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domingo, 22 de abril de 2012

El severo castigo de un obeso satisfecho


Etienne se sabe gordo, extremadamente rechoncho, morbosamente obeso. Su periplo hacia la centena lo alcanzó sin cumplir medio lustro. Los dos quintales llegaron con la mayoría de edad. Ahora, cinco años después, Etienne provoca con su envergadura fláccida y enrollada que los ascensores giman desconsolados y las miradas giren a su alrededor, como satélites orbitales que escudriñan tratando de desvelar la profundidad de las simas y fosas ocultas entre sus carnes. Con todo, a Etienne, aunque solitario y extremadamente tímido, le gusta llorar con las películas románticas, se enternece cuando la lluvia salpica los cristales de su pisito y aún mira a su alrededor con sonrisa pícara, aun sabiéndose solo, antes de rebañar con un trozo de pan la salsa sobrante del plato.
Suzanne hace una semana que toma nota de las veces diarias que Etienne asalta el frigorífico y los armarios de la cocina.
—Veinte cero cero. Ocho de abril. Veintidós veces van hoy, Etienne. Eres puntual —murmura contrariada, apuntándolo en un cuaderno mientras, a través de la ventana de su cocina, ve la de su vecino.
La madre de Suzanne murió joven. Un repentino ataque al corazón la mantuvo agonizante sobre el suelo del pasillo. Las casi dos centenas de masa corporal impidieron que los dos enfermeros pudiesen llevársela al hospital. Esperando ayuda, los dos enfermeros contemplaron impotentes como el corazón de la madre de Suzanne se detenía agotado. Cuando Suzanne y su padre llegaron, el cuerpo de la gigantesca mujer todavía permanecía firmemente anclado. Ni siquiera los cuatro juntos pudieron alzar la mole inerte y debieron esperar más ayuda. El cadáver inamovible de la madre dejó una impronta indeleble en la mente de la joven Suzanne, así como en el parqué.
—¿Quién velará tu cadáver, Etienne, cuando los enfermeros aguarden impotentes a que llegue más ayuda? —susurró Suzanne viendo alejarse a su vecino.
Etienne se sabe observado cada vez entra en la cocina. La mirada de su hermosa vecina le turba y comprime su corazón hasta reducirlo a una arrugada ciruela.
—Hola, me llamo Suzanne, me acabo de mudar —recuerda Etienne cuando ella se asomó a la ventana de la cocina el primer día. Los apretados senos de ella colgaron ingrávidos, sujetos solo por la holgura de una camiseta por cuyo escote las dos alforjas se mecían amenazantes. Salió corriendo despavorido, tirando las provisiones en su huida.
Pero ha aprendido a soportarla. Suzanne le sonríe desde su cocina pero él la ignora desde la suya. A pesar de que cada día luce más radiante, con su espesa y azabache melena cuajada de elásticas ondulaciones.
***
—Hola, Etienne, fantástico día para quedarse embarazada, ¿verdad?
Etienne no puede evitar girarse hacia la ventana, aun cuando entre sus brazos se amontonan en precario equilibrio al menos media docena de postres variados, sirope de caramelo y un bote de nata montada.
Suzanne le sonríe inclinada. Sus dos alforjas se menean ominosas dentro de una reducida camisetilla de punto, presagiando el fatal desenlace. Etienne contiene la respiración y su maltratado corazón realiza un redoble de latidos.
Suzanne salta alborozada al conseguir captar la atención de su vecino. Y la teta se desliza, inevitablemente, fuera de la endeble sujeción. El sonrosado pezón se recorta con claridad meridiana. La tragedia está servida.
Etienne lanza un chillido y, soltando tras de sí sus provisiones, corre fuera de la cocina. Con la batalla ganada, Suzanne ríe y grita entusiasmada.
Dos horas más tarde, recuperado (o eso cree) de la impresión de aquel turgente seno, Etienne reúne las fuerzas necesarias para deslizarse por el pasillo y atisbar por el marco de la puerta de la cocina.
—Etienne, ¿te has fijado que uno de mis senos es más grande que el otro?
La mandíbula del atribulado gordinflón, flaquea y cuelga trémula cuando vislumbra los pechos desnudos al otro lado de la ventana. Suzanne los recoge entre sus manos y le muestra los majestuosos encantos con gesto preocupado.
Etienne chilla y se escabulle pasillo a través, escaldado y ya con la seguridad de que sus alimentos en el suelo de la cocina están echados a perder.
Otra batalla ganada, sonríe Suzanne escondiendo sus exuberantes curvas.
—Etienne, amigo mío, no dejaré que dos enfermeros diluciden en el pasillo de tu piso si tu cadáver entrará o no en la ambulancia.
La mujer comprueba el cuaderno de notas y se prepara para la escaramuza de una hora más tarde. Etienne es siempre puntual.
La noche cae. Una fina lluvia, densa y continuada, no enternece el ánimo de Etienne, cuyo estómago ruge voraz y colérico. Apaga todas las luces de su domicilio. La oscuridad es aterradora, pero Etienne se sobrepone y, con pasos cortos, avanza entre las tinieblas. Entra dentro de la cocina, está próximo a su objetivo. Los restos de los postres en el suelo endulzan su temor. Estira un brazo para abrir el frigorífico. La victoria inminente le hace sudar emocionado.
—¡Etienne, necesito algo duro!
Etienne queda boquiabierto y con ojos desorbitados; la luz de la cocina de Suzanne se ha encendido e ilumina a su vecina desnuda, reclinada sobre una silla, gloriosamente abierta. Un aullido aterrado seguido de una lividez inusual, alejan al orondo vecino con celeridad irracional. Solo cuando alcanza el pasillo oscuro, su corazón castigado le permite tomar aire.
—Virgen de los desamparados —gime desconsolado, derrumbándose junto a la pared. Esos muslos nacarados, la sonrosada flor abierta… no puede quitárselo de la cabeza.
¿Por qué Suzanne le castiga de aquella forma? Se encuentra famélico y solo dispone del agua del grifo del lavabo. Etienne no encuentra explicación a la actitud de su vecina. ¡Quiere que muera de hambre!
***
Suzanne está preparada al día siguiente. Su despertador le avisa a las siete de la mañana. Cargada de energía, con la seguridad de que el día presente será igual de productivo que el anterior, se levanta. Reconoce que Etienne fue tenaz pero ella se mantuvo firme. Estuvo durante todo el día más tiempo desnuda que vestida pero valió la pena. Sólo le permitió un ligero refrigerio. Los gemidos y lloros desconsolados de Etienne desde el pasillo no la amilanaron; el recuerdo de su madre la ayudó a sobrellevar la angustia. Era por el bien de Etienne. No ayudaría a dos enfermeros a cargar con el cadáver inamovible, de eso estaba segura.
Suzanne se desnuda, se da una ducha rápida y, armada con su lencería más provocativa, aguarda agazapada bajo la ventana de la cocina. Medio minuto más tarde, como cada día, Etienne aparecerá somnoliento, arramblando cajones, alacenas, gavetas y también la nevera. Y ella estará preparada.
El tiempo pasa. Le duele el culo. El suelo de la cocina está frío.
Etienne se retrasa. ¿Habrá errado en sus cálculos? Comprueba el cuaderno y se asegura de la hora comparándola con la de tres relojes. Etienne no aparece y Suzanne se impacienta. ¿Se habrá dormido? Imposible, su vecino es puntual.
La explicación más sencilla la sacude con fuerza. Una sonrisa amplia dibuja sus labios y no puede evitar revolverse por el suelo de la cocina que, aunque helado, ahora es el escenario de su victoria.
—¡Etienne, amigo mío, estás salvado!
Han sido horas de espera interminables, decenas de batallas que ganó con brío y esfuerzo sirviéndose de las abundantes curvas de su anatomía. No la importaba que Etienne conociese cada milímetro de su cuerpo desnudo, la salud de su vecino no tenía precio y sus dulcísimas intimidades, por una vez, habían servido para algo más que enloquecer a machos rebosantes de testosterona.
Se levantó y brindó con una cerveza bien fría su merecido triunfo.
***
—Qué extraño —murmuró para sí Suzanne.
La cocina de Etienne seguía desierta. Tres días habían transcurrido desde aquella gloriosa mañana y, sin embargo, no había coincidido ninguna vez con la oronda figura de su vecino.
—Tendrás al menos que alimentarte con algo, Etienne.
Quizá sea debido a que, en los pocos momentos que deja la cocina, Etienne aparece para picar algo. Ese pensamiento impulsa a Suzanne a cerciorarse y, con afán empírico, empuja su mesa de trabajo hasta la cocina. Su ordenador y diccionarios los apila sobre la mesa. Seguiría la traducción de aquella novela desde la cocina. Enfiló la mesa hacia la ventana, cuidando que hasta el más mínimo movimiento en la ventana de Etienne no escapase a su control.
El día siguiente, Suzanne patrulló la ventana del vecino durante todo el día. Una cámara de vigilancia conectada a su teléfono móvil la seguía mostrando el objetivo cuando debía evacuar; prismáticos de visión nocturna fueron sus aliados durante la noche.
Cuando los rayos de un sol naciente iluminaron su semblante ojeroso, Suzanne comprendió que algo extraño sucedía en el domicilio de Etienne Galieber. La cocina estuvo vacía durante veinticuatro horas. Pero, debido a las sombras que aparecían a lo lejos, sabía que su vecino deambulaba por el resto de la casa.
—Etienne, ¿a qué juegas?
Él súbito sonido del timbre la sacudió de sus pensamientos. Corrió presa de un temor que no quería reconocer. Tras la mirilla, Etienne ayudaba al repartidor del supermercado a descargar el pedido ingente de vituallas.
—¡Etienne, me la has jugado!
El muy infame hacía la compra por internet y se la enviaban a su domicilio. Por eso no asaltaba la cocina: tenía sus provisiones en otra habitación, burlando el embargo aduanero de Suzanne.
La mujer apretó las mandíbulas hasta afilar los rasgos de su cara, convirtiendo su bello rostro en una máscara de furia salvaje. Caminó despacio y se dejó caer, cruzada de brazos, sobre el sofá.
Suzanne estaba furiosa, no, estaba rabiosa. No albergaba más deseo que salir corriendo al pasillo, echar abajo la puerta de Etienne y enfrentarse a ese inconsciente.
Sin embargo, no era eso lo que su gordinflón y taimado vecino necesitaba. Rumió un escarmiento difícil de olvidar, algo que provocase en su obeso vecino una imagen tan indeleble como la mole de su madre muerta supuso para ella.
Una locura fue perfilándose en su mente. Pero debía estar segura de su completa victoria.
La salud de Etienne estaba en juego. Y también la revancha. Era imperativo que todo ocurriese con perfección aterradora.
***
Etienne esperó intranquilo junto a la puerta. Miró varias veces a través de la mirilla pero aún no veía a nadie. La espera lo sumía en dudas cada vez más intrincadas a las que, su nerviosismo, contestaba con respuestas cada vez más angustiosas.
Cuando, por fin, la puerta del ascensor se abrió y el agente de policía se dirigió a su puerta, el miedo le atenazó por completo. El agente consultó una carpeta y, pareciendo confirmar la dirección, llamó al timbre de su casa.
Etienne le abrió la puerta con más aprensión que decisión, con más miedo que respeto, con más preocupación que seguridad.
—¿Monsieur Etienne Galieber?
—¿Qué he hecho mal, agente? —preguntó un Etienne descompuesto, obviando la explosiva e intimidante feminidad que emanaba del uniforme ceñido de la agente.
La policía sonrió y chasqueó la lengua varias veces. Etienne palideció y sintió como todos sus rollos de carne temblaban al unísono, como olas entrechocando.
—¿Y aún lo pregunta, Monsieur Galieber? —respondió la agente avasallando a un descolorido Etienne que retrocedió acobardado. La agente estrechó la separación y, con una patada, cerró la puerta.
Etienne sintió como su corazón se despedazaba, aterrorizado. Suzanne contempló con el ceño fruncido las cajas apiladas de víveres que se alzaban hasta el techo en el pasillo. La cólera le inflamó las mejillas y la hizo respirar con fuerza. Cuando posó su mirada sobre un acongojado Etienne, se quitó las gafas de sol y la gorra, permitiendo que su negrísima melena refulgiese salvaje y libre en cascada.
—¡Etienne Galieber! —chilló enfurecida.
El pasmado gordinflón tropezó entre las cajas apiladas y alzó los gruesos brazos suplicando clemencia.
¿Clemencia? ¿Acaso mi madre recibió clemencia, Etienne, acaso crees que Él la tendrá contigo? De un zarpazo, Suzanne abrió su camisa liberando sus pechos henchidos.
Etienne jadeó babeante.
Los pantalones desprendibles volaron de otro zarpazo. Una Suzanne desnuda avanzó hacia un despavorido Etienne.
—¿Te gusta comer, Etienne Galieber?
No esperó su respuesta, tampoco esperaba ninguna. Sin perder un segundo, Suzanne se abalanzó sobre Etienne y, sujetando la nuca mórbida, imprimió un violento golpe de pelvis y restregó toda su feminidad en el rostro hinchado.
—¡Come! —exigió con un chillido.
Los uñas de Suzanne se hundieron en la carne y espolearon a un Etienne aterrorizado. La enorme boca se abrió y absorbió la jugosidad del bivalvo.
Suzanne profirió un grito como jamás había salido de su garganta. Lengua y labios obesos se coordinaron para provocarle taquicardias brutales que la hicieron babear.
Etienne comprendió la treta perversa de su vecina y quiso apartarse. Suzanne horadó con particular ímpetu la nuca. Sentía sus uñas atravesar capas de fláccidas carnes, de grasas densas y untuosas. Etienne aulló de dolor y tomó aire. Los carrillos de Etienne se hincharon y amorataron mientras obedecía, incapaz de apartarse.
Suzanne alcanzó el clímax, liberando un chillido desconocido, innatural, inhumano. El universo entero pareció comprimirse en su entrepierna, sumiéndola en un éxtasis divino.
Era el orgasmo más dilatado e intenso que Suzanne jamás degustó.
Fue solo tras varios minutos de agonía suprema cuando la mujer se percató de que el rostro de Etienne había adquirido un tono violáceo, incompatible con la vida.
***
Suzanne se levantó esa mañana a la hora acostumbrada. Se duchó y cubierta con la toalla, caminó hasta la cocina donde preparó el desayuno. El olor del pan recién tostado se extendió como perfume intenso por toda su cocina y su ventana abierta.
El chillido que oyó lejano la desesperó. Etienne había perdido ya cien quilos en tres meses. Había encanecido de repente y su rostro mostraba un sempiterno gesto espantado. El más sutil y etéreo aroma a comida, incluso distante, provocaba en Etienne espantosos alaridos que le postraban en el suelo. Un guiñapo encogido y tembloroso se retorcía tras las ventanas.
—No me comes, Etienne, no me comes —murmuró Suzanne chasqueando varias veces la lengua.

Las emociones de una mañana cualquiera


Las emociones crecen inconmensurables si son vividas en un estado de sorpresa tal que no permitan ser objeto de la razón ni de las consecuencias.
François Pipellion se repetía esta premisa con fervorosa adicción mientras se estiraba los calcetines sentado en la cama y con las perneras de sus pantalones de pinza arremangadas hasta la espinilla. Delante de él, un espejo de cuerpo entero montado sobre un caballete mostraba el reflejo de un hombre aún en la apacible treintena; unas entradas disimuladas con un peinado meticuloso y un bigotito recortado terminaban de crear la ilusión en François de que su juventud aún no había terminado. Su traje entallado escondía unas formas aún ajenas al abandono de la cuarentena. De vez en cuando, le gustaba mirar su perfil desnudo en el espejo, contemplando el torso fibroso (escondiendo la tripa que comenzaba a crecer, inevitable).
—Cariño, vas a llegar tarde —dijo Colette, apareciendo en el dormitorio con un cesto de mimbre donde sus manos, con movimientos veloces y letales como las mordidas de una cobra furiosa, iban recogiendo las prendas interiores usadas en el día anterior.
—No voy a llegar tarde, Colette, yo nunca…
—Nunca llegas tardes —terminó su mujer la frase preferida de François para luego soltar una media carcajada burlona.
François la siguió con la mirada por el dormitorio. Chasqueó la lengua irritado ante la costumbre de Colette por terminar sus frases. Enfundada en una gruesa bata descolorida que escondía sus bellezas femeninas excepto su precioso cabello azabache, la hermosa Colette mordió y atrapó con sus manos bragas y calzoncillos, calcetines y medias, pijamas y sujetadores para luego, a paso vivo, dejar de nuevo solo a François y a su reflejo en el espejo.
Las emociones crecen inconmensurables si son vividas en un estado de sorpresa tal que no permitan ser objeto de la razón ni de las consecuencias, se repitió de nuevo para sí François. Si tuviese que aplicar esas palabras a su rutina matrimonial, sonarían mordaces. François se calzó los zapatos de charol y se anudó los cordones mientras repetía su mantra.
Por fin, con un largo suspiro, se levantó, repasó su ropa impecable y, cogiendo el abrigo y el maletín, caminó hasta el pasillo donde enfiló con un exacto giro de tobillo hacia la puerta principal.
—Cariño, marcho a trabajar —se despidió con voz seca.
—Adiós —sonó la voz de su mujer desde la cocina, más seca aún.
Y tras esta escueta despedida, François Pipellion salió de su casa y cerró la puerta tras de sí.
***
Mientras esperaba que el ascensor se detuviese en su planta, François no pudo evitar fijarse en la mirilla de la puerta de sus vecinos, los Pousien. Un ligero parpadeo en la mirilla fue el signo inequívoco de que Sophie Pousien no le quitaba ojo, como de costumbre, a todos y cada uno de sus movimientos. François Pipellion esbozó una media sonrisa y, con calculada familiaridad, deslizó una mano hacia su pantalón para recolocar el interior de sus calzoncillos, demorándose con exagerados aspavientos en aquel gratificante alivio. Poco antes de llegar el ascensor, avivó sus malabares dentro del pantalón, mordiéndose el labio inferior.
Pulsó el botón del sótano y aguardó inmóvil la bajada del ascensor hasta las profundidades. Un nuevo y exacto giro de tobillo lo alejó del aparcamiento subterráneo y dirigió su caminar hacia la zona de los trasteros. Abrió la puerta del suyo, encendió la luz y cerró tras de sí.
Disponía del tiempo justo, de modo que François comenzó a desvestirse con habilidad, colocando su abrigo y chaqueta en un gabán situado junto a la estantería donde se apilaban los cartones de leche. Apoyó el maletín sobre varias cajas de cereales. Aflojó su corbata, desabotonó su camisa y colocó ambas prendas en una percha situada en un gancho de la pared. También se deshizo de sus pantalones, demorándose un rato largo en impedir que ninguna arruga apareciese cuando también los colocó en la percha. Se quitó los calcetines y también los calzoncillos holgados, con los cuales tuvo igual cuidado, situándolos sobre los zapatos de charol.
Una bolsa de plástico de la basura contenía sus nuevas ropas. Calzoncillos de algodón, usados y con manchas oscuras en las zonas más transitadas. Calcetines arrugados, camiseta de manga corta con cercos de sudor bajo las axilas. El pantalón azul oscuro estaba también bastante maltratado por el descuidado almacenaje. La camisa amarillo chillón lucía el logotipo postal bordado sobre el bolsillo izquierdo. Botas descoloridas y arañadas en la puntera fueron su calzado. Completó su disfraz con una carpeta abultada donde las esquinas de varios sobres emergían de los extremos.
Las emociones crecen inconmensurables si son vividas en un estado de sorpresa tal que no permitan ser objeto de la razón ni de las consecuencias, se repitió en voz baja.
François Pipellion salió del trastero, apagó la luz y cerró la puerta. Caminó hasta el ascensor que, oportunamente, continuaba esperándole y pulsó el botón.
—El bolígrafo —exclamó de repente, a mitad del trayecto. Se llevó una mano al bolsillo de la camisa y resopló aliviado al encontrarlo allí.
***
Salió del ascensor y se encaminó con paso titubeante hacia el pasillo de la planta. Abrió la carpeta y sacó uno de los numerosos sobres. François Pipellion se pasó la mano por su cabello, lo revolvió y, tras sorber por la nariz, se cercioró de que el remitente fuese el correcto y dirigió sus pasos hacia la puerta. Llamó al timbre y, mientras esperaba a que le abriesen, sacó también de la carpeta un impreso de recepción de certificado urgente.
Colette abrió la puerta y miró con gesto contrariado al cartero. Acababa de llenar una lavadora y estaba eligiendo el programa de lavado.
—Buenos días, madame. Certificado urgente para Nicolette Pipellion.
—Soy yo. ¿Qué es?
—Una multa de tráfico, madame. Hoy en día no se puede correr, te cazan en cualquier sitio. Escriba sus datos y firme aquí, por favor.
Colette torció el gesto ante el comentario del cartero, tomó el bolígrafo que le tendía y escribió su nombre hasta que se detuvo ante el apartado que solicitaba el número de carte d'identité. No se lo sabía de memoria. Su marido se le recordaba cada vez que lo necesitaba, recitándoselo de memoria.
—No me sé el número. Espere, que voy a buscar la cartera. Entre, por favor, no se me quede en el pasillo.
François entró y dejó entornada la puerta. A solas, contempló la escritura de la mujer. Eran letras largas, exuberantes. Juntas formaban una imaginaria ascensión que el recuadro que pretendía encerrarlas ni las doblegó ni las encerró.
Colette no encontró su bolso allí donde esperaba y, por eso, se alegró de haber dejado pasar al cartero. No solía permitir el acceso a su casa a cualquiera y menos en bata. El cartero esperando miserablemente encima del felpudo, qué vergüenza. Cuando por fin encontró el bolso, tirado sobre el sofá del salón, sonrió al fin. Sacó su cartera y extrajo la tarjeta. Al levantar la vista, vio como el cartero había abandonado su pasiva espera en el pasillo y la contemplaba desde la puerta del salón. Sus miradas se cruzaron y, tras unos segundos de confrontación, Colette bajó la suya con una sonrisa a la vez que se llevaba un mechón de su cabello azabache detrás de la oreja.
—Es usted muy guapa —murmuró el cartero mientras Colette escribía el número de su carte d'identité en el impreso. La mujer alzó la vista y se vio sorprendida por la arrebatadora mirada del hombre. Sonrió, algo azorada, mientras terminaba de escribir, ahora con letra menos firme.
—Ya está —dijo al fin, cuando terminó. Respiraba con dificultad, sintiendo como la bata le constreñía el pecho y elevaba con exagerada intensidad su temperatura corporal. La mirada desprovista de educación de aquel cartero sugería un fervor inusual. Cuando el hombre le tendió el sobre, sus manos rozaron las suyas y el contacto inflamó las mejillas de ambos hasta que Colette sintió como hervía de deseo.
—Es usted tan hermosa, madame —repitió el cartero, estrechando el espacio que los separaba.
Colette dejó escapar una bocanada de aire por sus labios, sofocada por un repentino golpe de calor. Llevó hasta su pecho la carta y la apretó contra sí.
El abrazo del cartero fue violento, igual que su beso. Los labios de Colette acogieron la lengua y permitieron el acceso hasta su boca. El bigotito se le clavó en el labio superior y las mejillas. Ya sin poder desoír los impulsos que dominaban su cuerpo, correspondió al abrazo pasional.
Las manos de François revolvieron el cabello azabache de Colette y, tras despeinarla, se deslizaron por la bata y apretaron con exquisita meticulosidad sus curvas de mujer para, investidas de una urgencia vital, desanudar el cordón y abrir la prenda.
El cuerpo desnudo de Coletee emergió de la bata henchido de luminosidad, cegando al cartero. Cayó arrodillado a sus pies, disfrutando de una epifanía. Colette tomó la nuca de François y atrajo su rostro hacia su entrepierna, inclinando la pelvis hacia la boca. Una risa jovial salió de sus labios al sentir la boca succionar su sexo. La risa se tornó en gemido y el gemido en jadeo. Sus piernas temblaron y sus pechos vibraron reflejando los estremecimientos de su respiración.
Solo cuando François la alzó en el aire, sujetándola ingrávida de las nalgas, chilló entusiasmada. El cartero la tendió sobre el sofá, se internó entre sus muslos abiertos y, abriéndose el pantalón, la penetró con un certero martillazo. Colette se vio sumida en un baile en el que su cuerpo era ferozmente devorado y sus miembros zarandeados con una pasión desacostumbrada. El clímax la envolvió de sudor y la hizo gritar alborozada. François se vino sobre su vientre, dibujando largos cordones nacarados sobre las curvas de su tripa.
—Un placer, madame —masculló el cartero mientras escondía su miembro dentro del pantalón. Recogió su carpeta tirada en el suelo y comprobó que el impreso estuviese correctamente rellenado. Por último, dedicó una sonrisa de gratitud hacia una Colette aún abierta sobre el sofá—. Buenos días.
***
Las emociones crecen inconmensurables si son vividas en un estado de sorpresa tal que no permitan ser objeto de la razón ni de las consecuencias, repitió para sí François Pipellion en el trastero mientras terminaba de anudarse los zapatos de charol. Guardó la ropa que había usado en la bolsa de basura de nuevo y salió del trastero, tras apagar la luz.
—¡El maletín! —exclamó de repente mientras el ascensor le llevaba hasta su domicilio. Sonrió aliviado al encontrarlo junto a sus pies. Lo cogió del asa y suspiró.
Salió del ascensor y caminó con andar firme y sosegado.
—Monsieur Pipellion.
François se giró y contempló a Sophie Pousien recortada bajo el marco de la puerta.
—Quiero hablarle sobre ciertos hechos que he presenciado frente a mi puerta.
François tragó saliva, apretó las mandíbulas. Se acercó hasta la puerta y se detuvo sobre el felpudo.
—¿Qué hechos, madame Pousien?
La mano de Sophie atenazó el contenido entre las piernas de François aprovechando que el hombre la miraba con inquietud. No todos los días Sophie Pousien salía a la puerta vestida con ropa interior transparente.
Una sonrisa pícara endulzó el rostro juvenil de Sophie mientras tiraba de François hacia el interior. Entre sus dedos, el contenido de los calzoncillos se hinchaba imparable. El hombre cerró la puerta tras de sí, sin saber todavía si los virtuosos dedos de Sophie hurgando dentro de su pantalón con exagerados aspavientos procedían de la realidad o la fantasía. Cuando los dientes apresaron el extremo de su miembro no le quedó más remedio al estupefacto François que admitir que su vecina era muy real, al igual que el intenso gemido que salió de sus gargantas. Su maletín cayó al suelo.
Sophie degustó el intenso sabor de la dureza, siguiendo con la lengua los vericuetos venosos que la rodeaban. Rugió poderosa al sentir como flaqueaban las rodillas de François, se irguió y tirando del hombre, lo obligó a tumbarse sobre el suelo del pasillo para, tras despojarse del tanga, montarse encima.
Sophie gozaba entusiasmada con su papel dominador y disgregó sus rizos al aire, lo que enardeció su cabalgadura, sin importar que las garras de François vapulearan sus pechos y pellizcaran sin delicadeza sus bulbosos pezones. Los dorados cabellos se agitaron y revolvieron como regueros de oro envejecido azotando sus hombros y espalda. Gritó extasiada cuando el clímax la poseyó y su chillido estridente reverberó en el aire.
Hizo arrodillarse a un François completamente sumiso y, acomodando su cabeza entre las piernas, agitó el miembro con sus manos hasta que el contenido salpicó su cara y se mezcló entre sus rizos. Los quejidos lastimosos de su vecino no hicieron sino confirmar su indudable superioridad sobre el hombre que se deshacía sobre ella.
—Discutiremos esos hechos… cuando usted desee —titubeó François mientras recomponía su traje y su dignidad ante una Sophie Pousien sentada en el sofá, con las piernas cruzadas y fumando un cigarrillo.
—Sin duda —asintió ella.
***
Tres metros separaban las puertas de los domicilios de los Pipellion y los Pousien.
Y fue en esos tres metros donde coincidieron François Pipellion y René Pousien, cada uno saliendo del domicilio ajeno, dirigiéndose al propio.
—Hoy es domingo, François —dijo René al ver el traje de su vecino.
—Lo mismo digo, René —contestó al ver el mono de albañil de su vecino.
René chasqueó la lengua. François, sin embargo, recitó en voz baja su frase favorita:
Las emociones crecen inconmensurables si son vividas en un estado de sorpresa tal que…
—¡El maletín!

viernes, 6 de abril de 2012

Dibujos


Hacía mucho tiempo que no dibujaba.
En un principio, y aunque no lo parezca, yo no escribía. Sólo dibujaba.
Desde pequeño no hacía otra cosa para llenar los ratos muertos que dibujar, pintar y más dibujar y más pintar. Era, supongo, una forma de dar escape a mi creatividad. Me llenaba y enriquecía mi imaginación pues, cuanto más dibujaba, más quería seguir dibujando. Y cuando me cansaba o la inspiración parecía resistirse a posarse sobre el folio en blanco, me bastaba con echar un vistazo a los dibujos de otros para volver a retomar, con más ganas si cabe, la tarea.
Pero algo se torció hace años. Aún no sé qué ocurrió. Simplemente, poco a poco, dejé de dibujar. Como un manantial que se agota, como una vida que se acaba, como un bolígrafo al que se le termina la tinta.
Me he dado cuenta que las cosas no son así. Uno no deja de dibujar o escribir porque no tenga ganas o le falte la inspiración. Uno deja de hacer las cosas que le gustan cuando le falta la ilusión.
La ilusión es el motor de todo. Algunos lo llaman esperanza; otros, perspectiva; los más, a falta de una palabra mejor, ganas.
Sin ilusión no se va a ninguna parte. Puedes ser el mejor en la tarea que realices pero, si falta la ilusión, el resultado estará muerto, carecerá de valor incluso para ti, que es al que va dirigido en última instancia.
¿Por qué no revivir aquellos momentos felices? Esos en los que las preocupaciones no existían, en el que la concentración era tan fuerte que te abstraías de todo y todos. ¿Por qué no?
Mis trazos ya no son lo que eran. He perdido bastante destreza y lo noto a cada línea, en cada curva dibujada, en cada boceto inconcluso.
Pero, ¿por qué no intentarlo?
Conseguir, lo conseguiré, no tengo duda alguna.

Mundos paralelos. Capítulo 2


Un aroma denso y penetrante a incienso fue lo primero que sus sentidos le informaron. Palmas y gritos. Sonidos graves y tintineos de metal.
Daniel pensó que la sala de urgencias de aquel hospital era muy rara. Los ruidos iban y venían, como si le tapasen las orejas. Luego se fueron haciendo más fuertes. Palpó bajo sus manos un metal duro, tibio al contacto de su mano. Notó un regusto extraño en la boca, como a vinagre mezclado con limón. Movió la lengua, aún con los ojos cerrados y notó como le faltaban varias muelas.
Hostia puta, pensó, el tipo ese me ha jodido bien de lo lindo. A ver cómo le digo a papá que tengo que ponerme dientes nuevos. ¿De dónde coño sacamos el dinero?
Abrió los ojos y entonces Daniel sí flipó aún más.
No estaba en una habitación de hospital. Seguro.
A menos que se hubiesen llevado el techo, cambiado las paredes por columnas de piedra engalanadas con telas carmesíes, las luces por antorchas colgadas de las columnas, todos los enfermeros se hubiesen quedado en calzoncillos y las enfermeras bailasen desnudas salvo pulseras y colgantes metálicos en sus cuellos y muñecas y cinturas. Un humo espeso, azulado y picante invadía todo a su alrededor.
Notó como algo le ceñía la frente. Pensó que era una venda que le cubría la cabeza.
Estoy loco, pensó. O eso o el golpe en la cabeza me ha dejado idiota.
Las mujeres bailaban despacio, alrededor de los hombres, apostados cada uno sobre una columna. Se fijó en que ellos no llevaban calzoncillos sino taparrabos de cuero, simples pedazos de piel oscura que no ocultaban los  miembros, algunos erectos. Botas anudadas a sus pies completaban sus atuendos. Por alguna razón, no prestó atención inmediata a las mujeres desnudas, con sus redondeces femeninas revoloteando y sus caderas meciendo unas nalgas sedosas, en consonancia con unos muslos torneados y luciendo finos tobillos. Las armas que pendían de las cinturas de los hombres inmóviles llamaban más su atención. Espadas enormes, cuchillos afilados, hachas de doble filo que reflejaban la luz de las antorchas.
Qué cojones es esto.
Daniel notó que estaba sentado y tenía apoyadas sus manos en algo. Cuando bajó la mirada se encontró con sus dos manos sobre el extremo de la empuñadura de una espada ancha y de guardas adornadas con algo que parecía oro. Pero lo que más le impactó fueron sus dedos.
Dedos anchos, gruesos, sucios. El dorso de sus manos estaba surcado de un vello oscuro. Y estaban manchados de sangre.
Sangre.
Recorrió con la mirada el filo de la espada y contempló gruesos cuajarones de sangre seca y cabellos adheridos. Sintió como las tripas se le revolvían.
Soltó la espada asqueado y el arma cayó por unos escalones de piedra hasta el centro de la estancia, produciendo tintineos agudos al rebotar en la piedra.
Las mujeres detuvieron su danza y los hombres apostados sobre las columnas volvieron sus miradas sorprendidas hacia él.
Daniel se levantó y notó como algo no iba bien al sentir fuertes músculos en sus muslos. Levantó la vista y se encontró con que sus brazos habían engordado varias veces, apareciendo músculos y cicatrices sobre sus antebrazos. Sus bíceps estaban tensos y duros, protuberantes. Sintió como un enorme pecho se hinchaba en su torso, acogiendo el aire viciado del ambiente, cargado de incienso y esencias.
—¡Qué hostias pasa aquí! —gritó. Y una voz grave, potente, de cantante de ópera, salió de su garganta.
Se llevó las manos al cuello y notó como también había crecido, destacándose gruesos músculos como maromas. Hizo caso omiso a las miradas asombradas de hombres y mujeres. Una barba corta pero densa y fuerte le crecía hasta la nuez. Se llevó la mano a la cara ante el asombro de los presentes y palpó unos maxilares tensos seguidos de una barbilla gruesa. Su nariz, que pensaba que estaría rota por el puñetazo del garrulo, era ahora más grande y recta. Incluso se llevó las manos detrás de la cabeza para palpar un cabello grueso y denso, largo y rubio. Cuando se llevó la mano a la cabeza, notó un tibio metal.
Se quitó la corona y miró el objeto entre muda estupefacción. Notó su boca entreabierta.
Un hombre, de cabellos plateados y manco pero de cuerpo robusto y cubierto de cicatrices, abandonó su posición frente a la columna y recogió la espada del suelo. El metal siseó de forma ultrahumana entre sus manos y se agitó como si tuviese vida propia. La hoja pareció combarse como una serpiente entre los humos de la estancia, inquieta, rabiosa. El tipo subió rápido los escalones que lo separaban de Daniel y le tendió el arma con expresión servil, bajando la mirada.



—Su arma, mi señor —murmuró.
Daniel no se fijó en el arma que parecía desembarazarse del puño de aquel hombre manco. Había descubierto, sobre los escalones, el cadáver desmembrado y sajado de un cuerpo humano. Entrañas esparcidas por los escalones y sangre aún húmeda regando la piedra.
Daniel alargó la mano para señalar el cuerpo, temblando de puro terror. La espada tendida por el hombre manco, sin esperar a ser recogida, saltó por sí sola hacia la mano de Daniel que la empuñó en un acto reflejo. El metal adquirió su alargada y ancha forma original con un siseo agudo y se alzó en el aire.
Docenas de gargantas masculinas prorrumpieron en un grito al unísono que retumbó por toda la estancia, haciendo vibrar hasta la piedra sobre la que estaba Daniel de pie. Las mujeres se postraron al suelo frente a él y Daniel notó como también varias personas a sus costados, en quienes no había reparado hasta entonces, también se inclinaron en su dirección.
El arma se alzó aún más en el aire, como si Daniel la sostuviera en alto y los gritos aumentaron de volumen hasta ensordecerle.
Y, aunque estaba sintiendo las piernas temblando de miedo y el vientre revolviéndose de asco al oler la sangre del cuerpo mutilado bajo él, un cosquilleo parecido a orgullo ascendió de su columna vertebral y le hizo alzar la cabeza hacia la espada. El extremo puntiagudo apuntaba a una noche cuajada de estrellas donde dos lunas llenas, una de ellas roja como la sangre que ensuciaba la hoja de la espada, le hicieron bizquear aún más asombrado.
Estoy muerto o estoy loco, pensó Daniel. Pero bendita muerte o locura la que ha creado esto.

Mundos paralelos. Capítulo 1


El chico cogió las llaves de casa que se guardó en el bolsillo. Entró en la habitación vacía de su padre y cogió un billete de 20 euros.
—Marcho —gruñó atravesando el salón.
Su padre, tumbado en el sofá, se levantó de un respingo.
—¿Cómo?
—Marcho a tomar algo por ahí.
El hombre le miró sin esconder la rabia de su cara y agarró el brazo de Daniel con fuerza.
—¿Dónde coño vas a estas horas de la noche? ¿No es acaso miércoles? ¿No tienes que ir mañana al instituto?
—Es mi cumpleaños, papá, será solo un rato —replicó el chico retomando su camino hacia la puerta. Pero el brazo estaba firmemente sujeto.
—¿Cumpleaños? —apretó con más fuerza el brazo— ¿Qué cojones te crees que esto, niñato, “pensión Loli”?
El chico intentó librarse del agarre de su padre con un tirón pero la mano recia sobre su brazo no cedió.
—Ya tengo 18 años, puedo decidir a dónde voy y cuándo.
—¿18 años, tú? —el padre no mostró ninguna risa sarcástica—. Escúchame bien, Daniel. Cuando me traigas buenas notas, cuando sepa que aprovechas bien el tiempo de estudio, cuando aprendas a responsabilizarte de las tareas de la casa, entonces, y solo entonces, hablaremos sobre salir de noche por ahí entre semana. ¿Me has entendido?
Daniel aprovechó un instante de flojera en los dedos de su padre para desasirse. En vez de escapar, se enfrentó a su padre, un hombre más bajo que él, de barriga prominente, camiseta de tirantes y calzoncillos sucios. Aún seguía oliendo a un tufo mezcla de grasa y metal de la fábrica donde trabajaba. Un sentimiento de asco alteró la cara de Daniel.
—No me extraña que mamá te abandonase.
La sorpresa caló hondo en el hombre. Tanto que no pensó en responder con ira ni violencia. Bajó la vista sin saber qué hacer.
Daniel resopló exagerando con un aspaviento de manos el tufo que emanaba del cuerpo de su padre y luego salió de casa.
Mientras caminaba por las calles, alumbradas por farolas de luz amarillenta, Daniel comenzó a experimentar algo parecido al remordimiento.
Quizá no debiera haberle hablado así. Pero la mayoría de edad recién adquirida ese mismo día se suponía que daba ciertas ventajas, ¿no? Ya era adulto, podía tomar sus propias decisiones, sin esperar obstáculos.
El parquecillo donde hacían los botellones estaba cerca. Bueno, seguro que el viejo lo olvidaría pronto. Y lo de su madre… bueno, a los dos les había sorprendido que hubiese desaparecido así, de la noche a la mañana.
Entró en una tienda multi-servicio abierta de madrugada y compró dos botellas de vodka, una de whisky y varias botellas de refrescos. Sacó el carnet de identidad ante el dependiente que le cobraba.
—Soy mayor de edad.
—Pues vale —respondió el dependiente, mirándole de reojo. Daniel conocía a aquel dependiente. Nunca le había pedido el carnet al comprar alcohol antes. Pero ahora le apetecía fardar de su mayoría de edad.
El parquecillo estaba ya lleno hasta los topes de jóvenes. Las motos petardeaban y los gritos y risas se oían desde lejos. Tanta gente reunida le sorprendió.
Me cago en todo, pensó Daniel estupefacto, ¿qué coño hace aquí toda esta peña?
Se acercó al banco donde estaban sentados sus colegas.
—¿Y todos estos?
—No tengo ni zorra. Acoplados, supongo —le miró Luis dando una calada a su peta— Nos habrán visto fumar unos canutos y… bueno, macho, felicidades, ¿eh? —se levantó del banco y le tiró unas cuantas veces de la oreja.
—¡Quita, joder! —se soltó Daniel en cuanto vio a Marta a unos metros de distancia
Los amigos le cogieron las bolsas de licores y refrescos mientras sentía como le palmoteaban la espalda. Él solo tenía ojos para Marta.
Estaba agachada de espaldas a él, llenándose un cachi de cubata, rodeada de más personas que no conocía.
Marta era una compañera de clase. O lo sería si acudiesen más a menudo. Ambos.



La joven se acuclilló y el elástico del tanga rosa le asomó por la cinturilla del vaquero ceñido. Marta tenía un culo redondo, de caderas anchas, hermosas, donde el bulto de su sexo se apreciaba con detalle entre sus muslos. Era una chica que gustaba de llevar ropa provocativa y, sobre todo, le gustaba exhibirse. Tenía el cabello rubio recogido en rastas que colgaban sobre su espalda como pequeñas cuerdecillas doradas adornadas con bisutería. El color moreno de su piel contrastaba con el color pajizo del cabello y a Daniel le excitaba el cuerpo de la joven más de lo que pudiese admitir.
—¿Te mola, eh? —preguntó un colega.
Daniel no respondió, seguía absorto en las redondeces de las nalgas. Los pechos henchidos de Marta presionaban sus piernas y el tetamen se amoldaba bajo su camiseta poniendo a prueba el sujetador. Marta fue pionera en muchos sentidos concupiscentes, como el de perder la virginidad al poco de tener la regla, según ella misma pregonaba orgullosa. Daniel lo sabía porque, de un modo u otro, siempre acababa encontrándose con ella en el instituto. Al menos cuando los dos iban a clase. Si Marta era un pendón, él era un gandul fumeta.
—Tú, payaso, ¡qué cojones le miras a mi chica!
Un tipo alto y con cara de becerro se plantó entre Daniel y Marta. Llevaba un vaso de plástico casi vacío en una mano y en la otra un puño que agitaba amenazador.
—Lo siento, tío —balbuceó Daniel mostrando las palmas de las manos al mirarle a la cara. El tipo estaba borracho a juzgar por cómo le bailaban los párpados y le temblaban las piernas. Pero, así y todo, tenía hombros anchos y pecho abultado.
La joven corrió a coger de la mano al tipo con cara de becerro que se acercaba a Daniel.
—Olvídalo, anda. Es solo un pringao de clase que anda siempre salido.
El pringao. Eso era para la guapa de Martita. Y mira de veces que se lo había llamado cuando osó acercarse a ella y balbucear frases incoherentes.
—Te miraba el culo, el muy cerdo —masculló con un vozarrón grave. Se giró hacia Marta —¿Le doy una paliza, quieres que se la dé, coñito mío?
Marta miró a Daniel, sonriendo bobalicona al sentirse poderosa y poder decidir la suerte del chico.
—Pero mírale bien, Richard, no es más que un pobre idiota sin seso ni gracia. Y además un jijas, no te duraría ni un segundo.
Daniel no decía ni una palabra. Sus colegas tampoco querían meterse en aquel embrollo; el grupo del tipo alto y la Marta era más numeroso que el suyo. A decir verdad, sus colegas estaban más pendientes de agarrar bien las bolsas con las botellas de licor y refresco si había que salir por patas.
El novio de Marta rió con voz de cerdo viendo a Daniel y decidiendo que, en efecto, no valía una mierda y le plantó un morreo a su novia agarrándola una de sus enormes tetas con una de sus enormes manos. Marta frotó su entrepierna con el muslo del novio. Miró de soslayo a Daniel y le indicó con un movimiento de ojos que se largara.
“Lárgate, pringao, o mi novio te revienta los sesos”.
Los colegas de Daniel también vieron la mirada. Y no les gustó nada.
—Jo, tío, ¿ahora tenemos que largarnos? Habíamos llegado primero, hostia puta —oyó Daniel que murmuraba Luis a su espalda.
Daniel no contestó. Apretó los dientes. Estaba ya hasta los cojones de que le chulearan; su mayoría de edad tenía que servir para algo. Primero su padre y ahora este garrulo. ¿Largarse? De eso nada. Además, aquella teta estrujada le había enturbiado los pensamientos.
Cogió una botella de licor de la bolsa por el cuello.
—¿Qué cojones haces, subnormal, no ves que te va a matar? —bufó Luis al ver qué se proponía Daniel—. Vámonos de aquí antes de que esto se joda del todo.
—Iros a la mierda —masculló Daniel dando un paso hacia la pareja morreándose—. No os necesito.
—La madre que lo parió, este tío es idiota —oyó que soltaba otro colega detrás de él.
Daniel se acercó más hacia la pareja. El tipo soltó la teta al verle acercarse.
—Eh, tú, hijo de puta —llamó Daniel al tipo con cara de becerro.
Marta fue lanzada a un lado con un chillido cuando Daniel corrió hacia él, blandiendo la botella.
La botella recorrió una parábola en el aire sin encontrar destino alguno. Daniel no vio el puñetazo que se estampó sobre su cara. Aún borracho, el tipo era muy capaz en una pelea. Daniel cayó al suelo, boca arriba. Sintió como su botella de vidrio estallaba al cascarse sobre el cemento y se encontró con el extremo desportillado de la botella entre sus dedos.
—Maldito cobarde de los cojones —bramó el tipo abalanzándose sobre él.
No tuvo tiempo de alzar el vidrio afilado. Una patada directa a su cabeza terminó con todo.
Sintió como dentro de su cuello algo se rompía y en su cabeza algo estallaba y lo cubría todo de negro. Un negro pegajoso y oscuro, denso como la brea. Cuando se quiso dar cuenta que era su sangre cubriéndole la cara ya fue tarde para pensar en otra cosa.
Todo acabó de repente. Así. En un instante. Fin.

El frío aire



El frío aire de la noche urbana lleva consigo miles de fragmentos de olores humanos.
Son como trozos de papel que revolotean sin cesar a mi alrededor. Trozos de papel que llevan escritos una pequeña parte de lo que la persona sentía en ese momento. Si te concentras en uno, descubrirás una historia única, un acontecimiento que hizo que esa persona liberase un cierto olor que habla sobre lo que sintió su cuerpo y su mente en ese preciso momento. No es difícil buscar entre la marea de olores el siguiente fragmento de papel de esa persona. O el precedente. Buscar esos diminutos trozos de papel que revolotean y quedan suspendidos exige una concentración especial.
Imagínate buscar entre un mar de diminutas bolas de colores únicos una en concreto, una de un color específico en la superficie. Cuando la has encontrado y obtienes una parte de la vida de aquella persona en un momento concreto, te sumerges en el mar de bolitas buscando la siguiente. Y luego la siguiente. Y así sin poder detenerte, dejando que el ansia de conocer el rastro vivencial de esa persona se revele ante ti como si fuese un libro abierto, juntando todos los trocitos de olor que componen su existencia.
El rastro de la joven prostituta llamada Claudia me tenía obsesionado esa noche. Era noche de caza, de alimento, de pasión. El aire me mostraba miles y miles de vidas, de rostros, de cuerpos, de sensaciones. Pero yo solo buscaba las que Claudia había depositado, dejándolas tras de sí sin darse cuenta, allá donde su cuerpo había estado, donde su piel había entrado en contacto con otra piel —fundiéndose las bolitas—. Las sensaciones que había experimentado la puta me eran reveladas sin atisbo de duda. Eran reales, eran ciertas, independientemente de lo que la mujer hubiese expresado con su voz falseada o su rostro frío.
Quería saber más de ella. Retener todo lo que había vivido y experimentado esa noche.
Disfruté con la zozobra de un adolescente virgen cuyo olor se me antojaba trémulo ante el rápido orgasmo. Eyaculó dentro del condón que cubría su polla, alojado en el coño de Claudia. Ella disfrutó con el polvo pero no se corrió. Los trocitos de papel que encontré en el coche del chico aparcado frente a su casa hablaban de embelesamiento masculino, de adoración por el cuerpo de Claudia. La mujer sintió verdadero placer y, durante unos segundos, aborreció su profesión y deseó ser la novia del chico y llevar una vida normal, una vida de Pretty Woman de clase media. Un fuerte olor de algo parecido al amor, más cerca de la comprensión y la empatía que del mero placer sexual, inundó el cuerpo de Claudia cuando el chico se disculpó por haberse corrido tan pronto. Claudia sonrió y acarició el rostro del joven, inundándose su mente de fantasías donde ella trabajaba de día y su vida nada tenía que ver con el sexo pagado y la asquerosidad que sentía por sí misma y su cuerpo en venta. Salió del coche y se detuvo unos instantes sobre el capó, indecisa ante lo que podría decirle al chico que ya se vestía dispuesto a marcharse. Él la vio y también deseó manifestarla lo agradable que había sido tener su cuerpo junto al suyo. Pero ambos decidieron que sus vidas debían seguir estando separadas.
Salí del coche y me dejé llevar por el viento en busca de los pasos que Claudia dio esa noche, en busca de los trocitos de papel dispersos en el aire.
Volvió a la esquina de las calles donde se solía apostar. El desagradable olor de los sentimientos de sus compañeras al verla aparecer y temer por el éxito de ellas esa noche apareció alto y claro. Sus compañeras de esquina detestaban su cuerpo joven y su cara bella. Odiaban a la nueva prostituta, odiaban a Claudia con todo su ser. Sus andares provocadores y su sonrisa insinuante. Sus pechos turgentes, sus piernas largas y esbeltas. Todo en la nueva les desagradaba. Percibí la envidia que provocaba Claudia en ellas. Un nuevo coche se detuvo ante el grupo y, nuevamente, fue Claudia quien entró dentro cuando el cliente la eligió. Las demás, cuando mi puta se marchó, escupieron sobre su sombra y clamaron venganza ante una afrenta a la que no podían responder. Los clientes preferían a Claudia por su cuerpo joven y ellas se tragarían a babosos puteros, de ademanes hoscos y rudos y de poco dinero.
Dejé a las compañeras de esquina y seguí el rastro de bolitas de colores que los dos ocupantes del vehículo dejaron a su paso. Él era un maduro ejecutivo; su mujer y sus hijos acababan de marchar de vacaciones y le apetecía follarse un coño joven, sin los preámbulos de una conquista amorosa, directamente al sexo. Acabé mi búsqueda en una casa situada en el extrarradio, una urbanización pudiente. El generoso pago fue por adelantado, la sensación de estar más cerca de una salida de su profesión se manifestó claramente en el cuerpo de Claudia al contar el dinero. Él la conminó a entrar en casa con rapidez, para evitar ser vistos por los vecinos. Ella se sintió como una ramera asquerosa, incapaz de poder mostrarse a la vista de los demás. Entré en la casa por debajo de la puerta. El ejecutivo la obligó a desnudarse en el pasillo de la vivienda. Manoseó sus pechos haciéndola daño pero ella forzó una sonrisa de placer desmintiendo lo que sentía. El tipo la mordió con saña en el coño y ella gritó cuando él la arrancó mechones de vello púbico con los dientes. La obligó a colocarse a cuatro patas y un miembro enfundado en látex transparente penetró su coño previamente lubricado con gel. Aguantó las arremetidas que el animal la provocó en su interior. Ni todo el lubricante del bote la haría olvidar lo humillada que se sentía al sentirse desgarrada por dentro. Volvió a recordar el polvo del adolescente, donde se excitó ante la tierna inexperiencia del chico. El ejecutivo la sodomizó luego. Ella chilló dolorida sin dilatamiento previo de su conducto anal. El miembro destrozándola el culo la hizo comprender que no era más que una vulgar puta de corta edad sometida a los caprichos de clientes tarados que compraban su cuerpo como quien compra pan en un supermercado. Contuvo sus ganas de llorar y suplicar que parara pero luego pensó que cada desgarro anal la llevaba más cerca de la salida de esa vida. El tipo la devolvió a su esquina cuando terminaron. Claudia forzó una sonrisa de despedida mientras sentía el culo arder con mil soles en su interior.
Sus compañeras no mostraron ninguna solidaridad cuando la vieron acurrucarse en un rincón, llorando amargamente y maldiciendo su condición. Solo la dedicaron una arenga de palabras vacías de ánimo y consuelo que ya nada desmentían el odio que sentían por ella. Claudia se sintió sola y abandonada, con su bolso más lleno de dinero, pero con su autoestima y cuerpo marcados de por vida. Maldijo el haberse convertido en un mero trozo de carne que nadie se molestaba en valorar más allá de las formas.

El nuevo cliente fue un camionero que se deshizo en insultos hacia el grupo de putas, sin encontrar nada en las mujeres ajadas y encorvadas que se le insinuaban. Cuando Claudia asomó de su rincón, forzándose a mantener el cuerpo derecho y mostrar una sonrisa ya desprovista de color, el camionero silbó admirado. Claudia subió a la cabina del vehículo mientras sus compañeras bramaban insultos certeros sobre ella. Ya no se contenían en sus palabras y la amenazaban mientras ella discutía el precio con el camionero.
Seguí al camión hasta un área de descanso. El tufo del conductor, un padre de familia muy lejana, a varias ciudades de distancia, hablaba de un hombre solitario y callado. Violento por naturaleza, lo demostró al cruzar la cara de Claudia cuando ella protestó por lo alejado a donde iban. Exigió el pago por adelantado y se ganó un golpe en una teta que la dejó doblada sobre el asiento. El camionero, cuando llegaron al oscuro destino, la obligó a enterrar su cara entre sus piernas. Claudia mamó el miembro sintiendo las arcadas nacer de su estómago revuelto. Su pecho golpeado la palpitaba dolorido y sentía como el culo forzado la obligaba a removerse en el asiento para no sentir los pinchazos de angustia. Su mente quiso volver al inicio de la noche cuando aquel tímido adolescente la hizo sentir que podía escapar de aquel abominable destino. El camionero la obligó a subir la cabeza tirándola del pelo y, sobre el salpicadero, la folló sin remilgos, sin darla tiempo a lubricar su vagina. No pudo extraer ningún placer de aquel acto que la dejó irritado el coño. El camionero rió ante la idea de que ella era virgen al verla sangrar cuando extrajo su miembro húmedo.
Claudia volvió a la esquina haciendo autostop, pagando con su boca el viaje. El camionero se negó a volver a la ciudad y ella debió aceptar que había muerto en vida. Llegó hasta la esquina donde sus compañeras la negaron un lugar donde apostarse aunque la vieran desgreñada y con andares tambaleantes, incapaz de ofrecer de nuevo su cuerpo. Claudia se refugió de nuevo en el rincón donde horas antes había pensado que nada peor podría sucederle. Pensó en volver a la casa donde vivía el adolescente. Pero se dijo que no era posible. Que era lo que era: una simple puta que quería ganar dinero con rapidez, ofreciendo su joven cuerpo de cualquier manera.
Las bolitas de colores indicaban que Claudia permaneció un rato más en aquel rincón, lamiéndose heridas que jamás cerrarían. Luego, sintiéndose acabada, se incorporó y caminó despacio, en dirección hacia su casa. Las demás putas no reprimieron carcajadas e insultos apelando a su cobardía. Ignoraban que la joven tenía el cuerpo y el alma humillados, pero les hubiera dado lo mismo saberlo. Solo deseaban que aquella atractiva mujer no apareciese más por su zona.
Perseguí su rastro, me zambullí en el océano de bolitas; a un sucio edificio del extrarradio arribé. Traspasé el portal y ascendí por las escaleras. Entré en su cochambrosa morada, infestada de insectos, dominada por olores que hablaban de comida podrida, inodoros atascados y sudores rancios.
Claudia hacía poco que había conciliado el sueño. Se acurrucaba sobre un colchón desnudo donde las manchas oscuras hablaban de distintos propietarios. No había querido desmaquillarse, incluso vestía la misma ropa con la que hizo la calle esa noche. Respiraba con dificultad, temblaba dolorida, seguramente aquejada de algún malestar que pronto se manifestaría en forma de dolores abdominales, hemorragias rectales o picores inguinales.
Tomé forma corpórea y me acuclillé frente a ella. Pero perdí el equilibrio y caí arrodillado sobre el colchón. Mi torpeza la desveló y acusó un gruñido preñado de sorpresa y temor. Se giró hacia mí y en su mirada, un instante antes de comprender que su vida iba a terminar, vislumbré tranquilidad, algo de alegría y una pizca de aceptación.
Cuando quiso gritar ya era tarde. Hinqué los colmillos y todo terminó tan rápido como pude.
Mientras succionaba, la vida se apagó de sus ojos. Aunque yo creo que nunca había existido en ellos esa noche.