uno, dos, tres…
—¿Contar? Claro que sé contar, no os preocupéis ninguno.
—No nos preocupamos, Lourdes —añadió la mujer del presidente—. Mi marido solo quiere asegurarse que has comprendido cuánto tiempo…
—Lo he pillado, María, lo he pillado, gracias. Sé contar. Cuento de puta madre.
—Yo solo quería dejar claro…
—María. Basta —cortó su marido.
Un silencio interrumpido por varios carraspeos inundó la sala durante unos segundos. Afuera de la sala del Centro Cívico del barrio que habían alquilado para la reunión, se oyeron melodías de guitarras y niños gritando. Todo el que quisiera en el barrio podía alquilar una sala del Centro Cívico.
—Yo ya no pinto nada aquí —dijo Lourdes saliendo de la sala. No se había vuelto a sentar.
Cerró la puerta al salir y los reunidos quedaron en silencio. Se miraron unos a otros.
“¿Y ahora qué?”, parecieron preguntarse.
—A ver… ¿hay algo más que alguien quiera preguntar? —quiso saber el presidente—. Ruegos, preguntas… esas chorradas.
—¿Y lo de las cucarachas?
—Eso es muy caro, Fermín. Que cada cual las mate como mejor le dé la gana.
—Pero…
—Ni peros ni hostias. A ver, Fermín, ¿quieres apoquinar tú los dos mil euros que cuesta fumigar el edificio entero, eh?
—Pero la comunidad… Una votación…
El presidente le ignoró.
—Si no hay más cuestiones…
La reunión se disolvió unos segundos después.
Afuera, Lourdes, pegada la oreja a la puerta, corrió rápido hacia los servicios públicos del Centro Cívico.
Cerró la puerta del escusado con un golpe. El cerrojo no encajaba y la puerta insistía en quedarse medio abierta. Lourdes se sentó sobre la taza del inodoro y arreó una patada a la puerta que la encajó con un crujido en el marco.
Respiró hondo varias veces para calmarse.
A medida que se iba sosegando, sus labios se fueron combando en una suerte de sonrisa siniestra, achinándose sus ojos.
Luego, su cuerpo, ajeno al devenir de sus pensamientos, centrado únicamente en la posición y lugar donde se encontraba, mandó la señal de orinado. Lourdes chasqueó la lengua. Se subió la falda, se bajó las braguitas, subió la tapa, colocó unos papeles en el borde del asiento y suspiró a gusto al oír el chorro romper contra la loza.
La puerta chirrió al abrirse por sí sola.
Otra patada la hizo encajarse de nuevo.
—Siete días —siseó en voz baja.
***
***
***
—¿Y por qué tengo que ir siempre yo, joder?
—No fastidies, Roberto, que solo es abrir la puerta y ver quién es. ¿No sabes hacer eso, te da miedo?
—Tú estás al lado, en la cocina, Saray.
—Estoy preparando la comida. Y estoy en bragas. ¿Quieres hacer el favor de abrir tú?
—Y yo estoy con el pijama, joder.
—Ni joder ni hostias, Roberto, ¿es que siempre tenemos que discutir por todo? Abre la puñetera puerta ya, por favor.
—Venga, va. Porque es fin de semana, ¿vale?
—¿Qué quieres decir con fin de semana, Roberto? ¿Que como sabes que haces el gandul y no mueves un dedo en casa, me vas a hacer caso un sábado por la mañana? ¿Ahora tienes conciencia, cariño?
—Conciencia, dice ésta… —masculló Roberto en voz baja.
El hombre meneó la cabeza y se levantó del sofá, dejando el periódico sobre la mesa del salón. Se rascó el trasero y luego el paquete bajo el pantalón del pijama. Caminó con pasos deliberadamente lentos hacia la puerta.
Sonó otra vez el timbre.
—Ya va, ya va, joder.
—No rezongues y abre, Roberto. Que es para hoy.
Roberto internó una mano bajo la camiseta para rascarse la barriga peluda. Se inclinó sobre la mirilla de la puerta. Dio un respingo al ver quién era.
Dudó durante unos instantes si abrir o no. También se relamió para sí al verla a través de la mirilla.
Lourdes vestía una de sus camisetas de tirantes, empapada de sudor, con las tiras del sujetador rosa a la vista, sobre sus hombros redondeados y relucientes… Volvía de correr. Como cada sábado. Solo que hoy había venido mucho antes.
—¿Quién es, cariño? ¿No abres?
Quitó la cadena y dio dos vueltas de llave para abrir la puerta.
—Es Francisco. Querrá quedar hoy por la tarde para las cartas, ya sabes.
—Todos los sábados lo mismo —musitó por lo bajo Saray— ¿Cuánto hace que no salimos juntos?
Se volvió hacia su marido, dejando el cuchillo con el que cortaba los ajos sobre la tabla.
—¿Y si…?
Se detuvo al ver cerrarse la puerta. Roberto ya no la escuchaba. Todos los fines de semana igual. Cuando más tiempo tenían para ellos.
Saray suspiró y se llevó las manos al pelo. Solo follar, solo follar. Ni un abrazo, ni un beso. A cuatro patas, estrujándola las tetas. Ya ni jodiendo se miraban, incluso.
—Qué asco de vida —se dijo para sí bajando sus manos por la cara.
Se dio cuenta que ahora su pelo y piel olían a ajo. Arrugó la nariz y dio un manotazo a la tabla, el cuchillo y los ajos que había sobre ella.
Cayeron sobre el fregadero con un estruendo.
Saray dio un respingo, asustada. Pero se cruzó de brazos, más decidida aún que antes.
—Hoy va a comer pollo guisado tu puta madre —siseó dolida.
Al mismo tiempo, un piso más arriba, la puerta del apartamento de Lourdes se cerró despacio.
Francisco miraba a Lourdes con el ceño fruncido, apoyado tras la puerta cerrada.
—Te he dicho cientos de veces que no aparezcas por casa así.
Lourdes se rió por lo bajo. Su mirada alternaba entre la cara de enfado de Francisco y su entrepierna. Bajo el pijama, el bulto iba creciendo más y más.
Se acercó a él, apoyando sus pechos sobre él. Movió sus caderas para restregarse contra la dureza.
Ronroneó juguetona. Su lengua se deslizó entre sus labios, humedeció el lóbulo derecho de la oreja de Francisco y luego sorbió el pedazo de carne.
Francisco sintió como las piernas se le doblaban. El tembleque fue exquisitamente postergado por el buen hacer de Lourdes.
Asió con sus manos la cintura de la joven. La única parte de su cuerpo que permanecía inmóvil. Todas las demás recorrían su cuerpo, meneándose, frotándose, impregnándose sus sentidos y su seso con el sudor femenino.
Francisco recordó cuál era la excusa para estar allí.
—Tenemos poco tiempo, guarrilla —masculló bajándola los pantaloncitos de un tirón, llevándose las braguitas también por delante. Abarcó con sus dedos los deliciosos globos, firmes y sudorosos de la joven.
—No me digas… —gimió Lourdes al verse apretada contra la polla de Francisco. Un penetrante olor a sexo masculino surgió de entre ellos.
Los dedos de él navegaron entre la carne de las nalgas, se abrieron paso hasta el ano y llegaron hasta la fronda del vello de la vulva.
—Vamos, vamos —apremió Francisco esperando que la joven le bajase los pantalones y se aupara sobre su cintura.
Quería follar rápido y correrse en unos segundos. ¿Cuánto tiempo se tarda en fijar una fecha y hora para una partida de cartas y charlar sobre tonterías? ¿Diez minutos, doce?
La joven le bajó los pantalones. La polla se bamboleó enhiesta, dura. Un intenso olor a macho excitado surgió de aquel miembro.
Francisco parpadeó confundido cuando Lourdes se desasió del abrazo de su culo y se separó un paso de él.
Gimió extasiado cuando ella se quitó la camiseta por el cuello y se desabrochó el sujetador. Sus pechos se agitaron blanquecinos, redondos y repletos. Los pezones endurecidos de un rosa brillante contrastaban con el vello oscuro y perlado de sudor de su entrepierna.
Lourdes se mordió el labio inferior mientras se pellizcaba un pecho. Sus uñas resbalaron por la piel nívea, cerrándose sobre el pezón. Azuzándolo más, volviéndolo de un rosa encendido.
—No sabes cómo estoy de caliente, cabronazo —jadeó Lourdes.
Se frotó el vello recortado del pubis. Escarbando en su femineidad. Sus muslos se estremecieron. Los labios vaginales surgieron de entre el vello. Rosados, suculentos. Empapados de fluidos.
Francisco se sujetó la polla mientras se llevaba la otra mano a los ojos. Sudaba copiosamente. Estaba al borde de un ataque al corazón. Estrujaba su miembro y lo agitaba espasmódicamente.
Alargó la mano en busca del cuerpo objeto de su deseo.
Lourdes dio un paso atrás.
Francisco dio un paso adelante para sujetarla. Nada en el mundo, nada, podría interponerse entre ese cuerpo y el suyo. Mataría por tener ese cuerpo. Ese coño. Esas tetas.
Lourdes dio otro paso atrás.
Francisco cayó de rodillas. El pantalón arremangado le inmovilizaba las piernas.
—Cógeme si puedes —rió Lourdes quitándose el pantaloncito y las braguitas.
Aquel culito blanquecino, divino, desapareció tras una esquina del salón.
Francisco se despojó de los pantalones del pijama en el suelo. Oyó un desgarro pero le dio igual.
Corrió a por Lourdes. De la punta de su polla asomaba una espuma espesa.
Rodeó la esquina del salón. Casi resbala de lo rápido que iba.
Abrió la puerta del dormitorio.
El fogonazo le paró en seco.
No supo qué ocurría hasta que al fogonazo siguió otro y otro, decenas de ellos.
Lourdes lo estaba acribillando a fotografías.
—Qué… qué… —gimió tapándose la cara, cegado.
Solo sintió como Lourdes lo iba empujando por la espalda, a través de la casa. No veía nada, iba con las manos por delante, desnudo, completamente ciego.
Sintió como ella le ponía sus pantalones sobre sus manos. Oyó abrirse la puerta de casa.
—Mi cerramiento seguirá en su sitio —le dijo Lourdes al oído—. Asegúrate de expresarlo en voz alta, ¿entendido?
—Pero… tú… yo…
Empezaba a distinguir formas y colores.
—Largo de aquí, hijo de puta. Y dale recuerdos a tu mujercita.
El portazo le hizo estremecerse entero.
Luego se dio cuenta que iba desnudo, con el pene aún duro y húmedo.
Desnudo en el pasillo común.
Se vistió rápido y caminó aún aturdido de vuelta al segundo, a su casa.
Una cucaracha apareció delante de él, moviendo sus antenas. Francisco la miró y levantó el pie para descargar un pisotón sobre el bicho.
Dudó un instante.
No se atrevió a pisarla.
Corrió por las escaleras hacia su casa, con el corazón en un puño.
***
***
***
Mercedes dejó que la tapa del contenedor de basura se cerrase despacio, conteniendo el golpe con la manivela que tenía a la altura del pie.
No quería armar escándalos.
Era de noche, las cuatro de la madrugada. Había bajado la basura a las cuatro de la madrugada. Raquel, su novia, se había quejado del mal olor que surgía del cubo de la basura de la cocina.
—¿No puedes dormir por el olor? No me jodas —respondió sonmonlienta.
—No, no puedo. ¿No lo hueles tú? Es apestoso, no me puedo creer que no lo notes.
—Haber bajado la basura a las ocho, cuando te lo dije. No me vengas ahora con esas.
Raquel se puso melosa y le susurró al oído, terminando por desvelarla.
—No puedo dormir, porfa…
—¿Cómo? ¿Qué? No pensarás…
—Estoy desnuda. Tú estás con el pijama.
—Ponte algo encima, so guarra y baja tú la basura.
—Hace dos horas no querías que me pusiera nada encima…
—Hace dos horas hicimos el amor, cariño. Ahora, a las…
Volvió la cabeza en la almohada para consultar el reloj de la mesita. En la oscuridad, las tres y cincuenta brillaron con luz verde fosforito.
—Mierda. Si es que son ya casi las cuatro. ¿No puedes esperar a que sea de día?
—No, cariño. Porfi, porfi, porfi.
Y con cada súplica, Mercedes recibía un beso en la frente, en la mejilla, en la nariz.
—Me cago en todo.
Pero no se movió de la cama.
Hizo falta que Raquel le diese un empujón para que saliese de la cama.
—Oye, niña…
—Porfi…
Optó por no discutir. Salió de la cama y se calzó las pantuflas. Entró en el cuarto de baño y se puso el albornoz. Tampoco era plan de salir a la calle en camiseta y bragas, enseñándolo todo.
Cuando se acercó a la cocina, reconoció el mal olor procedente del cubo de la basura.
Se asombró de no haber rezongado ella primero. En efecto, era nauseabundo. ¿Olían tan mal las sobras de la cena?
Cogió las llaves de casa y las metió en el bolsillo del albornoz. Salió al pasillo con la bolsa de la basura en la mano. Pesaba un huevo y el tufo era demencial. Llamó al ascensor.
Afuera, en la calle, soplaba una ligera brisa. Se cerró las solapas del albornoz sobre el cuello con una mano mientras con otra acarreaba la bolsa.
Pocos coches circulaban por la carretera cercana. Nadie a la vista. A las tantas de la madrugada, un domingo, ¿a quién le apetecía desaprovechar la última gran noche del fin de semana? Dormir a pierna suelta…
—Mejor así —se dijo en voz baja—. Solo me faltaba que ocurriese algo.
Tras tirar la bolsa de la basura al contenedor, emprendió el camino de vuelta al edificio. Cien metros escasos.
Las pantuflas se arrastraban por el suelo.
Un maullido la hizo girar la cabeza y apretar el paso. Se cerró aún más el albornoz alrededor del cuello y la cintura.
—Mierda, joder —murmuró.
La noche dibujaba sombras que se movían sinuosas.
Cruzó la calle y siguió caminando, casi corriendo, al filo de la fachada del edificio. La puerta estaba ahí, esperándola. Metió una mano en el bolsillo, en busca de las llaves. Tintinearon entre sus dedos y el sonido del tintineo la estremeció.
No quería hacer ruido. Solo quería llegar a casa, meterse en la cama y acurrucarse junto a Raquel.
—Vaya tontería —se dijo en voz alta para darse ánimos.
Se detuvo frente al portal. Sacó las llaves que tintinearon aún más. Miró de reojo a los lados.
Se equivocó de llave y probó durante varios segundos a abrir la cerradura con la llave incorrecta.
Cuando metió la llave correcta, soltó un suspiro de alivio.
—Hola, chochete.
Exhaló un gemido gutural, casi catatónico.
Al volverse hacia el desconocido, apretó los labios y frunció el ceño.
—Mierda. Eres tú. ¿Sabes el susto que me has dado, puta?
Lourdes sonrió y las dos entraron en el portal.
—¿Qué haces a estas horas vestida así, te duchas en otro sitio?
—Muy graciosa. ¿Y tú?
—Yo estoy mona. Vengo de una fiesta.
—Ya.
Entraron al ascensor. Mercedes no pudo contenerse y se le fueron los ojos unas cuantas veces hacia el vestido de Lourdes. Un palabra de honor negro, de falta cortísima. Pedrería y brillantina que refulgían como piedras preciosas. Las piernas estaban brillantes, como recién hidratadas. Los muslos relucían jugosos, apetecibles. Los pechos subían y bajaban con cada respiración. Parecían hincharse al inspirar, expandirse al expirar. Se llevó un mechón de cabello detrás de la oreja.
—Estás muy guapa.
—Ya lo sé.
Cruzaron la mirada durante un segundo. Mercedes la desvió, apurada.
Lourdes se giró y se apoyó sobre el panel de mandos del ascensor.
—¿Qué haces?
—Nada, Merceditas, no te preocupes.
—No me asustes, por favor, que a estas horas…
El ascensor se paró en seco. La máquina emitió un suspiro mecánico, como si se deshinchase un balón.
—No… no… no me jodas, Lourdes, ¿qué has hecho? Tengo claustro…
—¿Que qué he hecho, dices?
Se acercó a la lesbiana con las manos en la espalda.
Mercedes se plegó en el rincón del habitáculo.
—He visto como me mirabas.
Lourdes negó con la cabeza.
—Era el vestido.
—Mentirosa. Eran mis tetas, eran mis piernas, eran mis labios, mi cuello, mis hombros, mis manos.
—No, Lourdes, de verdad que no. Tengo novia. Apártate de mí y pon este bicho otra vez en marcha.
Lourdes se dejó caer sobre Mercedes, exhalando un suspiro, dejando que su aliento penetrara por la abertura del cuello del albornoz.
Mercedes cerró los ojos. Notó como su vientre se agitaba. Se lo sujetó con las manos.
—Dime que no me deseas, Merceditas. Dímelo —murmuró derramando el aliento de la última palabra sobre los labios de Mercedes.
La lesbiana entornó los ojos. Había sentido el incandescente hálito sobre su cara.
Notó como su entrepierna se había hinchado y humedecido. Se notaba excitada. Horriblemente excitada.
Vio el rostro de Lourdes encima de ella. Sus labios a un bocado de distancia. Unos labios pintados de naranja. Gajos de fruta tiernísima, repletos de sabor y jugos dulcísimos.
Le comió la boca sin pensarlo. Agarró a Lourdes del cuello y la atrajo sobre sí, besándola hasta que tuvieron que separarse para tomar aire.
Se miraron unos instantes. Cada par de ojos titilando. Lágrimas a flor de piel, alientos al rojo vivo.
Las lenguas fueron ahora las protagonistas. Voraces, salvajes, imprevisibles. La saliva se escanciaba en boca ajena con facilidad. Se emborracharon de sus propios licores.
Se desnudaron con movimientos rápidos, conocedoras de las prendas. Sabían cómo ponerlas, sabían cómo quitarlas. Cayeron de rodillas en el suelo del ascensor, sujetándose la cabeza, devorándose con los labios, saciándose con la lengua.
Los jadeos y los espasmos eran continuos. Los gemidos, desgarradores; los suspiros, impotentes.
Rodaron por el suelo del ascensor, algo apretadas. Carne sobre carne, con las piernas entrelazadas, las vulvas solapadas y los pechos entremezclados.
Los fluidos se desparramaban sin parar.
Lourdes se levantó de repente.
Apartó de un manotazo los dedos de Mercedes, cerrándose sobre su coño.
La lesbiana se incorporó confusa, frotándose la mano golpeada.
—¿Qué pasa, qué he hecho? ¿No te ha gustado?
Lourdes no contestó. Se agachó para colocarse las bragas y subirse el vestido.
—Pero, ¿qué ocurre, Lourdes? Dime qué no te ha gustado y no lo vuelvo a hacer.
La morena entornó los ojos mientras se aupaba hacia una esquina del habitáculo del ascensor.
Mercedes se dio cuenta entonces de la cámara.
—Pero, ¿qué hostias…?
Se detuvo al ver como Lourdes se metía la cámara en el bolso.
—¿Es tuya?
Lourdes pulsó el botón del tercero varias veces y el ascensor se puso de nuevo en marcha.
—¿Sabes lo que no me gustó y quiero que no vuelvas a hacer, Merceditas?
La otra no contestó.
El ascensor se detuvo y Lourdes salió con los zapatos y el bolso de las manos.
—Que no muevas un puto dedo en las votaciones. Recuerda: mi cerramiento se queda como está, ¿vale?
Mercedes no tuvo necesidad de decir nada. Lourdes cerró la puerta y el ascensor siguió su marcha.
En el interior, la lesbiana, mientras el ascensor subía hasta el ático, se colocó el albornoz.
Salió al pasillo. Se dio cuenta que había perdido una pantufla cuando vio una cucaracha corretear cerca de su pie desnudo.
Reprimió una arcada y dio unos cuantos saltos a la pata coja hasta la puerta.
Fue directa hasta el cuarto de baño.
Abrió el grifo. Se metió en la ducha y dejó que el agua fría la empapara.
Raquel apareció al poco rato.
—¿Qué coño haces, mujer? ¿No sabes qué horas son?
—He visto una cucaracha.
—¿En la calle?
Negó con la cabeza. El agua no estaba suficientemente fría.
—Qué asco, de verdad —musitó Mercedes.
Raquel se encogió de hombros y volvió a la cama.

—A ver, un poco de silencio, por favor. Si hablamos todos a la vez no nos vamos a enterar de nada.
Los vecinos siguieron discutiendo sin atender a las palabras del presidente.
Esperó durante unos segundos, de pie, junto a la mesa de la tarima de la sala del Centro Cívico.
Solo uno de los vecinos estaba en silencio y el presidente no pasó por alto el hecho.
Lourdes le miraba fijamente, con gesto aburrido. Casi indiferente. Pero insultante. Irreverente.
El presidente dio un golpe a la mesa con la palma de la mano.
Todos se callaron al instante. Se volvieron hacia él.
—A ver, Lourdes. Mañana cumple el plazo. Siete días, ya sabes. ¿Ya lo tienes todo preparado para echarlo abajo?
—Quiero una nueva votación.
—Ya se votó.
Se levantó un ligero murmullo.
—Ya sé que se votó, estaba aquí, ¿recuerdas? Quiero una nueva votación. Presiento que el resultado será diferente.
—No lo será.
—Votemos, pues.
El murmullo creció de intensidad.
—Ya lo hemos votado, Lourdes, no hagas esto más penoso de lo que…
—¡No hay cojones! —gritó poniéndose en pie.
—¿Quieres votar, Lourdes? —gritó a su vez el presidente envarándose— ¿Quieres votar, eh? Pues votemos, joder, votemos. A ver, ¿votos en contra del cerramiento de Lourdes?
Se alzaron los brazos de la mujer del presidente y del vecino del primero.
—Seguimos siendo dos contra uno, Lourdes, ¿lo ves, criatura?
—¿Votos a favor de no tocar mi galería?
Tres manos se alzaron.
El presidente tragó saliva. Dio un paso atrás. Trastabilló y se apoyó sobre el borde de la mesa de la sala. Le faltaba el aire.
—Pero… pero…
—¿Votos a favor de acabar con las cucarachas? —musitó Fermín poniéndose en pie a su vez.
Todas las manos se alzaron al unísono.
El presidente emitió un chillido agónico.

sábado, 4 de junio de 2011

SUBLIME

CAPÍTULO 1


El hombre zigzagueó entre las mesas del restaurante siguiendo los pasos del metre. Simuló desprenderse de un hilo sobre su traje. Sus pasos eran firmes pero algo inseguros y se la advertía una falta de costumbre al usar esos zapatos prietos de puntera. El traje negro, casi un frac, caía sobre su pecho y se ceñía a su cintura como si estuviese hecho a medida y en realidad así era. Se sabía en ese momento la persona más importante del restaurante porque en él convergían todas las miradas masculinas y femeninas del local.
Una de esas miradas lobunas, embelesadas ante el caminar seguro del hombre hacia la mesa vacía que tenía reservada, era la de Ramiro Calle. Se obligó a despegar sus ojos de la bella imagen del hombre unos instantes mientras se concentraba en dar un trago al combinado que tenía junto a él, en la barra del bar solapada con la zona de mesas del local. Se desanudó ligeramente la opresión de la pajarita sobre su cuello y no pudo evitar sonreír mientras, con un gesto nada ambiguo, se relamía los labios contemplando los más mínimos movimientos del hombre.
El hombre tras los pasos del metre, Mario Fiero, agradeció con un gesto de la cabeza el ofrecimiento del camarero al indicarle la mesa que tenía reservada.
—¿Desea tomar algo mientras viene su acompañante?
—Un vino blanco, gracias.
El metre asintió conforme y se alejó. Mario se desabotonó la chaqueta del traje. Un pecho amplio y potente, debajo del cual se intuían una ristra de abdominales igual de sobresalientes, se marcó bajo la camisa blanca. No cabía duda de que era un hombre al que le gustaba cuidar el envoltorio corporal para disfrute propio y ajeno. No se consideraba un hombre guapo y, realmente, tampoco lo era. Sin embargo algo de maquillaje realzando sus pómulos y un peinado cuidado, sobrio pero elegante, casi artificial, eran la clave para que su rostro dejase de ser anodino y provocase los giros de cuello, miradas furtivas y suspiros apagados que ocurrían ahora.
Ramiro se decía que al final, si no dejaba de mirarle con tanta insistencia, acabaría por advertir su descaro. Pero aquel hombre ejercía una irresistible sentimiento de pura contemplación y sublime veneración. Era una hombre —y esto era fácil adivinarlo— que se había engalanado y arreglado para su amante, para mostrarse apetecible, exquisitamente distante pero al alcance de un halago o un sonrisa. Era un hombre que predisponía a los sueños de final ardoroso, de cuerpos envueltos en sudor rodando en una cama de sábanas de seda mientras sus gemidos te enardecían en todo lo físico que podían ser dos cuerpos desnudos, uno dentro del otro. Era un hombre de imaginación viva y con pocos complejos porque pocos se atreverían a aparecerse ante su amado o amada con aquel traje perfecto, ensalzando el amplio pecho, las caderas finísimas y el trasero prieto. Aquel hombre era el sueño de cualquier persona que creyera en el amor galante y desinteresado pero también en el sexo sucio y repetitivo porque ese hombre reunía en su cuerpo, en su cara y en su mirada todos los anhelos masculinos y femeninos.
Pasó el tiempo. Ramiro apuró su copa y pidió otra. La necesitaba. Se liberó un poco más la pajarita. Unos calores deliciosos estaban surgiendo de su pecho. Al tomar la nueva copa se fijó en que los demás hombres y mujeres solitarios que había a su lado no prestaban la misma atención que el prodigaba hacia aquel hombre devenido en dios. En realidad ni siquiera le miraban.
—¿Pero no habéis visto a aquel hombre, estáis ciegos o qué? —les habría amonestado.
—No nos molestes, por favor, ¿no ves que preferimos la televisión al amor o el sexo?
—Pero mirarle bien, por favor. Es un hombre de aspecto radiante. El hombre o mujer objeto de sus desvelos es alguien a quien podemos envidiar mucho más que a ningún otro, ¿no lo veis?
—Déjanos en paz, haz el favor. Si tanto te gusta, ve a por él.
—Estáis locos. No sé si es gay o no; no estoy en un local de los nuestros. Además, está esperando a alguien para cenar.
—¿Alguien? No sabemos a quién te refieres ¿Al que, media hora después de llegar él, sigue sin aparecer?
Ramiro miró su reloj de pulsera. En efecto, su imaginación tenía razón. Levantó la vista hacia el hombre. Una sombra de inquietud y temor se había hecho paso en la mirada del hombre solitario mientras sus dedos seguían el trazado del bordado del mantel de la mesa, ascendían por las curvas de la copa vacía de vino y se detenían en el borde para rodearlo con la yema de los dedos. La sombra fue instalándose en su rostro con apabullante rapidez.
Ramiro fue testigo mudo y silencioso del apagarse y marchitar de un rosa bellísima a medida que transcurrían los minutos. El metre se acercó al hombre con paso algo inseguro y se agachó para preguntarle. Ramiro supuso que estaría indagando cuándo se marcharía. Había otras parejas esperando por un mesa libre, aquellas que no tenían reserva, y miraban con esperanza y atención los gestos del metre y la mirada del hombre solitario, fijándose en la pantalla de un teléfono móvil que sacó de un bolsillo interior de la chaqueta. Cerró los ojos y se sujetó el puente superior de la nariz.
Ramiro tragó saliva y se ciñó la pajarita de nuevo al cuello. No estaba totalmente decidido pero se dijo que era mejor musitar una disculpa que llorar un arrepentimiento. Terminó de un trago el combinado y le hizo un gesto al camarero detrás de la barra para que se cobrase la consumición.
Caminó con pasos seguros. No procedían todos ellos de una seguridad interior sino algunos de la del alcohol. No pensó que supusiesen gran diferencia para el resultado. Se acercó a la mesa del hombre y se sentó frente a él.
—Hola, buenas tardes.
Mario abrió los ojos y luego sus labios, dubitativos entre curvarse hacia abajo o hacia arriba ante la intromisión del hombre. Al final, decidieron que era mejor una sonrisa.
—¿Quién es usted?
—Perdone mi atrevimiento pero me he imaginado que la persona a la que esperaba no iba a aparecer a estas alturas y me pareció un pecado no aprovecharlo.
—¿Tiene hambre? Sírvase lo que quiera porque yo…
—Aprovecharlo a usted.
Mario borró su sonrisa y se obligó a mirar con atención al desconocido que se había sentado frente a él. El cabello de un rubio triguero y rizado parecía replegarse ante dos entradas en su frente que añadían una cierta solera al hombre aunque también dirigían la mirada de su frente hacia abajo, para converger sobre una nariz fina y de tamaño imponente, sin llegar a ser grotesca pero sí impactante. Una mirada focalizada por dos iris de un gris azulado, solapados a pómulos marcados, daban paso a labios finos y mentón grueso. El cuello delgado y enmarcado por una camisa rosa se unía a una corbata fucsia y un traje de un sobrio gris plateado. El hombre, sin ser guapo ni bello, poseía un cierto magnetismo en sus gestos, mirada y poses que resultaban enigmáticos.
Mario fue directo.
—¿Sabe una cosa? No le conozco en absoluto pero ha despertado en mí una cierta intriga.
—Me alegro entonces.
—Intriga no implica aceptación, no se engañe. Su aparición me sigue pareciendo grosera y desafortunada.
Ramiro sonrió complacido. La curiosidad es la fuente de la atención. Y si podía robar algo de atención a aquel hombre, se sentiría muy feliz.
El metre llegó y dio un respingo al ver a Ramiro. No ocultó su sorpresa con gesto ni con palabra.
—Caramba, el caballero acababa de pedirme la cuenta y… bueno… ¿van a quedarse a comer finalmente?
Ramiro miró a Mario. En su mirada se reflejaba una súplica silenciosa, una muda protesta ante el desperdicio de tanta belleza derrochándose frente a él.
Mario desvió la mirada de Ramiro hacia el metre.
—Tráiganos la carta, por favor.


CAPÍTULO 2


Se habían presentado al llegar el primer plato, se conocían como amigos al llegar el segundo y se tuteaban como dos íntimos cuando llegó el postre.
Quizá fuese la necesidad que tenía cada uno de poder contar las penas y desdichas propias a un extraño, de relatar las miserias personales a un desconocido, con la tácita convención de que, al separarse y terminar la velada, no se volverían a ver. Era una suerte de confesión, de volcado de pecados en un confesionario transmutado en mesa de restaurante. Uno se convierte así en muro que recibe lamentaciones y golpes de frente cargados de dolor inmenso. Pero ahí termina el compromiso.
De esta forma, cuando el metre trajo los postres, Mario y Ramiro mantenían un vínculo emocional que no por breve era menos intenso que uno comenzado hacía años.
—Creo que te he dicho miles de veces me en encanta tu traje. Pero creo que una vez más no importará.
Mario sonrió algo avergonzado e incómodo ante el halago.
—Solo me lo has dicho una vez.
—Entonces no sé qué te he dicho durante todo este tiempo porque no pienso en otra cosa que no sea en lo atractivo que eres.
El rubor atacó con sorprendente rapidez e intensidad las mejillas de Mario. Tuvo que bajar la mirada y dejar escapar un hálito de calor intenso. Ramiro era un adulador realmente bueno y estaba consiguiendo lo que hacía casi una hora no creía conseguir ni en sueños: olvidar el bochornoso y penoso trago de ser plantado en una cita.
Ramiro pareció leer sus pensamientos cuando le preguntó.
—¿Con quién habías quedado esta noche para cenar, Mario?
Levantó la vista y le miró. Se sentía a gusto conversando con él y no tenía ningún motivo para mentirle. Ramiro era lo más parecido a un amigo de verdad. Quizá en la siguiente hora no fuese así, pero intuía que Ramiro poseía la cualidad de oro que toda persona espera de un amigo: comprensión.
—A un hombre que conocí ayer, en el supermercado.
Ramiro sintió una punzada de temor pero también de alegría. Sin embargo no dejó que transluciera en su rostro. Ni siquiera parpadeó. Deseaba conocer sinceramente qué le había ocurrido a Mario.
—Solo estuvimos juntos durante poco más de media hora.
Ramiro tragó saliva. Mario no se fijó en el gesto de él porque estaba tomando una cucharada de su postre de helado de moka, nueces y chocolate fundido.
—¿Tan… importante fue el encuentro que hizo que acordarais la cita de hoy?
Mario negó con la cabeza. Habló sin pensar, con naturalidad, como si conversase con su mejor amigo.
—No. Arrebatador, no; lujurioso, si acaso. Nos metimos en un privado de los servicios del supermercado y follamos en silencio, mordiéndonos los labios. Cuando terminamos y nos limpiamos, ni siquiera sabía su nombre ni su número de teléfono ni su correo ni nada. Quedamos aquí para conocernos y, aunque no haya aparecido, yo ya le conozco un poco más. No sé, un poco cabrón sí que es, ¿no?
Ramiro se concentró en su tarta de queso y silenció un ruido de garganta con un bocado de su tarta de queso.
—Ciertamente —convino.
Comieron en silencio. Cuanto más duraba el silencio más patente se hacía la intensidad que las palabras de Ramiro habían provocado en Ramiro.
—Discúlpame un momento, Mario; voy al servicio.
Mario relajó el rostro en cuanto le vio desaparecer tras la esquina del fondo del restaurante. Dejó caer la cuchara sobre la copa con el resto del helado y suspiró.
¿Era necesario haber sido tan franco? Quizá ese era su defecto: el ser demasiado impulsivo para valorar la situación y ser incapaz de prever los acontecimientos.
¿Por qué habría de solicitar la misma complicidad del desconocido con el que había follado el día antes? ¿O por qué Ramiro debía ser impermeable a sus palabras soeces o impertinentes? Mario se dijo que su boca seguía yendo más rápido que su cabeza y eso a veces hacía daño. Pero estaba claro que el hombre quería agradarle y era muy respetuoso y galante. Se sentía muy a gusto en su compañía. Quizá demasiado a gusto. Tanto que le había considerado como una íntimo sin saber siquiera de su orientación.
Pero, tras unos instantes, se convenció que Ramiro no era un amigo. En el corto tiempo que había pasado con él, comiendo a su lado, había conocido a una persona extraordinaria. Era un hombre sensible al que podía haber hecho daño. ¿Acaso su falta de tacto sería una respuesta al desaire que el desconocido que ayer conoció le había hecho al no acudir a la cita? Un desquite, un desplante, vamos.
No lo sabía. Pero de lo que sí estaba seguro era que él no era como el desconocido de ayer. En su opinión, el sexo debía estar unido al amor.
Rebuscó en otro bolsillo de la chaqueta y sacó de él una novelita romántica de bordes gastados y hojas combadas. Era su preferida. Tenía muchas pero esta era la que más veces releía. El hombre de la portada vestía igual que él, poseía la misma constitución y lucía el mismo peinado; incluso mantenía la misma mirada de deseo físico que él al salir ayer del servicio del supermercado. Pero detrás de su doble en la imagen, un galán más alto y robusto ceñía su cintura con manos de dedos grandes y confiables.
Pero él no tenía a nadie detrás que sujetase su cintura.
***
***
Ramiro pulsó la palanca para liberar el agua de la cisterna del inodoro. Salió del excusado y se apoyó en el borde de uno de los lavabos. Frente a él, un gran espejo reflejaba su imagen. Se notó unas grandes ojeras y se lavó la cara con agua para luego volver a vérselas. El resultado fue el mismo pero, al menos, se dijo que había hecho todo lo posible para mejorar. Carraspeó y se colocó la pajarita que se había llevado a un lado para que no se mojase.
No hacía otra casa sino pensar en las palabras de Mario, “nos metimos en un privado de los servicios del supermercado y follamos en silencio, mordiéndonos los labios”.
Ramiro no se podía imaginar el hecho de estar en el supermercado y encontrarte con un hombre atractivo, intercambiar varias palabras y dirigirse hacia la zona de los servicios, dejando los carritos con la compra (congelados, hortalizas, verduras y demás) por ahí. Entrar en un excusado, bajarse los pantalones y calzoncillos y lanzarse al acto sin más. Se supone que ya se estará totalmente empalmado y no se necesitarán de prolegómenos ardorosos pero qué sentido tiene, aparte del orgasmo furtivo y fugaz, el follar con un desconocido al que luego, tras correrte, no puedas abrazar, achuchar entre tus brazos y contemplar su sonrisa mientras le besas en los labios y mejillas.
Tenía miedo de que Mario fuese así. De que la relación que pudiese establecer estuviese basada en un mero intercambio de fluidos y penetraciones.
Se lavó otra vez la cara mientras se decía que no, que Mario no era así. Mario era impulsivo, sí, pero era una impulsividad que denotaba amor y valentía.
Encontrarse un hombre así, impulsivo y valiente, y con las ideas, claras era un tesoro pero también una maldición. Implicaba conocerse mucho y conocerse muy bien para que sus impulsos y arrebatos coincidiesen con los tuyos. Sería un hombre que se dejase llevar por los sentimientos más que nadie, un hombre imaginativo y romántico.
Ramiro procedió a lavarse otra vez la cara, compulsivamente. Un pensamiento insidioso y tenaz, al fondo de su cabeza, le indicaba que no estaba seguro de poder afrontar a un hombre así. Él se consideraba alguien sensible, cariñoso, buen conversador, mejor oyente. Pero atender a un hombre así requería una especial conexión, implicaba un lazo muy íntimo que uniese ambos cuerpos y ambas mentes porque la suma completa no cabía duda de que sería algo maravilloso. Pero una relación desafinada, carente de complicidad… sería el caos. Los dos sufrirían horriblemente.
No se sorprendió mucho cuando vio aparecer a Mario por el reflejo del cristal, entrando en el servicio, cerrando la puerta tras de sí y acercándose a él con aquel andar firme, luciendo la rectitud de las formas de su traje.
—Ven, vamos dentro —dijo cogiéndole de la pajarita y tirando de él hasta un excusado.
Ramiro se resistió un instante. Mario le preguntó con la mirada. Y era esa mirada una que reflejaba súplica y también amor, romanticismo y anhelo.
No lo pensó dos veces. Le siguió hasta el excusado, cerró la puerta tras sí y echó el cerrojo.
Mario bajó la tapa del inodoro y se sentó cruzando las piernas. Se desabotonó la chaqueta del traje y apoyó los codos en la cisterna, provocando que la camisa se estirase y las formas esculpidas de su pecho se destacasen bajo la camisa, al igual que sus pezones erizados.
Ramiro, apoyado en la puerta, le miraba con una mezcla de temor y reverencia. Las fantasías sexuales están muy bien para recrearlas en la mente, apagándolas cuando uno considera que crecen demasiado. Pero esta es la realidad. Mario es un hombre real; ambiciona y necesita hombres reales que, teme Ramiro, colmen sus expectativas.
Mario se aclaró la garganta y subió la mirada desde la entrepierna de Ramiro hasta su cara.
Entonces le habló.


CAPÍTULO 3


—¿Cómo crees que me siento ahora, Ramiro?
—¿Excitado?
Mario sonrió y asintió con la cabeza. Sentía como su camisa, si no volvía a una postura más relajada que la que tenía ahora, con los codos apoyados sobre la cisterna, iba a hacer que se desgarrase cuando respirase profundamente.
—Mucho.
Una breve pausa surgió y luego Mario continuó.
—Pero veo por tu mirada y la usencia de gestos hacia mí que no compartes mi deseo. ¿Acaso no te gusto?
Ramiro tuvo que bajar la vista hacia el suelo.
—Claro que sí. Pero yo no busco solo sexo, Mario, sino algo más. No te conozco pero tu actitud es algo avasalladora, lo siento. Quizá no seamos compatibles. Lamento que hayas perdido el tiempo si era esto lo que buscabas.
Mario se levantó y se apoyó sobre el cuerpo de Ramiro, relajando toda su masculinidad sobre el traje de él, apoyando los antebrazos a ambos lados de su cabeza, en la puerta. Respiró hondo varias veces, presionando con su vientre y su pecho, derramando su aliento encendido sobre el cuello de Ramiro.
—Yo no busco otra cosa que amar y ser amado, Ramiro. Pero mírame a los ojos y dime que no estás igual de excitado que lo estoy yo ahora.
Ramiro no respondió, limitándose a mirar muy de cerca, con fugaces miradas, los ojos, los pómulos y los labios de Mario.
Una débil y finísima arruga se dibujó en la comisura derecha de los labios de Mario al notar como el interior de la entrepierna de Ramiro se inflamaba e hinchaba, al igual que lo estaba el suyo propio.
Ramiro respiró hondo una sola vez y ascendió con sus manos, delicadamente, sobre el cuerpo de Mario, sobre su borde, temiendo que si tocase la camisa, del contacto surgiesen llamas incendiarias. Apoyó las palmas sobre el cuello de él y sus pulgares acariciaron muy finos las mejillas de Mario, esas mejillas decoradas con sombra rojiza. Sus ojos no escaparon en ningún momento al influjo de los de Mario, parpadearon al unísono, destellaron cuando era preciso, reflejaron sentimientos ardientes cuando el otro los necesitó.
Una inmensa sensación de placer y comodidad, ternura y protección invadió la mente de Mario al sentir los dedos de Ramiro sobre su piel. El contacto era exquisitamente sublime, tanto como un buen beso, mucho más erótico que cientos de palabras, miles de veces más placentero que un zafio y vulgar manoseo en el sexo.
La mirada de Ramiro expresaba duda y asombro, acatamiento y rebeldía. Era la mirada de un hombre hechizado y la de un hombre dispuesto a conocer a la persona delante de él.
Los rostros se acercaron, primero aspirando el aliento ajeno, embriagándose del perfume que surgía de los labios entornados. Ramiro estaba inundado de aromas exquisitos: el procedente del perfume de Mario, el del sudor de sus axilas y el de su aliento sobre sus labios.
Cuando las bocas se juntaron, ambos corazones se detuvieron por un instante. Una suerte de chispa surgió del contacto. Los labios entreabiertos se cerraron unos sobre otros, recreándose en la infinidad de sensaciones agradables que surgían. Ramiro y Mario separaron sus bocas y se miraron unos instantes.
Eran sus miradas gestos de súplica, esperando con ilusión que la satisfacción experimentada por el otro hubiese sido igual de bella que la propia, igual de intensa, igual de hermosa.
Ambos hombres se sonrieron. Ramiro seguía sujetando el rostro de Mario. Sus cuerpos respiraron aliviados pero aún más encendidos, mucho más excitados que unos segundos antes. Mario deslizó sus manos hacia el cabello de Ramiro, sujetó su cabeza con firmeza y atrajo la boca de él hacia la suya. Esta vez las lenguas y la saliva, los gemidos y los ruidos guturales fueron los protagonistas indiscutibles.
Las manos descendieron por los cuerpos, ciñéndose a los costados, palpando los músculos marcados, apreciando la intensidad de los calores corporales que procedían de axilas, pecho y vientre.
Ni Ramiro ni Mario se detuvieron a pensar en la conveniencia o la posibilidad de ser descubiertos. En sus cabezas no había espacio para la seguridad o la vergüenza.
Los movimientos de sus manos fueron directos hacia los botones de las camisas ajenas y luego, tras dejar sus pechos desnudos, siguieron hacia los cinturones, bajando la bragueta de los pantalones y sacando sus miembros fuera de sus calzoncillos.
Era un juego vertiginoso donde la pasión se derretía y sublimaba a marchas forzadas, sin que ninguno pudiese ni quisiese contenerla. Los besos y caricias de sus lenguas y labios se trasladaron a cuellos y pecho, pezones y vientre, pubis y pollas. La saliva era el lubricante mágico que permitía que las lenguas recorriesen y trazasen rutas largas y profundas, demorándose en oquedades obligadas, mordisqueando inflamaciones perversas, removiendo el interior de escrotos ansiosos, siguiendo el contorno de glandes incandescentes.
Las palabras habían dejado de importar. Ambos hombres se habían abandonado a los sentimientos y a la búsqueda del placer propio, de la aceptación y necesidad ajenas. Eran hombres que, en definitiva, buscaban el amor tanto como el comer, tanto como el respirar, tanto como el vivir.
Ramiro se sentó sobre el inodoro con los pantalones y los calzoncillos bajados, la camisa abierta y empuñando su verga erecta. Mario se relamió. Buscó en uno de los bolsillos de su chaqueta y extrajo un pequeño sobre.
—Lubricante; nunca salgo de casa sin él —explicó sonriendo mientras lo abría con los dientes.
Ramiro, a su vez, sacó un condón del interior de su cartera.
—Solo falta esto —añadió abriendo el envase y desenrollando el preservativo sobre su miembro.
Mario se quitó los pantalones y los calzoncillos colgándolos del borde superior de una pared del excusado mientras Ramiro se untaba el pene con el lubricante. Se colocó a horcajadas sobre las piernas de Ramiro mientras depositaba besos suaves y candentes sobre sus labios y mejillas.
Ramiro abrió la boca para preguntarle a Mario si estaba preparado. No necesitó hacerlo. Mario asió la verga y la dirigió hacia la entrada de su ano.
La verga se deslizó con suavidad en el interior de Mario. Un calor inmenso atrapó y envolvió el pene de Ramiro a la vez que Mario exhalaba un suspiro hondo ahogado con una sonrisa. Respondió asintiendo con la cabeza al gesto preocupado de Ramiro, al enarcar una ceja; la penetración había sido demasiado rápida sin la prudencial calma que exigía la penetración anal.
Ramiro empuñó la verga de Mario mientras este se agitaba despacio en movimientos verticales, sintiendo la verga abriéndose paso sobre sus intestinos con dulce pero firme avance. Ramiro intentaba controlar las sensaciones que el esfínter de Mario producía en su verga. La presión era infinitamente exquisita y tan arrebatadora que si perdía la concentración no dudaba que se vaciaría en breves instantes. Intentaba prestar atención a la estimulación de la verga de Mario, masturbando a su amante con movimientos enérgicos, sin apretar en exceso, procurando que tampoco se corriese rápido.
Ambos trataban de ser discretos y silenciosos en sus gemidos y ruidos pero, precisamente por tratar de hacer pasar desapercibido su acto sexual, más erótico y prohibido resultaba y sus sonrisas y miradas adquirían un significado más intenso.
Ambos hombres se miraban mientras las expresiones de su cara reflejaban decenas de sentimientos por segundo: dolor, súplica, amor, tensión, placer, molestia, agradecimiento, control… Los besos surgían de repente, cuando Mario notaba el glande haciéndole estremecer sus vísceras, cuando su corazón envalentonado se agitaba inmisericorde, cuando su vientre se convulsionaba al sentir los preludios del orgasmo gestándose en la masturbación que Ramiro le proporcionaba.
Cuando Ramiro notó cómo su resistencia decía “basta” y el orgasmo brotaba a borbotones, desparramándose salvaje, azuzó la masturbación de Mario para acompañarle a la cima del placer. Mario cerró los ojos, apretó los dientes y se dejó llevar por el inmenso placer de la angustiosa y placentera tortura.
Las vergas eyacularon con un corto margen de diferencia pero los orgasmos se solaparon y los alientos espesos, las salivas acumuladas en las bocas, se traspasaron en un beso hondo y duradero. Ambos hombres gimieron en silencio, ahogando sus jadeos en la boca ajena. Ramiro sintió como el semen de Mario se deslizaba caliente y espeso y viscoso por su vientre, rebasando su ombligo y descendiendo por la suave y recortada fronda de su vello púbico.
La tormenta se fue calmando. Sus respiraciones se fueron aquietando y sus jadeos menguando. La sonrisa se instaló en sus labios mientras se besaban con ternura, utilizando las bocas para atraer la cabeza del otro. Eran esos besos los de un “gracias”, los de un “de nada”, los de un “me alegro que hayas disfrutado”, los de un “estoy satisfecho”.
Ramiro y Mario continuaron melosos durante unos cuantos minutos. Después se limpiaron y adecentaron entre miradas cómplices, sonrisas traviesas y roces descarados. Salieron del excusado con naturalidad. Se colocaron cada uno sobre un lavabo y terminaron de limpiarse. El maquillaje de Mario en sus mejillas se había difuminado demasiado y terminó por quitárselo con agua.
Ramiro miró a Mario de reojo. Admiró el bello perfil de su frente, nariz y mentón y como ahuecaba los labios para limpiarse a conciencia la cara. Aún no podía creerse que un hombre tan guapo pudiese existir. Y menos que hubiese compartido con él algo tan bonito.
—¿Tienes algún plan para hoy por la noche, Ramiro? —preguntó Mario sin mirarle.
Ramiro sonrió, negó con la cabeza durante unos instantes y abrió el grifo para lavarse las manos.
—Por supuesto que no, mi amor. ¿Qué quieres hacer?