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martes, 29 de mayo de 2012

AMA, ESCLAVO, CUCHILLO




La luz incendiada del atardecer se filtra por las rendijas de la persiana, atraviesa las cortinas salmón e ilumina una estampa confusa por la niebla.
Rodrigo aún está encaramado a la cama desecha, a cuatro patas, ofreciéndome su trasero desnudo mientras su enorme miembro cuelga entre sus piernas, junto a la también enorme bolsa escrotal que le pende.
Contemplo a mi marido en esa posición mientras, sentada en la silla y desnuda, dilucido con un cigarrillo entre los dedos, escudada en la oscuridad del fondo de la habitación, qué hacer con él.
La habitación está enrarecida por el humo del cigarrillo. No sólo por este que me fumo, sino por los varios que llevo ya. El cenicero que tengo a mi lado está rebosante de colillas. Me he fumado uno tras otro, sin pausa, contemplando las nalgas tostadas de mi marido.
Durante el primer cigarrillo sopesé la idea de introducirle mi consolador favorito en ese ojo oscuro que, de vez en cuando, se enfurruña y se frunce, quizás molesto por la espera. Untar el juguete con jugo de mi coño e ir empalando a Rodrigo, disfrutando de la angustia ajena, absorta en el espectáculo del orificio violado. Luego, con el segundo cigarrillo, se me ocurrió la idea de ordeñar el inmenso rabo. Me enfundaría las manos con los guantes de fregar, de colores rosa y azul, y, disfrutando del tacto rugoso de la goma, exprimiría la polla con movimientos asépticos, mecánicos; eliminando el contacto de mi cuerpo con el suyo, la experiencia sería sencillamente sublime.
Mientras fumaba el tercer cigarrillo, intentando encontrar una forma realmente humillante con la que fustigar a mi marido, el malnacido, no sé por qué razón, tuvo la osadía de girar la cabeza y mirarme a través de la máscara. Fijó sus ojos en mi coño, en mis tetas, en el cigarrillo. Pero también su mirada suplicaba comenzar con la humillación, la espera le reconcomía, la posición inerte le incomodaba.
—¡Perro! —chillé furibunda. Corrí hacia él y castigué su osadía, cruzándole la cara con el dorso de la mano.
Gimió lastimero, su cuerpo enorme vibró, su vientre se sacudió, sus hombros temblaron. Toda su poderosa musculatura se debatió ante el golpe.
—¡Quieto ahí, cabrón de mierda! —chillé mientras me sentaba de nuevo y retomaba mi cigarrillo.
Rodrigo es un gigantón mulato, de más de dos metros. Yo un pingajo a su lado. Mi metro sesenta escaso me servía para, si acaso y de puntillas, morderle las tetillas. Cuando apoyaba mis mejillas en las duras protuberancias de sus abdominales forjados, sentía el poder de músculos rocosos, de fibras endurecidas como el acero a base de varias horas diarias de gimnasio. Las palmas rosadas de sus manos eran tan extensas que podían rodear uno de mis muslos con facilidad. Sus pies eran casi el doble de grandes que los míos.
El calor que despedía su cuerpo era comparable a una estufa viviente, una caldera siempre caliente, inagotable, salvaje, incombustible.
No así su mente. Tierno y frágil como un niño de teta, Rodrigo se plegó a mis exigencias sexuales desde el principio sin mostrar el más mínimo reproche. Sus ciento veinte kilogramos de músculo color café están siempre a las órdenes de mi caprichoso parecer, de mis locuras más enfermizas.
Empecé el sexto cigarrillo sin ocurrírseme más opciones que penetrar su ano y estrujar su pene.
Pero eso no era lo que necesitaba. Ni él ni yo. Ya habíamos probado eso antes. Su culo se comía todo lo que le metiese. Gemía, claro. Disfrutaba, por supuesto. Alguna vez tuvimos algún percance, pero nada que no supusiese una visita a Urgencias y varios días de reposo. Una vez, ordeñándole, descargó tal cantidad de semen que manchamos una de las paredes con la furia descontrolada de sus eyaculaciones. La mancha sigue ahí, recordándome que si Rodrigo debía descargar, tenía que hacerlo boca abajo.
—Mi ama…
—¿Qué? —bufo tras unos segundos con desgana. No me gusta que interrumpa mis pensamientos.
—Hazme lo que sea.
Aspiro el humo del cigarrillo. Sale de mis labios con un silbido ronco. El atardecer anaranjado se filtra en la habitación. Las volutas de humo azul envuelven la estancia de una neblina picajosa.
Rodrigo está impacientándose. Yo también, no se me ocurre nada que pueda realmente alegrarme la tarde.
Entonces, mientras voy apurando las últimas caladas, me arrellano en la silla y sonrío. Se me está ocurriendo una perversión realmente cojonuda. Digna de esta tarde que tiñe de otoño la habitación.
—Ven aquí. Ahora.
Rodrigo se pone en pie y se me planta delante de mí. Me obliga a levantar la cabeza para atisbar el final de la suya. Una máscara de cuero negro cubre su cara, con varias ranuras en sus ojos y nariz. La cremallera que tiene sobre su boca está abierta.
Aplasto la colilla en el cenicero, dirijo el humo sobre los músculos protuberantes que se hinchan delante de mí, al ritmo de su respiración.
—Túmbate. Boca arriba. Ahora.
Rodrigo obedece sin demora. A mis pies, sin perder un segundo, se tumba.
—Brazos  extendidos, perro, a lo largo.
Extiende los brazos flanqueando su cabeza. Su tamaño parece ampliarse, de punta a punta de la habitación. Sus sonrosadas axilas afeitadas se me muestran desnudas. Sus brazos, engordados con músculos gruesos y tensos, se afanan en estirarse. Venas y arterias brotan bajo la piel. Rodrigo no sólo acata mis órdenes, intenta ir más allá. Me gusta la idea de ver sus músculos tensados.
—Piernas estiradas. Más, perro, más tensas. Quiero oírlas crujir.
Sus músculos restallan al tensar sus muslos. Es un sonido que me encanta. El sonido del poder concentrado, de la fuerza bruta de su cuerpo.
—Ahora vengo.
Me levanto de la silla. Vuelvo tras unos minutos. Me siento y le miro.
Rodrigo sigue en la misma posición. Sigue mirando al techo pero no puede evitar estremecerse al vislumbrar el brillo del acero del enorme cuchillo que tengo en una mano.
El cuchillo pesa. Mango de metal, frío. Aún quedan rastros en su pulida superficie del hielo en el que lo he cubierto.
Giro la hoja. Destellos reflejados de luz metálica inciden sobre las paredes de la habitación.
Manejo el cuchillo sobre el vientre de Rodrigo. Oigo como traga saliva. Su cuello enorme, surcado de tensas maromas color café, se contrae. Agito la hoja afilada en el aire. Suspiros cortantes rayan el silencio, siseos metálicos surcan el humo azulado sobre el cuerpo desnudo de mi marido.
Cuando poso el cuchillo sobre su vientre, despacio, cuidando que la larga y gruesa hoja, afilada y fría, tome contacto con la piel caliente de su cuerpo, un escalofrío de placer me sacude. Rodrigo emite un quejido rumboso y yo siento como me humedezco al instante. Los dedos de sus manos vibran, los de sus pies se tensan. Hielo metálico, placer extremo.
Su prodigiosa polla se hincha. Es un espectáculo soberbio contemplar aquel tubo de carne tostada inflarse. Venas, arterias y capilares retienen la sangre, su polla se despereza, se agita, se remueve entre sus ingles, adoptando formas ciclópeas. Ni parpadeo mientras veo erguirse al gigante, a la bestia primigenia convertida en polla prodigiosa.
Empuño el cuchillo. La punta del glande supera la altura del ombligo. El pene se torna en animal salvaje, dotado de ideas propias. Deslizo la punta metálica del cuchillo alrededor del miembro, por los valles y colinas de su vientre tenso. Un rastro fino, casi imperceptible, parece blanquear el tono café de su piel al paso de la punta helada para luego tornarse en carmesí encendido. Me basta con arrastrar la punta por la piel, sin ejercer presión, para arañar. Rodrigo está frenético, lo noto en su respiración agigantada, en su polla alzada, en su pecho tenso y sus hombros bestiales aprisionando su cabeza.
Cuando llego a la confluencia entre sus pechos, tengo que reprimirme para no llevarme una mano entre mis piernas. Noto el tapizado de la silla absorber mi excitación licuada. Empujo la hoja hacia uno de los pezones. Empujar el cuchillo no es tan fluido como deslizarlo. Además, las fibras encordadas de sus músculos enganchan la punta. Las primeras gotas de carmesí aparecen cuando la punta se hunde en su caminar.
Al llegar a la tetilla, me paro a contemplar los ojos de Rodrigo. Los tiene cerrados, párpados tan prietos que llego a imaginar su cara oculta tras la máscara, contraído todo su rostro, ahogando un grito, un jadeo, una voz. Bajo la cremallera de su boca, se muerde los labios con ansia. Un rápido vistazo a sus manos me confirma lo que sospecho. Tiene los dedos tan tensos que las uñas están blanquecinas como tiza. Una parada visual en su polla me muestra una precoz viscosidad brotando de su glande, creando un hilo translúcido entre la punta de su polla tiesa y el vientre. El miembro se tensa, se sacude, vibra. Los enormes testículos se revuelven. La parte inferior de su vientre se tensa como la piel de un tambor oscuro. El vello afeitado de su pubis se eriza cual lija. Es maravilloso ver cómo mi marido se contiene, cómo envuelve toda esa tensión y anhelo, como ballesta tensada al límite cuya saeta espera incontenible para surcar el aire, dejando estelas de leche abundante.
Continúo mi trabajo sobre el pezón caoba. La punta recorre en espiral la diminuta areola erizada, se topa con el pezón prieto. El filo se posa sobre la areola, paralelo. Un sólo movimiento y el pezón quedará rebanado. Me humedezco los labios, me inclino sobre la silla, me gusta el espectáculo. Rodrigo contiene la respiración: también él comprende que el filo helado del cuchillo está próximo a hundirse en la carne endurecida. Deslizo la hoja adelante y atrás, el vello erizado de la areola araña la hoja, sisea el metal mientras una gota de sangre brota. Nace como una burbuja diminuta, carmesí y brillante. Crece con mesura para, de repente, desparramarse y bañar la arela de rojo pasión, de vida rojiza, fundiéndose con los cientos de gotas de sudor que afloran en el resto de su pecho.
El sudor cubre toda su piel, todo su cuerpo. Como hongos minúsculos que crecen al abrigo de la humedad. La humedad de la tensión, del placer.
—Respira tranquilo, perro. Tu pezón está a salvo —mascullo levantando la hoja.
Rodrigo inspira con fuerza. Su pecho se hincha, su vientre se infla y sus abdominales restallan, fijados a su piel como el cosido de un balón de fútbol.
Sumerjo varios dedos en mi interior. Ya no puedo contenerme más. Es superior a mis fuerzas. Encuentro mi sexo anegado, una humedad exagerada brota de mi cueva y esparzo la viscosidad por la vulva, el ano, el pubis. Chasquidos que resuenan mientras hundo los dedos en el material rugoso de mi sexo.
Contemplo el filo manchado. Un rastro finísimo de sanguinolento rojo, casi invisible, mancha la hoja. Me la llevo a la boca, extiendo la lengua. Siento como el filo rasga tirante la rugosidad de mi apéndice bucal. Quema, cauteriza. Debajo, entre mis piernas, mis dedos se afanan por achicar la profusa humedad de mi interior. Un espasmo en las ingles me avisa del orgasmo inminente.
No, ahora no. Todavía no.
Lo siguiente que ocurre es fantástico. Mi brazo ha tomado el control, ni siquiera lo he pensado. Descargo de plano la hoja sobre el bestial miembro de mi marido. El sopapo de metal restalla sobre la polla tiesa. Rodrigo exhala un gemido de angustia, de dolor, de placer primigenio.
Placer. Yo también reboso placer. Mis dedos se comban en mi interior, presionando sobre la vejiga. Mis uñas escarbando, ahondando en la rugosidad tirante de mi vagina. Dulce untuosidad, me duele cuando hundo las uñas en mi carne interna.
El golpe no ha sido plano del todo. Las primeras gotas de sangre aparecen, brotan como burbujas de rojo precioso bajo la hoja, hasta que estallan y forman hilillos que recorren la superficie tubular del pene.
Me gusta. Sencillo, efectista. El sopapo de metal ha sido espectacular. Quiero repetirlo. Al levantar la hoja, ahogo un gemido de sorpresa: es mejor de lo que esperaba.
La punta del cuchillo se ha enchanchado con una rugosidad del escroto. Al alzar el cuchillo, la gran bolsa se yergue, enganchada con la punta del cuchillo. Los testículos se revuelven, posándose al fondo del escroto. Rodrigo exhala un jadeo incontenible.
—Genial.
Me relamo. Me gusta tanto que no me doy cuenta que se ha detenido la agonía de mi orgasmo en mi coño. La belleza de la bolsa escrotal, alzada en el aire con la simple sujeción de la punta afilada de un cuchillo, me embarga, me embelesa.
Dejo resbalar el escroto. Una punzada, un rastro encarnado aparece entre los pliegues. Un rápido vistazo a la máscara, a la cremallera, y veo sus dientes lechosos, el dolor, la furia, el placer, todo mezclado en un caldo aderezado con su punto justo de miedo, de terror.
Mi queridísimo grandullón. Aún no sabes lo que te tengo preparado.
La humedad desborda mi coño. Pronto me doy cuenta que es orina. He presionado tanto mi vejiga que el líquido fluye en forma de gotas, mezclándose con la viscosidad procedente de mi otro agujero. Plic, plic, oigo las gotas caer sobre el suelo, derramándose por el borde de la silla.
Deslizo el extremo del cuchillo por la polla. Un grueso cordón, abultado como un dedo mío, recorre el miembro de abajo a arriba, hundiéndose en la carne poco antes de nacer el glande, bajo el prepucio. Presiono con la punta, deslizo el filo cual hoja de afeitar por el grueso cordón. El interior burbujea, las venas y arterias se hinchan a su paso. Es una dulzura de visión. La punta deja un rastro blanco que luego torna al rojo, al morado, al azul, al violeta. Una marca de posesión, una marca de paso.
Llego al glande, oculto bajo el prepucio. Un rápido vistazo a los ojos de Rodrigo, sus párpados apretados presionan sus ojos dentro de sus cuencas. Gotitas de saliva emergen de la cremallera de su boca. Contiene la respiración pero no puede evitar que la saliva fluya entre sus dientes. Hermoso, sublime. Qué delicia.
Mi propio orgasmo llega de improviso. Cierro los ojos, calambres de placer me sacuden el vientre y remueven mis interioridades. Aprieto mi vejiga, hundo mis uñas hasta sentir dolor extremo. Me vacío entera, incapaz de contener la meada. Grito, siseo, jadeo. El pis surge como fuente reventada.
Oigo mi orina salpicar el torso de Rodrigo, me muerdo los labios, extraigo el metálico sabor que la hoja abrió en mi lengua. Tiemblo, aspiro por la nariz con rápidas hondonadas, mi pecho se convulsiona, espasmos gloriosos me recorren, fluidos liberados se acumulan.
Cuando abro los ojos llego a tiempo de contemplar el hermoso espectáculo del semen. Rodrigo se ha masturbado sin mi permiso. Sacudiéndosela, de su polla surgen trallazos, chorros luminosos. Babeantes, viscosos, esparcidos por todo el torso moreno, manando de la punta del prodigioso miembro. Tres, cuatro, cinco, hasta seis eyaculaciones. Semen acuoso, antes espeso, acumulado entre intersticios de músculos, mezclado con el caldo de mi vejiga, de mi coño. Cordones de leche que discurren cual trazos de tiza mojada hasta su máscara y más allá, flotando sobre los charcos de mi orina en el suelo.
—¡Perro, perro! —chillo con el cuchillo alzado en el aire, cortando el olor a tabaco, a semen, a orina y a sexo que nos envuelve. Se ha corrido, el malnacido se ha corrido sin mi permiso.
Pero mi marido hace la seña convenida con los dedos y se incorpora apoyándose en los codos. Toma una profunda inspiración y, tras un instante de calma, se quita la máscara. Los dientes de metal de la cremallera aún le tatúan los labios. Una mezcla de sudor y orina surge de su cabello.
Chasquea la lengua mientras echa un vistazo a la mezcla de fluidos derramados por el suelo, por su cuerpo, entre mis piernas. Gotas que aún se acumulan en el borde de la silla, discurren por el canto y fluyen por las patas.
—Joder. Menudo estropicio, Belén.
Contraigo los párpados y termino por suspirar, acabado ya por fin el juego.
—Esto se me ha ido de las manos, cariño —murmuro posando el cuchillo en el suelo.
Un remordimiento, un chispazo de vergüenza. Le miro a los ojos y los encuentro entornados, junto a una afable sonrisa.
—¿Fregona y ducha? —pregunta mientras se acerca a mí y me aplica un beso en la mejilla.
Termino por sonreír y confirmo con un movimiento de cabeza.
—Fregona y ducha.

martes, 8 de mayo de 2012

NUEVAS EXPERIENCIAS




La siesta debería ser prescrita como cualquier medicamento. No hay nada más sencillo ni más grato que tumbarse en el sofá al mediodía o a media tarde, sintiendo como te abandonas a la pesadez de los párpados. La cabeza se inclina y los músculos del cuello se relajan. Las responsabilidades se desvanecen como humo voluble. Todas las preocupaciones se transforman, reduciéndose a minúsculas molestias y, sin darte cuenta, empequeñecen hasta desaparecer. Y, mientras, el sueño invade cada fibra de tu ser, penetrando en cada poro de la piel. Un ligero bostezo suele ser el primer indicio de que lo estás haciendo bien. Luego otro, más profundo, más desatado, te hace abrir la boca sin mesura. Son esos bostezos, largos e intensos, los que te dejan completamente alelada, predisponiéndote sin duda alguna al placer de un escueto pero aprovechado sueño.
Lamentablemente mi chico y yo no podemos echar la siesta más que los domingos. Nos gustaría hacerlo a diario pero, ya se sabe, hay otras cosas que hacer.
A los dos nos encanta echarnos una cabezada rápida, de no más de tres cuartos, inmediatamente después de la limpieza de la casa y justo antes de preparar la comida. Es nuestra cita ineludible. Nos gusta tanto dormitar que, cuando nos mudamos a nuestra nueva casa, prescindimos de un enorme sofá para el salón. En su lugar, aparcamos uno pequeño, de dos plazas, frente al televisor. Pequeño, funcional y barato. Y junto a él, al lado del radiador, la joya de la corona de los sofás: un enorme diván reclinable, con acolchado espeso y refuerzo lumbar. Lo bastante amplio para dormitar los dos juntos con holgura, suficientemente estrecho para encerrar la intimidad, insultantemente cómodo para invitar a la siesta aunque no te lo propongas.
Las visitas suelen tardar pocos minutos en aprovechar para tumbarse en él. Y a no pocos hemos tenido que dar una palmada para que despertasen. Es, simplemente, una gozada.
¿Qué puede haber mejor que echarse una siesta reparadora con tu chico, desnuditos y tapados con una fina manta? Lo que ocurre al despertar.
Aquel domingo, desperté de la siesta con el regusto de un sueño que ya no recordaba en su totalidad. Solo persistía en mi memoria la sensación de que, a veces, la mejor forma de hacer las cosas no siempre es la más obvia o normal. Un giro de 180 grados es la solución más ingeniosa.
—Es curioso saber cómo cambia todo cuando piensas de forma diferente.
—¿Por qué lo dices? —preguntó Roberto.
—Es sólo un cambio de mentalidad, un giro de pensamiento, un ¿y si…?
—No te entiendo, Susana.
Me giré hacia él. Me miraba extrañado, con el ceño fruncido pero con esa sonrisa perenne en sus labios que imprimía a su rostro un halo de pecado. Sonreí a mi vez y, sacando un brazo fuera de la mantita que nos cubría, pasé los dedos por el perfil de su cara. Mis yemas apreciaron la dureza de sus mejillas y la de sus mandíbulas cubiertas de vello. Mi pulgar se detuvo entre sus labios que aún dibujaban esa sonrisa perversa. Me susurró con voz queda:
—¿Sabes que cuando las demás personas nos despertamos, lo hacemos con la cara hinchada, las pestañas cubiertas de legañas y un expresión de malhumor? Tú, sin embargo, sigues igual de arrebatadora.
Sentí como el rubor me caldeaba la cara. Una lisonja en el momento adecuado es afrodisíaca.
Roberto sonrió ampliamente y atrapó entre sus labios mi dedo pulgar. La humedad de su interior me bañó la punta y su lengua trazó círculos alrededor de la uña y la yema. Un escalofrío recorrió mi espalda y la calidez de su boca terminó de despertarme por completo.
No pude evitar tragar saliva. Además, comencé a notar como otra parte de mi cuerpo acumulaba también humedades. Un delicioso calor nació fuerte y desazonador entre mis muslos, acompañando mi excitación. Roberto me miraba fijamente, entornando los ojos y sonriendo malévolamente mientras sorbía mi dedo con lentitud.
Deslicé la mirada hacia la porción de manta que cubría su vientre y contemplé su erección pugnando por alcanzar su cenit: un cerro ominoso que presagiaba una excitación mayúscula se levantaba con rapidez bajo la mantita. Su polla tiesa proyectaba una sombra alargada cuyo extremo acababa entre mis piernas, justo donde ahora mismo mi cuerpo clamaba atención.
Como si Roberto me leyese el pensamiento, una de sus manos arribó a mi vientre y se detuvo el tiempo justo en el ombligo para arrancarme unas cosquillas. Después descendió hasta la lujuriosa vellosidad de mi pubis, internándose entre los ensortijados mechones y alcanzando la viscosidad candente que brotaba de mi hendidura.
Mi dedo pulgar emergió de sus labios y, bañado en sus jugos salivales, pinté el contorno de sus labios, de comisura a comisura. Ambos estábamos ahora ofreciendo caricias similares a labios similares, distribuyendo humedades espesas y calientes entre ellos, sobre ellos, alrededor de ellos. Los chasquidos jugosos eran comunes y las reacciones, parejas. Roberto y yo nos mirábamos sin pestañear, intentando mantener una actitud engañosamente relajada ante aquella apasionada intromisión en labios ajenos. Empezaba el juego.
Implícitamente decidimos jugar a una suerte de perverso juego que a veces practicábamos tras despertar de la siesta. La única premisa era no demostrar placer por muy intenso que fuese el goce; ganaba quien conseguía arrancar un orgasmo al otro. El perdedor alcanzaba un éxtasis salvaje; el vencedor, la honra de considerarse más implacable, más frío, más tenaz.
—No, no vale —murmuré al cabo de unos segundos en los que intuí que me faltaba el aire y el corazón iba a detenerse con tanto trabajo en mi coño—. Juegas… juegas con ventaja.
Roberto enarboló una sonrisa triunfal a la vez que aplicaba ligeros movimientos circulares en mi clítoris, arrancándome taquicardias.
Sin esperar respuesta por su parte, empuñé su magnífica erección bajo la manta. Su expresión de risueño triunfo cambió de inmediato. Entre mis dedos, sentía el latir poderoso y burbujeante de su excitación, recorriendo el tallo grueso, emitiendo un calor intenso y vigorizante.
—Vas… vas… vas a tener que esforzarte, campeón —sonreí con dificultad, aparentando seguridad.
Deslicé el pulgar por la punta candente, masajeando el glande. Roberto apretó los labios y tragó saliva. Ya no era el alegre jugador convencido de su victoria. Mi uña raspó la fina piel del glande, alrededor de la cresta, demostrándole que no era ninguna novata en aquel juego.
En respuesta a mi provocación, su dedo penetró mi interior y, doblándose, presionó infame sobre mi pared superior. Un temblor involuntario me retorció el estómago y me hizo soltar un suspiro. Mi corazón adquirió entonces un ritmo enrabietado, descargando ráfagas de velocísimos redobles, reflejándose en mi respiración entrecortada.
De repente, la mantita se me antojó gruesa y pesada; sentí como, por la piel de mi espalda, gotas de sudor se acumulaban una tras otra sobre la funda del diván. Con la mano libre, y de un manotazo, mandé la manta lejos de nosotros.
Nuestras miradas recorrieron el cuerpo desnudo del otro a la luz mortecina que se filtraba de la persiana entornada del salón. Las rendijas entre los listones dibujaban lunares de luz que vestían la habitación de luces borrosas. Varias de ellas incidían en mi vientre y mis pechos agitados y alguna impactaba en el cuerpo velludo de Roberto.
Nuestros cuerpos se removían imposibles de controlar y reflejaban el agotador esfuerzo de no dejar traslucir la excitación de nuestras mutuas masturbaciones. Debo reconocer que Roberto era un maestro en aquel juego y, en las innumerables veces que me había retado, nunca había salido victoriosa. El fantástico orgasmo que finalmente me arrancaba, me hacía gemir y retorcerme como una posesa. Sólo, tras degustar el placer disfrutado, la rabia me consumía mientras Roberto me miraba sonriente, con aquella expresión en sus labios de infinita ternura pero también de detestable soberbia. Roberto conocía mi cuerpo mejor que yo misma y accedía a lugares recónditos de mi anatomía que luego, estimulándome sola y quizá por ser acariciados con rudeza, no me ofrecían más que tímidos y sosos calambres. En sus dulces y sedosas manos mi cuerpo entero era una fuente inagotable de placeres nuevos y atrevidos. Su sólo contacto sobre mis pezones me arrancaba jadeos y me atolondraba. Roberto era un malnacido con sonrisa divina y dedos demoníacos.
Avivé las sacudidas sobre su miembro. Entre mis dedos palpaba la sangre fluir con poderío incansable. Notaba en su polla el latir de su corazón revolucionado, aunque no tan veloz como el mío. Además, no poseía el vigor ni la tensión de sus brazos y, tras meneársela durante agotadores minutos, intentando no pensar en aquel dedo juguetón en mi interior que me estaba matando, me di cuenta que tampoco ganaría en esta ocasión. Mi interior liberaba jugos con cada vez más abundancia, mi corazón amenazaba con estallar de un momento a otro y mi expresión seria no conseguía en absoluto descorazonar a Roberto: varios gemidos se me acumulaban en la garganta y les daba salida en forma de ronroneos cada vez más graves y vibrantes.
Fue entonces cuando otro de sus dedos accedió a mi cueva. Ensanchó la abertura y permitió que el doble de placer recorriese mi interior. Emití un gemido gutural, que reflejaba mi sorpresa y el sonido de un placer mayúsculo. Ambos dedos entraron hasta el nudillo mientras el índice y el anular masajeaban la vulva. Su pulgar, para acelerar mi inminente derrota, comenzó a trazar desgarradores círculos sobre mi hinchado clítoris. Cerré los ojos, incapaz de aguantar las hondonadas de placer salvaje y brutal que me nacían de entre las piernas. Eran como olas gigantescas que nacían de mi sexo y barrían mi vientre y mis pechos con arrollador ímpetu, destrozando cualquier barrera que se interpusiese en su camino. Un chillido emocionado salió de mis labios entre resoplidos involuntarios. No tuve más remedio que rendirme a la evidencia: Roberto iba a ganar de nuevo. Se me cansaban el hombro y los brazos de tanto menear un miembro que parecía insensible a mis desvelos. Me notaba los dedos sudorosos y empapados de la viscosidad que manaba del glande y que, en modo alguno, me hacía presagiar una posible victoria.
—Vas a perder de nuevo, Susana, vas a perder.
Entorné los ojos. Su lengua asomó entre sus labios, burlándose de mí. Sus dedos continuaron deshaciéndome por dentro a la vez que disminuía el ritmo de mis sacudidas sobre su pene. ¿Por qué no abandonar?, pensé agotada. El furioso orgasmo que intentaba retrasar lo máximo posible en mi sexo crecía imparable, inflándose con cada aleteo de sus dedos, amenazando con estallar. La explosión que experimentaría mi cuerpo sería tan absolutamente deliciosa que, por más derrotada que saliese de la lucha, la que acabaría con un orgasmo salvaje sería yo. Aunque él venciese, el placer sería enteramente mío.
Dulce placer, intenso placer, candente placer.
No. No, para nada.
Una locura se abrió paso en mi cabeza. Era una posibilidad remota. Ni siquiera lo había intentado antes, ignoraba si serviría de algo. Pero era mi única posibilidad. Tenía que pensar de forma diferente, con otra mentalidad. Recobré la persistente idea que aún recordaba de mi sueño.
Solté el mango envarado de entre sus piernas y, tras humedecerme el dedo corazón con la poca saliva que quedaba en mi boca sedienta, ataqué allí donde Roberto no se lo esperaba.
—¡Hostias! —exclamó al sentirse penetrado.
No me supuso ningún problema acceder a su interior. Incluso, ufano él, ni siquiera había prestado atención a su retaguardia protegiéndola con sus nalgas. Mi dedo entró hasta el nudillo sin encontrar resistencia alguna. Sus ojos abiertos de par en par me convencieron de que el ataque sorpresivo había sido todo un éxito. Incluso los movimientos sobre mi hendidura se detuvieron de inmediato, proporcionándome un respiro salvador.
—¿Qué coño haces, Susana? —murmuró con el ceño fruncido—. No me gusta que me hagan…
Su protesta quedó en suspenso en el preciso momento en que presioné la pared rectal estimulando la próstata.
—Madre del… ¡Madre del amor hermoso! —gritó incapaz de asumir el agudo placer que brotaba de su interior.
Una sonrisa en mi cara fue lo único que vio Roberto cuando, tras mirar atónito su vientre agitarse imparable, se giró hacia mí en busca de una respuesta a aquel torrente indómito e inusual de placer. Cada vez estaba más segura de mi triunfo. Su mano se retiró de mi coño, presagiando el fracaso seguro e inevitable.
Resoplidos intensos brotaron de sus labios a la vez que abrió sus piernas y elevó la pelvis, facilitándome el acceso a su interior más cómodamente. Incluso él mismo se rindió a la evidencia: el orgasmo que le arrancaba de sus entrañas era el más intenso jamás experimentado.
Gemidos imparables brotaron de su garganta. Se echó las manos a la cabeza, hundiendo los dedos entre su cabello. Su mástil estaba más tieso que nunca, mostrando una dureza que ansiaba acoger en mi paladar. Pero no me dejé tentar. Avivé el frotamiento sobre las paredes internas de su interior y, por fin, junto con su ronco jadeo, un géiser de fluidos nació de su miembro, cubriendo su vientre de cordones largos y viscosos. El vello de su torso absorbió la humedad como una esponja, las gotas de su corrida brillaron como estelas sobre los rizos cual estrellas fugaces.
El orgasmo de Roberto me provocó un intenso placer. No era el placer de un orgasmo porque era el placer de la victoria. Me mordí el labio inferior con saña mientras sonreía incapaz de creerme que, aquella vez, no era yo la que acababa agotada y con la respiración entrecortada. Era yo la que le miraba con ternura infinita y soberbia innegable.
—Eres una verdadera hija de puta —murmuró tras reponerse. Me tomó del cuello y estampó un beso sobre mis boca que duró más de la que me tenía acostumbrada. El beso tuvo un regusto de agradecimiento y de protesta. Cuando terminó, se separó de mí y me miró con expresión seria—. ¿Con que un cambio de mentalidad, eh? No vuelvo a jugar con una tramposa como tú.
Nos miramos con seriedad unos segundos hasta que no pudimos contener por más tiempo la risa.
Lo de echar la siesta desnudos es algo que hacemos siempre que podemos. En realidad solemos pasearnos como Dios nos trajo al mundo por toda la casa y a todas horas. Nos gusta el nudismo y lo natural. No es algo que nos predisponga para el sexo, pero ayuda.
Tras terminar la faena y darnos una ducha rápida, me fui a la cocina para preparar la comida. Una ensalada con lechugas de varias clases, aceitunas y tomate. Roberto y yo somos vegetarianos aunque no demasiado radicales. De vez en cuando incluimos en nuestras comidas un poco exotismo: curry, cuscús, y cosas más raras de nombres impronunciables: nos encanta probar sabores nuevos.
Mientras iba lavando y cortando las hojas de lechuga, oía como, en el salón, Roberto iba colocando el mantel sobre la mesa, luego los cubiertos, los vasos, las servilletas.
Conozco a Roberto desde hace casi tres años. Coincidimos en un curso que organizaban varias empresas para aprender el manejo de programas ofimáticos. El aula era pequeña y los ordenadores, escasos; teníamos que juntarnos por parejas delante de cada pantalla. Roberto estaba varios puestos por delante de mí en la clase. Pero ya nos habíamos lanzado varias miradas de curiosidad. Me impresionó el cabello revuelto y su barba de tres días en contraste con el estupendo traje confeccionado a medida que vestía. Se le notaba un rebelde moderno, un chico especial. En el descanso del primer día me abordó sin titubeos. Se situó delante de mí, enfrente del banco del pasillo donde estaba sentada. Su cercanía me obligó a levantar la cabeza y mirarle con detenimiento. Así de cerca no me parecía tan rebelde ni su traje tan a medida. Lo que me desarmó por completo fueron su sonrisa y sus ojos. Era una sonrisa pícara, franca y hermosa. Y su mirada hablaba de travesuras sin fin. Aquello me desarmó por completo. Nos presentamos y, al poco de hablar con él, me di cuenta que Roberto tenía que ser mío. Era alegre, optimista y un poco cabroncete con las bromas. Me hacía reír y el tiempo se pasaba volando a su lado. Pedimos un cambio de compañeros en el curso y nos sentamos juntos frente al mismo ordenador. Y aquello fue el inicio de todo.
Resultó, incluso, que a ambos nos encantaba ir desnudos en la intimidad  de casa.
A medida que iba cortando los tomates, iba pensando en la suerte que había tenido de encontrarme con Roberto. La vida no nos da muchas oportunidades. Lo esencial es saber aprovecharlas al momento. Hay que estar atenta y dejarte llevar por tu intuición. La intuición nunca falla.
Hacía un rato que no escuchaba a Roberto en el salón. Le llamé levantando la voz:
—¿Ya terminaste de poner la mesa, cariño?
—Desde hace un rato.
Pegué un respingo al oírle detrás de mí. Me volví hacia él y me lo encontré sentado en una silla, apoyado el brazo sobre una pequeña mesa y mirándome risueño.
—Me has asustado, tonto.
—Pues no lo he hecho a propósito. Tú estabas ensimismada, toda concentrada haciendo la ensalada. Creí que me habías visto sentarme, ¿en qué pensabas?
Me ruboricé. Soy muy tímida para expresar mis sentimientos, y más cuando sabía perfectamente que Roberto me conocía perfectamente. Su pregunta no era sino una artimaña para sacarme los colores.
Le saqué la lengua, burlona.
—Me encanta cuando te pones el delantal —dijo mientras me volvía hacia la tabla y continuaba pelando y cortando los tomates—. Por delante no muestras nada, incluso pareces vestida.
Me figuraba donde quería ir a parar. Ya me había fijado en su sexo al volverme hacia él. Estaba hinchado y había adquirido un color llamativo.
—Pero, por detrás —continuó—, solo un lindo lazo en tu cintura es lo único que te cubre. El cordón se agita con cada movimiento que haces, como bailando al son de un chachachá. Los extremos a veces se cuelan entre tus nalgas. Y tienes que sacártelos, como la tira de un tanga.
Dejé el cuchillo sobre la tabla. Sus palabras me encendían la imaginación y me parecía ver mi trasero agitándose para él, con el lazo y sus extremos introduciéndose entre mis nalgas. Me estaba acalorando y estaba perdiendo la concentración con el cuchillo en la mano.
Antes de que le dijese que me iba a hacer cortar, se levantó y me abrazó por detrás. Estrechó sus brazos por dentro del delantal, sobre mi vientre. No era un abrazo con tintes sexuales, pero yo ya estaba fogosa y su polla, tiesa como una vara, presionaba entre mis nalgas.
Volví la cabeza hacia él y le planté un beso en el cuello, otro en la mejilla y un tercero en la boca. Roberto me sonreía y devolvía mis besos, pegando su torso a mi espalda y acomodando su sexo contra mi culo. Noté como la humedad volvía a anegar mi interior y mi corazón aceleraba su ritmo. Entre mis nalgas, notaba el vello esponjado de su pubis; su miembro, cargado de calor ardiente como una brasa al rojo vivo, imprimía una marca imborrable en mi piel.
Seguimos comiéndonos la boca mientras sus manos bajaban por mi vientre hasta encontrarse con la agreste densidad de mi pubis. Sus dedos maniobraron entre la maleza hasta alcanzar la fuente de mis humedades. Un chasquido húmedo me hizo ser plenamente consciente de lo avanzado de mi excitación y de las ganas enormes que tenía de aliviar la desazón.
—¿Qué… qué te parece si me… me haces un apaño rapidito? —murmuré entre suspiros mientras apoyaba los antebrazos en la encimera, ofreciendo mi grupa.
Roberto rió mientras me besaba el cuello y, apartando los mechones de cabello aún húmedos de la ducha, mordisqueaba los lóbulos de mis orejas. Mis pezones se habían erizado de tal modo que el roce contra el delantal me arrancaba escalofríos de placer. Pero sus manos no subieron a complacerlos: descendieron hasta mis nalgas, deslizándose por mi piel y dibujando un rastro húmedo con mis secreciones.
Cuando dos de sus dedos se detuvieron sobre mi entrada trasera, una punzada de angustia me revolvió las tripas. Le miré con una ceja arqueada y los labios brillantes de saliva.
—No serás capaz —le advertí. Nunca me había gustado el sexo anal y no quería convertir la deliciosa experiencia en un escabroso intercambio de súplicas y negaciones.
Incluso consideré la posibilidad de una venganza por mi victoria sobre el diván. No estaba dispuesta a jugar a ese juego. Mi culo estaba para sentarme y para nada más.
—¿Sabes, Susana? Es curioso saber cómo cambia todo cuando piensas de forma diferente.
Sonreí mientras negaba con la cabeza. Qué hijo de puta. No se le escapaba una. Resolví dejarme llevar por mi intuición. Nunca me fallaba.
Antes de que aceptase, uno de sus dedos se abrió paso y me penetró, ayudado por la lubricidad de mis flujos.
Un chillido ahogado salió de mi garganta. La sensación de aquel cuerpo extraño en mi interior, aunque solo fuese medio dedo, me produjo un retortijón de tripas distinto al que habitualmente experimento con la excitación. Además, el dedo de Roberto tenía afán descubridor y se arqueaba contra las paredes de mi recto, palpando las rugosidades. Un calor extremo me invadió el estómago y me hizo apoyar la cabeza sobre la encimera. Mi cara quedó entre varios tomates cortados y su olor dulzón y ácido me impregnó por completo el olfato. Mis pechos colgaron laxos, como frutas maduras.
Ayudado por mi abundante secreción vaginal, Roberto untó su dedo para ahondar más en mi interior. A medida que iba avanzando, iba sintiendo aquel apéndice juguetón y explorador abriéndose paso. Era una sensación a medias entre el ligero dolor del esfínter atravesado y el palpar interno que me arrancaba espasmos y calambres placenteros. Acomodé mis mejillas entre los tomates y su jugo penetró entre mis labios, su aroma desviaba mi atención del escozor de la penetración.
—Despacio, despacio —murmuraba cuando el dolor se volvía intenso.
Cuando Roberto introdujo el segundo dedo, un gritito salió de mis labios. Su boca depositó decenas de besos y mordidas sobre mi espalda y mi cuello, proporcionándome la necesaria ternura que necesitaba para poder sobrellevar el trance. Poco a poco me fui convenciendo de que tensar el esfínter sólo era sinónimo de dolor y, a fuerza de respirar con calma, dominando el rugiente retumbar de contracciones, fui relajando el anillo alrededor de los dedos.
El dolor fue dando paso a imprevisibles olas de placer que, gracias a sus maniobras lentas pero constantes, fueron creciendo. Además, Roberto deslizó una de sus manos dentro del delantal para masajearme los pechos desatendidos. Mi atención, dividida entre la gradual dilatación de mi ano y los pellizcos sobre mis pezones, iba y venía de mi cuerpo de extremo a extremo. Sus dos dedos reproducían un movimiento de tornillo, como si enroscase y desenroscase la válvula de mi culo. Cada vez que sus falanges penetraban, sentía marejadas de placer en bruto desparramándose entre mis piernas; al extraerlos, una sensación casi escatológica me abrumaba y me inundaban sensaciones de frenesí. Sentía el sudor acumulándose en la depresión de mi espalda, las rodillas me temblaban y mis muslos vibraban con cada acometida.
El orgasmo se intuía lejos. Ligeros pinchazos de dolor me sacudían las nalgas y evitaban que pudiese abandonarme a la locura. No eran sino signos de mi cuerpo indicando que por hoy bastaba, que no había que forzar un orificio que, hasta entonces, sólo había cumplido un cometido.
Levanté la cabeza de mi almohada de tomates espachurrados y le miré con gesto suplicante. Notaba varios mechones de mi cabello embadurnados con jugo de tomate y mis labios hinchados por el ácido.
—Dime que no vas a follarme.
Roberto me besó en la frente. Negó con la cabeza mientras sacaba de mi interior sus dedos.
—Hoy no, ahora no. Me conformo con dejarte un buen sabor de boca.
El resto del domingo advertí en mi culo un escozor molesto pero continuado. Me removía de vez en cuando en el minúsculo sofá frente al televisor, apoyando la cabeza en su hombro. Ni siquiera la ducha que siguió al escarceo anal calmó mi desazón. Él me miraba de soslayo y sonreía para sí. Al menos, Roberto había conseguido su propósito: me moría de curiosidad por saber cómo sería albergar su polla en mi culo. Creo, incluso, que el escozor no obedecía a una molestia sino a una llamada. Mi culo ansiaba algo grande, caliente y juguetón que retozase en su interior.
—Menudo cabroncete estás hecho —pensé cuando se quedó dormido—. Ya te daré lo tuyo, ya.