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sábado, 30 de marzo de 2013

MI MARIDO ME ENGAÑA



No tenía mala pinta, no, pensé al verme el pubis depilado en el espejito. Me había recortado el pelo simulando una llama sinuosa y ahora admiraba mi trabajo sentada en la tapa del retrete. Sonreí imaginando qué diría Roberto cuando viese esta sorpresita, se quedaría encantado, seguro.
Joder, es que me había quedado de puta madre. ¡Pero qué artista estás hecha, Lucía! Pero no tuve tiempo de ensimismarme más en los pelos de mi coño, porque la alarma del horno pitó. Me cubrí con el albornoz para tapar mi desnudez y fui a paso vivo hasta la cocina. Saqué la bandeja y apareció una lasaña de cuatro pisos rellena de queso y carne de varios animales. Mmm, olía de muerte. Con el queso bien tostadito y la bechamel aun burbujeando. Esta era la otra sorpresa que tenía preparada a Roberto, su cena favorita.
Dentro de unos diez minutos aparecería por la puerta de casa con su habitual “Hola, chochito” y yo enfurruñada mirando detrás suyo al pasillo del rellano por si le habían escuchado. Ya solo faltaba que en la comunidad me llamasen la “chochito”. De seguro que si me nombraban, ya lo hacían así. Bueno, no importa, al menos hoy no me importa. Hoy Roberto me puede llamar chochito, coñito o putilla, porque tal y como le voy a recibirle es lo menos que se puede pensar de mí.
La verdad es que toda la tarde había estado muy atareada, preparando la cena y preparándome a mí. No era una ocasión especial, era simplemente porque me apetecía, para levantarme el ánimo. Hacía un mes escaso que había cobrado la última paga del paro y ahora solo contábamos con el sueldo de él. Mi trabajo de secretaria en un bufete de abogados se fue a la mierda cuando el bufete despareció. Efectos de la crisis, ya se sabe. Busca que te busca, me tiré así casi un año. Entre tanto, sacaba unas perras fregando portales, cuidando críos y cogiendo el bajo a los pantalones de medio vecindario; un certificado de escolaridad no da para mucho. Por supuesto todo sin alta en la Seguridad Social ni contrato. Lo hacía porque teníamos un pisito hipotecado, un coche financiado y dos bocas que alimentar, las de Soraya y Pablo, nuestros hijitos que esta noche se habían quedado con mi madre en su casa, la única que podía sospechar qué podría ocurrir esta noche.
Suspiré ante esta puta vida, pero no dejé que nuestros apuros económicos me amargasen. Si pensaba en que había meses que había que tirar de la tarjeta de crédito ni me hubiera levantado de la cama.
Total, que apagué el horno, chillé al ver que faltaban cinco minutos escasos para que Roberto exclamase “Hola, chochito”, corrí hasta el cuarto de baño y lo recogí todo a lo barullo, metiéndolo a presión en los armarios, barrí el suelo de toda la pelambrera que me había afeitado del coño (ya vendrían los picores mañana, ya, pero hoy no) y corrí hasta el dormitorio para colocarme el atuendo de putilla: un tanga trasparente y un salto de cama igual de sugerente. Ante el espejo asentí satisfecha al ver mis tetas perfectamente definidas a través de la gasa, con los pezones oscuros dominando el reflejo. Volví al cuarto de baño para constatar que mi peinado seguía estando perfecto. No, un mechón se había soltado, qué hijoputa. Volví a llevarlo hacia atrás y utilicé otra pinza para mantenerlo sujeto, de ahí no te mueves, amiguito. Último vistazo a la cara, seguro que Roberto ya estaba entrando al ascensor. Frente despejada, cejas definidas, sombra de ojos azulina, rímel en su sitio, pintalabios con el gloss aun brillante, pómulos colorados y gargantilla del cuello apuntando al canalillo.
A ver, el resto del cuerpo. Levanto los brazos, como si me encañonaran por detrás, ¡manos arriba! Axilas lisitas, antebrazos sin mácula. Me pongo de puntillas apoyando la ingle en el borde del lavabo, y me bajo el tanga. Ningún pelillo disperso; la piel aún está roja pero ya actuará la crema hidratante. La llama peluda en su sitio. Levanto las piernas, como haciendo aerobic; sin pelillos, todo bien por ahí. Nudo del salto de cama en el centro. Ombligo bien a la vista. Otra vez el puto mechón. No coloqué bien la pinza. Ahora sí. Bien.
Bien, Lucía, bien, me digo. Estás puta, puta.
–¡Ah! –exclamo. Los zapatos. Joder.
Corro hasta el armario del pasillo. Mierda, ya oigo el ascensor abrirse, diez segundos como mucho. Estampo las pantuflas en el fondo del zapatero de dos patadas en el aire, junto con el albornoz arrebujado y me calzo los zapatos de tacón de aguja. Las llaves, mierda ya oigo las llaves tintinear tras la puerta y yo en el pasillo, acuclillada, atándome la tira del talón de los zapatos, las tetas en volandas. Mierda, se me ha salido una teta del salto de cama, el puto mechón que se vuelve a soltar, el sudor empezando a causar estragos en las sienes y las axilas. Mierda.
–¡Hola, Lucía! –dice Roberto al abrir la puerta.
El tiempo se detiene, arrugo el hocico.
¿Cómo que “Hola, Lucía”, qué coño pasa, ay Dios? ¿Y mi “Hola, chochito”?
Se me queda plantado con la puerta abierta, mirándome pasar la tira del zapato por la minúscula hebilla, la teta fuera. Estoy en la posición de oír el disparo del árbitro para correr los cien metros lisos. Y me dice “Hola, Lucía”. Ni chochito, ni coñito ni putilla. Al menos un “Uy, cariño, tienes una teta fuera, espera que te saco la otra”. Ni siquiera eso me dice.
–¿Qué haces? –pregunta cerrando la puerta tras de sí, consciente que si los vecinos se asoman a la mirilla verán a su mujer con un teta fuera y con cara de gilipollas. Y con un mechón suelto. Para colmo me doy cuenta que el tanga ya no es tan elástico como hace años y se me ha deslizado a un lado, mostrando todo el asunto. Joder. Me lo coloco antes de levantarme y me meto el pecho dentro de la inútil prenda.
–¿Qué pasa? –añade para volver aún más absurda mi postura.
Que qué pasa, me dice.
–¡Sorpresa! –fuerzo una sonrisa que me sale mal dibujada, como la de mi hija Soraya en un dibujo que cuelga del frigo. Estiro los brazos y ladeo la cabeza, hombros y caderas en ángulo opuesto, piernas juntitas. Puto mechón de los huevos. Parezco una putorra saliendo de una tarta hueca lista para menear las tetas en una fiesta de solteros.
–Sorpresa de qué –dice con cara extrañada, dejando el maletín en el suelo, junto al radiador. Ya le he dicho muchas veces que no lo deje ahí, que el calor se comerá el símil-cuero, pero nada, erre que erre.
–¿No te llegó el mensaje que te envié? –mantengo aún la sonrisa, brazos en alto. Parezco idiota, ya no una puta, sino idiota.
Trastabillo al acercarme a él sobre los jodidos tacones y le abrazo colgándome de su cuello, como desfallecida, necesitada. Añoro un poco de cariño, papito, dame un poquito, anda. Joder, parezco mendigar sexo por un bocadillo, vaya mierda.
–Pues no, no me ha llegado nada, ningún mensaje. Lucía, qué pasa, ¿y los niños? –pregunta aún extrañado. Una alarma se adueña de sus ojos.
–Nada, están con mi madre, cariño. Dime, ¿no te gusto? –pregunto, poniendo cara de perrilla necesitada.
Roberto ya sonríe. Bien. Más sonrisa. Ojos brillantes, los entorna. Sonrisilla. Bien, bien. Me rodea con los brazos por la cintura. Baja las manos, papito, que debajo está mi culito bien desnudito, para que lo toques, lo goces todito. Desliza los dedos sobre la tira del tanga y me besa. Joder, cuánto has tardado en darme un beso, un poco más y tengo que meterme un pepino por el culo para que me hagas caso. Sus dedos reptan hasta las nalgas y aprietan con ternura. No, ternura no, Roberto, ahora no. Aprieta bien, coño, que no me he puesto un tanga para nada. Que aprietes, coño, que me presiones el coño con tu nabo, hostias. Bueno, al menos ya ha sacado la lengua de la boca. Vaya, ha fumado. Mira que se lo tengo dicho, que ahora ya no estamos para gastar en tabaco. Es que me lo pone difícil, el muy idiota. Además, estoy segura que el mensaje le ha llegado, si hasta recibí confirmación de recepción.
–Estás preciosa, ¿follamos? –me pregunta despegando sus labios de los míos. Ya había empezado a internar los dedos entre las nalgas, en dirección a lo desconocido, auxiliándose del cordón del tanga, como un espeleólogo para descender a una sima.
–¿Y la cena? –pregunto.  Pero luego pienso “A la mierda la cena”, aquí estamos a lo que estamos, que no follamos como Dios manda desde que nos fuimos de vacaciones, hace dos años. Luego calentaré la lasaña en el microondas y listo. Ahora necesito carne, pero no en mi estómago.
–Tú eres la cena –me susurra. Sonríe y me lame la garganta. Cómo sabe el malnacido decir la frase adecuada en el momento justo. Asiento a la vez que un escalofrío me recorre la espalda al sentir su lengua acariciarme el cuello.
Me coge en volandas y me lleva al dormitorio. Uuhh. Yo sigo agarrada a su cuello como un macaco de los documentales. Me deposita en la cama como si fuese una muñeca de porcelana y se queda desnudo en un santiamén. Yo le miro intentando no borrar la sonrisa bobalicona de mi cara pensando en la sorpresa de mi coño. Ya tiene la polla horizontal, ascendiendo hacia el vientre a trompicones, bamboleada como una vara de zahorí mientras se quita los calcetines. Su polla está buscando coños.
–Ya está contentilla –señalo con la mirada su pene.
–Como para no estarlo –confirma él–. Se la levantas hasta a un muerto–. Se sube a la cama y se arrodilla a mis pies para quitarme el tanga. Ya verás, ya, te vas a quedar relamiéndote hasta el juicio final. Le dejo hacer, deslizando el tanga por mis piernas y lo tira a su espalda, acabando sobre el sinfonier, al lado de las fotos de mis niños. Piernas recogidas, bien abiertas, inspección del sargento, ¡fiiiirmes!
–¿Te gusta? –sonrío mordiéndome el labio inferior cuando se queda anonadado viéndome el chumino. Joder, esto es peor que un examen, aquí no se pueden sacar chuletas, ni copiar a la compañera.
Vaya si le gusta. Dios, es como un niño con una piruleta enorme, la misma carilla. Ojos como platos, boca abierta, sonrisa de oreja a oreja. Si tuviese una cámara ahora… Roberto asiente con la cabeza varias veces. “Sí, sí, sí, Lucía ¿cómo coño no me va a gustar?”, murmura.
Se me lanza como un poseso, como un perro famélico devorando la comida. Desliza los brazos por debajo de mi culo levantándome la pelvis y con las piernas en alto. ¡Cuidado, que me desmontas! Zaca, al tomate. Separa con los carrillos los pliegues y llega hasta el meollo del asunto con una maestría digna de un experto, sin manos, solo con la nariz y los papos. Qué arte tiene mi niño. A mí me tiene doblada de mala manera, con las tetas apoyadas en la mandíbula, sosteniéndome sobre los codos como puedo. Pero, joder, que bien se pasan los males cuando tú chico te está comiendo el chumino. Y más éste, que sabe cómo hacerme correr en un tiempo record. Photo–finish, ganadora… Lucía Rejerosa, orgasmo en veintidós segundos y dos décimas.
Chillo histérica, hundiendo las uñas en la colcha de puro goce. Mierda, que hijoputa, como sabe hacerme gozar como una cerda. Y lo más gordo de la situación es que no puedo hacer nada para contenerme: es como un imán, su boca atrae mis orgasmos, es inaudito. Ni tiempo me ha dado de tocarme las tetas o clavarle las uñas en los hombros, hostia puta.
Emerge de las profundidades con la cara empapada de mi corrida, parece que se acabe de lavar la cara. Le cojo de las orejas y me lo como a besos. Has sido un niño malo, Robertillo, muy malo, retuerzo las orejas mientras le lamo toda la cara, hacerme correr así, a la seño, de buenas a primeras, como si fueses el puto amo, cabroncete. ¿No ves que me has dejado en ridículo, niño? Ahora verás, puto crío de los cojones, te voy a dejar seco el nabo.
Le tumbo debajo de mí y empuño su polla mientras le sigo secando la cara, bueno, mejor dicho, sustituyendo lubricaciones por saliva. Se la meneo con ganas, parece un borrón mi mano sacudiéndosela de lo rápido que la froto. “Para, animal”, me murmura, “que vas a hacer fuego como sigas así”. Yo ni caso, te voy a sacar toda la leche, hijoputa, ahora verás, hacerme correr como si fuera una novata, yo, que he parido a dos niños con una año de diferencia. Te la voy a dejar tan seca que el pis te va a hacer daño cuando salga, cabrón. Y como un león, oteo agachada el manubrio izado. Ay, mira una gacela, qué maja, pobre gacelita, tan tierna, tan joven, tan inocente… a la mierda la gacelita, ¡tengo hambre! ¡Ñam! Me lanzo comiéndomela de un bocado.
–Hostias –chilla Roberto dando un respingo en la cama.
Tiene un sabor raro, este trozo de carne no tiene el gusto que recuerdo. Me recuerda a las bandejas plastificadas de fruta que compro en el centro comercial. Qué curioso.
Bueno, a lo que estás, Lucía. Me recojo el maldito mechón pero poco después, mientras engullo y trago, arriba y abajo, arriba y abajo, se sueltan los demás mechones. Las pinzas saltan como a presión. Chiuuu, chiuuu, como balas.
–Ay, mi madre –gime Robertillo, y se sujeta en mi cabeza, deshaciéndome el peinado del todo, no para clavármela más aún, que ya la tengo en la garganta, sino porque el pobrecito ya se me viene. Me la saco de la boca y se la sacudo un rato. Todavía no, niño malo, quiero que surja una puta fuente, quiero ponerme perdida de leche por todas partes, joder. Todas las babas que me he dejado en la polla salen ahora despedidas por el aire al son de mis meneos. Plic, en toda la cara. Plic, en todo el pelo.
Sigo con cara de posesa. Giro la cabeza con una sonrisa de loca histérica, dientes apretados, ceño fruncido. Te vas a cagar, puto crío, vas a vomitar leche hasta quedarte seco como una momia. Varios mechones se me agitan como si fuesen látigos, algunos conservan en el extremo la pinza, dispuestos a sacarme un ojo a la mínima. Me los arranco de un zarpazo, fuera interrupciones, fuera despistes. Sigo agitando la gaseosa a punto de explotar. Roberto aúlla de placer, está fuera de sí. Ya llega, se le notan las piernas temblar, los dedillos de los pies arquearse tensos, ya se me corre, ni niño se me corre. Bien, bien. Acerco los labios. Venga esa lechecita, pollita mía.
Cagada.
Sale un chorrillo transparente, de leche nada. Tongo, tongo, que nos devuelvan las entradas. ¿Qué coño es esto, dónde está mi leche? Roberto sigue chillando, convulsionándose. Buen orgasmo, majete, pero donde está mi premio, ¿eh?
Esto no es normal. Roberto eyacula una cantidad importante de semen, y su polla solo ha escupido una mierda transparente que ni es leche ni es nada. Esto solo ocurre cuando se lo solía hacer a la tercera o a la cuarta vez, cuando sus huevos están ya vacíos. Mierda, ¿a ver si llego tarde y me tengo que comer los mocos?
Es entonces cuando husmeo el manubrio en busca de pistas. Como un puto perro. Algo me huele mal. Literalmente. Aquí huele a condón, ese era el sabor extraño de antes, ese, sí. Elemental, querida Lucía, es látex.
Fuera bromas. Esto es serio. Vasta de hacerte la payasa. La polla de mi marido huele a condón.
Ay, Dios. Qué has hecho, hijo de puta. Adiós calentón, adiós todo.
La suelto como si su polla me diese calambre. Se ha dado cuenta. Ya no jadea, ya no gime.
–¿Qué pasa, Lucía?
–Tu polla sabe a condón– informo con tono serio.
No le miro. Continúo en la misma posición, recostada a su lado, mirando su pene desinflarse. Joder, enterarte de que tu marido te pone los cuernos  de esta manera… saboreando el regustillo del condón que ha utilizado para no preñar a la desgraciada que se ha tirado… es que hay que ser gilipollas.
–Deja que te explique –empieza él.
Malo. No lo niega. ¡Por lo menos, niégalo, hijo de puta, me merezco eso al menos!
Me levanto. Aún llevo los zapatos de tacón, mierda. No, a ver si ahora, me rompo un tobillo. Cornuda y coja, qué cojones, para qué queremos más. Trastabillo sobre los zancos en dirección al cuarto de baño. La corneta toca retirada. Estoy a punto de soltar la de Dios. Me contengo. Todo sea por los vecinos. Queridos vecinos, qué majos son…
¡A la mierda con los vecinos, joder! Que me he afeitado el chumino para que este desgraciado me lo desprecie tirándose a otra.
–¡Hijo de puta! –exploto.
–Lucía, no es lo que tú… –intenta decir.
Es lo que faltaba. Que me tome por idiota, no te jode.
–A mí no, Roberto, a mí no –voy subiendo el tono–. A la otra te la tendrás camelada, pero conmigo ni lo intentes. ¿Qué coño me vas a decir?, que te has hecho una paja en la oficina y como acababan de hacer los baños, te ha dado pena y te has puesto un condón para no ensuciar, ¿no?
–No, espera… –no le dejo explicarse. Corro hacia el cuarto de baño y cierro la puerta tras de mí. Echo el cerrojo. Apoyada la espalda en la puerta me voy dejando caer. Ziiip, resbalo y me doy un señor culazo. Mierda, mi culo.
Lloro como la Magdalena, entierro mi cara entre las rodillas. Esto no se hace, Roberto, esto no se hace, que tienes dos hijos, malnacido. Qué coño te he hecho yo para que me hagas esto. ¿Quedarme en paro, es eso, eh? Quedarme en paro, sí.
Mierda.
–¿Lucía? –llama tras la puerta.
–¡Cabrón, déjame en paz! –chillo. Me golpeo la cabeza con la puerta una y otra vez. Pom, pom. Qué cojones has hecho, hijo de puta. Pom, pom. Qué has hecho, joder.
Roberto llama a la puerta con los nudillos, toc, toc, ¿estás bien?, pregunta. Nuestros golpes se superponen. Esto es surrealista, ahora van acompasados. Pom, toc, pom, toc. Vale, ya paro yo. Él también se detiene.
Me duele el culo, mierda. Y ahora también la cabeza. Siento el coño enfriarse en el suelo, aún está húmedo y estoy poniendo el suelo perdido. Me levanto como puedo, con los tacones, apoyándome en el borde del lavabo, y con un temblor de piernas que no sé yo si llegaré arriba entera. Llorando como una descosida. Qué idiota soy, pienso, mirándome los zapatos. Me los quito y los tiro a la bañera.
–Lucía, por favor –insiste Roberto detrás de la puerta.
–¡Qué te largues, hostias! –chillo con voz aguda.
Me miro al espejo, apoyada en el lavabo. Tengo el rímel corrido y los surcos grises de las lágrimas dibujan en mis mejillas una suerte de cicatrices, hasta la mandíbula, como si me hubiesen arrancado la cara y me hubiesen plantado esta otra. Ahora sí que tengo aspecto de idiota. Gimo secándome los mocos con el dorso de la mano. Tengo unas patas de gallo enormes, y unas arrugas de expresión que parezco el Joker de Batman como poco. Mierda. Me doy cuenta que aún llevo puesto el salto de cama. Las tetas caídas, desinfladas. A dónde quieres ir con estos melones, Lucía, que ya tienes casi cuarenta tacos, hija mía. Bajo la mirada y tras un vientre deslustrado de dos partos aparece el coño. Todavía no escuece, pero ya lo hará, ya. Y luego las cartucheras, el culo fofo, las piernas hinchadas… joder, ya no quiero ver más. Busco con la mirada dentro del armario el albornoz y solo encuentro el de Roberto. ¿Y el mío, dónde coño está el mío? Ah, sí, junto a las pantuflas, en el armario del pasillo, arrebujado, hecho un guiñapo. Como estoy yo ahora. Igualita.
–Se llama Daniel –me suelta de repente.
Creo que no he oído bien. ¿Ha dicho Daniel? Ay, mi madre.
–¿Cómo que Daniel? –pregunto en voz baja. Tanto que no creo que me haya escuchado.
–Sí, Daniel –dice. Oigo como se sienta en el parqué del pasillo, apoyándose en la pared.
Quito el cerrojo, abro la puerta. Ha recogido las piernas y mira al suelo, a sus pies. Sigue en pelotas, con el pene encogido, como las uñas de un gato.
–Te has follado a un tío –digo en voz baja, apoyada en el quicio de la puerta, mirándole con más asco del que puedo expresar –. Me has engañado con un tío.
No lo entiendo.
–¿Has metido la polla que he mamado en el culo de un tío? –pregunto sin saber si esto es una pesadilla o sigue siendo la puta realidad– ¿Desde cuándo me la pegas con un hombre?
Roberto gime como un niño. Ahora es él quien entierra la cara entre las rodillas.
–Desde que me violaron la primera vez.
Ay, Dios, que me caigo muerta. Me caigo muerta y de aquí me recogen por los pies. Esto tiene que ser una broma.
–¿Cómo que te violaron, idiota? ¿Quién te violó?
–En el ascensor, hace meses.
–¿Qué ascensor, el del trabajo?
Sorbe los mocos y niega con la cabeza.
–Aquí, en casa. Me violó un vecino. Daniel es el vecino del cuarto.
¿El del cuarto? ¿Quién, esa bestia de casi dos metros con brazos como troncos?
Reprimo un ligero temblor al pensar en la pedazo de herramienta que se gastará ese monstruo.
Pero no. Esto no puede ser real. Mi marido no, no señor. Mi marido se tira pedos y tiene pelos en el culo. Mi marido ronca y me araña con las uñas de sus pies en la cama.
Por Dios Bendito, joder, ¡mi marido es un gañán, es mi gañán! Esto no puede ser verdad.
–Si esto es una broma, te juro que… –advierto.
Roberto alza la mirada y me la clava con ojos enrojecidos.
Hostias, hostias, hostias. Conozco a Roberto como si le hubiese parido, mierda.
Me mira fijamente, con lágrimas desbordando sus ojos, cayendo en regueros por sus mejillas.
–¿Por qué no me lo has contado antes?
–¿Qué me violan sistemáticamente? ¿Qué no puedo dejar de llorar como un puto crío cada vez que me Daniel me la clava? ¿Qué cago sangre día sí y día no?
Jesús.
Me acerco al muñeco que aún yace arrebujado junto a la pared y hundo mis dedos en su cabello. Es mi muñeco, hostia puta, es mi muñeco y me lo han desgraciado.
Pero aún hay una cuestión en el aire.
–¿Por qué te pones condón?
Roberto rehúye la mirada y niega con la cabeza.
–¿No qué? –insisto, tirando ahora de su cabello.
Le tiemblan los labios, los mocos le resbalan por las comisuras, las lágrimas le corren como afluentes, como las putas cataratas del Niágara.
–Es que… es que me corro. Me obliga a ponerme condón para no manchar el suelo cuando me corro.
Flipo en colores. Hostia putísima.
–¿Cómo que te corres?
–Que me gusta, que disfruto.
–¿Pero qué dices, subnormal? ¿Te gusta tener el ojo del culo como una olla?
Roberto encoge los hombros. Y luego rompe a llorar como la Magdalena.
No, no, esto es peor. Mucho peor que ser mil veces cornuda. Mucho peor, sí.
Tengo un marido… un marido…
¿Pero qué coño tengo yo por marido?
Tomo aire y me levanto. Me apoyo en el marco de una puerta. Cómo me duelen los talones. Putos tacones, los odio, los odio con toda mi alma.
–Levanta –ordeno.
Roberto me miro desde abajo. Su mirada baja hasta mi coño llameado.
No cabrón, no, ni coños ni hostias, joder. Le suelto un sopapo. Noto la palma de mi mano mojada de sus lágrimas.
–¡Levanta, joder!
Se levanta a trompicones. Baja la mirada. No sabe dónde colocar sus brazos, ni qué hacer con las manos. Termina por abrazarse como una niña aterrada.
–Me has engañado, hijo de puta. Me has jodido de lo lindo, puto mamón.
Asiente débilmente.
Hijoputa.
Veremos si realmente dices la verdad, cabrón de mierda.
–De cara a la pared. Agáchate. No, así no, idiota. Sube el culo, abre las piernas. Más, más.
Tiene el ojete en carne viva. Dios Bendito.
Le meto tres dedos sin previo aviso, así, sin avisar.
Mi marido exhala un suspiro de placer.
¡Marrano de los huevos! ¿Con que disfrutas si te rompen el culo, eh?
Araño el interior de su culo. Noto un calor horroroso, un calor infernal en su interior. ¿Estará mi coño igual de caliente cuando me la clava?
Increíble. Su polla se hincha como si tuviese un resorte. Masejeo el interior y presiono bien al fondo, sobre la zona más almohadillada. Roberto gime angustiado. Me cago en la puta, mi marido goza como un cabrón. Yo, que no le he ofrecido mi culo ni por lo más sagrado, él me lo tiende como si de un caramelo se tratase.
Roberto menea el culo, arquea la espalda. Se remueve para clavarse mis dedos más adentro, más al fondo.
Y, entonces, se corre.
Hostia putísima. Se corre, el muy nalnacido se corre. Un chorro de semen surge de su palo hinchado. Salpica en la pared y el suelo. Se ha corrido, joder, se ha corrido. Me ha puesto perdido el parqué y el zócalo.
Mi preciosa leche, mi adorada leche, derramada, resbalando viscosa. Todavía caen hilos de la punta de su rabo.
Roberto cae al suelo, arrodillado.
Gime y me llora como un cervatillo. Temblando como una hoja al viento.
Me lavo las manos a conciencia en el lavabo. Cuando vuelvo, le encuentro en la misma posición.
–Levanta.
Me mira con ojos aterrados.
–Levanta, que nos vamos a emergencias y luego a comisaría.
Me niega con la cabeza, abre la boca patidifusa para protestar.
Exploto. A la mierda los vecinos, a la mierda los gritos, a la mierda todo.
–¡Nadie me viola a mi marido, me cago en la puta! ¿Entiendes? ¡Nadie! ¡Tu culo es mío, tu polla es mía, tu leche es mía, tú eres mío!

jueves, 28 de marzo de 2013

CIGARRILLO




DESARROLLO:




domingo, 24 de marzo de 2013

MALDAD




DESARROLLO: 








sábado, 23 de marzo de 2013

MAQUINANDO...


lunes, 18 de marzo de 2013

NYOTAIMORI




--Relato procedente del XX Ejercicio de Autores--

—¿Sabes, Cristina, que en la práctica del nyotaimori se indica que no puede haber conversación con la mujer sobre la que se sirve la comida? Yo voy a saltarme esa regla, soy así de heterodoxo.
El hombre arrodillado emitió una carcajada complaciente aunque la cortó a la mitad para mirar a los ojos de la mujer desnuda que tenía tumbada en la mesa baja, frente a él.
—Eso sí, Cristina. El que yo me salte la regla, no significa que tú lo hagas. Harás lo que te he enseñado: no mirar, no hablar, no moverse. Sólo yo como, sólo yo hablo, sólo yo me muevo. Si no, no hay trato.
La mujer tragó saliva débilmente. Un movimiento sutil, un leve estremecimiento de la garganta. El hombre posó los hashi (palillos de comida) en su platillo y fijó su mirada embelesada en la piel fina del cuello de la mujer. Era una de las pocas partes del cuerpo femenino que no estaba cubierto con pedazos de sushi y sashimi sobre hojas de banano. La cara tampoco estaba oculta bajo los delicados manjares. Manjares que ocultaban otros manjares, toscamente realzados con exuberantes margaritas en la posición de los pezones y un grupo tupido de dalias sanguíneas sobre el pubis.
—Tengo hambre, ¿sabes, Cristina? Enloquece mi estómago, ruge; tiemblo entero con el simple aroma que desprenden las delicias que tu cuerpo acoge.
Los hashi alzaron el aire sujetados por los hábiles dedos del hombre. Un ligero murmullo, procedente del roce suave de las puntas de los palillos entrechocando, rasgó el silencio. El hombre repartió el murmullo de los hashi por las viandas estratégicamente situadas sobre el cuerpo de la mujer. Makizushi entre los pechos, de salmón, atún y caballa; las hojas de nori brillantes y oscuras. Justo después del esternón, iniciándose el vientre de la mujer, entre las costillas, sutilmente ribeteada la piel de pecas y lunares, una hoja de banano acoge, hasta la altura del ombligo, una amplia variedad de marisco en forma de sashimi: calamar, sepia, pulpo y almejas. En la concavidad que rodea el ombligo de la mujer, la dulce depresión ventral femenina, un diminuto cuenco con el shōyu, la salsa de soja. Muslos solapados, manos junto a las caderas, piernas extendidas. La respiración insinúa un movimiento de olas trémulas, sinuosas, que hacen ascender y descender el pecho y proporcionan ligeras ondulaciones que entrechocan entre sí en el remanso del cuenco de shōyu. Dos largas y estrechas hojas de banano descansan sobre los muslos de la mujer y, sobre ellas, una tras otra, dos filas de ocho piezas de sushi fuertemente condimentadas con wasabi en una extremidad y gari en la otra.
—Supongo que te preguntarás el porqué de todo esto, Cristina. O quizá no. Ya sabes que estoy un poco loco. Ahora más que antes.
El hombre hace una pausa mientras mira fijamente a los ojos inexpresivos de la mujer. El hombre espera pacientemente y luego, con delicadeza, pinza una pieza de sushi de atún, maguro. Dedica otra mirada a los ojos de la mujer y se lleva a la boca el manjar.
Paladea despacio. El arroz hervido, carente de todo sabor, se desmenuza en su boca a la vez que el nori se deshace. Un ligero sabor agridulce es sustituido con rapidez con el apasionado aroma del atún. Todo junto es presionado contra el paladar con calculada lentitud. El despliegue de sabores que se funden, para luego deshilacharse entre los carrillos. El hombre cierra los ojos y se concentra en la profundidad de los aromas ascendiendo, rellenando todas las cavidades de su nariz y boca.
De un solo movimiento, traga todo el contenido.
—Estoy maldito, Cristina. Maldito o hechizado. Mi alma está podrida, ennegrecida con el humo oscuro y pegajoso de la desesperación. Humillado, triste, desconsolado. Mírame bien, incluso acumulo rasgos de paranoia y ansiedad compulsiva. Loco, sí, estoy loco. Lo sabes, lo sé. ¿Cómo si no habría liquidado los últimos restos de la cuenta bancaria para preparar este fantástico festín?
La mujer parpadea dos veces cuando oye las últimas palabras. El hombre no es ajeno a esa muestra de inquietud.
—No, Cristina, no temas. Queda lo tuyo, tu mitad.
Un poco de gari para limpiar el paladar. Otro bocado. Esta vez de salmón, sake. La carne anaranjada se derrite con infinita dulzura en el paladar del hombre.
—La crisis, Cristina, la puta crisis. Esta crisis que nos está jodiendo lentamente; un sacacorchos directo al pecho, volteado decenas de veces, incrustándose hasta lo más hondo de mi ser para luego, de un tirón, desgarrar todo a su paso. Y cuando me ha destrozado, abierto un boquete en la esperanza, el sacacorchos arremete de nuevo.
El hombre arrodillado posa los palillos a un lado y deja que las lágrimas se derramen por su cara sin ofrecerlas ningún obstáculo. Sólo entorna los ojos al sentir la picazón aumentar en los párpados. Las lágrimas resbalan por el rostro descuidado, sorteando el vello sin afeitar de varios días, semanas, sorteando también las arrugas profundas de la preocupación. Las de la sonrisa, esas arrugas más amables y beatíficas, no aparecen. Están ocultas bajo la piel, se resisten a emerger. Desde luego, ahora no están.
—Sin embargo, y aún después de toda esta mierda, me siento feliz, ¿sabes?
El hombre mastica con deleite manifiesto un bocado de sashimi.
—He perdido la cuenta de los años perdidos en la empresa. Digo perdidos porque ahora sé que no han servido para nada más que pagar la hipoteca, alimentar a mi familia y poco más. ¿Veinte o veintiún años? No sé, ya no me acuerdo cuando entré allí. Seguro que tú sí, tú siempre recuerdas, recordabas, los cumpleaños, los aniversarios. No fallabas nunca.
El hombre posa los palillos y, tras dudar unos instantes, desplaza una de las ornamentadas margaritas que oculta uno de los pezones y deja a la vista el hermoso espectáculo del seno desnudo. La mujer, de inmediato, gira los ojos hacia él y muestra una expresión de contrariedad en su ceño, pero ese es el único movimiento visible de su cuerpo.
—Sí, ya sé, Cristina. En el nyotaimori no se desnuda a la mujer. Disculpa, pero es que me acabo de acordar de la entrevista de trabajo que tuve para entrar en la empresa. Enseguida comprenderás porqué me he dejado llevar por el deseo, te lo explico.
La mujer parpadea, en un gesto que tanto podría significar indiferencia como curiosidad. Pero el hombre no atiende al parpadeo, está concentrado en mojar sutilmente en el cuenco de salsa de soja un pedazo de sushi.
—Era una morena joven y deslumbrante. Muy guapa, con unos ojos de un gris tan arrebatador como intimidatorio. Cabello largo, larguísimo, con un denso flequillo que ocultaba su frente y mechones que parecían desparramarse por sus hombros como brea refulgente. Además, para rematar la belleza de su rostro, poseía un cuerpo rotundo, absolutamente envidiable, con curvas pronunciadas allá donde mirases, todas muy bien repartidas, eso sí. Se cubría con un vestido escotado y bien ceñido; las costuras de su ropa interior se delimitaban con total exactitud y naturalidad. Bajo el vértice de su pubis, una falda amplia, comodísima, llegaba hasta el inicio de sus rodillas. No recuerdo si el vestido tenía estampados motivos florales o era una combinación psicodélica de colores pastel.
—Siéntese, por favor, señor Rodríguez —me dijo con voz grave, contundente. El suyo era un tono ronco, ronroneante, a todas luces (mis luces) muy provocador.
Me situé delante de ella, en la silla que me había señalado tras su mesa. Sobre ella no había más que una carpeta cerrada de la que asomaban decenas de currículums como el mío, el cual tenía entre sus manos. En una esquina de la mesa, casi en el borde, a punto de precipitarse, un vaso de plástico contenía un poco de agua. En cuanto me hube sentado, ella también tomó asiento y, al cruzar sus piernas, una de sus rodillas golpeó la mesa, haciendo que el vaso se tambaleara peligrosamente. El vaso estaba al alcance de nuestras manos. Pero ninguno hicimos nada por evitar su caída. Ambos nos quedamos absortos, viendo el vaso ejecutar una danza caótica.
Cayó al suelo. El agua me salpicó los pantalones del traje y los zapatos.
—Joder —murmuró la morena.
Se giró detrás de su silla y sacó de un bolso un paquete de pañuelos de papel.
—Sólo es agua, no pasa nada —protesté cuando se acuclilló a mis pies para aplicar un pañuelo sobre las manchas.
—No, no. Sí que pasa, ha sido un error mío.
Continuó aplicando pañuelo tras pañuelo por los pantalones, presionando con el tampón zonas que jamás habría imaginado que poseyesen un carácter erógeno. Supongo que todo era debido a ella, claro. Y a tenerla acuclillada junto a mí, con las piernas muy juntas, pinzando la falda amplia de su vestido, dibujándose líneas que delimitaban sus muslos, su pubis, convergiendo los pliegues allí donde su carne se devenía en deleite para la vista.
—¿Cómo te llamas?
Agachada como estaba, levantó la vista hacia mí. Se apartó varios mechones del flequillo, el acero de sus ojos destelló como aluminio líquido. Se mordió los labios antes de responder. Estaba claro que la entrevista no se estaba desarrollando tal y como había previsto. El cutis de su cara, tan cerca lo tenía, ya no era tan perfecto, tan liso como la porcelana. Una ligera mancha solar en el labio superior, poros abiertos a ambos lados del puente de la nariz, ojos ligeramente asimétricos, una mota del rímel sobre una ceja. Pero, incluso por ser más humana, más terrenal, del tipo de mujer que llega a casa y se viste con un chándal roñoso y unas pantuflas descoloridas, la hembra que me miraba desde abajo, afanosa en su tarea de secar el pantalón con pañuelos de papel del supermercado, me resultaba aún más deseable.
—Sofía.
—Gracias, Sofía. Pero ya me seco yo, ¿vale? Lo mejor es que me hagas la entrevista. Si al final me cogéis para el puesto, lo mismo me da haberme mojado, la verdad.
Sonrió. Se mordió el labio inferior y sus labios formaron una sonrisa espeluznante, arrebatadora. Tragué saliva sin poder contenerme. Era una situación tan estrambótica como mágica. Y yo no estaba preparado para ella. Ni para esa mujer tan bella ni para lo que mi imaginación elucubraba hacer con su cuerpo, con el mío, al ritmo de los borbotones de pasión que obnubilaban mi entendimiento.
Asintió con un gesto y la ayudé a levantarse. Ambos nos incorporamos. Su cuerpo despedía una fragancia intensa, oscura. Una mezcla de sudor y miel. Me contuve, a duras penas, pero me contuve. La piel de sus antebrazos emitía un calor sofocante. Nuestros rostros, tan cercanos como nunca volverían a estar, casi se tocaron. Su aliento tenía un suave aroma a licor, o así lo recuerdo.
Luego ya, cuando los dos estábamos de pie, uno frente al otro, dejando que nuestras feromonas se atacasen mutuamente, dejé de resistirme. Deslicé mis dedos por sus mejillas, en aquel espacio oscuro que existía entre su cabello negro zaino y su piel candente y le comí los labios.
No es que me diese igual el puesto de trabajo. Ni tampoco que la hubiese perdido el respeto. Fue solo el momento, aquel instante en el que un hombre se vuelve loco. Me vi incapaz de mantener la cordura, la razón. Dominado por un puro impulso desbocado, me dirigía una pasión que no podía entender ni aplacar.
Sus labios se abrieron. Dejó que mi lengua abrevase en su boca, como bestia sedienta. Probé el dulce sabor de su mejunje salival y todavía recuerdo aquella mezcla de licor que me enardecía. Era puro frenesí licuado, me habría conformado con alimentarme de su interior candente el resto de mi vida.
Pero me apartó tras uno o dos segundos de puro éxtasis donde todo mi cuerpo estaba ya preparado para lo que fuese, toda mi cabeza, mis pensamientos iban en una sola dirección. Incluso mis manos, también obcecadas en un solo objetivo, habían arremangado su falda y mis dedos tiraban ya del fino cordel que unía los dos triángulos de su tanga.
—Vamos a comportarnos, por favor.
Su expresión cambió por completo. La candidez que mostraban sus grandes ojos acerados se transformó en protesta indignada, en enfado manifiesto. Se alisó la falda, se recolocó el vestido, tomó una inspiración corta y carraspeó.
Después, con paso rápido, quizá molesta por tenerme tan cerca, aunque a mí me gustaría pensar que huyendo de sus impulsos, volvió a tomar asiento tras la mesa, erigiendo el mueble como baluarte infranqueable.
—Será mejor que también se siente, señor Rodríguez —murmuró clavando la vista sobre mi bragueta. Señaló con la punta de un bolígrafo hacia el bulto de mi entrepierna—. No hagamos esto más incómodo.
Me senté. Crucé las piernas. Notaba entre mis muslos mi polla aprisionada. Una punzada de dolor asomó como un calambrazo entre mis testículos estrujados entre mis muslos. “¿Entonces, qué?”, parecían protestar, “¿hay tema o no hay tema?”.
No, no hubo tema. La entrevista se desarrolló en los cauces fríos y distantes que Sofía tenía previsto o que supo reconducir con mejor o peor acierto.
Terminamos tras cinco minutos repasando mi historial laboral. Quizá por haberla tenido tan accesible, un clima de incomodidad que supuse teñiría mis palabras, no llegó a ocurrir. A lo mejor fue esa complicidad la que me llevó a elegir las palabras correctas en cada caso.
Me contrataron, claro. Al cabo de una semana me llamaron por teléfono y un hombre de voz aflautada me comunicó la noticia.
—Me urgía el trabajo, Cristina, nos urgía. No te lo he contado nunca porque estabas de cinco meses y tenías los sentimientos a flor de piel. Llorabas por todo. Llorabas cuando te vestías, llorabas al hacer café, llorabas al sacar la ropa de la lavadora. No quería hacerte llorar por algo importante.
La mujer tragó saliva mientras desviaba de nuevo la vista hacia el techo desconchado del salón. Parpadeó varias veces seguidas. El hombre, tras unos segundos de espera en los que entreabrió sus labios para decir algo que no dijo, volvió a tomar los palillos y recogió un pedazo de sashimi de pulpo, tako.
El bocado se deshizo en la boca, como los anteriores. El pulpo había sido ligeramente cocido y la carne era blanda, suave. Desprendía un aroma a salitre puro. Le gustó tanto que buscó por el cuerpo de la mujer hasta que encontró otro.
Y mientras el hombre masticaba y la mujer esperaba pacientemente a que todos los pedazos de sushi y sashimi que tenía sobre su cuerpo desapareciesen, solo los sonidos del respirar de ella y el comer de él llenaban el vacío de la estancia.
Y en ese vacío, hombre y mujer, marido y esposa, dejaban libres sus pensamientos. La mujer, Cristina, contaba los segundos que quedaban para verse libre. En cuanto el hombre terminase de comer, firmaría los papeles del divorcio, esos que descansaban sobre una silla, en el pasillo del apartamento cochambroso. Pondría fin a un matrimonio dentro del cual engendraron una hija. Un matrimonio que terminaba de la manera más absurda posible, con aquel espectáculo en donde ella participaba en una ceremonia degradante. ¿Hasta dónde había degenerado su marido? Desde que él perdió su trabajo, el tedio, la humillación de ser rechazado en cualquier entrevista de trabajo, esa edad madura que le suponía una carga tan pesada, consumió su espíritu. Día a día su enajenación aumentaba y como un mejunje venenoso, cayendo sobre la taza colmada de su cordura, desbordaba y oscurecía y mataba toda esperanza.
El hombre, por el contrario, disfrutaba de aquellos pocos minutos que restaban. Pocas piezas de comida quedaban ya sobre el cuerpo desnudo de su mujer. Nunca había realizado tal cosa y menos con su mujer. Si ella había accedido, sabía por qué era. No abrigaba esperanza alguna de reconciliación.
Cuando terminó de comer, posó los palillos y descansó las manos sobre sus rodillas. Respiró varias veces y, tras esto, sólo dijo:
—Ya está.
Se levantó, caminó hasta la habitación de su hija y, apoyado en la pared, de brazos cruzados, esperó mientras su mujer se vestía. Tras diez minutos donde sus pensamientos se redujeron a un vacío absoluto, su mujer apareció en la habitación con los papeles y un bolígrafo. Los apoyó en la pared y rubricó con su firma el fin de la relación que había entre ellos dos.
—Cuídate, Fermín.
El hombre ni siquiera la miró. La mujer esperó unos segundos y, tras no obtener respuesta, se dispuso a salir del apartamento. Antes de cerrar la puerta principal, dijo en voz alta, en dirección a su marido, a la casa.
—Mañana a las diez es el desahucio. Ten cuidado, no hagas ninguna…
Calló. Conocía bien a su marido, al menos al hombre cuerdo que era antes. No supo qué ocurriría mañana. Y tampoco quería saberlo.
La puerta se cerró.
El hombre quedó solo, apoyado todavía en la pared del dormitorio de su hija. Luego, con calculada lentitud, caminó hasta la cocina, sacó un cuchillo del cajón de los cubiertos, dirigió la punta allí donde el esternón de su pecho acababa, inclinó la hoja hacia la parte izquierda, en dirección ascendente, afianzó el mango con las dos manos y hundió la hoja hasta la mitad. Una súbita convulsión, y tras unos segundos, con la mano derecha puesto que la izquierda caía ahora laxa sobre su costado, terminó de hundir la hoja hasta la empuñadura.
Cayó al suelo.
Notó como una de sus piernas temblaba. Solo duró unos segundos. El dolor se asemejaba a un cúmulo creciente de pinchazos, cada vez más profundos, cada vez más espaciados. Notó como algo caliente, viscoso se derramaba por su pecho y le empapaba la espalda.
Intentó no permitir que el pánico dominase su respiración. Aunque cada vez le costase más tomar aire. Dirigió sus pensamientos hacia el pasado, lejos de la cocina, lejos de aquella vida cruel que ahora acababa.
Pensaba en Sofía, en la morena que le entrevistó hacía tantos años. Veintiún años, sí, ahora estaba casi seguro porque su hija acababa de cumplir la misma edad hacía un mes escaso.
Boca de licor, ojos de un gris acerado, cabello ónice brillante, cuerpo de estatua griega.
Imaginó que tras aquel beso donde calmó su sed, donde se emborrachó de licor, la tomaba de las caderas. Ella cruzó los brazos alrededor de su cuello. La alzó en el aire y la sentó sobre la mesa. Terminó de bajarla el tanga, quedó enganchado en un tobillo, meciéndose en el aire, las dos piernas abiertas, acogiendo el torso solapado con el suyo, sintiendo sus manos aprisionando sus pechos por encima del vestido.
Continuó imaginando como aquella cabellera negra, brea líquida, se desparramaba por la mesa al tumbar a Sofía sobre ella. Alzadas las piernas, apoyados los talones en sus hombros.
Sólo en su imaginación vio sus manos liberando los pechos del vestido, tomando la carne vibrante entre sus labios, sorbiendo los pezones turgentes, oscuros, quizá rosados, pero bien erectos, duros. Suspiros de Sofía, jadeos y un chillido emocionado que soltó cuando el miembro entró en la cueva húmeda.
No hubo más. El cerebro de Fermín dejó de recibir el aporte sanguíneo vital para funcionar y se negó a continuar con todo eso.
Las luces se apagaron y el escenario quedó vacío. Ningún aplauso.

SE ALQUILA HABITACIÓN




--Relato procedente del XX Ejercicio de Autores--


Las cosas cambian. Nosotros cambiamos.
Para mejor o para peor.
Una noche al llegar a casa, cuando volvía de la fábrica, me encontré Raquel, mi mujer, sentada en el sofá, mirando la televisión.
—Hola, cariño. Ya he llegado.
No estaba puesta la mesa. Ningún plato, ni siquiera el mantel, los vasos, los cubiertos.
—¿Ya has cenado? —dije extrañado. Solía esperarme para cenar, excepto cuando tenía turno doble.
Negó con la cabeza, sin dejar de mirar la televisión. Seguía vestida de azafata: falda azul, blusa blanco perla, tacones pronunciados y alfileres en el pelo. Incluso llevaba puestas las medias.
Fruncí el ceño.
—¿Qué pasa?
—Me han despedido.
Mi mochila con la ropa del trabajo cayó al suelo. Ni me enteré de que la había dejado caer. Al mirarla en el suelo descubrí a su alrededor una alfombra de pañuelos de papel arrugados.
—¿Por qué? —murmuré.
—Porque… porque sí.
—¿Por qué sí?
Se giró hacia mí y me negó con la cabeza. Alcanzó el paquete de cigarrillos que estaba sobre la mesa y, sacando uno, lo encendió. Sus dedos temblaban, como zarandeados en un vendaval.
Esperé varios minutos mientras ella seguía mirando la televisión, un absurdo concurso donde los participantes reían sin parar y el presentador mostraba mucho los dientes.
—¿No vas a contarme nada más?
—No. Hoy no, Enrique. Déjame sola, por favor. Hay algo de comer en el frigo, no sé, hazte un sándwich de lo que sea.
—¿Tú no cenas? —insistí.
Su cara se contrajo hasta convertirse en una máscara de furia. Pero no la duró mucho. Raquel nunca se enfadaba. Parpadeó varias veces, las lágrimas se desparramaron por sus mejillas. El rímel se corrió en regueros grises.
Me acerqué a ella, la tomé de los brazos y, ahuecando mi mano sobre su nuca, dejé que llorase sobre mi hombro. Lloraba desconsolada, sorbiendo por la nariz, con hipo y todo, como si todo su mundo se hubiese desintegrado. Y yo quería recordarla que me tenía a su lado.
El consuelo duró poco. Se apartó de mí, volvió a sentarse en el sofá. Se subió la falda hasta la cintura y así pudo abrir las piernas para inclinarse sobre el cenicero. Se arrascó allí donde el elástico de los pantis presionaban sobre el de la braga. Fue a coger un pañuelo de papel del paquete pero, al final,  se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano, siguió fumando y viendo la televisión con expresión alelada.
—Lo siento mucho, Raquel. No sé cómo...
Saltó hecha una furia. Aplastó la colilla contra el cenicero a la vez que con la otra la apretaba en un puño.
—¡Enrique, déjame en paz, hostias!
Me asusté. Nunca la había escuchado un «hostias».
No hablamos más esa noche.
Al día siguiente, Raquel estuvo distante, retraída. Me costó que hablase sobre lo que había ocurrido. Era reacia a pronunciar más de tres o cuatro palabras seguidas. Sin embargo, la descubrí varias veces murmurando, hablando para sí en voz baja.  Me preocupaba.
Pero las preocupaciones no habían hecho más que comenzar.
Al cabo de cuatro días, terminada mi jornada, me dirigí al piso superior a fichar mi salida. El «Estornino», un hombre larguirucho de administración y que viste siempre de negro esperaba junto a la máquina. Fue entregando una ristra de sobres a muchos de nosotros. Para mí también hubo.
—¿Qué cojones es esto? —dijo la Pruden, la oficial de Soldadura, encarándose con él y agitando la hoja desdoblada del interior.
—La carta de despido.
—¿Nos echas?
—No, cuidado. Yo no. La empresa os echa, o sea, rescinde el contrato —aclaró el «Estornino».
—O sea, que estoy fuera. Pues mira, ahora que lo sé, ya puedo decir que me cago en tu puta madre.
El «Estornino», inmutable, con aún varios sobres de la mano, desvió la vista y siguió esperando a varias personas más. Tenía un buen taco de sobres. Una caja llena de ellos, de hecho, a sus pies.
—¿A que a ti no te despiden? —siguió atacando la Pruden, a su lado.
—Acabo de decirte…
Yo no escuchaba. Había abierto el sobre y leía a trompicones la carta de despido. En ella, a modo de resumen, se habían subrayado varias palabras que, leídas todas juntas, permitían entender el contenido en apenas diez segundos: “Ajuste”, “Descenso de demanda”, “Acogiéndonos a la fórmula laboral de un Expediente Regulador de Empleo”, “Rescisión”, “Finalización”.
El «Estornino» tuvo que salir por patas escaleras arriba, hasta las oficinas de Administración, antes de que le arreasen.
Al cabo de dos minutos bajó escoltado por dos seguratas. Ambos tenían gafas de sol, ceño fruncido y las manos apoyadas en sendas porras.
—A ver —dijo uno señalando al «Estornino» con la mirada—. El que tenga sobre, que seréis todos, formar una fila. El que ya no trabaje aquí, que se largue cagando leches. A los demás esto no les importa una mierda.
Luego supe, al día siguiente, que la Pruden inició la gresca. Vino hasta la Guardia Civil, creo que se la llevaron detenida y todo. Me dijeron que gritaba como una descosida, chillando como un cochino desangrándose en la matanza.
Pero eso no fue lo jodido. Lo jodido era llegar a casa con aquel sobre.
No pensé mucho en cómo dar la noticia.
—Bueno, ya somos dos —dije a modo de saludo cuando llegué a casa por la noche.
Raquel había recuperado la sonrisa hacía días. Se arreglaba como cualquier día que fuese a trabajar. Era su costumbre. Se vestía y todo para ir al curro, aunque no saliese de casa. Pasaba el polvo con tacones, incluso.
—¿Dos qué? ¿Qué ahora tienes dos sueldos?
—No, que ahora somos dos en el paro.
Durante los primeros segundos, vi en su cara que aún pensaba que estaba siguiéndola la gracia. Luego borró la sonrisa. Las comisuras de sus labios pintados iniciaron un descenso abrupto, sus ojos se volvieron vidriosos y arrugó el mentón.
De inmediato borró la decepción y la tristeza de su cara y la transformó en ira. Su mirada adquirió un semblante siniestro. No la reconocía.
—¿Qué coño has hecho, desgraciado?
—O qué no he hecho. Somos muchos. Es un ERE.
—¿Así, sin más?
—Sí, así, sin más. Todos a la puta calle.
—No me jodas, hostias, no me jodas tú también, que ya estoy bien jodida, hostias. A ti no te pueden largar.
Muchas «hostias» seguidas. Raquel se había aficionado a esa palabra.
—Pues si no te gusta, díselo a ellos.
—Me cago en su puta madre. ¿Y ahora, qué?
Tragué saliva. No sabía qué responder. Permití que también la ira me nublase las palabras.
—Yo qué cojones sé. No tengo ni zorra idea. Piensa tú, no te jode.
—¿Y la hipoteca?
—Y la hipoteca… y la hipoteca… la puta hipoteca ¡Pues no sé, hija, no sé! Deja de tocarme los huevos, anda.
Se puso a la defensiva.
—No, hijo, no. Yo no te los toco. Ya tendrás tiempo de sobra para hacerlo tú solito. Te lo aseguro.
Creo que la transformación de Raquel se aceleró en ese preciso momento.
Un mes más tarde, cuando habíamos empapelado con nuestros currículums toda oferta que veíamos en la calle, saturado los portales de empleo en internet, y viendo que la cosa iba para largo, decidimos poner en alquiler una de las habitaciones. Con eso y nuestras prestaciones podíamos llegar a final de mes sin arrastrarnos demasiado entre nuestras familias.
Mi madre llamaba cada día, la suya también. No quiero pensar que fuese porque eran nuestros avalistas en el piso, pero era algo que no se me quitaba de la cabeza. Un día me pillaron de bravas, así se lo solté así a mi suegra, cuando Raquel estaba meando.
—Que no, Teresa, que no. Tranquila que no os quedaréis en la calle, coño.
Raquel se puso al aparato después. Al rato, tras colgar el teléfono a su madre, Raquel se encaró conmigo.
—¿Qué coño la has dicho a mi madre que me estaba llorando?
—La puta verdad. Mierda, si es que parece que les preocupa más perder su jodida casa que cómo estemos nosotros.
Suspiró decepcionada.
—Gilipollas —soltó antes de encerrarse en el dormitorio.
Al cabo de dos semanas llamaron por la habitación. Era un hombre con acento rumano. Quedamos por la tarde para que viese la habitación.
—¿Tú para qué coño le dices que venga? —protestó Raquel cuando volvió de hacer la compra. Le conté lo del acento—. Yo no quiero rumanos en casa.
—Claro, mujer, claro. Como estamos desbordados de ofertas… Anda, cállate.
Raquel abrió la boca para contestar pero me hizo caso, calló.
Sin embargo, la cuesta debajo de nuestra relación se hizo más pronunciada. No hacíamos más que discutir a cada minuto. Saltábamos por cualquier cosa, daba igual lo que fuese, incluso por el ruido que hacíamos al comer.
—Mastica con la boca cerrada por lo menos, ¿no?
—La tengo cerrada. ¿Y tú?
—¿Yo qué?
—Nada.
—¿Nada qué? Venga, dilo.
Manotazo sobre la mesa. Tintineo de cubiertos y zarandeo de vasos.
—Calla y come, hostia puta, que me tienes hasta los huevos, Raquel.
Y luego venían unos diez minutos de silencio hasta que saltábamos por lo siguiente.
Ni nos tocábamos. Ni un beso, ni un abrazo. Y ya hacer el amor… mejor llamémoslo follar, porque amor no había ya entre nosotros. Eso sí, en la cama seguían los envites.
—Te huelen los putos pies.
—Qué me van a oler. ¿Desde cuándo?
—De siempre. Vete a lavártelos, no quiero dormir atufada.
—Antes no te quejabas. Y ahora sí. Si no quieres morir atufada, vete a dormir al sofá.
—Pero qué cerdo eres, hijo.
—¿Y tú?
—¿Yo qué?
—No, tú nada, claro. Tú nunca nada. Perfecta en toda tu gloria. La marrana más limpia del corral.
—Subnormal.
El rumano llegó tarde. Y vino acompañado de un chiquillo. Les enseñé yo la casa y la habitación porque Raquel se negó a hacer nada. Sentada en el sofá, fingiendo ver la televisión, no perdía ojo de nuestros movimientos.
Les gustó la habitación. Quisieron regatear el precio y fue entonces cuando Raquel se levantó con el cigarrillo en los labios y el ceño fruncido.
—Esto no es puñetero mercadillo. La habitación son 400 euros. Y punto pelota.
Me interpuse entre los rumanos y ella, mediando una sonrisa de disculpa. Pero Raquel me apartó, no estaba dispuesta a dejar el tema monetario en mis manos.
—He visto otros más baratos —terció el rumano, arrastrando las eses.
—Seguro que sí —respondió ella, enseñando los dientes—. Pero éste tiene cuatro paredes, techo y agua corriente.
Un silencio sepulcral sobrevino, sólo roto por el sonido de la televisión.
—Tengo que pensarlo.
—Pues vale, tú mismo —arremetió ella, sin dar cuartel—. Entiendo que no tengáis tanto dinero.
Marcharon escopetados. Yo también habría hecho lo mismo: Raquel estaba dispuesta a enzarzarse en una discusión sin dudarlo.
En cuanto cerré la puerta, Raquel se asomó por la ventana para verlos salir del portal.
—Estos llaman mañana.
—¿Tú crees? —pregunté con sorna. Lo dudaba horrores.
Afirmó con la cabeza y sin decir nada más, me cogió de la mano y me llevó en dirección al dormitorio.
—¿Qué haces? —se me ocurrió preguntar.
—¿No quieres follar? Yo es que no puedo más. ¿No te fijaste en el pollón del rumano? Sin calzoncillos ni nada, hala, meneándola como un chorizo de Cantimpalo. Estoy que reviento por carne caliente. El coño me pide guerra, tú verás.
Fue la gota que colmó el vaso. ¿Con que era eso en lo que se fijaba Raquel mientras les enseñaba el piso? Zorra.
Tiré de ella, deteniéndola en su carrera hacia el dormitorio,  y la encajoné entre mis brazos, bien arrimada a la pared del pasillo. La miré a los ojos. Brillaban como dos piedras ámbar, incandescentes en la penumbra. El deseo era evidente en su mirada. Y en su respirar, agitado, tumultuoso. Tan cerca como estaba de ella, me llegaron las vaharadas de lujuria de su boca, su aliento encendido, el calor desprendiéndose de sus mejillas.
Nos comimos la boca cual posesos, como si nuestras lenguas calmasen una sed inmensa mutuamente. Me apreté a ella, llevando sus brazos por encima de su cabeza, tomándola de las muñecas y presionando mi entrepierna sobre su vientre. Abrió las piernas, presioné mi paquete contra su pubis. Lamí su cuello con frenesí, husmeando y retorciendo mi cara por las depresiones formadas entre sus clavículas y los hombros.
—Hijo de puta, cómo me pones, cabrón.
La tomé del cuello y apreté hasta ver como su cara enrojecía. De las comisuras de sus labios manaban sendos regueros de saliva y su sonrisa lobuna, torva me enardecía aún más si cabe.
—Puta de los cojones.
Me miraba con los ojos entornados, exhibiendo una superioridad irreverente, provocadora, soberbia a más no poder. Le gustaba verme perder los papeles. Yo la tendría agarrada por el cuello, pero ella la que me tenía a su merced, consciente de que había despertado mi instinto más animal. Sonreía, y su sonrisa me cabreaba y calentaba todavía más. Iba a enseñarla que jugar con animales era peligroso.
Solté sus manos y agarré sus pechos por encima de la blusa nacarada, como si fuesen dos asas, apretando hasta que gimió dolorida. Machaqué, pellizqué con fuerza desacostumbrada sus pezones endurecidos hasta hacerla chillar. Una de sus manos bajó rápido entre mis piernas y apretó con fuerza hasta hacerme gemir.
—¿Aprieto más, jodido cabrón?
—No hay huevos, puta —sonreí enseñando los dientes y apretando frente contra frente. Empujé todo mi cuerpo sobre el suyo.
Su espalda y nuca se clavaron a la pared. El golpe retumbó hasta en el techo. Raquel chilló dolorida.
—Para, joder, me haces daño de verdad.
La agarré del pelo y tiré de él. Abrió la boca confundida, sorprendida, acojonada. Soltó mis huevos y la obligué a arrodillarse.
—Ya sabes qué hacer. Ahora veremos si te gusta el chorizo de Cantimpalo.
Dudó varios segundos. Tiré del pelo hasta hacerla gemir. Me desabrochó el cinturón, bajó la bragueta, rebuscó dentro del calzoncillo y sacó mi miembro empalmado.
Desde arriba me veía la polla enorme, tirante, enrojecida allí donde sus uñas habían hecho mella. Me pareció más grande de lo habitual. También a ella le sorprendió, la vi abrir los ojos. Le presioné la cara con ella mientras mantenía tirante su pelo aunque no quería que se alzase. Me divertía tirar de su pelo, como si cada cabello suyo fuese el hilo de una marioneta. Una marioneta que tragó mi miembro de un solo bocado. Su interior estaba caliente, húmedo. La lengua presionaba el glande sobre el paladar y sus dientes arañaban la piel.
Pocas veces había disfrutado de una felación. A la Raquel anterior no le hacía mucha gracia tenerla en su boca. Pero ahora parecía incluso disfrutar. Masajeándome los huevos, lamía la extensión de mi vara desde el nacimiento del vello hasta la punta, regando con saliva abundante todo el recorrido con su apéndice bucal. Pero también usaba labios, dientes, lengua, paladar, carrillos para proporcionarme un placer que a veces se confundía con el dolor, el placer de una rudeza propia de la inexperiencia o de la rapidez. O de la mala hostia. De todas formas, yo estaba disfrutando como un crío con juguete nuevo, dominando aquella cabeza como si fuese una cometa en medio de un vendaval. Con varios golpes de pelvis, hundía la polla en su interior de improviso, haciéndola toser y escupir gruesos cuajarones de saliva espesa que resbalaban por mi tallo abajo y se acumulaban entre el vello del escroto. Realmente disfrutaba ver a una Raquel a la que le costaba respirar, con la cara enrojecida y el rímel dibujando nubes deshilachadas debajo de sus ojos. La pintura de sus labios se desperdigaba alrededor de los morros y también sobre el tallo que con tanto afán seguía intentando tragar.
Tiré de ella para incorporarla, la levanté casi de los pelos, obligándola a agarrarse a mi ropa como asidero para evitar más dolor. Volví a encajonarla entre mis brazos, subiendo los suyos bien arriba. Tenía las mejillas enrojecidas, los ojos llorosos y su maquillaje descolocado. Sus labios hinchados se abrían, conservando la forma de sello que mi polla había traspasado. Respiraba salvajemente. La saliva le colgaba del mentón y su cabello, descolocado y fosco, dibujaba un marco salvaje en su rostro encendido que me volvía loco.
La tomé de las mejillas y la besé muy hondo, sorbiendo su lengua inflamada, sus labios, mordiendo la piel de alrededor, besando su mentón y lamiendo la saliva fría que bañaba su garganta. Raquel se dejaba hacer, bastante tenía con recuperar la respiración, tomando aliento a un ritmo endiablado, como si el mismo diablo la hubiese poseído.
De pronto, noté como sus uñas se clavaban en mi cuello y me obligaban a mirarla de frente. Entornó los ojos, apretó los labios. Me soltó un tortazo que sonó como un martillo. Por un instante, una niebla espesa tiño mi vista y, tan pronto como recuperaba la verticalidad de mi cabeza, otro tortazo, todavía más inesperado, más potente, me hizo tambalear y caer al suelo. Me había alcanzado la oreja y el equilibrio de mi cuerpo dejó de existir.
Arrodillado, gimiendo, notando como la mitad de mi cara ardía, sentí sus dedos tirar de mi pelo cuando echó a andar. Chillé de dolor. Desarmado y con mi equilibrio en un estado lamentable, no tuve más remedio que emprender un gatear rápido tras de ella.
Raquel no tenía la menor consideración en mi estado. Lo mismo le daba que me magullase con el marco de las puertas, que resbalara por la alfombra del salón o que golpease mi cabeza contra el somier de nuestra cama. Me hizo dar un paseo por toda la casa, como un perro, gateando, tirando de la correa de mi pelo cuando me detenía a descansar o gemía dolorido. El sabor metálico de la sangre se me acumulaba entre los labios, la herida del labio me escocía horrores, el tortazo que me había sacudido había sido de los buenos. Con la polla fuera del pantalón, colgando como un pingajo, y los cojones meneándose con mis andares era la viva estampa de un maldito perro, sí. Su perrito faldero.
Llegamos al dormitorio. Me hizo trepar y tumbarme boca arriba sobre la cama.
—Hija de puta, me has roto el labio —gemí, notando como de mi labio roto manaba un reguero hasta mi mamola.
—¡A callar! —chilló arreándome otro golpe, esta vez sobre el escroto al aire, con la mano abierta.
Proferí un grito agudo, hiriente hasta para mis oídos. En un acto reflejo, me doblé sobre mí mismo, encogiéndome en postura fetal, ocultando mis partes entre las manos. Espasmos de dolor me taladraron el vientre y los huevos repartieron el sufrimiento pulsátil por toda mi espalda. La cabeza me daba vueltas y un mareo insistente me obligó a cerrar los ojos con fuerza.
Luego noté como Raquel tiraba de mis brazos. Me resistí. Nuevos golpes. Calambres, truenos que parecían arreciar sobre mi vientre y pubis.
Me dejé hacer, sin más consuelo que el de suplicar que no me golpease más. Sentí como estiraba mis brazos por encima de mi cabeza, para luego atar las muñecas y sujetarlas al cabecero de la cama. Arremangó mis pantalones y calzoncillos hasta dejarme desnudo.
Cuando abrí los ojos, acababa de recogerme la camiseta hasta el cuello, formando un grueso cordón alrededor de mi cabeza y axilas, presionando mi barbilla y garganta. Raquel sudaba en exceso, grandes manchas oscuras se acumulaban en sus axilas y costados, tiñendo su blusa blanca de grises oscuros. En su cara se había instalado una sonrisa cruel, inhumana. Su labio inferior estaba inflamado en exceso, se lo mordía cada poco, a la vez que me despojaba de toda dignidad.
Era una animal, un animal peor que yo. Soltaba una risilla queda, complaciente, sádica, mientras me amarraba los tobillos. Su cabello suelto era poco menos que una fuente caótica de mechones, similar a la de las muñecas de plástico en manos de una niña cruel.
Un miedo atroz, un miedo que me hacía contener la respiración, un miedo que me presionaba la vejiga me recorrió por completo, desde la punta de los pies hasta la de las manos.
—No me mires así, Enrique, que lo vamos a pasar muy bien, coño —sonrió al mirarme, tras terminar.
Tragué saliva.
Raquel dio un repaso a todos los nudos, comprobando que estuviesen bien prietos. Había usado cinturones para sujetarme los tobillos y una bufanda larga para las muñecas.
—¿Estás cómodo?
Negué con la cabeza. Pasé mi lengua por el labio abierto y mil alfileres parecieron punzar mi carne.
—No mucho, la verdad —murmuré intentando mantener el humor en medio de aquel asunto. Tener los brazos estirados, flanqueando mi cabeza, coartaba mi respiración y me hacía complicado hablar.
Chasqueó la lengua y se encogió de hombros. Luego se pasó el dorso de la mano por los labios para limpiarse la saliva que le humedecía las comisuras.
No entendía de qué iba todo esto. Ni lo entendía ni me gustaba.
—Raquel.
—Dime, cariño.
Se sentó en el borde de la cama para desabrocharse la falda.
—¿De qué coño va todo esto?
Silencio. Continuó por quitarse la falda y luego los pantis. Se desabrochó la blusa y luego se deshizo del sujetador. Marcas oscuras, numerosas y enrojecidas, moteaban sus pechos, sus hombros y brazos, allí donde había estrujado la carne cuando la tuve entre mis manos. Se asemejaban a arañas rojas con centenas de patas que danzaban sobre su torso al son de los movimientos de su cuerpo al desnudarse.
—¿Te duelen?
Me miró algo sorprendida, sin saber a qué me refería.
—Los moratones —aclaré, señalándolos con las mirada.
—Bastante. Eres un bruto.
—Lo siento. Fue en el calor del momento.
Se levantó y salió del dormitorio, caminando despacio, desnuda, dejando que sus nalgas se mecieran alternando con su caminar despreocupado.
—No lo sientes. No mientas. Todavía no lo sientes —. Chasqueó la lengua—.Todavía no.
Se giró hacia mí y mostró un gesto compungido, apenado. Y luego sonrió.
Madre del amor hermoso. Estaba loca.
—¿Y tú qué? —protesté. Pero ya había salido—. Tú también me has hecho daño. Tengo el labio roto, los huevos al jerez y estoy aquí, atado de pies y manos, como un puñetero guiñapo. ¡Soy tu marido!
Silencio.
Intenté zafarme de las ataduras. Imposible, las había apretado bien fuerte y con endiablada precisión: al intentar contraer una pierna el resto de miembros sufrían las mordeduras de los nudos. Por si fuera poco, la camiseta que tenía enrollada alrededor de mi cuello y barbilla me hacía difícil respirar, presionando sobre mi garganta.
Y el calor. El sofocante calor.
Raquel apareció al cabo de unos minutos. Seguía desnuda. Vino con un botellín de agua que ya tenía vacío casi del todo.
—¿Sed?
Asentí con la cabeza. Me notaba la cara enrojecida.
Bebió un trago y se inclinó sobre mi boca. Tardé en comprender qué se proponía. Estampó sus labios sobre los míos. Abrí mi boca y dejó que el agua caliente se deslizase hacia mi interior. Tragué con avidez.
—Más, por favor —gemí.
—No hay más. Y tampoco te la mereces. Además, te noto hambriento. Es hora de comer.
Subió a la cama. Se arrodilló sobre mi cara, dándome la espalda y plantó su entrepierna en mitad de mi boca.
Si antes el calor era abusivo, ahora era mortificante. Todo su coño despedía ráfagas de sofocantes ardores, mezclados con vapores mareantes.
—¡Cómemelo, hostias! —chilló Raquel.
La situación no era excitante. No era erótica. Pero la voz autoritaria de Raquel era tajante. Apretó su trasero con más ímpetu sobre mi cara, exigiendo ser obedecida.
Abrí la boca y comí. No me quedaba otro remedio que seguir la sencilla instrucción de mi mujer, sin saber cómo acabaría todo esto.
No sé de dónde saqué la saliva para lubricar mis lamidas. Me dolía aún el labio partido pero imprimí a mis labios un movimiento vertiginoso, imaginando que si se corría pronto, antes me dejaría libre.
Un gemido largo y hondo por parte de Raquel aprobó mi acometida. Su sexo, además de ardiente, estaba hinchado. El clítoris alcanzó a las pocas lamidas un tamaño considerable. En mi tarea de prospección su presencia endurecida destacaba entre todos los demás tejidos blandos y untuosos.
Los meneos del culo de Raquel pronto se convirtieron en una cabalgadura en toda regla sobre mi cara.
Absorbido por mi tarea, ni me di cuenta del trabajo que mi mujer estaba realizando en mi polla. Sus nalgas me impedían ver más allá de su coño y, empotrado como estaba por el peso de su trasero sobre la almohada, sus jadeos me llegaban entrecortados. Solo sentí que se estaba ocupando de mi miembro cuando aprecié la mordedura de sus uñas en el tallo y los sopapos en mis ya maltratados huevos.
Y, sin embargo, a pesar de la mortificación de mis partes, tuve que reconocer que sus manos empuñaban una polla increíblemente dura. Aplicaba fricciones y sacudidas salvajes y los golpes sobre los huevos, dios de mi vida, me estaban enloqueciendo. Dolían sí, pero también estimulaban.
¿Qué aberración era ésta en la que disfrutaba de los maltratos que sufría mi sexo?
Sonidos roncos brotaron de mi garganta. Me apliqué, más si cabe, en proporcionar una estimulación aún más ruda al coño de Raquel. No como agradecimiento al placer que me prodigaba, sino más bien una respuesta involuntaria de mi excitación, la cual ni reconocía ni entendía. Sorbí labios y carne, lamí con frenesí y penetré la entrada del coño. Toda mi cara estaba empapada de jugos procedentes de mi boca y su coño. Sus nalgas resbalaban y la presión de ellas sobre mi cara producía sonidos de succión. Los gemidos de Raquel se convirtieron en chillidos, los chillidos en gritos, los gritos en ensordecedores clamores. Raquel no se cortaba un pelo: las paredes retumbaban, la cama crujía. El escándalo era monumental.
Pero nada en comparación a su corrida. Alaridos ensordecedores manaron de su boca mezclados con insultos de todo tipo. Vaya si noté su orgasmo: botó sobre mi cara enterrando mi cabeza en la almohada. Sus jugos embadurnaron hasta mi cuello. Mi cabello quedó empapado de fluidos, todo ellos cocidos en la olla de su trasero a una temperatura infernal.
Sufrí. Claro que sufrí, dios de todos los dioses: mi nariz retorcida, mi boca sellada. Era como chapotear en mitad del mar, con los brazos y piernas sujetos, retorciendo tu cuerpo hasta lo imposible para lograr emerger a la superficie a por una ínfima bocanada de aire. Hubo momentos en los que tosí, incapaz de retener el poco aire que lograba respirar entre bote y bote de su culo porque, además, la muy perra, se apoyaba sobre mi pecho impidiendo que mis pulmones retuviesen el precioso aire inspirado.
Ignoro cómo sobreviví a aquel trance. Pero lo cierto es que mi polla no acusó ningún cansancio: conservaba una dureza endiablada.
Cuando Raquel se apartó de mí, disfrutado en toda su plenitud el que, seguramente, habría sido su mejor orgasmo, confiaba en que ahora me ayudase con el mío.
—Ahí te quedas.
Abrí la boca, asombrado.
—¡No jodas!
—Luego te desato, que tengo una sed horrible y necesito pegarme una ducha.
—¿Y yo qué? —protesté indignado. Me notaba la polla cargada, los huevos dispuestos. Mi orgasmo a punto de emerger.
—Ajo y agua —sonrió mordiéndose la lengua.
—¡Cacho puta! —grité ronco. La camiseta enrollada alrededor de mi garganta me producía sofocos y me impedía levantar la voz— ¡No me dejes así, mierda!
—Te jodes —Se acercó a mí y me sacudió un sopapo en la cara—. Y cuidadito con lo que me llamas.
—¡Te mato, te mato! —aullé a las cuatro paredes— ¡Vuelve, so zorra!
Pero no volvió.
Mi polla, tensa como una estaca, así se mantuvo, al margen de su total abandono. Pasaron los minutos y mi instrumento seguía enarbolado, listo para lo que fuese.
—Joder, macho, ¿todavía empalmado? —rió Raquel al aparecer con una toalla sobre su cuerpo y otra enroscada sobre su cabello— No sé si es patético o impresionante.
—¿Patético? —rugí fuera de sí. El labio me escoció, la brecha se había abierto de nuevo— ¡Ven aquí!
Ni se molestó en reírse. Marchó de nuevo.
Y mi polla tiesa, expectante. Y el dolor de huevos… ese dolor de huevos, como si los tuviese repletos de semen, desbordando el interior, preparado para manar a borbotones.
Pero aquello no duró demasiado. Poco a poco mi miembro fue acusando el desgaste. Terminó por encogerse miserablemente. Se agitó varias veces sobre mi pubis y terminó por desinflarse.
¡Qué desastre, qué desastre! La mejor de mis erecciones, la más dura, la más persistente. Habría podido follar una hora entera. Una jodida hora, la madre que la parió.
Rumié mi venganza. La empalaría, oh, sí, la empalaría hasta oírla chillar. La iba a destrozar entera.
Solo quería verla llorar, suplicando clemencia, agotada tras una interminable sesión de lujuria. Ansiaba oírla chillar, desgañitarse, mientras la azotaba sin descanso las nalgas al ritmo de mis embestidas.
Raquel tenía que saber quién era el que mandaba. Y quién la que obedecía.
Tras varios minutos, Raquel vino de nuevo y comenzó a desatarme.
Miraba al techo, vista fija, dientes apretados. Dominaba esa sonrisilla que pugnaba por estirarme los labios, imaginándomela en el suelo, suplicando descanso mientras la follaba por detrás.
—¿Sin rencor, verdad, Enrique?
—Por supuesto —repetí ante su insistencia.
Me lo había preguntado varias veces antes de desatarme. Y en todas ellas, yo respondí como buen samaritano, perdonando, olvidando.
¡Y una polla!
Fue entonces, sólo entonces, una fracción de segundo antes de tener libres las manos, cuando me di cuenta.
La insolente verdad me golpeó con tal fuerza que parpadeé incrédulo. No era posible, pero no cabía otra razón.
Me ayudó a incorporarme y me senté en el borde de la cama. Me froté las marcas de las muñecas y tobillos. La espalda me crujía y el cuello estaba agarrotado. Me quité la camiseta enrollada alrededor de mi cuello despacio, al final tuvo que ayudarme ella porque mis brazos estaban entumecidos.
—¿Quieres hablar sobre lo que ha pasado?
Negué con la cabeza.
—Supongo que te das cuenta que todo ha sido un juego, ¿no? —insistió.
Me encogí de hombros.
Transcurrieron varios minutos, los dos en silencio. Poco a poco iba recuperando la sensibilidad en todo mi cuerpo. Me toqué el labio y noté como estaba hinchado y el solo contacto me producía dolor.
—Dime algo, Enrique. Estás muy callado y no sé qué piensas.
Me giré hacia ella y la tomé de los hombros.
—Pégame —supliqué.