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domingo, 5 de junio de 2011

EL CERRAMIENTO

—Bueno, vamos con el siguiente punto de la reunión.
—¿Cómo que el siguiente?
El hombre hizo caso omiso a la intervención de la joven.
—Han aparecido varios brotes de cucarachas en los pasillos…
—Oye, no, no, no. Mi punto del orden del día no se ha discutido aún.
—…he pedido presupuesto a varias empresas de control de plagas. En los documentos….
—¿Estás sordo o qué? ¿Estáis todos sordos?
La joven se levantó y se giró sobre sí para mirar al resto de asistentes a la reunión.
Ninguno de los vecinos la devolvió la mirada. Algunos prefirieron bajar la vista antes que fingir que no la escuchaban.
—¡Hostia puta! —gritó cogiendo el respaldo de la silla y golpeando con ella el suelo— ¡Prestarme atención, joder!
Todos se giraron hacia ella. Por fin había conseguido captar su atención. Aunque fuera a través de la violencia.
—Tu punto del orden del día ya ha sido debatido, Lourdes —dijo con voz monocorde el presidente de la Comunidad.
Recogió los folios de la mesa sobre la tarima de la sala. Los juntó y cuadró con golpecitos sobre la mesa. No estaba dispuesto a ceder un milímetro.
—Y un huevo ha sido debatido. Aquí solo he visto levantarse dos manos en contra de mi cerramiento.
—Pues son una más de las que hay a favor de él. Tienes que quitarlo. Votación legal, Lourdes, la mayoría ha hablado.
—Qué coño de mayoría estás hablando, aquí estamos siete vecinos. Solo hemos votado tres. ¿Y los demás?
—Se han abstenido, Lourdes. Admítelo, por favor: tienes que desmantelar tu cerramiento. Lo construiste por tu cuenta, saltándote los estatutos de la Comunidad por el forro.
—No, no. Espera, no. Los únicos que han votado en mi contra han sido tu mujer y el viejo del primero.
Ninguno de los aludidos quiso devolver la mirada a Lourdes.
La joven se sentía impotente. Ocho mil quinientos euros con veinticinco. Más los costes del desmantelamiento. Se sentía frustrada y abandonada. ¿Qué daño hacía su galería interior a la fachada del edificio? ¿Qué ocurría, que ella era la única que tenía dinero para hacerlo o qué?
Puñetera envida. Eso ya lo sabía de antes. Pero no les creía capaces de llegar hasta este extremo.
Los jodidos vecinos, utilizando unos estatutos arcaicos y que nadie respetaba, pretendían que tirase a la basura tanto dinero invertido…
No. Por Dios Santos que no.
—Vale.
—¿Estás de acuerdo, Lourdes? —repitió el presidente con ojos lánguidos, fingiendo indiferencia.
Los demás puntos del orden del día eran una excusa para convocar la reunión extraordinaria. ¿A quién coño le importaba que el hijo de la del tercero fuese un cabronazo ya, a sus trece años, y le gustase dar martillazos a los azulejos del pasillo común? Una hostia bien dada y punto ¿O los cientos de cucarachas que habían surgido por todo el edificio? ¿No tenían pies cada uno para pisarlas?
No. Lo importante era desmontarle el chiringuito a la morena del cuarto. Tetas puntiagudas, culito respingón y cara de viciosa. Provocando con sus camisetas de tirantes y sus pantaloncitos cortos. ¿Por qué coño su mujer no podía estar la mitad de buena que ella? ¿Por qué se negaba a hacer en la cama una pequeña parte de lo que creía que Lourdes gustaba de hacer con sus amantes?
Si no podía tenerla, tenía que aplastarla. Como una de esas cucarachas. Mala, mala. Jódete, puta viciosa.
—¿Cuánto tiempo?
—¿Cuánto tiempo de qué?
—Cuánto tengo para desmantelar la galería.
El presidente de la Comunidad no tenía ni puñetera idea de cuánto tiempo se necesitaba para echar abajo algo así.
—Una semana.
—¿Una semana?
—Una semana. Hasta el miércoles próximo.
—Siete días.
—Sí, bueno, lo que viene a ser una semana —creía que la joven le estaba vacilando. Se envalentonó de todas formas al verla aceptar la derrota— ¿Sabes contar, Lourdes? Uno, dos, tres…
—¿Contar? Claro que sé contar, no os preocupéis ninguno.
—No nos preocupamos, Lourdes —añadió la mujer del presidente—. Mi marido solo quiere asegurarse que has comprendido cuánto tiempo…
—Lo he pillado, María, lo he pillado, gracias. Sé contar. Cuento de puta madre.
—Yo solo quería dejar claro…
—María. Basta —cortó su marido.
Un silencio interrumpido por varios carraspeos inundó la sala durante unos segundos. Afuera de la sala del Centro Cívico del barrio que habían alquilado para la reunión, se oyeron melodías de guitarras y niños gritando. Todo el que quisiera en el barrio podía alquilar una sala del Centro Cívico.
—Yo ya no pinto nada aquí —dijo Lourdes saliendo de la sala. No se había vuelto a sentar.
Cerró la puerta al salir y los reunidos quedaron en silencio. Se miraron unos a otros.
“¿Y ahora qué?”, parecieron preguntarse.
—A ver… ¿hay algo más que alguien quiera preguntar? —quiso saber el presidente—. Ruegos, preguntas… esas chorradas.
—¿Y lo de las cucarachas?
—Eso es muy caro, Fermín. Que cada cual las mate como mejor le dé la gana.
—Pero…
—Ni peros ni hostias. A ver, Fermín, ¿quieres apoquinar tú los dos mil euros que cuesta fumigar el edificio entero, eh?
—Pero la comunidad… Una votación…
El presidente le ignoró.
—Si no hay más cuestiones…
La reunión se disolvió unos segundos después.
Afuera, Lourdes, pegada la oreja a la puerta, corrió rápido hacia los servicios públicos del Centro Cívico.
Cerró la puerta del escusado con un golpe. El cerrojo no encajaba y la puerta insistía en quedarse medio abierta. Lourdes se sentó sobre la taza del inodoro y arreó una patada a la puerta que la encajó con un crujido en el marco.
Respiró hondo varias veces para calmarse.
A medida que se iba sosegando, sus labios se fueron combando en una suerte de sonrisa siniestra, achinándose sus ojos.
Luego, su cuerpo, ajeno al devenir de sus pensamientos, centrado únicamente en la posición y lugar donde se encontraba, mandó la señal de orinado. Lourdes chasqueó la lengua. Se subió la falda, se bajó las braguitas, subió la tapa, colocó unos papeles en el borde del asiento y suspiró a gusto al oír el chorro romper contra la loza.
La puerta chirrió al abrirse por sí sola.
Otra patada la hizo encajarse de nuevo.
—Siete días —siseó en voz baja.
***
***
***
—¿Y por qué tengo que ir siempre yo, joder?
—No fastidies, Roberto, que solo es abrir la puerta y ver quién es. ¿No sabes hacer eso, te da miedo?
—Tú estás al lado, en la cocina, Saray.
—Estoy preparando la comida. Y estoy en bragas. ¿Quieres hacer el favor de abrir tú?
—Y yo estoy con el pijama, joder.
—Ni joder ni hostias, Roberto, ¿es que siempre tenemos que discutir por todo? Abre la puñetera puerta ya, por favor.
—Venga, va. Porque es fin de semana, ¿vale?
—¿Qué quieres decir con fin de semana, Roberto? ¿Que como sabes que haces el gandul y no mueves un dedo en casa, me vas a hacer caso un sábado por la mañana? ¿Ahora tienes conciencia, cariño?
—Conciencia, dice ésta… —masculló Roberto en voz baja.
El hombre meneó la cabeza y se levantó del sofá, dejando el periódico sobre la mesa del salón. Se rascó el trasero y luego el paquete bajo el pantalón del pijama. Caminó con pasos deliberadamente lentos hacia la puerta.
Sonó otra vez el timbre.
—Ya va, ya va, joder.
—No rezongues y abre, Roberto. Que es para hoy.
Roberto internó una mano bajo la camiseta para rascarse la barriga peluda. Se inclinó sobre la mirilla de la puerta. Dio un respingo al ver quién era.
Dudó durante unos instantes si abrir o no. También se relamió para sí al verla a través de la mirilla.
Lourdes vestía una de sus camisetas de tirantes, empapada de sudor, con las tiras del sujetador rosa a la vista, sobre sus hombros redondeados y relucientes… Volvía de correr. Como cada sábado. Solo que hoy había venido mucho antes.
—¿Quién es, cariño? ¿No abres?
Quitó la cadena y dio dos vueltas de llave para abrir la puerta.
—Es Francisco. Querrá quedar hoy por la tarde para las cartas, ya sabes.
—Todos los sábados lo mismo —musitó por lo bajo Saray— ¿Cuánto hace que no salimos juntos?
Se volvió hacia su marido, dejando el cuchillo con el que cortaba los ajos sobre la tabla.
—¿Y si…?
Se detuvo al ver cerrarse la puerta. Roberto ya no la escuchaba. Todos los fines de semana igual. Cuando más tiempo tenían para ellos.
Saray suspiró y se llevó las manos al pelo. Solo follar, solo follar. Ni un abrazo, ni un beso. A cuatro patas, estrujándola las tetas. Ya ni jodiendo se miraban, incluso.
—Qué asco de vida —se dijo para sí bajando sus manos por la cara.
Se dio cuenta que ahora su pelo y piel olían a ajo. Arrugó la nariz y dio un manotazo a la tabla, el cuchillo y los ajos que había sobre ella.
Cayeron sobre el fregadero con un estruendo.
Saray dio un respingo, asustada. Pero se cruzó de brazos, más decidida aún que antes.
—Hoy va a comer pollo guisado tu puta madre —siseó dolida.
Al mismo tiempo, un piso más arriba, la puerta del apartamento de Lourdes se cerró despacio.
Francisco miraba a Lourdes con el ceño fruncido, apoyado tras la puerta cerrada.
—Te he dicho cientos de veces que no aparezcas por casa así.
Lourdes se rió por lo bajo. Su mirada alternaba entre la cara de enfado de Francisco y su entrepierna. Bajo el pijama, el bulto iba creciendo más y más.
Se acercó a él, apoyando sus pechos sobre él. Movió sus caderas para restregarse contra la dureza.
Ronroneó juguetona. Su lengua se deslizó entre sus labios, humedeció el lóbulo derecho de la oreja de Francisco y luego sorbió el pedazo de carne.
Francisco sintió como las piernas se le doblaban. El tembleque fue exquisitamente postergado por el buen hacer de Lourdes.
Asió con sus manos la cintura de la joven. La única parte de su cuerpo que permanecía inmóvil. Todas las demás recorrían su cuerpo, meneándose, frotándose, impregnándose sus sentidos y su seso con el sudor femenino.
Francisco recordó cuál era la excusa para estar allí.
—Tenemos poco tiempo, guarrilla —masculló bajándola los pantaloncitos de un tirón, llevándose las braguitas también por delante. Abarcó con sus dedos los deliciosos globos, firmes y sudorosos de la joven.
—No me digas… —gimió Lourdes al verse apretada contra la polla de Francisco. Un penetrante olor a sexo masculino surgió de entre ellos.
Los dedos de él navegaron entre la carne de las nalgas, se abrieron paso hasta el ano y llegaron hasta la fronda del vello de la vulva.
—Vamos, vamos —apremió Francisco esperando que la joven le bajase los pantalones y se aupara sobre su cintura.
Quería follar rápido y correrse en unos segundos. ¿Cuánto tiempo se tarda en fijar una fecha y hora para una partida de cartas y charlar sobre tonterías? ¿Diez minutos, doce?
La joven le bajó los pantalones. La polla se bamboleó enhiesta, dura. Un intenso olor a macho excitado surgió de aquel miembro.
Francisco parpadeó confundido cuando Lourdes se desasió del abrazo de su culo y se separó un paso de él.
Gimió extasiado cuando ella se quitó la camiseta por el cuello y se desabrochó el sujetador. Sus pechos se agitaron blanquecinos, redondos y repletos. Los pezones endurecidos de un rosa brillante contrastaban con el vello oscuro y perlado de sudor de su entrepierna.
Lourdes se mordió el labio inferior mientras se pellizcaba un pecho. Sus uñas resbalaron por la piel nívea, cerrándose sobre el pezón. Azuzándolo más, volviéndolo de un rosa encendido.
—No sabes cómo estoy de caliente, cabronazo —jadeó Lourdes.
Se frotó el vello recortado del pubis. Escarbando en su femineidad. Sus muslos se estremecieron. Los labios vaginales surgieron de entre el vello. Rosados, suculentos. Empapados de fluidos.
Francisco se sujetó la polla mientras se llevaba la otra mano a los ojos. Sudaba copiosamente. Estaba al borde de un ataque al corazón. Estrujaba su miembro y lo agitaba espasmódicamente.
Alargó la mano en busca del cuerpo objeto de su deseo.
Lourdes dio un paso atrás.
Francisco dio un paso adelante para sujetarla. Nada en el mundo, nada, podría interponerse entre ese cuerpo y el suyo. Mataría por tener ese cuerpo. Ese coño. Esas tetas.
Lourdes dio otro paso atrás.
Francisco cayó de rodillas. El pantalón arremangado le inmovilizaba las piernas.
—Cógeme si puedes —rió Lourdes quitándose el pantaloncito y las braguitas.
Aquel culito blanquecino, divino, desapareció tras una esquina del salón.
Francisco se despojó de los pantalones del pijama en el suelo. Oyó un desgarro pero le dio igual.
Corrió a por Lourdes. De la punta de su polla asomaba una espuma espesa.
Rodeó la esquina del salón. Casi resbala de lo rápido que iba.
Abrió la puerta del dormitorio.
El fogonazo le paró en seco.
No supo qué ocurría hasta que al fogonazo siguió otro y otro, decenas de ellos.
Lourdes lo estaba acribillando a fotografías.
—Qué… qué… —gimió tapándose la cara, cegado.
Solo sintió como Lourdes lo iba empujando por la espalda, a través de la casa. No veía nada, iba con las manos por delante, desnudo, completamente ciego.
Sintió como ella le ponía sus pantalones sobre sus manos. Oyó abrirse la puerta de casa.
—Mi cerramiento seguirá en su sitio —le dijo Lourdes al oído—. Asegúrate de expresarlo en voz alta, ¿entendido?
—Pero… tú… yo…
Empezaba a distinguir formas y colores.
—Largo de aquí, hijo de puta. Y dale recuerdos a tu mujercita.
El portazo le hizo estremecerse entero.
Luego se dio cuenta que iba desnudo, con el pene aún duro y húmedo.
Desnudo en el pasillo común.
Se vistió rápido y caminó aún aturdido de vuelta al segundo, a su casa.
Una cucaracha apareció delante de él, moviendo sus antenas. Francisco la miró y levantó el pie para descargar un pisotón sobre el bicho.
Dudó un instante.
No se atrevió a pisarla.
Corrió por las escaleras hacia su casa, con el corazón en un puño.
***
***
***
Mercedes dejó que la tapa del contenedor de basura se cerrase despacio, conteniendo el golpe con la manivela que tenía a la altura del pie.
No quería armar escándalos.
Era de noche, las cuatro de la madrugada. Había bajado la basura a las cuatro de la madrugada. Raquel, su novia, se había quejado del mal olor que surgía del cubo de la basura de la cocina.
—¿No puedes dormir por el olor? No me jodas —respondió sonmonlienta.
—No, no puedo. ¿No lo hueles tú? Es apestoso, no me puedo creer que no lo notes.
—Haber bajado la basura a las ocho, cuando te lo dije. No me vengas ahora con esas.
Raquel se puso melosa y le susurró al oído, terminando por desvelarla.
—No puedo dormir, porfa…
—¿Cómo? ¿Qué? No pensarás…
—Estoy desnuda. Tú estás con el pijama.
—Ponte algo encima, so guarra y baja tú la basura.
—Hace dos horas no querías que me pusiera nada encima…
—Hace dos horas hicimos el amor, cariño. Ahora, a las…
Volvió la cabeza en la almohada para consultar el reloj de la mesita. En la oscuridad, las tres y cincuenta brillaron con luz verde fosforito.
—Mierda. Si es que son ya casi las cuatro. ¿No puedes esperar a que sea de día?
—No, cariño. Porfi, porfi, porfi.
Y con cada súplica, Mercedes recibía un beso en la frente, en la mejilla, en la nariz.
—Me cago en todo.
Pero no se movió de la cama.
Hizo falta que Raquel le diese un empujón para que saliese de la cama.
—Oye, niña…
—Porfi…
Optó por no discutir. Salió de la cama y se calzó las pantuflas. Entró en el cuarto de baño y se puso el albornoz. Tampoco era plan de salir a la calle en camiseta y bragas, enseñándolo todo.
Cuando se acercó a la cocina, reconoció el mal olor procedente del cubo de la basura.
Se asombró de no haber rezongado ella primero. En efecto, era nauseabundo. ¿Olían tan mal las sobras de la cena?
Cogió las llaves de casa y las metió en el bolsillo del albornoz. Salió al pasillo con la bolsa de la basura en la mano. Pesaba un huevo y el tufo era demencial. Llamó al ascensor.
Afuera, en la calle, soplaba una ligera brisa. Se cerró las solapas del albornoz sobre el cuello con una mano mientras con otra acarreaba la bolsa.
Pocos coches circulaban por la carretera cercana. Nadie a la vista. A las tantas de la madrugada, un domingo, ¿a quién le apetecía desaprovechar la última gran noche del fin de semana? Dormir a pierna suelta…
—Mejor así —se dijo en voz baja—. Solo me faltaba que ocurriese algo.
Tras tirar la bolsa de la basura al contenedor, emprendió el camino de vuelta al edificio. Cien metros escasos.
Las pantuflas se arrastraban por el suelo.
Un maullido la hizo girar la cabeza y apretar el paso. Se cerró aún más el albornoz alrededor del cuello y la cintura.
—Mierda, joder —murmuró.
La noche dibujaba sombras que se movían sinuosas.
Cruzó la calle y siguió caminando, casi corriendo, al filo de la fachada del edificio. La puerta estaba ahí, esperándola. Metió una mano en el bolsillo, en busca de las llaves. Tintinearon entre sus dedos y el sonido del tintineo la estremeció.
No quería hacer ruido. Solo quería llegar a casa, meterse en la cama y acurrucarse junto a Raquel.
—Vaya tontería —se dijo en voz alta para darse ánimos.
Se detuvo frente al portal. Sacó las llaves que tintinearon aún más. Miró de reojo a los lados.
Se equivocó de llave y probó durante varios segundos a abrir la cerradura con la llave incorrecta.
Cuando metió la llave correcta, soltó un suspiro de alivio.
—Hola, chochete.
Exhaló un gemido gutural, casi catatónico.
Al volverse hacia el desconocido, apretó los labios y frunció el ceño.
—Mierda. Eres tú. ¿Sabes el susto que me has dado, puta?
Lourdes sonrió y las dos entraron en el portal.
—¿Qué haces a estas horas vestida así, te duchas en otro sitio?
—Muy graciosa. ¿Y tú?
—Yo estoy mona. Vengo de una fiesta.
—Ya.
Entraron al ascensor. Mercedes no pudo contenerse y se le fueron los ojos unas cuantas veces hacia el vestido de Lourdes. Un palabra de honor negro, de falta cortísima. Pedrería y brillantina que refulgían como piedras preciosas. Las piernas estaban brillantes, como recién hidratadas. Los muslos relucían jugosos, apetecibles. Los pechos subían y bajaban con cada respiración. Parecían hincharse al inspirar, expandirse al expirar. Se llevó un mechón de cabello detrás de la oreja.
—Estás muy guapa.
—Ya lo sé.
Cruzaron la mirada durante un segundo. Mercedes la desvió, apurada.
Lourdes se giró y se apoyó sobre el panel de mandos del ascensor.
—¿Qué haces?
—Nada, Merceditas, no te preocupes.
—No me asustes, por favor, que a estas horas…
El ascensor se paró en seco. La máquina emitió un suspiro mecánico, como si se deshinchase un balón.
—No… no… no me jodas, Lourdes, ¿qué has hecho? Tengo claustro…
—¿Que qué he hecho, dices?
Se acercó a la lesbiana con las manos en la espalda.
Mercedes se plegó en el rincón del habitáculo.
—He visto como me mirabas.
Lourdes negó con la cabeza.
—Era el vestido.
—Mentirosa. Eran mis tetas, eran mis piernas, eran mis labios, mi cuello, mis hombros, mis manos.
—No, Lourdes, de verdad que no. Tengo novia. Apártate de mí y pon este bicho otra vez en marcha.
Lourdes se dejó caer sobre Mercedes, exhalando un suspiro, dejando que su aliento penetrara por la abertura del cuello del albornoz.
Mercedes cerró los ojos. Notó como su vientre se agitaba. Se lo sujetó con las manos.
—Dime que no me deseas, Merceditas. Dímelo —murmuró derramando el aliento de la última palabra sobre los labios de Mercedes.
La lesbiana entornó los ojos. Había sentido el incandescente hálito sobre su cara.
Notó como su entrepierna se había hinchado y humedecido. Se notaba excitada. Horriblemente excitada.
Vio el rostro de Lourdes encima de ella. Sus labios a un bocado de distancia. Unos labios pintados de naranja. Gajos de fruta tiernísima, repletos de sabor y jugos dulcísimos.
Le comió la boca sin pensarlo. Agarró a Lourdes del cuello y la atrajo sobre sí, besándola hasta que tuvieron que separarse para tomar aire.
Se miraron unos instantes. Cada par de ojos titilando. Lágrimas a flor de piel, alientos al rojo vivo.
Las lenguas fueron ahora las protagonistas. Voraces, salvajes, imprevisibles. La saliva se escanciaba en boca ajena con facilidad. Se emborracharon de sus propios licores.
Se desnudaron con movimientos rápidos, conocedoras de las prendas. Sabían cómo ponerlas, sabían cómo quitarlas. Cayeron de rodillas en el suelo del ascensor, sujetándose la cabeza, devorándose con los labios, saciándose con la lengua.
Los jadeos y los espasmos eran continuos. Los gemidos, desgarradores; los suspiros, impotentes.
Rodaron por el suelo del ascensor, algo apretadas. Carne sobre carne, con las piernas entrelazadas, las vulvas solapadas y los pechos entremezclados.
Los fluidos se desparramaban sin parar.
Lourdes se levantó de repente.
Apartó de un manotazo los dedos de Mercedes, cerrándose sobre su coño.
La lesbiana se incorporó confusa, frotándose la mano golpeada.
—¿Qué pasa, qué he hecho? ¿No te ha gustado?
Lourdes no contestó. Se agachó para colocarse las bragas y subirse el vestido.
—Pero, ¿qué ocurre, Lourdes? Dime qué no te ha gustado y no lo vuelvo a hacer.
La morena entornó los ojos mientras se aupaba hacia una esquina del habitáculo del ascensor.
Mercedes se dio cuenta entonces de la cámara.
—Pero, ¿qué hostias…?
Se detuvo al ver como Lourdes se metía la cámara en el bolso.
—¿Es tuya?
Lourdes pulsó el botón del tercero varias veces y el ascensor se puso de nuevo en marcha.
—¿Sabes lo que no me gustó y quiero que no vuelvas a hacer, Merceditas?
La otra no contestó.
El ascensor se detuvo y Lourdes salió con los zapatos y el bolso de las manos.
—Que no muevas un puto dedo en las votaciones. Recuerda: mi cerramiento se queda como está, ¿vale?
Mercedes no tuvo necesidad de decir nada. Lourdes cerró la puerta y el ascensor siguió su marcha.
En el interior, la lesbiana, mientras el ascensor subía hasta el ático, se colocó el albornoz.
Salió al pasillo. Se dio cuenta que había perdido una pantufla cuando vio una cucaracha corretear cerca de su pie desnudo.
Reprimió una arcada y dio unos cuantos saltos a la pata coja hasta la puerta.
Fue directa hasta el cuarto de baño.
Abrió el grifo. Se metió en la ducha y dejó que el agua fría la empapara.
Raquel apareció al poco rato.
—¿Qué coño haces, mujer? ¿No sabes qué horas son?
—He visto una cucaracha.
—¿En la calle?
Negó con la cabeza. El agua no estaba suficientemente fría.
—Qué asco, de verdad —musitó Mercedes.
Raquel se encogió de hombros y volvió a la cama.

—A ver, un poco de silencio, por favor. Si hablamos todos a la vez no nos vamos a enterar de nada.
Los vecinos siguieron discutiendo sin atender a las palabras del presidente.
Esperó durante unos segundos, de pie, junto a la mesa de la tarima de la sala del Centro Cívico.
Solo uno de los vecinos estaba en silencio y el presidente no pasó por alto el hecho.
Lourdes le miraba fijamente, con gesto aburrido. Casi indiferente. Pero insultante. Irreverente.
El presidente dio un golpe a la mesa con la palma de la mano.
Todos se callaron al instante. Se volvieron hacia él.
—A ver, Lourdes. Mañana cumple el plazo. Siete días, ya sabes. ¿Ya lo tienes todo preparado para echarlo abajo?
—Quiero una nueva votación.
—Ya se votó.
Se levantó un ligero murmullo.
—Ya sé que se votó, estaba aquí, ¿recuerdas? Quiero una nueva votación. Presiento que el resultado será diferente.
—No lo será.
—Votemos, pues.
El murmullo creció de intensidad.
—Ya lo hemos votado, Lourdes, no hagas esto más penoso de lo que…
—¡No hay cojones! —gritó poniéndose en pie.
—¿Quieres votar, Lourdes? —gritó a su vez el presidente envarándose— ¿Quieres votar, eh? Pues votemos, joder, votemos. A ver, ¿votos en contra del cerramiento de Lourdes?
Se alzaron los brazos de la mujer del presidente y del vecino del primero.
—Seguimos siendo dos contra uno, Lourdes, ¿lo ves, criatura?
—¿Votos a favor de no tocar mi galería?
Tres manos se alzaron.
El presidente tragó saliva. Dio un paso atrás. Trastabilló y se apoyó sobre el borde de la mesa de la sala. Le faltaba el aire.
—Pero… pero…
—¿Votos a favor de acabar con las cucarachas? —musitó Fermín poniéndose en pie a su vez.
Todas las manos se alzaron al unísono.
El presidente emitió un chillido agónico.

sábado, 4 de junio de 2011

SUBLIME

CAPÍTULO 1


El hombre zigzagueó entre las mesas del restaurante siguiendo los pasos del metre. Simuló desprenderse de un hilo sobre su traje. Sus pasos eran firmes pero algo inseguros y se la advertía una falta de costumbre al usar esos zapatos prietos de puntera. El traje negro, casi un frac, caía sobre su pecho y se ceñía a su cintura como si estuviese hecho a medida y en realidad así era. Se sabía en ese momento la persona más importante del restaurante porque en él convergían todas las miradas masculinas y femeninas del local.
Una de esas miradas lobunas, embelesadas ante el caminar seguro del hombre hacia la mesa vacía que tenía reservada, era la de Ramiro Calle. Se obligó a despegar sus ojos de la bella imagen del hombre unos instantes mientras se concentraba en dar un trago al combinado que tenía junto a él, en la barra del bar solapada con la zona de mesas del local. Se desanudó ligeramente la opresión de la pajarita sobre su cuello y no pudo evitar sonreír mientras, con un gesto nada ambiguo, se relamía los labios contemplando los más mínimos movimientos del hombre.
El hombre tras los pasos del metre, Mario Fiero, agradeció con un gesto de la cabeza el ofrecimiento del camarero al indicarle la mesa que tenía reservada.
—¿Desea tomar algo mientras viene su acompañante?
—Un vino blanco, gracias.
El metre asintió conforme y se alejó. Mario se desabotonó la chaqueta del traje. Un pecho amplio y potente, debajo del cual se intuían una ristra de abdominales igual de sobresalientes, se marcó bajo la camisa blanca. No cabía duda de que era un hombre al que le gustaba cuidar el envoltorio corporal para disfrute propio y ajeno. No se consideraba un hombre guapo y, realmente, tampoco lo era. Sin embargo algo de maquillaje realzando sus pómulos y un peinado cuidado, sobrio pero elegante, casi artificial, eran la clave para que su rostro dejase de ser anodino y provocase los giros de cuello, miradas furtivas y suspiros apagados que ocurrían ahora.
Ramiro se decía que al final, si no dejaba de mirarle con tanta insistencia, acabaría por advertir su descaro. Pero aquel hombre ejercía una irresistible sentimiento de pura contemplación y sublime veneración. Era una hombre —y esto era fácil adivinarlo— que se había engalanado y arreglado para su amante, para mostrarse apetecible, exquisitamente distante pero al alcance de un halago o un sonrisa. Era un hombre que predisponía a los sueños de final ardoroso, de cuerpos envueltos en sudor rodando en una cama de sábanas de seda mientras sus gemidos te enardecían en todo lo físico que podían ser dos cuerpos desnudos, uno dentro del otro. Era un hombre de imaginación viva y con pocos complejos porque pocos se atreverían a aparecerse ante su amado o amada con aquel traje perfecto, ensalzando el amplio pecho, las caderas finísimas y el trasero prieto. Aquel hombre era el sueño de cualquier persona que creyera en el amor galante y desinteresado pero también en el sexo sucio y repetitivo porque ese hombre reunía en su cuerpo, en su cara y en su mirada todos los anhelos masculinos y femeninos.
Pasó el tiempo. Ramiro apuró su copa y pidió otra. La necesitaba. Se liberó un poco más la pajarita. Unos calores deliciosos estaban surgiendo de su pecho. Al tomar la nueva copa se fijó en que los demás hombres y mujeres solitarios que había a su lado no prestaban la misma atención que el prodigaba hacia aquel hombre devenido en dios. En realidad ni siquiera le miraban.
—¿Pero no habéis visto a aquel hombre, estáis ciegos o qué? —les habría amonestado.
—No nos molestes, por favor, ¿no ves que preferimos la televisión al amor o el sexo?
—Pero mirarle bien, por favor. Es un hombre de aspecto radiante. El hombre o mujer objeto de sus desvelos es alguien a quien podemos envidiar mucho más que a ningún otro, ¿no lo veis?
—Déjanos en paz, haz el favor. Si tanto te gusta, ve a por él.
—Estáis locos. No sé si es gay o no; no estoy en un local de los nuestros. Además, está esperando a alguien para cenar.
—¿Alguien? No sabemos a quién te refieres ¿Al que, media hora después de llegar él, sigue sin aparecer?
Ramiro miró su reloj de pulsera. En efecto, su imaginación tenía razón. Levantó la vista hacia el hombre. Una sombra de inquietud y temor se había hecho paso en la mirada del hombre solitario mientras sus dedos seguían el trazado del bordado del mantel de la mesa, ascendían por las curvas de la copa vacía de vino y se detenían en el borde para rodearlo con la yema de los dedos. La sombra fue instalándose en su rostro con apabullante rapidez.
Ramiro fue testigo mudo y silencioso del apagarse y marchitar de un rosa bellísima a medida que transcurrían los minutos. El metre se acercó al hombre con paso algo inseguro y se agachó para preguntarle. Ramiro supuso que estaría indagando cuándo se marcharía. Había otras parejas esperando por un mesa libre, aquellas que no tenían reserva, y miraban con esperanza y atención los gestos del metre y la mirada del hombre solitario, fijándose en la pantalla de un teléfono móvil que sacó de un bolsillo interior de la chaqueta. Cerró los ojos y se sujetó el puente superior de la nariz.
Ramiro tragó saliva y se ciñó la pajarita de nuevo al cuello. No estaba totalmente decidido pero se dijo que era mejor musitar una disculpa que llorar un arrepentimiento. Terminó de un trago el combinado y le hizo un gesto al camarero detrás de la barra para que se cobrase la consumición.
Caminó con pasos seguros. No procedían todos ellos de una seguridad interior sino algunos de la del alcohol. No pensó que supusiesen gran diferencia para el resultado. Se acercó a la mesa del hombre y se sentó frente a él.
—Hola, buenas tardes.
Mario abrió los ojos y luego sus labios, dubitativos entre curvarse hacia abajo o hacia arriba ante la intromisión del hombre. Al final, decidieron que era mejor una sonrisa.
—¿Quién es usted?
—Perdone mi atrevimiento pero me he imaginado que la persona a la que esperaba no iba a aparecer a estas alturas y me pareció un pecado no aprovecharlo.
—¿Tiene hambre? Sírvase lo que quiera porque yo…
—Aprovecharlo a usted.
Mario borró su sonrisa y se obligó a mirar con atención al desconocido que se había sentado frente a él. El cabello de un rubio triguero y rizado parecía replegarse ante dos entradas en su frente que añadían una cierta solera al hombre aunque también dirigían la mirada de su frente hacia abajo, para converger sobre una nariz fina y de tamaño imponente, sin llegar a ser grotesca pero sí impactante. Una mirada focalizada por dos iris de un gris azulado, solapados a pómulos marcados, daban paso a labios finos y mentón grueso. El cuello delgado y enmarcado por una camisa rosa se unía a una corbata fucsia y un traje de un sobrio gris plateado. El hombre, sin ser guapo ni bello, poseía un cierto magnetismo en sus gestos, mirada y poses que resultaban enigmáticos.
Mario fue directo.
—¿Sabe una cosa? No le conozco en absoluto pero ha despertado en mí una cierta intriga.
—Me alegro entonces.
—Intriga no implica aceptación, no se engañe. Su aparición me sigue pareciendo grosera y desafortunada.
Ramiro sonrió complacido. La curiosidad es la fuente de la atención. Y si podía robar algo de atención a aquel hombre, se sentiría muy feliz.
El metre llegó y dio un respingo al ver a Ramiro. No ocultó su sorpresa con gesto ni con palabra.
—Caramba, el caballero acababa de pedirme la cuenta y… bueno… ¿van a quedarse a comer finalmente?
Ramiro miró a Mario. En su mirada se reflejaba una súplica silenciosa, una muda protesta ante el desperdicio de tanta belleza derrochándose frente a él.
Mario desvió la mirada de Ramiro hacia el metre.
—Tráiganos la carta, por favor.


CAPÍTULO 2


Se habían presentado al llegar el primer plato, se conocían como amigos al llegar el segundo y se tuteaban como dos íntimos cuando llegó el postre.
Quizá fuese la necesidad que tenía cada uno de poder contar las penas y desdichas propias a un extraño, de relatar las miserias personales a un desconocido, con la tácita convención de que, al separarse y terminar la velada, no se volverían a ver. Era una suerte de confesión, de volcado de pecados en un confesionario transmutado en mesa de restaurante. Uno se convierte así en muro que recibe lamentaciones y golpes de frente cargados de dolor inmenso. Pero ahí termina el compromiso.
De esta forma, cuando el metre trajo los postres, Mario y Ramiro mantenían un vínculo emocional que no por breve era menos intenso que uno comenzado hacía años.
—Creo que te he dicho miles de veces me en encanta tu traje. Pero creo que una vez más no importará.
Mario sonrió algo avergonzado e incómodo ante el halago.
—Solo me lo has dicho una vez.
—Entonces no sé qué te he dicho durante todo este tiempo porque no pienso en otra cosa que no sea en lo atractivo que eres.
El rubor atacó con sorprendente rapidez e intensidad las mejillas de Mario. Tuvo que bajar la mirada y dejar escapar un hálito de calor intenso. Ramiro era un adulador realmente bueno y estaba consiguiendo lo que hacía casi una hora no creía conseguir ni en sueños: olvidar el bochornoso y penoso trago de ser plantado en una cita.
Ramiro pareció leer sus pensamientos cuando le preguntó.
—¿Con quién habías quedado esta noche para cenar, Mario?
Levantó la vista y le miró. Se sentía a gusto conversando con él y no tenía ningún motivo para mentirle. Ramiro era lo más parecido a un amigo de verdad. Quizá en la siguiente hora no fuese así, pero intuía que Ramiro poseía la cualidad de oro que toda persona espera de un amigo: comprensión.
—A un hombre que conocí ayer, en el supermercado.
Ramiro sintió una punzada de temor pero también de alegría. Sin embargo no dejó que transluciera en su rostro. Ni siquiera parpadeó. Deseaba conocer sinceramente qué le había ocurrido a Mario.
—Solo estuvimos juntos durante poco más de media hora.
Ramiro tragó saliva. Mario no se fijó en el gesto de él porque estaba tomando una cucharada de su postre de helado de moka, nueces y chocolate fundido.
—¿Tan… importante fue el encuentro que hizo que acordarais la cita de hoy?
Mario negó con la cabeza. Habló sin pensar, con naturalidad, como si conversase con su mejor amigo.
—No. Arrebatador, no; lujurioso, si acaso. Nos metimos en un privado de los servicios del supermercado y follamos en silencio, mordiéndonos los labios. Cuando terminamos y nos limpiamos, ni siquiera sabía su nombre ni su número de teléfono ni su correo ni nada. Quedamos aquí para conocernos y, aunque no haya aparecido, yo ya le conozco un poco más. No sé, un poco cabrón sí que es, ¿no?
Ramiro se concentró en su tarta de queso y silenció un ruido de garganta con un bocado de su tarta de queso.
—Ciertamente —convino.
Comieron en silencio. Cuanto más duraba el silencio más patente se hacía la intensidad que las palabras de Ramiro habían provocado en Ramiro.
—Discúlpame un momento, Mario; voy al servicio.
Mario relajó el rostro en cuanto le vio desaparecer tras la esquina del fondo del restaurante. Dejó caer la cuchara sobre la copa con el resto del helado y suspiró.
¿Era necesario haber sido tan franco? Quizá ese era su defecto: el ser demasiado impulsivo para valorar la situación y ser incapaz de prever los acontecimientos.
¿Por qué habría de solicitar la misma complicidad del desconocido con el que había follado el día antes? ¿O por qué Ramiro debía ser impermeable a sus palabras soeces o impertinentes? Mario se dijo que su boca seguía yendo más rápido que su cabeza y eso a veces hacía daño. Pero estaba claro que el hombre quería agradarle y era muy respetuoso y galante. Se sentía muy a gusto en su compañía. Quizá demasiado a gusto. Tanto que le había considerado como una íntimo sin saber siquiera de su orientación.
Pero, tras unos instantes, se convenció que Ramiro no era un amigo. En el corto tiempo que había pasado con él, comiendo a su lado, había conocido a una persona extraordinaria. Era un hombre sensible al que podía haber hecho daño. ¿Acaso su falta de tacto sería una respuesta al desaire que el desconocido que ayer conoció le había hecho al no acudir a la cita? Un desquite, un desplante, vamos.
No lo sabía. Pero de lo que sí estaba seguro era que él no era como el desconocido de ayer. En su opinión, el sexo debía estar unido al amor.
Rebuscó en otro bolsillo de la chaqueta y sacó de él una novelita romántica de bordes gastados y hojas combadas. Era su preferida. Tenía muchas pero esta era la que más veces releía. El hombre de la portada vestía igual que él, poseía la misma constitución y lucía el mismo peinado; incluso mantenía la misma mirada de deseo físico que él al salir ayer del servicio del supermercado. Pero detrás de su doble en la imagen, un galán más alto y robusto ceñía su cintura con manos de dedos grandes y confiables.
Pero él no tenía a nadie detrás que sujetase su cintura.
***
***
Ramiro pulsó la palanca para liberar el agua de la cisterna del inodoro. Salió del excusado y se apoyó en el borde de uno de los lavabos. Frente a él, un gran espejo reflejaba su imagen. Se notó unas grandes ojeras y se lavó la cara con agua para luego volver a vérselas. El resultado fue el mismo pero, al menos, se dijo que había hecho todo lo posible para mejorar. Carraspeó y se colocó la pajarita que se había llevado a un lado para que no se mojase.
No hacía otra casa sino pensar en las palabras de Mario, “nos metimos en un privado de los servicios del supermercado y follamos en silencio, mordiéndonos los labios”.
Ramiro no se podía imaginar el hecho de estar en el supermercado y encontrarte con un hombre atractivo, intercambiar varias palabras y dirigirse hacia la zona de los servicios, dejando los carritos con la compra (congelados, hortalizas, verduras y demás) por ahí. Entrar en un excusado, bajarse los pantalones y calzoncillos y lanzarse al acto sin más. Se supone que ya se estará totalmente empalmado y no se necesitarán de prolegómenos ardorosos pero qué sentido tiene, aparte del orgasmo furtivo y fugaz, el follar con un desconocido al que luego, tras correrte, no puedas abrazar, achuchar entre tus brazos y contemplar su sonrisa mientras le besas en los labios y mejillas.
Tenía miedo de que Mario fuese así. De que la relación que pudiese establecer estuviese basada en un mero intercambio de fluidos y penetraciones.
Se lavó otra vez la cara mientras se decía que no, que Mario no era así. Mario era impulsivo, sí, pero era una impulsividad que denotaba amor y valentía.
Encontrarse un hombre así, impulsivo y valiente, y con las ideas, claras era un tesoro pero también una maldición. Implicaba conocerse mucho y conocerse muy bien para que sus impulsos y arrebatos coincidiesen con los tuyos. Sería un hombre que se dejase llevar por los sentimientos más que nadie, un hombre imaginativo y romántico.
Ramiro procedió a lavarse otra vez la cara, compulsivamente. Un pensamiento insidioso y tenaz, al fondo de su cabeza, le indicaba que no estaba seguro de poder afrontar a un hombre así. Él se consideraba alguien sensible, cariñoso, buen conversador, mejor oyente. Pero atender a un hombre así requería una especial conexión, implicaba un lazo muy íntimo que uniese ambos cuerpos y ambas mentes porque la suma completa no cabía duda de que sería algo maravilloso. Pero una relación desafinada, carente de complicidad… sería el caos. Los dos sufrirían horriblemente.
No se sorprendió mucho cuando vio aparecer a Mario por el reflejo del cristal, entrando en el servicio, cerrando la puerta tras de sí y acercándose a él con aquel andar firme, luciendo la rectitud de las formas de su traje.
—Ven, vamos dentro —dijo cogiéndole de la pajarita y tirando de él hasta un excusado.
Ramiro se resistió un instante. Mario le preguntó con la mirada. Y era esa mirada una que reflejaba súplica y también amor, romanticismo y anhelo.
No lo pensó dos veces. Le siguió hasta el excusado, cerró la puerta tras sí y echó el cerrojo.
Mario bajó la tapa del inodoro y se sentó cruzando las piernas. Se desabotonó la chaqueta del traje y apoyó los codos en la cisterna, provocando que la camisa se estirase y las formas esculpidas de su pecho se destacasen bajo la camisa, al igual que sus pezones erizados.
Ramiro, apoyado en la puerta, le miraba con una mezcla de temor y reverencia. Las fantasías sexuales están muy bien para recrearlas en la mente, apagándolas cuando uno considera que crecen demasiado. Pero esta es la realidad. Mario es un hombre real; ambiciona y necesita hombres reales que, teme Ramiro, colmen sus expectativas.
Mario se aclaró la garganta y subió la mirada desde la entrepierna de Ramiro hasta su cara.
Entonces le habló.


CAPÍTULO 3


—¿Cómo crees que me siento ahora, Ramiro?
—¿Excitado?
Mario sonrió y asintió con la cabeza. Sentía como su camisa, si no volvía a una postura más relajada que la que tenía ahora, con los codos apoyados sobre la cisterna, iba a hacer que se desgarrase cuando respirase profundamente.
—Mucho.
Una breve pausa surgió y luego Mario continuó.
—Pero veo por tu mirada y la usencia de gestos hacia mí que no compartes mi deseo. ¿Acaso no te gusto?
Ramiro tuvo que bajar la vista hacia el suelo.
—Claro que sí. Pero yo no busco solo sexo, Mario, sino algo más. No te conozco pero tu actitud es algo avasalladora, lo siento. Quizá no seamos compatibles. Lamento que hayas perdido el tiempo si era esto lo que buscabas.
Mario se levantó y se apoyó sobre el cuerpo de Ramiro, relajando toda su masculinidad sobre el traje de él, apoyando los antebrazos a ambos lados de su cabeza, en la puerta. Respiró hondo varias veces, presionando con su vientre y su pecho, derramando su aliento encendido sobre el cuello de Ramiro.
—Yo no busco otra cosa que amar y ser amado, Ramiro. Pero mírame a los ojos y dime que no estás igual de excitado que lo estoy yo ahora.
Ramiro no respondió, limitándose a mirar muy de cerca, con fugaces miradas, los ojos, los pómulos y los labios de Mario.
Una débil y finísima arruga se dibujó en la comisura derecha de los labios de Mario al notar como el interior de la entrepierna de Ramiro se inflamaba e hinchaba, al igual que lo estaba el suyo propio.
Ramiro respiró hondo una sola vez y ascendió con sus manos, delicadamente, sobre el cuerpo de Mario, sobre su borde, temiendo que si tocase la camisa, del contacto surgiesen llamas incendiarias. Apoyó las palmas sobre el cuello de él y sus pulgares acariciaron muy finos las mejillas de Mario, esas mejillas decoradas con sombra rojiza. Sus ojos no escaparon en ningún momento al influjo de los de Mario, parpadearon al unísono, destellaron cuando era preciso, reflejaron sentimientos ardientes cuando el otro los necesitó.
Una inmensa sensación de placer y comodidad, ternura y protección invadió la mente de Mario al sentir los dedos de Ramiro sobre su piel. El contacto era exquisitamente sublime, tanto como un buen beso, mucho más erótico que cientos de palabras, miles de veces más placentero que un zafio y vulgar manoseo en el sexo.
La mirada de Ramiro expresaba duda y asombro, acatamiento y rebeldía. Era la mirada de un hombre hechizado y la de un hombre dispuesto a conocer a la persona delante de él.
Los rostros se acercaron, primero aspirando el aliento ajeno, embriagándose del perfume que surgía de los labios entornados. Ramiro estaba inundado de aromas exquisitos: el procedente del perfume de Mario, el del sudor de sus axilas y el de su aliento sobre sus labios.
Cuando las bocas se juntaron, ambos corazones se detuvieron por un instante. Una suerte de chispa surgió del contacto. Los labios entreabiertos se cerraron unos sobre otros, recreándose en la infinidad de sensaciones agradables que surgían. Ramiro y Mario separaron sus bocas y se miraron unos instantes.
Eran sus miradas gestos de súplica, esperando con ilusión que la satisfacción experimentada por el otro hubiese sido igual de bella que la propia, igual de intensa, igual de hermosa.
Ambos hombres se sonrieron. Ramiro seguía sujetando el rostro de Mario. Sus cuerpos respiraron aliviados pero aún más encendidos, mucho más excitados que unos segundos antes. Mario deslizó sus manos hacia el cabello de Ramiro, sujetó su cabeza con firmeza y atrajo la boca de él hacia la suya. Esta vez las lenguas y la saliva, los gemidos y los ruidos guturales fueron los protagonistas indiscutibles.
Las manos descendieron por los cuerpos, ciñéndose a los costados, palpando los músculos marcados, apreciando la intensidad de los calores corporales que procedían de axilas, pecho y vientre.
Ni Ramiro ni Mario se detuvieron a pensar en la conveniencia o la posibilidad de ser descubiertos. En sus cabezas no había espacio para la seguridad o la vergüenza.
Los movimientos de sus manos fueron directos hacia los botones de las camisas ajenas y luego, tras dejar sus pechos desnudos, siguieron hacia los cinturones, bajando la bragueta de los pantalones y sacando sus miembros fuera de sus calzoncillos.
Era un juego vertiginoso donde la pasión se derretía y sublimaba a marchas forzadas, sin que ninguno pudiese ni quisiese contenerla. Los besos y caricias de sus lenguas y labios se trasladaron a cuellos y pecho, pezones y vientre, pubis y pollas. La saliva era el lubricante mágico que permitía que las lenguas recorriesen y trazasen rutas largas y profundas, demorándose en oquedades obligadas, mordisqueando inflamaciones perversas, removiendo el interior de escrotos ansiosos, siguiendo el contorno de glandes incandescentes.
Las palabras habían dejado de importar. Ambos hombres se habían abandonado a los sentimientos y a la búsqueda del placer propio, de la aceptación y necesidad ajenas. Eran hombres que, en definitiva, buscaban el amor tanto como el comer, tanto como el respirar, tanto como el vivir.
Ramiro se sentó sobre el inodoro con los pantalones y los calzoncillos bajados, la camisa abierta y empuñando su verga erecta. Mario se relamió. Buscó en uno de los bolsillos de su chaqueta y extrajo un pequeño sobre.
—Lubricante; nunca salgo de casa sin él —explicó sonriendo mientras lo abría con los dientes.
Ramiro, a su vez, sacó un condón del interior de su cartera.
—Solo falta esto —añadió abriendo el envase y desenrollando el preservativo sobre su miembro.
Mario se quitó los pantalones y los calzoncillos colgándolos del borde superior de una pared del excusado mientras Ramiro se untaba el pene con el lubricante. Se colocó a horcajadas sobre las piernas de Ramiro mientras depositaba besos suaves y candentes sobre sus labios y mejillas.
Ramiro abrió la boca para preguntarle a Mario si estaba preparado. No necesitó hacerlo. Mario asió la verga y la dirigió hacia la entrada de su ano.
La verga se deslizó con suavidad en el interior de Mario. Un calor inmenso atrapó y envolvió el pene de Ramiro a la vez que Mario exhalaba un suspiro hondo ahogado con una sonrisa. Respondió asintiendo con la cabeza al gesto preocupado de Ramiro, al enarcar una ceja; la penetración había sido demasiado rápida sin la prudencial calma que exigía la penetración anal.
Ramiro empuñó la verga de Mario mientras este se agitaba despacio en movimientos verticales, sintiendo la verga abriéndose paso sobre sus intestinos con dulce pero firme avance. Ramiro intentaba controlar las sensaciones que el esfínter de Mario producía en su verga. La presión era infinitamente exquisita y tan arrebatadora que si perdía la concentración no dudaba que se vaciaría en breves instantes. Intentaba prestar atención a la estimulación de la verga de Mario, masturbando a su amante con movimientos enérgicos, sin apretar en exceso, procurando que tampoco se corriese rápido.
Ambos trataban de ser discretos y silenciosos en sus gemidos y ruidos pero, precisamente por tratar de hacer pasar desapercibido su acto sexual, más erótico y prohibido resultaba y sus sonrisas y miradas adquirían un significado más intenso.
Ambos hombres se miraban mientras las expresiones de su cara reflejaban decenas de sentimientos por segundo: dolor, súplica, amor, tensión, placer, molestia, agradecimiento, control… Los besos surgían de repente, cuando Mario notaba el glande haciéndole estremecer sus vísceras, cuando su corazón envalentonado se agitaba inmisericorde, cuando su vientre se convulsionaba al sentir los preludios del orgasmo gestándose en la masturbación que Ramiro le proporcionaba.
Cuando Ramiro notó cómo su resistencia decía “basta” y el orgasmo brotaba a borbotones, desparramándose salvaje, azuzó la masturbación de Mario para acompañarle a la cima del placer. Mario cerró los ojos, apretó los dientes y se dejó llevar por el inmenso placer de la angustiosa y placentera tortura.
Las vergas eyacularon con un corto margen de diferencia pero los orgasmos se solaparon y los alientos espesos, las salivas acumuladas en las bocas, se traspasaron en un beso hondo y duradero. Ambos hombres gimieron en silencio, ahogando sus jadeos en la boca ajena. Ramiro sintió como el semen de Mario se deslizaba caliente y espeso y viscoso por su vientre, rebasando su ombligo y descendiendo por la suave y recortada fronda de su vello púbico.
La tormenta se fue calmando. Sus respiraciones se fueron aquietando y sus jadeos menguando. La sonrisa se instaló en sus labios mientras se besaban con ternura, utilizando las bocas para atraer la cabeza del otro. Eran esos besos los de un “gracias”, los de un “de nada”, los de un “me alegro que hayas disfrutado”, los de un “estoy satisfecho”.
Ramiro y Mario continuaron melosos durante unos cuantos minutos. Después se limpiaron y adecentaron entre miradas cómplices, sonrisas traviesas y roces descarados. Salieron del excusado con naturalidad. Se colocaron cada uno sobre un lavabo y terminaron de limpiarse. El maquillaje de Mario en sus mejillas se había difuminado demasiado y terminó por quitárselo con agua.
Ramiro miró a Mario de reojo. Admiró el bello perfil de su frente, nariz y mentón y como ahuecaba los labios para limpiarse a conciencia la cara. Aún no podía creerse que un hombre tan guapo pudiese existir. Y menos que hubiese compartido con él algo tan bonito.
—¿Tienes algún plan para hoy por la noche, Ramiro? —preguntó Mario sin mirarle.
Ramiro sonrió, negó con la cabeza durante unos instantes y abrió el grifo para lavarse las manos.
—Por supuesto que no, mi amor. ¿Qué quieres hacer?

domingo, 24 de abril de 2011

El brazo que te falta

—No sé ni para qué voy —me dije mientras caminaba hacia la casa de mi tía Dorothy.
La noche estaba bien cerrada y el ambiente húmedo presagiaba lluvia. El frío y el viento me obligaban a levantar las solapas de mi abrigo para cubrirme parte de la cara. No entendía por qué había salido de casa a estas horas, con este tiempo; mucho menos porqué iba a casa de mi tía Dorothy.
Detestaba a mi tía Dorothy. Nos había negado a mi madre y a mí un lugar donde descansar una noche como esta, años atrás, una en la que mi padre ebrio golpeó por última vez a mi madre. De eso ya hace algún tiempo (pero el tiempo ayuda a perdonar, no a olvidar).
Era de noche. Yo estaba dormida. Me despertó un fuerte golpe sobre la pared. Poco después oí llorar a mi madre y a mi padre chillando como un gorrino desangrándose. Siguieron varios golpes ahogados por la pared. Mi padre chillaba y chillaba y las paredes y el techo parecían deshacerse con sus chillidos, sus agudos chillidos de gorrino agonizante mezclados con los golpes graves, unos golpes graves que reverberaban sobre el suelo. Golpes fortísimos, golpes potentes, de hachazos sobre la cerámica del suelo. Uno de mis poster junto a la cama, ése que estaba sujeto a la pared con chinchetas, se desmoronó sobre mí. Luego mi padre calló. No se oyeron sus gemidos, no hubo más golpes sobre el suelo. Mi madre abrió la puerta de mi habitación al poco. El perfil de su cuerpo oscuro, casi negro, recortado sobre la luz del pasillo me hizo estremecer. Su cuerpo era una sombra espesa, una sombra deshilachada meciéndose en la brisa de la muerte. Tenía el pelo alborotado y llevaba agarrado del dedo pulgar una sección de brazo amputado, hasta más arriba del codo. Los tendones colgando, el hueso astillado rezumando médula; gotas espesas cayeron de una arteria vivaracha . Lo tiró al suelo, a un lado; el reloj de pulsera de mi padre, el que yo elegí en su anterior cumpleaños, golpeó el suelo y se quebró el cristal de la esfera. Mamá entró en mi habitación y se acercó a mí. Cerré los ojos. Un hedor a sangre y descomposición, a heces embadurnando carne recién cortada, me hizo regurgitar una bilis incandescente a mi garganta. Me cogió en brazos y salimos de casa. Yo simulé estar adormecida, aun cuando sus lágrimas goteaban sobre mi cara, aun cuando el hedor a heces y carne corrompida me hiciese regurgitar más bilis espesa. Simulé estar dormida mientras me llevaba en brazos por la calle.
—Buscaros otro sitio, aquí no podéis estar —nos dijo mi tía cuando aparecimos de madrugada, ella en pijama y yo con la braga y el camisón, delante de su puerta. No nos preguntó qué había ocurrido. Entreabrí un ojo y mi tía Dorothy se fijó en mí. Enarcó una ceja y levantó el labio superior, mostrando un colmillo amarillento, picado.
Mi madre suplicó y lloró pero mi tía Dorothy no dijo nada y cerró la puerta. Tiempo después recordé que mi madre estaba cubierta de sangre y pedazos de órganos y materia fecal fresca y que su pelo alborotado tenía astillas de hueso.
Tras deambular por las calles esa noche, un coche de policía nos recogió.
No volví a ver a mi madre. Yo simulaba estar adormilada y mis siete años de edad contribuyeron a la mentira. Recuerdo una casa de acogida, unos nuevos padres muy severos, un hermano que se divertía escondiendo restos de chicles recogidos de debajo de los asientos del tren, del autobús, de los inodoros, restos multicolores que escondía entre mi pelo cuando dormía y un perro de pupilas ambarinas y colmillos romos que me mordió en la cara y se comió un pedazo de mi oreja porque yo me había subido a su lomo y le había metido los dedos en los ojos. Mis recuerdos se fragmentan y se tornan difusos a partir de los nueve años. Las eminencias de batas blancas me han diagnosticado un desorden nemotécnico originado en la represión de experiencias traumáticas. Tengo un certificado que avala mi inferior desarrollo cognitivo. Al último doctor le pregunté si había visto uno de mis pendientes en el suelo. Cuando se agachó debajo de mí le pegué una patada en la boca. Mientras contenía la sangre de los labios rotos con su bata impoluta, me aparté el pelo de una oreja y le mostré el lóbulo ausente, la oreja cercenada por un mordisco canino.
—Ayúdame, mi amor. Soy Dorothy, ¿me recuerdas? Ayúdame, querida mía, ayúdame, Margaret —susurró al teléfono mi tía una hora antes.
Mi memoria será confusa pero recuerdo bien su labio superior levantado, evocando un canino amarillento y carcomido por el tabaco. No sé por qué acudo a su llamada; ella no nos ayudó entonces, ¿por qué habría de hacerlo yo ahora?
Y, sin embargo, llego hasta el portal del edificio ruinoso de tres plantas donde mi tía tiene su piso que era y es su hogar. Sigue viviendo en el segundo. El viento arrecia en la noche fría y húmeda; las ráfagas arrastran polvo que me daña la piel de la cara y me obliga a entrar dentro del portal sin pensar qué hago. La puerta que encontré abierta no cierra bien, raspa con el suelo, rechinando mil lamentos como mil son las piedrecitas que patinan en el gres. La dejo entornada, como estaba.
La luz del portal no se enciende. En la penumbra rota por cientos de sombras en movimiento distingo las escaleras que llevan al primer piso y me dirijo hacia ellas. El frío también se ha adueñado del interior del edificio y siento sutiles brisas que parecen provenir de debajo de los escalones, ascendiendo, internándose por los bajos de mis pantalones, lamiendo la piel de mis espinillas.
Cuando llego al rellano, dejo atrás la penumbra y la oscuridad se hace espesa; voy ascendiendo a tientas, sujeta a la barandilla carcomida con una mano y a la pared húmeda con la otra. El vaho de mi respiración se me clava como agujas en la cara y mis pasos producen ruidos que la negrura se traga al instante.
Llego hasta el segundo piso, el de mi tía Dorothy, y pulsando el interruptor de la luz del pasillo una bombilla se enciende despidiendo una luz informe, como una nebulosa fosforescente de bordes definidos, una gota de aceite luminoso que hace retroceder a las sombras oscuras. Camino hasta la puerta de la casa de mi tía y la encuentra medio abierta. Al abrirla para entrar, la luz de la bombilla titila y se apaga con un zumbido.
Una penumbra violácea surge del interior. Un hedor a hacinamiento y comida pútrida impregna un pasillo estrecho, iluminado al fondo, en un recodo, de donde surge una claridad rojiza que se mezcla con la oscuridad azulada que ahora me envuelve. Contengo la respiración, pues no quiero que la fetidez de la comida podrida evoque la imagen de la carne agusanada atravesando mis labios. Intento cerrar la puerta del piso tras de mí pero el pestillo dela cerradura está trabado y choca contra el marco de la puerta produciendo un golpe sordo mezclado con el ruido de astillas humedecidas aplastándose.
—Tía Dorothy —la llamo levantando la voz—. Soy Margaret, tu sobrina Margaret, ¿dónde estás, tía querida?
Durante unos segundos solo escucho los golpes del pestillo golpeando la puerta, cada vez más espaciados porque a cada acometida abro más y más la puerta para dar impulso y horadar con un crujido sordo el marco humedecido, y no sé por qué lo hago pero me siento disfrutar oyendo los quejidos de la madera astillándose, desgarrándose y el pestillo desclavándose del marco con cada tirón, seguido de un golpe sordo, un golpe húmedo, cada vez más fuerte, y más fuerte.
El último golpe deja encajada la puerta y no la puedo abrir. Tiro del manillar y no se abre. Una rendija asimétrica separa la negrura del rellano de la penumbra violácea del interior. En mi imaginación se asemeja a un humo espeso, voluptuoso, una repugnante viscosidad espacial de negrura infinita que lame la madera humedecida de la puerta y pugna por invadir este repugnante hogar y adueñarse de la penumbra morada del fondo del pasillo.
Camino por el pasillo estrecho. Dejo atrás la puerta abierta de la cocina después de mirar de soslayo. La luz titilante del interior de un frigorífico abierto, ilumina varios contenedores de plástico, cuyo contenido visto al trasluz, muestra a varias formas de vida chapoteando sobre gelatinosas salsas de colores oscuros.
Un siseo acompañado del ruido de unas babuchas arrastrándose por el suelo surge a mi espalda. Al volverme hacia la puerta no veo a nadie y al girarme de nuevo hacia el final del pasillo aparece, recortado tras la luz rojiza del recodo, el perfil de mi tía Dorothy; un cuerpo achatado y encorvado y regurgitante, surcado de protuberancias óseas que desfiguran su espalda. Sus babuchas se arrastran por el suelo hacia mí, convirtiendo su andar en un reptar desapasionado, carente de vida, como si el pellejo deforme que es su cuerpo fuese arrastrado por el suelo.
Llega hasta mí y un nauseabundo hedor a muerte y descomposición me envuelve y parece fagocitarme, engullendo el perfume con el que me goteé el cuello y las muñecas al salir de la celda del asilo. Una mano temblorosa, más un borrón oscuro y vibrante que una mano, se aferra a mi codo, por encima del abrigo, y sus uñas atraviesan mi abrigo y mi blusa y se clavan como agujas en mi carne, igual de palpitante que sus dedos, pues siento temor y aprensión y quiero marcharme de esta cueva donde habita un ser muerto ya hace tiempo. Un ser que ha muerto y cuyo cadáver se resiste a ser olvidado. Mi piel palpita porque tengo miedo, pero también frío. En el interior de la casa hace frío, tanto como en el exterior.
—Llegaste, querida. Ven, Margaret, ven conmigo, querida —surgen sus palabras de una rendija informe en la cara. Su aliento me irrita los ojos y me hincha la lengua dentro de mi boca.
Me tira del codo y me lleva al final del pasillo en penumbra y atravesamos el mar de azul oscuridad y nos internamos en la penumbra sanguínea tras el recodo.
Me hace sentar en un sillón de mimbre que cruje bajo mi peso y que exhala un gemido parecido a crujidos húmedos. A mi alrededor, en aquella estancia que es lugar de paso entre el pasillo de negros azulados y el dormitorio oscuro, se esparcen un tresillo antiguo, desconchado y cuyas patas en algún tiempo fueron roídas por alguna rata, un viejo televisor apagado con una raja diagonal que parte el cristal de la pantalla negra como un rayo en la noche. También hay una mesa camilla que se balancea y soporta un tapete de ganchillo a medio y una lámpara encendida cuyo fulgor es incapaz de atravesar la pantalla granate empolvada de insectos resecos, y que es la causante de la luminosidad sanguínea de la estancia.
La tía Dorothy se deja caer sobre el tresillo, a mi lado, y su cuerpo parece desmontarse, las juntas que unen sus miembros parecen desencajarse, sus brazos se agitan y sus piernas se balancean en el aire. La luz de la lámpara granate ilumina un rostro enrojecido, ajado, retorcido por los años, cubierto de una pelusilla que se torna densa y oscura en las comisuras del labio superior y en el mentón, a la manera de una gorda araña de patas cubiertas de púas negras y abdomen recubierto de pelusilla repulsiva. Las rendijas que son sus párpados apenas dejan entrever el blanco amarfilado de unos ojos descompuestos que lloran de continuo y cuyas lágrimas se acumulan en las zanjas de la piel y se pierden para siempre. No sé cuál será el destino de esas lágrimas, al igual que ignoro el de las migajas de saliva espesa que se escapan de la abertura longitudinal que es la boca desprovista de labios.
—Tu madre ha muerto, Margaret —dice con un remedo de voz.
—Murió hace años, tía Dorothy —respondo tiritando, cruzando los brazos y las piernas. El frío se adueña de mis articulaciones y las oigo crujir, desvencijándose como los engranajes de una muñeca de plástico. El aire no está frío, más bien el frío arrastra aire consigo a su paso. No me extrañaría ver aparecer una fina capa de escarcha empapando mi abrigo, un rocío de hielo que luego se agrietaría con mi tiritona.
—No, querida, tu madre ha muerto hoy.
Mi madre murió hace doce años en el penal de Sant Vicent, en el ala psiquiátrica. Se sacó los ojos y escarbó con sus uñas, horadando el hueso en el interior de su cabeza hasta alcanzar su cerebro. Llegó a arrancarse masa encefálica que encontraron dentro de sus puños cuando la descubrieron a la mañana siguiente. Murió en el completo silencio de una muerte que había esperado demasiado tiempo. Mi madre se cansó de esperar y encaró su destino.
No tengo ganas de contradecir a mi tía Dorothy. Aún no sé por qué he venido, solo sé que quiero marcharme. Me juré olvidar su existencia cuando aprendí a jurar y no quiero faltar a mi propia palabra.
Un silencio de minutos arrastrándose entre nosotras se esparce por aquel lugar de paso entre el pasillo azulado y el dormitorio rojizo.
—Decías que tenía que ayudarte —dije para sacudirme el frío de los labios—. ¿Para qué tengo que ayudarte, tía Dorothy?
—Tu madre quiere matarme, querida. Tu madre quiere matarme y yo la mataré a ella primero.
—Mi madre no quiere matarte, tía Dorothy, mi madre está muerta.
Tía Dorothy me miró un instante y luego desvió la mirada hacia el tapete para luego volver a posarla sobre mí. Sus pupilas eran casi indistinguibles detrás de sus párpados plegados.
Posó una mano sobre mi rodilla y un escalofrío me recorrió la pierna entera. Sus uñas estaban negruzcas y quebraron la fina capa de hielo que se había depositado en mi abrigo, aquella que yo había especulado e imaginado que aparecería y que, al final, había surgido. Sus dedos reptaron hasta mi ingle, subieron por mi cintura y se cernieron sobre mi pecho, abarcaron mi seno izquierdo y se atenazaron a la forma a través del abrigo. Pequeños fragmentos de hielo cayeron de las solapas de mi abrigo y tintinearon en sus dedos.
—No me engañarás, hermana —susurró inclinándose hacia mí, lamiendo con su lengua granulosa las cerdas del vello de sus comisuras de araña gorda—. Yo siempre fui la más lista.
Sus uñas se clavaron como alfileres sobre mi pecho, atravesando abrigo blusa y sujetador, penetrando piel y pezón. Su lengua me pareció silbar en el aire, bifurcándose y repartiendo ponzoña en el aire que respiraba.
Chillé horrorizada al notar como mi piel se desgarraba, como mi pecho se desprendía. Agarré su mano por la muñeca y me levanté del sillón de mimbre. Apoyé un pie en su pecho y tiré del brazo sintiendo como las débiles cuerdas que lo amarraban a su cuerpo cedían con un crujido de tensión desgasta, desgajándose como cables carcomidos. El papiro de su piel se desgarró y los huesos se descoyuntaron. Un chillido mudo surgió de aquella boca surcada de pelillos enhiestos, duros como cerdas, como barrotes que su lengua de ofidio intentó atravesar para dejar escapar un estertor agónico. Su otra mano se clavó en el pie que aplastaba su esternón y sus uñas atravesaron el cuero de mis zapatos y se introdujeron en mi carne.
Pero su brazo se tronchó y se separó del tronco. Mi tía Dorothy abrió los ojos soltando un bufido y sus ojos desencajados, sus dos esferas mates de amarillento contenido, surcadas de raicillas de venas azuladas, vieron su brazo separarse del resto de su cuerpo.
Un chillido surgió de la herida de su brazo amputado, un chillido malsano, corrupto, un chillido que acallé cuando me libré del brazo que había desgarrado mi pecho abriendo profundas laceraciones y también cuando me libré de la mano que inmovilizaba mi pie. Acallé el chillido cuando hundí mi pie en su cara arrugada.
Su único brazo se agitó en el aire, buscando a tientas mi pierna hasta que lo encontró y reptó por el muslo interior y sus dedos se hundieron en la carne de mi sexo. Sus uñas me desgarraron pantalón y braga, carne y tejidos. Al igual que la puerta del piso, impulsé mi pie para hendir su cara dentro de su cabeza. Fluidos y polvo surgían del interior de su cráneo deforme. Viscosidades gelatinosas mancharon la suela de mi zapato mientras la mano que me desgarraba mi feminidad iba perdiendo fuerza y el chillido iba muriendo al igual que su dueña.
Mi tía Dorothy se debatió unos segundos más para luego caer su cuerpo sobre el tresillo. Sentí los gargajos de sangre manar de mi sexo pero, al igual que los de mi pecho, las heridas cicatrizaron a causa del extremo frío. La escarcha cubrió el cuerpo inerte de mi tía Dorothy en poco tiempo mientras imaginaba a su espíritu abandonar aquella cáscara hedionda. De su brazo seccionado no goteó una sola gota de sangre y solo sobresalía un hueso ennegrecido, hueco por dentro, recubierto de una humedad viscosa que se heló en poco tiempo.
Tiré el miembro inerte al suelo y caminé como pude, con un pecho y una vagina echados a perder, hasta el pasillo y luego hasta la puerta. Necesité de un gran esfuerzo y el palo de una escoba para desencajar el pestillo del marco. Dejé la puerta abierta y salí al rellano. El humo denso y voluptuoso del exterior comenzó a invadir el interior de la vivienda, adueñándose de aquel lugar de desolación carente de vida. Un zumbido procedente de la bombilla intentando encenderse fue el único ruido que escuché mientras bajaba las escaleras, alejándome del piso de mi hermana Dorothy.
Salí a la calle y contemplé la ventana del rellano del piso segundo. Una débil luz titilaba.
Caminé de vuelta al asilo, donde me esperaba la cama calentita de mi celda. La hija que nunca tuve me estaría esperando, ansiosa de conocer los detalles de mi salida.

Oxígeno

Existe cierta confusión entre Alberto y yo sobre una inquisitiva cuestión lanzada por él mientras estábamos sentados la noche de ese sábado en un banco del parque. Me pongo a pensar y se me escapa la risa cada vez que pienso en lo bien que nos reímos aquella noche pero todavía no entiendo por qué solo recuerdo su absurda pregunta y no de qué nos reíamos tanto en aquel banco que ya no sé ni en qué parque se encuentra. Me duele la cara y me froto encima del vendaje que me la cubre. Cada vez que hago eso, un olor penetrante, desagradable, como carne fermentada bajo el sol, como heces recalentadas, surge del interior del vendaje.
Quizás, porque repito que la memoria se me escapa como el sudor de una tarde de verano, lentamente bajo el sol pero a borbotones cuando te refugias en la sombra…, digo que quizás la pregunta que me hizo Alberto me ocupó tanto la cabeza que al lunes siguiente o el lunes del mes que siguió —tampoco lo recuerdo—, acudí de mañana a la biblioteca municipal, donde me encuentro ahora.
Deambular entre las estanterías supongo que fue lo que hice, repito que se me escapan los recuerdos, incluso los inmediatos. Dentro de la biblioteca era complicado avanzar hacia los libros; el oxígeno parecía sustanciarse a mi paso entre las montañas de libros apilados, niños correteando, niños leyendo, niños riendo y madres y padres sentados sobre sillitas ridículas. Realmente nadaba entre cálidas y oleosas capas de oxígeno, sumergiéndome más y más con cada brazada, impulsándome hacia las profundidades de la biblioteca (todos me miraban pero yo no podía distraerme porque perdería el ritmo). Para tomar aire, bajaba levemente la cremallera y hundía mi cabeza dentro del interior de mi anorak, aspirando un aire rancio, pútrido y viscoso (hacía tiempo que no recargaba mi anorak con aire limpio). Los padres y madres que estaban sentados en las mesas cercanas —mesas bajas, estrechas, de patas cortas— cogieron a los niños que pintaban con ceras de colores y se los llevaron lejos, hacia la salida de la biblioteca. Chasqueé la lengua y meneé la cabeza, incapaz de comprender por qué arriesgaban la vida de sus hijos a las profundidades del cálido y oleoso oxígeno de la biblioteca sin algo tan básico como un anorak como el mío que les permitiera respirar. Algunos padres gritaron, pero sus chillidos resultaron ahogados por el oxígeno espeso. Les hice señas indicando que se procuraran un anorak como el mío, no hacía falta que se gastasen mucho dinero. Una madre me miró con aprensión pero asintió y corrió con su hija hacia la salida, supongo que en busca de unos anoraks para ambas a la tienda más cercana. Me rasqué las vendas sobre mi cara. El tufo de fermento cárnico se adueñó de nuevo de mi olfato.
Encontrándome solo en la biblioteca, solo yo y los libros, enterrando a intervalos regulares mi cabeza dentro del anorak para tomar aire, fui consultando textos, vademécums, mamotretos, manuales y tratados, aunque poco de eso había en la sección juvenil donde me encontraba. Aun así, perseveraba, buscando una buena pista que me diese la respuesta a la pregunta planteada por mi amigo Alberto. Era complicado obtener una respuesta cabal; el muy canalla se había trabajado la pregunta. La noche de ese sábado, luego de levantarnos del banco y salir del parque, recuerdo (me viene y se va la memoria, mi querida memoria, mi tierna memoria), digo que recuerdo que después de salir del parque nos acercamos a un rincón entre dos edificios, una callejuela estrecha, donde el relente de la noche nos encogió los pitos —creo que fueron los pitos— cuando los sacamos para mear. Luego empecé a gritar y no recuerdo por qué.
Desvié la vista de los libros y contemplé la cremallera abierta del bolsillo derecho de mi anorak; me di cuenta que disponía de menos aire del que había pensado, ¡qué fallo más tonto!, me había descuidado y ahora era seguro que tendría problemas a la hora de emerger de la biblioteca con aire suficiente. Subí la cremallera hasta arriba; debía racionar el poco aire aprovechable que me quedaba dentro del anorak, aire que iba sintiendo cada vez más rancio, más pútrido; aparte de no haberlo recargado, mi anorak no era de calidad: la propina de mis padres no daba para más. Pero la suerte me sonrió y posé mi vista sobre el volumen exacto de la enciclopedia que estaba buscando. Lo desencajé con dificultad de los otros (el oleoso oxígeno cada vez era más espeso o, seguramente, las fuerzas me estaban abandonando). Lo abrí al azar, esperando no encontrarme lejos de la palabra que andaba buscando. Grandes grupos de párrafos de letra apretada con una palabra inicial en negrita me sacudieron la vista. Grandes ilustraciones en blanco y negro, algo toscas, casi litográficas, me indicaron que no andaba desencaminado sobre la cercanía de la respuesta. Pero tenía prisa: el descuido del bolsillo abierto me impedía detenerme en las ilustraciones. Pasé las hojas con rapidez, meciéndose en abanico, agitando el oxígeno espeso a su alrededor, y se detuvieron al encontrarme una fotografía impresa en un grueso papel, encajada entre las páginas a modo de marcador de lectura.
La noche de ese sábado, en la callejuela, con nuestros pitos encogidos, creo que grité pero no recuerdo el motivo. Alberto salió corriendo, con la bragueta abierta, dejando un reguero por todas partes pero, ahora, mientras tomo la fotografía de entre las páginas del volumen, su pis era oscuro y su pito estaba arriba, en el cuello, y su bragueta abierta estaba en la boca y los engranajes de la cremallera eran sus dientes. Alberto se llevó las manos a la boca, de esto estoy seguro. Creo que grité enfadado porque me salpicó al volverse hacia mí. Yo tenía algo en la mano, algo largo y con mango, pringoso, no más grande que el suyo. Alberto parpadeó y su único ojo estaba desencajado por la perplejidad y su mandíbula se balanceaba inerte debajo de una de sus orejas; tenía la bragueta deshecha. O quizá no tuviese ya bragueta, al igual que ya no tenía uno de sus ojos; no sé, ya he dicho que me falla la memoria.
Era una foto antigua, en blanco y negro, muy borrosa, aunque no puedo asegurarlo porque empezaba a sufrir frecuentes picores en los ojos a causa del oxígeno urticante. Aparté varios brotes de oleoso oxígeno delante de mis ojos y pude distinguir mejor la foto. Era un niño, poco más mayor que yo, uno de antaño, quizá ya fuese viejo o, incluso, estuviese muerto y enterrado; estaba vestido de marinero para una comunión, una confirmación o un cumpleaños en una familia de posibles (es un traje muy socorrido). Tenía el gesto enfurruñado, y parecía molesto por posar bajo un ardiente sol de verano que había quemado hasta los bordes de la fotografía; tenía bien colocada su gorrilla y su chaleco con chorreras y pantaloncitos cortos, calcetines negros hasta las rodillas y botines de charol. Llevaba las manos en los bolsillos y miraba a un lado, disgustado. Parpadeó y me pareció distinguir una sombra de temor en sus ojos entornados, un leve rastro de duda en sus labios apretados. El niño me miró y luego señaló con un sutil gesto de su cabeza y sus codos hacia un lado, hacia el lugar que estaría a mi derecha. Giré la cabeza y me percaté de la presencia de un policía que iba acompañado de un señor vestido de blanco y azul. Después de mirarme unos segundos, cruzaron sus miradas y adiviné que ambos se habían dado cuenta que habían descendido hasta la biblioteca sin anorak. No me quedaba mucho pero les ofrecí el poco aire que quedaba dentro del mío. Negaron con la cabeza y me sonrieron con desprecio, arrugando los labios superiores y frunciendo el ceño. Comprendí que querían despojarme de mi anorak.
No recuerdo bien, como ya he dicho varias veces, qué sucedió con Alberto ese sábado. Repito que la memoria me falla y no sé si después de caérsele media cara se fue a casa a dormir o si se fue a otro lugar. Tampoco recuero qué hice yo. Solo sé que noté algo pringoso en un bolsillo del anorak y que me dolía mucho la cara.
El tipo de blanco y azul me puso la mano encima y yo me lancé sobre él; no estaba dispuesto a dejarme robar el poco aire que me quedaba. Forcejeamos hasta que el policía se alió con el de blanco y azul para robarme mi anorak. Mientras rodábamos por el suelo, me golpearon en el vendaje de la cara y un dolor fortísimo me sacudió entero, un dolor que me hizo recordar los recurrentes dolores que me asaltaban la cara desde la noche de aquel sábado. Quedé de rodillas, a merced de los dos ladrones; tenía aún entre mis dedos la fotografía del niño vestido de marinero que ahora me miraba con manifiesto desagrado.
Grité a ese par de energúmenos que querían robarme mi aire que me dejasen en paz pero el de blanco y azul se me echó encima y me agarró del pelo y sentí como se me iba el sentido; pero reuní fuerzas para continuar luchando por mi vida pues no iba a dejarme arrebatar tan fácilmente mi anorak. Conseguí levantarme y nadé con poderosas brazadas sorteando las mesas de la biblioteca, dejándolos atrás; pero también eran expertos nadadores. Como su corpulencia era mayor y estaban a punto de alcanzarme, cogí aire, me deshice del anorak y lo lancé lejos para despistarlos.
No hicieron caso de mi treta pues habrían adivinado que el anorak estaba vacío y que el único aire que quedaba era el de mis pulmones. Yo estaba muy cansado y me dolía mucho la cara, bajo el vendaje. Estaba llegando a la salida de la biblioteca cuando me alcanzaron y me tumbaron sobre el suelo. Me golpearon en el estómago y tuve que soltar el aire. Les grité que me dejaran en paz mientras con las manos intentaba atrapar los jirones de aire que se esparcían alrededor de mí. Les imploré que me dejasen salir de la biblioteca ya que me iba a ahogar si seguían reteniéndome allí dentro, sin aire que respirar, sin ningún anorak disponible.
Me colocaron boca abajo y me esposaron. Me arrancaron la fotografía que llevaba en una mano y me levantaron en el aire para sacarme a rastras de la biblioteca. El policía que me esposó me encerró dentro de una ambulancia que esperaba junto a la puerta del edificio; el hombre de blanco y azul se sentó junto a él en el otro asiento. Me tumbaron sobre una camilla y me amarraron con cinchas y muchas cadenas. Un corro de personas rodeó el vehículo y escupieron sobre los cristales, lanzaron piedras sobre ellos y el policía tuvo que enfadarse para poder salir de allí, asomándose por una ventanilla. Una enfermera me colocó varias pegatinas cableadas en la frente y me abrió la camisa con una tijera para colocarme más pegatinas de ésas por el pecho. Luego procedió a quitarme poco a poco el vendaje que llevaba en la cara. Cuando terminó, ninguno de los tres quiso mirarme aunque, uno tras otro, posaron su mirada sobre mí.
—Es demasiado para hacer aquí —murmuró la enfermera, frunciendo los labios—. Hay muchas zonas gangrenadas; no sabría ni por dónde empezar.
—Si por mí fuera le dejaría suelto con la familia de la víctima —dijo el de blanco y azul mientras metía mi anorak en una bolsa de plástico—. Yo no sé cómo un crío puede hacer esto a otro.
El policía tuvo que recurrir a una bacinilla para vomitar cuando del bolsillo de mi anorak se deslizó un trozo de la cara de Alberto y se aposentó en la esquina de la bolsa de plástico. Mientras el policía se limpiaba su tez pálida con un pañuelo, me giré hacia su compañero, el de blanco y azul, y le pregunté con cierta dificultad (no entendía por qué me costaba tanto hablar después de aquella noche):
—Oiga, mi amigo Alberto me hizo una pregunta y a lo mejor usted sabe la respuesta.
El hombre de blanco y azul me miró de soslayo.
—¿Cuánto tiempo puede alguien vivir sin boca?
—Dímelo tú —me respondió señalando con un dedo la superficie pulida de acero de una bandeja que tendió delante de mí.
Abrí los ojos al ver mi reflejo y contuve la respiración.

En la oscuridad

Tengo verdadero pavor a la oscuridad. También tengo fobia a los cuchillos, pero solo a los romos porque cuando están cubiertos de mermelada de frutas del bosque parece que te estés untando la tostada con coágulos de sangre viscosa, mezclada con jirones de músculo. También evito los terrones de azúcar, flotando sobre el café, absorbiendo toda la negrura del mejunje, para luego desaparecer dentro de la taza, regurgitando una burbuja de aire; luego remueves la cucharilla y notas el poso al fondo, como arenisca en tu taza que al tragar se te cuela entre una muela y el paladar.
Pero la oscuridad me aterra aún más. No es un miedo a estar en ella, a que te envuelva. Es la sensación de indefensión, la impotencia a sentirme incapaz de no saber qué me rodea. De tener que utilizar las manos para saber qué tienes delante, o qué se te acerca por detrás. De tener que depender de tu oído para saber de dónde viene ese ruido extraño, discordante en tu antes iluminado espacio. La noche no me asusta, el crepúsculo tampoco. Es la oscuridad firme, la negrura de una luna ausente, la habitación cerrada en la que no hay resquicios por donde se filtre la luz.
Ahora estoy en la oscuridad, la absoluta, la inmensa, la que cubre como brea espesa todo alrededor mío, brea espesa en la que estoy sumergido. He despertado hace unos diez minutos, o al menos creo que son diez; podrían ser más. Estoy tumbado y oigo los sonidos de mi respiración, de mi corazón, de mis tripas, de mi saliva al tragarla, de mis párpados al cerrarlos; todo retumbando a mi alrededor, multiplicándose, alzándose y mezclándose sin saber ya si ese ruido es mío o no. Sé que estoy dentro de algún lugar angosto, muy angosto. El olor a madera húmeda, revenida, impregna todo mi alrededor. Madera de barrica podrida, madera de tablón bajo mil lluvias.
Ya sé que no es un sueño y tampoco una pesadilla. Es la realidad. Trato de incorporarme, pero noto mis codos sujetos a mis costados y no puedo moverlos, por eso sé que estoy en un lugar muy angosto. Algo presiona mis manos sobre mi vientre. Es un tablón de madera que siento sobre el dorso de mis manos. Madera rugosa, húmeda, combada. Comienzo a respirar fuerte, sintiendo el aire húmedo rascarme la garganta. Sé que tengo abiertos los ojos pero, al cerrarlos, no noto diferencia: es la gran oscuridad. Trato de incorporarme de nuevo y me golpeo la frente con más madera. Grito frustrado. Grito con el convencimiento de que no servirá de nada, de que mi aullido solo servirá para martirizarme aún más, para convencerme de que estoy dentro de un ataúd, que me han enterrado mientras seguía vivo, mientras un hálito de vida rezumaba de mis labios o de mi nariz. Grito para enloquecer de puro terror porque ya nada importa. Grito porque mi aversión más profunda, la más enraizada dentro de mi ser, aquella de la que a veces me reía al imaginarla, ahora es real.
Tengo frío. Sigo voceando, pidiendo ayuda, pidiendo auxilio. Mis súplicas sonoras me envuelven, rebotando entre las paredes de mi cajón angosto. Termino por estornudar y luego toser sobre el tablón que tengo pegado a la frente; la humedad y el frío me han dañado la garganta. Siento como mis esputos aterrizan en mi cara, goteando de la tapa del ataúd, una lluvia de miasmas, algunas de las cuales están vivas y se mueven despacio entre mis labios. Pero ahora tengo libres las manos. Al toser mis brazos cayeron a los costados. Voy recuperando su sensibilidad, a medida que la lluvia de esputos sobre mi cara va amainando.
Un cosquilleo en mis dedos me indica que voy recuperando el tacto. Súbitamente, noto algo reptar por el dorso de una mano. Algo se mueve, silencioso, tibio, húmedo, desde los nudillos hasta la intersección de los dedos. También lo empiezo a sentir en la otra mano, son varios, son muchos. Me sacudo como una marioneta encajonada, intentando desembarazarme de los bichos. Ahora son más. Noto como rodean mis muñecas, arrastrándose por entre mis dedos. El rastro húmedo que dejan huele a cobre, a metal herrumbroso.
Es mi sangre. No hay insectos correteando por entre mis dedos, ni entre mis labios; es mi sangre manando en reguerillos coagulados. Al mover los dedos, siento varías astillas clavadas en el dorso de las manos, como alfileres que sujetaban mis manos a mi pecho, como un insecto enmarcado para el entomólogo.
Trato de mover el brazo para medir con los dedos la altura de mi ataúd. No puedo mover las manos mucho. Extiendo los dedos y noto ambos extremos, base y tapa, con los dedos meñique y pulgar. No hay mucho margen.
Entonces, los noto al alcance de mis dedos; no estaban lejos. Sonrío, luego me río y, por último, me sorbo los mocos y la sangre. A ambos lados de mi cuerpo hay dos objetos. Tras unos segundos de duda al palparlos, deduzco qué son. Uno de ellos es un mechero. El otro es un cuchillo. Palpo sus dimensiones, a veces se me escurren de mis dedos pringados de sangre viva. La hoja del cuchillo tiene punta —no es roma, gracias a Dios—, tiene filo y una pequeña sierra de dos dedos de largura. El mechero es uno de plástico, pequeño y manejable y, al agitarlo un poco, oigo algo que parece gas en su interior. Me río de nuevo. Toso otra vez. Más esputos cálidos sobre mis párpados; dejo que mis viscosidades salivales resbalen de mis párpados hasta mi mejilla. Noto mi garganta inflamada, hinchada.
Trato de encender el mechero. Respiro hondo, giro la rueda. Mi dedo resbala en ella por la sangre que lo embadurna. Giro otra vez. ¿Una chispa, he creído ver una chispa? Carcajeo y me afano en limpiarme el pulgar en la madera que me encierra. Sí, ahora sí. Giro la rueda y la llama se enciende. Y grito. Grito muerto de terror, de pavor, de horror. Suelto el mechero.
Porque he visto, durante un segundo, el infierno, el averno reducido a una caja estrecha como mis hombros, alta como mi pecho, larga hasta mis pies. Estoy desnudo, grandes heridas cubren mi cuerpo y una capa enorme y espesa de sangre negruzca se extiende por toda la base del féretro.
La oscuridad me ha envuelto de nuevo, privándome de seguir viendo el averno, mientras aún resuenan dentro de mi caja los ecos de mi grito. Hay una especie de odiosa crueldad en ello; mi más oscuro temor me protege del horror que han vislumbrado mis ojos. Hay veces que tu fobia se torna en tu mejor amiga, aquella que te consuela y te aparta de la locura, de la obsesiva diversión que pervierte tu mente. Aunque sólo sea para luego, considerándote salvado, darte una patada hacia ella.
¿Por qué a mí?, me pregunto. ¿Qué mal he hecho?, me lamento. Unas lágrimas recorren mis mejillas, cayendo por mis pómulos. Se enfrían con rapidez y solo añaden humedad al ambiente húmedo que lo envuelve todo. Pensar en una razón por la que me halle aquí es insultantemente banal porque lo importante es salir de aquí. Pero, tras haber visto fugazmente mi lamentable cuerpo y la estrechez de mi oscura morada, no puedo por más que pensar qué hago aquí. Ello me hace recordar mi noche anterior, cuando me fui a la cama, cuando me tapé con sábanas y colcha suaves, apoyando mi cabeza en una tierna almohada, amoldándose mi cuerpo en un mullido colchón, viendo en las paredes de mi dormitorio la luz filtrada por las rendijas de la persiana, iluminando las paredes de mi habitación. Entonces mi espacio era mayor, el lugar donde podía moverme era más amplio, más acogedor. Más lágrimas fluyen de mis ojos al abrirlos y las oigo gotear sobre la madera húmeda, con un ruido apagado al ser absorbidas por la madera húmeda que ahora me encierra. Al cerrar los ojos veo como las paredes de mi dormitorio se estrechan, la cama se hunde en el suelo, las sábanas y la colcha desaparecen. Me van comprimiendo mi dormitorio, las paredes me coartan, el techo cae hacia mí, aplastando mi aliento, impidiendo que pueda salir de mis labios, haciéndolo retornar de nuevo hacia mis pulmones. Quiero estirarme por última vez pero ya no puedo.
Grito de nuevo. De rabia, de impotencia, de desdicha. Pero, ¿y mis pies? Aún no los he sentido. Trato de mover uno, pero las sensaciones de mi cuerpo parecen perderse más allá de mi vientre, como si una vez cruzada mi pelvis me hundiese en un cenagal, un agujero negro dentro del cual se perdiesen mis piernas. No siento dolor ni frío en ellas, pero sé que están ahí, porque antes las he visto. Me esfuerzo por mover los dedos de los pies, pero mis esfuerzos se siguen perdiendo en la lejanía, como un eco resonando varias veces hasta enmudecer. Al fin, como una cerilla encendida en la lejanía, me parece imaginar una débil respuesta. La sensación va reptando por mis muslos, arrastrándose con dificultad por mis piernas hasta llegar a las rodillas. Noto un cosquilleo en mis tobillos y por último, el dedo gordo de un pie me saluda, emitiendo un famélico movimiento. Luego es el otro dedo del otro pie y, cuando me quiero dar cuenta, los demás dedos se doblan sobre sí, presionando sobre la tapa del fondo. Río y me carcajeo, exultante, sabiéndome poderoso porque mis deseos han alcanzado el extremo del ataúd, han viajado desde mi cabeza cubierta de esputos y sangre hasta la punta de mis extremidades. Grito de satisfacción, sí, de orgullo ante mi hazaña. Es una risa histriónica, algo rota, pero es una risa real, inmensa. Una sensación de calor me invade cada fibra de músculo de mi cuerpo, desde la base del cuello hasta los talones.
Y entonces me revuelvo en mi cajón con más fuerzas. No me quedaré aquí; puedo moverme, saldré de este oscuro sepulcro. Intento doblar las rodillas, pero no tengo altura, los talones casi ni se mueven al recoger las piernas. Siento dolor en las rótulas, despellejándose la piel alrededor de ellas al frotarla contra la tapa superior del ataúd.
Algo muy frío me toca la mano izquierda. Es el cuchillo, aún lo mantengo dentro de mi puño, apresándolo entre mis dedos, con el extremo inferior aserrado clavándose en mi dedo índice. No puedo ponerlo vertical. Recorro con un giro de muñeca la tapa superior con la punta del cuchillo. Oigo a la punta recorrer las vetas de la madera, valles y montañas de diferentes longitudes, más anchas al alejarse de los nudos. Y, entonces, la punta se hunde, se estanca en un zona blanda. Hundo la hoja con lentitud y siento atravesar la madera como si fuese carne reseca. Mis dedos resbalan en el mango y siento varias veces la mordedura de la sierra de la hoja entre ellos. Un cosquilleo me resuena en las uñas al chocar la hoja del cuchillo contra algo metálico o quizás pétreo. Remuevo el cuchillo, agrandando la herida sobre la carne reseca. Algo surge de la hendidura. Es viscoso y cálido. No sé qué puede ser.
Remuevo más la hoja intentado agrandar la brecha en la madera. Noto que el reguero de líquido caliente y espeso cobra fuerza, vertiéndose dentro de mi ataúd, sobre mi vientre. No importa. Es mi mejor oportunidad de salir de aquí; saldré o moriré ahogado, pero no moriré quieto. Rio y lloro, carcajeándome en todo y todos. Porque voy a salir, sí, porque voy a salir y mirarles con la cabeza bien alta. Pensaban que estaba muerto, bien enterrado, bien atrapado… ¡No! Saldré de esta tumba, maldita sea.
Me rechinan los dientes al topar el cuchillo con piedras mientras voy agrandando la herida de la tapa. Cuando no puedo continuar más, utilizo los dos centímetros de sierra del cuchillo para avanzar, para desgarrar esta madera podrida. ¡Chapuceros! Ahora veréis de lo que soy capaz. De repente oigo como la tapa se resquebraja encima de mí, sobre mi pecho, oprimiendo mi cuerpo; lo que hay encima pesa mucho. Casi no me deja respirar. Estoy casi encenagado en ese líquido que ha traspasado la tapa. Siento como me aplasta los dedos de los pies, sintiendo como los huesecillos de los dedos crujen, partiéndose como ramitas. ¡No importa, curarán, sí, curarán! Doblo las rodillas todo lo que puedo para que la tapa termine de rajarse. Las astillas me despellejan la piel y resbalan por mis rótulas al aire. Pero sigo doblando las piernas, oyendo como la madera se resquebraja más y más.
Con un rechinar ensordecedor la tapa revienta encima de mí. Se me clava en el vientre y la cara. La tierra húmeda cubre mis orificios y se mezcla con el líquido del interior del ataúd, enlodazando el interior. Y por, un instante, una bocanada de aire me sacude lejana. ¡La superficie está cerca! Me afano por emerger, reptar como un gusano, como una pútrida babosa. Noto como las astillas se me clavan por el vientre y los muslos, como desgarran mi piel y arrancan mi carne. ¡No importa, porque he conseguido sacar una mano al exterior! La tierra rellena el espacio que dejo atrás y parece un torbellino que me succiona, que me chupa al interior. Porque ahí no, maldita oscuridad: ahí no voy a volver. Voy a salir vivo, sí, la lo veréis. El aire se agota. La tierra ya me inunda la garganta y se instala en el interior de mi nariz. Las piedrecillas me arañan la cara y los ojos y me lastiman los labios, pero yo tengo que salir. Porque quiero vivir. Porque quiero sentir de nuevo el aire frío poniéndome la piel de gallina, el sol quemarme la espalda y la tierra bajo la planta de mis pies. Porque quiero de nuevo correr hasta quedarme exhausto, beber agua, comer pan, hacer el amor, besar otra vez.
Cuando me quiero dar cuenta estoy tumbado boca arriba sobre la hierba húmeda, escupiendo tierra, estornudando barro y mascando terrones de piedra fangosa y mezclada con raíces. La cabeza me da vueltas y no puedo evitar toser con tanta fuerza que los ojos me parecen estallar dentro de las cuencas. Cuando abro los ojos la tierra entre los párpados me araña los ojos. Pero una claridad me saluda en silencio. Es la luna, o quizás el sol en su ocaso, lo veo todo oscuro. No, es la luna, ahora distingo mejor las formas y los colores. Todo está borroso, pero es mucho mejor que la oscuridad de brea en la que me he estado ahogando, consumiendo.
Trato de ponerme de pie, pero algo me lo impide. Los brazos casi no me responden, mi espalda está firmemente anclada en la hierba. Un paisaje desolador me sacude cuando me miro el cuerpo de refilón. Entre las capas de tierra y de fango que me recubren, distingo numerosas heridas, tantas que el dolor que me provocan supera el umbral. Algunas son meros raspones, pero tras son más profundas, tajos en carne, gruesas astillas de madera sobresaliendo de mi vientre, incluso creo ver el hueso blanquecino en mis rodillas. Intento gritar pero solo consigo escupir tierra y vomitarla, mezclada con sangre y bilis. Si no puedo levantarme, al menos podré arrastrarme hasta un lugar concurrido donde pedir ayuda. Pero los brazos tampoco me responden, como si alguien me hubiese clavado los codos al suelo.
¿Es que voy a morir así, cuando he conseguido escapar de tan abominable prisión? ¿Acaso he llegado hasta aquí para expirar al lado de mi tumba? Quiero gritar de rabia, pero nada sale de mi garganta; la tierra habrá dañado mis cuerdas vocales, aún la noto entre mis dientes, como el azúcar insidioso que se aglutina entre las encías y el paladar ¡Qué destino más cruel: la vida se me escapa y no puedo hacer nada! Al menos, dentro del ataúd, tenía una meta que alcanzar. Casi no podía moverme, pero conseguí destrozar la tapa del féretro y pude emerger. Y todo, ¿para qué, para morir igual de atrapado, igual de coartado? Siento como la vida se me escapa por mis heridas, como la sangre mana de mi vientre y empapa la hierba sobre la que me asiento. ¡Pero yo quiero vivir! Intento revolverme, como dentro del cajón. Ahora sí tengo espacio, ahora sí puedo extender los brazos, las piernas. ¡Pero no puedo!
Y luego, al instante, llegan las convulsiones. Algo falla dentro de mí, como un cortocircuito. Me sacudo como un pelele. Siento como algo sube de mi estómago, un líquido que me quema el paladar y me abrasa los labios. Soy incapaz de retener mis esfínteres y oigo como los latidos gimen espaciándose, fundiéndose con el silencio reinante. Cuando mi visión se va oscureciendo, una luz lejana aparece en la periferia de mi alcance visual. Una luz que se acerca, aumentando su intensidad.
Pero para mí ya es tarde. El corazón ya se detuvo hace rato, dejé de respirar mucho antes. Ni siquiera puedo llorar. Ojala alguien lo pueda hacer por mí.
Vuelve la oscuridad, la temida oscuridad.

lunes, 7 de febrero de 2011

Consummatum incestus

—Papá, mamá, me da igual lo que penséis. Ya soy una mujer y, aunque vuestras opiniones son muy importantes para mí, no son determinantes. Y tampoco categóricas. Si os cuento esto, no es por agradaros o informaros, sino porque sois mis padres y creo que tenéis derecho a saberlo, pero no os creáis que ese derecho que os otorgo podéis usarlo para intimidarme con vuestras miradas fijas o vuestras poses interrogadoras.
La joven entrecruzó sus dedos enjoyados y depositó sus manos en el regazo. Pero luego, despacio, muy despacio, posó sus manos en el hueco que se formó al separar sus piernas, recogiéndose la falda. Había sido una suerte que le dejaran vestirse con aquel vestido, con sus anillos, con sus joyas, sin ataduras de ningún tipo, y lo iba a aprovechar.
Se dejó resbalar un poco más en el respaldo de la silla, arremangándose la falda, y disfrutó con una sonrisa satisfecha, entornando sus ojos, cuando notó el embarazo de sus padres al ver la mayor parte de sus muslos al descubierto y sentir los tirantes de sus hombros deslizarse por sus brazos, acariciando la piel. Descruzó las manos y se llevó un mechón negro que caía delante de sus ojos hasta detrás de una oreja, sintiendo como sus pendientes tintineaban al agitarse.
Soslayó la mirada del hombre y la mujer que estaban delante de ella y se regocijó al ver la turbación reflejada en sus rostros cuando volvió a converger sus manos en la falda, subiendo la tela más aún, más allá de la franja de piel que limitaba el recato, dejando atrás la provocación, internándose en el descaro. Notó bajo la tela el vello púbico encrespado aireado y se mordió el labio inferior al sentir como su interior se iba humedeciendo. Entornó los ojos de puro gozo, alimentándose del nerviosismo de su padre, del martirio de su madre. Ahuecó los hombros para permitir que la parte superior del vestido se deslizase, centímetro a centímetro por su pecho y detuvo el avance de la tela cuando advirtió un débil respingo en las caderas de su padre. Se miró los pechos y enarcó una triunfal sonrisa cuando vio aparecer en la costura de la tela el inicio de la oscuridad de su pezón derecho.
Consideró entonces, puestos sus progenitores ya en situación, continuar con su relato.
—No me golpeé con una piedra, ni me ocurrió nada extraño o traumático. Sé que os han dicho muchas cosas, porque muchos son los rumores que se cuentan en los pasillos, esos chismes de enfermeras maliciosas. Es verdad que muchos médicos de la ciudad han hablado conmigo, con batas impolutas y carpetas relucientes, andares apresurados y miradas graves; pero aún no han concluido, y no creo que lo hagan jamás. Y vosotros queréis una respuesta, ansiáis encontrar una respuesta. Matarías por una respuesta, seguro.
La madre se llevó las manos a la cabeza, en un intento de exteriorizar su repulsa, de buscar un apoyo en su marido. Pero, al ver que su gesto no provocaba ninguna respuesta por parte del padre, simuló colocarse el cabello y atusarse la coleta.
—Acudí a la poza por el extremo calor que había por la tarde. La llaman la poza de los suspiros y yo aún no sabía por qué.
Aquella tarde, las chicharras envolvían el aire con sus ruidos en el campo de al lado y, cuando salí de casa a tumbarme en el jardín bajo la sombra del abedul, en mi caminar, las sandalias levantaban un polvo seco, denso, que se resistía a posarse de nuevo en la tierra y que llevaba consigo el calor del suelo. Notaba bajo las suelas el polvo abrasador y, entre la corta distancia entre la puerta del patio trasero y el abedul, todo mi cuerpo estaba ya cubierto de pegajoso sudor. Me notaba húmedos los pliegues de los párpados y parecía que llorase lágrimas de sudor. Cuando me senté entre las raíces del viejo abedul, en el hueco que se amolda perfectamente a mis caderas, ese hueco caprichoso, forrado de musgo seco, me noté el cabello empapado. A lo lejos contemplaba el patio y a ti, mamá, tendiendo la ropa recién sacada de la lavadora, y a ti, papá, meciéndote en la hamaca, sesteando.
Las chicharras de los matojos del jardín, enmudecidas por mi caminar, volvieron a envolverme con sus ruidos persistentes, propagando su cantar hasta más allá del maizal que hay detrás del jardín, hasta más allá de la huerta del vecino. La sombra del abedul convertía el soporífero ambiente en soportable pero, aun así, el aire era abrasador, y mi sudor empapaba todo mi pelo, mi vestido, mis bragas, mi sujetador y hacía resbalar las plantas de mis pies fuera de mis sandalias. Mi saliva era espesa y remojaba mis labios con ella, sintiéndola evaporarse al instante. Me desprendí del sujetador y de las bragas y formé con las prendas una bola húmeda de tela y aros de metal que dejé sobre una raíz del abedul. Costaba respirar y el calor parecía irradiar del suelo, del musgo seco, del aire, incluso del mismo árbol.
Decidí entonces acercarme a la poza. Salí del jardín por la puerta trasera y no os distéis cuenta. Caminé por el sendero entre los maizales, cuya longitud producía una sombra que solo me llegaba hasta el cuello. Agitaba frecuentemente el vestido, despegándolo de mi piel, y el aleteo de la tela húmeda lo enfriaba, y al posarse de nuevo en mi piel, me estremecía ante el único bienestar que podía procurarme. A lo lejos, muy a lo lejos, se oía un tractor y las omnipresentes chicharras cantaban a mi alrededor. En el cielo, una nube oscura, solitaria, se acercaba despacio, pareciendo desgajarse en pedazos a medida que avanzaba. El polvo que levantaba mi caminar se adhería a mis pies y mis piernas y enmudeció con rapidez el sonido de succión que el sudor de las plantas de mis pies provocaba en las sandalias.
El agua de la poza, la poza de los suspiros, estaba oscura y serena. Los juncos se combaban hacia la superficie y el amarillo de las hierbas resecas aledañas dio paso al verdor vivificante que emanaba alrededor de la poza, enmarcada por una floresta de hierbas salvajes, moras y frambuesas silvestres, grosellas y bayas mezcladas con ramas espinosas, todo cubierto y oculto por varios sauces llorones cuyas hojas alargadas y densas se inclinaban en busca del agua. Sus hojas parecían en verdad llorar y el agua que tenían debajo eran sus lágrimas derramadas. La humedad de la poza era fuente de vida y de calma, de reposo y transición. De cambio.
Me quité el vestido y me descalcé y me sumergí sin dudarlo en el agua negra y tibia de la poza.
Delirio, frescor, éxtasis… Quizá las palabras no sean argumento suficiente para describir aquel momento de gozo que sentí al meterme en el agua; agua que quizá proviniese de las lágrimas de los sauces. Parecía como si el calor huyese de aquel remanso ovalado, un oasis en medio de la cruel y fogosa tarde. Hundí varias veces la cabeza en el agua y a cada inmersión iba deshaciendo más y más capas de polvo que se habían cuarteado en mi piel, emergiendo aún más limpia que antes, aún más pura, aún más inocente. Porque necesitaba recuperar la inocencia, papa, la inocencia que había perdido, mamá.
Suspiré ensimismada en mi propio placer y comprendí porqué se llamaba la poza de los suspiros.
Apoyé los codos en un saliente rocoso con aspecto de neumático derretido y agité las piernas en la superficie, riendo como una chiquilla, salpicando todo a mi alrededor, feliz como una niña que descubre de nuevo la felicidad que creía haber perdido. Porque volvía a ser una niña, papá y mamá, una niña inconsciente, atolondrada, irreverente, ociosa, cuyo único afán era disfrutar de las sensaciones placenteras que me regalaba la vida y que, en ese momento, la poza, con su agua espumosa y los juncos combados y las hojas de las sauces agitándose con mis pataleos, reunía sin lugar a dudas. Las sensaciones de la poza de los suspiros.
¿Podéis creer que me quedé dormida? Sí, igual que una niña que se ha cansado de jugar y chillar, de reír y cantar. Apoyada en mi piedra-neumático, flotando mi cuerpo desnudo, emergiendo mis atributos de niña-mujer, me quedé traspuesta. Era un duermevela, la típica modorra del atardecer, un paso ligero y huidizo entre la vigilia y el sueño, infundido por el calor sofocante y la placidez de aquel oasis.
Y llegó Tomás. Mi hermano Tomás. Vuestro hijo Tomás.
—Hola, mi reina del agua —me saludó.
Parpadeé varias veces desembarazándome de la confusa modorra y aprecié que estaba desnudo, igual que yo, igual que otras veces. Me sonrojé como la chiquilla que era al ver su sexo envarado, despuntando de su fronda oscura, ridiculizando los juncos combados que le flanqueaban. Apartó varias ramas del sauce que tenía detrás de él y se introdujo a mi lado en el agua. Yo no quería, mamá, porque estaba desnuda y era una chiquilla. Pero Tomás tenía el cabello fosco y cubierto de polvo y quería bañarse.
—Frótame en la cabeza, mi reina, que tengo el pelo muy sucio —dijo mi hermano acercándose a mí.
Mis dedos desenredaban su cabello, emergiendo burbujas que exhalaba por su nariz y su boca. Y, mientras, sus manos descendían por mis costillas y se ceñían al contorno de mis senos. Sus uñas rozaban mi piel y dibujaban el contorno ovalado de mis pechos, imprimiendo una fina línea que iba recorriendo mis senos, acercándose con ineludible precisión hacia mis pezones. Sus caricias me provocaban risas y lamentos, carcajadas y resoplidos, porque sentía sus dedos bajo el agua alcanzar con cada vuelta recorrida mis pezones inflamados. Y, cuando al fin llegaron a la corona de mis senos, deteniéndose en la piel tirante y pellizcándolos, una inexplicable risa me invadió, una sucesión de carcajadas me obligó a reír dichosa. Tomás, mi Tomás.
Quizá fueron cuatro minutos, seguro que menos tiempo, pero a mí me lo pareció así, y luego mi hermano ascendió impulsándose en mis hombros, surcando el aire con su cuerpo limpio, aspirando una gran bocanada de aire, mirándome con sus ojos de mora silvestre, arañando mi vientre y mi pecho con su sexo envarado, como un arado que hiende la tierra y la abre para permitir que el aire la oxigene.
—¡Reina mía! —exclamó para luego volver a hundirse en el agua, su piel contra mi piel, dejando una estela flamígera con su sexo en mi piel a medida que descendía.
Aprisionó mis caderas con mis manos mientras hundía su cara en mi sexo, ahí abajo, insondable, bajo el agua. Y me hacía cosquillas con su nariz y yo reía fuerte, muy fuerte. Sopló con fuerza en mi interior y las burbujas afloraron a la superficie como nenúfares preñados de regocijo. Y yo agitaba las piernas y Tomás me las abría más y más para permitir que las burbujas que encerraban su aliento me recorriesen todo mi sexo, escarbando en mi interior, deslizándose por mi piel para ascender a la superficie.
Porque, papá, mamá, Tomás me decía que yo le hacía feliz, y así me sentía yo también, como la chiquilla más feliz sobre la tierra y el agua. Porque hacía feliz a mi hermano.
Tomás emergió y yo me apoyé en la piedra-neumático con los codos, sonriendo, mientras Tomás me rodeaba con los brazos. Su cuerpo pegado al mío, su sexo envarado presionando sobre el mío, sus pezones convergiendo sobre los míos. Su aliento era cálido y me infundía pensamientos arrebatadores. Su nariz resbalaba sobre la mía y sus labios rozaban los míos. Y sus ojos de mora silvestre me miraban risueños y me decían que todo estaba bien, que la vida era un placer y que merecía la pena disfrutarla en compañía.
De modo que le abracé alejándome de la piedra-neumático y los dos nos hundimos en el agua de la poza, en la negra y tibia agua de la poza. Mi cabeza apoyada en su cuello, sus manos ahuecándome la nuca. Nos hundíamos cada vez más y más. La claridad superior se fue difuminando y el agua nos iba envolviendo más y más a medida que descendíamos en el interior de la poza. Los débiles jirones de luz que aún quedaban se oscurecieron y la negra e insondable poza fue acogiendo nuestro descenso.
Yo era feliz, papá, yo era feliz, mamá, y Tomás era feliz; porque yo sabía que le reconfortaba mi abrazo y se refugiaba en el calor de mi cuerpo a medida que la densa oscuridad nos envolvía y el agua iba sepultándonos más y más. Y no dejó de abrazarme ni yo a él, ni dejó de ahuecar su cara en mi cuello, fundiéndonos en la negra noche de agua.
Pero desperté. Maldita sea, asqueroso tractor del infierno. Su ruido inmundo y su pedorreo de gasóleo quemado me devolvieron a la mierda de vida que sigo viviendo, la que me toca vivir ahora, sin Tomás.
Salí del agua y me vestí con el inmundo traqueteo del tractor cercano, escupiendo ventosidades al aire. Mascullé imprecaciones y odié profundamente al conductor mientras me calzaba las sandalias y caminaba de vuelta a casa. Supongo que, aquel que condujera el tractor, me vio alejarme de la poza. El horrendo sol me secó el vestido húmedo, porque húmeda estaba mi piel al salir de la poza de los suspiros, y al llegar a casa ya no conservaba ningún vestigio de humedad en mi cuerpo ni en mi vestido. Y el recuerdo de Tomás ya se había desvanecido y consumido bajo aquel calor infernal.
—Y ahora decidme, papá, mamá, ¿por qué tuvo Tomás que ahogarse en esa poza? Porqué nadie estuvo cerca cuando se cayó dentro, porqué aún sigue sin señalizar, sin cercar, sin drenar, sin secar, sin tapar, ¿por qué se permitió que muriera mi hermano Tomás?
El hombre y la mujer no respondieron. Solo se miraron y las lágrimas afloraron a sus ojos y resbalaron por sus mejillas y luego se levantaron, se acercaron a su hija y se arrodillaron frente a ella. Fue la madre quien habló, porque el padre, al preguntar, se le quebró la voz al empezar a hablar. Un enfermero se acercó al ver la poca distancia que había entre la interna y los visitantes pero otro enfermero, que esperaba en la otra esquina de la sala, le disuadió con un meneo de cabeza.
—No, hija mía, no —sollozó la madre— ¿Por qué mataste tú a Tomás? ¿Por qué le ahogaste en la poza?
—¿Yo maté a Tomás, dices? —susurró la joven para luego emitir un falso suspiro, dibujando una sonrisa—. Quién sabe, quizá tengas razón, mamá, o quizá fuese él quien me matase primero, muchas veces, quizá no fueron los sauces que rodeaban la poza quienes lloraban y que mi piedra-neumático tuviese otro fin distinto al de apoyarme en ella… Por cierto, ¿cómo está mi niño? Ya tiene que haber empezado a ir a la guardería. Seguro que es el más guapo de todos, ¿a que sí, mamá? Tiene los ojos muy bonitos, ¿no es cierto?
La madre no respondió. La joven sonrió, acercando su rostro al de su madre, deleitándose en el horror que empezaba a florecer en los ojos de su progenitora.
—¿Sigue teniendo mi hijo esos ojos de mora silvestre que tenía el tuyo?
Y la madre, tras parpadear durante varios segundos, emitió un alarido que sacudió la sala entera. Un alarido que heló la sangre a los enfermeros e hizo estremecer el alma de su marido. Un alarido que provenía del convencimiento de haber engendrado a dos seres infrahumanos, crueles y horrendos.
Los enfermeros, tras reponerse de la impresión, redujeron a la joven que empezó a carcajear de pronto y la volcaron al suelo y la maniataron y la sacaron a rastras de la sala mientras seguía riendo, brotando siniestras risotadas de su boca desencajada. Y las risas se seguían oyendo, cada vez más lejanas, mientras, en la sala, el padre intentaba calmar a su mujer, la cual ya solo emitía débiles chillidos de agonía.