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domingo, 19 de agosto de 2012

EN EL ESPACIO NADIE PUEDE OÍR TUS GEMIDOS



Susie resbaló hasta quedar sentada, apoyada en el mamparo de proa de la sala de víveres. Colocó junto a ella el rifle de positrones cuyo extremo aún estaba al rojo vivo. Se limpió con un jirón de su camiseta la grasa negruzca que cubría su cara y que irritaba sus ojos. El dolor punzante de su costado derecho volvió a hacerse presente, así como el de su rodilla izquierda, cuya hinchazón la preocupaba más.
A su lado, el teniente Siezes, todavía desnudo, sólo ataviado con un par de botas anti-gravitatorias y un paño que cubría sus genitales, también se apoyó en el mamparo aunque permaneció de pie. También su cuerpo evidenciaba numerosas heridas y contusiones pero era difícil distinguirlas entre la grasa negruzca que resbalaba por su piel, mezclándose con sudor y sangre reseca. Todavía empuñaba la pistola láser en una mano con dedos tan crispados que el arma se agitaba como una hoja meciéndose al viento.
Joder —murmuró el teniente, sin mirar a la mujer, con la vista fija en el extremo oscuro del corredor iluminado por luces rojas estroboscópicas.
Ese bicho por poco me agarra. Suerte que estabas detrás.
El teniente soltó una risa aguda.
Le reventé el puto cuello, o lo que fuese esa parte que unía el torso con la cabeza. Ni se enteró.
Ambos se pasaron el dorso de la mano por la frente para limpiar los regueros de sudor que les bajaban hasta las cejas. El sofocante calor, unido a un atmósfera enrarecida les hacía enrojecer y respirar con dificultad.
Un sonido ululante se oyó lejano, creando ecos a través de los pasillos oscuros y geométricos. Los dos se giraron hacia los lados, alerta. Susie atrapó el rifle entre sus manos, el teniente alzó la pistola.
Es el mecanismo de purificación de aire —siseó en voz baja el teniente.
Susie se mordió el labio inferior, negó con la cabeza y apretó el rifle contra sus pechos.
El bicho lo inutilizó. Fue lo primero que hizo. Cuando Sara fue a repararlo, comenzó la carnicería —tragó saliva y se humedeció el labio superior, saboreando la grasa negruzca que aún quedaba bajo su nariz—. Eso no es el purificador.
Sólo había un bicho —insistió el teniente, mirando ceñudo hacia Susie.
Sólo vimos a uno —corrigió ella. Usó el rifle como bastón para levantarse. La rodilla hinchada le envió espasmos de dolor agudo y al incorporarse no pudo evitar soltar un quejido sordo. Rebuscó bajo su elástico de su braga y encontró dos comprimidos de regeneración; uno se lo tendió al teniente, el suyo lo tragó de un bocado—. Es el mismo sonido que escuchamos, también Sara pensó que era el purificador y fue la primera en caer.
¿Hay más cosas como esa sueltas en la nave?
Susie cerró los ojos y usó el pulgar e índice para limpiarse los párpados de grasa. Luego, en respuesta a la pregunta del teniente, desactivó el seguro del rifle y pulsó el botón de carga. Un zumbido cada vez más agudo surgió de la culata del arma.
Eso parece. ¿Vamos?
El teniente la miró con expresión risueña.
Estás loca. Mi unidad ha sido exterminada por un solo bicho de esos. Tu tripulación está repartida en trozos por toda la nave. Por poco pierdo una pierna y tú tienes... tenías ―se corrigió― la rodilla inutilizada. ¿Y quieres ir a por él? Yo me vuelvo a mi nave. Tú puedes hacer lo que quieras.
Susie mantuvo su mirada unos instantes para luego escupir una mezcla de sangre y mucosas entre las botas anti-gravitatorias del teniente.
¿Vas a rajarte ahora, teniente Siezes, oficial de combate?
Ese bicho nos va a descuartizar, loca.
Eso lo dirás tú. Yo sé algo que tú no sabes y que inclinará la balanza a nuestro favor.
¿Qué?
Esos bichos quieren aparearse. Antes de que vuestra nave apareciese, antes de que Sara fuese devorada, ese bicho la violó.
No jodas. Ni siquiera es humano.
No me preguntes cómo funcionan. Pero yo vi cómo le clavaba algo en el coño. Algo largo, grueso, untado de lubricante. Esos bichos están salidos, enfermos.
Y tú quieres convertirte en su reclamo.
Tengo algo que quieren, sí. Y tú estarás esperándolo.
Deliras. Estás más enferma que esos bichos. No razonas. Ni siquiera sabemos si hay más ¿Acaso no has visto su estatura, sus garras, sus dientes?
Susie se encaró con el teniente y avanzó hasta presionar su pecho contra el de él. El calor sofocante que iba aumentando en la nave propiciaba que sus cuerpos sudasen y brillasen bajo las luces estroboscópicas como si estuviesen enfundados en plástico.
Óyeme bien, soldadito cobarde. Si tenemos la más mínima oportunidad de salir de esta puñetera nave y llegar a la tuya, será cargándonos antes a ese bicho. Sabe perfectamente que tú y yo estamos atrapados y adónde queremos ir. Pero tenemos una ventaja contra él, o sea, yo. ¿Se te ocurre otra forma de salir con vida de esta jodienda?
El teniente sorbió por la nariz sin dejar de mirar a la hembra que se pegaba a él. Susie era una mujer en todos los sentidos, no solo en valentía o estupidez; también estaba dotada de curvas opulentas bien visibles: únicamente unas bragas sucias de grasa y una camiseta de tirantes ceñida a sus pechos cubrían sus atributos. Pero no era eso lo que provocaba que el miembro viril del teniente comenzase a hincharse sino la expresión decidida e intrépida que arrojaban unos ojos verdes, enmarcados en un cabello pardusco que caía alborotado sobre sus hombros.
Sigues loca, mujer. Loca de remate.
Susie sonrió y su sonrisa terminó por desarmar al teniente. El miembro empalmado tropezó contra el abdomen de la mujer y cuando Susie acercó sus labios a los de él y atrapó entre sus dientes la carne rosada del labio inferior, el corazón del teniente bombeó sangre a un ritmo enloquecido, destinando todas las fuerzas de reserva de su cuerpo a un solo propósito.
La cuestión es esta, soldadito —jadeó Susie empuñando el miembro endurecido del teniente bajo el paño. Bajo la tela intuía un miembro de proporciones respetables— ¿Estarás a la altura cuando el bicho quiera follarme?
El teniente no necesitó de más acicates. Tomó a Susie del cuello y apretó su boca contra la de ella para comerle los labios con ansia. Ambos respiraron con dificultad por la nariz mientras sus lenguas se entrelazaban, deslizándose entre salivas densas. Susie no soltaba el rifle láser ni tampoco el pene de dureza granítica. Aplastó sus pechos contra el del teniente Siezes, de pronto sentía la urgente necesidad de aliviar la picazón extrema que brotaba de sus pezones. Pero cuando la mano del teniente descendió hacia el triángulo ígneo situado entre sus piernas, tuvo que apartarle de un empujón.
Quieto, mi soldadito, quieto.
Susie fijó su mirada en la del teniente. Se obligó a serenarse. Un bicho alienígena había devorado a toda la tripulación y diezmado un batallón de soldados. Sólo quedaban ellos con vida y, ante la cobardía de aquel soldado más propenso a salir por piernas que enfrentarse al bicho no le había quedado otra opción que estimular su hombría por el método más expeditivo: apelando a su deseo primigenio de apareamiento. El mismo que parecía mover la mente del bicho.
¿Estás conmigo? —preguntó Susie, evitando mirar el miembro erecto.
El teniente se mordió el labio inferior mientras echaba un vistazo pormenorizado al bello cuerpo de la hembra. De la hendidura bien visible en las bragas parecían emanar vapores espirituosos, los pezones arañaban la tela como tuercas esperando ser desenroscadas. Él no parecía tener reparos en fotografiar con la mirada cada palmo de piel desnuda. Estaba claro lo que esperaba recibir como premio si conseguían salir con vida de aquella ratonera.
Vamos a reventar a ese jodido bicho, sí.


La criatura estaba confundida. Y si comprendiese el significado de la sorpresa, si su mente asimilase el significado del estupor, también se sentiría estupefacta.
Pero no era eso lo que impelía a la criatura a caminar por aquellos corredores metálicos desconocidos. Sólo una motivación impulsaba aquel poderoso cuerpo recubierto de quitina de un negro tan extremo que, a voluntad, podía incluso absorber todo fotón de luz disperso a su alrededor. Literalmente, la criatura podía crear oscuridad a su paso.
La perpetuación de la especie. Eso era lo que infería a la criatura la motivación suficiente para seguir en un entorno tan hostil como desconocido, habitado por seres que no dudarían en eliminarla si les diese la oportunidad.
Los corredores eran estrechos y estaban cuajados de frecuentes obstáculos que dificultaban su avance. Además, sus sentidos se reducían a un sónar térmico que le ofrecía una imagen imprecisa a causa del sofocante ambiente de la nave y una rudimentaria visión que captaba impulsos eléctricos.
Si se dejase llevar por el sentimiento de venganza, la criatura ya habría dado cuenta del último par de seres que quedaban en la nave. Pero no podía, los necesitaba. Al menos a uno de ellos, el de proporciones más menudas. Desconocía el cómo pero entendía que aquel ser albergaba dentro de su cuerpo la posibilidad de engendrar.
Su compañero también lo supo en cuanto tuvo cerca a uno de esos seres. Y consiguió retener el tiempo suficiente al ser para inyectar su carga de material genético. Él estaba cerca, consiguió ver cuál era el conducto (tras probar varios) que aquellos seres poseían para recibir el material genético. Pero era la primera vez que se relacionaban con esos seres y no lo habían probado antes. Y tampoco sabían que el cuerpo de aquellos seres era sumamente frágil, como los suyos si no dispusiesen de la coraza de quitina que cubría por entero sus cuerpos. Al menos eran nutritivos.
La ironía tampoco tenía cabida en la mente de la criatura, pero si pudiese entenderla, quizá le pareciese gracioso el largo y solitario viaje interestelar que su compañero y él habían realizado. Cientos de galaxias recorridas, miles de mundos hollados, escudriñados en busca de otros seres de su misma especie u otros que les permitiesen perpetuarse. Y, cuando, al fin encontraban unos seres compatibles, capaces de proporcionar descendencia y proveerles de una posibilidad de esparcir su simiente, resulta que eran seres inteligentes y violentos, reacios a dejarse fecundar.
De modo que la criatura, sin acusar desgaste por la tensión de la caza, sin el acicate del miedo, con el sólo propósito de diseminar su material genético en el único ser disponible que quedaba en la nave, se encaminó hacia donde se hallaban. Los tenía bien localizados. Debía ser extremadamente cuidadoso en el acercamiento. El acecho y la sorpresa era su única baza aparte de su camuflaje. Y también debía prestar el suficiente cuidado en el endeble cuerpo del ser cuando la inyectase su material. Había que ser muy cuidadoso, muy cauteloso.
Pero también debía tener cuidado con el otro ser. Ese no tenía la capacidad de engendrar, pero era más grande y robusto. Y era el que había acabado con su compañero. Debía tener especial cuidado con él. Ese era el primero del que debía encargarse.
También había que tener precaución con los objetos que portaban. Esos seres, aun provistos de cuerpos endebles, poseían armas. Y eran efectivas a distancia, por lo que debía redoblar su cautela.
La criatura comprendía que sólo le quedaba una oportunidad. Y había que aprovecharla.


La pareja eligió la sala de enfermería debido a lo diáfano del entorno. Era una sala grande, una de las más grandes de la nave (así debía ser por las leyes de cirugía y salud de los cargueros interestelares). Las paredes estaban revestidas de aluminio anodizado y una única mesa metálica de operaciones, situada en el centro de la sala, permitía tener una visión de conjunto en todas las direcciones. Además, era la única sala provista de un generador autónomo de energía y, por ello, los grandes focos dispuestos sobre la mesa emitían una luz intensa que proporcionaba una iluminación extrema.
Una cámara frigorífica, empotrada en la pared frente a la mesa, estaba destinada a albergar muestras biológicas y bolsas de suero, sangre, proto-órganos y repuestos biónicos. Fue el escondite elegido por el teniente Siezes. Algo que habían aprendido de la criatura alienígena que había exterminado la tripulación y el batallón de soldados era que uno de sus sentidos era el rastreo térmico. Enfriando su temperatura corporal, el teniente Siezes confiaba en pasar desapercibido para poder sorprender al bicho por detrás cuando se abalanzase sobre Susie para violarla. Mantenía la puerta de la cámara frigorífica entornada, lo suficiente para permitir que el frío extremo del interior se mezclase con el abusivo calor del exterior y, de esa forma, impedir su muerte por congelación.
La mujer se hallaba sentada sobre la mesa de operaciones, con el rifle escondido bajo la mesa. Mantenía las piernas separadas, las manos sobre el borde de la mesa, los dedos rozando la culata del arma. Poco la importaba su desnudez total ni que el teniente, controlando la mesa desde la puerta entornada tuviese acceso visual completo a su cuerpo. Precisamente su desnudez era uno de los reclamos de la trampa, quería provocar a la criatura, si ello podía ser posible. Y, aunque el pensamiento fuese lejano y totalmente fuera de lugar, disfrutaba imaginando la mirada del hombre atenta a sus curvas, recorriendo su anatomía de arriba a abajo sin descanso, deteniéndose sobre sus pechos y sobre el sexo casi oculto entre sus manos. Se sabía deseada y débiles pero persistentes punzadas de lujuria avivaban sus pensamientos. Con frecuencia se sorprendía imaginando al teniente saliendo de la sala y abalanzándose sobre ella, sin importar el peligro que acechaba en la nave. El deseo de mantener sexo con el teniente volvía una y otra vez y a veces se maldecía al darse cuenta que sus dedos se alejaban del rifle para acercarse a la hendidura entre sus piernas en busca de alivio.
El teniente era incapaz de soportar la vista de aquel espectáculo sin poder participar. Se mantenía tenso, con el arma entre sus manos. El frío intenso de la cámara frigorífica incidía sobre todo en su cuello y espalda y, aunque se había cubierto con varias mantas térmicas, notaba como la escarcha y el hielo se iban acumulando alrededor de él, convirtiendo la condensación de su aliento en diminutas chispas de hielo que se le clavaban en la cara como alfileres. Pero, aunque por fuera se estuviese congelando, por dentro un ardor intenso le consumía viendo cómo Susie se tocaba.
La mujer posaba con creciente frecuencia sus dedos sobre el horno que rugía entre sus piernas. Con cada roce su cuerpo se estremecía y un espasmo de placer le tensaba la espalda. Pero, al cabo de tímidos escarceos, los dedos volvían al borde de la mesa, listos para agarrar el rifle. Debía mantenerse alerta, era su vida la que estaba en juego. Sin embargo, la llamada del deseo se avivaba a cada segundo, los latidos del corazón de la mujer se volvían más atronadores, las fantasías más detalladas. Suspiros de impaciencia surgían de los labios de Susie. Ansiaba sentirse tocada, acariciada, estrechada. En su imaginación, el teniente Siezes la sujetaba de las caderas mientras restregaba el miembro por la abertura de su sexo. Los dedos de la mujer, carentes de cualquier control ni sujetos al peligro que acechaba, ya no tenían reparo alguno en separar los labios para acariciar el interior pulsátil. Los jugos discurrían sin control, ya abierto el grifo. Manaban en regueros que fluían entre las nalgas comprimidas, convirtiéndose en un charco translúcido que iba aumentando de tamaño. Además, el ambiente sofocante de la nave, debido al purificador de aire inutilizado, provocaba que Susie sudase sin descanso, aumentando su temperatura corporal, creando brillos y enrojecimientos intensos en su piel.
«Me está mirando», no dejaba de pensar la mujer. «Sus ojos están fijos en cada detalle de mi cuerpo, captando los temblores de mis pechos, oyendo el chasquido de mis dedos al chapotear». La mujer no distinguía la cara del teniente a través de la fina rendija de la cámara frigorífica, solo una banda vertical de oscuridad por la que a veces escapaba un aliento escarchado. Pero eso la bastaba para imaginarse al teniente asir su miembro con la otra mano. Ese miembro que ella retuvo entre sus dedos antes, por el que notaba la sangre discurrir con fuerza, sintiendo los poderosos y rápidos latidos del corazón masculino manteniendo erecto el pene. Susie se disgustó consigo misma por haber soltado el miembro. Ahora solo pensaba en tenerlo de nuevo entre sus manos y acariciarlo entero, empuñarlo y agitarlo, clavárselo y sintiendo el calor emanando del glande rosado.
La mujer ni se dio cuenta del internamiento de uno de sus dedos en el interior de su feminidad. El dedo discurrió lubricado hasta el nudillo, presionando la pared superior. El pulgar tampoco pudo contenerse e imprimió firmes rozamientos sobre el extremo superior de los labios, sobre el bulbo erecto que sobresalía del capuchón. Un sonoro quejido reverberó por la sala. Era la llamada del deseo, la llama del placer ansiando ser compartido, la lujuria convertida en carne, el discurrir de néctares manando del coño de una hembra.
El teniente Siezes parpadeaba con cada vez menor frecuencia. Los carámbanos de hielo se creaban con rapidez inusitada sobre su cara, formándose bajo su nariz y barbilla. La pistola ya no temblaba en su mano. Ni siquiera sentía los dedos, había olvidado siquiera que la empuñaba. Se mantenía ajeno a cualquier otro estímulo que no fuese el ver a la mujer dándose placer. El frío entorpecía sus movimientos, imprimía una suerte de lentitud paulatina. Restregaba su miembro con frenesí; era la única parte de su cuerpo de la que surgían nubes de calor.
Los jadeos de Susie inundaron la sala de enfermería, rebotando en las paredes metálicas. La mujer, ya completamente entregada a su placer, apartó la otra mano del borde de la mesa, lejos del rifle, y apoyó el codo detrás de ella para poder inclinarse y acceder más profundamente a su interior. El tímido escarceo inicial en su sexo se convirtió en un furioso agitar, presionar y frotar en el clítoris, accediendo a la vez con varios dedos al interior jugoso de su sexo. La masturbación ocupaba cada pensamiento de Susie y su respirar apresurado y quejidos roncos acompañaban el tumultuoso acto sexual. Lejos quedaba cualquier resquicio de preocupación, de tensión ante el peligro. Solo ella, su imaginación y unas manos entregadas por completo a desenterrar placeres.
Ninguno de los humanos se dio cuenta de la enorme mancha de oscuridad que ocultaba una de las esquinas de la sala de enfermería. La criatura, con su camuflaje de coraza de quitina de negro extremo eliminaba cada fotón de luz y era virtualmente invisible en aquel halo de negrura.
Solo una nube negra, un fantasma de tinta china deshilachada por la que asomaban tres pares de miembros.
Permanecía quieta, atenta al extraño comportamiento del ser tumbado sobre la mesa metálica.
Y le fascinaba. No entendía el cómo ni el por qué, pero la criatura estaba fascinada. Miraba embelesada el espectáculo de sexo solitario. Una danza que parecía realizarse con los miembros inferiores contraídos y penetrándose con rapidez.


La criatura ignoraba qué significaba el sexo. Hacía eones, su especie también se reproducía intercambiando material genético con otros miembros. No existía una diferencia de género ya que cada individuo disponía de la capacidad de procrear. Sin embargo, su compañero y él habían perdido aquel recurso biológico tras miles y miles de años de soledad, eran casi tan viejos como el tiempo. Además, el intercambio genético no producía ningún sentimiento placentero, era más bien un impulso producto del instinto, acuciado por las hormonas.
La criatura, eso sí, entendía que el ser que se retorcía sobre la mesa de metal experimentaba un placer intenso. Captaba los estallidos eléctricos naciendo del interior de la cabeza, repartiéndose por todo el cuerpo a través de la espina dorsal, provocando la contracción de centenas de músculos bajo la piel, condensándose como nubes estelares entre las extremidades inferiores.
Su otro sentido, el rastreador térmico, vibraba ofreciendo una imagen cuajada de tonos rojos y violetas, intensificándose hasta el granate sobre la zona superior del abdomen del ser y entre el nacimiento de sus piernas Toda la sala estaba teñida bajo el espectro de la luz roja (excepto una banda de azul intenso que manaba de una sala contigua).
De entre el trío de extremidades inferiores de la criatura, su órgano intercambiador de material genético estaba listo para el enlace. Había alcanzado su longitud máxima y el fluido genético en forma de néctar untuoso afloraba en el extremo.
Y, aunque tuviese al ser junto a ella, la criatura se resistía a fecundarla. La fascinación de aquella danza de extremidades enloquecidas donde unas se separaban y otras accedían al interior del torso, impedía a la criatura moverse.
Quizá así fuese como esos seres se reprodujesen. La especie de la criatura nunca necesitó de danzas de auto-cortejo aunque, a través de sus largos viajes conociese a otras especies que sí lo practicasen.
Pero ninguna danza era tan atrayente e imaginativa como la de estos seres.
Sin embargo, por hermosa y sugerente que fuese aquella danza, la criatura debía fecundar al ser. Su órgano intercambiador estaba preparado, su material genético listo para ser inyectado. Y no percibía ningún rastro, ni térmico ni eléctrico, del otro ser. Debía completar su propósito.
Y solo esperaba que aquel ser se mostrase algo más predispuesto que el otro al que su compañero intentó fecundar.


Los berridos de Susie afloraban de su garganta sin descanso, reverberando por la sala, poniendo banda sonora a su placer.
Con las piernas alzadas y encogidas, separados los muslos y las manos sobre su sexo, la mujer no cesaba de introducir varios dedos en su interior mientras su otra mano recorría su torso sudoroso.
El miembro del teniente Siezes ocupaba toda su imaginación. Poseída por el falo erecto del soldado se veía a sí misma agitada por los empellones, removiéndose sus pechos en frenéticas sacudidas mientras ella avivaba la penetración clavando las uñas en las nalgas tensas del soldado.
Incluso le parecía sentir el tubo de carne ardiente acceder a su interior. Largo y grueso, separaba sus paredes interiores en su avance para alcanzar su destino. Aquel pene horadaba su feminidad, tensando sus paredes internas, dilatando su vagina para acomodarse al grosor de la carne tubular.
De la garganta de la mujer surgió un chillido emocionado producto del inmenso placer que su imaginación y sus dedos la proporcionaban.
Todo su cuerpo se balanceaba adelante y atrás, al ritmo de las violentas embestidas de un teniente Siezes poseído de una lujuria inhumana.
Susie estaba entusiasmada. Incluso le parecía sentir el aliento ardiente del teniente sobre su cuello, lamiendo la fina piel de la garganta, bajando por su torso y succionando la piel de sus pechos, pellizcando sus pezones hinchados.
Pero, cuando notó como sus dos pezones realmente estaban siendo mordisqueados a la vez, se dio cuenta que algo no iba bien.
Abrió los ojos y se encontró inmersa en una oscuridad como nunca antes había visto, de un negro tan absoluto que hasta las luces que iluminaba la sala de enfermería palidecían como estrellas lejanas.
Lo supo. De pronto comprendió el acusado dolor que brotaba de su sexo, el imponente órgano horadando su interior y dilatando sus paredes, el origen de aquellos pellizcos que aplastaban sus pechos.
Gritó aterrorizada.
La criatura intensificó la profundidad de la penetración, accediendo hasta el límite del sexo femenino. La hembra sintió el extremo del órgano presionando hasta las mismas vísceras, desgarrando, infligiendo un dolor inhumano.
Susie reaccionó con rapidez. Encogió las piernas y golpeó con los pies hacia la oscuridad. Se topó con una coraza de tacto rugoso bañada en excrecencias viscosas. Reprimió el asco y pateó con todas sus fuerzas varias veces hacia la negrura que la cubría.
Consiguió su propósito: la criatura se separó de ella. Las manos de Susie se abalanzaron hacia el borde de la mesa, empuñaron el rifle.
Apuntó hacia el centro del negro absoluto que se cernía entre sus piernas.
Jódete, bicho de mierda.
El fogonazo de protones estalló muy cerca. Consiguió alejarse lo suficiente para no resultar salpicada por el torrente de pedazos que brotaron de la oscuridad.
El impacto lanzó a la criatura contra la pared opuesta. El sonido de las paredes abolladas, desgajadas del metal fundido, siseó por toda la sala.
La criatura exclamó un chillido de dolor agudo. El camuflaje desapareció y el bicho se mostró tal cual era. El ser intentó incorporarse.
Su sentido de la visión de la criatura solo la mostraba un caos de luces indistinguibles. El otro sentido, el de la percepciones eléctricas, no la proporcionaba ninguna lectura.
Susie no dudó. Se levantó, corrió hacia el bicho y apoyó el extremo del rifle sobre las fauces cuajadas de dientes filosos. El sonido de la carga, el olor metálico de los protones condensándose, el zumbido del disparo inminente.
El estallido volatilizó la cabeza de la criatura. Un espasmo estertor en las seis extremidades indicó su muerte indudable.
Susie contempló al bicho con asco desmesurado para luego girarse hacia la puerta de la cámara frigorífica.
¡Teniente Siezes! —chilló— ¡Soldadito cobarde!
Susie abrió la puerta de la cámara.
Tuvo tiempo de apartarse antes de que el cuerpo del teniente cayese al suelo.
Una sonrisa pintaba sus labios. Con una mano aún sostenía la pistola mientra que con la otra empuñaba el falo congelado.
Una capa de hielo cubría el cuerpo entero, como una coraza translúcida. La piel poseía una blancura inmaculada y solo se apreciaba algo de color en el miembro empalmado.
Joder —murmuró Susie al ver el cadáver. La caída había desgajado el pene y el glande aún giraba sobre sí a unos metros.
Pero a la mujer no le preocupó demasiado la muerte de aquel hombre.
Estaba más preocupada por el fluido fosforescente que resbalaba por entre sus piernas.
Fue entonces cuando notó un retortijón de tripas y varias nauseas en su boca.
Gimió al sentir como algo se revolvía en su interior.
Algo vivo.


jueves, 16 de agosto de 2012

SALVADOS






SALVADOS



—Por el amor de Dios —murmuré— ¿Dónde se habrá metido este hombre? Porque aquí no somos muchos, media docena creo; está Antonio, Ramírez, ese tipo calvo, la embarazada, el joven de las melenas… no, no está.
Miré el móvil y resoplé disgustada al comprobar que seguía sin cobertura. La verdad es que esta reunión estaba empezando bastante mal. Odio admitirlo, pero debía darle la razón a mi padre cuando decía que si yo estaba en medio de algo, ese algo saldría mal. Al menos, me dije aliviada, el servicio de catering del hotel había colocada en las mesas varios platos de aperitivos y bebidas. Y, excepto la embarazada y el calvo, todos los demás estaban charlando despreocupados. Parecía que la única que se preocupaba porque aún no hubiese aparecido el anfitrión del evento era yo. Me senté en una silla y comprobé la hora: las diez y media de la noche, media hora tarde.
—Disculpe —oí detrás de mí. Me giré sobresaltada. Era la mujer embarazada— ¿Es usted su mujer?
Afirmé con la cabeza mientras sonreía, disimulando el malestar que me producía que mi marido aún no hubiese aparecido.
—La verdad es que me habla mucho de usted, ¿sabe? —la mujer se sentó en la silla que había al lado y sacó un paquete de cigarrillos. Arqueé las cejas con disimulo; aún no entendía como había futuras madres que, al menos durante el embarazo, no dejaban el tabaco—. Todos los años, cuando quedamos para tomar algo le doy las gracias, luego Oliver me da a mí las gracias, y le cuento qué he hecho durante ese año, ¿sabe? Podemos estar así horas y horas, pero él sigue atento y me hace preguntas. Realmente se interesa por mí. Recuerdo cuando…
Ya había escuchado algo similar en boca de Antonio, Florencio, Catalina y Ramírez, algunos de los que mi marido había salvado. No conocía a todos. En realidad, no creía que nadie de los que estaban allí ahora conociese a todos los demás. Pero Oliver quedaba con todos ellos por separado a lo largo del año para saber de sus vidas y ellos siempre estaban contentos de estar con él. Era un hombre que sabía escuchar. Esa fue la principal razón por la que me casé con él. También Oliver me había salvado en su momento. Mientras disimulaba ante la joven embarazada que la escuchaba, afirmando con la cabeza de vez en cuando, recordé el día que nos conocimos.
Ya le había visto antes. Le veía todos los días, cuando nos cruzábamos, camino del trabajo a la altura del puente. Él iba a la empresa de seguros donde antes trabajaba y yo volvía del ministerio. Nos mirábamos un instante al cruzarnos y, bajábamos la mirada en señal de saludo como los desconocidos que éramos, pero con la familiaridad de vernos a diario. Así ocurrió durante años. Un día, se paró frente a mí. Seguí mi camino rodeándole pero él me llamó.
—Perdona —dijo titubeando. Oliver sigue siendo igual de tímido conmigo. Es algo que me encanta de él. Tras unos segundos, por fin se armó de valor para hablarme:— ¿Trabajas en el ministerio de Salud, en la sección de Asuntos Económicos, con Pepi?
No me extrañó que conociese mi lugar de trabajo. Pero que conociese el apodo de una compañera…
—¿Conoces a Pepi? —pregunté, imaginando que tendríamos algún amigo o amiga en común. De todas formas era una forma como cualquier otra de iniciar una charla.
Oliver negó con la cabeza.
—No, no la conozco. Solo quiero avisarte que mañana sucederá algo terrible en tu lugar de trabajo. Por favor, no vayas mañana al trabajo, Ellen.
Entonces sí que me extrañé. No solo de la amenaza tácita que aquel hombre me informaba, también porque nadie me llamaba Ellen, solo mi hermana.
—Perdona —murmuré, intentado alejarme. Escapar, me dije, tienes que escapar de este chalado. Cuanto antes. Él me dejó marchar. Cuando creí estar a unos diez metros, volví la cabeza con disimulo. Me seguía mirando mientras me alejaba.
Aquella tarde tuve miedo. Estaba aterrorizada, casi histérica. En cuanto llegué a casa, cerré la puerta y tranqué, dejando la llave puesta en la cerradura. Bajé las persianas. Fue una tarde muy oscura, enclaustrada. Dudé si llamar a la policía. Al final llamé a Pepi por teléfono.
—¿Conoces a un hombre alto, delgado, pelirrojo, de pelo rizado? —la pregunté.
—No, Elenita, creo que no, ¿por qué?
La relaté el encuentro con Oliver.
—Qué mal rollo, Elena ¿Te siguió?
—No. No creo, vamos. Estoy encerrada en casa, muerta de miedo. Te nombró como Pepi, ¿seguro que no lo conoces? ¿Cuántos te llaman así?
—Pues… —mi amiga dudó—. Tres o cuatro personas, no más. Pero si alguna vez te ha oído llamarme así…
—Te digo que solo le conozco de vista, nos vemos al cruzarnos camino del trabajo, en el puente. Ni nos hemos saludado.
Al final, no saqué nada en claro con mi amiga, solo que aquel hombre me había asustado.
—¿Vas a venir mañana al trabajo? —me preguntó Pepi.
Vacilé unos segundos, no la había contado nada de la petición del chalado. Hablar con Pepi me tranquilizó, al final dije que sí, que claro que iría al trabajo.
Pero no acudí. Al día siguiente, no fui al trabajo. Y estalló una bomba. Un atentado. Luego sabría que el paquete que contenía la bomba estaba escondido desde hacía semanas detrás de un archivador, uno antiguo, empotrado en la pared, al lado de mi mesa, uno ya no usábamos porque habíamos perdido la llave. Tres días después, Pedro, un amigo del trabajo, me llamó por teléfono. Habían detenido a Pepi. Era terrorista. Luego supe por la policía que, semanas más tarde, cuando la policía me lo contó, Pepi confesó que había estado a punto de ir a mi casa esa tarde, después de llamarla por teléfono. Iba a matarme. Porque creía que sabía algo. Pero nunca supe por qué lo hizo, porqué murieron todas aquellas personas.
Dos semanas después, habían acordonado la mitad del edificio del ministerio, la que estaba derruida. Por desgracia, la otra mitad aún seguía en pie y mis labores parecían ser imprescindible para seguir con el trabajo.
Cuando iba hacia el ministerio y me cruzaba con Oliver, cambiaba de acera, aunque supusiese interrumpir el tráfico, sorteando coches, y dejar atrás varios conductores aporreando las bocinas. Tenía terror. Pero los días cambiaron el miedo por curiosidad. Quería saber cómo lo supo. Dudé si llamar a la policía, pero ya se lo había contado cuando me interrogaron por mi agraciada decisión de ese día al no ir al ministerio. Un día, me planté frente a él en el puente, donde nos encontrábamos antes. Le invité a tomar un café y pareció reacio. Pero luego aceptó. Era muy tímido y me tuve que esforzar para obtener algo de información, sobre todo para que me mirase a los ojos mientras hablábamos. Luego me confesaría que era muy guapa y que le turbaba mirar mi cara.
Nunca le gustó a mi padre. Tampoco él hizo nada para agradarle. Eran tal para cual. Cuando mi padre murió, hace dos años, fue uno de los pocos que lloró en el sepelio, junto con mi madre. Yo no lloré, pero él sí. Lo último que me dijo mi padre fue la frase que tenía siempre para mí “¿Es que nunca haces las cosas a derechas, atolondrada?”. No sé qué le vio mi madre, pero también la odio porque nunca me defendió en las discusiones. Y ahora, cuando voy a visitarla a la residencia, me saluda como la “atolondrada”. No sé si es debido a su demencia o es pura crueldad. Calló cuando mi padre me humillaba, quizá piense lo mismo que él, que soy idiota.
—Disculpa —interrumpí a la joven embarazada. No se había dado cuenta que no la había escuchado mientras me relataba como mi marido la salvó a ella—, voy a por algo de beber. ¿Quieres algo?
—Otro vino, gracias.
Me di cuenta que las tres botellas que había sobre la mesa se habían acabado. También las de agua. Chasqueé la lengua de fastidio y fui a avisar a algún camarero. También le preguntaría si había otra sala disponible. Esta no tenía ventanas ni salidas de emergencia. Tampoco ningún extintor, parecíamos reclusos. Fue entonces cuando, al intentar abrir la puerta de la sala, reparé en que estaba cerrada.
Miré alrededor y constaté que era la única salida disponible. Intenté abrir la puerta de nuevo, aplicando más fuerza sobre la manilla, pero no se movió ni un milímetro. Era una puerta de seguridad, de acero, anclada tanto por arriba al techo como por abajo al suelo.
Me acerqué al grupo donde estaba el tipo calvo, junto con Antonio y Ramírez; era el más alto y bajo el traje que llevaba puesto se adivinaba un cuerpo recio.
—Perdonad, chicos —sonreí— ¿Podéis ayudarme?
La puerta siguió sin abrirse. Los tres lo intentaron por turnos, y luego a la vez. Y cuando todos miramos nuestros teléfonos móviles, vimos con incredulidad que estaban sin cobertura.
—Esto tiene que ser un inhibidor de telefonía móvil —dijo el joven melenudo—. Entre todos, reunimos a todas las operadoras y es imposible que todos se hayan quedado sin cobertura. Cuando entré sí había, les envié un mensaje a mis colegas. Esto es la polla…
Ninguno sabíamos gran cosa sobre móviles y aceptamos las palabras del joven como ciertas.
—Pues echamos la puerta abajo, ¿no? —resolvió Antonio—. Entre todos, si empujamos, utilizando una mesa, o algo así, nos la llevamos por delante en un periquete.
—Es una puerta de seguridad, hombre —dijo la mujer embarazada, acercándose y mirándola con detenimiento—. Está pensada para resistir nuestra carga y mucho más.
—No me puedo creer que esté ocurriendo esto, joder —dijo el tipo calvo. Se llamaba Ramón, creo—. Éstos del hotel se han lucido. Les voy a poner una demanda de tres pares de cojones.
—A todo esto, Elena, ¿dónde está Oliver? —me preguntó Ramírez. Era bajo, de metro cuarenta; quizá se le pudiera achacar alguna enfermedad, pero, años atrás, cuando Oliver y yo quedamos con él para celebrar el aniversario de su salvación, nos confirmó que no sufría ninguna alteración de tiroides. Era solo, según él, mala suerte, era bajito, solo eso. Tampoco le daba importancia.
Encogí los hombros y negué con la cabeza, sin saberlo.
—Ya debería estar aquí —añadí.
—Quizá esté fuera, hablando con el personal del hotel, intentando abrir la puerta —dijo la joven embarazada.
—¿Y Catalina y los demás? —preguntó Antonio.
Me senté en una silla mientras miraba las copas vacías. No quedaba agua ni vino. Y los aperitivos ya se habían terminado.
—Catalina murió hace dos meses —dije con un suspiro—. Se mató. Estaba loca. Esquizofrénica, mejor dicho. Iba en coche con su marido y sus hijos. Atravesó la mediana y se empotró con otro turismo e hizo que otros dos que iban detrás se saliesen de la calzada. Murieron nueve personas. Estaban en trámites de divorcio y estaba muy deprimida. En realidad, fue una hija de puta. Murió llevándose a muchos inocentes con ella.
Todos callaron y desviaron la vista al suelo. Les miré de reojo. En sus miradas intuí el mismo pensamiento que tuve cuando Oliver me lo contó al día siguiente: “La salvan de una muerte segura y se mata tiempo después, arrastrando a varios con ella. ¿Para eso te salvan, imbécil?”.
—Ana murió hace casi un año —dijo Antonio, interrumpiendo el silencio.
—¿Quién es Ana? —preguntó la joven embarazada—. No la conozco.
—Hubo otros —aclaré—. Esta es la primera vez que nos reunimos todos. Oliver se citaba con todos vosotros por separado, a lo largo del año. A veces yo le acompañaba, pero prefería ir solo. Le incomodan las reuniones numerosas. Bueno, es muy tímido, ya sabéis.
—¿Qué fue de Ana? —insistió la embarazada.
—Era conductora de autobús —explicó Antonio. Buscó con la mirada algo para beber. Como no había nada, apuró el resto de vino que quedaba en su copa—. Salió en los periódicos y en la televisión, seguro que os acordáis. Mientras llevaba a una clase de niños con los profesores a una excursión se le cruzaron los cables. Empezó a vociferar que ya estaba harta, que odiaba a los críos y que los iba a matar a todos. Se despeñó por un puerto de montaña, en León. Iban a una granja-escuela. Sobrevivieron un profesor y dos chicos. Hace poco salió un reportaje sobre su familia de ella; los están matando a juicios. Les han embargado las casas al marido y a los padres. No sé dónde viven ahora.
—Los que faltan, ¿también han muerto así? —preguntó Ramírez.
—Por lo que yo sé, Fidel sí —murmuró el joven melenudo. Nos volvimos hacia él—. Era mi suministrador—. Se vio obligado a explicarse ante las miradas de algunos—. O sea, mi camello, coño. Un día fui a su casa y me encontré la puerta precintada con cintas de la policía. Los colegas me dijeron que se había cargado a su mujer, a su madre y a su hija. De un tiro en el coño y otro en la nuca, pum, pum. Fumaba mucho, eso sí. Y le daba al caballo y la meta. Bueno, le daba a todo, qué carajo. Yo salía de su casa cagado de miedo, con eso os digo todo, que yo me he metido mierda para aburrir. Antes Fidel no era así. Un día, mientras le compraba cristal, me contó no sé qué pollas sobre la Virgen, que había descubierto que era una puta, que se le había aparecido y se la había chupado… yo qué sé, estaba muy perjudicado, pero mientras le siguieses la corriente, te traía lo mejor.
—¿Tienes un canuto? —preguntó la embarazada.
El joven nos miró, enarcando las cejas, solicitando consentimiento. Nuestro silencio le bastó. Sacó de su cazadora de piel una bolsita de plástico negra y una caja de papel de fumar. La embarazada le tendió un cigarrillo y el porro fue liado en segundos entre los ágiles y tembloroso dedos del joven melenudo.
—Me llamo Carlota —dijo ella.
—Ángel Luis —respondió él mientras lo encendía. Aspiró dos caladas y se lo tendió hacia Carlota. Nosotros les mirábamos pensando si el porro podría llegar a nosotros, al menos a mí; necesitaba relajarme.
—Se me ocurre —dijo Ángel Luis recogiéndose las greñas con una goma para el pelo que tenía en la muñeca— que todos los que no están aquí, o sea, los que Oliver salvó pero luego se mataron, murieron de forma parecida, ¿no?
—¿A qué te refieres? —pregunté, presintiendo lo que iba a responder. No me gustaba nada la idea.
—Pues que todos se mataron y se llevaron  a varios consigo, ¿no?
Ninguno respondimos. Giré la cabeza para escudriñar la mirada de Antonio, Ramírez y Ramón. Tampoco ellos podían negar la aparente relación, pero ninguno queríamos admitirla.
Y entonces las luces se apagaron, quedándonos a oscuras.
—¡Lo que faltaba! —dijo riendo Carlota. Aspiró el canuto y la brasa iluminó su cara tiñéndola de un rojo fuego; sonreía enseñando los dientes—. Bueno, así no me veréis mientras meo en un rincón, ¿a qué no? Esta maldita panza me trae por la calle de la amargura. Puto crío de los cojones…
La oscuridad era casi total. Una débil rendija de luz se filtraba debajo de la puerta. Solo las pantallas de los teléfonos móviles rasgaban la negrura. Resolvimos colocarlos todos juntos sobre una mesa y nos sentamos alrededor de ella. En conjunto, la luz combinada bastaba para simular un candelabro invertido. O una fogata, una fogata digital.
—No durarán mucho, unas horas —matizó Ramírez. Fue el más reacio a desprenderse de su teléfono. Se cubrió las piernas con una servilleta de papel. No quería que viésemos sus pies colgar en el aire. Supongo que no es fácil sentarse en una silla normal y no poder apoyar jamás los pies en el suelo.
—No vamos a morir aquí, tío —sonrió Carlota dándole unas palmadas en el espalda—. Además, así podremos saber si alguno recupera la cobertura —. Todos habíamos oído antes el reguero de su orina salpicando una esquina de la sala.
—Lo que no entiendo —gruñó Ramón—, es porqué todo el personal del hotel insiste en dejarnos encerrados aquí. Cuando salga los voy a denunciar, y perdona por lo de tu marido, Elena, pero esto es una putada.
Asentí y agité la mano, indicando mi indiferencia. Todos teníamos asuntos que atender y se supone que no íbamos a estar aquí metidos más de dos horas. Lo justo para conocernos, charlar de nuestras vidas, rememorar como mi marido nos había salvado, agradecerle el que aún siguiésemos vivos. Cuando le daba las gracias, solía repetirme: “yo solo tuve un sueño, cariño. Tú tomaste la decisión”.
—¿A cuántos salvó Oliver? —preguntó Ángel Luis.
—Una docena —contesté—, pero avisó a muchos más. Solo nosotros, y los que faltan, le hicimos caso.
—¿Ha vuelto a tener esos sueños, Elena? —preguntó Carlota—. La última vez que quedamos me dijo que hacía años que no ya no tenía sueños premonitorios.
—A mí me dijo que había descubierto algo extraño sobre nosotros—comentó Antonio—. Cuando le pregunté qué era, sonrió y dejó el tema ¿Tienes idea de qué es, Elena?
Negué con la cabeza. No sabía de qué estaba hablando.
—¿Cuándo fue eso? —pregunté.
—Hace unos dos meses, el domingo de la última semana de abril. Lo sé porque una semana antes se mató Ana, la del autobús escolar. Oliver me llamó tres días después y tomamos un café esa tarde.
—¿Y cómo estaba? —preguntó Ángel Luis.
—¿Cómo estaba Oliver? Pues como siempre, tampoco le veía a diario. Normal, supongo —Antonio entrecruzó los dedos de las manos y apoyó el mentón en los pulgares, para luego señalarme con la mirada—. Elena es su mujer, ella sabrá mejor.
—Está distraído —reconocí—. Distante, lejano, no sé. Le hablo y hay veces que es como si hablase con las paredes; sacude la cabeza y sonríe como si hubiese regresado su cerebro de un viaje.
—Mira, eso también me lo hizo —saltó Ramírez—. Cuando me llamó la semana pasada para informarme de esta reunión lo noté también distraído. Le pregunté dónde era y se quedó callado unos segundos. Creí que se había cortado la llamada.
—A mí me dijo que era en vuestra casa —añadió Ángel Luis—. Menos mal que le llamé ayer para confirmar y me dijo que habíais alquilado esta sala del hotel. Dijo que estaban tus padres en casa, Elena.
Mi padre ha muerto y mi madre está internada en una residencia, quise decirle. Pero no podía hacer eso. Si descubrían que Oliver les había engañado, si dudaban de su honestidad, pensarían que yo también podría estar mintiéndoles. La velada ya era horrorosa sin tener que llegar a ese extremo.
¿Pero por qué Oliver no había venido?, me pregunté. No conseguía encontrar la respuesta, pero aquella sonrisa suya, hacía dos horas, la última vez lo vi, no era su sonrisa. Era una sonrisa muy falsa. Y como Oliver no sabía mentir, su sonrisa fue bastante estúpida. Cuando me quise dar cuenta me estaba mordiendo el labio inferior mientras los demás me miraban con las luces de los móviles iluminando sus rostros a contraluz. Carraspeé y me levanté para dar un paseo. Caminaba con los brazos extendidos delante de mí, a la altura de la cintura. No quería, en la oscuridad, tropezar con una silla. Evité acercarme al lugar donde Carlota había orinado; el hedor a orina era penetrante. Dirigí mis pasos hacia la puerta, hacia la rendija de luz que se filtraba en el suelo. Los demás comenzaron a murmurar.
Me senté en el suelo, al lado de la línea horizontal de luz. Afuera sí había luz, alguien había apagado las luces de esta sala. Al cabo de unos minutos se acercó alguien. El crujido de los pantalones de cuero me indicó que era Ángel Luis.
—¿No ha pasado nadie? —murmuró metiendo los dedos por debajo de la puerta.
Negué con la cabeza, a sabiendas de que él no podía verme.
—Hay algo extraño en todo esto —continuó tras unos segundos. Ángel Luis me iba a exponer las dudas del grupo—. Según lo que sé, Oliver tuvo esos sueños durante un año, más o menos. Salvó a una docena, dijiste, aunque avisó a muchos más. De aquello hace unos cuatro años. En todo este tiempo nunca nos habíamos reunido todos juntos; se reunía con nosotros por separado. Y desde que algunos han empezado a matarse el último año, nos avisa que tenemos una reunión todos juntos. Pero él no aparece. ¿No te parece extraño, Elena?
Aún olía el aliento a porro de la boca de Ángel Luis. A lo lejos, como en una hoguera, los demás nos miraban. Las expresiones de sus caras reflejaban tensión. Las luces de los móviles bajo sus barbillas afilaban los contrastes del claroscuro de sus rostros.
—Quedamos menos —respondí—. Supongo que quería vernos a todos juntos, que nos conociéramos, no sé. No me dijo la razón, Ángel Luis.
—Llámame Ángel, por favor. ¿Notase algo raro en Oliver estos últimos días aparte de lo que dijiste antes, hacía algo fuera de lo normal?
Su tono de voz se había vuelto más grave. Casi hosco. Estaba siendo un interrogatorio.
—¿Por qué lo dices?
—Porque tu marido aún no ha aparecido, Elena. No hemos oído a nadie intentar abrir la puerta. Hay luz afuera. No hay cobertura móvil. Estamos encerrados en una sala con una única salida y sin ventanas. Y tu marido no aparece.
—¿Y qué? —respondí alzando la voz. Me estaba cansando de este juego en el que se acusaba a Oliver de lo que nos estaba sucediendo— ¿Se te ocurrido, se os ha ocurrido, que quizá esté ahí fuera, tratando de sacarnos de aquí? ¿Se os ha ocurrido que pueda haber tenido un accidente camino de aquí? No, claro, no se os ha ocurrido, joder —. Di un golpe a la puerta y el sonido resonó por toda la sala—. Aquí solo hay un culpable, coño, no tenéis cojones para decirlo a la cara. La culpa es de Oliver, ¿a qué sí? Y yo, como soy su mujercita, estoy en el ajo, ¿a qué sí?
—Nadie te está acusando —objetó Carlota removiéndose en su silla.
—¡Y una mierda! —grité—. Todos vosotros sois unos desagradecidos, unos…
Me quedé helada, dejando en el aire la palabra. Solo cuando Carlota se había movido de su  silla distinguí la luz roja. Estaba debajo de la mesa alrededor de la cual estaban sentados. Me levanté y caminé en línea recta hacia la luz. Tropecé con una silla que había en medio, despellejándome la rodilla.
—Oye, Elena —dijo Antonio, apaciguador, al verme acercarme con rapidez—, Carlota solo te ha dicho…
—Coged los teléfonos y volcar la mesa —le corté, levantándome.
—Pero…
—Hay una luz roja debajo de la mesa —añadí.
Cada uno cogió su teléfono móvil. Yo cogí el mío y el de Ángel, que se acercaba tras de mí. Ramírez quitó el mantel y entre todos volcamos la mesa e iluminamos con la luz de las pantallas de nuestros teléfonos aquel artefacto.
—¿Qué es esto? —preguntó Ramírez.
Ángel gruñó algo y se acercó al aparato. Era una pequeña caja, del tamaño de dos cajetillas de tabaco juntas, con una luz roja en un extremo. Lo palpó con el dedo índice y presionó en el centro.
—Tiene una bisagra aquí —dijo—. Darme luz en el otro lado.
Le iluminamos el lado contrario. La luz del móvil que tenía Ramírez empezó a palidecer y parpadear; se le estaba acabando la batería. Nadie se sorprendió cuando Ángel sacó una navaja del bolsillo trasero de sus pantalones. Tenía el mango usado. Introdujo la punta de la hoja y oímos un crujido cuando la punta abrió la tapa. Dentro había un teléfono móvil con la pantalla encendida. A su lado había algo parecido a plastilina, de color marrón. Unos cables conectaban el extremo del teléfono con otro aparato junto a la plastilina. Todos nos imaginamos qué era.
—Pues como que parece una bomba, señoras y señores —comento Ángel—. Y si no me equivoco, este móvil sí tiene cobertura.
La mano con la que sostenía el móvil me empezó a temblar. Al final se me acabó por escurrir de los dedos y caer al suelo. No podía creerlo, era imposible. Pero estaba segura; el móvil conectado al explosivo era el mío, el anterior que tenía. La pegatina que pegó Alex, mi hijo de tres años, en un lateral del teléfono y que ahora se asomaba por entre la plastilina era la misma. Incluso tenía la tecla de descolgar con el dibujo del teléfono rojo borroso por el uso. No cabía duda.
—Me cago en la puta —murmuró Antonio—. ¿Cuánto tiempo nos queda, Ángel?
—No lo sé —respondió palpando los componentes con cuidado—. No creo que esté preparada para detonar con un temporizador. Más bien es a través de llamada. Cuando el móvil reciba una llamada se cerrará el circuito y explotará.
—¿No será una broma? —dijo Carlota entre risas. Los efectos del canuto aún persistían en ella—. Esto será una cámara oculta y alguien se está partiendo el culo. Ya veréis cuando lo veamos por la tele.
Ángel negó con la cabeza.
—No creo. No puedo asegurarlo, claro, pero parece de verdad.
—¿Y no puedes desactivarla o desarmarla? —preguntó Ramírez.
—Ni loco. Ni siquiera deberíamos haber volcado la mesa y menos abrir la caja. Estamos bien jodidos.
—¿Y cómo es que este móvil sí tiene cobertura y los demás no? —insistió Ramírez—. Fíjate bien, chaval, que, a lo mejor, el inhibidor de cobertura ése que hace que no tengamos señal en nuestros teléfonos también se la quita a éste.
—Qué no, tío —masculló Ángel—. Mira las putas barritas, este móvil sí tiene señal. No será de cobertura móvil, supongo; estará conectado a otro teléfono que es el que llama a este de aquí para detonarlo.
—Y si… —musitó Carlota mirándonos a todos con cara sonriente—. Y si resulta que Oliver se enteró de la bomba, llamó a la policía y a los artificieros y ahora están dialogando con el terrorista. Quizá ahora mismo estén comprando nuestras vidas y no pueden entrar porque el malo lo ha prohibido. Para que nosotros nos pongamos tensos y hagamos alguna… tontería.
Todos nos quedamos mudos.
—Remota —dijo Ángel—. Una explicación muy remota. Sobre todo porque yo también he visto esa película. Al final resulta que todo es una tapadera para robar un banco cercano y en la escena final hay una persecución con helicópteros.
Todos suspiramos decepcionados. Aquella posibilidad sería remota, pero muy atrayente. Despejaría las dudas sobre mi marido y todos tan contentos. Jodidos pero contentos.
—Esa pegatina… la del móvil, ya la he visto antes —dijo con voz lenta Ramírez, señalándola con el dedo. Me quedé helada, conteniendo la respiración. Ramírez había recogido mi móvil del suelo y ahora utilizaba el de Antonio para iluminar el mío por los laterales y la parte trasera. Encontró otra pegatina en el extremo inferior de la tapa del teléfono. Alex se había empeñado en dejar su firma en todos mis teléfonos.
Ramírez me miró entornando los ojos.
—Puta —masculló.
Hizo ademán de lanzarse sobre mí, pero los demás le sujetaron. Yo, que estaba acuclillada frente a la mesa volcada, caí de espaldas. Me arrastré hacia atrás, aterrorizada, apartando las mesas y sillas que había detrás de mí.
—Tú y Oliver habéis montado esto, asesinos —vociferó Ramírez.
Mientras Antonio y Ramón le sujetaban, Ángel y Carlota cotejaban los móviles.
—Son iguales —sentenció Carlota—, las puñeteras pegatinas son iguales y están colocadas en el mismo sitio. Y nos llamó desagradecidos, la muy zorra.
Ángel y Carlota me iluminaron con los teléfonos móviles. Todos verían a una mujer asustada, aterrorizada, engañada. Y anonadada. Joder, era igual que ellos, un puñetero rehén o lo que fuésemos. ¿Y mis hijos qué, eh? Alex y Cristina. ¿Los iba a dejar solos, eh? Ahora están en casa de mis suegros, ¿qué ganaría con todo esto? Volamos por los aires y mis hijos se quedan sin madre. ¿Y Oliver? Ya no sabía qué pensar. ¿Mi marido había puesto la bomba? Si ni siquiera sabe arreglar un grifo que gotea, tiene dedos de goma. Tenía que haber otra explicación para la pegatina.
Por desgracia, en ese momento, Ramírez se soltó o Antonio y Ramón aflojaron su presa, no creo que tuviesen muchas ganas de sujetarle. Me golpeó en la mejilla y aunque me había protegido la cara con las manos, estaba casi cegada en la oscuridad por las luces de los móviles enfocándome. Chillé mientras seguía recibido más golpes en la cabeza y en el cuello. Sentí incluso patadas en el costado. Chillaba y gritaba con la seguridad de que no me ayudaría nadie. Cuando pude levantar la cabeza, Ángel y Antonio sujetaban a Ramírez. Me costaba respirar, como si hubiese perdido la mitad de capacidad pulmonar. Las orejas me ardían y no sentía la cara de nariz para abajo.
—¡Quieto, joder, estás loco! —bramó Ángel.
—¡Sois todas iguales, unas putas zorras! —gritó Ramírez. Los miré con el ojo sano. Con el otro, no sé por qué, ya no veía nada.
Carlota chilló algo pero no la entendí. Los teléfonos móviles estaban repartidos por el suelo, con las pantallas boca arriba. Podía distinguirles hasta la cintura, pero más allá estaban ocultos en la oscuridad.
—¿Es que no te das cuenta, idiota? —dijo Ángel.
—¿Qué vamos a morir todos, mierda de drogata, eh, de eso quieres que me dé cuenta? —gruñó Ramírez.
—¿Qué gana ella con mostrarnos la bomba, con quedarse encerrada aquí como todos? —chilló Carlota. Se acercó a mí y me ayudó a incorporarme. Una de las rodillas me estaba lanzando martillazos de dolor por toda la pierna. Me sentó en una silla y me aplicó un pañuelo por las heridas abiertas de la cara.
—¡Sabe algo! —gritó Ramírez.
—Casi la matas, payaso. Qué hijo de puta eres, me dan ganas de meterte la bomba por el culo y llamar yo misma al teléfono. ¿No te das cuenta que está en la misma situación que nosotros?
—Claro que sé algo, Ramírez —musité con dificultad a causa del labio partido. Todos me miraron y Carlota apartó el pañuelo de mi cara, indecisa.
—Sé algo que todos sabéis —continué—, pero sois tan cobardes para reconocerlo que me dais asco.
Escupí sobre un teléfono un gargajo de sangre. La luz de la pantalla se veló de rojo.
—¿Qué coño sabes? —preguntó Antonio dando un paso hacia mí.
Tragué saliva y me puse en pie. Sus caras seguían estando a oscuras y preferí también ocultar la mía.
—Todos nos mataremos, todos —reí con dificultad—. A ver si os dais cuenta de una puñetera vez. Estamos aquí reunidos porque Ángel, Ramírez, Antonio, Carlota, Ramón y yo nos vamos a matar. Y arrastraremos con nosotros a varios inocentes. Tarde o temprano. Y lo sabéis, bien que lo sabéis.
Un silencio se apoderó de la sala. Otro de los teléfonos se apagó. Ahora solo quedaban cuatro en funcionamiento. Me senté de nuevo en la silla y arranqué el pañuelo de las manos de Carlota para taponarme la brecha del labio.
—Estás loca —masculló Ramírez—. Yo solo te quiero matar a ti.
Gruñí, divertida. El silencio de todos ellos me daba la razón, incluso la respuesta de impotencia de Ramírez.
—Yo tenía pensado cargarme a mis viejos —pronunció Ángel, con voz débil—. Necesito pasta para los chutes. En realidad había pensado también en vosotros, pero ahora…, qué más da.
—Y yo a mi bebé —confesó Carlota—. Cada día me levanto con esa obsesión y no me la quito de la cabeza. Sé que es una locura, pero pienso en suicidarme a cada minuto, a cada segundo.
—¿Le dais la razón? —gritó Ramírez—. No me extraña, viniendo de un drogata y una puñetera adolescente embarazada, pero Antonio, Ramón y yo no pensamos igual, nosotros sí queremos vivir.
—Yo no —matizó Antonio, sentándose en el suelo—. Oliver me salvó la vida hace años. Se lo he agradecido todos los días desde entonces. Pero, durante este último año, su intervención me parece más una tortura diaria que una bendición. La verdad es que estaba considerando despeñarme con el coche un día de estos…
—¡La Virgen bendita! —clamó Ramírez—¿Qué diablos os pasa?
Nadie le respondió. El cuerpo de Ramírez seguía clavado en el suelo, pero sus manos se abrían y cerraban en un puño de forma convulsiva.
—¿Y tú, Ramón? —pregunté—¿Cómo lo habías planeado?
—Cáncer —respondió sentándose en el suelo y metiéndose las manos en los bolsillos con dificultad—. Metástasis, mejor dicho. Los tratamientos para detenerlo ya no surten efecto, ya solo me quedan los paliativos. No estoy calvo porque sí. Pero conozco a compañeros cuyos tumores han remitido. Les voy a visitar cada semana a la planta de oncología del hospital y sus sonrisas y esperanzas me amargan, cada vez más. Uno de ellos, Luis, está ya casi limpio. Tendrá que ir a revisiones toda su vida, pero está limpio. Y es un maldito hijo de puta. Maltrata a su mujer y me confesó antes de una operación que, hace años, cuando era pequeño en su pueblo, la gata de su abuela tuvo gatitos. Metió toda la camada en un saco y con una pala, golpeó el contenido hasta que de él rezumó sangre. Aún se revolvían en el interior algunos animalillos. Con un martillo, fue fulminando cada movimiento del saco. Y mientras me lo contaba, sonreía, el muy cabrón. Sonreía mientras me contaba la historia, con esa asquerosa peluca que le había comprado su mujer resbalándosele por la nuca. Porque me arañaron las manos, me respondió cuando le pregunté por qué lo hizo. Ayer compré la pala en un centro comercial. Una pala de acero, con mango ergonómico y asideros. Le iba a reventar la cabeza a palazos, a golpe por operación que he sufrido para nada.
Al intentar despegar el pañuelo de los labios, me rasgué la sangre coagulada que restañaba la herida. Volví a sentir el reguero discurrir por mi mamola.
—Pues yo no —dijo Ramírez—. Yo no, joder. Tengo esposa, dos hijos y mis padres y los suyos están sanos. Estamos sanos, cuerdos y mi mujer y yo tenemos trabajo. De vacaciones nos vamos a Benidorm y nos llevamos a Bobi, nuestro caniche, que también está sano y cuerdo. Mi trato con mis suegros es perfecto y en el trabajo me van a ascender. Mi hijo hace poco que perdió la virginidad y a mi hija está intentando convencerme para que la deje ir con sus amigas a Francia, de excursión. Mi vida es una puta gozada, joder. Mi mujer tiene unas tetas bonitas y un culo redondo y follamos cuando me apetece. Qué más da que se tire a mi hermano a mis espaldas o que mi hijo haya tenido que pagar a una puta porque es retrasado. ¿En qué familia no pasan cosas así, quién no se ha tirado a su hija alguna vez, si cada día son más putas, eh?
Su pregunta quedó en el aire, sin responder. Ramírez se sentó en el suelo, junto a los demás y empezó a gimotear. Todos estábamos sentados en el suelo, barruntando nuestras desdichas. Otro teléfono móvil se apagó y, como por simpatía, otro más comenzó a parpadear para también dejar de funcionar. Solo quedaba uno, el que emitía una luz rojiza a causa de mi sangre sobre la pantalla.
—Oliver se dio cuenta —suspiré—. Él sabía lo que iba a suceder. Y no le hizo falta, esta vez, ningún sueño premonitorio.
—¿Y tú qué, Elena? —preguntó Ángel—¿Qué pensabas hacer tú?
Me levanté de la silla y caminé cojeando hacia la mesa donde estaba la bomba adosada debajo de ella. Me arrodillé y apoyé los dedos sobre el teléfono móvil que estaba conectado a la plastilina.
—Mío es el honor de hacer detonar el artefacto, me temo —dije con voz cansada. Miré a los ojos de los presentes pero todos miraban al suelo, ninguno me devolvió la mirada—. Sea así, pues.
Y pulsé el botón verde de llamada.
Se oyó una melodía. Y luego, silencio.