—Ya te he dado las gracias, Silvia, pero te repito que no puedo salir esta noche: si Jorge se despertase y no me viese junto a él, se pondría a llorar. No pararía de llorar. Yo no puedo salir de marcha pensando que me hijo me reclama.
—Vamos, por favor, María,
no me hagas esto. Jorge ya tiene nueve meses. Tiene que aprender a dormir solo.
—Muchas gracias, pero no.
Silvia se quedó mirando a
su hermana mientras se dirigía hacia su habitación. Se acercó a la cuna y se
inclinó sobre su hijo. Su bebé estaba dormido. María comprobó que estuviese
cómodo y su rostro mostró una expresión de infinita dulzura.
—Luis y yo hemos hecho un
gran esfuerzo para que tuvieses la noche libre.
María se volvió hacia su
hermana y la miró fijamente. Quiso decirla que un hijo no era una
responsabilidad solo de día, que lo era durante las 24 horas del día, durante
la noche, durante toda la semana, durante todo el año. Durante toda la vida.
Pero no abrió la boca porque no tenía derecho. Ella misma se lo había buscado.
Hacía casi año y medio de aquella noche, cuando el alcohol y los porros
hicieron de ella un simple coño donde joder a placer. Tirada en la playa de la
Victoria, con las olas trayendo el frío del Atlántico, no se le ocurrió mejor
plan para divertirse que bajarse las bragas y dejar que media docena de chicos,
a los que acababa de conocer, la follaran hasta quedarse sin sentido. No cabe
duda de que gozó. Y mucho. Pero mes y medio después, cuando se convenció que la
regla no iba a bajarla, el infierno se adueño de su vida. Tuvo que contárselo a
sus padres, claro. Aún recuerda aquella tarde. Primero gritos, luego lágrimas.
Pero en
el infierno los golpes vienen uno detrás de otro
Hace medio año del
accidente de coche que se llevó a sus padres lejos. Lejos de esta vida. María
acudió a su hermana Silvia que vivía en Santander junto con su marido. Tenían
un restaurante junto a la playa. Recorrió toda España, de punta a punta, de
Cádiz a Santander. El seguro de vida de la fábrica donde trabajaba su padre
sirvió para cancelar la hipoteca de la casa y poco más. Fue un golpe muy duro
para todos, especialmente para María, que se vio aún más sola.
Su hermana y su suegro
arreglaron todo el papeleo. Ella no estaba para hacer nada. Se fue a vivir a su
casa. Al cabo de pocos meses reaccionó, cuando sintió la primera patada de su
hijo en el vientre. Rió y lloró. Rió y lloró. Rió y lloró.
—Quítate el pijama porque
hoy vas a salir —dijo Silvia tras ver como su hermana se sentaba en el borde de
la cama y mantenía la mirada fija en la cuna, sin saber si reír o llorar. Sabía
por qué, de repente, su hermana miraba a a pared sin mirarla. También ella
necesitaba a veces que Luis la abrazase y la consolase. Pero María solo la
tenía a ella.
María no
respondió ni tampoco se movió. Reír y llorar. Reír y llorar.
Silvia se acercó a ella y
se plantó entre su hermana y la cuna. Consiguió que María levantase la cabeza
hacia ella.
—Ya basta, por dios. ¿Tú
sabes cómo nos tienes de preocupados a Luis y a mí?
—¿Preocupados, por qué?
—Por ti, joder, por ti.
Te levantas, te ocupas de Jorge, haces la casa, friegas, pones la lavadora,
haces la comida. Y luego te vienes a trabajar al restaurante. Joder, si es que
parece que te gusta ser una puñetera esclava.
—Os ayudo. Es lo menos
que puedo hacer viviendo con vosotros.
—Y te lo agradecemos, de
verdad, mi amor —Silvia se sentó junto a ella y la tomó de las manos—. Pero ya
basta. Solo te pedimos que vivas tu vida, nada más. Un hijo no tiene porqué
cambiarla tanto. Salir por ahí, divertirte..., solo eso.
—Ya sabes lo que pasó la
ultima vez que me desmelené. Qué queréis, ¿que os llene la casa de Jorgitos?
—No seas burra, por favor
—sonrió su hermana—. Un error solo sirve para aprender de él. Estoy segura de
que ya sabes la utilidad de un condón, ¿a qué sí?
María
apretó las manos de su hermana.
—No pararás hasta que
diga que sí, ¿verdad?
—Verdad —sonrió su
hermana al ver notar como cedía su obstinación.
—Solo esta noche —musitó
María tras unos instantes.
—Muy bien.
—Y volveremos pronto.
—Claro que sí.
—Y llamaré a Luis cada
hora para saber cómo está Jorge.
—Es lo lógico.
—Y ya no habrá más
salidas nocturnas ni andarás detrás de mí, como la Inquisición.
—Solo esta noche
—confirmó Silvia. Pero confiaba que se repitiese al menos una vez a la semana.
—Muy bien, tú ganas
—cedió María.
—No, cariño. La que ganas
eres tú, que falta te hace.
María se levantó y se
acercó a la cuna. Su hija seguía durmiendo plácidamente. Su conversación no
había tenido el más mínimo efecto sobre su bebé; tenía el sueño muy pesado.
—Bueno, ¿y a dónde vamos
a ir? —preguntó a su hermana.
—¿Vamos? —respondió sonriente
su hermana—. Ay, no, María, no me escuchaste bien. Luis y yo nos quedamos aquí,
cuidando de tu hijo. Te he organizado una cita.
María abrió los ojos y
ahogó un grito. Se llevó a empujones a su hermana fuera del dormitorio, lejos
de la cuna.
—¡Puta!, lo tenías todo
planeado, me mentiste.
—Claro, mujer —rió
Silvia— ¿Cómo si no ibas a decir que sí?
—¿Quién es?
—Carlos.
—¿Qué Carlos?
—¿Cuántos Carlos conoces
en Santander, cariño? Pues Carlos, el cocinero del restaurante, ¿quién si no?
—Ah, no.
—¿No qué?
—Carlos es muy simpático
y parece un buen tío. Pero no puedo salir con él.
—Le gustas.
—Ya. Nos ha jodido,
perra. Ya sé que le gusto. A mí y a todo bicho con tetas que se menea delante
de sus ojos.
—Creo que estás
exagerando.
—No, hermanita, eres tú
la que no te das cuenta, que también se queda embobado mirando tu culo cuando
entras en la cocina.
—Tengo un culo bonito, no
es de extrañar —sonrió Silvia.
—¿Y a tu marido le parece
bien?
—No seas tonta, cariño,
los hombres miran lo que miran. Peor sería si no mirasen, ¿no?
María se
cruzó de brazos y resopló disgustada.
—Tenía que ser con
Carlos. No había más hombres, solo Carlos. Mierda.
—Un pajarito me dijo que
le gustas. Puedes apostar a que tendrás toda su atención durante toda la noche.
—¿Su atención? Ya. Y lo
que no es la atención.
—¿Qué dices?
—Digo que cuando voy a
por los platos se roza conmigo a propósito. Me coge de la cintura y me planta
su tranca en la cintura mientras me piropea. Está deseando que aparezca por allí
para restregarme el nabo.
Silvia miró a María con
expresión grave. Pero luego cambió la expresión de su cara al ver los ojos de
su hermana brillar.
—Venga, va, cuéntame,
perra.
María no
pudo evitar la mirada de su hermana y se sonrojó.
—Es que la tiene enorme,
Silvia, y siempre empinada. No sé si tiene algún problema o es que está siempre
excitado. Pero la verdad es que... bueno... en fin...
—Suéltalo ya, hermanita.
—Que me pongo roja como
un tomate. Y el se ríe y me restriega más y más su polla, como quien no quiere
la cosa.
—¡Qué puta que eres,
María! Ya me lo estaba imaginando. A ti también te gusta.
María soltó una risilla y
se fue corriendo a la cocina a por un vaso de agua bien fría. Necesitaba
aplacar los calores que, de repente, le habían entrado por todo el cuerpo al
recordar la enorme polla que debía tener Carlos. Pero después de beber el agua
se dio cuenta que no servía de nada. Se estaba excitando más y más. Tenía que
aceptar el hecho de que le encantaba el sentirse tan deseada por él.
—Vale, pues todo
arreglado —comentó Silvia—. Los dos necesitáis un buen polvo.
—No, por dios, no —gimió
María al recordar la última vez que folló.
—Sí, hija mía, sí. Tú
necesitas que te hagan un buen repaso y, por lo que me dices, Carlos se
ofrecerá encantado, ¿qué hay de malo en todo ello? Tú solo muéstrate..., ya
sabes, disponible.
María dejó el vaso en el
fregadero y sintió un escalofrío. No podría con ello. Un miedo atroz se apoderó
de su cuerpo. Había llegado al punto de relacionar su orgía con la muerte de
papá y mamá. Se abrazó a sí misma temblando. Silvia acudió con rapidez para
consolarla con otro abrazo.
—Vamos, cariño, tú te lo
mereces más que nadie.
María
miró el rostro comprensivo y tierno de su hermana.
—Tengo miedo.
—¿Miedo de qué, boba?
—Miedo de todo.
—No, cariño. Fuera
miedos. Déjate ser feliz, hazme el favor —musitó Silvia besando la frente de su
hermana.
María
apoyó la cabeza en el cuello y asintió.
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—Venga, anda, Carlos,
suéltalo ya —sonrió María.
Carlos
sonrió y terminó de masticar y tragar.
—La lasaña está sosa. Y
le falta un minuto de gratinado. Además, la carne no está muy jugosa que
digamos. Y, para rematar, la camarera no está ni la mitad de buena que tú.
María
rió y llenó la copa de Carlos de vino y luego la suya.
—Eres incorregible.
—Y tú eres preciosa,
María.
La mujer notó como sus
mejillas se sonrojaban pero no sabía si era debido a las docenas de halagos que
Carlos le brindaba por minuto o a las copas de vino que ya llevaba encima. Quizá
las dos cosas.
—Tu hijo estará bien,
¿verdad?
—Claro. Luis y Silvia me
lo cuidan. Confío en ellos y Jorge también, lo cual es más importante, ¿por qué
lo preguntas?
—Me disgustaría que
tuvieses la cabeza en otra cosa aparte de esta cena conmigo.
El
corazón le bombeó rápido y sin control. Se bebió la copa entera de un trago.
Las manos de Carlos se
deslizaron entre las copas y los platos y las servilletas y se posaron sobre
las de María. La mujer notó la extrema calidez que dejaban aquellos dedos sobre
su piel y no pudo contener un suspiro quedo. Carlos sonrió y María le imitó.
Tuvo que apartar las manos, no podía soportar tanto descontrol dentro de su
pecho.
—¿En qué piensas?
—preguntó María tras unos segundos.
Carlos
sonrió y bajó la mirada.
—No te gustaría saber lo
que pienso.
—Tú prueba.
—Me preguntaba de qué
color llevas las bragas.
Antes de que María
respondiese, Carlos apartó la mano y se limpió con la servilleta una mancha
inexistente en los labios.
—Lo siento. Soy un cerdo.
Estamos comiendo y yo te pregunto de qué color llevas la ropa interior.
Discúlpame, de verdad —añadió mientras tomaba un sorbo de vino.
—Es curioso, Carlos, yo
estaba pensando si seguirías teniendo la polla tan dura como cada vez que me la
plantas en el culo al entrar en tu cocina.
Carlos abrió los ojos y
se atragantó con el vino. Ahora si que necesitó la servilleta para limpiarse
las gotas que le escurrían por el mentón. María se carcajeó bien a gusto.
—Oh..., vaya —balbuceó el
hombre poniéndose tan colorado como el vino.
María se
inclinó hacia él sobre la mesa para susurrarle algo al oído.
—¿Quién ha dicho que
lleve ropa interior?
Carlos bajó la vista
hacia el escote de la blusa de María. A través del triángulo, sus dos pechos
aún acusaban la inercia del movimiento y se mecían libres, embelesando,
provocando, matándole poco a poco. Carlos daría cualquier cosa por poder
introducir una mano dentro del escote. María dejó que la mirada del hombre se
perdiese entre el desfiladero de sus tetas. La excitaba excitar.
María se volvió a sentar
tras unos segundos y cogió su copa de vino sin dejar de mirar a un Carlos
totalmente descolocado. El hombre tardó unos instantes en cerrar la boca
entreabierta y en componer una sonrisa que no borraba el asombro que reflejaba
el resto de su cara.
Llegó la camarera y trajo
la carta de los postres y cambió los platos y cubiertos por otros limpios.
María la vio alejarse.
—Tienes razón. Creo que
yo tengo un culo más bonito.
—Respingón y redondeado.
Ya te lo dije.
María nunca se había
parado a pensar qué forma tenía su culo. O, más bien, hacía mucho tiempo que no
lo hacía. Respingón y redondeado. Vaya.
—¿Y mis tetas? —preguntó
mientras refugiaba su cara en la carta con expresión casual. Notaba sus orejas
tan rojas que necesitaba apartar la vista de Carlos mientras le preguntaba
aquello. Los vaivenes de los pendientes hacían que cada roce con el cuello
fuese una tortura. Además, empezaba a sentir aquellos calores tan sofocantes en
el pecho y su vientre se revolvía inquieto. Descruzó las piernas y volvió a
cruzarlas sin poder apaciguar el insidioso pero dulce escozor que sentía en la
entrepierna.
Carlos también hizo como
que leía la carta de postres, enterrando la cara detrás del cartón.
—Tienes unas tetas
divinas. Los pezones se te transparentan con ese sujetador rosa que llevas a
veces con el uniforme; me pones tan burro que tengo que masturbarme en el
lavabo cuando tengo un rato libre.
—Menudo guarrete —rió
María sofocándose aún más y más. La imagen de aquella polla escupiendo leche le
obnibulaba la mente—. Luego te lavarás las manos, ¿no?
—Claro, mujer, solo soy
un cochino para ciertas cosas.
—Pareces tenso, Carlos.
¿Tienes molestias en las cervicales?
—Muy observadora, María.
Tengo el cuello agarrotado de tener que apartar la mirada de tu escote.
—Ya decía yo. ¿Y te gusta
lo que ves?
—Sí. Por cierto, hoy
tienes tan duros los pezones que esa blusa que llevas te sienta de maravilla.
—Gracias. Tu traje
tampoco está mal. Estás muy apuesto.
—Se agradece. No lo
llevaba desde hacía bastante tiempo, he cogido algo de tripa y creía que no
cabría en él.
—Destaca más tu paquete
que tu tripa, Carlos. Estás empalmado desde que hemos quedado.
—No puedo evitarlo. Hoy
estás deslumbrante.
—Gracias.
—De nada.
La
camarera interrumpió la conversación.
—¿Ya saben qué van a
tomar?
Los dos alzaron la cabeza
y se miraron sorprendidos. Ninguno había leído una sola palabra de la carta.
—¿Tenéis tarta de queso?
—improvisó Carlos devolviendo la carta a la camarera con manos temblorosas.
La
camarera asintió y María pidió otra.
—Voy al servicio —dijo
ella cuando se marchó la camarera, cogiendo su bolso. Estaba tan excitada que
necesitaba un momento de tranquilidad o saltaría sobre Carlos para follárselo
allí mismo, delante de todos. Y no tenía ninguna duda de que él estaría
pensando en lo mismo.
Notó cómo aquella mirada
masculina y libidinosa se perdía en su trasero mientras iba hacia el pasillo
del fondo. Era maravilloso sentirse tan deseada. Notó como su sexo burbujeaba,
desprendiendo jugos que desbordaban la vulva.
Estaba sola en el cuarto
de baño. Se miró al espejo y sonrió avergonzada al ver el intenso rubor que
teñía sus mejillas. Se apartó un mechón oscuro que le caía por la frente y se
fijó en que el maquillaje siguiese impoluto, rímel, sombra de ojos, carmín.
Vale, todo en su sitio, pensó. Bajó la vista hacia la blusa y confirmó que, en
efecto, tenía los pezones tan duros que las arrugas de la blusa multiplicaba su
excitación. Apoyó las manos en el lavabo y se acercó aún más a su reflejo. Notó
como sus ojos tenían un brillo que los hacían refulgir como dos esmeraldas.
Abrió el bolso y sacó el pintalabios. No necesitaba retocarse los labios, pero
tenía que hacer tiempo para que su corazón aminorase aquel furioso trote.
Carlos entró cuando no
habían transcurrido ni dos minutos. María no se sorprendió al verle entrar en
el cuarto de baño de mujeres a través del reflejo del espejo. La tomó de la
cintura y la cabeza y la hizo volverse sobre él para besarla. Sus labios
buscaron con desesperación los suyos, las lenguas intervinieron sin necesitar
presentación previa. Ambos gimieron extasiados.
—Estás loco. Si te pillan
aquí dentro nos echarán.
—Pues que nos echen —dijo
mientras la arremangaba la falda internando una pierna entre las de María.
Sus labios buscaron de
nuevo los de María. Ella apartó la cara ofreciéndole su cuello. Carlos aceptó
encantado mientras sus manos se deslizaban por los muslos encontrando solo
deliciosa licra a su paso. Los pulgares se recrearon en el inicio de las ingles
bajo los pantis mientras los demás dedos intentaban abarcar el culo. El solo
contacto de Carlos hacía que la excitación de María creciese hasta límites que
ella no había previsto y para los que no estaba preparada. La lengua de él
buscó con avidez la fina piel del cuello y la nuca. El aroma del perfume de
María provocaba que los movimientos de Carlos fuesen más rudos, más intensos.
La lengua lamió el cuello con eficacia, deteniéndose en una garganta que no
paraba de tragar saliva, incapaz de dar abasto. María sentía como todo su
cuerpo era un carbón encendido, una llama avivándose, un volcán a punto de
explotar. Tomó la cara de Carlos y lo miró a los ojos un segundo. No tuvo
dificultades en perderse en aquellos ojos de color miel que reflejaban una
excitación igual de desesperada que la suya. Los dedos masculinos se cerraban
sobre sus nalgas cubiertas de lycra, apretando la dúctil carne a su paso. María
sentía como su coño demandaba con urgencia caricias y halagos. Pero no podían
ser descubiertos. Si, además, se descubría que trabajaban en otro restaurante,
sería la ruina.
—Espera, por dios,
Carlos, mi amor, un segundo —dijo ella apartándole para correr, apoyando las
punteras de los zapatos de tacón, hacia la puerta. Salió y volvió a entrar en
unos segundos, presa de una urgencia desesperada. Echó el pestillo y se volvió
hacia Carlos. Se apartó varios mechones del cabello revuelto de su cara y
terminó por quitarse las horquillas que mantenían sujeta la cabellera negra.
—¿No es eso peor que el
riesgo de ser descubiertos? —preguntó Carlos con una sonrisa, deslumbrado por
aquella cascada brillante de cabellos azabaches—. Si alguna mujer quiere entrar
y no puede, llamará a la camarera.
—He colocado el cartel de
“Se está limpiando”.
—¿Por la noche? ¿Y si
alguna mujer tiene un apretón?
—Que se joda. Nadie me va
a quitar de follarte —susurró mientras se desabotonaba la blusa.
—¿Un polvo rápido?
—No, Carlos. Un polvo
bueno. Lo de rápido depende de cómo me satisfagas. Pero yo te daré todo.
—Y yo te aseguro que te
corresponderé, mi reina.
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Eran las doce y media de
la noche cuando María llegó a casa y trancó la puerta despacio —intentando
hacer el menor ruido posible con las llaves en la cerradura—. Llevaba en una
mano sus zapatos de tacón y en la otra su bolso. Le dolían los pies, las
piernas, el sexo y, sobre todo, los pechos. Tenía el cabello desmadejado, el
maquillaje era poco menos que un borratajo en su cara y el corazón aún le latía
a mil por hora. Una sonrisa de felicidad absoluta le inundaba los labios y sus
ojos brillaban tanto que podrían haber iluminado la oscuridad que se encontró
en el pasillo de entrada.
Su mente solo estaba, sin
embargo, ocupada en un único pensamiento: saber cómo estaba su hijo Jorge.
Entró en su dormitorio a oscuras con
andares furtivos y se sentó en el borde de la cama junto a la cuna donde dormía
su bebé. Oyó su respiración suave. Sus ojos, después de habituarse a la oscuridad,
distinguieron las formas de Jorge. Estaba echado boca arriba y dormía sin
sobresaltos.
Se desabotonó la blusa y
luego se bajó la cremallera de la falda para quedar solo vestida con unos
pantis que tenían tantas carreras como un código de barras. Estaban deshechos.
El agujero al lado del refuerzo de la entrepierna la hizo suspirar recordando cómo
Carlos se lo desgarró. Se los arremangó con infinito esfuerzo; la espalda le
crujía y los brazos le pesaban tanto que parecían cargar con varios kilos de
peso extra. Suspiró cansada y se dejó caer sobre la cama con los brazos en
cruz.
Tenía que limpiarse la
cara y enumerar moratones y mordiscos en su cuerpo. No podía meterse en la cama
así porque mancharía la almohada con el maquillaje. Y no quería asustarse
demasiado al ver su cara y cuerpo a la mañana siguiente delante del espejo.
Haciendo acopio de las pocas fuerzas que le quedaban, se levantó y caminó con
andares ebrios hasta el cuarto de baño apoyándose en las paredes. Encendió la
luz junto al espejo encima del lavabo. Constató que tenía un aspecto horrible.
Bueno, no tanto. Aunque tuviese una cara peor que la que se encontraba al
despertarse cada mañana, en conjunto, el reflejo del espejo le mostró a una
María plenamente satisfecha. No tuvo más remedio que sonreír al recordar la
intensa sesión de sexo causante de su aspecto. Se miró las tetas y vio marcas
de mordiscos y chupetones alrededor de los pezones. Su cuello mostraba aún más
marcas oscuras y éstas serían más complicadas de ocultar. Si bajaba con la
mirada por su vientre, encontraría más. Y sobre su sexo. Y sobre la fina piel
de los muslos. Joder, es que Carlos la había comido entera. Pero no se
arrepintió de ninguno de los cercos oscuros de su cuerpo. Cada uno le hizo
sentir un estallido de emociones y consiguió que todo su ser explotase con
locura infinita... No, basta de imágenes. Era mejor dejar esos recuerdos
lúbricos para otro momento, ya empezaba a sentir de nuevo el interior de su
sexo húmedo y sus pezones duros arañar el aire a su paso.
Abrió un pequeño armarito
bajo el lavabo y sacó varios discos de algodón desmaquillante. Sus manos
temblaban y por eso no pudo evitar caer un pequeño frasco de quita-esmalte al
suelo. Se acuclilló mientras apretaba los dientes molesta. Esperaba que aquel
ruido no despertase a Jorge ni a Silvia ni a Luis.
No tuvo suerte. Al cabo
de unos minutos, la puerta del dormitorio frente al suyo se abrió y oyó como
unas pantuflas se arrastraba por el suelo. Su hermana se asomó al dintel de la
puerta del cuarto de baño vestida con una bata.
—Hola, perra —saludó
mientras emitía un bostezo que abría su boca hasta límites insospechados.
—Lo siento, os he
despertado.
—Nada de eso, cariño.
Luis duerme como un muerto. A ese solo le despierta un coño hambriento o una
bomba nuclear. Yo es que estaba medio dormida, esperándote. Jorge se ha portado
de maravilla.
—Gracias. No tenías que
esperarme; tenemos que levantarnos pronto. Mañana llegan varios autobuses de
excursiones de fin de semana, ¿no?
Silvia se encogió de
hombros, indicando que tampoco le importaba tanto dormir menos horas como saber
qué tal le había ido a su hermana.
De repente, Silvia abrió
los ojos y se dio cuenta del hermoso espectáculo que ofrecía el cuerpo desnudo
de su hermana. Y, sobre todo, de las marcas de labios y dientes que había
repartidas por todo el cuerpo.
—Mierda, me cagüen la
puta. ¿Qué te ha hecho ese desgraciado?
—Nada que el maquillaje
no pueda ocultar. Tendrías que ver cómo le dejé yo a él —sonrió mientras
terminaba de limpiarse.
—Menudos bestias que
sois. Parece que lo de follar se quedó corto con vosotros, ¿no? ¿Qué pasó, que
no os dieron bien de comer en el restaurante y os pegasteis bocados uno al
otro, o qué?
María
sonrió aún más pero no dijo nada.
—Bueno, ¿qué? ¿No tienes
nada que contar a tu pobre hermanita, me vas a tener con la comezón?
—Quizá mañana.
—¿Tendré que
preguntárselo a Carlos? Por cierto, nos lo habrás dejado bien enterito para
preparar las comidas de mañana, ¿no?
—A lo mejor anda escocido
unos días. No os preocupéis, será lo normal.
—¿Escocido? No jodas,
hermanita —sonrió Silvia cruzándose de brazos—. Eso tienes que soltarlo ahora.
María tiró los algodones
al pequeño cubo en un rincón del cuarto de baño. Miró a su hermana e hizo el
gesto de cremallera en sus labios.
—Es tarde Silvia. Mañana
te lo cuento —dijo apagando la luz del cuarto de baño y yendo hasta su cama a
tientas.
—No. Oye, espera, María
—protestó en voz baja, siguiéndola—. Oye, ven aquí, que me lo digas. No me
tengas en ascuas, puta.
—Vete a la cama, que hay
que madrugar, ¿vale? —susurró al acercarse a la cuna de Jorge. Seguía
durmiendo.
—Ni hablar —musitó Silvia
quitándose la bata en la oscuridad y metiéndose en la cama de su hermana—.Yo me
quedo aquí y me lo cuentas. Estoy desvelada y necesito una buena historia para
dormirme.
María suspiró. Se puso
unas bragas y una camiseta y se metió también en la cama. Encontrar el cuerpo
cálido de otra persona a su lado la hizo tomar conciencia de su propio cuerpo.
No solo se sintió a gusto, sino también protegida. Pero su hermana no cejaba en
sus pretensiones. La tomó de la cintura y la hizo volverse hacia ella.
—Cuéntamelo, por favor
—susurró con tono de ruego.
Silvia posó una pierna
sobre las de su hermana, avasallando, y María, al ir a apartarla, notó que no
vestía ningún pijama. Subió con disimulo la mano por la cintura y tampoco notó
ninguna braga.
—Me gusta dormir desnuda
—explicó.
—Se te enfriará el coño
—bromeó.
—Luis ya me lo ha
trabajado bien hace unas horas. Por eso no te preocupes. Venga, anda, cuenta.
—Si te lo cuento
prométeme que luego te dormirás —dijo María.
—Palabra de hermanita.
Cuenta, va.
María tragó saliva y
asintió. Parece ser que, al final, tendría que recordar los besos de Carlos,
sus labios, sus dientes, sus dedos, su verga, su culo. Se cruzó de brazos para
impedir que sus manos fuesen donde no debían durante su relato; ya estaba
empezando a sentir aquella dulce comezón en su sexo.
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María se terminó de
desabotonar la blusa mientras se apartaba de la puerta del cuarto de baño. Dejó
que las blusa mostrase el inicio de sus pezones. Dio otro paso hacia Carlos,
girando las caderas, haciendo que sus pechos sufriesen el roce de la tela,
intensificando su propia agonía. Olía el olor de su propio sexo, hambriento.
Notaba el calor de sus orejas encendidas, de sus mejillas candentes, de sus
labios inflamados. Respiraba atropelladamente, sintiendo las tetas revolverse
inquietas, como mariposas.
Carlos parpadeó sin aún
poderse creer que la preciosa mujer que se contoneaba para él se acercase con
aquel halo de infinita perversidad dibujado en su cara. Se llevó una mano a la
cara y se enjugó el sudor que le caía por las sienes; se limpió la saliva que
humedecía sus labios. Se aproximó a María y la tomó por la cintura para hundir
sus labios entre aquellos tiernos y mullidos pechos de negras areolas y pezones
erizados. Asió uno de las tetas y notó el peso extra. Aquella mama contenía
alimento. Y él estaba hambriento, jamás había estado tan hambriento; la tosca
lasaña se le antojaba un plato de segunda categoría comparado con el cóctel que
esperaba beber.
María ahogó un gemido y
hundió sus dedos entre el cabello de Carlos al notar los labios cerrarse en
torno al pezón. De inmediato notó como la leche fluía hacia el interior de la
garganta del cocinero cuando succionó. La lengua presionaba sobre la areola y los
dientes retenían el duro apéndice para extraer la mayor cantidad de líquido
posible. La otra mano de Carlos le retenía por la cintura impidiendo que su
pudiese apartar. Pero no hacía falta retenerla. Ella disfrutaba cada gota, cada
chorro de leche vertida en la boca de Carlos.
Los labios de Carlos
buscaron el otro pezón. Necesitaba aplacar una sed que no podía ser aplacada.
La leche fluyendo, las manos apretando las mamas. María soltó un gemido hondo
que nacía de su pecho, imposible de contener. Aquella enloquecedora sensación
era más de lo que podía soportar. Se estaba viniendo sin poder evitarlo
—Mierda, Carlos..., para,
por dios..., para, que me corro —susurró entre gemidos.
Era verdad. Sentir
aquella potente succión en el pezón le había provocado un agitar de tripas que
se habían condensado en su vientre y en su sexo. Sus piernas le temblaban y el
corazón le iba a estallar. Empuñó el cabello de Carlos al darse cuenta que no
se detendría. María abrió la boca y dejó que un reguero de saliva se condensase
entre el labio inferior y las encías. Notó como desbordaba su boca y recorría
su mentón cayendo sobre el cabello del cocinero. Carlos la estrechó aún más
contra él intensificando el fluir de la vida desde la teta de María a su boca.
Ella se estaba corriendo como una adolescente, dejándose llevar por el torrente
de convulsiones que la hacían respirar sin control, agarrándose a cualquier
cosa para no caer espatarrada por el suelo. Jadeó dejando que su saliva
resbalase en gruesos hilos. Las convulsiones seguían restallando en su cintura
y vientre, haciendo que su cuerpo se desmoronase. Sus piernas eran poco menos
que montículos de arena deshaciéndose. Cerró los ojos y gimió al son de los
embates de su orgasmo.
—Joder, joder, joder
—musitó con la boca anegada de saliva.
Era un orgasmo demasiado
bueno como para terminar tan pronto y, por eso, el placer se dilató más de lo
normal en su cuerpo. Notó como la boca de Carlos dejaba libre su pezón y sus
labios ascendían buscando los suyos. Un torrente de leche dulce la inundó el
paladar y tragó la mezcla de salivas y leche. La mezcla tenía mucho más sabor
que aquella insípida lasaña de la que Carlos se quejó con razón.
Carlos la llevó en
volandas hacia el lavabo. La arremangó la falda y la hizo sentar al borde de la
concavidad de cerámica. María apoyó la espalda en el cristal y, cerrando los
ojos, confiando plenamente en Carlos, se dejó hacer.
Sintió la lengua húmeda
dejar rastros de calor sobre sus muslos separados. La licra de los pantis
permitía que la humedad permaneciese por más tiempo sobre su piel y pronto notó
toda la zona alrededor de la vulva empapada. Un leve palpitar de su vientre le
indicó que un nuevo orgasmo se aproximaba. No era posible. No otro tan seguido
del anterior. Las uñas de Carlos siguieron los rastros húmedos y varios sonidos
de papel rasgándose inundaron sus oídos. Carlos la estaba moliendo los pantis.
—¿Te gusta, mi amor?
—Me gusta, sí —contestó
María tragando saliva, sin abrir los ojos. El regusto de su leche le inundaba
el paladar de sabor. Arrebañó con la lengua los restos que notaba en las
comisuras de sus labios.
Notó cómo los dientes de
Carlos mordían el refuerzo de los pantis pellizcando los pliegues de su vulva
afeitada. Los dedos del cocinero continuaban arañándola los muslos haciendo que
sus pies se agitasen en el aire. Un zapato salió volando y el otro quedó
colgando de los dedos del pie. Su vientre se contrajo al notar como los dientes
y los labios y los dedos se aproximaban cada vez más al botón pulsátil que
coronaba su vulva. Uno de los dedos de Carlos había conseguido agujerear el
panti y presionó sobre la entrada de su vagina, haciéndola gemir sin control.
Se mordió el labio inferior con saña y respiró hondo por la nariz exhalando
entrecortadamente. Notó como los hábiles dedos de Carlos agrandaban el agujero
del panti y proporcionaban una entrada hacia su sexo. No tardó en sentir los
lametazos en su coño. La lengua recorría toda la raja desbrozando pliegues. Una
y otra vez, una y otra vez, recogiendo la humedad que fluía del interior del
coño y repartiéndola por toda la vulva. Su clítoris no aguantaba más. Se llevó
ella misma las manos a sus pechos y apretó sobre la carne maleable al sentir
los embates del orgasmo. Hundió las uñas en sus tetas y apretó los dientes.
Aprisionó con sus piernas la cabeza de Carlos sobre su coño y sintió como todo
su cuerpo vibraba y su vientre se tensaba como la piel de un tambor. La lengua
continuaba su trabajo, su cuerpo se revolvía presa de convulsiones, su corazón
latía desbocado, de sus pezones manaban gotas de leche. Los sudores la
envolvían toda su cara y notaba su cabello empapado. Sus orejas estaban
inflamadas. Los párpados le dolían de cerrarlos con tanta fuerza.
—¡Dios! —gritó a pleno
pulmón, sacudiéndose ante la furia del orgasmo.
Carlos se incorporó para
besarla y María abrió los ojos y le abrazó para retenerle mientras sus labios
se unían y sus lenguas retozaban entre jugos de diferentes sabores.
María se sentía viva. Su
cuerpo la estaba proporcionando orgasmos enloquecedores que hacían bullir su
mente con burbujeantes y chispeantes luces de colores. Ambos gemían mientras
sus bocas se afanaban en buscar una posición que no querían encontrar.
—Déjame —pidió ella
apartándole de entre sus piernas.
Le hizo volverse frente a
ella, empujándole sobre el lavabo. Le terminó de sacar la camisa del pantalón.
Le desabrochó el cinturón, le desabotonó el pantalón y le bajó la bragueta.
Bajo el calzoncillo, la enorme verga pugnaba por salir al exterior. Le bajó los
pantalones hasta los tobillos y luego los calzoncillos. El miembro erecto se
bamboleó en el aire como el mástil de una bandera. Un fluido viscoso rebosaba
de la punta del glande. Los testículos colgaban laxos bajo la verga, rodeados
de una mullida capa de vello oscuro. Atrapó con los labios uno de los huevos
mientras empuñaba la verga para replegar el prepucio. El testículo fue objeto
de una intensa succión mientras la polla era estimulada con movimientos rápidos
y precisos.
—Ay, mi madre, dios —se
quejó Carlos al notar como la boca de María parecía tragar el testículo.
Las manos de Carlos
deshicieron el peinado de ella al buscar un lugar donde poder agarrarse. Cuando
el dolorido testículo fue escupido, le llegó el turno al otro. María separó con
un codazo las piernas de Carlos y ascendió con la mano libre entre las nalgas
del hombre.
Carlos ni se enteró al
ser penetrado. El dedo de María ascendió por entre las nalgas y se internó en
su ano con una precisión quirúrgica.
—¡Hostia puta! —soltó al
notar el dedo presionar sobre la próstata.
El dedo presionaba dentro
de su intestino sobre la próstata a la vez que el testículo sufría la intensa
succión de la boca de María y mientras la verga seguía siendo estimulada con un
frenesí enloquecedor.
El cocinero contuvo la
respiración sintiendo todas sus gónadas estimuladas a la vez. El placer era tan
intenso que era casi insoportable. El semen borboteaba de su polla y no se dio
cuenta de su orgasmo hasta que notó como el pelo de María estaba manchado con
su corrida. El placer de la eyaculación se había diluido entre el intenso
éxtasis del masaje de próstata.
—Mierda, mierda, mierda
—gimió extasiado sintiendo como su vientre y piernas se contraían en espasmos
imposibles de controlar.
Cuando el géiser de semen
dejó de manar de la verga, María se levantó hundiendo las uñas en el vientre y
el pecho de Carlos como si hiciese escalada. Le gustaba dejar marcas. Y le
gustaba tenerlas. Buscó el cuello de Carlos y mordió la piel succionando a la
vez, aprovechándose de aquellos momentos de debilidad en el hombre. Pero
duraron poco. Las manos de Carlos tomaron la cabeza de María y la obligaron a
unir de nuevo sus labios. Los dedos de él se revolvían bajo la blusa de la
espalda de María trazando senderos con sus uñas hasta descender sobre las
redondeadas nalgas y apresarlas con obstinados movimientos que convergían en
las palpitantes nervaduras del ano.
—¿Aún... aún tienes
fuerzas para follarme? —balbuceó jadeante María.
La pregunta sonó a
desafío. Carlos gruñó ante la duda y se deshizo del abrazo de ella para
colocarse a su espalda. La hizo agacharse y apoyar su torso sobre el lavabo.
María rió gozosa.
Carlos se acuclilló para
dejar frente a su cara el misterio oculto entre las nalgas de María. El ano se contraía y distendía y la
vulva estaba reluciente por la mezcla de jugos que la cubrían. Aspiró el aroma
que surgía de entre aquellos mofletes. Enterró su cara entre los globos de
carne y su lengua lamió los dos orificios. Necesitaba tiempo para hacer
resurgir su verga. La empuñó con una mano y se la sacudió desperezándola
mientras atendía las necesidades linguales que los orificios de María
demandaban.
La mujer notaba su
vientre y sus tetas enfriándose sobre la porcelana del lavabo. Abrió el grifo
del agua caliente mientras se mordía el labio inferior. Notaba su cabello sucio
y los mechones húmedos por los goterones de semen. Su propio coño destilaba
licores de intenso perfume. Sus axilas chorreaban sudor. Su cara estaba
brillante por el sudor. Todo a su alrededor inundaba su nariz con el acre aroma
del sexo.
Oyó con un suspiro de
alivio como Carlos rasgaba el envoltorio de un condón. El agua caliente fluía
envolviéndola en nubes de vaho empañando el cristal sobre el que veía el cuerpo
desdibujado de Carlos aproximarse a su culo con la polla en alto.
La verga se internó en la
vagina con facilidad. El miembro deshizo con su penetración cualquier resto de
autocontrol que aún quedase en el cuerpo de María. Los testículos golpeaban con
suaves toques el resto de su vulva. Carlos agarró con firmeza las caderas de
María y la hizo incorporarse. Las manos de él ascendieron por su vientre y se
acoplaron a sus pechos mientras ella luchaba por mantener la cordura.
—Ay, dios mío —gimió
María al notar como su espalda doblada crujía con los empellones que asediaban
su entrepierna.
La mano derecha de Carlos
atenazó uno de los pechos y la otra bajó hasta la vulva para frotar los
pliegues mientras los empujones hacían que todas las carnes de su cuerpo se
agitasen gloriosamente.
—Vamos, cariño, vamos —le
animaba Carlos mientras bombeaba carne sin cesar dentro de su coño. Su aliento
le quemaba la piel del cuello.
María se revolvía sin
saber que hacer con los brazos. Los llevó atrás y clavó las uñas en las nalgas
comprimidas de Carlos. Apretaba los dientes sintiendo que la respiración
silbante se acompasaba con las furiosas embestidas que notaba en su coño. Los
dedos de Carlos presionaban sobre su clítoris bajo los pliegues de la vulva,
latiendo con furia desmedida.
—Joder, joder —siseó la
mujer sintiendo como el orgasmo crecía en su vientre.
Ahondó con sus uñas en
las nalgas de Carlos, sintiendo la carne ceder, apretando hasta que los
espasmos de placer le pudieron. Un violento éxtasis explotó en su vagina. El
aliento de Carlos le ardía en la nuca y su mano le estrujaba la teta con
indecible placer.
Aguantó erguida, sumida
en los espasmos de su placer, hasta que sintió como los empellones sobre sus
nalgas y caderas se intensificaron y Carlos exhaló un gemido que le abrasó la
piel del cuello y el hombro. También él se había corrido.
Se dobló agotada sobre el
lavabo y no le importó que las tetas se hundieran en el agua candente del
lavabo. Sudaba sin parar. Notaba su cara cubierta de goterones de sudor. Sus
axilas empapaban la blusa a los costados. Su falda estaba tan arrugada que
dudaba que una plancha pudiese hacer algo.
Pero rió. Rió bien a
gusto, sintiendo su espalda molida y su coño destrozado. Sus tetas maltratadas
y su cabello desmelenado y sucio. Sus hombros y brazos entumecidos. Su garganta
seca como una lija.
Carlos la cubrió de besos
y hizo sentar sobre el suelo, apoyándola sobre la columna del lavabo. Él se
acuclilló frente a ella.
—¿Estás bien? Tienes la
cara muy roja —comentó preocupado.
María
suspiró y le besó en la frente.
—Estoy de maravilla, mi
cocinero. He comido hasta reventar, joder.
Carlos
sonrió acogiendo sus mejillas con las palmas de sus manos.
—Me alegro. Porque ahora
tenemos que salir de aquí y parecer una pareja normal y corriente.
María le miró abriendo
los ojos, entendiendo la completa imposibilidad de aquello. Carlos le miró con
expresión grave.
—¿Un “simpa” por la
salida de emergencia?
María
asintió sin dudarlo con un brillo travieso en sus ojos.
Los dos se miraron unos
instantes y luego no pudieron contener la risa por más tiempo. María se tapó la
boca y Carlos se carcajeó.
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—... y luego nos fuimos a
su casa para limpiarnos. Casi corríamos por la acera, riendo y cantando,
pensando que irían tras de nosotros con la policía —susurró María recordando la
excitación del momento.
Silvia no dijo nada. No
había dicho nada durante el relato de su hermana. Solo emitió un gemido hondo
al sentir los ecos de un orgasmo recién disfrutado. Tenía las manos sobre su
coño mojado. Se acaba de correr por segunda vez. El simple imaginar de la escena
de María y Carlos en el cuarto de baño del restaurante le había impulsado a
llevarse los dedos hacia su entrepierna y frotarse la vulva con un ansia casi
compulsiva.
—No me jodas, hermanita,
¿te has masturbado mientras te contaba cómo follamos?
Una risita contenida
seguida de un fuerte inspirar indicaron a María que no iba desencaminada.
—Qué puta eres.
—Es que lo has contado
muy bien. Me iba excitando por momentos y, cuando me di cuenta, tenía las manos
sobre el coño. No pude evitarlo.
—La verdad es que yo
también me he mojado al recordarlo. Carlos folla que te cagas. Es un excelente
amante.
—Eso parece.
Las dos hermanas se
quedaron calladas unos minutos. Solo se oía la respiración de ellas y de Jorge
en la cuna junto a la cama.
—Gracias por hacerme
salir. Creo que necesitaba desahogarme de alguna forma.
—Para eso están las hermanas, mujer; no hace falta que me lo agradezcas.
—Para eso están las hermanas, mujer; no hace falta que me lo agradezcas.