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viernes, 21 de septiembre de 2012

BAMBI Y EL TIGRE



Por norma, una mujer no busca un hombre que sea un excelente amante, tampoco un cuerpo escultural, tampoco una impetuosidad desbordante. Sólo quiere un hombre que la haga sentirse especial.


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Martha intentó que no pareciese demasiado evidente la emoción que había sentido al ver aparecer en la discoteca al tigre.
Agarró con fuerza el vaso con bebida que sostenía con una mano y apoyó la otra en una columna. Sintió como su corazón se revolucionaba y un ardor intenso la subía del vientre, inflamándola la respiración.
Era carnaval. Y la música atronaba en la discoteca. El disfraz de tigre de aquel monumento era, más que fiel, sugerente, pues se amoldaba a su cuerpo como una segunda piel. Espalda ancha, hombros abultados y hermosos bíceps. Y, por si fuera poco, un culo soberbio, del que nacían unos muslos gruesos y torneados. Las rayas negras y anaranjadas recorrían el disfraz en un patrón nada casual: convergían en sus divinas nalgas.
Martha se obligó a cerrar la boca y se pasó la lengua por los labios.
—Madre mía, qué ganas de comer me han entrado de repente —jadeó.
Era una lástima que ella hubiese elegido un disfraz de Bambi. Uno de pantera habría sido mejor opción con aquel tigre.
—¿Quién es ese portento, chicas? —gimió a su lado, Sonia, una de las amigas con las que había acudido a la fiesta de disfraces.
Las chicas miraron embobadas al tigre. Con sus gruñidos y jadeos, Martha se dio cuenta que no era la única que estaba hambrienta en la fiesta. Si quería comer aquella noche, debería dejar claro que ella era la única propietaria de la pieza.
—Quietas, quietas —murmuró con voz grave—. Yo lo vi primero. Contentaos con lo que haya por ahí.
—No, claro que no, Martha —protestó Sonia—. Dejemos que sea él quien elija a quién quiere devorar.
Martha sonrió. La idea le parecía perfecta. Todas parecían haber olvidado que el disfraz que ella llevaba era el más atrevido. Y no por lo que llevaba puesto, sino por lo que llevaba pintado. La pequeña máscara que ocultaba su rostro y el tanga que se ceñía a su cintura eran los únicos elementos que cubrían su piel. Una pintura con base de marrón canela y blanco cubría su cuerpo entero y trazas manchadas de negro ayudaban a convertir su figura en un fiel reflejo lúbrico del cervatillo de Disney.
Estaba completamente segura de seducir al tigre con que solo posase su mirada en ella.
La excitación que notó cuando el tigre se volvió hacia ellas y fijó su mirada en su cuerpo superó toda expectativa.
Su máscara ocultaba sus ojos y pómulos, pero el resto de aquella cara era puro deleite para la vista. Nariz recta y fina, mandíbulas cuadradas y potentes, barbilla angulosa y sobresaliente.
Cuando la sonrió, Martha sintió como algo dentro de ella se licuaba y sus piernas dejaban de sostenerla.
Y cuando el tigre se lanzó hacia ella, se sintió desfallecer.

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Yo antes era el Stuart tímido y retraído. Un Stuart que compartía pasillo con la despampanante Martha Stevens, y a la que nunca tuve el valor de expresarla mis sentimientos.
Martha simbolizaba mi mayor deseo. Pero también mi mayor frustración. Considerado desde muy pequeño como un genio, agoté la mayor parte de mi juventud perfeccionando mi técnica con el piano. No solo era considerado uno de los pianistas más prometedores según las críticas tras terminar mis recitales. También era el hombre más solitario y triste de los recitales. Mi familia exigió que toda mi juventud se dedicase a practicar, practicar y practicar. Si el piano fuese un amante, abría cortejado al instrumento desde mi infancia. Pero, demasiado tarde, me di cuenta que, tras la fama y el reconocimiento, estaba muy lejos de alcanzar la felicidad.
Cuando me mudé a aquel lóbrego apartamento, lo primero que exigí que fuese colocado fue mi querida amante de teclas de marfil y ébano.
—Hola, soy Martha, tu vecina, ¿tocas el piano?
Cuando la vi por primera vez, asomada entre las cajas de mudanza, el corazón me retumbó como timbales. Una orquesta tocó en mi cabeza sonatas.
Su cabello castaño, recogido en una coleta, brillaba lustroso. Ojos azules y mirada risueña. Rostro ovalado y labios carnosos. Sentado en la butaca ante el piano, sentí como el suelo mismo se hundía a mis pies. Cuerpo escandalosamente sinuoso y manos delicadas de finos dedos. Todo en ella me provocaba una desazón indescriptible. Vestía unas mallas que realzaban sus piernas estilizadas y una camiseta holgada de tirantes que mostraba un escote descomunal.
No recuerdo si la respondí pero entró en mi recién adquirido piso y caminó con paso grácil hasta apoyarse sobre el piano.
—Tócame algo —me susurró con el tono más ambiguo que pude soportar.
Y entonces, ocurrió el cataclismo. Mis dedos aporrearon las teclas. Creo que no acerté una sola nota, ni tampoco seguí el ritmo. Ni tan siquiera supe si mis dedos eran míos o los de un carpintero beodo aporreando las teclas con un martillo.
Ni me atreví a mirarla, estaba abochornado.
—Suena bonito.
Su condescendencia avivó mi vergüenza.
Aquel fue el inicio de mi caída. Día tras día, la veía y el corazón me latía igual de rápido. Pero mis palabras se trababan, mi cara enrojecía y era incapaz de actuar coherentemente.
Pero mi disfraz de tigre iba a borrar todo aquello de un solo zarpazo. Tras la máscara, ocultando al Stuart tímido y bobalicón, me sentía renacer. Era una segunda oportunidad de seducir a Martha. Me sentía seguro de mí mismo, me sentía valiente, me sentía rabiosamente provocador.
Y supe que aquella vez sería diferente cuando, caminando hacia ella, Martha correspondió a mi sonrisa con otra aún más bella y libidinosa.
Estaba seguro de aquella noche de Carnaval en la discoteca, la dulce Martha caería en las garras de un feroz tigre.

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Stuart se aproximó a Martha. Tenía una dirección clara, había elegido su presa de entre la manada de mujeres que se lo comían con los ojos.
—No te conozco, creo que no te había visto antes —musitó Martha cuando se detuvo sobre ella.
—Claro que no —agravó la voz Stuart para no ser descubierto.
Martha dejó que sus dedos, incapaces de mantenerse quietos, se posaran sobre uno de los bíceps de Stuart. Aquello no era ningún relleno. Era músculo auténtico, pura fuerza bruta. Y sólo para ella, tal y como parecía indicar el atrevido gesto de Stuart al acariciarla el pelo.
Se había recogido el cabello en un complicado moño por el que asomaban, juguetonas, dos crestas a ambos lados para simular las orejas de un cervatillo. A Stuart le fascinaba aquel despliegue de originalidad. Mucho más que aquel cuerpo desnudo, apenas cubierto de pintura corporal. Un aroma a flores salvajes emanaba del cuello de Martha y creyó enloquecer.
—¿Resulto apetecible, tigre?
Stuart sintió como desfallecía cuando Martha hinchó su pecho, elevando sus senos. Las sombras que delataron sus pezones inflamados pintados le hicieron bizquear.
—Eres delic… delic… deliciosa —tartamudeó.
Martha arrugó el ceño. Qué extraño, por un momento, aquel titubeo encantador la había recordado a su vecino de piso.
Stuart era un encanto. Se sentía especial a su lado y cada día, cuando se cruzaban, se divertía al ver su turbación. Además, era sumamente tímido. Poseía el encanto de la inaccesibilidad, pues Stuart era demasiado para ella. Por las noches oía el sonido de su piano. Era, sin duda, magia la que hacía brotar del instrumento con sus dedos. Suaves melodías que acariciaban su piel. Pero ella era una camarera sin futuro, encerrada en un mundo sin posibilidades, encadenada a la mediocridad. Stuart era sensible y galante. Tanto que a veces la dolía estar cerca de él.
—Tengo hambre —gimió el acariciando con sus labios el cuello de Martha.
El contacto hizo que ella olvidara a su compañero de piso y se concentrara en el Adonis que tenía encima. Esos maravillosos labios la estaban elevando su temperatura hasta sentir sofocos. Y la salvaje fragancia a almizcle que procedía del tigre creyó hacerla hervir la sangre.
—¿No habrá persecución? —jadeó Martha. Cogió de la cintura al tigre y, acercando su vientre contra el suyo, creyó morirse al notar la enorme erección presionándola.
—No, pues ya te he atrapado, gacela. Ahora solo queda disfrutar del placer de la carne.
Y Stuart posó los labios sobre los de Martha. Las lenguas se entrelazaron y las salivas recorrieron el canal creado con rapidez. El ansia impulsaba a las dos bocas a mordisquear los labios ajenos con frenesí. Sus cuerpos se apretaron y Martha rodeó el cuello de Stuart. Jadeaba sin control, absorta en el húmedo beso, frotándose contra el torso del tigre. Stuart descendió sus manos hasta el culo de Martha y hundió sus garras en la mullida carne. Apretaba a Martha contra su dolorosa erección y disfrutaba sintiendo como ella, no solo lo aceptaba, sino que lo forzaba. Cuando ella imprimió un tórrido meneo de caderas contra su pelvis, Stuart dudó seriamente de poder aguantar más tiempo sin someterla allí mismo, delante de todos. Sus pezones le arañaban la piel y la entrepierna de Martha parecía haberse convertido en un volcán a punto de explotar.
Martha sintió como sus muslos se humedecían. Se notaba tan empapada que, ante la indecisión del tigre, fue ella misma quien se apartó bruscamente de él. Le miró mientras sentía su boca entera clamando volver a la acción.
Lo cogió de la mano y tiró de él hacia el guardarropa de la discoteca.

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Cerré la puerta de una patada y le lancé sobre la pared alfombrada de abrigos. Estaba sedienta, estaba hambrienta y desesperaba por abalanzarme sobre él. Pero decidí que jugar un poco con aquel tigre, que se había vuelto dócil gatito entre mis dedos, aumentaría más la tensión.
—No creas que te va a resultar tan fácil comerme, mi tigre —ronroneé, contoneándome para él.
Mi desconocido felino se reclinó sobre la mullida capa de abrigos y se sentó sobre una pila de bolsos. Abrió sus piernas y su recio falo destacó como el palo de una escoba. Me encantaba tenerle tan desesperado. Yo también quería sentarme sobre él y cabalgar su divina montura. Pero la espera no haría sino aumentar el deseo de lo que llegaría.
Bailando el más lúbrico de mis contoneos, me giré para mostrarle mi trasero.
—Minino precioso, ¿qué vas a hacerme? —gemí. Deslicé mis dedos dentro de la tira del tanga y fui bajándolo.
De espaldas a él, sus jadeos sonaban furiosos. Mis jugos desbordaban mis pliegues. El tigre gruñía y rugía. El tanga cayó a mis pies y, al instante, sentí el extremo ardor de su aliento entre mis nalgas. Incapaz de contenerse, el tigre me sujetaba de la cintura.
Chillé emocionada. Su lengua accedió a los recovecos de mi sexo encharcado. Su máscara presionaba contra mis caderas mientras su cara se hundía entre mis carnes.
Me aparté no sin dificultad. No iba a permitir que fuese tan fácil. Ni para él ni para mí.
Se quedó embobado viendo mi vello púbico recortado. Sonreí ante aquella muestra de ingenuidad. Era fantástico lidiar con una bestia enorme como aquella, sabiendo lo salvaje que podría llegar a ser. Y amaestrarla con sólo mostrar mi coqueto pubis. Pero si creía haber amansado al tigre, estaba equivocada.
Se bajó las mallas del disfraz y un miembro fibroso y erecto surgió de entre sus muslos. Madre del amor hermoso, ¿todo aquello era suyo? Ahora la embobada era yo. Y pagué caro mi error: antes de darme cuenta me había tumbado en el suelo.
Su impetuosidad arrambló con todo. Su boca desperdigó besos y lametones por mi cara. Un intenso calor provenía de su piel y el olor de nuestros sexos preparados me mareó. La espiral de sabores y gemidos, de olores y magreos me hizo perder la razón. Enganché las piernas a su cintura y, embriagada, busqué su palo.
Si su boca me devoraba, sus manos me sumían en la desesperación. Jamás sentí unos dedos tan hábiles sobre mis pechos. Parecían tocar mi carne como si yo misma fuese un… un piano. La similitud me hizo recordar a Stuart. Mi dulce vecinito. Ojalá fuesen sus dedos los que amasaban mi carne y sus labios los que degustasen el sabor de mis pezones. Pero la añoranza me duró poco.
Su miembro entró en mi gruta con fuerza arrolladora. Gruñí dolorida ante tal alarde de cruda fogosidad. Gemí sintiendo como si metal hirviendo llenase mi sexo. Mis jadeos le sirvieron como señal de inicio de sus acometidas. Afiancé mis uñas sobre sus duras nalgas y mordí su cuello con la esperanza de resistir la violencia de sus embestidas. Pero el desconocido honraba su disfraz imprimiendo un ritmo brutal, feroz. Solo era capaz de chillar extasiada. Nadie me había llevado antes hasta cotas tan extremas de placer.
No sabía si aquel desconocido era tan ardiente a causa de mí o de la situación pero era innegable su poderío físico. Bañados en sudor, mil y un placeres se derramaban por mi vientre y mi cabeza era incapaz de soportar tal cantidad.
El orgasmo me sacudió como un pelele. Grité extenuada y cuando el placer me abandonó entre descargas eléctricas, el suyo me catapultó de nuevo hacia el éxtasis. Jamás había experimentado dos orgasmos simultáneos. El placer era tan absoluto que el universo entero pareció concentrarse en mi cabeza y explotar de repente.
Agotada tras experimentar el placer más supremo, me sorprendió la actitud del tigre: me abrazó y buscó mis labios para besarme con ternura. Aquello era un polvo ocasional. Tras el placer, no estábamos obligados a mostrarnos afecto. Entrelazó sus piernas con las mías y acarició mi rostro.
—Te amo, Martha.
Mi corazón volvió a latir desbocado. Reconocí su voz sin dudarlo.
Quité la máscara al tigre y un Stuart exhausto me sonrió.
Me aparté de él enfurecida.
—¡Stuart!

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En la penumbra de mi casa, sentado en la butaca del piano, posé las manos sobre las teclas. Un acorde fúnebre sonó débil, hastiado.
Intentaba impedir que las lágrimas cayesen por mi rostro pero era inútil. Todavía me dolía el tortazo que Martha me lanzó al descubrirme. Pero, más que el golpe, sus palabras me dolían con más fuerza.
—¡Estás loco, Stuart!
No la entendí. Me froté la mejilla golpeada sin comprenderla. Buscó su abrigo entre los cientos que abarrotaban el guardarropa. Su cuerpo desnudo temblaba y la pintura corporal se había corrido con el sudor. Su imaginativo moño se había deshecho y su cabello caía en cascada sobre su espalda y hombros.
—El disfraz me ayuda a ser la persona que quieres —protesté.
—El disfraz te convierte en otro Stuart —replicó ella entre sollozos—. Un Stuart que no conozco; un Stuart salvaje, primitivo.
Agarré su muñeca cuando se cruzó conmigo al salir del guardarropa. Su gabardina la cubría por completo y se había subido el cuello para ocultar parte de su rostro.
—No tenía otra opción. El Stuart que conoces jamás se habría atrevido a disfrazarse así para ti.
La mirada que Martha me dirigió, heló mi sangre.
—Exacto —murmuró—. El Stuart que conozco nunca lo habría hecho.
Mis dedos recorrían las teclas del piano sin presionarlas.
No sé qué era más triste. Si haber poseído a Martha, con la seguridad de que nunca podría repetirlo o haberla causado una pena tan profunda que la hizo regresar a casa de inmediato. Deslicé las yemas de los dedos por las teclas y luego las uñas. Había hecho daño a Martha, de eso sí estaba seguro. Y eso sí que era lo más triste.
Tenía que disculparme. Debía llamar a su puerta y expresarla mi arrepentimiento.
Me levanté y caminé hacia la puerta. Solo esperaba que el engaño no la hubiese puesto tan furiosa que rechazase mis disculpas. Me conformaba con que volviese a ser mi vecina risueña, mi vecina hermosa, mi vecina inaccesible.

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La puerta se abrió después de que Stuart llamase varias veces. De hecho, pensaba volver a su casa cuando Martha la abrió.
—¿Qué quieres, Stuart? ¿Reírte más de mí?
El hombre se metió las manos en los bolsillos del pantalón y negó con la cabeza.
—Vengo a pe… pe… pedirte perdón.
Martha se apoyó con fuerza en el marco de la puerta al escuchar el familiar tartamudeo de Stuart.
—¿Por qué hiciste eso, Stuart? ¿Por qué quisiste ser otra persona?
Stuart bajó la mirada y contempló la bata que cubría el cuerpo de Martha. Incluso esa prenda gruesa y holgada vestía su cuerpo con belleza arrebatadora.
—Porque te amo, Martha. Desde el primer día que te conocí. Y sé que el Stuart que tienes de vecino solo te produce indiferencia. Quería ser el hombre del que, algún día, te pudieses enamorar.
Martha notó como sus piernas temblaban. Arrugó el mentón y no permitió que las lágrimas desbordasen de sus ojos.
—¿Qué te hace pensar que el Stuart que tengo de vecino no es el hombre de mis sueños?
Stuart la miró sorprendido. Martha continuó:
—Quiero que el Stuart verdadero me enamore. No quiero una estupenda polla pegada a un estupendo cuerpo. Quiero a mi tímido Stuart.
—Pero ese Stuart tardaría siglos en acercarse a ti.
Martha suspiró y cerró la puerta.
—Le estaré esperando siglos si hace falta.
Stuart quedó solo en el descansillo. Se volvió hacia la puerta entreabierta de su piso y el miedo se apoderó del él al ver la lúgubre penumbra que surgía de dentro.
Llamó de nuevo al timbre de Martha.
—¿Qué ocurre ahora, Stuart? —contestó ella tras la puerta.
Stuart tragó saliva.
—Mar… Martha, tengo miedo.
—¿Miedo de qué, Stuart?
—Miedo de quedarme solo.
El silencio se apoderó de nuevo del descansillo mientras Stuart alternaba su mirada entre la puerta de Martha y la suya.
La puerta se abrió y Martha apareció con los brazos cruzados.
—Mi plan es una pizza, televisión y una botella de tequila. ¿Tú que me ofreces, Stuart?
—Sé to… tocar el piano.
—¿Me tocarías algo, Stuart? —ronroneó Martha con tono insinuante.
La cara de Stuart se convirtió en un sol radiante al captar los dos sentidos de la sugerente petición. Pero apagó al instante su gesto al percatarse del ceño fruncido de Martha.
—Va… vale —contestó vacilante.
—Genial —contestó risueña Martha, dando palmas.
Mientras seguía a Stuart hacia su casa, preguntó en voz baja:
—¿El tigre está enjaulado?
Stuart murmuró con una sonrisa:
—No. El tigre acecha, a la espera del momento oportuno.

martes, 18 de septiembre de 2012

-(Entre paréntesis)- Final

CAPÍTULO 17

—Quédese con la vuelta —dijo Mary Ann al taxista.
Nada más bajar del taxi vio a toda la gente de la fiesta reunida en un corro en el aparcamiento, a escasos cien metros de ella.
“Nada va bien, no señor”.
Rodderick la había rechazado y, aunque tenía una dignidad que mantener ante el resto de personas, en su interior sentía la imperiosa necesidad de darle un escarmiento.
No entendía muy bien la razón por la cual indicó al taxista que acudió a recogerla que, camino del centro de la ciudad, diese media vuelta y volviese hasta la mansión Walsh.
¿Por qué estaba dispuesta a olvidar todo aquel torrente de furia que la invadía al recordar cómo se había reído de ella al negarse a hacer el amor en un incómodo asiento de coche? Ni ella misma podía responderse.
Solo sabía que, en su interior, deseaba ver sufrir a Rodderick Holmes de la misma forma que él lo había hecho con ella. Sin embargo, más abajo, en el corazón, no podía dejar de pensar en él.
Había hombres más que dispuestos a salir con ella, hombres mucho mejor situados socialmente, procedentes de familias poderosas, con mucho más dinero en su cuenta bancaria. Pero, quizá a causa de un capricho del que no podía extraer un motivo válido, ella deseaba a Rodderick. Era popular y era guapo. Y con eso la bastaba. El dinero y la posición social los pondría ella.
Nunca un hombre la había rechazado. Y menos cuando se mostraba desnuda ante ellos. Pero Rodderick, ese divino patán, había despreciado su cuerpo como nunca antes alguien lo había hecho. Quizá su relación no fuese ya la misma. En realidad estaba segura que ya no podría ser considerada su novia. Elisabeth Reddith ocupaba su corazón, sus pensamientos y su razón. Y no entendía qué había entre ellos dos. Ella se consideraba una mujer con un cuerpo fantástico, dotada con una sexualidad insaciable, desbordada con una pasión nunca satisfecha; ¿qué veía en esa pobre infeliz que no tuviese ella misma?
La respuesta a esa pregunta fue la que la hizo inclinarse sobre el taxista y pedir que diese la vuelta, que condujese a toda velocidad a la mansión.
Pero, al encontrarse con todos los asistentes a la fiesta reunidos en el aparcamiento, un funesto pensamiento pasó por su cabeza.
Y cuando oyó gritar a Phill Crawford su nombre, sus peores temores se hicieron realidad.
Por desgracia, alguien oyó o vio el taxi llegar. Los murmullos se alzaron entre el grupo de asistentes y, al instante, el círculo de personas se abrió para mostrar a Phill Crawford tumbado sobre el capó de su coche, sujetado de los brazos por varias personas. A su derecha estaban Rodderick y Elisabeth. Ambos tenían sus ropas sucias y rotas. La cara de él evidenciaba los efectos de un buen golpe recibido y ella parecía aquejarse de otro en su cintura.
Phill y Mary Ann se miraron durante un instante y ella supo, sin lugar a dudas, que había escogido el peor momento de la noche para volver a la fiesta.
Retrocedió de vuelta al taxi, pero Phill la llamó a gritos.
—¡No huyas, zorra, Mary Ann, bruja artera, todo el plan para separarlos fue idea tuya!
La sangre la hirvió en las venas. Una cosa era averiguar por qué Rodderick la había menospreciado y otra convertirse en el chivo expiatorio del retorcido plan de Phill Crawford. Se volvió y se dirigió hacia él fuera de sí.
—Mientes, patético fracasado. Ese maldito plan es igual de absurdo que tú mismo y lleva tu firma inconfundible.
—¿Tú… tú también? —preguntó Rodderick anonadado.
—No, no, por Dios, no pienses eso de mí —corrió hacia él y se arrodilló a sus pies—. Yo lo hice por ti, por tu amor. Nunca tuve ningún siniestro motivo en separarte de esta zorra, solo buscaba tener a mi lado al hombre más guapo.
Rodderick cerró los ojos con fuerza, incapaz de asimilar todo aquel alud de mentiras, engaños y complots.
—Tienes que creerme, cariño —musitó cogiéndole una mano. Rodderick se soltó como hubiese sido mordido por una serpiente—. Jamás quise hacerte daño, jamás quise llegar a esta situación. Ahora tú y yo teníamos que estar follando cubiertos de sudor.
Elisabeth miró a Rodderick sorprendida.
—Ahora sé que hice bien en apartarme de ti —murmuró Rodderick dando un paso atrás, alejándose de Mary Ann.
La voluptuosa muchacha abrió los ojos de incredulidad, entendiendo que nada de lo que dijese o hiciese podría hacer que volviese a su lado. Se incorporó con dificultad a causa de los tacones y miró a Phill, el cual le devolvió una risa sarcástica. Se giró mirando alrededor suyo, hablando a todas las personas congregadas mientras señalaba a Phill con el dedo.
—Fue todo idea suya. Él, como la cucaracha que es, se encaprichó de Elisabeth Reddith. No sé cómo me convenció para que me vistiese con un vestido horroroso y me colocase una peluca, simulando ser Elisabeth. Nos tomó una foto a mí besando a otro y luego yo le enseñé la foto a Rodderick.
Elisabeth palideció al escuchar la confesión de Mary Ann. Se giró hacia Rodderick mientras se tapaba la boca con las manos.
Rodderick nunca la mintió; la foto existía.
—Pero el muy idiota de Phill —continuó Mary Ann, contenta de decirles a todos su secreto—, el muy idiota tenía que haber hecho llegar el vestido aquel mismo día a la casa de Elisabeth. Pero lo hizo al día siguiente.
—¡Fue culpa de la empresa de mensajería! —chilló Phill.
—¡Fue culpa de tu estupidez! —respondió Mary Ann. No solo ahora era considerado ahora un conspirador, también quería que todos supieran que Phill Crawford era un chapucero—. ¿Quién iba a creerse tu absurdo plan si ella recibió el vestido un día después de haberse tomado la foto?
Rodderick y Elisabeth se miraron confusos. No podían creerse que todo pudiera haberse resuelto con una simple conversación…
Josh Walsh se llevó la mano a la frente y meneó la cabeza, incapaz de comprender aquel absurdo plan.
—¿De modo que vosotros dos urdisteis un plan para que él tuviese a Elisabeth y tú a Rodderick? —frunció el ceño y gritó—: ¿Pero qué os habéis pensado que es esto, un mercadillo donde podéis comprar a la pareja que más os guste? ¿Es que os habéis vuelto locos?
Mary Ann Parker se cubrió la cara al notar como empezaba a llorar. Se derrumbó en el suelo sin poder tenerse en pie.
En ese momento, las sirenas de los coches de policía se oyeron a lo lejos.
Phill Crawford, en cuanto se dio cuenta que iba a volver a la ciudad esposado y retenido en el asiento trasero de uno de esos coches, apoyó la cabeza sobre el capó y exhaló un suspiro. Era la peor noche de toda su vida. Sólo con imaginar la reacción de su padre, se echó a temblar.


CAPÍTULO 18

Los agentes de policía conocían a Phill Crawford, pero conocían mucho mejor al patriarca de los Crawford y sabían que detener a su hijo solo conseguiría meter al Cuerpo de Policía en problemas. Por suerte, el Gobernador habló con los agentes y explicó lo sucedido con todo detalle, avalando la detención.
Ni Rodderick Holmes ni Elisabeth Reddith quisieron denunciar la mutua agresión sufrida por parte de Phill, por lo que el propio Gobernador se personó como agraviado al manifestar que Phill Crawford le amenazó blandiendo un bate de beisbol, por lo que acompañó a los agentes a la comisaría con su propia comitiva de limusinas y las de sus guardaespaldas.
También, de paso, el propio Gobernador ofreció a Mary Ann Parker llevarla a la ciudad. Un gesto que la muchacha agradeció con un débil asentimiento de cabeza al ver como su presencia en la fiesta no despertaba más que odio y desprecio a partes iguales. No era el mejor lugar ni momento para esperar la llegada de otro taxi que la alejase de allí.
Los asistentes a la fiesta se fueron dispersando. Josh Walsh consideró que si continuaba con la velada, un sólo tema de conversación sería el predominante, con lo cual indicó que, aunque la fiesta en la mansión había acabado, próximamente celebraría otra, dentro de un mes.
Supuso que un mes sería tiempo suficiente para olvidar los detalles de aquel incidente. Obviamente, no conocía el poder de los rumores y las conversaciones a hurtadillas del Campus.
Elisabeth y Rodderick fueron atendidos por los enfermeros de una ambulancia que llegó poco después de abandonar el lugar los coches de policía y del Gobernador. Fueron examinados concienzudamente pero solo encontraron en sus cuerpos magulladuras que el tiempo curaría y les administraron varios medicamentos que les aliviarían mientras tanto.
Después de despedirse de todos, Rodderick ofreció a Elisabeth llevarla hasta la ciudad. Ella, tras unos instantes de duda, aceptó. Cuando se dieron cuenta que tendrían que andar en la noche hasta el coche situado en el arcén, fuera de la propiedad de los Walsh, ambos rieron y se encogieron de hombros.
—Pasé mucho miedo —dijo de pronto Elisabeth. Llevaban caminando casi media hora y aún no habían mencionado siguiera los acontecimientos de la noche.
Rodderick saludó a un coche que pasó a su lado y, ante la enésima propuesta de llevarles hasta la ciudad o, al menos, hasta su Camaro, negaron con una sonrisa. Ambos sabían que necesitaban hablar, pero ninguno sabía qué palabras utilizar.
—Es normal. Phill Crawford te lanzó al suelo y caíste mal. Espero que le den un buen escarmiento.
 Elisabeth se mordió el labio inferior mientras se colocaba un mechón de cabello tras la oreja.
—No. Tuve miedo de que Phill te hiciese daño a ti. Estaba verdaderamente loco, con el aquel bate en alto, a punto de golpearte.
Rodderick la miró mientras seguían caminando por el arcén durante la noche. Por suerte, Doris llevaba unas zapatillas en el maletero de su coche e insistió, ya que vio que no podría llevarles hasta la ciudad, que Elisabeth se las pusiera para caminar. Caminar con los inmensos tacones por el irregular trazado del arcén la hubiese provocado una nueva caída. Y, gracias a las zapatillas, pudo mantener el equilibrio cuando los ojos de color caoba de Rodderick se posaron sobre los suyos.
La luna les proporcionaba luz suficiente para poder ver por dónde pisaban. También para distinguir los rasgos de la cara del otro.
Rodderick apretó los puños dentro de los bolsillos del pantalón de su esmoquin. No quería sacar fuera las manos porque sabía que, entonces, buscarían otras. Y no estaba seguro de que fuesen correspondidas.
—Te colocaste delante de mí cuando estábamos en el suelo, a punto de ser golpeado por Phill —murmuró él.
Elisabeth sonrió. ¿De verdad había hecho eso? Su mente quería olvidar con rapidez los últimos momentos de la fiesta y ahora que Rodderick la hacía recordar, dudaba de qué había sucedido.
—Elisabeth, yo…
Ella le cortó.
—¿Por qué no me llamas Eli?
Rodderick parpadeó confuso.
—Dijiste que solo tus amigos y amigas y compañeros podían llamarte Eli.
—Eso dije, sí.
Rodderick tragó saliva y asintió. La verdad es que ella estaba dándole todo tipo de facilidades, pero tenía miedo de hablar y que ella le dijese que no era posible.
—Lo… lo siento —dijo al fin.
Elisabeth le miró divertida. El impulsivo Rodderick Holmes atragantado con las palabras. Como la primera vez.
Siento mucho lo que ocurrió —añadió él—. Creo que conociste lo peor de mí y eso es algo que no debería haber sucedido. Soy celoso e impulsivo; no me paré a pensar lo que estaba en verdad ocurriendo. Si sólo pudiera volver atrás en el tiempo y, aquella tarde en la cafetería, conversar como la… la…
—¿La qué?
—Como la pareja que éramos.
Elisabeth sonrió para sí. Deseó abrazarle con todas sus fuerzas y besarle toda la noche hasta recuperar el tiempo perdido.
Sin embargo, no dijo nada.
Caminaron en silencio el resto del trayecto por el arcén hasta llegar al coche estacionado. Rodderick le abrió la puerta del acompañante y ella bajó la cabeza con una sonrisa en su cara mientras se introducía.
Cuando Rodderick se metió por la otra puerta, vio como Elisabeth tenía la mirada fija en el respaldo del asiento del conductor reclinado.
—¿Sabes? —se explicó él al imaginar qué evocaba aquel asiento reclinado en Elisabeth—. Fui incapaz. Solo veía tu cara en la suya y, si cerraba los ojos, imaginaba que eran tus manos las que me tocaban.
Elisabeth le miró a los ojos. Recordaba perfectamente las palabras de Mary Ann cuando llegó al aparcamiento de la mansión y le acusó de rechazarla. No tenía la más mínima duda de que fue eso lo que sucedió. También ella había buscado en los labios de Phill el sabor de los de Rod pero sin éxito. ¿Por qué negar aquello que los dos sabían perfectamente, que estaban hechos el uno para el otro?
Rodderick se agachó para levantar el respaldo del asiento.
—Déjalo así, me gusta —murmuró tumbándose sobre él. Le tomó del cuello y lo besó en los labios—. Vamos a aprovechar el momento, ¿quieres?
Afuera, en la quietud de la noche, la luna fue el único testigo del reencuentro de sus labios y sus cuerpos.