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sábado, 30 de noviembre de 2013

FATAL DESCUIDO


Sucedió de repente. Un instante antes o uno después y su vida habría continuado igual. ¿Lo que dura un parpadeo? No, quizá más. Un segundo. Sí, solo eso.
Su vida entera cambió en un escaso segundo.
Agustín levantó la mirada y captó ese segundo mágico en el que la parte superior del bikini de la vecina no consiguió sujetar el bamboleo del contenido y los grandes pechos se desparramaron por la parte inferior.
Vanesa corrigió el descuido tan pronto lo advirtió. Realmente había sido una temeridad intentar salir de la piscina con un impulso, apoyarse en el borde, y ascender rápido. También debía achacarlo a esa idea suya de que nada podía salir mal vistiendo aquel sexy conjunto de baño pero de apariencia endeble.
Se hundió en el agua y ocultó de nuevo sus pechos desnudos bajo la superficie. Luego miró a su alrededor para estar segura de que nadie se había dado cuenta.
Su mirada quedó inmóvil sobre la de su vecino.
Dios. No podía ser. Todos menos él. Ése que siempre la miraba de reojo, ése que no perdía detalle de sus escotes. Ese marrano. Ni siquiera le había visto llegar. La piscina de la comunidad de vecinos estaba casi vacía aquella mañana. ¿Cuándo había llegado? Aunque otra pregunta era más importante.
¿Le había visto? ¿Vio sus tetas?
Agustín no se atrevió a parpadear. Mantuvo la mirada fija en la de su vecina. El cuerpo rígido, el cuello estático. Ella lo miraba desde el agua, tampoco desviaba la vista. Los ojos verdosos clavados en los suyos.
Agustín se sintió privilegiado, único. Pensó que aquel momento podía haberse perdido a menos que él hubiese prestado atención. ¿Cuántos de esos momentos apoteósicos, verdaderas jugarretas del destino, aparecerían al cabo del día? Durarían poco, un segundo a lo sumo. Era como asomarse detrás del escenario, entre bambalinas, viendo los engranajes del destino girar, el discurrir de una vida normal, sin percatarse de esos instantes de felicidad suprema. El volar de una falda que se hincha por el aire, un bulto traicionero bajo la bragueta de un adolescente, el hilo de saliva que humedece un labio inferior, la turbación de unas mejillas por el efecto efímero de una fantasía. Momentos mágicos, irrepetibles.
Vanesa se tumbó en el césped boca abajo. Una suave pendiente permitía que pudiese obtener una vista precisa de su vecino, colocado más arriba, tras el recinto de la piscina. Continuaba sin perderla ojo. Sintió como sus mejillas ardían y las aletas y lóbulos de sus orejas inflamados. Sentía vergüenza. Pero también excitación. Era la emoción de haber mostrado una parte de su anatomía de la que se sentía poco feliz y constatar que, para su desengaño, provocaba el asombro y devoción ajenas.
Agustín había imaginado las tetas de su vecina varias veces. No. Muchas veces. Las había dibujado mentalmente grandes, pues grande era el contorno que provocaba en los vestidos, blusas y camisetas de su dueña. Había esbozado varias localizaciones para las areolas y los pezones sobre la carne, siempre teniendo en cuenta la ligera distorsión anatómica que provocaban los sujetadores. Sin embargo, su color y dimensiones era poco menos que un misterio. Así como la caída de los pechos. ¿Tendría la piel de los senos líneas de bronceado? ¿Algún lunar? ¿Marcas de estrías? ¿Qué formas tendrían los pechos de perfil? ¿Areolas bulbosas o arrugadas al excitarse? ¿Algo de vello alrededor del pezón, de la areola, entre los senos?
Todas las respuestas acababan de ser reveladas.
Llegó un momento en el que Vanesa comenzó a soportar aquella mirada fija en ella. Latente, inmisericorde, glacial. Los ojos continuaban en aquel estado de asombro perenne y ello la hacía sentir a cada segundo más avergonzada. Pero también más excitada. Se sentía sucia y viva a la vez. Era dichosa porque sabía que podía provocar un estado de ensimismamiento al que era imposible sustraerse. Sus tetas. Eran solo sus tetas. Sus mamas, sus pechos. Ni siquiera reparaba en ellos a lo largo del día. Ni siquiera daba importancia al hecho de sentirlos comprimidos entre sí cuando dormía de costado. Solo advertía su presencia, su enorme presencia, cuando necesitaba colocar o quitarse el sujetador, cuando sentía su peso inercial al andar rápido o al correr, cuando notaba el broche del sujetador y los tirantes morder su carne. Eran tetas. Solo un par de tetas grandes que reunirían tres o cuatro quilos del total de su peso. Y, sin embargo, causaban aquel desorden juicioso en la mente del vecino.
Agustín empezó a sentirse estafado. Cabreado. ¿Eran así? ¿Y por qué no como en aquella fantasía que tuvo mientras se masturbaba ayer mismo? No. No, no tenían que ser así. Había imaginado varios tamaños, varias formas. Se había imaginado sosteniéndolas, sorbiendo el pezón oscuro, prieto, erecto. Apretándolas, notando su contenido comprimiéndose. La realidad era dura. Dura y descarnada pues todas sus hipotéticas medidas y tamaños quedaban descartados. Eliminados. Todos menos uno. Y él no las quería así. Las quería más juntas, más llenas, más jugosas, más caídas, más separadas, más levantadas, más de todo. Siempre distintas, siempre cambiantes. ¿Por qué así, sólo así? No, no.
Vanesa no pudo evitar sonreír mientras se colocaba las gafas de sol. De ese modo, resguardándose detrás de un cristal tintado, podía mantener la mirada acusadora de su vecino. Poderosa, omnipotente, se sabía capaz de infundir un estado de tontuna total en la mente de su vecino. Y en la de cualquier hombre. Todos eran iguales. Solo su vecino vio sus tetas salirse del bikini aunque estaba segura de que otros quedarían igual de agilipollados. Todos. Cualquier hombre quedaría sujeto, encadenado a sus tetas. A sus maravillosas y preciosas tetas. Sus divinas tetas, sus gordas tetas.
Jodido. Así se sentía Agustín. Seguro que su polla, la cual intentaba acumular sangre, comprimida entre el cuerpo y el césped, persiguiendo una erección que intentaba mantener a raya sin mucho éxito, no estaba de acuerdo. Pero la verdad era esa. La realidad daba asco. ¿Por qué había tenido que mirar en ese preciso instante? ¿El destino? Si era así, el destino era un hijoputa de los peores. Prefería mil veces no haber sido tan estúpido como para mirar. Ojalá hubiese ocurrido de forma diferente. Ojalá no hubiese mirado. Qué mierda todo.
Aunque el vecino por fin desvió la mirada, Vanesa seguía igual de exultante. Igual de maravillada. Ella seguía mirándole. Fijamente. Por eso, cuando el vecino minutos más tarde se levantó para marchar, pudo atisbar, durante poco menos de un segundo, la imponente erección que ocultaba bajo una toalla que pegaba al vientre. Fue un instante. Un momento pequeño, menos de un segundo. La toalla se abrió y mostró las consecuencias de su descuido anterior. Enorme. Un rabo enorme bajo el bañador. Largo, duro, vertical. La demostración de lo que pueden hacer un simple par de tetas. Al instante sintió como una agradable humedad colmaba el interior de su sexo.
Agustín decidió subir a casa rápido. La vida era una puta mierda. Malditos los descuidos, joder. Mierda todo.

ALGO DE COLOR EN UNA VIDA GRIS




—Pues no me puedo quejar —sonrió Mario. Y luego, tras cortar un trozo del bacalao en sala verde, añadió: —. En realidad, estoy bastante contento. En la empresa valoran mi trabajo y eso luego se ve en la nómina pero, sobre todo, se nota en el día a día. Creo que seré uno de los pocos que diga que le encanta ir a trabajar. Y tú, Raquel, ¿qué tal en el tuyo?
La mujer se limpió con la servilleta.
—Me gustaba y me gusta viajar, ya lo sabes; conocer nuevos lugares, nueva gente. Soy sociable y... bueno, ¿qué decir? Hacer y deshacer las maletas no me supone ninguna molestia. Es más, me hace sentir viva.
—¿Te imaginabas así tu vida hace diez años? Me estoy acordando de la última vez que hablamos sobre nuestros futuros.
—Me acuerdo perfectamente Mario. También estabas comiendo pero no era comida entonces lo que tenías en la boca precisamente.
Mario sonrió para sí durante unos instantes al recordar con más detalle aquel momento. Fue cuando descubrió, por fin, aquel punto rugoso y esquivo en la anatomía íntima de Raquel, uno que la hacía enloquecer y gemir angustiada. "Espera, basta, tío, te estás empalmando. Borra esa imagen de tu cabeza, coño, y sigue comiendo normal".
—Aunque, volviendo a tu pregunta, tengo que confesarte que no. No me imaginaba mi vida así, Mario. Ojalá estuviese ahora en una playa del Caribe, tomando el sol en pelotas con un negro abanicándome, para qué engañarnos. Pero mi vida real me gusta. Soy libre, gano suficiente dinero y aún estoy soltera. Y ahora estoy cenando con un amigo que sigue estando tan bueno como antes.
Mario se atragantó al escuchar a Raquel.
¿De veras había oído lo que había oído? ¿Raquel quería algo? Claro, se dijo, ¿y qué hay de malo en ello?. Además, ¿por qué si no lo había llamado tras tantos años sin saber de ella? Tal y como le había contado, acababa de cerrar un buen negocio en la ciudad y, antes de volver a casa, lo propio era celebrarlo.
#
La compañía aseguró que el taxi llegaría en menos de cinco minutos. Raquel y Mario esperaban a la salida del restaurante. Mientras Raquel respondía a una llamada de negocios, Mario tuvo tiempo de contemplar con detalle a la hermosa mujer que tenía al lado.
A sus treinta y dos años, su ex-novia no había cambiado mucho. Llevaba su cabello oscuro y ensortijado cortado a media melena, enmarcando un rostro ovalado donde destacaban dos ojos de color verde intenso y unos labios grandes y carnosos que dibujaban una preciosa sonrisa. El cuerpo había aumentado de curvas y Raquel exhibía ahora un pecho más grande, el cual gustaba de realzar con aquel escote en V de su vestido. Sus caderas también se habían engrosado, al igual que su trasero, aunque sin perder un ápice de firmeza. Se notaba que practicaba ejercicio con regularidad.
—Mario, ¿me estabas mirando el culo?
El hombre levantó la vista, apurado, para encontrarse con esa sonrisa grande y traviesa que hace años le hechizó. Sintió el impulso de abalanzarse sobre Raquel y comerle la boca. Era lo que más deseaba en aquel momento. Abrazarla y retenerla junto a él. Restregar su miembro por aquel vientre que conocía tan bien. Hundir la cara entre sus tetas y sentir la carne apretarle las sienes.
—No, claro que no.
—Sigues mintiendo muy mal, Mario. Pero te lo perdono porque, para ser sincera, yo también me he fijado en tu culete varias veces durante la noche.
Ambos sonrieron. Estaban muy cerca uno del otro. Tanto que a ninguno le hubiese costado nada inclinarse y besar al otro. Pero ninguno dio el paso.
Fue entonces cuando llegó el taxi. Se dieron dos besos de despedida.
Raquel abrió la puerta e hizo ademán de subir.
—Mario...
—¿Ahá?
—¿No vas a decir nada?
Mario abrió la boca pero ninguna palabra salió de sus labios al final.
Quería decir algo. Hacer algo. Pero…
Raquel sonrió con ternura. Seguía siendo el mismo tímido Mario del que se enamoró.
—¿Tienes prisa?
Mario negó con un gesto.
—Venga, sube. Quiero enseñarte la suite del hotel que la empresa me ha reservado. Estoy segura de que nunca has visto tanto lujo en un cuarto de baño.
Mario se apoyó en el marco de la puerta pero no se decidió.
Fue Raquel quien tuvo que ayudarlo a entrar tirando de su corbata.
#
Mario se paseaba por la suite con las manos en los bolsillos, silbando con admiración ante cada detalle del mobiliario.
—Dime, ¿qué es lo que más te impresiona?
Mario suspiró abrumado y miró a Raquel sonriente. La suite era un derroche entero de lujo y comodidad. No sabía por dónde empezar si tuviese que enumerar todos los detalles. Pero uno de ellos destacaba por encima de todos.
—La moqueta, sin duda. Es una moqueta mullida y esponjosa. Incluso, en el cuarto de baño, donde no la hay, han colocado parqué con calefacción radiante. Creo que es pecado entrar aquí con zapatos.
—Quítatelos.
—Pero...
—No, en serio, Mario. Yo también soy de la misma idea. En realidad estaba deseando quitarme los tacones para andar descalza.
Y eso hizo. La estatura de Raquel descendió cinco centímetros y sus pies desnudos se hundieron. Mario no pudo evitar sentir un cosquilleo en su estómago al ver los refuerzos de los pantis en los dedos y el talón. Un verde oscuro, similar al color de ojos de Raquel, pintaba las uñas de sus dedos bajo la lycra. También él se quitó los zapatos y luego los calcetines. La sensación de bienestar fue instantánea. Incluso, acompañando al bienestar, surgió otra sensación asociada. Era una que creía haber perdido hace años. La sensación de sentirse libre, despreocupado.
—Conozco esa sonrisilla, no me engañas, Mario. Te gusta, te gusta mucho.
No sabía si ella se refería a sus pies enfundados —una parte de su anatomía por la que él siempre sintió debilidad—, o por la moqueta. Mario bajó la mirada con una sonrisa.
—Me encanta.
Raquel se mojó los labios con la punta de la lengua. Dio un paso hacia él.
—¿Te gusta todo lo que ves?
El hombre y la mujer estaban muy cerca uno del otro. Era una cercanía que denotaba algo más que amistad pero que ninguno se decidía a traspasar.
—Ven, siéntate conmigo, Mario.
Raquel cogió varios folletos de una carpeta y se arrodilló en el suelo. Sus talones sobresalieron, como abrazando el culo. Mario sonrió ante gesto y supo que Raquel no había olvidado los detalles que lo volvían loco.
—Mira. Este es el catálogo de perfumes que tengo a mi cargo. Yo misma he diseñado los frascos y la composición de los aromas.
Extendió el folleto en el suelo. Una mezcla de aromas florales envolvió el ambiente. Mario miró con deleite.
No eran las fotografías de los frascos los que iluminaban su mirada. Era el escote de Raquel que, inclinada hacia él, permitía obtener una visión indecentemente clara de la carne blanca de sus pechos y del sujetador morado. Un pedazo de areola oscura era claramente visible, así como el bulto que el pezón erecto imprimía sobre la tela.
—¿Son bonitos, verdad?
Mario sabía ahora que la pregunta de Raquel era deliberadamente ambigua.
—Sabes que sí. Todo es precioso.
—Acércate. Aspira las muestras del papel.
Mario se acercó hasta tocar con su nariz el folleto. Raquel lo imitó y sus frentes se tocaron mientras se miraban mutuamente. Ambos inspiraron al unísono. La mezcla de aromas transformó aquel momento en una amalgama de sensaciones olfativas.
Fue Raquel quien se abalanzó sobre Mario y tumbándolo sobre el suelo, lo besó con pasión.
#
Mario no supo cómo reaccionar tras recibir el sopapo.
Raquel lo miraba con ojos entornados, el pintalabios esparcido por sus labios y comisuras. Estaba arrodillado encima de él, sobre la cama, flanqueando con los muslos sus costados. Se mecía con movimientos lentos y calculados, restregando su sexo sobre el miembro erecto. Varios mechones rizados de su melena caían sobre su frente mientras otros continuaban adheridos a las sienes por el sudor.
—Dame fuerte, Mario. Pégame porque he sido mala, una zorra muy mala.
Mario dudó. Esta no era la dulce y tierna Raquel que recordaba. La mujer que tenía sobre él era una hembra desbocada de miradas agresivas y gestos obscenos.
Acarició una de sus mejillas enrojecidas, separando un cabello que tenía adherido a ella.
Raquel respondió con un bufido ante el delicado gesto y propinó un mordisco inesperado a una de las tetillas.
Mario exhaló un grito de dolor.
—¡Responde, maldito cabrón! —rugió una Raquel furiosa.
Mario la tomó de los pelos y llevó su cabeza hacia atrás. El cuello de la mujer quedó al descubierto. La fina piel se removió cuando la mujer tragó saliva. Mario lamió la tráquea y pellizcó con los dientes el cuello. Raquel rió gozosa.
Si Raquel necesitaba sentirse dominada él iba a darle el gusto.
La tumbó bajo él y ahora fueron sus nalgas quienes se aposentaron sobre el sexo mullido, oculto bajo el panty. Raquel sonrió complacida. Ofreció la resistencia justa. Forcejeó solo unos segundos antes de permitir que Mario alzase sus brazos hacia el cabecero de la cama.
Con una sola mano, Mario inmovilizó rudamente las muñecas de Raquel. Tomó la boca de carmín y mordió los labios, llevándose el resto de pintalabios que aún quedaba en ellos. Un reguero de saliva manó de una de las comisuras de ella.
—¿Qué... qué vas a hacerme?
—Castigarte, Raquel. Reconoce que eres sucia. Sucia y mala. Necesitas un severo correctivo.
—Apiádate de mí, cariño. Haré todo lo que...
El sopapo sobre una teta cortó la respiración y el habla a Raquel.
—El tiempo de disculparse terminó, zorra.
La mujer se mordió el labio inferior cuando Mario empuñó la carne de la teta y la comprimió. Esperó hasta que la piel adquirió un tono ruborizado. Besó el pezón erecto y mordisqueó la carne prieta. Raquel se removió angustiada cuando el dolor la hizo arquear la espalda. Mario succionó la carne hasta volverla de color rojizo.
—¡Animal!
—¡Cállate, puta!
Raquel tomó aire. Sus costillas se marcaron bajo la piel. Mario lamió la carne bajando hasta el ombligo. Jugueteó con la punta alrededor de la depresión y la saliva se acumuló. Raquel no pudo evitar soltar una carcajada. Mario sonrió; el ombligo seguía siendo el lugar que más cosquillas le producía a Raquel.
Pero la mujer detuvo su risa al instante cuando Mario posó sus dedos sobre la entrada húmeda del sexo femenino oculta bajo el panty. Los dedos removieron el vello y los pliegues. Ambos se miraron a los ojos. Los de Raquel reflejaban una angustia suprema. Los de Mario una ansia incontrolable por verla sufrir. Las aletas de la nariz de Raquel se dilataban al son de una respiración desbocada mientras Mario continuaba martirizando el sexo con movimientos circulares, precisos, presionando encima del clítoris, a través del vello ensortijado, sobre la lycra empapada por la que se filtraban las humedades.
—¡Cabrón, métemela!
Mario sonrió con mirada cruel y chasqueó la lengua, decidido a no obedecer la súplica de Raquel.
En su lugar, coló la mano bajo el panty, restregó el vello húmedo y el dedo índice accedió entre los pliegues pringosos y ahondó en la carne caliente. Raquel exhaló un suspiro de alivio y placer. Agitó sus muslos y recogió sus piernas, permitiendo un mejor acceso a su entrepierna.
—¿Te gusta, puta?
Raquel suspiró conforme. De sus labios surgió un bufido de asentimiento.
Mario arqueó el dedo en el interior y la punta del dedo presionó sobre la carne lubricada. Un escalofrío electrizó el cuerpo de Raquel y la hizo chillar emocionada a la vez que se revolvía incontrolable. Continuaba inmovilizada y su torso se retorcía imparable, agitándose la carne de sus senos.
Mario detuvo sus caricias y extrajo el dedo. Lamió el néctar que lo embadurnaba. Miró con maldad a Raquel.
—Creo que ya es suficiente, ¿no crees?
Raquel lo miró suplicante, negando con la cabeza.
—No te oigo, zorrilla.
Raquel lloró angustiada.
—Por favor —susurró.
Mario desgajó la lycra alrededor del sexo. La tela artificial emitió un ruido agudo y húmedo. Volvió a penetrarla y esta vez presionó con energía sobre aquella zona rugosa de la vagina. Un grito liberador, orgásmico, surgió de la garganta de Raquel. Agitó su cabeza y apretó los dientes. Un mechón de cabello quedó atrapado entre sus labios.
El hombre liberó las muñecas de la mujer y permitió que el placer recorriese libremente el cuerpo. Quedó embobado viendo el cuerpo de Raquel reflejar el producto del orgasmo. Su vientre convulsionado, sus pechos removiéndose, su respiración agitada, el sudor bañando sus axilas, sus párpados apretados. Solo cuando juzgó que la mujer había disfrutado suficiente, enfiló su miembro hacia la entrada. El panty rasgado enmarcaba un sexo inflamado del que rebosaba una humedad generosa.
Raquel abrió los ojos sorprendida al sentirse penetrada. La verga avanzó sin obstáculos dentro del habitáculo lubricado hasta quedar firmemente encajada. Un gemido de molestia salió de los labios de la mujer.
Mario se ayudó de sus rodillas para separar los muslos mientras tomaba a Raquel de las pies, enfundados en lycra húmeda.
Mario juntó las piernas y los pies sobre su cara. Sentía que el aroma enardecía sus sentidos e impulsaba su verga dentro del coño en arrebatos alocados.
La mujer buscó con la mirada la de su amante. Ambos se miraron con expresión grave, dejando salir gemidos de angustia y placer con cada empellón. Las carnes de Raquel se agitaban mientras las de Mario reflejaban los músculos en tensión. El hombre se apoyó sobre el cuerpo de la mujer cuando aceleró el ritmo. Hundió su cara en el cabello húmedo, exhalando el aliento enrarecido sobre el cuello. Raquel aprisionó con sus pies el culo de Mario, resbalando la lycra de los talones sobre la piel sudorosa.
Mario rugió desesperado en los instantes previos al orgasmo. Luego, gemidos roncos y pausados salieron de su garganta al ritmo de sus eyaculaciones mientras removía entre espasmos su miembro en el interior.
Ambos se besaron al terminar. No fue un beso de amor ni de cariño. Solo fue un beso de agradecimiento, un beso corto y sin lengua.
#
La mujer se duchó poco después.
Raquel se tomó su tiempo. No perdió tiempo en limpiarse la vagina pues tomaba la píldora y, de todas formas, no la incomodaba sentir su interior húmedo y pegajoso.
Cuando salió del cuarto de baño, enfundada en un albornoz con la logotipo del hotel en el pecho, Mario ya se había vestido y estaba frente a un espejo.
—¿No vas a ducharte?
—La verdad es que ya debería estar en casa.
Raquel sonrió viendo cómo las manos de él intentaban sin éxito volver a hacer el nudo de la corbata.
—Anda, ven aquí.
Mario se dejó, asumiendo su derrota.
—Estás casado, ¿verdad?
El hombre tragó saliva y terminó por asentir.
—¿Por qué lo sabes?
—¿Quién si no te ayudó a anudarte la corbata?
Mario sonrió ante aquel detalle.
—Se llama Susana. Tenemos un hijo, Pedro, tiene casi dos años.
Raquel terminó de anudar la corbata y Mario sonrió satisfecho ante su reflejo en el espejo.
—Yo también estoy casada.
Mario la miró con expresión grave a través del reflejo. La mujer se protegió cruzando los brazos de la que creía que era una mirada severa.
—Sé lo que piensas, Mario. Si un hombre casado echa un polvo con una amiga, está teniendo una aventura. Si lo hace una mujer, es que es una puta.
—No, Raquel. No pensaba en eso, pensaba en los motivos por los que esto ha ocurrido.
Raquel sonrió con gesto triste y se recolocó la toalla que envolvía su cabello húmedo.
—Supongo que son los mismos que los tuyos, Mario.
Repitieron de nuevo los dos besos de despedida y el hombre salió de la suite. Tomó el ascensor, saludó al recepcionista en el hall y, ya en la calle, tomó uno de los taxis que había en una parada cercana.
—Color.
—¿Cómo dice, amigo? —preguntó el conductor al oír al hombre.
—Dar algo de color a una vida gris.
El conductor calló. A esas horas de la noche había mucho borracho suelto por ahí diciendo tonterías.

viernes, 1 de noviembre de 2013

BORRADORES INCONCLUSOS



Debido a mi método de trabajo (o sea, ninguno), me veo frecuentemente en la decisión de haber iniciado un relato que, por causas diversas, no continuo.


Además, y por si fuera poco, últimamente dispongo de menos tiempo del que me gustaría lo que, sumado a mi caótico método, resulta en decenas de borradores que no termino.


De vez en cuando los releo e intento recordar cuál fue el motivo para no continuarlos. No niego que, en ocasiones, los termino. Pero son las menos.
  

Así pues, publico 6 de esos borradores. En algunos se intuye qué cariz tomará el relato. En otros la historia y los personajes ya están perfilados y únicamente hace falta un empujón.

-Borrador 1. Una historia oscura, situada en la América de los 20.
-Borrador 2. Realismo con un toque de mecánica.
-Borrador 3. Más realismo. Los derroteros van por una historia erótica de venganza.
-Borrador 4. Futuro cercano donde las emociones están controladas. O casi. Tintes eróticos.
-Borrador 5. Una visión personal del cuento de Rapunzel, la de la larga trenza y la torre. También iba por lo erótico.
-Borrador 6. Fantasía épica-erótica.



BORRADOR 1


En el otoño de 1921 la ciudad de Nueva York conoció varios hechos que dejaron conmocionados a sus ciudadanos. Un truculento suceso condujo a la muerte de una veintena de jóvenes de edades muy tempranas cuyos cadáveres aparecieron desmembrados y descuartizados, mezclados los pedazos entre sí en una amalgama de carne, vísceras, huesos y sangre. El sobrecogedor hallazgo fue realizado por un infortunado pordiosero en las inmediaciones de una fábrica derruida de acero situada en las afueras de la urbe cuando, en una noche tormentosa donde los vientos rugían con furia, la lluvia laceraba la piel y el frío encogía hasta el corazón más robusto, buscó refugio en aquel lugar maldito.

El amasijo de cuerpos yacía amontonado en un rincón y el olor a sangre y descomposición convirtió el lugar en el nido más infestado de ratas de la acería. Cuando el desdichado sin techo descubrió el horror que allí se apilaba, decenas de miles de ojos rojos en la oscuridad se volvieron hacia él y un chillido demoníaco surgió de entre sus bocas babeantes y dientes afilados. El hombre profirió aullidos mientras escapaba del mismísimo infierno y tuvo a bien advertir a las autoridades, las cuales, tras discutir primeramente si el relato de aquel despojo de la sociedad era creíble o no, no tuvieron más remedio que acompañarle de vuelta cuando, entre las baratijas que escondía en los bolsillos de su abrigo raído, encontraron varios anillos de oro con las falanges desgarradas acompañándolos.

La escena dantesca que los policías presenciaron no tuvo nada que ver con el horror que el pordiosero presenció pues las ratas habían despojado con rapidez de piel, narices, labios, ojos y orejas a todo pedazo humano que dispusiese de ellos, quedando la carne y la grasa a la vista. Muchos agentes, a la vista de aquel infierno, perdieron el conocimiento y sus compañeros los salvaron de ser devorados por la marabunta de ratas que continuaba comiendo carne humana.

El alcalde, tomando una de las decisiones más polémicas y discutidas años después, la cual sería usada por su rival político en las siguientes elecciones para arrebatarle el cargo, ordenó que el fuego consumiese cualquier rastro de rata y persona en aquella fábrica de las afueras. Las llamas, propulsadas por equipos surtidores de gasolina, incineró cualquier rastro de vida animal, reduciendo los cadáveres humanos y las ratas a meros huesos quebradizos y enhollinados. Los periódicos de la época proclamaban que la columna de llamas se alzó hacia el techo, lo hundió y siguió ascendiendo hacia el cielo para, convertido en humo negro  y tóxico, esparcirse por varios kilómetros a la redonda en forma de fétido olor a grasa quemada y dejando residuos grasos en árboles, paredes y suelos que ensombrecían el ánimo de cualquiera.

Una vez las llamas consumieron aquel rincón de carne muerta, la ciudad de Nueva York temió ante la inefable y genuina maldad de la persona o grupo de personas causantes de tanta desgracia. El cuerpo de policía, tras seguir varias pistas sin éxito durante casi tres meses, se vio obligado ante los ciudadanos a reunir un grupo de detectives extranjeros de renombre, las más perspicaces mentes con que contaba el mundo en aquel momento.

Todos ellos, sin excepción, volcaron toda su energía y vida en la resolución de aquel abominable crimen.







BORRADOR 2



--Compro coches maltratados, o sea, antiguallas, los reparo o los restuaro y luego los vendo.

Sorbí un poco de café mientras no dejaba de mirar a mi madre.

Vaya, o sea, que es así como se gana la vida. Ya ves.

Acababa de salir del reformatorio después de casi seis años. La verdad es que me cuesta recordar los detalles exactos de porqué pasé un tercio de mi vida en un lugar gris, sucio y descuidado. Creo que tuvo algo que ver el hecho de provocar la muerte a un chico del colegio.

Estábamos en el recreo. O en una excursión de esas que te llevan a ver los vertederos o el páramo cercano al colegio. Ya casi no lo recuerdo. Encontramos una camada de gatitos bajo una losa, rodeados de latas, plásticos y cristales hechos añicos. Eran pequeños, de diferentes colores. Tenían un pelaje sucio, mugriento. Pero todos ellos exhibían unos ojos grandes. Grandes y brillantes. Ojos de colores verdes, azules, marrones. Tenían hocicos rosados, muy pequeñitos. Maullaron al vernos. Cogí uno y lo acaricié en la nuca y entre las orejas. Ronroneó y buscó acurrucarse en mi regazo. Estaban delgados, poco menos que raquíticos. Volví a dejar el gatito junto a sus hermanos. No sé que tiempo tendrían. Quizá dos semanas. El chico cogió un gatito de un pata. El animal maulló dolorido. El chico nos miró sonriente, enseñándonos su dentadura cubierta de alambres.

--Me muero por saber qué ocurre cuando le pisas la cabeza a un gato.

Eso hizo. Tiró el gatito al suelo. Cayó de espaldas, entre un nido de cristales formado por una botella de litrona hecha añicos. Posó su bota encima del cuerpo del animal.

--Hay para todos. Venga, probar.

Cuando pisó con fuerza, un maullido desgarrador surgió de entre los cristales amarillentos. Luego sobrevino un instante de silencio. Los cristales se rompieron más aún por la presión. Y, de entre ellos, comenzó a surgir un grumo amarillento y rojizo. Una especie de pasta densa.

Así lo recuerdo. Quizá no surgiese ninguna pasta. Solo sangre y vísceras. Pero sigo viendo la pasta densa, amarilla y roja, surgir de debajo de su bota.

Agarré un pedrusco, un trozo de ladrillo con cemento, y le golpeé en la frente.

Cayó redondo. Ni siquiera se echó mano a la cabeza. Cayó de espaldas, sobre los escombros. La sangre surgió de inmediato. Tenía los ojos abiertos y de ellos brotaban lágrimas de sangre.

Los profesores, ajenos a todo ello, fumando alejados de nosotros, corrieron al escuchar los gritos. No solté el pedrusco. Me miraron boquiabiertos. Yo recuerdo que les dije cuando me preguntaron qué había hecho:

--Que se joda. Total, era un mierda.

Mis padres se divorciaron en cuanto se quedaron solos. La sentencia incluía un internamiento por dos años en un reformatario pero fui encadenando nuevos años con mis intentos de fuga y por las continuas peleas con los demás internos.

No me considero violento pero a veces tienes que usar las manos para discutir.

Ahora que he salido, no sé qué hacer. Mi madre me ha recogido y hemos hecho una parada en una cafetería. Me visitaba semana sí, semana no en el internado. El primer año aparecía siempre con los ojos enrojecidos y el cabello sucio y descuidado. Hace tres años, de repente, apareció con el pelo recogido en una coleta. Incluso se había maquillado. Parecía contenta. Algo me contó de que mi padre y ella se habían separado. Él nunca me visitó, solo sabía de él por mi madre y solo cuando la preguntaba.

--¿Y tú que sabes de arreglar coches? --pregunté sorbiendo otro poco de café.

--Pues antes, nada. Y ahora, bastante. Hice varios cursos.

--¿Ya no trabajas en la empresa?

--Me despidieron. La crisis. Supongo que habrás oído hablar de que estamos con la mierda hasta arriba.

--Algo he oído. Allí dentro tenemos tele --aclaré algo molesto.

Terminé el café y miré alrededor nuestro. Era un bar pequeño donde dominaba el soniquete de la máquina tragaperras y el de los tertulianos. Estábamos en el polígono de San Cristóbal y afuera solo se alzaban edificios de chapa y ladrillo, muchos con un cartel de venta.

--Tendrás que ponerte a estudiar. Vamos, digo yo.

--¿De qué te ha servido a ti si has acabado en un taller?

--Sacarte el Graduado Escolar al menos, ¿no?

--Paso.

--Pues ya eras mayor de edad, chaval. Sinceramente, me importa un huevo lo que hagas con tu vida. Tu padre tiene la suya, yo la mía y en estos últimos cinco años no nos has hecho ninguna falta. Solo has traido disgustos. Tú verás.

Tras unos segundos de silencio, me miró alzando las cejas.

--Bueno, ¿qué?

--¿Qué de qué?

--Que qué haces con tu vida, Nacho.

Me encogí de hombros. La verdad es que, tras cinco años en el reformatorio, había salido de allí sin saber qué hacer fuera.

--Pues bueno. Mientras lo piensas, espérame aquí mientras compro un coche.

--¿Un trasto de esos?

--Tiene buena pinta.

--¿Te acompaño?

Mi madre me miró entornando los ojos.

--No creo que sea buena idea. Los negocios salen mejor si no hay mirones.

--A lo mejor quiero trabajar contigo.

--¿En el taller? Ni lo sueñes, Nacho. No tienes ni idea de mecánica. Además, estudiaste allí dentro algo de libros, ¿no?

--Encuadernación de libros.

--En el polígono hay empresas de esas. Imprentas y cosas así. Podemos ir luego a alguna. Por probar…

--Déjame ver cómo es el coche, anda.

Resopló molesta y se miró el reloj de la muñeca.

--No tengo tiempo para discutir. Espérame aquí. Toma, diez euros. Cómprate lo que quieras.

--O lárgate donde no molestes, ¿no?

No me respondió. Salió del bar y se alejó a paso rápido.







BORRADOR 3




-Dices que me perdonas, pero nunca lo demuestras.

Erica no me miraba mientras me acusaba. Se peinaba la cabellera húmeda, sentada frente a la ventana, dándome la espalda.

-”Te perdono”, me dices a menudo. Y ahí se acaba todo.

El peine se iba deslizando por su cabello, desenredando bucles, como un rastrillo que deja una decena de surcos paralelos. Erica estiraba mechones de su cabello y las puas del peine parecían hacer trizas una delgada plancha de pelo cobrizo.

Me acerqué a ella y posé mis manos sobre sus hombros desnudos. Su piel estaba suave y caliente, aún se notaban los efectos de la crema hidratante que gustaba de untarse por todo el cuerpo tras la ducha. La sensación de suavidad me hizo recordar años atrás, cuando me afeitaba a diario y, tras apurar la maquinilla sobre mis mandíbulas, me aplicaba crema hidratante. Sentía mis mejillas suaves, aterciopeladas. La barba espesa que ahora cubre la parte inferior de mi cara, irónicamente, demanda más tiempo cada mañana que un simple afeitado porque recortar aquellas partes de mi cara donde el vello ensortijado crece con más rapidez me lleva casi media hora. Y la sensación de una barba mullida, espesa y confortable es parecida a la que ahora siento cuando bajo mis manos hacia la toalla que cubre el cuerpo de Erica, una toalla gruesa, de tacto esponjoso, tierno, tibio.

-Las cosas cambian -respondo de repente, sorprendiéndome incluso yo al haber hablado sin quererlo, pues había pensado mantenerme callado.

-Me lo recordarás el resto de mi puta vida, ¿no es cierto?

Abro la boca para responder pero esta vez estoy prevenido y no permito que ninguna palabra salga de mi boca.

-Jamás me perdonarás, lo sé. No te creas que yo soy tan... frívola o tan zorra como para pensar que lo hecho, hecho está y punto.

Erica se vuelve hacia mí, alza la mirada y me clava sus ojos verdes oscuros.

-Daría lo que fuese por recuperar la confianza.

Despego mis manos de su cuerpo con un gesto agresivo. Realmente me cuesta apartarme de ella, dejar de palpar su cuerpo vibrante bajo la toalla. Pero algo en mi interior me agarra y me empuja lejos de ella. Quizá sea el miedo a sentirme más castigado de lo que estoy, más idiota, más payaso. O quizá sea, simplemente, que ya no hay nada entre nosotros.

Sostengo su mirada unos instantes. Me pierdo en sus enormes ojos verdosos, en esas dos pozas de agua verde que refulgen y destellan. Sus pestañas espesas parecen alicaídas, como unas persianas entornadas, y sus cejas perfiladas se tuercen en una mueca de dolor puntiagudo, desgarrador.

-¿Cuántas veces he de decirte que lo siento, que la he cagado? ¿Mil, dos mil, un millón de veces?

Su toalla se desliza sobre su regazo cuando Erica suelta el nudo que la sujeta. Sus tetas erguidas se alzan sobre el montículo de su pecho como dos colinas redondeadas, blanquecinas, coronadas por unos pezones oscuros. Su respiración hincha las colinas salpicadas de lunares, haciéndolas elevarse como un corrimiento de tierras. Mi primer pensamiento es agarrar las colinas, ahuecarlas entre mis manos para detener su movimiento, ocultar sus pezones entre mis dedos.

Doy un paso atrás, alejándome de ella, elevando el muro que nos separa.

-Más, muchas más -respondo con tono ronco, grave-. Muchas más veces de lo que podrías imaginar. Pero no lo intentes porque de nada serviría. Tus “lo siento” ya no sirven.

Sostuve su mirada unos segundos, reafirmando mis palabras.

-Entonces, ¿se ha terminado?

Me encogí de hombros sin saber qué decir y salí de la habitación. Me calcé los zapatos, cogí las llaves, la cartera y el abrigo, y salí de casa.

Al llegar a la calle me di cuenta de que estaba lloviznando. El cielo estaba negro, las nubes se apelotonaban entre sí como si fuesen jirones de algodón compactado usado para limpiar hollín. La gente se apretaba en su andar buscando el refugio de los balcones de las fachadas. No iba a subir a casa a por un paraguas, de modo que me levanté el cuello del abrigo y aproveché un hueco entre las bandadas de los que, como yo, no tenían paraguas para perderme por la ciudad.

Caminé por las calles sucias. La lluvia era más intensa y el tráfico más denso. La gente tenía más prisa por llegar donde fuese y los conductores menos paciencia en los semáforos y los pasos de cebra. Con frecuencia, los cláxones rompían la sinfonía de la lluvia salpicando la ciudad. Yo ya tenía calados los hombros del abrigo y los bajos de los pantalones chorreaban. Seguía sin saber a dónde iba pasada media hora de empezar a andar. Quizá pensaba que hasta que algún pedazo de mi ropa aún estuviese seco, podía seguir andando sin rumbo fijo, internándome entre las callejas, esquivando con la cabeza los paraguas, corriendo para aprovechar un semáforo casi rojo.

Salí del barrio de las Delicias y, por la avenida de Segovia, llegué hasta el túnel de Labradores. La lluvia arreciaba y producía pompas al estrellarse las gordas gotas sobre los charcos cada vez más extensos que crecían en los bordillos de las aceras. En el túnel, un grupo de gente aguardaba con caras aletargadas, mirando el otro extremo. Tampoco tenían paraguas y por sus pocas ganas de continuar allá donde fuesen, tenían algo de mi, algo de mis pocas ganas por llegar a algún lado.

Un pasillo en el lado derecho del túnel permitía a la marea de gente que sí tenía paraguas y también tenían un destino atravesar el túnel y acceder a la calle Labradores. Los veía pasar con una mezcla de envidia y rabia. Agitaban sus paraguas mientras atravesaban el túnel y nos dedicaban miradas de conmiseración o desprecio, a partes iguales, igual que mis sentimientos de envidia y rabia.

Envidia porque tenían un paraguas y rabia porque yo había sido tan tonto como para salir de casa sin uno. Envidia porque buena parte de ellos tendrían una pareja en la que confiaban y rabia porque esa confianza nunca había sido traicionada.

La puta de mi mujer Erica se había follado a un compañero del trabajo.

La muy guarra, la muy puta, la muy zorra.

Y voy yo y me entero por una amiga suya que luego discutieron porque el subnormal del compañero se había encoñado y ella tuvo que pegarle un sopapo que la causó un esguince en el hombro.

Patético. Simplemente patético. Me entero de que soy un cornudo porque a una amiga de mi mujer se le escapa un whatsapp donde lo menciona todo.

Mi mujer me había engañado. Al margen del sexo, la confianza perdida era la herida más profunda. El saber que alguien a quien habías confiado tu cariño y tu amor, tus anhelos, tus sueños, tus derrotas, tus miedos, todo eso lo había comprimido igual que un pliego de papel, arrugándolo y tirándolo a la basura.

Qué mierda todo.

Cuando levanté la mirada del suelo, me encontré solo en el túnel. La lluvia había remitido lo suficiente para ser llovizna alegre y juguetona. Caminé con pasos lentos por la calle, llegué hasta la plaza de la Cruz Verde y doblé hacia la derecha, hacia la plaza Circular.

Nunca había entrado en el jardín situado en el interior de la glorieta de la plaza. En él, varias personas se resguardaban de la lluvia fina. Muchos paseaban a sus mascotas; también había parejas que, bajo las densas frondas estaban sentadas en los bancos y ancianos viendo la vida pasar con desgana e impotencia.

Me senté en un hueco vacío de un banco ocupado por una pareja de jóvenes. Ella estaba encaramada sobre el regazo de él, en una posición claramente erótica. Los vaqueros elásticos de la chica se ceñían a sus muslos y trasero, marcando las costuras de unas bragas minúsculas y que el chico se encargaba de seguir con la punta de los dedos. Se besuqueaban como dos recién amantes, frotándose mutuamente en una suerte de masturbación recíproca.

No puedo negar que sentí envidia. Mucha envidia. Erica y yo también habíamos pasado por aquella fase, no hacía demasiados años. Ella era una maestra en el arte de deslizar sus caderas en sinuosos y lentos movimientos de avance y retroceso sobre mi paquete. Recuerdo que una vez se pasó de la raya y, del gusto o la tensión, se le escapó un chorro de pis. Pareció que nos habíamos meado los dos juntos. Cada vez que se lo recordaba en los años siguientes, las orejas se le inflamaban y el rubor teñía sus mejillas hasta volverlas casi incandescentes. Me pedía que no continuase, que aquello fue un desliz, un mal momento que la avergonzaría por siempre jamás. Para mí fue una muestra de confianza. De naturalidad, de cariño. Cuán diferentes vemos las situaciones pasadas según nuestro ánimo. Ahora me parece que fue una guarra, una cría que no supo contener su propia orina, una hembra en celo que dejó que su condición animal dominase sobre su razón.

Me sentía incómodo ante tanto besuqueo. La pareja parecía estar pegada por las caderas, los pechos y los morros. Risas y susurros me llegaban a trompicones, martirizándome. Intentaba hacer caso omiso a sus devaneos adolescentes pero, como un agujero por donde puedes ver a los vecinos de portal follando, yo no podía apartar la mirada ni el oído de aquellos dos tortolitos. Las bragas de la chica, azules con lunares blancos, asomaban por la cinturilla del pantalón y el chaval de vez en cuando gustaba de hundir los dedos allá donde las nalgas de ella confluían. No demostraban ninguno de ellos tener ningún pudor ni consideración por la condición solitaria o anciana de los que los rodeaban; ellos iban a lo suyo, a provocar calenturas, a traspasar chorros de saliva entre sus labios, a frotar sus sexos, a arrimar sus intimidades una contra otra.

-Iros a casa a follar, cojones, y dejar de provocar -solté en voz baja, mirando al suelo. En verdad me estaban poniendo de muy mal humor. Sobre todo por la envidia.

-¿Cómo dice?

Alcé la vista hacia la chica, la cual se había girado sobre mí.

-Que si tantas ganas tenéis de follar, iros a hacerlo a algún lugar.

-¿Dónde, payaso? -replicó el chico, amarrando firmemente el culo de ella- ¿Te crees que nos sobra el dinero para ir a un hotel? Vete a la mierda y déjanos en paz.

-¿No tenéis dónde hacerlo?

-¿Qué coño te importa?

-Déjalo, anda -intervino ella-. Vámonos a otro lugar.

-No me da la puta gana, joder. Si le molesta, que se joda, que se vaya él.

-Iros a mi casa -dije de sopetón.

El chico se revolvió a la chica de encima y se arrimó a mí con el ceño fruncido y los dientes apretados. De nada sirvieron los intentos de ella por dejarlo estar.

-¿Me estás vacilando, subnormal? Mira que te reviento y me quedo tan ancho.

-En serio -dije confirmando mi oferta-. Si tantas ganas tenéis de hacerlo como puedo adivinar, ir a follar a mi casa. Os la ofrezco. Sin trucos. Una habitación para hacer lo que más os guste. Una hora.

-Una hora dice este idiota -repitió el chico mirando a su novia con una sonrisa entornada.

La chica se puso en pie y cogió del brazo al chaval.

-Venga, vámonos, Manuel. Se me ha cortado el rollo.

-Hijo de mala puta -soltó el chaval tras hacerla caso y levantarse-. Que te den por culo, mamón.

-Vosotros os lo perdéis. ¿Qué vais a hacer? ¿Esperar a que alguno de vuestros padres dejen sola la casa de alguno? ¿Seguir con vuestros jueguecitos en otro sitio? Queréis follar, eso está más que claro. Y ahora que tenéis dónde, os rajáis. Sois idiotas.

-¡Me cago en la hostia bendita! -aulló el chico poniéndome las manos encima. Me agarró de una solapa del abrigo y me obligó a levantarme- Te voy a partir la puta cara, desgraciado.

La chica intentó separarnos pero de nada sirvió.

El guantazo que recibí fue mayúsculo. Caí sobre el banco con la mejilla dolorida.

-¡Levanta, pedazo de mierda! ¡Levanta si tienes huevos!

La chica comenzó a llorar y el chaval me animaba a levantarme para sacudirme otro sopapo. Varias personas se acercaron a nosotros para intentar calmarnos. Un perro ladró al lado, irritado por los gritos.

-La oferta sigue en pie -respondí mirándolo a los ojos.

El chico me miró con ojos entornados. Se mordió el labio inferior, sopesando si era realmente un payaso o un idiota. Se giró hacia la chica.

-De verdad. No es coña -dije de nuevo.

-No me jodas, Manuel. Vámonos de aquí, por favor -respondió ella tirando de él para separarnos.

-Lo dices en serio -dijo el chaval de repente, girándose hacia mí.

Afirmé con la cabeza.

No sé cómo acabamos los tres apoyados en la barandilla del túnel de la Circular mirando cómo circulaban los coches. Seguía sin saber el nombre de ella aunque yo tampoco me había presentado. Parecían rondar una edad cercana a la mayoría de edad. Manuel tenía una constitución recia, un corte de pelo al ras y una mirada inocente, como la de un soldado sin instrucción que acaba en la trinchera de una guerra imprevista. Ella poseía una mirada más directa, menos apasionada. Una larga melena ondulada y negra le llegaba hasta media espalda. Unos generosos pechos y un culo erguido dibujaban un perfil que incitaba a seguirlo con los dedos por todos sus recovecos.

-Porque hoy me ha dado por ser generoso, qué coño -respondí a la pregunta de Manuel de por qué lo hacía.

-Y un huevo. Tú lo que quieres es mirar.

-Ya he te he dicho que cerréis la puerta y listo.

-¿No tienes novia o mujer? -preguntó ella.

El anillo sobre mi dedo anular estaba bien a la vista de forma que no tenía sentido mentir.

-Por ella no os tenéis que preocupar. Os lo acabo de decir: entráis, folláis y listo. Todo gratis. Los condones los ponéis vosotros. Una hora.

-¿Y tú qué ganas con todo esto? -insistió ella.

-¿Ganar? Ni puta idea. Pero ojalá alguien como yo me hubiese ofrecido un lugar para follar hace años.

-Nadie regala nada. Te estás guardando algo -continuó la chavala.

-Eso digo yo, macho. Aquí huele a cuerno quemado.

Me encogí de hombros y me separé de ellos.

-Pues adiós. Solo os queda el consuelo de haceros una paja cuando volváis a vuestras casas.

Me alejé de la pareja y caminé en dirección de vuelta hacia casa.

Daba pasos cortos pues esperaba que, de repente, la pareja me abordase, aceptando mi oferta. No volví la vista atrás. Tras alejarme un buen trecho, nadie acudió tras de mí.

La parejita no tenía huevos. De vez en cuando hay que confiar en el instinto, pensé, atrapar las oportunidades que se presentan. Qué más da que vengan de un lunático cornudo como yo.

Las calles estaban mojadas tras la lluvia. Aún tenía los bajos de los pantalones húmedos y a cada paso notaba los calcetines rezumar dentro de los zapatos. Caminaba con las manos metidas en los bolsillos del abrigo, mirando al suelo. Entre mis pensamientos, dos de ellos dominaban. El primero era qué coño iba hacer con Erica. El segundo era porqué aquella pareja se había rajado. Para el primero no tenía aún respuesta pero para el segundo me imaginaba que habían desconfiado.

Peor para ellos.

–Oye.

Me giré mientras aguantaba la puerta abierta del portal de casa.

Era la parejita.

–¿No os habíais rajado?

–Te seguimos –respondió la chica–. Queríamos saber si nos vacilabas.

–De vacile nada. Sin embargo…

Callé mientras un vecino entraba al portal. Era el vecino del tercero, trayendo unas bolsas con la compra del supermercado.

–¿Sigue la oferta en pie?

Miré al chaval y luego a la chica. Ambos me miraban con ojos expectantes. Se notaba en sus miradas el deseo, la inminente cópula. Tenían las mejillas encendidas y las cejas alzadas.

–No.

Se miraron y luego entornaron una sonrisa que reflejaba estupor y rabia.

–No jodas, tío.

-Iros a tomar por culo, payasos. La próxima vez, aprovechar las oportunidades.

Entré en el portal y cerré la puerta tras de mí.

A mis espaldas oí como me llamaban cabrón e hijo de puta. Uno de ellos pateó la puerta y los cristales temblaron.

Llamé al ascensor.

En el fondo, supongo que traer a aquellos dos chavales a casa era una forma de tocar los huevos a Erica. Era mi respuesta a su pregunta de si lo nuestro había terminado. Una casa, dos mitades. En mi mitad podía hacer lo que me saliese de los cojones, como ofrecerla de picadero para una pareja, por ejemplo.

Pero, durante el trayecto de regreso, me había dado cuenta de que Erica no se merecía eso. Me había traicionado. Había destrozado mi confianza en ella. Y eso exigía una respuesta contundente. Algo proporcional, potente. Esa zorra no solo merecía mi desprecio. También mi venganza.

Joder a aquella parejita me había levantado el ánimo. Ya se veían follando, agarraditos, retozando entre sábanas limpias y a puerta cerrada.

Hijos de la gran puta. Joderos, mamones desagradecidos.






BORRADOR 4




–¿Conforme?

El consejero francés asintió con la cabeza y luego pulsó el botón de color verde de su consola para confirmar su respuesta.

–Conforme –concluyó.

El ordenador central se dirigió ahora hacia la consejera de origen portugués.

–¿Conforme?

La aludida levantó un instante la vista de la pantalla holográfica de su consola. Miró al ordenador central, una columna de haces de cables de diversos grosores y colores, retorcidos y enrollados entre sí, que iban moviéndose con lentitud sobre un núcleo de luz, como si miles de culebras y serpientes reptasen sobre la superficie del sol.

Se frotó el mentón durante unos segundos y volvió a fijar la mirada en el holograma móvil de su consola. La escena pornográfica tenía escaso valor educativo pero la belleza de ambos cuerpos humanos, la plasticidad de la danza de sus miembros y las sugerentes expresiones faciales de los actores, terminaron por convencerla.

–Conforme –susurró, a la vez que pulsaba el botón verde.

El ordenador central siguió con las preguntas al resto de consejeros pero la consejera portuguesa, terminado su cometido durante algunos minutos, se levantó de su butaca y buscó la salida de la sala de Censura.

Un pasillo interminable, forrado de aluminio las paredes y el techo, se extendía en ambas direcciones. Una luz cenital, procedente de puntos flotantes junto al techo donde se irradiaba el resultado lumínico de millones de micro-fusiones de helio e hidrógeno, dotaba al pasillo de un ambiente anodino y aséptico.

Caminó sobre  la línea gruesa de color amarillento dibujada sobre el suelo oscuro hasta detenerse sobre el icono de lavabo. El peso de su cuerpo desató el mecanismo de fisión molecular y la pared de aluminio se desvaneció para ofrecer el acceso al lavabo. Entró y, tras ella, la pared volvió a recomponerse.

Caminó hasta el espejo situado sobre el lavabo y contempló la imagen reflejada.

Una muchacha joven, de cabellera oscura y lisa enmadejada en una coleta trenzada. Ojos de color miel, grandes y expresivos. Cejas espesas y perfiladas. Nariz fina y delicada. Labios gruesos y rosados. Pómulos marcados y frente despejada.

Nada en su rostro sereno evidenciaba la enorme batalla que bullía en el interior de su cabeza. Ni siquiera su parpadeo, síncrono y pausado, presagiaba la desazón sexual que impregnaba cada uno de sus pensamientos.

–Orinar.

Su orden fue cumplida de inmediato, apareciendo un sanitario de aluminio junto a la pared contigua, modificándose las moléculas de metal.

La mujer se desabrochó su pantalón blanco, se lo bajó hasta medio muslo e hizo lo mismo con sus bragas. Se sentó sobre la taza impoluta y dejó que sus necesidades corporales tomasen el control de su cuerpo.

El pis golpeó la taza con un repiqueteo sonoro.

En ese momento, la pared volvió a deshacerse y entró el consejero ugandés.

Ninguna de las dos personas en la sala, ni la muchacha orinando ni el alto y fornido hombre negro que se miraba al espejo, expresaron en su rostro intención alguna de saludo. Ni siquiera sus miradas confluyeron en ningún momento. Solo el sonido del repiqueteo del pis sobre el aseo metálico dominaba el ambiente.

–Orinar –ordenó el gigante de ébano.

Un sanitario masculino surgió de la pared junto a la muchacha portuguesa.

El hombre extrajo de la bragueta un descomunal miembro  circuncidado y, cuando el sonido del pis de la mujer cesó, el del hombre comenzó.

La mujer dejó que un vaporizador limpiase su vulva, se vistió y se vaporizó las manos en el lavabo con un desinfectante. En ningún momento, su mirada confluyó hacia el hombre que, ahora, había dejado sus dos brazos colgando a los costados, aposentado su titánico miembro sobre el borde del sanitario.

La mujer caminó hacia el lugar de la pared donde aparecería la salida.

Sin embargo, detuvo su paso y, tras un instante de duda, se giró hacia el hombre.

–¿Qué buscas en la vida?

Nada en la postura del hombre pareció reflejar que había escuchado la pregunta de la muchacha.

Sin embargo, respondió:

–No busco nada. Me limito a cumplir con mi trabajo.

La mujer se volvió y caminó hasta donde se encontraba el gigante negro.

–¿Trabajo? Yo ya no recuerdo qué trabajo hago.

El hombre, esta vez sí, giró la cabeza hacia la muchacha y la miró a los ojos desde su imponente altura.

–Nuestro trabajo es ocultar lo que no puede ser visto.

La mujer ladeó la cabeza y echó una mirada al descomunal miembro que seguía soltando un chorro de pis. Luego se giró hacia la pared y ordenó:

–Reposo.

La mujer se sentó en la protuberancia ergonómica que surgió. La forma del metal se adaptó fielmente a la impresión de sus nalgas antes de volverse sólida.

–Hemos sido elegidos entre los cientos de miles de millones de seres humanos que pueblan el mundo para decidir qué pueden ver y qué no.

–Exacto.

–¿Cómo te eligieron a ti? –preguntó la muchacha.

Mientras el vaporizador exterminaba cualquier rastro de microbios y bacterias de su miembro, el hombre levantó unos segundos la vista hacia el techo para luego, tras fruncir el ceño, terminar por negar con la cabeza.

–No lo recuerdo.

Ocultó su miembro dentro del pantalón y cerró la abertura de la prenda.

La mujer, que no había perdido ojo del tamaño de aquella verga oscura, parpadeó varias veces antes de responder al hombre.

–Yo tampoco. Y eso me preocupa.

El hombre se dirigió hacia el lavabo y permitió que el vaporizador limpiase sus manos.

–¿Eso te preocupa? Debes hablar con el ordenador central. Las preocupaciones no son buenas para decidir el destino de la humanidad.

La mujer se levantó y tocó al hombre en un brazo.

–La holo-escena pornográfica ha despertado mis instintos sexuales.

El hombre se apartó, rehuyendo el contacto.

–Solo es sexo. Yo estoy por encima de mis instintos animales. Tú parece que no.

El hombre caminó hasta la pared, dio la orden, la salida apareció y el metal volvió a sellarse tras dejar la sala.

La mujer miraba la pared metálica para luego volverse hacia el espejo.

Un ligero rubor teñía sus mejillas, el único signo evidente de su pronunciada tensión.

Tras unos minutos, la mujer también salió, se dirigió hacia la sala de Censura y caminó hasta ocupar su lugar, sentándose en la butaca frente a su consola.

La votación para la emisión de la holo-escena pornográfica había sido reñida pero fue aceptada. Ya era apta para poder ser retransmitida por los terminales de visualización.

El ordenador central emitió otra escena en las pantallas de los consejeros. Esta vez era un informativo de noticias con un sesgo ligeramente anárquico.

–¿Conforme?

–No conforme –respondieron casi todos los consejeros.

El informativo proporcionaba información que podía ser malinterpretada como un ataque humano sobre la tecnología.

Tras varias votaciones, el comité fue disuelto. Los consejeros abandonaron la sala de Censura y, ordenadamente y siguiendo las diversas líneas dibujadas en el suelo, fueron accediendo a sus lugares personales de reposo.

La consejera portuguesa miraba la pantalla holográfica que dominaba una de las paredes de su habitación. Una cámara enfocada hacia su frente analizaba los micro-movimientos de su ceño, ojos y frente para ir seleccionando aquellos contenidos que agradasen a la mujer.

En aquel momento, estaba visualizando una escena pornográfica.

Estaba desnuda y sentía la urgente necesidad de estimular su sexo. La sensación de extrema tensión sexual que perturbaba y dominaba sus pensamientos no la permitía más que imaginar al actor que estaba poseyendo a la mujer de la escena como el hombre que la poseería a ella.







BORRADOR 5



–¿Por qué el príncipe volvía cada día, papá?

–Porque Rapunzel era muy guapa, era joven y tenía un largo y precioso cabello.

La niña frunció el ceño un segundo y arrugó los labios. No puede ser, pensó, ¿tan fácil es conseguir un hombre? Seguro que mamá podía sacarla de dudas.

–Mamá, ¿tú conseguiste a papá igual de fácil?

La mamá, apoyada en el marco de la puerta, cruzada de brazos y viendo a su marido e hija compartiendo un cuento antes de acostarse, sonrió, negó con la cabeza, y se llevó un mechón rebelde de la frente hasta detrás de la oreja.

–No todas somos tan guapas como Rapunzel, tesoro. Pero tú sí que lo serás.

Claro que sí. La niña lo tenía claro. Ella tenía que ser como Rapunzel: guapa, joven y con el pelo tan largo que pudiese ser usado como cuerda para que un príncipe escalase hasta su torre.

–Mamá –expresó con voz grave y firme–, creo que debería dejarme el pelo largo.

Marido y mujer cruzaron sus miradas y evitaron una sonora carcajada. La niña estaba resuelta a ser como Rapunzel.

Pero la niña no era tonta. Conocía de sobre a sus padres y sabía el significado de sus miradas cómplices.

Al final, su padre terminó por dejar escapar una sonrisa traviesa, tímida y diminuta.

–Os estáis riendo de mí.

–¡Por supuesto que no! –se apresuró a negar el padre–. Es solo que…

A ver cómo lo arreglas tú solito, sonrió la madre, cuando los ojos de su marido buscaron los suyos en busca de ayuda.

–Es solo que –continuó el padre – Rapunzel fue criada por una malvada bruja, fea y despreciable. Encorvada, de nariz grande y bulbosa, verrugas peludas y desdentada porque nunca se lavó los dientes ni la cara.

El padre exageraba las formas con las manos, añadiendo volumen a su nariz, abriendo la boca y mordiéndose los labios para simular su ausencia.

La mujer comprobaba en ese momento las diferentes reuniones que aparecían programadas para mañana en su smartphone. A las 8,35 con los nuevos proveedores; luego, a las 11,15 con el comité de empresa para negociar las horas extra, a continuación con el jefe a las 13,00 para dotar a la nueva filial de un nuevo fondo de riesgo para mejorar su capital. Suspiró profundamente, cerró los ojos e intentó no pensar en todos los informes, dosieres y mil y un historias que, entre medias de las reuniones, había que atender.

No se dio cuenta hasta que abrió los ojos que su marido estaba a su lado, usándola como maniquí para subrayar los defectos físicos de la malvada madrastra de Rapunzel. Ni siquiera pensó en enfadarse cuando vio cómo su hija reía feliz, dando palmas.

Pero, sin embargo, eso significaría que la pequeña no se dormiría pronto. Y que ella tampoco. Y las 6 de la mañana era una hora peligrosamente cercana, casi incompatible con un sueño decente. Bueno, con cualquier tipo de sueño.

Ahogó un bostezo y miró a su marido con esa mirada suya que indicaba a las claras que la diversión debía terminar cuanto antes.

El hombre comprendió sin dudarlo.

–Bueno, mi princesa Rapunzel, tenemos que dormirnos, ¿no crees?

–Pero lo estamos pasando tan bien, papi…

–Claro que sí, mi vida, pero… pero si no duermes todas las noches, ¿sabes que no te crecerá el pelo?

La niña se puso tensa y seria de repente. La firmeza del rostro de su padre parecía genuina. Buscó los ojos de su madre para confirmarlo.

–¿Es verdad, mamá?

–Totalmente. Es más, hay niñas que de tantas noches en vela como han estado, han terminado por perder todo su pelo. Tan calvas han quedado como tu abuelo.

La niña no necesitó más argumentos.  Es que su abuelo era muy calvo. Ningún pelo le quedaba en la cabeza.

Se metió rápido en la cama y se arropó ella misma, subiéndose las sábanas hasta su mentón.

–Apagad la luz. Rápido, papá, que no quiero quedarme como el abuelo.

El padre hizo lo que su hija ordenaba, justo después de depositar un beso en su frente, al igual que hizo su madre después.

Salieron de la habitación y dejaron la puerta entornada.

Los dos siguieron direcciones distintas en el pasillo. El hombre hacia el salón y la mujer hasta el dormitorio.

–¿No quieres ver la televisión?

La mujer negó con la cabeza.

–Mañana tengo mucho jaleo en el trabajo. Cuanto más duerma, mejor, créeme.

El hombre encogió los hombros y se acercó a su esposa para darse un beso de buenas noches. Él no iba a irse tan pronto a la cama. No cuando en el episodio de la serie de esa noche la protagonista enseñaba sus tetas a través de una camiseta mojada. O, al menos, eso parecía suceder en los anuncios.

Ambos adultos se separaron. Ella fue hasta el cuarto de baño para echar un pis, lavarse los dientes y comprobar si el tampón estaba limpio y había terminado con la regla. Y él caminó hasta el sofá, donde un bol con aperitivos le esperaba, amén de la promesa de ver el tamaño de los pezones erectos de la actriz del momento.





BORRADOR 6



En los días posteriores a la gran guerra de las Naciones del Frío, cuando todavía se oían los ecos de las batallas en la nieve y el hielo, metal contra metal, gritos y confusión, sangre y hechizos, llegó de más allende de las cumbres nevadas el mercenario Askileon.

Curtido en cientos de escaramuzas, su enorme figura hacía temblar el suelo y doblegaba a los débiles. Rastrero cuando era menester, heroico las menos y rufián empedernido, Askileon participó en la gran guerra, arrasando a su paso, demostrando su valor y su habilidad con la espada. Rapiñó entre los despojos y gastó la fortuna conseguida por sus servicios en mujeres y licor.

Más tarde, cuando su bolsa quedó vacía y su gaznate seco, cuando sus ansias de carne femenina no pudieron ser satisfechas, vagabundeó por los reinos esteparios ofreciendo su espada al mejor postor, a la causa más remunerada, sin importar los peligros. Su fama creció y fue buscado por facinerosos para resolver encargos de sangre y dinero, de amor y despecho.

He aquí una de sus antiguas gestas, cuando su nombre no era tan conocido. La juventud envolvía su cuerpo fibroso y enorme con un halo de belleza irresistible para las hembras y su sonrisa descarada y mirada brillante las encendía con un fuego que solo podían aplacar de una forma. Aún era un ratero que se vendía al mejor postor aunque su destreza en las armas ya era considerable.


 ----


El tugurio situado en la meseta inferior de la ciudadela, entre construcciones bajas y de adobe reseco, reunía aquella noche a vividores y ladrones que buscaban una jarra de licor, una húmeda y hermosa gruta donde satisfacer sus ansias varoniles y, ante todo, escuchar las historias de viajeros de otras tierras.

El humo del tabaco negro creaba una niebla espesa donde se ocultaban clientes y prostitutas. Gritos y peleas surgían de algún lugar oscuro y risas y gemidos se sucedían sin descanso.

Entre aquel mar de humanidad desbocada y entregada al licor y el sexo, al fondo en una esquina, tres hombres se sentaban alrededor de una pequeña mesa. Aunque los tres poseían estaturas enormes, uno de ellos destacaba entre los otros dos. Su cuerpo iba solo ataviado con un pantalón corto y varios cintos cruzaban su pecho brillante porque, a su espalda portaba espada, arco y carcaj.  Sus ojos de un verde ceniciento parecían acuchillar la neblina del tabaco y su mirada se dirigía hacia sus compañeros de mesa. Sostenía una gran jarra de licor a medio acabar mientras escuchaba con atención las palabras de los otros dos hombres.

–Entrar, rajar y salir en un instante.

La enorme figura miró a uno de los hombres que había hablado.

–¿Cuántos hombres custodian el medallón?

–Eso es lo mejor de todo –rió el otro–. No más de tres. Están en la ruina: lo perdieron todo cuando uno de los monjes dilapidó el dinero del templo en el juego y las mujeres. No pueden pagar a más de tres guardias. Lo tendrás fácil.

–Si es tan fácil, ¿cómo es que no lo habéis hecho vosotros antes?

Los dos se miraron entre sí y luego se dirigieron al gigante de gruesos músculos.

–No pueden relacionarnos con el robo ni los asesinatos. ¿Te imaginas el escándalo que habría si un templo robase a otro? Somos hombres de paz, tenemos una reputación.

Los dos se ciñeron sendas capuchas a sus rostros, ocultando aún más sus cabezas.

El gigante sonrió despectivamente y, de un trago, acabó lo que quedaba en su jarra.

–La mitad ahora.

Uno de ellos asintió y el otro sacó de entre sus ropajes una pequeña bosa cuyo interior tintineó al dejarla sobre la mesa.

El gigante fue a cogerla pero las manos de los encapuchados cubrieron la bolsa con rapidez.

–¿Tenemos un trato?

El gigante chasqueó la lengua y, de un manotazo, apartó las manos de los mojes y cogió la bolsa. La abrió y, hundiendo varios dedos hasta el fondo, sacó varias monedas que miró con atención.

Calculó que habría suficiente como para costear una vida sencilla. Pero él no era sencillo, ni mucho menos, y ya estaba imaginando una nueva espada y pertrechos militares con los que gastar el dinero. Eso y varias mujeres, por supuesto. Le apetecía pasar esa noche acompañado.

–Hay trato –murmuró con mirada torva.

–Dos noches –le recordó uno de los monjes–. A la misma hora, pasado mañana, queremos el medallón. Y tendrás otra bolsa de monedas igual a esa.

–Dos noches –repitió el gigante para luego, comenzar a palmear la mesa con la mano. La madera crujió bajo sus golpes y su llamada se oyó entre el humo cegador y espeso del tugurio.

Era la llamada establecida para que acudiesen mujeres. Los monjes se levantaron con rapidez y desaparecieron entre el humo.

Tras un momento, varias mujeres acudieron a la llamada. Vestidas con gasas y telas vaporosas, meneando sus senos desnudos, rodearon la mesa, enseñando sus encantos al gigante.

Todas ellas eran hermosas y exhibían muecas lascivas. Pero el gigante se fijó en una de ellas; llegó rezagada y esperaba tras ellas. Se cubría el cuerpo entero y tenía la mirada huidiza. Era más joven y su rostro mostraba vergüenza y modestia.

–¿Quién es esa?

–Es nueva, demasiado joven. No vale la pena –rió una de las mujeres–. Es su primera noche, no te satisfará. Elígeme a mí.

El gigante apartó a la mujer que habló y que se contoneaba al borde de la mesa. El gesto la hizo bufar y escupir una maldición.

–Ven aquí, muéstrate.

La aludida se acercó con paso tembloroso. Tenía los brazos cruzados y el cuerpo encogido, como si tuviese frío aunque en el interior del tugurio la temperatura era bochornosa. Su cara era joven y fresca, sin los artificios de los maquillajes elaborados de las demás fulanas. Una cabellera larga y espesa, negra como la noche, caía por espalda en bucles y mechones elásticos.

–¿Cuánto vales?

–No pierdas el tiempo ni tu semen en esa niña, grandullón. Mira mis pechos más grandes y hermosos –chilló otra plantándole sus dos enormes senos sobre la mesa.

El gigante masculló una imprecación y, de un empujón, apartó a la puta, tirándola al suelo. Ello provocó las risas de las demás. Sin embargo, la joven, pareció aún más cohibida, más acobardada.

–No me importa cuánto cuestes –dijo el hombre, mostrándola la bosa tintineante de monedas–. Quiero tu cuerpo.

La aludida gimió cuando el gigante se levantó y, rodeándola con sus brazos, se la llevó entre la niebla espesa, sorteando a los demás clientes que iban surgiendo, hacia el piso superior.

El hombre pagó la habitación al dueño del local y los dos subieron hasta ella.

Por suerte, los recios brazos del gigante sostenían el frágil y menudo cuerpo de la joven, pues caminaba sin vida, con piernas que apenas la sostenían y con ánimo apagado y miedoso. Ambos entraron en una habitación estrecha donde un camastro tirado en el suelo, un candelabro sujeto a la pared y un ventanuco eran los únicos elementos.

El gigante cerró la puerta tras de sí y, sin perder tiempo, se despojó de las armas, pantalones y sandalias hasta quedar desnudo.

La joven quedó de pie en mitad de la habitación, mirando con una mezcla de admiración y temor el cuerpo musculoso y viril. El miembro estaba medio erecto pero, con todo, poseía una longitud y grosor enormes, a la par que el resto del cuerpo.

–Quítate tus ropas.

La joven obedeció sin rechistar.

Un cuerpo blanco y ondulado se mostró a los ojos del gigante.

El cabello negro llegaba hasta una cintura fina y delicada. Más arriba, unos senos redondeados y de aspecto jugoso estaban coronados por abultados pezones rosados de grandes areolas. Unos brazos estrechos terminaban en manos de dedos temblorosos que cubrían un vientre plano entre generosas caderas y, entre el nacimiento de los muslos, un agreste pubis oscuro surgía y brillaba como ónice. Las piernas estaban muy juntas y las rodillas pegadas entre sí. Unos tobillos estrechos y unos pies pequeños, que emitían pequeños espasmos al igual que el resto del cuerpo, terminaban de componer un cuerpo joven y bello.

Sin embargo, al gigante no le atrajo ninguna de las muchas cualidades que aquel cuerpo hermoso poseía. Eligió a aquella puta por mostrar una mirada acobardada y temerosa. Sus enormes ojos de color castaño no eran el único rasgo bello de su cara. Una nariz fina y unos labios grandes y gruesos se curvaban ahora en un mohín de vergüenza y su mentón arrugado evidenciaba una cascada inminente de lágrimas.

–¿Qué ocurre? –preguntó malhumorado el gigante acercándose a la joven– ¿Acaso no te gusto? Puedo pagarte lo que quieras.

La joven le miró con ojos temerosos y negó con la cabeza vehementemente.

–No sé qué hacer. No tengo experiencia.

–¿Acaso eres virgen?

La joven volvió a negar con la cabeza.

–Mi dueño me ha quitado ese estigma. Pero desconozco el arte de mi trabajo. Temo no satisfacerte. Y el castigo será cruel.

El gigante pasó sus dedos por los mechones que cubrían la frente de la joven, despejando su bello rostro.

La diferencia de estaturas era abismal y la cabeza de ella a duras penas sobrepasaba el pecho de él.

–Entonces vamos a hacer que te sientas cómoda. Empezaremos por nuestros nombres. Me llamo Askileon.

La joven alzó la cabeza y miró el rostro del hombre. Varias cicatrices cruzaban sus mejillas y mandíbula. Una barba de varios días cubría su piel y una melena de cabellos oscuros enmarcaban un rostro anguloso. Pero la mirada, esa mirada de ojos verdes oscuros, embelesó a la joven y la hizo asentir y apreciar el cálido abrazo de unas enormes manos sobre sus hombros desnudos.

–Brida.

–Muy bien, Brida. Voy a enseñarte unas cuantas lecciones de cómo satisfacer a un hombre. Empezaremos por lo más básico. Agarra mi miembro.

Los dedos finos se cerraron sobre una enorme verga erecta y apresaron la carne caliente cuyo interior burbujeaba. El hombre sintió un espasmo placentero cuando los dedos acariciaron la longitud del miembro, deteniéndose en el escroto y ahondando entre el vello púbico. Era cierto que la joven era inexperta: los dedos, más que producir placer, parecían examinar con afán curioso el miembro, resiguiendo con las yemas de los dedos las nervaduras y retirando con lentitud el prepucio para descubrir el enorme y sonrosado glande.

Askileon intentaba mostrarse paciente aunque, a medida que pasaba el tiempo y las manos de la joven dejaron el miembro para acariciar el resto del cuerpo, sus ansias aumentaban hasta hacerle temblar y respirar con dificultad. La joven, más envalentonada y sonreía y abría los labios con sorpresa al palpar los gruesos músculos.

–¿Y ahora?

Askileon miró a la joven y no respondió al instante. Se limpió las comisuras de los labios con el dorso de la mano y la tomó de la cintura para, como si su peso fuese inapreciable, tumbarla sobre el camastro y abrirla las piernas.

–Sabes de mi cuerpo más que yo mismo. Ahora me toca a mí saber más del tuyo y llegar a zonas que ni tú misma conoces.

Y, sin poder contenerse un instante más, sin esperar respuesta, hundió la boca en el oscuro deseo que surgía de entre los muslos femeninos.

Un chillido seguido de un largo y hondo gemido brotó de la habitación.

Brida sabría en las clepsidras posteriores más del placer carnal de lo que ninguna mujer conocería en la vida.