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domingo, 28 de julio de 2013

LA DUDA ACECHA...




domingo, 14 de julio de 2013

LA TERAPIA



La mujer levantó la mirada de la holo–revista, de la cual si la hubiesen preguntado en ese momento de qué trataba no podría haber respondido, y acompañó a la enfermera a la sala. Ojalá tuviese su saxo a mano para tocar alguna melodía. Era la única forma de relajación que conocía.
–Hola, Mercedes.
Mercedes estrechó la mano del hombre que se levantó tras la mesa para saludarla. Era grande, casi dos metros. Fornido, de piel tostada, mulato quizá, de unos cuarenta o cincuenta años, con una gran barba canosa que parecía extenderse por su barbilla y mandíbulas como un abanico.
–Hola –respondió ella. El apretón de manos era firme  pero suave. La mano del doctor era ridículamente pequeña en comparación con la de ella, mucho más grande. Sus manos eran enormes.
–Bien, Mercedes. Bien, bien, bien –continuó el hombre tras sentarse y ojear el expediente de la mujer. Eran tres hojas garabateadas de escritura pequeña y apretada, sin casi espacios entre las palabas, sin casi altura entre las líneas. Como si algo grande, enorme, gigantesco tuviese que caber dentro de un pequeño, diminuto espacio.
–Esta es tu sesión número 32. Confío en que ya estés empezando a ver resultados –comentó el doctor.
–Ninguno, en realidad. No he notado ningún cambio. Ya lo sabe. La verdad es que no sé qué hago aquí.
El doctor levantó la vista del folio. Se fijó en el enorme y elaborado moño que Mercedes lucía. Su larga melena estaba comprimida con arte en aquel gigantesco moño.
–Los demás pacientes experimentan mejoría en pocas sesiones. No puede ser que tú no hayas experimentado nada, como tú dices.
–Pues es la verdad. Quiero dejar el tratamiento o… lo que sea esto. Prepárame la factura y acabamos con esto ya.
El doctor dejó el folio y, cruzándose de brazos, se echó para atrás en su sillón.
Mujer y hombre se miraron a los ojos durante unos instantes. Sin parpadear, sin mover un músculo de la cara. Ambos mantenían una lucha de orgullo, una lucha de posición.
–De acuerdo. Esta será la última sesión. Terminaremos esta sesión y le prepararé la factura.
La mujer pasó a un rincón de la sala, detrás de un biombo. Fue desnudándose con lentitud, doblando la falda con sumo cuidado, abotonando la blusa vacía sobre la percha para que no se arrugase, plegando sus bragas sobre sí para ocultar la mancha húmeda que había sobre el refuerzo. Dentro de sus enormes manos cabían todas sus prendas. Iba a echar de menos las sesiones por un solo detalle: era el único momento en el que conseguía olvidar el permanente dolor de cabeza y cuello producidos por su enorme cabellera comprimida en el gran moño. Pesaba demasiado.
Se colocó la bata oscura que arrastraba por los pies y salió del biombo para, ayudada por la enfermera, tumbarse sobre la camilla.
La enfermera le pidió que abriese la boca y Mercedes dejó que el instrumento, un objeto de metal y goma parecido a una espátula, descansase entre su paladar y los dientes.
Era un audífono óseo, una novedosa herramienta capaz de trasmitir sonidos al oído interno sin usar el canal ordinario. Su ventaja era que proporcionaba una sensación relajante sin interferir en las orejas, permitiendo que el sujeto siguiese oyendo. Era como tener otro par de orejas.
–Relájese, Mercedes –susurró el doctor a la vez que la enfermera bajaba la luz de la sala poniéndola en penumbra–. El audio subliminal comenzará en unos segundos.
Una suave música ambiental, sonidos del bosque y agua fluyendo entre riachuelos, inundó la sala con un volumen bajo. La sala estaba cubierta en realidad de cientos de altavoces ocultos, de modo que la inmersión acústica era total.
El audífono óseo era el instrumento para inyectar las afirmaciones subliminales. La esencia del tratamiento.
Mercedes dejó que su cuerpo se rindiese a la profunda necesidad de relajación que los sonidos proporcionaban. Sintió como su respiración se volvía lenta, pausada. Entre cada respiración los segundos aumentaban. Los latidos de su corazón se volvieron inapreciables. Su mente se tornó blanca, difusa. La mujer dejó de sentir su cuerpo desde abajo. Primero fueron los pies, que desparecieron como humo. Luego sus piernas y nalgas, que dejaron de tener peso en la camilla. El vientre y su pecho fueron los siguientes, a la vez que los brazos y sus enormes manos. El cuello pareció licuarse y fundirse en la almohada. Al final, su cabeza pareció deshacerse entre volutas llevadas por el viento, olvidando los dolores que su gran moño le causaba.
Solo sentía su sexo. Su vagina. Sus labios. Su clítoris. Sus órganos sexuales parecían flotar en el aire, libres, espectrales. Sentía la sangre fluir por su clítoris, volviéndolo duro como un guijarro. Su vagina se cubrió en el interior de fluidos lubricantes que desbordaban hacia sus labios, donde su entrada parecía secretar una olorosa y transparente baba.
–Ha empezado –murmuró el doctor mirando al monitor conectado a la consola de control–. Ya está dentro.
–¿Es cierto que no obtiene resultados?
El doctor levantó la vista y miró a su enfermera. Le irritó que su subordinada también pusiera en duda los resultados de su tratamiento.
–No, claro que no, que estupidez de pregunta. Es mentira, una sucia mentira. Miente.
–¿Entonces?
–¿Entonces qué? –contestó malhumorado.
–Lo siento, doctor. Es que no entiendo cómo es la única que no mejora. Todas las demás lo hacen. Su terapia es un éxito, tenemos una lista de espera de casi dos años. Los clientes pagan lo que sea, hasta toda su fortuna si usted quisiera. No hay duda de que la terapia funciona…
–¿Pero? –interrumpió el doctor mientras manipulaba los controles de la consola.
–¿Por qué ella sigue igual?
El doctor cerró los ojos unos instantes. También a él le carcomía la duda. Tampoco él sabía la respuesta.
–Ni puta idea. Tampoco me importa, en realidad –mintió.
Tras cargar el programa de control subliminal en la consola y ejecutar las redundancias, se levantó de su silla y se dirigió a la enfermera.
–Prepárate. Tengo ganas de acabar esto cuanto antes.
En realidad el doctor estaba frustrado. Sabía desde las primeras sesiones que la terapia no funcionaba con Mercedes. Había pasado noches en vela tratando de averiguar por qué. Pero la mujer seguía igual.
La enfermera asintió y comenzó a desnudarse. Se quitó la bata y el uniforme. Se despojó de la camiseta, el sujetador y las bragas. Quedó desnuda y se dirigió hacia el instrumental situado sobre una mesita disimulada tras otro biombo. Metió sus piernas en los agujeros del arnés y se abrochó a la cintura el artilugio. Una descomunal verga de látex surgía erecta de su entrepierna. La punta rozaba sus senos. Se apretó el arnés firmemente a las nalgas para impedir que se desplazara. Luego vertió una generosa cantidad de lubricante sobre la verga hasta cubrirla entera. La verga brillaba y el lubricante la hacía brillar como un falo brillante, sobrecogedor.
El doctor, mientras, también se había desnudado por completo. Había alzado las piernas de Mercedes en el aire, sujetándolas por dos cinchas que colgaban del techo. Había desanudado la bata que cubría el cuerpo de Mercedes y la parte superior de su cuerpo desnudo estaba al aire. Del sexo femenino manaba un fluido blanquecino, que teñía el ambiente con su olorosa presencia.
La enfermera se encaramó a la camilla, colocándose a horcajadas bajo el vientre de Mercedes, intentando que la enorme verga que nacía de su entrepierna apuntase a la entrada del coño de la mujer. El doctor también se situó y plegó el extremo inferior de la camilla para tener fácil acceso a su ano.
–¿Estamos listos? –preguntó el doctor con voz monocorde. La verga del doctor era real. No tan gigantesca como la falsa de su enfermera pero también estaba erecta y cubierta de una generosa capa de lubricante.
–Lista –confirmó la enfermera.
Ambos aposentaron sus miembros en la entrada de sus respectivos orificios.
Y empujaron.
El coño y el culo de Mercedes fueron abriéndose al paso lento y cadencioso de los vaivenes controlados de ambas vergas.
La lubricación ayudó a acelerar las penetraciones. La verga de la enfermera expandió la vagina de Mercedes hasta su límite cuando la punta golpeó contra la entrada de la matriz. Un abombamiento en su vientre indicaba con exactitud hasta dónde estaba enterrado el falo de látex. La vejiga se fue vaciando por la extrema compresión, soltando un chorro continuo de pis que fluía mojando la imposible verga falsa y la verdadera del doctor.
También el doctor ejecutaba su parte del proceso. El recto tenía poco espacio para acoger la polla negra del doctor pero, aún así, el anillo fue engullendo la verga poco a poco, sin descanso. El doctor trataba de enterrar su miembro hasta el fondo, usando los muslos de Mercedes como asideros. Notaba la presión de la verga de látex bajo las diferentes capas de tejidos dentro del vientre de Mercedes. Las rugosidades internas del recto, sumado a la presión de la otra gigantesca verga, dificultaban su avance. Pero, por fin, logró enterrar su miembro hasta la base, hasta que su vientre quedó comprimido entre las nalgas de Mercedes por abajo y las nalgas de su enfermera presionando por arriba.
El vientre de Mercedes parecía deforme. Los detalles de la verga de látex se adivinaban bajo la piel, poniendo a prueba la elasticidad de los tejidos humanos. El ombligo de Mercedes parecía hinchado, como el de una embarazada. En realidad, su barriga entera parecía hinchada.
–Diez minutos –comentó el doctor mientras conectaba un cronómetro.
Ambos iniciaron un movimiento sincronizado. Primero se movía la enfermera, que bombeaba su verga descomunal dentro de la vagina de Mercedes. Luego el doctor, dentro del recto.
–Ritmo, ritmo. El ritmo lo es todo –alzó la voz el doctor cuando se dio cuenta de que la enfermera aceleraba sus embestidas–. Mantenga el ritmo, joder.
La música ambiente también estaba sincronizada por las penetraciones y algunos pájaros piaban con cada embestida, así como el salpicar del agua.
El cronómetro sonó.
Ambos suspiraron aliviados. Estaban cubiertos de sudor y sus cuerpos despedían un aroma fuerte. También el de Mercedes.
Poco a poco fueron extrayendo sus respectivas vergas. La enfermera casi pierde pie al bajarse de la camilla; tenía las piernas agarrotadas. El doctor necesitó sentarse en el suelo. Su culo mulato resbaló en el mármol por el sudor. Cada vez le costaba más terminar cada sesión. Y tenía otras cinco más aquel día. Pero las sesiones con Mercedes eran más agotadoras de lo habitual; sabía que no servirían de nada.
El doctor levantó la mirada y vio los enormes agujeros dilatados de Mercedes. Podía ver, sin ayuda de instrumental alguno, la entrada de la matriz y el inicio del intestino grueso.
La enfermera se desabrochó el arnés con dedos agarrotados, para dejar caer la enorme polla al suelo, la cual rebotó varias veces, salpicando a su alrededor con gotitas de lubricante.
–¿Qué será de ella?
El doctor tardó en responder a la pregunta.
–No lo sé. Pero vive dios que hemos hecho todo lo posible.
Mercedes despertó al cabo de unas horas, tendida en una camilla. Aún conservaba dentro de su boca el audífono óseo, conectado a una consola a su lado.
Un rastro de babas unió el aparato con sus labios cuando se lo sacó de la boca.
Tenía su ropa al lado. Su enorme mano la cogió toda a la vez. Se vistió con lentitud. Se sentía relajada y descansada, aunque empezaba a sentir el dolor creciente en su cuello y cabeza por aquel gran moño que tiraba de ella hacia atrás.
Al menos, esta había sido la última sesión.
Cuando estuvo vestida, salió de la sala de descanso y se acercó al mostrador. El escáner retinal leyó sus ojos y un parpadeo sirvió para confirmar el pago del tratamiento.
Del inútil tratamiento.
Llegó a casa unos minutos más tarde. El aerodeslizador autopropulsado no encontró apenas tráfico en la ruta.
Su marido ojeaba el holo-periódico cuando entró en el salón.
–¿Preparada? –preguntó a modo de saludo, tratando de contener la segura decepción que iba a aparecer como en anteriores ocasiones.
–Claro. Cuando quieras.
Ambos se desnudaron en el dormitorio. Él se colocó sobre ella. Apuntó su verga erecta sobre la entrada. Mercedes sintió dolor cuando el glande presionó sin poder entrar. La entrada no se dilataba. La verga seguía sin entrar. Como siempre.
–Sigue sin entrar. Solo conseguiré hacerte daño. Vistámonos, esto es una pérdida de tiempo.
La mujer trató de evitar que las lágrimas no cayesen pero no lo consiguió. El marido la miró duramente.
–Qué pérdida de tiempo. Y de dinero. Lo raro es que todos hablan bien de ese doctor, maldita sea. Yo también fui y mírame ahora: más dura que un palo. Directa al agujero ¿Cómo es posible que tú seas la única?
La mujer se miró el ombligo amoratado.
–¿Y si es por abajo, en cualquiera de estos dos? –preguntó ella, señalándose el coño y el ano dilatados, abiertos, boqueantes.
El hombre negó vehementemente.
–Imposible.
–¿Cómo estás tan seguro? –insistió Mercedes mientras se vestía.
–Algo en mi cabeza me lo dice. Una vocecita.
–Como a mí...
–Entonces, ¿¡por qué no dilatas, joder!?
La mujer no respondió. Se vistió, anduvo hasta otra habitación, se llevó el instrumento a la boca y extrajo una música desafinada y asíncrona. No la importaba no tocar bien el saxo. Era lo único que la aliviaba.


En la consulta, el doctor abrió los ojos y un sudor frío le recorrió la frente y goteó hasta sus sienes.
–Enfermera –llamó con voz trémula.
–Dígame qué lee aquí. Creo que estoy sufriendo una alucinación.
La enfermera entornó los ojos asustada al ver el rostro del doctor pero le hizo caso. Se inclinó sobre el monitor y leyó:
“Texto audio subliminal Mercedes: 1– Disfrutas con el saxo. 2– Tus orificios se ensanchan. 3– Tu moño se ensancha. 4– Tu mano se ensancha.”
–¿Qué opina? –preguntó el doctor.
–Que va siendo hora de que tome esas clases de mecanografía. Cuanto antes. O que pase el corrector ortográfico alguna vez.

LA DUDA


PROCESO






sábado, 13 de julio de 2013

OSCURIDAD



PROCESO






lunes, 8 de julio de 2013

TE DESEO, CARMELA

































-¿Diga?
-…
-¿Diga? ¿Oiga, hay alguien ahí?
-Hola, Sofía.
-…
-Se te ha comido la lengua el gato, cariño.
-Javier.
-Sí, así me llamo todavía.
-¿Qué coño quieres? ¿Cómo has conseguido este número?
-Vamos, vamos, ¿aún te sorprende?
-… ¿Qué coño quieres?
-Te quiero a ti.
-Entonces, ¿por qué le hiciste eso a mi hermana, cabrón hijo de puta?
-¿Tu hermana? Ahora soy yo el sorprendido, Sofía, ¿desde cuándo tienes una hermana?
-¿Fuiste tú, no?
-No sé de qué me hablas, Sofía. Yo solo te llamo para darte una alegría.
-…
-Pronto estaré contigo, mujer. Pronto.
-Encontraste a Carmela.
-Sí, claro. Deduzco que recibiste el recorte del periódico. Y, por favor, no preguntes cómo he averiguado tu nueva dirección.
-¿Cómo lo hiciste?
-¿El qué?
-¿Cómo hiciste que Carmela matase a su novio?
-¿Matar? ¿Gonzalo ha muerto? Mejor, el pobre no se merecía pasarse el resto de su vida como un vegetal. Mejor así, sí.
-¿Cómo lo hiciste? ¿Por qué? ¿Desde cuándo la acosabas? ¿Qué te hizo esa mujer?
-Haces muchas preguntas, Sofía. Para algunas no tengo respuesta. Y para otras ya las sabes tú misma.
-No me vengas con esas, cabrón engreído. No me llamas para decirme que me has encontrado, que pronto te reunirás conmigo. Me llamas para dártelas de listo.
-No es verdad.
-Claro que lo es, Javier. Siempre fuiste muy listo. Por eso me casé contigo, ¿sabes? Pero no eres humilde, no. Quieres demostrar a todos que eres el más listo.
-No sigas, Sofía, que no vas a conseguir nada.
-¿Conseguir, Javier? No, no, te equivocas. Quieres contármelo. Deseas contármelo. Pero quieres algo de súplica, ¿a qué sí?
-No me quejaría, no.
-Te lo suplico, Javier, dime cómo lo hiciste.
-Un poco más.
-Te lo… imploro, Javier, dímelo. Demuéstrame que eres el más listo.
-Más.
-Soy una idiota, Javier. Jamás estaré a tu altura. Ni yo ni nadie. Te escapaste de la institución mental tú solo. Tú y tu ingenio, no necesitaste más. La Policía aún no te ha pillado. Y no lo harán. Porque somos tontos, Javier.
-Sois tontos.
-Somos unos payasos.
-Lo sois.
-Dímelo. Quiero saberlo.
-Vale. Te lo diré.
-Dime.
-Con una carta.
-¡NO! Dímelo ahora.
-No, no, Sofía. Ya sabes que no sé hablar. Te lo diré por escrito.
-¿Cómo? ¿Cuándo?
-No jodas, Sofía. De verdad sí que eres idiota. Baja al buzón, payasa. Te lo he dejado esta mañana.
-Pero…
-Anda, cállate, por favor. ¿Qué te crees, que no iba a adivinar todo tu plan, todo tu juego? Pero resulta que este no es tu juego.
-…

-Es mi juego. Hasta luego.





Carmela existe.
Me llamo Javier Esteban Díaz y, sin ninguna duda, afirmo que Carmela existe.
Supongo que quien leerá por primera vez esta carta serás tú, Sofía querida, mujer amada, puerca rencorosa y mujer despechada. A ti me dirigiré durante toda la carta aunque ya sé que, tarde o temprano, esta carta caerá en manos de la Policía. Expertos grafólogos identificarán mi letra, psicólogos criminales extraerán y validarán teorías sobre mi personalidad. También servirá ante el juez que instruye mi caso en el improbable caso de que algún día haya un juicio.
Pero no os preocupéis. Ninguno de vosotros. No habrá juicio porque no vais a pillarme.
Jamás. Porque si de algo soy culpable es de confiar en ti, Sofía.
Lo de mi fuga de la institución mental creo que está aclarado. Supongo que, como buena ama de casa, Sofía mía, maruja bocazas, habrás remitido la nota en la que contaba la forma a la que me sobrepuse a los tratamientos. Los pormenores de mi huida se los dejo a las autoridades. Ellas saben cómo lo hice y por su bien espero que hayan corregido esas deficiencias de protocolo de actuación y de diseño de celdas. Al fin y al cabo, yo tampoco quiero que alguien verdaderamente loco atraviese esos muros.
Sigamos con el tema principal de mi carta. Carmela existe.
Cuando te confesé mi deseo por Carmela, admito que ese día te golpeé fuerte. Pero la razón exacta nunca se supo. En el juicio no se reveló. No recuerdo haberte partido el labio. Si lo hice, lo siento. Confiabas en mí, en tu marido. Y te golpeé como una vulgar perra sarnosa y vieja. Lo que eres.
Lo de pedirme el divorcio regalándome casi todo era demasiado burdo, querida. Nadie con dos dedos de frente aceptaría ese trato. Sabía que ocultabas algo. Y ese algo era la estatua.
La estatua de terracota sumeria que encontraste dentro del doble fondo del cajón de aquella cómoda que restauraba. Pesaba demasiado para estar hecha solo de barro. Yo también vi el interior refulgente en el arañazo que hiciste en la base.
Oro. Al menos 90 kilos de oro puro dentro de aquella terracota.
90 kilos dan para mucho, ya se sabe. Y la mitad había de ser para mí porque estábamos casados en régimen de bienes gananciales. Pero, ¿por qué compartirlo?
¿Qué otra forma hay de romper un contrato de matrimonio aparte del divorcio? Yo te lo recordaré, puta. Enajenación mental.
Y, ¿cómo hacerlo sin levantar sospechas? Confieso que me sorprendió tu agudeza mental, tu ingenio. Hasta que luego descubrí que no estabas sola en esto.
Tu hermana Candela era tu cómplice. Y jugabais con la baza de que yo no conocía de la existencia de Candela.
El plan solo requería tres elementos: una peluca, algo de provocación y una coreografía precisa para que mis compañeros del trabajo jamás os viesen juntas.
Candela y tú os parecéis. No sois gemelas pero la semejanza de vuestros rostros y cuerpos es asombrosa. Seguro que más de una vez, al veros de frente, os quedabais embobadas. Tú mirabas una imagen tuya diez años más joven y ella vería cómo cambiaría su rostro tras el mismo tiempo.
Sois parecidas pero no iguales.
¿Quieres que te diga una diferencia? El lunar junto a tu ano.
En el lago, durante la ducha, Candela estaba de espaldas, con su peluca cobriza. Pero tenía un culo sin lunar. Y cuando, durante el juicio, cuando tu abogado usó el argumento de la disociación cognitiva, recordé de repente el lunar.
Tu hermana no tiene  ningún lunar en el culo, Sofía. Tu hermana no y tú sí.
Por eso supe que no estaba loco. Por eso supe que todo era un plan. Un plan destinado a hacer creer al juez que era necesario que acabase internado en un psiquiátrico institucional.
Ya era tarde para rehacer mi defensa. Ni siquiera mi abogado consideró aquella prueba vital, el lunar de tu culo, en consideración.
Confieso que me alegré de que alguien me la hubiese jugado. No sabes lo aburrido que es saber lo qué piensan los demás, imaginar su próximo paso, sus motivaciones, sus metas. Lo hicisteis bien, sí.
Fundisteis el oro y ella recibió un buen pellizco aunque en modo alguno la mitad. Supongo que así sería el trato. Si Candela se quedase la mitad, ¿en qué se diferenciaría de mí? No, tenía que ser menos.
Tú ya sabías que, tarde o temprano, Candela exigiría el resto hasta completar la mitad de los 90 kilos.
¿Qué esperabas? ¿Qué la hermana que no veías más que en Navidades se conformase con tan poco?
Tenías que darle un escarmiento.
Comenzaste a acosarla. En la oscuridad, sin descubrirte. Cada noche la esperabas escondida tras los contenedores de basura de la fábrica donde trabajaba. Salía de su turno de doce horas y, entonces, con la mente cansada y los ojos enrojecidos, tu hermana era más débil.
Te dejabas ver entre las sombras. Te cuidabas de que la tuya fuese perceptible durante poco tiempo, muy poco, el suficiente para que Candela supiese que la seguían pero viéndose incapaz de escapar de ti.
Hasta que una noche, cansada de asustarla, la violaste.
Una mujer violando a su propia hermana. Suena asqueroso, ¿verdad?
Yo lo vi todo. No eras la única que espiaba.
Caminabas unos pasos detrás de ella, reptando entre la sombras, aprovechando la oscuridad. Candela te sabía cerca y miraba a su espalda con expresión aterrada. Pero no veía a nadie. Su respiración aumentaba, lloraba tratando de consolar el miedo visceral, el miedo primordial que la provocabas.
Aprovechaste la última sombra y, con un empujón brutal, la tiraste al fondo del portal de un garaje. Candela quedó tirada en un rincón, como un pingajo. Por unos segundos perdió la consciencia; el golpe en la cabeza era fuerte. Tenía los ojos cerrados, los dientes apretados. De sus párpados surgían regueros de lágrimas y de sus labios un hilillo de saliva y compasión.
-Déjame, déjame… -suplicó tu hermana.
¿Dejarla? No, Sofía, claro que no. La tenías como siempre deseaste. Aterrada, encogida, suplicando clemencia.
Tú ibas envuelta con ropas y con la cara oculta con pasamontañas negro. Guantes de cuero, pantalones holgados, gafas de sol. No había posibilidad alguna de ser descubierta.
La tomaste de la mandíbula y la obligaste a levantarse, a encajarla en la esquina. La abriste el pantalón y tiraste de él hacia abajo. Candela quiso chillar. Su blanquecino vientre surgió. Unas bragas verdes con lunares blancos ocultaban su sexo. Estaban mojadas; se estaba meando de puro pavor.
Agarraste su sexo rezumante y apretaste. Un temblor incontrolable la hizo trastabillar. De un zarpazo la arrancaste las bragas. Te ayudaste de una navaja. El vello púbico, espeso y brillante, contrastó con el acero. De un tajo, como quien corta un gajo de una manzana, la afeitaste una porción de vello. Vello espeso, rizado, húmedo. Se lo metiste en la boca. De sus labios lívidos parecieron manar chorros de vello púbico.
Sacaste de tu bolsillo un objeto. No vi lo que era. Quizá el envase de un puro. Era largo, grueso y hueco. El sustituto de una polla. La polla con la violarías a tu hermana.
No lo hundiste inmediatamente, no. Te recreaste en el pavor que mostraban sus ojos al ver aquel objeto. Candela gimió aterrorizada. Pasaste el extremo romo del objeto por su mejilla, por sus labios cubiertos de vello rizado, por su frente cubierta de sudor.
A base de patadas, hiciste que separase las piernas para luego clavarle el objeto. Pero te equivocaste de agujero (no estoy seguro) y fue el ano quien asumió todo el daño. El sonido de un cristal roto, de un astillado, desgajó la noche. Un grito desgarrador se oyó en las calles.
Candela cayó derrumbada, sumida por el dolor, emitiendo gemidos agónicos.
Te asustaste al ver manar la sangre entre sus piernas. Diste varios pasos atrás y te permitiste un último vistazo. En tu mano aún quedaba un trozo del objeto, el cual tiraste a su cabeza.
Marchaste con paso sereno.
Llamé al 112 y luego te seguí de lejos. En cada manzana de edificios te ibas despojando de una prenda. Las fui recogiendo, descuida. Cuando llegaste hasta el coche que habías aparcado en otro barrio, ya no eras sino una mujer que disfrutaba de un  paseo nocturno.
A Candela se le iba la vida por el culo y tú arrancaste el coche, hiciste el ceda el paso, esperaste a que el camión de la basura te dejase el paso libre. Incluso te saludaron agradecidos al dejarles la vía libre.
Mi rápida llamada a Emergencias supuso la diferencia para tu hermana entre vivir y morir. Tras el alta en el hospital, unas semanas más tarde, Candela y su marido  vendieron su piso, se mudaron y alquilaron un apartamento en Alcobendas.
Tu hermana era suficientemente lista para relacionar los hechos. Cedió y dejó de reclamarte la mitad de los 90 kilos.
Todo había salido perfectamente, ¿no?
No.
Porque entonces supiste de mí cuando te envié aquella nota garabateada.
En ella te decía que estaba a punto de encontrar a Carmela. Aunque en realidad hacía tiempo que la había encontrado.
El miedo a ser descubierta te hizo tomar decisiones drásticas.
Tu hermana había aprendido la lección y desde hacía casi un año no sabías de ella.
Pero era necesario mantenerlo todo atado y bien atado. Sin cabos sueltos.
Te presentaste de madrugada en su casa. Era un plan tan odioso como infame.
Gonzalo estaba solo. Candela hacía poco que había conseguido un nuevo trabajo; llegaría en pocas horas.
Cortaste la luz de todo el edificio. A oscuras. El negro te favorece.
Llamaste a la puerta y Gonzalo te abrió.
¿Por qué te abrió confiado y sin reservas? Porque si Candela pudo pasar por ti con una peluca ante mí, tú podías hacer lo mismo cortándote la melena y con algo de tinte para el pelo.
Le sorprendería encontrarse a su esposa tan mimosa y sobona. ¿Pero qué hombre desdeña un polvo casual? La oscuridad ayudó a confundirle y la semejanza de tu cuerpo y cara ayudó con el engaño.
Le darías la follada de su vida, seguro. Todas las cerdadas que tu hermana o que cualquier mujer no permitiría sino drogada o cobrando. Gonzalo seguro que gozó como nunca antes.
Quedaría reventado y, aprovechando su modorra, saldrías de la casa y reanudarías el suministro eléctrico.
El resto es obvio. Candela llegó del trabajo y Gonzalo quiso repetir. Candela no tuvo más remedio que defenderse.
Tu hermana en la cárcel, su marido muerto, el loco suelto. Todo el oro para ti. Qué plan más perfecto. Y lo mejor de todo es que todas las pruebas apuntaban a mí. El loco que escapó del psiquiátrico y que se vengó de la forma más absurda e ilógica posible. Dentro de mi locura existía, sin embargo, cierto razonamiento que cualquier psicólogo hubiese refrendado.
Todo el oro para ti, ¿no?
Disfrútalo, Sofía.
Pero gástalo rápido. Tan rápido como puedas. Tan rápido como tu corazón te siga permitiendo vivir.
Porque te juro que voy a detenerlo.
Tu corazón dejará de latir.
Y morirás. Supongo.
P.D.
Esta carta es una copia. Adivina quién más está leyendo ahora mismo su contenido junto con la ropa que usaste para violar a tu hermana.