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sábado, 26 de julio de 2014

IMPREVISTOS EN LA PLAYA






Ese sábado llegué a la playa a primera hora de la mañana, cuando solo unas pocas pioneras como yo habían clavado sus sombrillas en la arena y tendido sus toallas y hamacas, delimitando el territorio conquistado. Eran gente mayor, sobre todo, algunas con sus maridos, otras en grupos. Parecía que era la única jovencita en la playa.
En realidad tampoco era tan jovencita. De hecho, tenía ya dos niños. Pero digamos que luzco mis treinta y muchos con bastante salero. Salvo algunas estrías en mis caderas y unos pechos hermosotes pero algo caídos, poco tenía que envidiar a las jovencitas. Bueno, es lo que supongo. Aún me gustaba mi cuerpo y aún gustaba a mi marido y, con eso, me conformaba. Además, y aunque esté mal decirlo, creo que aún era foco de miradas furtivas de los yogurines de instituto cuando vestía jeans ajustados o faldas entalladas.
Aquel día estaba reservado para mí. Era una especie de contrato que tuvimos Nacho, mi marido, y yo al poco de nacer nuestra hija. No contentos con todo el trabajo que supusieron los primeros dos años con el primero, nos lanzamos a por el segundo, una niña. El cabronazo me dejó tirada cuando le destinaron (o lo pidió él, me temo) a una sucursal de la provincia y dejó de pisar por casa durante el día.
El estrés me pasó factura bien rápido. Tras dos meses del parto, sufrí una crisis de ansiedad. Dar el pecho, recoger la casa, cuidar que el mayor no hiciese muchas trastadas, hacer la colada, preparar la comida, ir al pediatra, dar de comer al primero, dar el pecho a la otra… Y, mientras, Nacho, con todos sus huevazos, yendo a trabajar de turno partido. Sí, eso, todos los putos marrones para mí. Se marchaba cuando los peques aún dormían y llegaba cuando acababan de acostarse. Y el fin de semana, todo diversión jugando con los críos. No miento si digo que muchas veces estuve a punto de empaquetar a mis hijos y dejárselos en la oficina a media semana, sobre su mesa, con una simple nota:
“Estoy hasta los cojones, Nacho. De parte de Nuria, tu mujercita que te quiere y te odia a partes desiguales”.
Iba ya preparada para mi mañana de relax, sol y baño. Bajo mis pantaloncitos y camiseta de tirantes, vestía mi bikini preferido, uno con la braguita algo justita y el suje bien atrevido, sin acolchado ni aros.
Entonces empezaron los problemas. Claro, ¿cómo no iban a surgir problemas, Nuria?
El primero provino del sujetador. Estaba sucio. Allí estaban los dos manchurrones donde mis pezones, no me acuerdo cuándo, decidieron por sí mismos, que era hora de descargar alimento. Dos manchas oscuras, marrones, simétricas, ensuciaban el estampado florado. Tenía que haber lavado el bikini antes de ponérmelo. Eres una payasa, Nuria.
Enrojecí de vergüenza hasta sentir las orejas calientes. Pero la cosa no acabó ahí.
Había olvidado depilarme. Ayer, a última hora, después de que los peques durmiesen y mientras Nacho disfrutaba de su partidito de la Champions, me pasé la maquinilla por las piernas. Entonces recordé que no había puesto los garbanzos a remojo para el cocido de hoy. Salí del cuarto de baño y los metí en agua. Y, toda chula, allí terminaron mis tareas depilatorias.
Resultado: mis sobacos lucían una sombra oscura, definida, y ciertamente visible. Peor era abajo, donde varios mechones sobresalían por los laterales y el elástico superior.
¿Cómo podía salir todo tan mal? ¿A qué dios había hecho enfadar, joder? ¿Es que una no podía descansar una puta mañana a gusto y ponerse morenita?
Mi primer impulso fue largarme a casa. Derrotada, humillada, desgraciada. Por tonta, por creerme que algo podía salir bien a la primera.
Pero no. En un impulso que provenía de un encabronamiento considerable, decidí quedarme.
La semana había sido jodida. La peque tuvo mocos y pasé casi dos noches sin pegar ojo. Al otro le dio por lanzar al aire sus juguetes de plástico y uno le hizo un corte en la cabeza. Y al otro niño (el más grande y el más inútil) le dio por necesitar un traje nuevo y tuve que acompañarlo de compras para ayudarle (miento; para elegirlo por él).
Pues no, joder. Estaba hasta el mismísimo coño. De verdad que necesitaba aquella mañana de descanso. Sabía que, si volvía a casa, Nacho no movería un puto dedo y me tocaría hacerlo todo a mí. Valientes huevazos tenía mi marido. Y tampoco podía volver fugazmente para eliminar pelos porque, en media hora y un sábado, sabía que la playa estaría a rebosar. Ya estaba algo concurrida y, en poco rato, sería imposible encontrar un trozo de arena libre.
Además, ¿desde cuándo a la Nuria mamá la importaban unos pocos pelillos? ¿Acaso los demás se fijarían? A menos que me espatarrase poco iba a notarse. Y lo del suje… Bueno, alguna vez habría que hacer topless, ¿no?
Aunque estuviese cagada de miedo.
Me llevé las manos a la espalda, desabroché el cierre y dejé que mis trufas vencieran. Tenía las tetas muy blancas así que las cubrí con generosa crema. Los pezones, de un marrón acusado, producto de dos lactancias, extendían la areola por casi media teta. Sin embargo, mientras me aplicaba la crema, a causa de la osadía y descaro al exhibir mis pechos, los pezones se endurecieron hasta erigirse en diminutos volcanes.
Para mí era una batalla. Soy bastante vergonzosa y me entran sudores hasta cuando Nacho me ve desnuda. Ya he dicho que creo que tengo un cuerpo bonito y todavía deseable pero eso no quita el hecho de que exhibir las tetas a desconocidos no me suponga un reto. Sabiendo que cualquier mirón se recreará en ellas y que luego se la cascará imaginando guarrerías.
Noté como los calores me bajaban al coño. Era la excitación del saberse expuesta, de permitir que cualquiera mirase mis tetas, del morbo de enseñarlas para deleite de cualquier salido.
“Para el carro, Nuria. No te rayes”, me dije. Que ni estás tan buena ni serás la única que enseñe las tetas en la playa. Me giré y, a lo lejos, sombrillas y toallas adelante, confirmé mis pensamientos. Dos chiquillas también estaban haciendo topless. Sin pudor alguno, como si fuese lo más…
Pero, ¿serán guarras?
Es que ni siquiera llevaban braguitas. Porque una se levantó y la vi todo el asunto. Todo depiladito, claro, pero la raja entera a la vista. ¿Desde cuándo esta playa era para nudistas?
Creo que me quedé embobada viendo aquel cuerpo jovencísimo porque, cuando me quise dar cuenta, la chica tenía la mirada fija en la mía, con los brazos en jarras. Su mirada acusadora me hizo bajar la cabeza, embutirme las gafas de sol y apoltronarme en mi hamaca.
Estaba temblando de vergüenza. Pero también una sonrisa asomaba a mis labios. La chiquilla tenía un bonito par de tetas morenas y un cuerpo delgado. Además, era bastante guapa. Sin poder evitarlo, noté como la excitación comenzó a humedecerme la entrada.
No soy de esas de que se lo montaría con otra, por más que Nacho vendiese un huevo por verme joder con mujer. Al fin y al cabo, las pelis porno de su portátil estaban llenas de actrices que se lo hacían con otras. Jamás se me pasaría por la cabeza, ya digo, pero lo cierto es que ahí estaba: medio desnuda, en medio de una playa casi ocupada al completo, con un calentón importante, fantaseando con el bonito cuerpo de aquella chiquilla, notando como mis pezones dolían de lo tiesos que estaban y con el rítmico latir de un corazón encabritado que encendía mi coño.
Y he dicho chiquilla porque, mientras me acomodaba en la hamaca con los ojos cerrados, tratando de controlar una necesidad imperiosa de tocarme, intentaba adivinar la edad de “tetas morenas”. A la otra no tuve opción de verla con detalle. Pero no me costaba nada imaginarla y comencé a dibujar mentalmente un cuerpo igual de arrebatador.
—Hola.
Pegué un respingo, asustada.
Era “tetas morenas”, acompañada de su amiga. Habían acercado sus toallas al lado de mi hamaca, alrededor de la cual, increíblemente aún quedaban dos huecos de arena vacíos en aquella playa atestada.
—Hola —respondí con voz ronca.
—Somos Bea y Sonia —dijo “tetas morenas”, acercándose a mí y extendiendo la mano.
Se la estreché y, sin querer, la mirada me bajó hasta su sexo afeitado. La saliva se me quedó encajada en la garganta. Dos mofletes sonrosados, de los que sobresalían tiernos pliegues de carne oscura, me hicieron parpadear.
—Es que, verás, necesitamos que nos ayudes un poquito.
Alcé las cejas, incapaz de abrir la boca. Me obligué a levantar la vista de su coño y mirarla a la cara.
Bea no era guapa. Era guapísima, con un cabello castaño, largo y ondulado, con mechas claras. Tenía el cuerpo moreno. Todo el cuerpo, menos sus mofletes rosados. Un precioso y uniforme tono café. Varios tatuajes de colores alegres brillaban en un hombro, ombligo y ambos tobillos.
Sonia, la otra, parecía algo más cohibida. No era tan guapa como su amiga pero también era atractiva y estaba agraciada con un par de tetas enormes, de pezones rosados casi invisibles. Tenía la piel blanca, pero no tan lechosa como la mía. Qué tetas, dios de mi vida. Nuria lucía el cabello rubio corto, peinado como un chico. Y algo que me chocó bastante: tenía el coño sin depilar. Un grueso matojo castaño cubría su sexo. Varios pelillos asomaban por sus axilas y supuse que también se habría olvidado de poner los garbanzos en remojo la noche anterior.
¿Garbanzos? No, claro que no. Sonia lucía unas curvas envidiables, igual que Bea, incompatibles con dos embarazos casi seguidos y un casa que llevar casi sin ayuda. Además, ¿qué años tendrían estas chicas? Ahora que las tenía cerca ya no tenía que imaginarme la respuesta. Diecisiete, dieciocho… pocos más, fijo. Seguro que aún mojaban las bragas con la SuperPop.
—Estamos hartas de que los babosos nos miren.
Ah, claro, y al lado de un vejestorio como yo no se les pondrá tiesa, ¿no? Punto negativo, “tetas morenas”. Zorra.
—Y Sonia está empezando a ponerse roja. Tiene la piel muy sensible. Necesita acurrucarse bajo tu sombrilla.
Miré detenidamente a Sonia. Roja sí estaba. Pero creo que de vergüenza porque tenía las manos tapándose las tetazas y el coño. Inútilmente, claro. ¿Dónde vas en pelotas con esos melones y ese coño hambriento, hija mía? ¿No ves que vas suplicando guerra? Normal que te lo coman todo con los ojos. Y espera que no vengan los pulpos atrevidos que quieran frotarse.
Me dio pena. ¿Qué le voy a hacer? Sonia era una chiquilla con atributos exagerados, muerta de miedo y vergüenza. Igual que yo, aunque me faltaban ese par de tetas tamaño familiar.
Me sorprendí imaginándome amasando toda esa carne con mi cara, hundiendo mi nariz entre ellas, mordisqueando las lentejas hasta volverlas garbanzos.
Espera, espera, Nuria, me dije, ¿por qué estoy babeando con las tetas de esta mocosa?
No lo sé pero había que controlarse. Medité la petición de Bea.
Bueno, no me vendría mal algo de compañía. Aunque fuesen un par de guarras en pelotas.
Además, era la primera vez que hacía topless. Arrejuntarme con ellas no me vendría mal. Eso sí, tenía que hacer algo con esta calentura mía que amenazaba con humedecer la braguita del bikini. Y entonces, a ver cómo salía de esa.
Asentí y sonreí. Les señalé con la mirada los huecos libres junto a mi hamaca.
—Nuria —me presenté al fin.
Extendieron sus toallas y se colocaron bajo mi sombra.
Al cabo de un rato silencioso, me sentí incómoda. Yo estaba tumbada sobre mi hamaca mientras ellas estaban, debajo, sobre la arena. No las veía y parecía como si yo, aunque estuviesen junto a mí, fuese la matriarca del clan. O la proxeneta, incluso.
De modo que plegué mi querida hamaca donde mi culo estaba acomodado de puta madre, extendí mi toalla entre la suyas y me tumbé.
—Es la primera vez que haces topless, ¿verdad, Nuria?
Me giré hacia Bea. Me miraba con aire suficiente. Tenía una sonrisa preciosa pero exhibía un desparpajo que me incomodaba y molestaba a partes iguales.
—¿Tanto se me nota?
—Bueno, mujer, un poco blanca sí estas, la verdad —respondió señalando mis trufas.
Pero qué lista eres, mala zorra. Ya sé que no tengo un tostado perfecto como el tuyo, pero no hace falta que me lo restriegues.
—Estás muerta de vergüenza, ¿a qué sí?
No respondí. Vaya con “tetas morenas”. Me estaban dando unas ganas enormes de soltarla un señor sopapo. Pero me di cuenta de que, en realidad, estaba encabronada porque Bea, simplemente, estaba viendo más allá de la fachada de ingenua seguridad que había creado a mi alrededor al desprenderme del sujetador del bikini. Quizás podría engañar a los hombres pero a mis iguales no era tan sencillo.
—Te acostumbras —dijo Sonia colocando una mano sobre mi hombro.
Me giré hacia ella. Se había incorporado hacia mí. La vista se me iba hacia sus dos melones. Igual que la polilla hacia la luz. Es que era imposible dejar de mirar sus preciosos y enormes pechos. Lentejas que se vuelven garbanzos… Para, para.
—No creo que se dé el caso —respondí con sinceridad.
—Un par de días y como si nada, ya verás. Y todavía estas en la fase “tetas” —rió Bea—. Que cuando pases a la fase “coño” ya verás qué liberación.
Negué vehementemente. ¿Con todo el asunto al aire? Ni de coña. Que me vean las tetas no significa que quiera enseñar la puerta de mi casita. Además, ¿qué clase de diversión ofrecería a los mirones si se lo daba todo hecho?
—Seguro que no —confirmé—. Soy muy tímida. Solo enseño lo mínimo.
—Pues nadie lo diría. Te está asomando parte del felpudo.
Ay, hija de la gran puta, qué hostia más rica te estás ganando.
—Es que olvidé pasarme la maquinilla…
—Eh, Nuria, no te confundas —me cortó Bea—. Yo no soporto tener un solo pelo en el cuerpo más que en la cabeza. Pero me encanta que mi novia lo tenga todo asilvestrado.
—Así que sois lesbianas.
—Bueno —sonrió Bea, acercándose a mí y rozándome los pezones con su antebrazo. Zorra—, digamos que somos dos buenas amigas que estamos en una época en la que no nos interesan mucho los penes. Preferimos los mimos, los besitos y los abrazos, me entiendes, ¿no?
Ya. Que os va el pescado, las almejas y la chirla. La rica paella de toda la vida, vamos.
—Yo soy más de carne —aclaré.
—Pues, yo que tú, me lo hacía mirar, Nuria. Estás toda mojada.
Hasta que no me señaló con la mirada la braguita no entendí su comentario.
La mancha. Ahí estaba. Bien hermosota.
¿Se me había escapado algo de pipí? Los primeros días tras dar a luz me iba por la pata abajo sin remedio. Pero esto era, sin duda, distinto. Hostia puta.
—Mierda, mierda.
Se acabó la mañana, chica. Toca marcharse a casa. Sí o sí.
Busqué en la bolsa mis pantaloncitos y la camiseta. Menudo día de mierda. Si es que lo que mal empieza…
—También puedes pasar a la fase “coño”, Nuria, no te comas la cabeza.
Qué fácil lo veis todo, niñas. Hala, a enseñar todo el asunto. Porque sí, porque me da la puta gana. Soy joven, fresca, tengo las tetas bien subidas y la barriga plana.
—Venga, anda, tonta —dijo Bea, tirándome del elástico de las braguitas.
La solté un manotazo.
—¿Estás loca, Bea? Mira, tengo marido y dos hijos. Hoy he hecho cocido para comer y por la tarde tengo que hacer los cuartos de baño. Entre medias tengo tres tomas para la peque y mil historias más. No soy una chiquilla de tetas perfectas sin un puto pelo bajo la cabeza. No puedo ponerme en pelotas como si tal. ¡Soy una puñetera ama de casa!
Bea y Sonia me miraron asustadas. Se apiadaron de mí, lo noté en sus miradas, en sus gestos contrariados, apenados.
Ah, no. Si hay alguien a quien no trago son a las listillas. Pero, peor aún, odio a las que se compadecen.
—¡Su puta madre, a la mierda con todo! —solté envalentonada, en un arranque de locura total.
Porque no necesitaba la comprensión de nadie. Había parido a dos niños, tenía una casa limpia y un marido casi domesticado. No había pedido nunca la ayuda de nadie.
Me quité las braguitas de un tirón, en un movimiento rápido, indoloro (bueno, varios pelillos quedaron enganchados pero me aguanté el chillido). Extendí las piernas, bien abiertas y entrelacé mis dedos bajo mi cabeza. A la mierda con todo. Un chumino peludo y unos sobacos descuidados. ¿Y qué?
—¿Qué miráis, payasos? —le escupí al primer grupo de chavales paseando que me miraron entre las piernas— ¿Nunca habéis visto un coño?
—Tan bonito, pues no —respondió el más lanzado.
La hostia.
Un piropo. Lo que me faltaba, que me dijesen que estaba buena de verdad.
Actué sin pensar.
—Pues lo siento, chavalines. Me va el pescado.
Agarré por banda a Sonia y le comí la boca. Así, a lo bruto. Le metí la lengua hasta el paladar. Por suerte, la chavala me echó un cable y no se apartó aunque tampoco movió la lengua ni un ápice.
No sé cuánto duró el beso ni porqué le agarraba una teta con ansia desmedida pero me aparté cuando Bea nos separó interponiendo su mano entre nuestros cuerpos cuando se fueron los chicos.
—Oye, oye, maja. ¿No te dije que éramos pareja? ¿No estarás intentando levantarme a mi novia?
Levanté las manos pidiendo perdón.
—Lo siento, fue solo para salir del paso.
—Ya. Pues lo de la teta sobró. Aquí la única que mete mano a mi novia soy yo, ¿estamos?
—Entendido, vale.
—Joder. Nos vamos. Levanta, Sonia, que esta mujer está como una puta regadera.
—Esperad, no saquemos las cosas de quicio. Solo quería que esos babosos nos dejasen en paz.
—¿Que nos dejasen en paz, dices? No, espera, que ahora somos amiguísimas del alma. Si es que te tenía que haber calado mucho antes, pedazo de zorra. Las mosquitas muertas como tú sois de lo peor.
—¿Cómo dices?
—Que vais de mojigatas y luego pasa lo que pasa.
Me levanté enrabietada y la encaré. Que una puta niña me llame mosquita muerta era el colmo.
—¿Y qué coño pasa, eh, niñata? ¿Qué coño pasa? —la empujé—. Es que si quieres un par de bofetadas, te las arreo ahora mismo.
Bea no supo qué responder. De soslayo vi como Sonia agachaba la mirada, muerta de vergüenza.
—Tú quieta aquí, tetas gordas, que tu chulo es el único que se marcha. Porque es una payasa.
Me pasé de la raya. Lo admito. Bea no tuvo más remedio que abalanzarse sobre mí, chillando enfurecida. Me agarró de los pelos y caímos a la arena, rodando. Noté como chocábamos con varios cuerpos. La playa estaba repleta.
Menudo juego de uñas tenía “tetas morenas”. Si me descuidaba, me arreglaba la cara. Pero yo tampoco iba mal equipada.
Sin embargo, nada más empezar, quise terminar la pelea lo antes posible. Nos veía en pelotas, rodando por la arena, tirándonos de los pelos y hundiendo dientes y uñas en el cuerpo de la otra. Vamos, el sueño de todo hombre con pelos en los huevos.
Pero la muy zorra me tenía bien sujeta del pelo y un brazo. Y, aunque delgada, era atlética y tenía tanta fuerza como yo. Lo que menos me preocupaba era que tuviese sus tetas aplastadas contra las mías o su coño boquease sobre el mío. Eran sus uñas, peligrosamente cerca de mi cara, lo que más temía.
Y Sonia, quieta como una lela. De reojo miraba a “tetas gordas”. Cruzada de brazos, doblada sobre sí y roja como un tomate. Mierda, qué pasmarote de chica. Todo tetas y ni una neurona. Supongo que mejor así, porque con un golpe de tetas me dejaba apañada.
Aprovechando que Bea perdió pie, apliqué un rodillazo sobre su vientre y me senté sobre su pecho. Aunque tiró de mi pelo hasta que sentí como si me lo arrancase, me acerqué a su cara y la susurré al oído (o la grité, que ya no me acuerdo).
—Para, idiota, para. ¿No ves el espectáculo que estamos dando? Desnudas y revolcándonos sobre la arena.
Pareció recuperar la razón porque dejó de tirar de mi pelo aunque no lo soltó.
—Vamos al agua —propuse—. Y si quieres que siga la zurra, venga. Pero en el agua, no aquí, que parecemos dos putillas en una porno.
Nos levantamos rápido. Y a tiempo, porque el corro que teníamos formado tenía ya las pollas medio tiesas.
Fuimos las tres al agua y nos metimos despacio, sin perdernos de vista Bea y yo. Ninguna nos fiábamos de aquella tregua. Sonia iba detrás de nosotras. La muy tonta aún se agarraba las tetas. Supongo que se culpaba por haber sido la causante (ella no, sus tetazas) de la pelea. Bueno, chica, bienvenida al mundo real donde tener un par de melones sirven para lo que sirven, y nada más.
Cuando el agua nos cubría hasta los hombros, bien alejadas de los demás bañistas, decidimos parar. Me notaba los pechos ingrávidos, los pezones endurecidos por el agua fría y el coño y la cabeza más calmados.
—¿Tú quieres seguir la pelea?
Bea negó con la cabeza. Y luego, como si ya no pudiese aguantar más, rompió a llorar.
¿Y esto a qué venía?
—Venga, Bea, que no es para tanto —la consolé al comprobar que no fingía.
Me acerqué a ella y dejé que me abrazase.
Mierda. Si es que eran solo dos niñas. A su edad yo todavía tenía la cama alfombrada de peluches y una teta aún era más grande que la otra.
—Lo siento, ¿vale? Me he comportado como una mocosa. No tenía que haber besado a Sonia. Es que… es que las dos sois guapísimas y yo una simple ama de casa, más pendiente de cambiar un pañal que de disfrutar de una juventud que ya no tengo.
—Tú también eres guapa, Nuria —soltó con voz ronca Sonia—. Pero es que estoy con Bea.
Ya lo he notado, pedazo de pánfila.
—Pues abraza a tu novia, coño, que es ahora cuando más te necesita.
Me aparté y dejé que se juntasen en un beso.
Me abracé a mí misma mientras disfrutaba de su beso.
Aunque vaya birria de beso. Sin pasión ni lengua ni nada. Menudo par de sosas que sois, coño.
Bueno, eso estaba mejor, ahora sí que se notaba que se querían. Mucho.
Oye, espera, ¿se estaban metiendo mano bajo el agua?
Sonia exhaló un gemido hondo. Un hilillo de saliva todavía unía ambas bocas.
Pues sí. Supuse que uno o varios dedos estaban efectuando inmersiones en aguas oscuras.
Fue entonces cuando comprendí que allí sobraba, la verdad.
—Marcho, chicas. Pasarlo bien.
Ni caso. Ellas a lo suyo.
Me alejé a brazada ligera y, mientras mis pezones duros como piedras cortaban el agua, me iba imaginando el pedazo polvo que iba a sacarle a mi Nacho aquella noche cuando los peques estuviesen dormidos.
Prepárate, cabronazo, que te voy a dejar seco. Para algo tienes que servir.


sábado, 14 de diciembre de 2013

UNA NOCHE PARA NO OLVIDAR



—Ya te he dado las gracias, Silvia, pero te repito que no puedo salir esta noche: si Jorge se despertase y no me viese junto a él, se pondría a llorar. No pararía de llorar. Yo no puedo salir de marcha pensando que me hijo me reclama.
—Vamos, por favor, María, no me hagas esto. Jorge ya tiene nueve meses. Tiene que aprender a dormir solo.
—Muchas gracias, pero no.
Silvia se quedó mirando a su hermana mientras se dirigía hacia su habitación. Se acercó a la cuna y se inclinó sobre su hijo. Su bebé estaba dormido. María comprobó que estuviese cómodo y su rostro mostró una expresión de infinita dulzura.
—Luis y yo hemos hecho un gran esfuerzo para que tuvieses la noche libre.
María se volvió hacia su hermana y la miró fijamente. Quiso decirla que un hijo no era una responsabilidad solo de día, que lo era durante las 24 horas del día, durante la noche, durante toda la semana, durante todo el año. Durante toda la vida. Pero no abrió la boca porque no tenía derecho. Ella misma se lo había buscado. Hacía casi año y medio de aquella noche, cuando el alcohol y los porros hicieron de ella un simple coño donde joder a placer. Tirada en la playa de la Victoria, con las olas trayendo el frío del Atlántico, no se le ocurrió mejor plan para divertirse que bajarse las bragas y dejar que media docena de chicos, a los que acababa de conocer, la follaran hasta quedarse sin sentido. No cabe duda de que gozó. Y mucho. Pero mes y medio después, cuando se convenció que la regla no iba a bajarla, el infierno se adueño de su vida. Tuvo que contárselo a sus padres, claro. Aún recuerda aquella tarde. Primero gritos, luego lágrimas.
Pero en el infierno los golpes vienen uno detrás de otro
Hace medio año del accidente de coche que se llevó a sus padres lejos. Lejos de esta vida. María acudió a su hermana Silvia que vivía en Santander junto con su marido. Tenían un restaurante junto a la playa. Recorrió toda España, de punta a punta, de Cádiz a Santander. El seguro de vida de la fábrica donde trabajaba su padre sirvió para cancelar la hipoteca de la casa y poco más. Fue un golpe muy duro para todos, especialmente para María, que se vio aún más sola.
Su hermana y su suegro arreglaron todo el papeleo. Ella no estaba para hacer nada. Se fue a vivir a su casa. Al cabo de pocos meses reaccionó, cuando sintió la primera patada de su hijo en el vientre. Rió y lloró. Rió y lloró. Rió y lloró.
—Quítate el pijama porque hoy vas a salir —dijo Silvia tras ver como su hermana se sentaba en el borde de la cama y mantenía la mirada fija en la cuna, sin saber si reír o llorar. Sabía por qué, de repente, su hermana miraba a a pared sin mirarla. También ella necesitaba a veces que Luis la abrazase y la consolase. Pero María solo la tenía a ella.
María no respondió ni tampoco se movió. Reír y llorar. Reír y llorar.
Silvia se acercó a ella y se plantó entre su hermana y la cuna. Consiguió que María levantase la cabeza hacia ella.
—Ya basta, por dios. ¿Tú sabes cómo nos tienes de preocupados a Luis y a mí?
—¿Preocupados, por qué?
—Por ti, joder, por ti. Te levantas, te ocupas de Jorge, haces la casa, friegas, pones la lavadora, haces la comida. Y luego te vienes a trabajar al restaurante. Joder, si es que parece que te gusta ser una puñetera esclava.
—Os ayudo. Es lo menos que puedo hacer viviendo con vosotros.
—Y te lo agradecemos, de verdad, mi amor —Silvia se sentó junto a ella y la tomó de las manos—. Pero ya basta. Solo te pedimos que vivas tu vida, nada más. Un hijo no tiene porqué cambiarla tanto. Salir por ahí, divertirte..., solo eso.
—Ya sabes lo que pasó la ultima vez que me desmelené. Qué queréis, ¿que os llene la casa de Jorgitos?
—No seas burra, por favor —sonrió su hermana—. Un error solo sirve para aprender de él. Estoy segura de que ya sabes la utilidad de un condón, ¿a qué sí?
María apretó las manos de su hermana.
—No pararás hasta que diga que sí, ¿verdad?
—Verdad —sonrió su hermana al ver notar como cedía su obstinación.
—Solo esta noche —musitó María tras unos instantes.
—Muy bien.
—Y volveremos pronto.
—Claro que sí.
—Y llamaré a Luis cada hora para saber cómo está Jorge.
—Es lo lógico.
—Y ya no habrá más salidas nocturnas ni andarás detrás de mí, como la Inquisición.
—Solo esta noche —confirmó Silvia. Pero confiaba que se repitiese al menos una vez a la semana.
—Muy bien, tú ganas —cedió María.
—No, cariño. La que ganas eres tú, que falta te hace.
María se levantó y se acercó a la cuna. Su hija seguía durmiendo plácidamente. Su conversación no había tenido el más mínimo efecto sobre su bebé; tenía el sueño muy pesado.
—Bueno, ¿y a dónde vamos a ir? —preguntó a su hermana.
—¿Vamos? —respondió sonriente su hermana—. Ay, no, María, no me escuchaste bien. Luis y yo nos quedamos aquí, cuidando de tu hijo. Te he organizado una cita.
María abrió los ojos y ahogó un grito. Se llevó a empujones a su hermana fuera del dormitorio, lejos de la cuna.
—¡Puta!, lo tenías todo planeado, me mentiste.
—Claro, mujer —rió Silvia— ¿Cómo si no ibas a decir que sí?
—¿Quién es?
—Carlos.
—¿Qué Carlos?
—¿Cuántos Carlos conoces en Santander, cariño? Pues Carlos, el cocinero del restaurante, ¿quién si no?
—Ah, no.
—¿No qué?
—Carlos es muy simpático y parece un buen tío. Pero no puedo salir con él.
—Le gustas.
—Ya. Nos ha jodido, perra. Ya sé que le gusto. A mí y a todo bicho con tetas que se menea delante de sus ojos.
—Creo que estás exagerando.
—No, hermanita, eres tú la que no te das cuenta, que también se queda embobado mirando tu culo cuando entras en la cocina.
—Tengo un culo bonito, no es de extrañar —sonrió Silvia.
—¿Y a tu marido le parece bien?
—No seas tonta, cariño, los hombres miran lo que miran. Peor sería si no mirasen, ¿no?
María se cruzó de brazos y resopló disgustada.
—Tenía que ser con Carlos. No había más hombres, solo Carlos. Mierda.
—Un pajarito me dijo que le gustas. Puedes apostar a que tendrás toda su atención durante toda la noche.
—¿Su atención? Ya. Y lo que no es la atención.
—¿Qué dices?
—Digo que cuando voy a por los platos se roza conmigo a propósito. Me coge de la cintura y me planta su tranca en la cintura mientras me piropea. Está deseando que aparezca por allí para restregarme el nabo.
Silvia miró a María con expresión grave. Pero luego cambió la expresión de su cara al ver los ojos de su hermana brillar.
—Venga, va, cuéntame, perra.
María no pudo evitar la mirada de su hermana y se sonrojó.
—Es que la tiene enorme, Silvia, y siempre empinada. No sé si tiene algún problema o es que está siempre excitado. Pero la verdad es que... bueno... en fin...
—Suéltalo ya, hermanita.
—Que me pongo roja como un tomate. Y el se ríe y me restriega más y más su polla, como quien no quiere la cosa.
—¡Qué puta que eres, María! Ya me lo estaba imaginando. A ti también te gusta.
María soltó una risilla y se fue corriendo a la cocina a por un vaso de agua bien fría. Necesitaba aplacar los calores que, de repente, le habían entrado por todo el cuerpo al recordar la enorme polla que debía tener Carlos. Pero después de beber el agua se dio cuenta que no servía de nada. Se estaba excitando más y más. Tenía que aceptar el hecho de que le encantaba el sentirse tan deseada por él.
—Vale, pues todo arreglado —comentó Silvia—. Los dos necesitáis un buen polvo.
—No, por dios, no —gimió María al recordar la última vez que folló.
—Sí, hija mía, sí. Tú necesitas que te hagan un buen repaso y, por lo que me dices, Carlos se ofrecerá encantado, ¿qué hay de malo en todo ello? Tú solo muéstrate..., ya sabes, disponible.
María dejó el vaso en el fregadero y sintió un escalofrío. No podría con ello. Un miedo atroz se apoderó de su cuerpo. Había llegado al punto de relacionar su orgía con la muerte de papá y mamá. Se abrazó a sí misma temblando. Silvia acudió con rapidez para consolarla con otro abrazo.
—Vamos, cariño, tú te lo mereces más que nadie.
María miró el rostro comprensivo y tierno de su hermana.
—Tengo miedo.
—¿Miedo de qué, boba?
—Miedo de todo.
—No, cariño. Fuera miedos. Déjate ser feliz, hazme el favor —musitó Silvia besando la frente de su hermana.
María apoyó la cabeza en el cuello y asintió.
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—Venga, anda, Carlos, suéltalo ya —sonrió María.
Carlos sonrió y terminó de masticar y tragar.
—La lasaña está sosa. Y le falta un minuto de gratinado. Además, la carne no está muy jugosa que digamos. Y, para rematar, la camarera no está ni la mitad de buena que tú.
María rió y llenó la copa de Carlos de vino y luego la suya.
—Eres incorregible.
—Y tú eres preciosa, María.
La mujer notó como sus mejillas se sonrojaban pero no sabía si era debido a las docenas de halagos que Carlos le brindaba por minuto o a las copas de vino que ya llevaba encima. Quizá las dos cosas.
—Tu hijo estará bien, ¿verdad?
—Claro. Luis y Silvia me lo cuidan. Confío en ellos y Jorge también, lo cual es más importante, ¿por qué lo preguntas?
—Me disgustaría que tuvieses la cabeza en otra cosa aparte de esta cena conmigo.
El corazón le bombeó rápido y sin control. Se bebió la copa entera de un trago.
Las manos de Carlos se deslizaron entre las copas y los platos y las servilletas y se posaron sobre las de María. La mujer notó la extrema calidez que dejaban aquellos dedos sobre su piel y no pudo contener un suspiro quedo. Carlos sonrió y María le imitó. Tuvo que apartar las manos, no podía soportar tanto descontrol dentro de su pecho.
—¿En qué piensas? —preguntó María tras unos segundos.
Carlos sonrió y bajó la mirada.
—No te gustaría saber lo que pienso.
—Tú prueba.
—Me preguntaba de qué color llevas las bragas.
Antes de que María respondiese, Carlos apartó la mano y se limpió con la servilleta una mancha inexistente en los labios.
—Lo siento. Soy un cerdo. Estamos comiendo y yo te pregunto de qué color llevas la ropa interior. Discúlpame, de verdad —añadió mientras tomaba un sorbo de vino.
—Es curioso, Carlos, yo estaba pensando si seguirías teniendo la polla tan dura como cada vez que me la plantas en el culo al entrar en tu cocina.
Carlos abrió los ojos y se atragantó con el vino. Ahora si que necesitó la servilleta para limpiarse las gotas que le escurrían por el mentón. María se carcajeó bien a gusto.
—Oh..., vaya —balbuceó el hombre poniéndose tan colorado como el vino.
María se inclinó hacia él sobre la mesa para susurrarle algo al oído.
—¿Quién ha dicho que lleve ropa interior?
Carlos bajó la vista hacia el escote de la blusa de María. A través del triángulo, sus dos pechos aún acusaban la inercia del movimiento y se mecían libres, embelesando, provocando, matándole poco a poco. Carlos daría cualquier cosa por poder introducir una mano dentro del escote. María dejó que la mirada del hombre se perdiese entre el desfiladero de sus tetas. La excitaba excitar.
María se volvió a sentar tras unos segundos y cogió su copa de vino sin dejar de mirar a un Carlos totalmente descolocado. El hombre tardó unos instantes en cerrar la boca entreabierta y en componer una sonrisa que no borraba el asombro que reflejaba el resto de su cara.
Llegó la camarera y trajo la carta de los postres y cambió los platos y cubiertos por otros limpios. María la vio alejarse.
—Tienes razón. Creo que yo tengo un culo más bonito.
—Respingón y redondeado. Ya te lo dije.
María nunca se había parado a pensar qué forma tenía su culo. O, más bien, hacía mucho tiempo que no lo hacía. Respingón y redondeado. Vaya.
—¿Y mis tetas? —preguntó mientras refugiaba su cara en la carta con expresión casual. Notaba sus orejas tan rojas que necesitaba apartar la vista de Carlos mientras le preguntaba aquello. Los vaivenes de los pendientes hacían que cada roce con el cuello fuese una tortura. Además, empezaba a sentir aquellos calores tan sofocantes en el pecho y su vientre se revolvía inquieto. Descruzó las piernas y volvió a cruzarlas sin poder apaciguar el insidioso pero dulce escozor que sentía en la entrepierna.
Carlos también hizo como que leía la carta de postres, enterrando la cara detrás del cartón.
—Tienes unas tetas divinas. Los pezones se te transparentan con ese sujetador rosa que llevas a veces con el uniforme; me pones tan burro que tengo que masturbarme en el lavabo cuando tengo un rato libre.
—Menudo guarrete —rió María sofocándose aún más y más. La imagen de aquella polla escupiendo leche le obnibulaba la mente—. Luego te lavarás las manos, ¿no?
—Claro, mujer, solo soy un cochino para ciertas cosas.
—Pareces tenso, Carlos. ¿Tienes molestias en las cervicales?
—Muy observadora, María. Tengo el cuello agarrotado de tener que apartar la mirada de tu escote.
—Ya decía yo. ¿Y te gusta lo que ves?
—Sí. Por cierto, hoy tienes tan duros los pezones que esa blusa que llevas te sienta de maravilla.
—Gracias. Tu traje tampoco está mal. Estás muy apuesto.
—Se agradece. No lo llevaba desde hacía bastante tiempo, he cogido algo de tripa y creía que no cabría en él.
—Destaca más tu paquete que tu tripa, Carlos. Estás empalmado desde que hemos quedado.
—No puedo evitarlo. Hoy estás deslumbrante.
—Gracias.
—De nada.
La camarera interrumpió la conversación.
—¿Ya saben qué van a tomar?
Los dos alzaron la cabeza y se miraron sorprendidos. Ninguno había leído una sola palabra de la carta.
—¿Tenéis tarta de queso? —improvisó Carlos devolviendo la carta a la camarera con manos temblorosas.
La camarera asintió y María pidió otra.
—Voy al servicio —dijo ella cuando se marchó la camarera, cogiendo su bolso. Estaba tan excitada que necesitaba un momento de tranquilidad o saltaría sobre Carlos para follárselo allí mismo, delante de todos. Y no tenía ninguna duda de que él estaría pensando en lo mismo.
Notó cómo aquella mirada masculina y libidinosa se perdía en su trasero mientras iba hacia el pasillo del fondo. Era maravilloso sentirse tan deseada. Notó como su sexo burbujeaba, desprendiendo jugos que desbordaban la vulva.
Estaba sola en el cuarto de baño. Se miró al espejo y sonrió avergonzada al ver el intenso rubor que teñía sus mejillas. Se apartó un mechón oscuro que le caía por la frente y se fijó en que el maquillaje siguiese impoluto, rímel, sombra de ojos, carmín. Vale, todo en su sitio, pensó. Bajó la vista hacia la blusa y confirmó que, en efecto, tenía los pezones tan duros que las arrugas de la blusa multiplicaba su excitación. Apoyó las manos en el lavabo y se acercó aún más a su reflejo. Notó como sus ojos tenían un brillo que los hacían refulgir como dos esmeraldas. Abrió el bolso y sacó el pintalabios. No necesitaba retocarse los labios, pero tenía que hacer tiempo para que su corazón aminorase aquel furioso trote.
Carlos entró cuando no habían transcurrido ni dos minutos. María no se sorprendió al verle entrar en el cuarto de baño de mujeres a través del reflejo del espejo. La tomó de la cintura y la cabeza y la hizo volverse sobre él para besarla. Sus labios buscaron con desesperación los suyos, las lenguas intervinieron sin necesitar presentación previa. Ambos gimieron extasiados.
—Estás loco. Si te pillan aquí dentro nos echarán.
—Pues que nos echen —dijo mientras la arremangaba la falda internando una pierna entre las de María.
Sus labios buscaron de nuevo los de María. Ella apartó la cara ofreciéndole su cuello. Carlos aceptó encantado mientras sus manos se deslizaban por los muslos encontrando solo deliciosa licra a su paso. Los pulgares se recrearon en el inicio de las ingles bajo los pantis mientras los demás dedos intentaban abarcar el culo. El solo contacto de Carlos hacía que la excitación de María creciese hasta límites que ella no había previsto y para los que no estaba preparada. La lengua de él buscó con avidez la fina piel del cuello y la nuca. El aroma del perfume de María provocaba que los movimientos de Carlos fuesen más rudos, más intensos. La lengua lamió el cuello con eficacia, deteniéndose en una garganta que no paraba de tragar saliva, incapaz de dar abasto. María sentía como todo su cuerpo era un carbón encendido, una llama avivándose, un volcán a punto de explotar. Tomó la cara de Carlos y lo miró a los ojos un segundo. No tuvo dificultades en perderse en aquellos ojos de color miel que reflejaban una excitación igual de desesperada que la suya. Los dedos masculinos se cerraban sobre sus nalgas cubiertas de lycra, apretando la dúctil carne a su paso. María sentía como su coño demandaba con urgencia caricias y halagos. Pero no podían ser descubiertos. Si, además, se descubría que trabajaban en otro restaurante, sería la ruina.
—Espera, por dios, Carlos, mi amor, un segundo —dijo ella apartándole para correr, apoyando las punteras de los zapatos de tacón, hacia la puerta. Salió y volvió a entrar en unos segundos, presa de una urgencia desesperada. Echó el pestillo y se volvió hacia Carlos. Se apartó varios mechones del cabello revuelto de su cara y terminó por quitarse las horquillas que mantenían sujeta la cabellera negra.
—¿No es eso peor que el riesgo de ser descubiertos? —preguntó Carlos con una sonrisa, deslumbrado por aquella cascada brillante de cabellos azabaches—. Si alguna mujer quiere entrar y no puede, llamará a la camarera.
—He colocado el cartel de “Se está limpiando”.
—¿Por la noche? ¿Y si alguna mujer tiene un apretón?
—Que se joda. Nadie me va a quitar de follarte —susurró mientras se desabotonaba la blusa.
—¿Un polvo rápido?
—No, Carlos. Un polvo bueno. Lo de rápido depende de cómo me satisfagas. Pero yo te daré todo.
—Y yo te aseguro que te corresponderé, mi reina.
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Eran las doce y media de la noche cuando María llegó a casa y trancó la puerta despacio —intentando hacer el menor ruido posible con las llaves en la cerradura—. Llevaba en una mano sus zapatos de tacón y en la otra su bolso. Le dolían los pies, las piernas, el sexo y, sobre todo, los pechos. Tenía el cabello desmadejado, el maquillaje era poco menos que un borratajo en su cara y el corazón aún le latía a mil por hora. Una sonrisa de felicidad absoluta le inundaba los labios y sus ojos brillaban tanto que podrían haber iluminado la oscuridad que se encontró en el pasillo de entrada.
Su mente solo estaba, sin embargo, ocupada en un único pensamiento: saber cómo estaba su hijo Jorge. Entró en su dormitorio  a oscuras con andares furtivos y se sentó en el borde de la cama junto a la cuna donde dormía su bebé. Oyó su respiración suave. Sus ojos, después de habituarse a la oscuridad, distinguieron las formas de Jorge. Estaba echado boca arriba y dormía sin sobresaltos.
Se desabotonó la blusa y luego se bajó la cremallera de la falda para quedar solo vestida con unos pantis que tenían tantas carreras como un código de barras. Estaban deshechos. El agujero al lado del refuerzo de la entrepierna la hizo suspirar recordando cómo Carlos se lo desgarró. Se los arremangó con infinito esfuerzo; la espalda le crujía y los brazos le pesaban tanto que parecían cargar con varios kilos de peso extra. Suspiró cansada y se dejó caer sobre la cama con los brazos en cruz.
Tenía que limpiarse la cara y enumerar moratones y mordiscos en su cuerpo. No podía meterse en la cama así porque mancharía la almohada con el maquillaje. Y no quería asustarse demasiado al ver su cara y cuerpo a la mañana siguiente delante del espejo. Haciendo acopio de las pocas fuerzas que le quedaban, se levantó y caminó con andares ebrios hasta el cuarto de baño apoyándose en las paredes. Encendió la luz junto al espejo encima del lavabo. Constató que tenía un aspecto horrible. Bueno, no tanto. Aunque tuviese una cara peor que la que se encontraba al despertarse cada mañana, en conjunto, el reflejo del espejo le mostró a una María plenamente satisfecha. No tuvo más remedio que sonreír al recordar la intensa sesión de sexo causante de su aspecto. Se miró las tetas y vio marcas de mordiscos y chupetones alrededor de los pezones. Su cuello mostraba aún más marcas oscuras y éstas serían más complicadas de ocultar. Si bajaba con la mirada por su vientre, encontraría más. Y sobre su sexo. Y sobre la fina piel de los muslos. Joder, es que Carlos la había comido entera. Pero no se arrepintió de ninguno de los cercos oscuros de su cuerpo. Cada uno le hizo sentir un estallido de emociones y consiguió que todo su ser explotase con locura infinita... No, basta de imágenes. Era mejor dejar esos recuerdos lúbricos para otro momento, ya empezaba a sentir de nuevo el interior de su sexo húmedo y sus pezones duros arañar el aire a su paso.
Abrió un pequeño armarito bajo el lavabo y sacó varios discos de algodón desmaquillante. Sus manos temblaban y por eso no pudo evitar caer un pequeño frasco de quita-esmalte al suelo. Se acuclilló mientras apretaba los dientes molesta. Esperaba que aquel ruido no despertase a Jorge ni a Silvia ni a Luis.
No tuvo suerte. Al cabo de unos minutos, la puerta del dormitorio frente al suyo se abrió y oyó como unas pantuflas se arrastraba por el suelo. Su hermana se asomó al dintel de la puerta del cuarto de baño vestida con una bata.
—Hola, perra —saludó mientras emitía un bostezo que abría su boca hasta límites insospechados.
—Lo siento, os he despertado.
—Nada de eso, cariño. Luis duerme como un muerto. A ese solo le despierta un coño hambriento o una bomba nuclear. Yo es que estaba medio dormida, esperándote. Jorge se ha portado de maravilla.
—Gracias. No tenías que esperarme; tenemos que levantarnos pronto. Mañana llegan varios autobuses de excursiones de fin de semana, ¿no?
Silvia se encogió de hombros, indicando que tampoco le importaba tanto dormir menos horas como saber qué tal le había ido a su hermana.
De repente, Silvia abrió los ojos y se dio cuenta del hermoso espectáculo que ofrecía el cuerpo desnudo de su hermana. Y, sobre todo, de las marcas de labios y dientes que había repartidas por todo el cuerpo.
—Mierda, me cagüen la puta. ¿Qué te ha hecho ese desgraciado?
—Nada que el maquillaje no pueda ocultar. Tendrías que ver cómo le dejé yo a él —sonrió mientras terminaba de limpiarse.
—Menudos bestias que sois. Parece que lo de follar se quedó corto con vosotros, ¿no? ¿Qué pasó, que no os dieron bien de comer en el restaurante y os pegasteis bocados uno al otro, o qué?
María sonrió aún más pero no dijo nada.
—Bueno, ¿qué? ¿No tienes nada que contar a tu pobre hermanita, me vas a tener con la comezón?
—Quizá mañana.
—¿Tendré que preguntárselo a Carlos? Por cierto, nos lo habrás dejado bien enterito para preparar las comidas de mañana, ¿no?
—A lo mejor anda escocido unos días. No os preocupéis, será lo normal.
—¿Escocido? No jodas, hermanita —sonrió Silvia cruzándose de brazos—. Eso tienes que soltarlo ahora.
María tiró los algodones al pequeño cubo en un rincón del cuarto de baño. Miró a su hermana e hizo el gesto de cremallera en sus labios.
—Es tarde Silvia. Mañana te lo cuento —dijo apagando la luz del cuarto de baño y yendo hasta su cama a tientas.
—No. Oye, espera, María —protestó en voz baja, siguiéndola—. Oye, ven aquí, que me lo digas. No me tengas en ascuas, puta.
—Vete a la cama, que hay que madrugar, ¿vale? —susurró al acercarse a la cuna de Jorge. Seguía durmiendo.
—Ni hablar —musitó Silvia quitándose la bata en la oscuridad y metiéndose en la cama de su hermana—.Yo me quedo aquí y me lo cuentas. Estoy desvelada y necesito una buena historia para dormirme.
María suspiró. Se puso unas bragas y una camiseta y se metió también en la cama. Encontrar el cuerpo cálido de otra persona a su lado la hizo tomar conciencia de su propio cuerpo. No solo se sintió a gusto, sino también protegida. Pero su hermana no cejaba en sus pretensiones. La tomó de la cintura y la hizo volverse hacia ella.
—Cuéntamelo, por favor —susurró con tono de ruego.
Silvia posó una pierna sobre las de su hermana, avasallando, y María, al ir a apartarla, notó que no vestía ningún pijama. Subió con disimulo la mano por la cintura y tampoco notó ninguna braga.
—Me gusta dormir desnuda —explicó.
—Se te enfriará el coño —bromeó.
—Luis ya me lo ha trabajado bien hace unas horas. Por eso no te preocupes. Venga, anda, cuenta.
—Si te lo cuento prométeme que luego te dormirás —dijo María.
—Palabra de hermanita. Cuenta, va.
María tragó saliva y asintió. Parece ser que, al final, tendría que recordar los besos de Carlos, sus labios, sus dientes, sus dedos, su verga, su culo. Se cruzó de brazos para impedir que sus manos fuesen donde no debían durante su relato; ya estaba empezando a sentir aquella dulce comezón en su sexo.
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María se terminó de desabotonar la blusa mientras se apartaba de la puerta del cuarto de baño. Dejó que las blusa mostrase el inicio de sus pezones. Dio otro paso hacia Carlos, girando las caderas, haciendo que sus pechos sufriesen el roce de la tela, intensificando su propia agonía. Olía el olor de su propio sexo, hambriento. Notaba el calor de sus orejas encendidas, de sus mejillas candentes, de sus labios inflamados. Respiraba atropelladamente, sintiendo las tetas revolverse inquietas, como mariposas.
Carlos parpadeó sin aún poderse creer que la preciosa mujer que se contoneaba para él se acercase con aquel halo de infinita perversidad dibujado en su cara. Se llevó una mano a la cara y se enjugó el sudor que le caía por las sienes; se limpió la saliva que humedecía sus labios. Se aproximó a María y la tomó por la cintura para hundir sus labios entre aquellos tiernos y mullidos pechos de negras areolas y pezones erizados. Asió uno de las tetas y notó el peso extra. Aquella mama contenía alimento. Y él estaba hambriento, jamás había estado tan hambriento; la tosca lasaña se le antojaba un plato de segunda categoría comparado con el cóctel que esperaba beber.
María ahogó un gemido y hundió sus dedos entre el cabello de Carlos al notar los labios cerrarse en torno al pezón. De inmediato notó como la leche fluía hacia el interior de la garganta del cocinero cuando succionó. La lengua presionaba sobre la areola y los dientes retenían el duro apéndice para extraer la mayor cantidad de líquido posible. La otra mano de Carlos le retenía por la cintura impidiendo que su pudiese apartar. Pero no hacía falta retenerla. Ella disfrutaba cada gota, cada chorro de leche vertida en la boca de Carlos.
Los labios de Carlos buscaron el otro pezón. Necesitaba aplacar una sed que no podía ser aplacada. La leche fluyendo, las manos apretando las mamas. María soltó un gemido hondo que nacía de su pecho, imposible de contener. Aquella enloquecedora sensación era más de lo que podía soportar. Se estaba viniendo sin poder evitarlo
—Mierda, Carlos..., para, por dios..., para, que me corro —susurró entre gemidos.
Era verdad. Sentir aquella potente succión en el pezón le había provocado un agitar de tripas que se habían condensado en su vientre y en su sexo. Sus piernas le temblaban y el corazón le iba a estallar. Empuñó el cabello de Carlos al darse cuenta que no se detendría. María abrió la boca y dejó que un reguero de saliva se condensase entre el labio inferior y las encías. Notó como desbordaba su boca y recorría su mentón cayendo sobre el cabello del cocinero. Carlos la estrechó aún más contra él intensificando el fluir de la vida desde la teta de María a su boca. Ella se estaba corriendo como una adolescente, dejándose llevar por el torrente de convulsiones que la hacían respirar sin control, agarrándose a cualquier cosa para no caer espatarrada por el suelo. Jadeó dejando que su saliva resbalase en gruesos hilos. Las convulsiones seguían restallando en su cintura y vientre, haciendo que su cuerpo se desmoronase. Sus piernas eran poco menos que montículos de arena deshaciéndose. Cerró los ojos y gimió al son de los embates de su orgasmo.
—Joder, joder, joder —musitó con la boca anegada de saliva.
Era un orgasmo demasiado bueno como para terminar tan pronto y, por eso, el placer se dilató más de lo normal en su cuerpo. Notó como la boca de Carlos dejaba libre su pezón y sus labios ascendían buscando los suyos. Un torrente de leche dulce la inundó el paladar y tragó la mezcla de salivas y leche. La mezcla tenía mucho más sabor que aquella insípida lasaña de la que Carlos se quejó con razón.
Carlos la llevó en volandas hacia el lavabo. La arremangó la falda y la hizo sentar al borde de la concavidad de cerámica. María apoyó la espalda en el cristal y, cerrando los ojos, confiando plenamente en Carlos, se dejó hacer.
Sintió la lengua húmeda dejar rastros de calor sobre sus muslos separados. La licra de los pantis permitía que la humedad permaneciese por más tiempo sobre su piel y pronto notó toda la zona alrededor de la vulva empapada. Un leve palpitar de su vientre le indicó que un nuevo orgasmo se aproximaba. No era posible. No otro tan seguido del anterior. Las uñas de Carlos siguieron los rastros húmedos y varios sonidos de papel rasgándose inundaron sus oídos. Carlos la estaba moliendo los pantis.
—¿Te gusta, mi amor?
—Me gusta, sí —contestó María tragando saliva, sin abrir los ojos. El regusto de su leche le inundaba el paladar de sabor. Arrebañó con la lengua los restos que notaba en las comisuras de sus labios.
Notó cómo los dientes de Carlos mordían el refuerzo de los pantis pellizcando los pliegues de su vulva afeitada. Los dedos del cocinero continuaban arañándola los muslos haciendo que sus pies se agitasen en el aire. Un zapato salió volando y el otro quedó colgando de los dedos del pie. Su vientre se contrajo al notar como los dientes y los labios y los dedos se aproximaban cada vez más al botón pulsátil que coronaba su vulva. Uno de los dedos de Carlos había conseguido agujerear el panti y presionó sobre la entrada de su vagina, haciéndola gemir sin control. Se mordió el labio inferior con saña y respiró hondo por la nariz exhalando entrecortadamente. Notó como los hábiles dedos de Carlos agrandaban el agujero del panti y proporcionaban una entrada hacia su sexo. No tardó en sentir los lametazos en su coño. La lengua recorría toda la raja desbrozando pliegues. Una y otra vez, una y otra vez, recogiendo la humedad que fluía del interior del coño y repartiéndola por toda la vulva. Su clítoris no aguantaba más. Se llevó ella misma las manos a sus pechos y apretó sobre la carne maleable al sentir los embates del orgasmo. Hundió las uñas en sus tetas y apretó los dientes. Aprisionó con sus piernas la cabeza de Carlos sobre su coño y sintió como todo su cuerpo vibraba y su vientre se tensaba como la piel de un tambor. La lengua continuaba su trabajo, su cuerpo se revolvía presa de convulsiones, su corazón latía desbocado, de sus pezones manaban gotas de leche. Los sudores la envolvían toda su cara y notaba su cabello empapado. Sus orejas estaban inflamadas. Los párpados le dolían de cerrarlos con tanta fuerza.
—¡Dios! —gritó a pleno pulmón, sacudiéndose ante la furia del orgasmo.
Carlos se incorporó para besarla y María abrió los ojos y le abrazó para retenerle mientras sus labios se unían y sus lenguas retozaban entre jugos de diferentes sabores.
María se sentía viva. Su cuerpo la estaba proporcionando orgasmos enloquecedores que hacían bullir su mente con burbujeantes y chispeantes luces de colores. Ambos gemían mientras sus bocas se afanaban en buscar una posición que no querían encontrar.
—Déjame —pidió ella apartándole de entre sus piernas.
Le hizo volverse frente a ella, empujándole sobre el lavabo. Le terminó de sacar la camisa del pantalón. Le desabrochó el cinturón, le desabotonó el pantalón y le bajó la bragueta. Bajo el calzoncillo, la enorme verga pugnaba por salir al exterior. Le bajó los pantalones hasta los tobillos y luego los calzoncillos. El miembro erecto se bamboleó en el aire como el mástil de una bandera. Un fluido viscoso rebosaba de la punta del glande. Los testículos colgaban laxos bajo la verga, rodeados de una mullida capa de vello oscuro. Atrapó con los labios uno de los huevos mientras empuñaba la verga para replegar el prepucio. El testículo fue objeto de una intensa succión mientras la polla era estimulada con movimientos rápidos y precisos.
—Ay, mi madre, dios —se quejó Carlos al notar como la boca de María parecía tragar el testículo.
Las manos de Carlos deshicieron el peinado de ella al buscar un lugar donde poder agarrarse. Cuando el dolorido testículo fue escupido, le llegó el turno al otro. María separó con un codazo las piernas de Carlos y ascendió con la mano libre entre las nalgas del hombre.
Carlos ni se enteró al ser penetrado. El dedo de María ascendió por entre las nalgas y se internó en su ano con una precisión quirúrgica.
—¡Hostia puta! —soltó al notar el dedo presionar sobre la próstata.
El dedo presionaba dentro de su intestino sobre la próstata a la vez que el testículo sufría la intensa succión de la boca de María y mientras la verga seguía siendo estimulada con un frenesí enloquecedor.
El cocinero contuvo la respiración sintiendo todas sus gónadas estimuladas a la vez. El placer era tan intenso que era casi insoportable. El semen borboteaba de su polla y no se dio cuenta de su orgasmo hasta que notó como el pelo de María estaba manchado con su corrida. El placer de la eyaculación se había diluido entre el intenso éxtasis del masaje de próstata.
—Mierda, mierda, mierda —gimió extasiado sintiendo como su vientre y piernas se contraían en espasmos imposibles de controlar.
Cuando el géiser de semen dejó de manar de la verga, María se levantó hundiendo las uñas en el vientre y el pecho de Carlos como si hiciese escalada. Le gustaba dejar marcas. Y le gustaba tenerlas. Buscó el cuello de Carlos y mordió la piel succionando a la vez, aprovechándose de aquellos momentos de debilidad en el hombre. Pero duraron poco. Las manos de Carlos tomaron la cabeza de María y la obligaron a unir de nuevo sus labios. Los dedos de él se revolvían bajo la blusa de la espalda de María trazando senderos con sus uñas hasta descender sobre las redondeadas nalgas y apresarlas con obstinados movimientos que convergían en las palpitantes nervaduras del ano.
—¿Aún... aún tienes fuerzas para follarme? —balbuceó jadeante María.
La pregunta sonó a desafío. Carlos gruñó ante la duda y se deshizo del abrazo de ella para colocarse a su espalda. La hizo agacharse y apoyar su torso sobre el lavabo. María rió gozosa.
Carlos se acuclilló para dejar frente a su cara el misterio oculto entre las nalgas  de María. El ano se contraía y distendía y la vulva estaba reluciente por la mezcla de jugos que la cubrían. Aspiró el aroma que surgía de entre aquellos mofletes. Enterró su cara entre los globos de carne y su lengua lamió los dos orificios. Necesitaba tiempo para hacer resurgir su verga. La empuñó con una mano y se la sacudió desperezándola mientras atendía las necesidades linguales que los orificios de María demandaban.
La mujer notaba su vientre y sus tetas enfriándose sobre la porcelana del lavabo. Abrió el grifo del agua caliente mientras se mordía el labio inferior. Notaba su cabello sucio y los mechones húmedos por los goterones de semen. Su propio coño destilaba licores de intenso perfume. Sus axilas chorreaban sudor. Su cara estaba brillante por el sudor. Todo a su alrededor inundaba su nariz con el acre aroma del sexo.
Oyó con un suspiro de alivio como Carlos rasgaba el envoltorio de un condón. El agua caliente fluía envolviéndola en nubes de vaho empañando el cristal sobre el que veía el cuerpo desdibujado de Carlos aproximarse a su culo con la polla en alto.
La verga se internó en la vagina con facilidad. El miembro deshizo con su penetración cualquier resto de autocontrol que aún quedase en el cuerpo de María. Los testículos golpeaban con suaves toques el resto de su vulva. Carlos agarró con firmeza las caderas de María y la hizo incorporarse. Las manos de él ascendieron por su vientre y se acoplaron a sus pechos mientras ella luchaba por mantener la cordura.
—Ay, dios mío —gimió María al notar como su espalda doblada crujía con los empellones que asediaban su entrepierna.
La mano derecha de Carlos atenazó uno de los pechos y la otra bajó hasta la vulva para frotar los pliegues mientras los empujones hacían que todas las carnes de su cuerpo se agitasen gloriosamente.
—Vamos, cariño, vamos —le animaba Carlos mientras bombeaba carne sin cesar dentro de su coño. Su aliento le quemaba la piel del cuello.
María se revolvía sin saber que hacer con los brazos. Los llevó atrás y clavó las uñas en las nalgas comprimidas de Carlos. Apretaba los dientes sintiendo que la respiración silbante se acompasaba con las furiosas embestidas que notaba en su coño. Los dedos de Carlos presionaban sobre su clítoris bajo los pliegues de la vulva, latiendo con furia desmedida.
—Joder, joder —siseó la mujer sintiendo como el orgasmo crecía en su vientre.
Ahondó con sus uñas en las nalgas de Carlos, sintiendo la carne ceder, apretando hasta que los espasmos de placer le pudieron. Un violento éxtasis explotó en su vagina. El aliento de Carlos le ardía en la nuca y su mano le estrujaba la teta con indecible placer.
Aguantó erguida, sumida en los espasmos de su placer, hasta que sintió como los empellones sobre sus nalgas y caderas se intensificaron y Carlos exhaló un gemido que le abrasó la piel del cuello y el hombro. También él se había corrido.
Se dobló agotada sobre el lavabo y no le importó que las tetas se hundieran en el agua candente del lavabo. Sudaba sin parar. Notaba su cara cubierta de goterones de sudor. Sus axilas empapaban la blusa a los costados. Su falda estaba tan arrugada que dudaba que una plancha pudiese hacer algo.
Pero rió. Rió bien a gusto, sintiendo su espalda molida y su coño destrozado. Sus tetas maltratadas y su cabello desmelenado y sucio. Sus hombros y brazos entumecidos. Su garganta seca como una lija.
Carlos la cubrió de besos y hizo sentar sobre el suelo, apoyándola sobre la columna del lavabo. Él se acuclilló frente a ella.
—¿Estás bien? Tienes la cara muy roja —comentó preocupado.
María suspiró y le besó en la frente.
—Estoy de maravilla, mi cocinero. He comido hasta reventar, joder.
Carlos sonrió acogiendo sus mejillas con las palmas de sus manos.
—Me alegro. Porque ahora tenemos que salir de aquí y parecer una pareja normal y corriente.
María le miró abriendo los ojos, entendiendo la completa imposibilidad de aquello. Carlos le miró con expresión grave.
—¿Un “simpa” por la salida de emergencia?
María asintió sin dudarlo con un brillo travieso en sus ojos.
Los dos se miraron unos instantes y luego no pudieron contener la risa por más tiempo. María se tapó la boca y Carlos se carcajeó.
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—... y luego nos fuimos a su casa para limpiarnos. Casi corríamos por la acera, riendo y cantando, pensando que irían tras de nosotros con la policía —susurró María recordando la excitación del momento.
Silvia no dijo nada. No había dicho nada durante el relato de su hermana. Solo emitió un gemido hondo al sentir los ecos de un orgasmo recién disfrutado. Tenía las manos sobre su coño mojado. Se acaba de correr por segunda vez. El simple imaginar de la escena de María y Carlos en el cuarto de baño del restaurante le había impulsado a llevarse los dedos hacia su entrepierna y frotarse la vulva con un ansia casi compulsiva.
—No me jodas, hermanita, ¿te has masturbado mientras te contaba cómo follamos?
Una risita contenida seguida de un fuerte inspirar indicaron a María que no iba desencaminada.
—Qué puta eres.
—Es que lo has contado muy bien. Me iba excitando por momentos y, cuando me di cuenta, tenía las manos sobre el coño. No pude evitarlo.
—La verdad es que yo también me he mojado al recordarlo. Carlos folla que te cagas. Es un excelente amante.
—Eso parece.
Las dos hermanas se quedaron calladas unos minutos. Solo se oía la respiración de ellas y de Jorge en la cuna junto a la cama.
—Gracias por hacerme salir. Creo que necesitaba desahogarme de alguna forma.

     —Para eso están las hermanas, mujer; no hace falta que me lo agradezcas.