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miércoles, 30 de junio de 2010

TE VOY A ENSEÑAR CÓMO FOLLARTE A UN TÍO

―¿Quieres una birra, Sandra? ―me ofreció Isabel.
―Vale, pero solo si traes otra para ti; odio beber sola ―contesté estrujando el pañuelo de papel entre mis manos. Estaba esponjoso de tanto absorber mis lágrimas y mocos. Incluso comenzaba a sentirlo pegajoso. La verdad es que daba un poco de grima. Lo miré entre mis dedos y la asociación que me vino a la mente fue inevitable. Las lágrimas regresaron a mis mejillas y al cabo tuve que sonarme la nariz en él, a pesar del asco.
―¿Otra vez, Sandrita? ―resopló mi amiga cuando regresó al salón con dos botellines de cerveza. Se sentó a mi lado, me colocó mi birra sobre la mesita de enfrente, sobre un tapete y me palmeó el muslo por encima de la falda―. A ver, ¿qué pasa ahora?
Cubrí mi rostro con las manos para que no me viese llorar. No ahora, que la había prometido antes que ya no lloraría más. Pero el pringoso clínex con su gruesa carga se me adhirió a la nariz y aquello ya fue el sumun de la repugnancia. Los mocos habían adquirido una consistencia glutinosa y me habían tocado la punta de la nariz. Volví a asociarlo con lo de ayer y la repugnancia me invadió. Lo tiré histérica a la mesita que tenía enfrente como se tira una inmundicia que apañas del suelo pensando que es algo más valioso.
―¡Dios, qué asco! ―exclamé con más rabia que fastidio. Lo malo fue que el pañuelo se desdobló en el aire deshaciéndose su forma apelotonada y extendiéndose, exponiendo morbosamente mis fluidos nasales y lacrimales. Y aterrizó justo encima del botellín de cerveza, cubriendo la boquilla como un paracaídas que salvara la vida a mis mocos de morir del impacto contra el suelo. El borde de la boquilla se dejó translucir a través del papel empapado del clínex y un reguero viscoso se fue colando por el interior.
Isabel se rió dando palmas, alabando mi aparente puntería. Te gusta comerte los mocos, eh, sonrió irónica. Mientras miraba mis excrecencias mezclándose con la cerveza la conté a qué me había recordado.
―Verás ―comencé, mirando compungida mi cerveza―, el tener el pañuelo pringoso me ha recordado un detalle que no te dije antes. Resulta que después de que Raúl me la metiera sin ton ni son, así, como si mi coño fuese una disco sin maromo, donde entra todo Dios, y después de pegarme esas horribles dentelladas en los pezones, que solo de pensarlo me dan escalofríos, se meneó dentro mío un minuto escaso y luego me plantó su nabo delante de las narices con la intención de que me lo metiese en la boca, así, porque sí.
Escenifiqué la situación. Me acuclillé encima del sofá con las piernas bien abiertas, sin importarme enseñar las bragas al arremangárseme la minifalda, sacándome los bajos de la blusa, y simulé agarrar con las dos manos una verga en el aire a pocos centímetros de mi boca.
―Imagínate la escena, Isabel. Yo con un calentón del quince, y con un mete-saca cortito, para salir del apuro. Del previo ni hablamos, ya te dije que se limitó a mascarme un pezón (y para colmo solo uno, no te jode) como si fuese una gominola, llenarme la boca de babas y sobarme el potorro como si fuese el lomo de un perro, ¡hala, bonito!. Pues me la saca el cabrito cuando empiezo a sentir algo y me planta su falo pringoso, embadurnado, chorreante de nuestros fluidos delante de los labios, dios, qué asco. Me mira con ojillos rutilantes pero cegados por la corrida que se pensaba iba a tener dentro de mi boca y me suplica que le repase el capullo con la lengua, que quiere venirse en mi paladar.
―Y fue entonces cuando le diste un manotazo a su polla y te marchaste, ¿no?
Asentí, sintiendo como las lágrimas volvía de nuevo a afluir por la comisura de mis ojos. Pero tuve la entereza de explicar a mi amiga porqué hice eso.
―No te imaginas la repulsión que me entró al ver el glande pringoso, asomando por el pellejo, bañado de una espumilla blancuzca. Admito que la mayor parte de esa mierda que embadurnaba su polla procedía de mi coño. Pero es que me pareció una tomadura de pelo. Era mi primera vez, Sandra. Soy, bueno, era una puñetera virgen, una jodida primeriza. Y el muy hijo de puta me soba durante unos minutos, me babea la boca, me clava sus dientes en el pezón y luego se contenta con metérmela un ratito para que luego engulla su vara como si fuese un Calippo. Te acuerdas de esos helados, ¿no?
Isabel sonrió asintiendo con la cabeza y luego se trincó de un trago la mitad del botellín.
―¿Tú lo ves normal, tía? ―pregunté con voz trémula, dejando que mis lágrimas recorriesen mi mejilla para acumularse en el mentón, goteando la blusa. Quería que mi amiga me consolase, que me dijese que Raúl fue un cabrón, que un payaso así no merecía ni ser mencionado.
―Pues yo se la hubiese mamado con mucho gusto ―me soltó en cambio. Abrí los ojos traicionada y la miré muda del sobresalto, con los labios entreabiertos. Mis mocos, acumulados sobre mi labio superior, se deslizaron por el contorno y alcanzaron la comisura, teniendo que saborear su regusto salado. Quizás amargo, debido a su contestación.
―Pero, Isabel… ―protesté ante lo que consideraba una puñalada trapera por su parte. Me senté de nuevo en el sofá, me bajé la minifalda para ocultar las bragas que dejaban translucir sin mucha imaginación mi vulva y crucé las piernas resentida.
―Mira, Sandra, comprendo que ayer fuera tu primera vez, y todo eso. Pero ya te lo dije hace días, cuando me pediste consejo, te acuerdas, ¿a que sí? ―y puso voz de falsete―. No espeeeres milaaaagros, ¿recuerdas?, de seguro que es un fiasco y te llevas una decepción, y más con Raúl, que es muy mono y tiene un cuerpo cojonudo, pero se le nota muy pagado de sí mismo y pichacorta, ¿qué no?
No tuve más remedio que asentir. En realidad Isabel fue la única que intentó frenar mis hermosas expectativas ante mi primera vez, todas las demás me lo pusieron por las nubes. Y aunque Isabel es buena persona, eran dos contra una. Por estadística la noche anterior tenía que ser tipo “pretty woman”. Y fue una puta mierda. Y yo una mierda puta.
―¿Te acuerdas de los “truquis” que te revelé? ―preguntó dándole otro trago a su botellín, apurándolo―. Seguro que ayer se te olvidaron todos, o no los quisiste usar, me imagino.
Imaginaba bien. La puñetera Isabel me iba leyendo el pensamiento.
Me miró durante unos instantes fijamente, con el botellín apoyado en su mejilla derecha y una sonrisa velada en sus labios. Sus ojos entornados bajo párpados lánguidos brillaron durante unos instantes y luego mi amiga resopló, como si no le gustase lo que iba a hacer, pero no tuviese más remedio que hacerlo, por obligación o por amor propio.
Isabel siempre me pareció la menos guapa de mis amigas. Pero ello no disminuía su magnetismo. Era, quizás, una suerte de encanto natural o adquirido que la hacía deseada. Muy deseada. Yo no sé cómo lo conseguía, pero las primeras miradas del ganado de sementales en la disco iban para nosotras tres, pero luego se posaban indefectiblemente en ella. Ganábamos el primer asalto, pero nos humillaban en el resto.
Sus ojos no tenían un color especial, más bien un anodino color pardusco que complementaba con una nariz ligeramente torcida y algo sobresaliente en cuanto al tabique nasal. Labios finos y mentón algo huidizo completaban el cuadro.
Sin embargo aquellos rasgos sosos por separado, en conjunto eran armoniosos y placenteros a la vista, admitámoslo. También su cabello oscuro y liso, con mechones definidos y de una negrura casi azulada, incentivaban el quedarte prendado de su cara durante horas y horas. Supongo que cuando nos juntábamos de marcha no éramos tres rubias tetorras con bonito pandero y Sandra, sino Sandra y tres rubias pechugonas de traseros prietos. Porque Isabel también tenía tetas, pero no tan bien puestas como las nuestras, sino más… abordables, digámoslo así. Incluso tenía el culo más redondo y las caderas más generosas. Nosotras, que lucíamos un vientre planito embelesábamos a los babosos y ella, con su tripita que gustaba de enseñar a la mínima, se llevaba de calle a todos los demás.
Marta, una de nosotras, las tres rubias, siempre decía cuando nos levantaba un ligue, que Isabel tenía el don de la accesibilidad, y que nosotras teníamos el obstáculo del pedestal. Su cuerpo con curvas de guitarra era más atrayente que nuestro tipín de rubia playera oxigenada.
Continuaba mirándome con esa sonrisilla mezcla de borrachera y conmiseración, con el botellín apoyado en la cara.
―Te apuesto a que antes de que te vayas te bebes tu cerveza del botellín, sin importarte los mocos y las lágrimas que hay dentro ―dijo Isabel dejando el suyo sobre la mesa con un golpe. Zas, como el martillo de un juez.
Miré de reojo la boquilla oculta por el pañuelo empapado por los mocos y sonreí ante su fanfarronada. Pero no oculté en mi mirada un resquicio de reticencia que ella captó de inmediato, acrecentándose su sonrisa.
―Pareces tonta, ¿a qué viene eso? ―pregunté con curiosidad. Sentía respeto por la legendaria fama que Isabel tenía entre nosotras de salirse siempre con la suya.
―Tú acepta y te juro que te llevarás a los labios el botellín sin importarte los mocos que ahora hay encima. Y también dentro ―aseguró sin darme ni una pista.
―¿Qué nos jugamos? ―pregunté animada por mi indefectible victoria. Fanfarrona, pensé, a ver que la saco a ésta.
―Si tú ganas, este mes te pago el alquiler del piso ―respondió ufana, con una medio sonrisa que invitaba a travesuras, a juego con un destello de sus ojos entornados. Ese gesto era la que en un bar, hacía volver todas las miradas masculinas hacia ella. Y también las nuestras, en honor a la verdad.
Cuidado, Sandrita, me dije, ésta juega con cartas marcadas. Sin embargo su oferta era demasiado tentadora; el dinero del alquiler me vendría de perlas para un vestido nuevo y podría por fin pagar las cuotas atrasadas del gimnasio donde esculpía mis prietas nalgas.
―¿Estás segura? ―pregunté sonriente, extendiendo la mano para sellar el acuerdo con un apretón, añadiendo un aura de solemnidad a la apuesta.
―Dos horas, aquí, en el salón, sin moverte―detalló. Asentí y me estrechó la mano, cerrando el acuerdo, manteniendo su media sonrisa y sus ojos brillantes.
Antes de atravesar la puerta de su casa, dos horas más tarde, me bebería la cerveza del botellín. El pañuelo de papel estaría pegado al borde de la boquilla. Pero lo arrancaría y me trincaría el contenido de un trago. Y sería la cerveza que mejor me sabría de todas las probadas, aun estado ya tibia. Perdería la apuesta. De calle. Y de qué manera. Menuda desgraciada.

++++++++++
―Dice que vale ―me confirmó al pulsar la tecla del móvil de terminar la llamada―. Saca el bolso que está guardado en el cajón de abajo del mueble, el de color azul.
Yo no salía de mi asombro. Supongo que se me notaba en los ojos abiertos de par en par y la boca abierta como un besugo recién sacado del agua. Aún conservaba una postura defensiva, sentada en el sofá, cruzada de brazos y piernas, que adopté cuando me contó el plan.
―Pero… tú…tú… ―tartamudeé escandalizada, para luego gritar como una histérica― ¡Tú estás loca, Isabel!
―Ché, ché ―dijo chasqueando los labios y ladeando el dedo índice, negando. Se acercó y se sentó junto a mí pasando un brazo alrededor de mis hombros, acercando su rostro al mío. Entornó una sonrisa en la que emergieron unos dientes algo desparejos y se formaron unos hoyuelos en sus mejillas. Eran los famosos “hoyuelos de Isabel”, dos agujeros negros que hacían que las miradas de ambos sexos se desviasen de sus quehaceres y se posasen sobre ellos hasta que Isabel las dejase marchar. Si su sonrisa traviesa hacía volver las miradas hacia ella, sus hoyuelos las retenían como un imán―. Te recuerdo que hemos hecho una apuesta, Sandrita.
Negué con la cabeza, apretando los labios.
―Eres una puta pervertida, Isabel, y tú lo sabes ―susurré, aunque luego pensé que quizás habría escuchado mal la proposición de mi amiga y me estaba inventado cosas que no eran.
―Pretendes ―dije lentamente en voz baja, casi cuchicheando, como si alguien nos pudiera oír, aunque estábamos solas en su casa―, pretendes que os grabe a Raúl y a ti follando en el salón. Un asqueroso video porno, eso quieres.
Isabel me besó en la mejilla, asintiendo. Me hubiera gustado apartarme, alejarme de ella, impedir que me tocase, pero me pilló por sorpresa. Además, estaba hechizada con sus hoyuelos. Y, porqué no, tampoco quería apartarme.
―A decir verdad ―confesó ella entornando los ojos destellantes ―al acuclillarte en el sofá antes, cuando me escenificaste la mamada…
―El conato de mamada, Isabel, recuerda, que ni se la rocé siquiera. No me pongas a tu nivel ―siseé, cortándola asqueada.
―Bueno, pues cuando Raúl casi te la endiña en la boca, se te subió la falda al acuclillarte en el sofá y me fijé en tu precioso coñito, y en cómo sostenías su polla en el aire. No sabe cómo me pusiste, chica, con un calentón del bueno. Y me imaginé como hubiera sido si yo hubiese estado en tu lugar. Qué habría hecho. Cómo habría discurrido el polvo. Qué habría sucedido si me hubieses hecho caso.
Precioso coñito, ha dicho. Ay, mi madre.
―Y no se te ocurre mejor forma que llamar a Raúl y pedirle que venga a follar y grabar el polvo, no te jode.
―Exacto. Quiero que veas de primera mano cómo se folla bien follado a un tío. Y que tengas un video de cómo fue el polvo, para que te lo estudies.
Sonreí jactanciosa.
―La has cagado, Isabel ―dije sintiendo algo de pena por mi amiga, aunque tras los últimos acontecimientos, debería añadirla otro sobrenombre: putona ―. Raúl es de los que las prefieren rubias, de tetas firmes y culo duro. No se la vas ni a poner dura, fíjate lo que te digo.
―Bueno ―rió Isabel enseñando la punta de la lengua entre los labios―. No me ha puesto ni una pega para hacer este corto, ¿no?
No respondí. Apreté aún más las piernas y los brazos, intentando olvidar aquel resquicio de lengua que asomó por sus labios, rosado y brillante. Me aterraba el impulso irrefrenable de besarla que en aquel momento sentí, e intentaba crear una coraza que impidiese que su lúbrica sonrisa me hiciese perder el control.
Tuve que admitir que, al margen de mi inesperada atracción por Isabel, me excitaba la idea de ver al hijoputa que me desvirgó ayer sin miramientos follarse a mi amiga mientras yo grababa el polvo delante de ellos. En cierto modo quería verla sufrir.
Quizás era morbo. No. Con seguridad era morbo. El morbo de ver a Isabel desnuda y follando con mi desvirgador. A ver qué coño tenía esta morena para jodernos los findes y liarla parda cuando se la antojase. Como si fuese una vulgar estudiante que necesitase de un maestro. Además quería dejarme en ridículo. Follar por follar. Lo dicho, una putona.
La que quedaría en ridículo sería ella. Raúl era un payaso impresentable, de cara adorable y cuerpo moldeado, pero, como ella había dicho, pichacorta y demasiado bien pagado de sí mismo.
―Es cierto que hay tíos que no saben follar ―me había explicado―, ahí no hay que darle más vueltas. Pero esto es como una corrida de toros; te toca el morlaco más sosainas pero tú tienes que sacarle todo el jugo y hacerte valer. No lucirás pero tampoco puedes tirar el capote a la arena.
Resoplé disgustada ante lo que se me antojaba una tarde demasiado cochina para mi gusto y me dispuse a sacar la bolsa que me había indicado Isabel.
―Sabes cómo funciona, ¿no?― preguntó cuando saqué la videocámara de la bolsa.
―Estudiamos Imagen y Sonido, ¿recuerdas? El que sea rubia no quiere decir que sea tonta ―repliqué ofendida.
―Vale ―dijo ella sin inmutarse―. Recuerda variar los planos, e improvisa. ¡Empápate de la película!, como nos decía el de segundo de Cinematografía.
Respondí con un chasquido de lengua viéndola internarse en el cuarto de baño. Encendió una radio y comenzó a tararear y al poco escuché el sonido de la EpiLady sobre la música. Monté la cámara y constaté que la batería estaba cargada y el disco duro interno con espacio suficiente para dos horas de grabación. Supongo que aún tenía ligeras dudas de que realmente fuese a suceder lo que iba a suceder. Pero en el fondo deseaba que sucediese. En mi interior ansiaba ver el coño martirizado de mi amiga y el repulsivo semen rebasando sus finos labios cuando Raúl se corriese dentro de su boca. Ay, quita, qué asco, diría. Para, para, ni me toques. Y luego un buu, buu, llorando como una Magadalena.
Me acerqué al cuarto de baño en silencio cuando dejé la cámara a punto y me asomé a puerta abierta para ver a Isabel. Ya no se oía la depiladora eléctrica, así que ya habría terminado con las piernas y las axilas. De fondo se oía en la radio la última de Bisbal. Se estaría ahora dedicando al pubis. Sí, era morbo, constaté. Morbo por ver a mi amiga depilándose el sobaco y las ingles. Morbo por ver la almeja sonrosada de Isabel antes del polvo.
Allí estaba, sentada al borde de la bañera, frente a mí, desnuda y bien abierta de piernas, encorvada para poder mirarse el pubis con amplitud, con un espejo redondo convexo en el suelo por el que ella y yo veíamos su vulva y su ano aumentados. Con unas tijerillas y unas pinzas se iba recortando el vello oscuro y ensortijado que le tamizaba la vulva, cayendo en el espejo.
Levantó la vista cuando carraspeé: no quería ser una voyeur, sino una espectadora. Sonrió y continuó dedicándose a varios pelitos dispersos por las ingles arrancándoselos con las pinzas.
―No me negarás ―dijo irguiéndose sentada, separándose los labios de la vulva con el dedo índice y medio― que mi coñito es apetitoso―. Su ano expuesto me guiñó con un fruncimiento de los músculos del esfínter a través del espejo.
Gruñí en una suerte de sonido insustancial e indiferente. Isabel me miró mientras yo mantenía la mirada fija en su rosado clítoris, enorme comparado con el mío, y su entrada cavernosa, seguramente dilatada de tantos manubrios como la habrían visitado.
―No me engañas, Sandrita, te mueres por lamerme el garbanzo y confirmar a qué sabe mi coño.
―No seas puta, ¿por quién me tomas? ―pregunté alterada, desviando la vista de su vulva hirsuta para posarse sobre sus tetas de piel blanquecina y areolas oscuras. Se agachó de nuevo para seguir depilándose, dejando que sus tetas colgaran del pecho como dos ubres de vaca, apuntando como dos lápices afilados, sus pezones al suelo. Me encandiló descubrir que su piel oscura contrastaba con fiereza con la sordidez de sus blancuzcos pechos y pubis. Las marcas del bronceado que yo mitigaba lo máximo posible con rayos uva desnuda en inquietantes ataúdes azulados, para Isabel eran un fetiche del que parecía vanagloriarse, mimándolas como un preciado tesoro.
―A los tíos les bulle la sesera cuando te ven en cueros y con las líneas del bikini ―explicó al darse cuenta de mi fijación por sus contornos lechosos―. Es como mostrar aquello que debe estar oculto, como disponer de unas gafas de rayos X con las que pueden desnudarte estando en la playa. A un tío le motiva más descubrir lo oculto y confirmar su lúbrica imaginación que mostrar a las bravas lo mil veces visto en revistas y cine porno, ¿sabes?
―Si tú lo dices… ―respondí aparentando apatía, aunque en el fondo sus palabras me parecían bastante razonables y juiciosas. No quería darla la razón, aunque la tuviese. Pero era cierto: a los hombres (y a nosotras, claro) les excita más vislumbrar un mechón de vello rizado asomar por el tanga del bikini o el slip que ver el sexo completo. Estaba de acuerdo.
Cuando terminó, recogió todo y se pasó una toalla por el chumino para luego mirarse al espejo desde arriba, asintiendo al ver su vello recortado. Había desviado la vista hacia el pasillo para no exponerme más aún a sus sonrisas. Riéndose se sentó sobre la taza del inodoro. Me miró mientras meaba. Yo no sé por qué, pero giré la cabeza para mirar a mi amiga cómo hacía pis. El chorro salpicando la loza, sus dedos separando sus pliegues. Un sonido de sifón y luego un tintineo al chocar la orina contra el inodoro. Se levantó un poco para que pudiese ver el cordón amarillento aparecer de entre sus dedos y desaparecer en el borde de la taza.
―¿Te gusta verme mear, Sandrita? ―preguntó mordiéndose la lengua con expresión pícara. Hoyuelos. Un rápido meneo de dedos y el chorro se convirtió en lluvia, salpicando el asiento con gotas amarillentas. Quise que un sentimiento de asco y repugnancia mi hiciese torcer el gesto, pero solo me salió un ceño fruncido. Se limpió con un trozo de papel y me miró erguida, desnuda.
―Me das asco ―dije intentando escupir las palabras, pero salieron de mi boca como un lamento angustioso―. Eres una puta guarra.
―Si tú lo dices, morbosilla… ―respondió tirando de la cadena.

++++++++++++
Raúl llegó al cabo de media hora exacta. Venía colorado y con una sonrisa de oreja a oreja ante lo que se le presentaba (un polvo regalado) que no podía disimular. Incluso venía con el arma medio enarbolada. Menudo idiota. En ese momento me hubiese gustado lanzarle un rodillazo a aquel bulto entre sus piernas y luego escupirle a la cara, entre los ojos. Pero puse cara enfurruñada, cruzada de brazos, disgustada.
No me hizo caso. Toda su atención estaba puesta en Isabel, que lo había recibido en ropa interior, aunque un salto de cama de gasa oscura la cubría decorosamente el torso y la mitad de sus muslos.
Isabel se había peinado hacia atrás, todo atrás, segura de sí misma, y se había echado gel Pure Wet en el cabello para darle un efecto mojado. Parecía recién salida de la ducha, limpita, rosita, con ganas de ensuciarse el cuerpo. Se había pintado los labios con un gloss de cereza y los párpados con sombra aguacate. Hasta a mí me daban ganas de lamerla toda la cara desde el mentón a la frente, de hundir los dedos en su cabello pringoso, estirar de él hacia atrás para que gimiese asustada, dando un respingo, y regarle la fina piel de la garganta de babas calientes.
Joder, por dónde vas, Sandrita. Céntrate, anda, céntrate.
Raúl no se fue por las ramas. Me dio dos besos de rigor, como si fuese una amiga sujetavelas. Intenté que no me rozara la piel, girando la cabeza para que sus labios no me tocasen, pero no hizo falta, ni siquiera hizo amago de tocarme. Yo apoyada en la videocámara Sony (cual vaquero del oeste en la barra del bar) montada en el trípode, con el visor desplegado a la izquierda, viendo a través de él la mitad del salón.
A través de la pantalla de tres pulgadas entra Raúl. Isabel ya está dentro del cuadro, sentada en el sofá. No se ha levantado para saludar a mi desvirgador. Cruzada de piernas. Maleducada, impresentable, haciéndose la dura. Descansando los brazos al costado, con aire confiado, dominando la situación. Enseñando un diminuto triángulo de escote. Pulso el botón rojo y un ligero zumbido procedente del plato del disco duro empezando a girar sisea de las tripas del aparato. Por la pantalla de tres pulgadas se ve a Raúl sentándose al lado de Isabel. Alzo la vista del visor y los veo más grandes, más reales, más coloridos. Pero en la pantalla son dos actores de cine porno. Dos cochinos y asquerosos actores.
―Parece que vas en serio ―dice él.
―Y tanto, Calippo mío ―sonríe Isabel con picardía, componiendo su sonrisa entornada, sus ojos entrecerrados y atrayendo la mirada de Raúl (y la mía) hacia sus hoyuelos en las mejillas. Esos hoyuelos que desarmaban hasta a los más imperturbables. Raúl sonrió y yo sonreí, qué cojones. Me encantaría coger a Raúl del pescuezo y tirarlo por la ventana, posar una gota de saliva sobre esos hoyuelos para arrancarla luego la bata y masticar sus pezones a través del sujetador. Esta maldita cerda me estaba desquiciando.
Raúl no se resiste a su sonrisa. Tampoco tiene porqué. Ha venido a follar, eso ya lo tiene claro. Y nosotras.
Raúl pasa al ataque sin mediar un mísero flirteo. Fuera preliminares. Adiós conversación. No hay obstáculos. Casi igual que conmigo ayer. Se pensó que con dos risitas, jiji, jaja, ya bastaba, y en un parpadeo ya me había embadurnado los aledaños del morro con sus babas.
La besa con la boca abierta, sin el tanteador beso inicial de labios fruncidos esperando una señal para internar la lengua. No pierde el tiempo, como si le faltase. Enfoco su beso y a través del visor, acercándome con el zoom hasta el máximo, x24, capto el instante en que sus lenguas se atraviesan, intercambiando salivas, explorando recovecos, a través de una rendija entre sus morros casi fundidos entre sí. Ladean la cabeza como si bailasen sobre sus cuellos. Gruñen y me parece notar que sus gargantas vibran, como rencorosas por no poderse también unir. Me alejo de ellos con un siseo del zoom para meter en el plano la mano de Raúl internándose en la nuca de Isabel, como un peine, sujetándola del cuello, impidiendo que se escape. Muy posesivo. Es mi caramelo, zorra, y no me lo vas a quitar, me parece oír en su cabeza. Claro que no, marrano mío, responde ella, tómalo todo para ti, es tuyo, no te lo quito.
Doy más amplitud al cuadro. Noto mi respiración agitada. Raúl ha posado su mano izquierda sobre el escote de Isabel. Ella no se inmuta, concentrada en los giros de cabeza al besarse. Ayer él no me hizo eso. Me pongo cachonda sólo de pensar si yo estuviese en lugar de Isabel, con ese torrente de saliva anegándome la boca, su mano derecha impidiendo una separación, la izquierda a punto de escabullirse por el escote. Y yo, como Isabel ahora, con los brazos en la misma posición, lánguidos, imperturbables, cruzada de piernas, pero con un afluente de fluidos emergiendo de la vagina, sintiendo los labios hincharse, tórridos, con el clítoris latiendo desconsolado.
Hago un zoom vertiginoso sobre sus bocas al despegarse, recogiendo el detalle del hilo de saliva pesado que une ambos labios inferiores. El pintalabios ha aguantado bien el primer asalto, pero parte del gloss ha desaparecido y la mamola está ligeramente colorada por la pintura corrida. Capto los poros del mentón de Isabel, incluso la pelusilla de la mamola. Suspiro sintiendo mis pezones arañar el sujetador de encaje que llevo bajo la blusa. Y mi vagina escupir viscosidades, empapando el forro interior de la braga. Joder, estoy cachonda, como si Raúl me hubiese besado a mí.
Su mano desnuda el hombro, descubriendo el tirante del sujetador, al lado de un surco gemelo blanquecino. Sus labios se cierran sobre el cuello recorriendo la piel hasta llegar a la tira del sujetador. Sus dedos la desplazan a un lado perdiendo su condición elástica, convirtiéndose en un tirante suelto. ¿Qué es peor que un tirante de sujetador, estrecho y menudo, sobre un hombro redondeado, sinuoso? El mismo tirante suelto. Melones bamboleándose, recato decoroso, sonrisas avergonzadas amparadas en el tirante rebelde. Ay, mi madre.
Se sonríen. Les sonrío. Raúl desata el nudo de la bata e Isabel descruza sus piernas. Abre la bata como se abre una puerta doble, mostrando un mundo más allá. El sujetador transparente muestra el pezón abultado, un botón gordezuelo, una grosella nega emergente. Los dedos aprisionan la teta. Estrujan la carne blanquecina a través del sujetador mientras ellos se miran ansiosos, con labios entreabiertos y ceño fruncido. Aprietan la carne los dedos índice y pulgar en torno al pezón y yo capto con mi zoom el ojo entrecerrado de Isabel acusando el pellizco, sintiendo la carne de la teta condensada, aplastada. Se muerde el labio inferior, en un gesto ansioso, suplicante de más presión. Pero qué puta eres, Isabel.
Quiero sentir lo mismo, excitada como estoy, y me pellizco con saña un pezón a través de la blusa. Está duro, vaya sorpresa. Me aprieto más fuerte, hasta sentir el pinchazo de dolor, el punzamiento de placer emerger del botón.
Plano medio. El vientre de Isabel, expuesto sin el amparo de la bata, abierta ahora de par en par, se arruga sobre sí, no es terso como el mío, pero me gusta, y más abajo hago otro zoom a las marcas blancas bajo el minúsculo tanga que lleva puesto. Como una sombra inversa. La prenda también es transparente. En esta ocasión Raúl no se refrena, no se ciñe a un guión erótico, sino que tira del tanga hacia los muslos obligando a Isabel a levantar las nalgas del sofá para ayudar a hacerlo desparecer, dejándolo enrollado en las rodillas, como una goma retorcida. Abre las piernas. La prenda lo permite, es flexible. Tiene postura de mear, de soltar un chorro amarillo por su conejo de un momento a otro. Allí estaría mi boca, como si fuese sidra.
Inevitable sorpresa. Otro zoom al rostro de Raúl al contemplar el pubis de Isabel. Se relame los labios, ya degustando el plato. ¿Qué está mirando? Plano corto, las bragas se salen del cuadro, zoom al coño. Dos surcos difusos y blanquecinos surgen de las caderas ocultas por las puertas de la bata y convergen en un trapezoide lechoso, minúsculo. Isabel se ha dejado crecer la mata oscura de vello más allá de los márgenes blancos de su piel, invadiendo la zona bronceada superior. Entorno los ojos y exhalo un gemido. Quedará grabado. Los pelillos rizados escapan del cerco blancuzco e irrumpen en la piel oscura. Isabel me sonríe, pero la videocámara no lo capta. Sabe que estoy igual de ensimismada que Raúl, con la mirada fija en su coño recortado. Qué hija de puta. Sabiéndose fuera de plano me saca la lengua divertida, encantada con nuestro anonadamiento.
―Me encanta tu chocho ―suspira Raúl. Y como si se diese cuenta que algo andaba mal, como si en un partida de ajedrez te das cuenta que aún no has movido creyendo que mueve el otro, se revuelve en el sofá, despojándose de su ropa en un santiamén, quedándose con los calcetines puestos, unos calcetines marrones, finos, donde se trasparentaban los dedos. Se levanta y se agacha dándome la espalda. Zoom al culo de Raúl. Un culo blancucho, prieto, alguna espinilla rosa, un lunar, las marcas del elástico de los slips dibujaban una suerte de bragas sobre las nalgas de mi desvirgador. Un grueso vello arrebujado sobre el escroto oscuro ascendiendo por la raja que divide su culo, mostrando un agujero fruncido, como un ojo guiñado en penumbra.
La mirada de Isabel aparece tras la cadera de Raúl, emergiendo tras el perfil de la nalga, su ceño fruncido y un hoyuelo en su mejilla. Trago saliva, ¿qué coño hace?. Desenfoco nalga, enfoco sus ojos. Me señalan más abajo. Abro plano. Los dedos de mi amiga sosteniendo los huevos de Raúl, sopesándolos en la palma de la mano, con la otra se intuye un meneo de rabo oculto por el cuerpo, los dedos se cierran sobre los testículos. Aprietan. Raúl gime, se tambalea. Isabel me sonríe detrás, desenfocada. Las uñas se cierran sobre la piel laxa y velluda, comprimen, amasan. Raúl grita. Más fuerte. Los dedos sueltan el escroto. Descienden un poco. Ascienden de súbito. Golpe, zas. Dolor. Puta, hija de puta, exclama Raúl. Otro golpe, zas, puta, puta, más, hija puta, quiero más. Golpe, golpe, más fuerte, más impulso, zas, zas. Enrojecimiento. Las canicas se hinchan y bailan en la bolsa rojiza. Se detienen. Isabel desaparece tras las nalgas. Sonido de gorgoteo, sonido de succión. Es hora de variar el plano, Sandrita.
Desatornillo la cámara del trípode y me acerco a la mamada. Me tumbo en el suelo, debajo de ellos, contrapicado, con las piernas abiertas, arremangada la falda, expuestas mis bragas húmedas. Da igual. Están a lo suyo. Mantengo el plano mientras me toco el coño. Me froto por encima pero luego siento la urgencia, la necesidad de sentir en mis dedos toda la viscosidad de mi coño jugoso. El encuadre tiembla. Se activa el estabilizador óptico minimizando mi masturbación. Gemidos arriba. Puta. Comepollas. Bien, bien, así, trágatelo todo, puta, más que puta. Más zoom a la mamada. Del mentón de Isabel cuelgan lianas de saliva. Las gotas de baba salpican la lente. Sigo grabando. Arqueo la espalda hasta sentirla crujir, machacada, mientras mantengo el plano de los labios de Isabel engullendo y vomitando el falo de Raúl y yo rascándome convulsivamente la vulva con las yemas de los dedos, como un boleto de lotería, buscando encontrar el premio. La saliva se acumula en la lente. Gotea del mentón y de los dedos de Isabel que sujetan el nabo, un nabo reluciente, brillante, del que una lengua menesterosa se encarga de lustrarlo sin descanso. Un goterón de saliva espumosa salpica la lente de refilón, me ha golpeado la mejilla. La rebaño con la lengua. Sabe a sudor tibio y salado. Me apoyo en un codo y asciendo para sorber del mentón de Isabel un pringoso cuajarón salivoso que amenaza con inundar la lente. Caliente, soso, viscoso. Me relamo.
Desenfoco la mamada, enfoco las tetas enfundadas en el sujetador. Raúl las sopesa con los dedos, calibrando espesor y peso. Ya no tienen el auxilio del tirante. Botan. Pezones emergentes, puntiagudos. Raúl desabrocha el sujetador y deja que la prenda resbale por los antebrazos morenos deteniéndose junto al codo. Tira de los pezones hacia arriba. Carne turgente, piel tirante. Suelta. Boin, boin. Gemido de Isabel. Más zoom. La areola de chocolate se hincha y el pezón oscuro se inflama. Otra vez, con dos dedos, como si diese asco. Aprisiona el pezón con las yemas. Chillido. Casi siento como la carne se comprime y a Raúl apreciando el botón con una textura como las gomas de borrar de Milán. Retuerce la carne entre las yemas. Capto el detalle. Isabel gruñe con la polla en la garganta. Atornilla, desatornilla. Más gruñidos. Más chillidos. Tira de la carne hacia arriba, como probando cuán elásticas son las tetas. Joder, eso tiene que doler, seguro. Gimo. Abro el cuadro. Voy enfocando los diversos elementos: tetas estiradas, mamada baboseante, mirada compungida de Isabel, mirada torturadora de Raúl.
Para, para, que me corro, cojones, que me corro, grita Raúl agarrando de los pelos a Isabel, tirando de ella, del cabello efecto mojado. Resurge el rabo de Raúl, inundado de babas, goteando babas, meando babas, sudando babas. Túmbate, puta. La estampa en el sillón. Y ella me sonríe, sonríe a la cámara, zoom a la lengua que se muerde encantada, hoyuelos en su máximo esplendor. Ya no hay gloss en sus labios. Arrebaña con la lengua la saliva de las comisuras. El zoom delata la saliva acumulada en la lente. Abro plano. Las tetas vilipendiadas, los pezones hinchados como una fresa, jadeando sin respiración. Buena mamada, extiende el dedo pulgar hacia arriba, fuera de cámara. Me abro la blusa como puedo sin dejar el plano, me saco los brazos, una mano, luego la otra, limpio la lente con mi blusa. Me arrodillo sin dejar de mirar a Isabel. Raúl se está colocando un condón, fuera de cámara. Él y yo nos miramos. Me mira el coño húmedo y enrojecido. Tengo la falda arremangada, las bragas enrolladas a los muslos. Mantengo el plano en Isabel. Raúl me sigue mirando, desde arriba. Mis lubricaciones resbalan por los muslos, igual que el sudor. Solo llevo el sujetador puesto, los pezones como dos pitones, lo demás está a la vista. Jadeo y le señalo con una mirada a mi amiga. Sonríe y asiente.
Abro el plano. Isabel ha izado sus piernas, dobladas, sentada en el sofá, toda su vulva expuesta, su ano oscuro boqueando, como un ojo que parpadea o el diafragma de una cámara tomando fotos. Labios empapados en los jugos vaginales, como una flor abierta. Vulva hinchada, igual que la mía, enrojecida. Vello púbico brillante. Zoom al ano de Isabel. Parpadeo del ojo. Los fluidos afluyen de la raja arriba y discurren paralelos alrededor del agujero. Otro guiño, otra foto. El vello rizado coronando la vulva, invadiendo ambos lados del pubis. Brillante, ensortijado, efecto mojado natural. Raúl invade el cuadro, pero bajo sus nalgas el diafragma de Isabel me sigue tirando fotos. Un pene plastificado de azul se cierne sobre el coño. Un pellejo de látex se posa sobre la entrada, sobre los pétales de la flor. Más zoom. Puta, ya verás ahora. Un golpe de cadera y el falo se hunde en la vagina, de golpe. Plas, choque de ingles. Plas, plas. Jadeos, gemidos. Yo también gimo, oh, dios. El rabo emerge del agujero y se vuelve a clavar, como en un pozo petrolífero. Los testículos se revuelven como dos canicas dispersas en su bolsita enrojecida. Arriba, abajo, arriba, abajo, la polla azulada emerge de la flor arrastrando en su ascensión grumos de lubricante del coño. Abro plano. Tengo ambos anos encuadrados. Arriba uno, abajo otro. Ambos se abren y cierran. Fotos, más fotos. Me guiñan sincronizados cuando el rabo perfora el coño. Gritos. Jadeos. Chillidos. Insultos. Vamos, puto mierda, ¿sólo sabes hacer eso?, jódeme, puto cabrón, párteme en dos, jodido Calippo de los huevos, vamos.
Abro plano. Las uñas de Isabel se clavan en las nalgas de Raúl, marcando territorio, dejando surcos carmesíes, abriendo como un melón las nalgas, muy cerca del ano masculino, que ya no puede guiñar, un agujerito que quiere cerrarse pero no puede por la tensión. Puta, puta, grita él. El sillón chilla espantado, golpeado contra la pared, los cojines bajo ellos con un surco de fluidos. Trago saliva. Me desabrocho el sujetador y dejo que las tetas caigan fuera de las copas. Desatornillo un pezón, chillo como una cerda y el dolor me recorre el pecho entero. Siento mi vulva rezumar, cocinándome por dentro, tengo el horno a punto de estallar. Me muerdo el labio hasta sentir el regusto tibio y salado de la sangre en mi boca. Sudo como una puerca, siento una gota fría de sudor descender por mi costado. Mis axilas lloran sudor, igual que mis sienes, mi frente, mi vientre, mis muslos, estoy meando sudor, cojones.
Mi mano se desliza hacia mi chumino. Enrojecido, salvaje, sediento, hinchado. Froto con la palma de la mano. Una torta, otra. Has sido malo, chocho mío, muy malo. Otra torta, zas. Más fuerte. Gimo como una desgraciada, mantengo el plano, al estabilizador óptico le cuesta centrar la imagen. Me sigo atizando. Zas. Más fuerte. Dolor. Restriego los dedos por el canal interior, mana una viscosidad que extiendo por toda mi vulva. Las uñas rozan mi ano. Otra torta, zas. Distiendo el esfínter. Más fuerte, puta. Zas, zas, zas. Gimo, grito, puta, puta, soy una puta. Froto sacándome brillo. Noto el calor emerger de mi culo y mi vulva. Mi clítoris inaguantable. Zas, zas, zas. Aprieto los dientes y se me escapa la saliva por las rendijas de las encías. Froto y froto. Estoy ardiendo. Tengo el coño ardiendo. Zas. Me estoy golpeando con saña. Puta, puta. Me meto dos dedos de golpe, me araño la entrada, los saco encharcados. Zas, zas. Lloro desconsolada, me muerdo el labio hasta sentir más sangre rebullir dentro de la carne.
―A lo que estamos, Sandrita ―me dice Isabel, cortándome la película, devolviéndome a la suya. Se han tornado las posiciones, Raúl sentado e Isabel acuclillada, cerniéndose sobre el pilón azulado, agarrándolo de la base baboseada, centrándolo hacia su entrada pringosa, ella apoyada en el respaldo. Cuerpo en tensión, tetas distendidas. Esto es nuevo, no lo hice ayer. Trago saliva, asiento, dejo de tocarme, estaba a punto, joder. Zoom al glande forrado de látex azulino. Ahora no se hunde, es engullido por el coño de Isabel. Más zoom al regurgitar el pilón plastificado. Traga, vomita, traga, vomita. Me duele mucho el coño. Más jadeos, chillido de Isabel. Joder. Eso duele, amiga mía. Te gusta pero duele, sufre puta morena, sufre jodida mamona. Chilla, puta marrana, chilla.
Abro plano. El vientre de Isabel se revuelve, no lo tiene tan firme como el mío, no. Zoom a la cara de Isabel. Es un vaivén de sobresalto y dolor. Ah, ah, gime. Oigo crujir un tendón. Más jadeos. Ceño fruncido, lágrimas manando, saliva reseca en el mentón, fosas nasales dilatadas. Cabello efecto mojado mecido por los empellones, restallando con cada acometida sobre su cara,. Aprieta los dientes, enseña los inferiores, dolorida. Se le escapa la saliva. Sus ojos señalan más abajo. Abro plano. Los dedos de Raúl se clavan como garras en sus tetas. Espachurradas, pellizcadas, golpeadas, manoseadas. Aparecerán cardenales, seguro. Los pezones oscuros y tiesos parecen aguantar la posición, pero la blanca carne se bambolea como en un terremoto. Las uñas se hunden en la fina piel, arañan la teta y dibujan en la piel surcos como un arado. Cabrón, cabrón, grita Isabel mirando a cámara, arráncamelas, hijoputa, cabrón, quédatelas, son tuyas. Raúl las golpea, las da manotazos. Habéis sido malas, muy malas. Zas, zas. Los dedos dejan marcada su impronta en la piel. La carne se revuelve, mareada, golpeada. Zas, zas.
Trago saliva, respiro por la boca, tengo la nariz taponada de la congestión. Tengo el cuerpo viscoso y húmedo del sudor, me noto sucia, guarra, cerda. Noto el coño dolorido. Mucho dolor. Escuece. Noto la piel seca alrededor de mi pubis. Hinchada como nunca lo ha estado. Inflamada. Estoy malita. Me muerdo el labio notando las marcas dejadas antes por los dientes. Ya no hay sangre, solo cardenales. Labios hinchados, tumefactos.
Se levantan de repente, caigo de espaldas del susto. Se plantan junto a mí, Isabel arrodillada, Raúl de pie. De perfil. Enfoco. Ellos sudan más que yo, sus poros exudan sudor, las gotas emergen. Capto el detalle. Isabel arranca con los dientes el condón y mira a Raúl arriba. Sonríe, se muerde la lengua. Hoyuelos. Manipula el falo de Raúl, pringoso, hinchado, enrojecido. Se golpea la carne contra sus mejillas. Plas, plas. Sus dientes arañan el glande amoratado. Plas, plas, se golpea la cara. Engulle, vomita. Más rápido. Está ordeñando el pene de Raúl a dos manos. Más sonrisa. Más rapidez. Gruñido. Los dedos de él se cierran sobre un matojo de su cabello, estirándolo, cabello negro efecto mojado. Sigue dándole, tira más del pelo. Gemido. Chillido. Grito. Ah, me corro. Isabel abre la boca. Dámelo, hijoputa, dámelo, lo quiero.
Grita. El primer escupitajo erra, salpicando la mejilla y la lente de leche espumosa, otro grito, el segundo se interna en la gruta, al igual que el tercero. Y luego más gritos, más eyaculaciones. Los dedos tiran de su cabello, alzándola la cabeza, cuello en tensión. Los dedos estrujan, oprimen la carne viscosa. Menos espesos, más translúcidos, parecen ahora escupitajos de suero. Isabel traga. Sonido de tráquea. Ahhh. Joder, joder. Qué rico, pienso, qué sabroso debe ser.
Poso la cámara en el suelo y me acerco sumisa a cuatro patas a Isabel. Me mira jadeante, llorosa, sudada, ensuciada. Quiero un poco, ¿me das? Sonríe aun en vilo con el cabello tensado, hoyuelos, la cara estirada. Lamo el chorretón. Viscoso. Tibio. Salado. Quiero más. Lamo la mejilla, el hoyuelo cargado de simiente, la comisura del labio, el mentón. Está bueno. Aliñado con sudor y lágrimas.
―Está bueno ―confirmo a Raúl desde abajo, que nos mira satisfecho, jadeando.

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Una hora más tarde abro la puerta de la casa de Isabel, poco después que Raúl. Me voy. Se me escapa un eructo. Es la birra que me he tomado, me la he bebido bien a gusto, de un solo trago, con los restos resecos del pañuelo adheridos a la boquilla del botellín. Qué hija de puta. Ya estará caliente, dice, ¿te la enfrío en la nevera? La miro, ¿me quiero quedar? No sé. Creo que me voy, la digo. Levanta los hombros, resignada.
Las dos en la puerta. Sonrisas. Nos miramos. Ha estado bien, ¿eh? Nos miramos. Me acerco a ella. Un beso. Otro beso. Ahora las lenguas se saludan. Nos abrazamos, pecho contra pecho, tripa contra tripa. ¿Quieres quedarte a cenar? No sé cocinar, respondo. Pues pedimos algo, sonríe. Nos miramos. Hoyuelos. Otro beso. Desciendo mis manos hasta su culo. Aprieto sus nalgas. No lleva bragas, joder. ¿Te corriste?, la pregunto. No, dice. Cierro la puerta a mis espaldas de una patada. Isabel ganó la apuesta.

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