Era un grupo de madres que se reunían cada viernes a
desayunar en la cafetería tras dejar a sus hijos en el colegio. Habían escogido
ese día por ser el último de la semana en el que tendrían parte del día libre.
Luego llegaría el fin de semana y habría que lidiar no sólo con un marido
ocioso, sino también con los hijos. Aquella hora escasa que se reunían a tomar
un café y comer una tostada o un bollo servía como acopio de fuerzas ante la
marabunta que se avecinaba y que comenzaría ese viernes por la tarde. Era su
pequeño momento de relax, un remanso de tranquilidad.
Al principio eran únicamente tres. Eran vecinas y se
conocían. Sus hijos iban al mismo colegio y era natural juntarse y charlar tras
dejarles. Luego, gracias a que sus hijos eran amigos, llegaron otras madres. El
grupo se fue haciendo más grande. No todos los viernes coincidían todas ellas,
a veces no pasaban de la media docena, otras veces la superaban.
Escogían siempre la misma cafetería. Estaba cerca del
colegio y, de este modo, no se privilegiaba a algunas para llegar antes a casa.
El camarero, testigo de la formación y crecimiento del grupo, las esperaba
todos los viernes a las nueve y media. Los días de invierno las reservaba
varias mesas en un rincón cálido, los días de verano las tenía preparadas unas
mesas en la terraza.
Las mujeres, de un escueto abanico de edad que rondaba entre
los veintipocos y los casi-treinta, dedicaban su charla a discutir sobre si tal
o cual profesor era demasiado exigente, porqué la comida había subido tanto de
precio o los trucos que tenían cada una para sacar la ropa de sus hijos y
maridos de la lavadora más limpia que cuando la compraron. Eran temas de
conversación triviales, algunas veces curiosos, otros didácticos y los más,
simple meteorología.
Todo cambió cuando llegó Matilde. No era una nueva en el
grupo, hacía varios meses que asistía a las reuniones. Pero era muy callada. Se
limitaba a escuchar y pocas veces dejaba caer su opinión. Algunas la tildaban
de sosa cuando faltaba algún viernes, otras de tímida. Pero un viernes de
inicios de mayo, cuando comenzaron a estrenar la temporada de terraza, hizo una
escueta y simple pregunta aprovechando un momento de silencio.
—¿Alguna vez habéis cumplido una fantasía sexual?
La pregunta hizo enmudecer a todas. Un silencio sepulcral se
adueñó del corro en torno a las mesas. El sexo era tema tabú en el grupo. Se
nombraba con ambigüedad y de pasada.
Neus, una de las fundadoras del grupo, morena y delgada,
enrojeció y enterró su mirada en su taza. Nadie se fijó en ella porque todas
las miradas convergían hacia Matilde. Fue la propia Matilde la que notó el
profundo embarazo de Neus.
—Tú sabes de lo que hablo, Neus.
La aludida se ruborizó aún más cuando sintió todos los ojos
puestos en ella. Socorro, otra de las fundadoras del grupo, se atragantó al ver
a su amiga tan turbada. Creía conocerla muy bien y, sin embargo, descubría que
Neus tenía un secreto de esos que querrías matar por conocer.
—Es cierto, Neus, qué colorada estás. Cuenta, cuenta.
—Prometedme que nada de lo diga saldrá de aquí.
—Lo que ocurra en el grupo, se queda dentro del grupo
—sentenció Matilde.
Luego paseó su mirada por las demás madres que fueron
asintiendo una por una, cada cual más intrigada por lo que Neus iba a confesar.
El pacto quedó sellado desde aquel momento.
<—El relato de Neus—>
Mi marido, Pedro, me había cambiado mucho y yo había
asistido a aquel cambio con un mezcla de estupor y desconsuelo. Donde primero
noté aquel cambio fue en su forma de hablar. Utilizaba palabras malsonantes
para referirse a sus superiores en la empresa. Decía que eran unos cabronazos.
Yo le recriminaba por usar un vocablo tan soez como hiriente y más delante del
niño, pero él se justificaba diciendo que así es como se sentía desde que había
cambiado la directiva en la empresa. Sí que es cierto que llegaba más tarde a
casa y que algunos fines de semana tenía que hacer horas extra. Me extrañó ese
cambio pero pensé que sería una etapa que pasaría. Luego, sin embargo, vinieron
sus insistencias. Me sorprendió una noche arremangándome el camisón y bajándome
las bragas cuando me creía dormida. Me enfadé mucho, me pidió perdón, me argumentó
que estaba muy estresado, que necesitaba un alivio. De ningún modo se lo
permití, le hice ver que aquello estaba en contra totalmente de una convivencia
cristiana como la que teníamos. Lo intentó varias noches y, por fortuna, era
poco habilidoso y me despertaba con sus movimientos. Yo le exhortaba a
confesarse cada domingo en la iglesia. Íbamos todas las semanas, éramos muy
creyentes. Al principio, tal y como teníamos costumbre, me hizo caso. Pero
llegó un domingo en el que no quiso ir a misa, aquello me descolocó por
completo. Hablaba en serio, no quería ir a la iglesia. Le hice ver que aquello
era el peor pecado que podía cometer, pero siguió en sus trece. De modo que
continué yendo a misa yo sola.
El ir a la iglesia sin compañía me hizo tomar conciencia de
todo lo que sucedía a mi alrededor. Antes, cogida del brazo de Pedro, me sentía
segura y protegida. Desde el primer domingo que fui sola a la casa del Señor,
me di cuenta que los hombres me miraban de forma distinta. Era paradójico
porque pensé que sus miradas estarían cargadas de reproche y condena por no
haber sido capaz de convencer a mi marido de venir conmigo. En su lugar, me
encontré miradas lascivas y penetrantes. Sentía en todo momento, desde que
entraba por la puerta hasta que salía, como docenas de ojos se posaban en mí.
Sabía de sus intenciones pero no entendía por qué me hacían sentir así. Pero lo
peor fue que empecé a sentir cierta satisfacción por aquella atención, me
enorgullecía de provocar tantos giros de cabeza.
Fue entonces cuando me di cuenta que Matías me sonreía de
manera distinta. Matías era un mendigo que tenía el portal de la iglesia como
segunda (o quizás primera) morada. La caridad es una virtud y yo siempre tenía
una moneda para él. Olía mal y vestía peor, su pelo estaba desgreñado y a veces
su cara estaba cubierta de mugre u hollín. Sin embargo, por extraño que
parezca, me caía bien. Era atento y me abría la puerta de la iglesia para
entrar, aunque eso lo hacía con todos, pero yo notaba que conmigo lo hacía de
otra forma. Como digo, desde que empecé a ir sola a la iglesia, su sonrisa
hacia mí fue bien distinta. Era una sonrisa lasciva, como la de todos los
hombres allí, pero la acompañaba con un brillo de ojos que me hacía parpadear
atolondrada. A Matías no le consideraría guapo, era un hombre de mediana edad y
yo soy aún una jovencita. No sé si sabría definir qué me atraía de él, no era
un sólo aspecto de su cuerpo, eran muchos, todos juntos. Y, por raro que
parezca oírlo, su sonrisa cargada de pensamientos carnales me excitaba y me
hacía hervir la sangre. Era como una adicción.
Primero fueron sólo los domingos. Sentía la necesidad de
encontrarme su sonrisa acariciando mi cuerpo. Sus harapos y suciedad se
transmutaban en mis fantasías en trajes y perfume intenso. Demoraba mi entrada
en la iglesia, disfrutaba con su mirada posada sobre mí, me enrojecía y todo mi
cuerpo, Dios me perdone, suplicaba por él. Matías no era ajeno a mi debilidad y
eso le hacía ser más descarado, me cogía del brazo y me acercaba a él cuando
depositaba una moneda sobre su mano. Mis piernas temblaban, mi corazón se
aceleraba. Ya en la iglesia, no pensaba en otra cosa que salir cuanto antes
para buscar su mirada, su olor, su desvergüenza. Comencé a ir a la iglesia
entre semana. Pedro no puso objeciones, alegué mis salidas ante él diciéndole
que necesitaba confesarme más a menudo por sus pecados. Él se reía y me dejaba
en paz, cuidando de Pedrito. Yo salía de casa con la mentira atormentándome; pero
con el sólo pensamiento de encontrarme a Matías, se me iban todos los
prejuicios. Adoraba su desfachatez, su rudeza y su aliento a vino rancio. Las
horas del día las pasaba contando las que faltaban para ir a la iglesia, las de
la noche las pasaba suspirando por él. Mis fantasías iban más allá de lo
decente y caían en lo salvaje. Matías simbolizaba para mí la libertad, la
fuerza, la independencia.
Todo cambió un viernes. Iba a casa con prisa por ir a hacer
la compra, precisamente me acababa de despedir de vosotras, después de tomar el
café. En un callejón cercano al supermercado, revolviendo los contenedores de
basura, descubrí a Matías buscando algo para comer. Los dos nos miramos cara a
cara. Era la primera vez que nos veíamos sin la iglesia de por medio. Fui
directa hacia él. Era mi cuerpo el que tiraba de mí, era mi enfermiza obsesión
la que daba fuerzas a mis pasos. Hedía a comida podrida pero su tufo me excitó
hasta lo indecible. Sin mediar palabra, buscando el refugio del enorme
contenedor, le empujé detrás de él. No se esperaba mi agresividad y quiso
defenderse empujándome. Me resistí, le cogí del pelo y le besé. Mi lengua
atravesó su boca, era la primera vez que besaba de aquella forma, y a otro
hombre que no fuese mi marido. Sabía a colillas y alcohol fermentado pero,
lejos de asquearme, me dio fuerzas. Busqué su torso desnudo bajo las muchas
capas de ropa, todas raídas, que llevaba encima. Su piel era áspera y estaba
cubierta de vello ensortijado. Sus manos, en cuanto comprendió que mis
intenciones eran carnales, amasaron mi trasero. Un calor extremo me nació de
entre las piernas cuando arremangaron mi falda y las hundió entre mis nalgas.
Sentía dolor a causa de la fiereza de sus zarpas pero aquello me encendió aún
más.
Busqué su sexo y me alegré de comprobar cómo, bajo los
pantalones, una enorme dureza se hacía palpable. Me faltó tiempo para abrirle
la bragueta y sacar su miembro erecto. Me lo llevé a la boca sin pensar. Me
sentía relativamente a salvo detrás del contenedor pero cuando Matías gimió al
lamerle el sexo, temí que la gente nos descubriese, peor aún, que me reconociesen.
Le tumbé en el suelo, nos desnudamos de mala manera y, arrodillándome sobre su
cara, estampé mi sexo sobre su boca mientras succionaba su tranca. Sus labios
sobre mi sexo me arrancaron destellos de placer que conseguía acallar con su
miembro en mi paladar. Me sentía a la vez sucia y desalmada para con mi marido pero
también me consideraba víctima de los deseos de mi cuerpo, de las frustraciones
de una vida sexual desaprovechada. El miembro de Matías creció tanto en mi boca
que llegué a atragantarme. Ignoraba que un pene fuese a crecer tanto, pensaba
que el de mi marido era el tamaño establecido, pero aquello rebasaba cualquier
medida. Aquel falo monstruoso cuyo extremo a duras penas cabía en mi boca me
tenía estupefacta y encantada a la vez, mi mendigo asilvestrado era un portento
sexual.
Oleadas de placer sacudían mi cuerpo y a punto estuve de
gritar cuando varios finales se agolparon en mi entrepierna. Desfallecía,
temblaba como una chiquilla, la saliva se me escurría de los labios. Matías,
tan desacostumbrado como yo en los coitos, también se vino. Una cantidad
ingente de fluido anegó mi boca, trallazos profundos de esperma caliente
surgían de la herramienta que no sacaba de la boca. Creo que llegué a tragar
hasta dos veces para limpiar mi paladar pero de aquel tronco no cesaba de manar
savia que terminé por dejar escurrir de mis labios. Tosí y tuve que sentarme a
su lado porque sus manos y su boca no daban respiro a mi sexo. Me limpié con
uno de sus trapos sucios la boca, el esperma me escurría por el mentón y el
cuello. Le aparté las manos, molesta, porque me agarraba la cintura para volver
a aposentar mi trasero en su cara. Insistía obcecado.
Fue entonces cuando me tiró del pelo y me obligó a colocarme
a cuatro patas. Quise resistirme pero tiraba de mi cabeza y me tapaba la boca.
Sentí un miedo horrible, la situación se me escapaba de las manos, Matías se
había vuelto incontrolable, era una bestia gobernada por deseos primarios.
Chillé pero una de sus manos tiraba aún más de mi pelo y, con la otra, hundía
varios de sus dedos mugrientos en mi boca. Entonces me penetró. Fue como ser
empalada por un rescoldo, como fuego líquido atravesando mi interior. Tardé en
darme cuenta que me había forzado por mi orificio más femenino. Los empellones
que me propinaba, y que hacían que su miembro se incrustase hasta el fondo de
mis entrañas, eran dolorosos. Extraía, eso sí, cierto placer malsano en el
hecho de ser penetrada por un miembro que llenaba toda mi cueva. Acercó su cara
sobre la mía, obligándome a aspirar el tufo a vino rancio que manaba de su
boca. Su lengua lamió mis mejillas y sienes mientras continuaba cabalgándome,
obligando a mi cuerpo a ser víctima de su furia descontrolada, primordial.
Las entrañas se me revolvieron de nuevo, las piernas me
temblaron, los espasmos recorrieron mi espalda, volvía a experimentar un goce
extremo de un acto que, aunque ya no podía controlar, sí podía disfrutar.
Matías terminó dentro de mí poco después. Me apartó de él como una muñeca
usada. Eso me molestó, lloré mucho, ahogando mi llanto entre mis manos,
ocultando mis lágrimas con mi cabello deshecho. Matías se vistió rápido,
cubriéndose con sus harapos, y se alejó de mí, saliendo del callejón a la
carrera. Me acurruqué tras el contenedor y me encogí muerta de miedo, apoyada
en la pared. Me manché el mentón de sangre al apoyarlo en las rodillas porque
las tenía despellejadas. Lloraba, no por haber sucumbido a los arrebatos del
placer más sórdido sino porque la imagen que tenía de Matías como mendigo
altanero y libre se había convertido en la de un monstruo desconsiderado y
furibundo, dotado de un descomunal miembro. Pero, de alguna manera, me sentía
bien, era como si me hubiera desprendido de algo que me oprimía y me coartaba.
Había satisfecho uno de mis sueños aunque se hubiese vuelto, por momentos,
pesadilla.
Dejé de ir a la iglesia, me moriría de vergüenza si viese a
Matías plantado en la puerta. Todavía recuerdo la cara que puso Pedro,
arqueando una ceja, cuando le dije que aquel domingo no iría a la iglesia. Me
preguntó por qué y yo le respondí que Dios estaba en todas partes. Cuando
ronroneé en su oreja y le acaricié su bragueta, pegó un bote del sofá que casi
caemos los dos al suelo. Aparté el periódico que le temblaba en las manos, lo
aferraba como un escudo interponiéndolo entre él y yo, pero de nada le sirvió.
Pedrito estaba en catequesis, no volvería hasta la hora de comer. Mi marido se
santiguó.