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martes, 21 de diciembre de 2010

ESCALERAS ABAJO

Patricia empezó a descender las escaleras apoyada en el pasamanos sin saber si podría llegar hasta la planta baja sin tropezar y caer rodando escalones abajo.
Si caminar con zapatos con tacón de diez centímetros es burlarte de la gravedad, si añades otros cinco centímetros de plataforma, ya tienes el carnet de funambulista.
Todo el equipo estaba pendiente de ella, pero sabía que ellos no estaban pendientes de su titubeante descender y no podría esperar ninguna ayuda por su parte. Y ellas, en cuanto la vieran desmontada en el suelo, reirían dando palmas.
Se colocó un mechón que caía entre sus ojos detrás de la oreja y el gesto la hizo trastabillar peligrosamente. Era complicado mirar a la cámara aparentando indiferencia ante el abismo que surgía a los pies. Pero ni siquiera la cámara fijaba su lente en su andar patoso.
Todos tenían puestos sus ojos en su cuerpo desnudo. Ellas en su peinado, el maquillaje y las joyas que vestía. Ellos en sus tetas mecidas con cada escalón o su pubis afeitado rozado a cada contoneo de caderas con sus muslos enfundados en medias de rejilla. Cada cual a lo suyo, pero todos en su cuerpo.
El macho disfrutaba de la bajada sentado en el sillón, girado sobre el respaldo, con el pene duro como una roca. El director mirando de reojo la pantalla que mostraba la imagen grabada con la cámara. Los técnicos de sonido e iluminación cuidando que ninguna sombra afeara sus tetas o su cara esculpida con polvos y coloretes. Las maquilladoras y estilistas pendientes de que no surgiese ningún brillo descompesador. Los ayudantes de cámara recogiendo y estirando cables. Los mánagers pendientes del teléfono móvil con un ojo y de los demás con el otro. Los productores con las manos en los bolsillos, ocultando los puños.
Era una simple escena que presagiaba otra de más larga y elaborada, en la que el macho se la follaba durante tres posturas donde sus tetas deberían removerse por su pecho al ritmo de cien euros el meneo, más o menos, donde la verga del macho la jodería hasta cortar la escena dos días después, cuando en los testículos se hubiese acumulado suficiente semen para filmar una espectacular corrida.
Pero si no fue la moqueta suelta sería un escalón precario o, tal vez, el inseguro andar de ella, o las altas expectativas de los demás.
El caso es que acabó desmadejada en la planta baja con dos costillas rotas, un esguince de tobillos y un moratón enorme en una teta. Por no hablar del varapalo avergonzante de una risa siniestra que se oyó a lo lejos mientras todos acudían, tarde y mal, a socorrerla.
—Se acabó la película, llamad al seguro, a ver si podemos sacar algo, por lo menos para comer hoy. Y llevadla a urgencias, creo que se ha hecho daño.

CAUDIONA (7)

7.
Tosí sintiendo como mi garganta arrastraba miles de agujas de hielo por mi boca. Mi barba crujió bajo la tela cuando despegué mis labios. El aire estaba espeso y enrarecido.
La oscuridad era absoluta. Abrí los ojos sintiendo como el hielo alrededor de mis párpados se quebraba y se clavaban en mi piel.
Probé a mover los brazos y las piernas y, aunque al principio se negaron a colaborar, respondieron con dolorosos y lentos crujidos, casi ahogados entre el mar de entrañas en el que estábamos cubiertos.
Sentí el cuerpo de Caudiona acurrucada sobre mí. Saqué una mano de entre las vísceras secas y agité con cuidado el rostro de mi hermana. Escuché extasiado como empezó a emitir gruñidos de dolor y se iba desperezando.
—Caudiona —susurré con dificultad.
Mi hermana respondió con un quejido.
Estiré un brazo y palpé el angosto agujero donde nos encontrábamos. Mi guante resbaló por el duro hielo y distinguí un punto de donde parecía provenir un tenue resplandor.
Busqué mi puñal pero no lo encontré entre el mar de vísceras. Y tampoco tenía mi espada. Ningún objeto duro. Excepto mis puños.
Golpeé la superficie pétrea sintiendo como los nudillos parecían resquebrajarse con cada puñetazo. No tenía espacio suficiente para impulsar con fuerza mis golpes por lo que repetí mis puñetazos una y otra vez. Cada golpe iba a acompañado de un sonido sordo que hacía vibrar las paredes del nicho.
Continué hasta que sentí como la sangre me resbalaba entre los dedos enguantados. Por suerte el frío era tan intenso que no sentía casi nada de dolor.
Al fin fui recompensado con ruido de hielo resquebrajado y aquel sonido enardeció mis golpes hasta que toda la estructura se agrietó y se fragmentó. Grandes bloques de hielo cayeron sobre nosotros.
Sujeté a Caudiona y se fue abriendo paso entre las entrañas y la nieve compacta. Luego salí yo.
Cuando el sol nos inundó con su fulgurante resplandor grité de júbilo. Era como nacer de nuevo, como enfrentarnos a una nueva vida.
Emergimos de nuestro encerramiento y nos tumbamos exhaustos sobre la superficie de nieve, dejando que un sol misericordioso nos reconfortase con su divino calor.
Tras descansar unos instantes, nos levantamos y miramos a nuestro alrededor.
Un paisaje nevado se extendía en un extremo hasta el horizonte, más allá de donde alcanzaba la vista. Completamente liso y desértico. En el otro extremo, a lo lejos, se alzaban las montañas de donde habíamos partido.
No quedaba casi ni rastro de las torres. Parecía como si jamás hubiesen existido y solo varios pedazos de muros desgajados indicaban que alguna vez algo se había levantado sobre aquellos riscos.
Caudiona se deshizo del turbante llevándose varios mechones dorados adheridos consigo y lo tiró al suelo.
—Pongámonos en marcha —dijo exhalando una bocanada de aliento condensado.
Echó a andar al lado contrario a su anterior hogar, hacia el blanco horizonte inacabable.
—¿Adónde? —pregunté viéndola caminar con paso inseguro entre la nieve compactada.
—No lo sé. Lejos de aquí, no lo sé.
—¿Adónde? —repetí sin moverme.
Caudiona se giró, apretó los labios y me miró con aquellos ojos oscuros y pétreos.
Abrió la boca para contestar pero no dijo nada. Se volvió y siguió caminando.
Recogí su turbante en previsión de una más que segura gélida noche y eché a andar tras ella.

CAUDIONA (6)

6.
Me ceñí aún más al cuerpo de mi hermana sobre el lomo del monstruo mientras sufríamos los furiosos embates del viento huracanado. Durante nuestro alojamiento el tiempo había empeorado bastante y fuertes ventiscas que traían consigo grandes nubes de nieve compacta zarandeaban con poderoso ímpetu el vuelo de la bestia.
Caudiona gritaba de vez en cuando algo pero era incapaz de entender lo que decía. El calor que desprendía la bestia parecía doblegarse ante la intempestiva tormenta y pronto estuvimos tiritando, cubiertos de escarcha y nieve.
A nuestro alrededor solo había densas cortinas de nieve azulada y era incapaz de distinguir y oír nada más que el furioso viento gélido golpearnos una y otra vez. Ni siquiera los fortísimos latigazos sonoros producidos por las alas de la bestia eran audibles y, cuando giré la cabeza para fijarme en una de ellas, distinguí enormes agujeros y grietas entre los huesos que componían la estructura del ala.
—¡Los dioses de hielo están furiosos! —aulló Caudiona.
Súbitamente nos estrellamos contra la nieve del suelo y salí volando catapultado por el brusco aterrizaje.
Rodé sobre la nieve en un torbellino demencial de viento y hielo. Cerré los ojos y sentí un fuerte golpe en la espalda al detenerme contra algo duro.
Después solo sentí frío. Más frío del que jamás había sentido. Un frío que me envolvió y penetró en mi interior como si el hielo se penetrase en mi piel y congelase mi sangre, solidificando mis músculos y haciendo estallar mis huesos.
—¡Caudiona! —chillé en medio del vendaval. Mi grito no fue capaz de traspasar la barrera de nieve y viento que me rodeaba. Solo era capaz de distinguir un blanco compacto que me golpeaba el rostro y me hacía tambalear como un guiñapo.
Un chillido lejano, como el mugido de un buey moribundo, surgió de algún lugar imposible de determinar.
Sin pensar a dónde me dirigía, me levanté y caminé hundiendo las piernas en el espeso manto nevado. Había escuchado de nuevo el mugido y me pareció provenir de aquella dirección. Caminé con cada vez más cansancio en las piernas, ya inermes, hacia el sonido. La nieve crujía bajo mí y me habría paso a brazadas.
Al cabo de un tiempo que se me antojó eterno me topé con la bestia. Era solo un montículo nevado del cual sobresalía el morro congelado y un trío de ojos que parpadeaban con desgana. Con movimientos torpes fui desalojando con las manos bloques de nieve compacta del lomo de la bestia hasta que sentí el bulto que era mi hermana. Aún estaba abrazada pero su cuerpo estaba inmóvil.
—¡Caudiona! —grité sintiendo como la nieve penetraba en mi boca y se llenaba con rapidez.
La abrí la tela que cubría su cara y distinguí como movía débilmente los labios. Estaba viva, loados fueran los dioses en los que no creía.
La bestia emitió otro mugido y giró sus ojos para mirarme con aterradora resignación ante su destino.
A menos que se me ocurriese algo, Caudiona y yo acompañaríamos a la bestia al olvido de la muerte.
Una idea surgió en mi mente abotargada. Reuní las pocas fuerzas que me quedaban y comencé a retirar nieve de un costado de la bestia al ver que los vendavales solo azotaban el lado opuesto.
Al poco de empezar dejé de sentir mis dedos y los brazos y los hombros a veces se negaban a continuar. Pero, apretando los dientes y casi a ciegas, resolví seguir con mi absurdo plan. Nuestra muerte era casi segura y solo una pequeña esperanza, tan pequeña como ridícula, nos separaba de ella.
Cuando el nicho fue suficiente grande para cobijarnos, me deshice de la espada —sería un objeto inútil allí dentro—, abracé a Caudiona y rodamos en el interior. Me encogí tiritando y acogí en mi regazo el cuerpo replegado de mi hermana. Eché sobre nosotros mis abrigos de pieles.
Era el lugar y el momento de rezar. De pedir un favor a cualquier dios y solicitar una intercesión por nuestras vidas. Los débiles latidos, casi inapreciables, del corazón de la bestia fueron lo único que en aquel agujero se oyó.
Estábamos condenados a morir. Pero yo, en aquel infierno de hielo, nieve y viento, estaba satisfecho. Al fin y al cabo, tal y como había prometido a nuestros padres, había encontrado a Caudiona. Poco importaba ya, pensé, que fuese justo antes de morir congelados.
El último latido de la bestia coincidió con el taponamiento del nicho encima de nosotros. La losa que sellaría nuestro féretro.
“Ahí vamos”, pensé, mientras sacaba con movimientos espasmódicos el puñal de mi cintura. Palpé el vientre de la bestia encima de nosotros y clavé el puñal.
Fue como apuñalar una piedra escamosa. Varias chispas saltaron e iluminaron débilmente el nicho. Lo intenté de nuevo pero tampoco tuve éxito. No entendía si era debido a mis escasas fuerzas o a la naturaleza ultraterrena de aquel bicho.
—¡Por los dioses! —farfullé sintiendo como mi lengua se negaba a moverse.
La mano de Caudiona emergió de entre las pieles y me sobresaltó. Se posó sobre la mía, bajo la cual sostenía el puñal, y, tras unos instantes, distinguí como un fulgor rojizo surgía de la hoja despuntada del arma.
Contemplé perplejo como el acero mutaba a un color sanguíneo y, cuando mi hermana gruñó, hundí exhalando un grito la hoja en el duro pellejo del monstruo. La hoja atravesó limpiamente la piel y rajé encima de nosotros todo lo que la articulación del hombro me permitió.
Al instante se vertió encima de nosotros una marea de pringosas vísceras que nos envolvió hasta la cabeza con su calidez.
El hedor era horrible. Pero el frío contuvo mis ganas de vomitar y pronto me habitué a aquella fetidez.
En la oscuridad de aquella tumba, suspiré y, estrechando el cuerpo de mi hermana entre las viscosas entrañas de la bestia, me abandoné al dulce sopor al que me había resistido hasta entonces.

CAUDIONA (5)

5.
—¿Tanto he cambiado, Braco, cómo me ves? —musitó mi hermana mientras aposentaba su mejilla sobre mi pecho.
—Eres mi hermana.
—Acabas de yacer conmigo, Braco. No puedes escudarte en nuestro parentesco.
—¿Por qué lo has buscado? —pregunté refiriéndome a nuestra unión incestuosa mientras peinaba entre mis dedos sus cabellos dorados.
—Te reconocí cuando os vimos desde el aire. Además, era la hora de cenar.
La miré confuso, sin entender.
—Nos alimentamos de vuestros fluidos. Por eso he querido que terminases sobre mi piel.
La miré torciendo los labios ante tal atrocidad contra la naturaleza. Por suerte no advirtió mi gesto o eso creí.
Se incorporó quedándose arrodillada a mi lado. Me miró con sus ojos pétreos.
—Escucha, Braco, tu compañero y tú debéis salir de aquí.
—No me iré sin ti —protesté—. Te lo dije antes. Somos ladrones. Bernilius ha venido a por el oro. Yo a por ti.
—Solo hay un lugar posible para mí, y es dentro de estos muros, con las mías. Escúchame bien: vamos a mataros esta noche, no nos gusta tener alimañas ladronas en casa. Debéis huir.
—No sin ti —repetí—. Prometí a nuestros padres que algún día te encontraría.
—Diles que me encontraste —dijo desviando la mirada—. Que me casé con un rico comerciante y vivo feliz y que les he dado muchos nietos. O que aún no me has encontrado, da igual. Invéntate lo que sea.
La tomé de los hombros y la obligué a mirarme.
—Caudiona. Nuestros padres están muertos.
—¿Qué dices?
La hablé de mi anterior rango en el ejército. De cómo supimos, yo y varios leales soldados, de las intenciones de mi señor Ifadión cuando quiso apropiarse de las tierras de unos campesinos para levantar un coto de caza. De cómo me interné en su palacio una noche y le enseñé el color de sus vísceras. De cómo su hermano Alcides le sustituyó y, al no apresarnos, se ensañó con nuestras familias. De cómo lloré cuando tuve que reunir los pedazos que habían sido los cuerpos de nuestro padre y nuestra madre sin saber a quién pertenecía cada uno y les di sepultura a escondidas.
Caudiona me miró durante todo mi relato sin parpadear, fijos sus ojos opacos en los míos.
—Vale —dijo tan solo.
Se levantó y se acercó a la palangana donde hundió varios dedos en el agua para luego removerla durante un tiempo que se me antojó demasiado extenso.
—Muy bien. Os traeré una bolsa de monedas. Os llevaré lejos, donde la nieve está más tierna. Tendréis suficiente dinero para divertiros durante un tiempo.
—Caudiona… —protesté.
—No, Braco —me cortó—. Parece que todavía no entiendes qué soy. Vivo rodeada de nigromantes, de echo soy uno de ellos. Vendemos nuestras artes al que mejor nos paga. Y ya está. Así es mi vida. Con la tuya haz lo que quieras.
—Nuestros padres…
—Los tuyos. Yo ya los olvidé hace tiempo. Utiliza el dinero para vengar su muerte o emborracharte a su salud.
—Te raptaron.
—El tiempo diluye y empequeñece aquel hecho. Me otorgaron dones que casi nadie valora. A tu modo de ver me transformaron en un ser indigno de vivir fuera de estos muros. Pero dentro de ellos soy alguien, sirvo para algo. Tú solo te apropias de lo ajeno, matas a inocentes y correteas por ahí mirando siempre detrás de tu espalda, atento a las sombras, suspicaz ante lo extraño. Y todo por encariñarte de unos campesinos que te recordaron a tus padres. Pobre Braco, de la noche a la mañana el general admirado es un vagabundo perseguido.
Quise responderla pero no me dejó.
—Cuenta hasta cien. Reúne a tu compañero y esperadme aquí. La muerte es la única recompensa que obtendréis si intentáis cualquier engaño.
Salió en silencio y dejó la puerta entornada.
Entré en la celda de Bernilius. La puerta también estaba entornada y lo encontré tumbado sobre el colchón. Su celda era igual a la mía. Aún sonreía y resoplaba satisfecho.
—Jamás imaginarías lo que me ha ocurrido —sonrió.
Le expliqué con detalle el plan que había urdido mi hermana.
—Si nos va a regalar una bolsa de monedas es porque la cantidad que tienen es tan grande que no echarán en falta esa porción. Tenemos que hacernos con más.
—Caudiona no bromea, Bernilius. Cojamos ese dinero y larguémonos de aquí. Ya te he dicho que saben de sobra lo qué somos. Y no son tímidos comerciantes o afeminados burgueses.
Bernilius me miró con desprecio.
—¿No ansías más cuando sabes que hay de sobra? Te conformas con muy poco, Braco. Tú ya tienes a tu hermana, vayamos a por lo mío.
—Me conformo con salir vivo de aquí. Ese dinero es el pago por olvidarme de ella para siempre.
Bernilius desvió su mirada hacia la ventana y fijó su mirada en el furioso temporal que se cernía fuera. Negó lentamente con la cabeza.
Caudiona entró en la estancia. Llevaba en sus brazos nuestra ropa y las armas.. Paseó su mirada por nuestros rostros y adivinó al instante el pensamiento de Bernilius.
—Vístete, Braco, nos vamos. Tu amigo quiere probar suerte. Él sabrá.
Me calcé las botas y me fui colocando la ropa ante la mirada divertida de Bernilius. Mi hermana también había traído su túnica de múltiples capas y el turbante. Se lo embozó hasta dejar solo visibles sus ojos opacos.
—Bernilius —rogué mientras me ajustaba el cinturón del que colgaba la vaina de la espada.
—Tu hermana tiene razón. Probaré suerte —fue todo lo que dijo por respuesta.
Caudiona y yo salimos de la celda dejando entornada la puerta. Sonrió mientras nos alejábamos.
—Nuestra marcha y la falta de un bicho de esos resultará extraña —la advertí mientras ascendíamos por las escaleras al piso superior—. Te castigarán por ayudarme a huir.
—Seremos rápidos —respondió lacónica—. Y tú servirás para propagar un mensaje: nadie nos roba y sale con vida de nuestros dominios.
—¿Bernilius sufrirá?
Caudiona se giró para mirarme y estrechó sus párpados. Debajo de la tela que cubría su cara supe que sonreía.
—Oh, sí, y espero que cuando vuelva me hayan dejado algo.

CAUDIONA (4)

4.
Accedimos a una amplia sala donde la bestia se tumbó y nos bajamos. El suelo era de piedra al igual que las paredes. Grandes bloques pétreos apilados sin argamasa y de abombados salientes constituían la amplia pared circular que delimitaba la estancia. Otras dos bestias como la nuestra se agazapaban en un extremo de la sala, con las alas plegadas y la mirada fija en nosotros. Un grupo de sirvientes se ocupaban de las bestias y varios de ellos acudieron hasta nosotros.
Un mecanismo de pesos y cadenas elevó el portón hasta que la gruesa madera crujió y chirrió al encajarse en la abertura. Una luz difusa que manaba del alto techo iluminaba tenuemente la estancia. El olor de aquellas bestias aladas hedía a azufre y grasa descompuesta.
Las jóvenes se despojaron de sus ropas quedando desnudas salvo unas tiras anchas y cortas que ocultaban su sexo y sus nalgas. Los sirvientes se hicieron cargo de las ropas en silencio.
Sus cuerpos desnudos estaban cubiertos por tatuajes compuestos de miles de líneas finas y oscuras surcando cada porción de su piel. Sus curvas moldeadas y sugerentes incitarían a guerras y batallas con un solo contoneo de sus carnes.
—Aquí dentro no necesitareis vuestras ropas invernales —dijo la que había tenido delante de mí durante el viaje. Dos sirvientes se acercaron hasta nosotros.
Lo cierto era que en aquella sala la temperatura era agradable, incluso bochornosa. Bernilius y yo nos deshicimos de las pieles pero conservamos el peto, los calzones y las armas. Las mujeres torcieron el gesto al advertir nuestras espadas colgando a la cintura.
—Podéis confiar en nosotras, no tenéis necesidad de portar armas en nuestra morada —dijo la otra joven, exhibiendo una franca sonrisa. Tenía el cabello negro como la brea y refulgente como el onyx. Caía sobre su espalda y pechos como una cascada de aceite espeso—. Os serán limpiadas y afiladas antes de vuestra partida.
No tuvimos más remedio que obedecer. Si no descortés, al menos sospechosa habría sido nuestra negativa a quedarnos indefensos. No deshicimos de nuestras armas que fueron recogidas con celeridad por los sirvientes.
La joven elevó los brazos sobre su cabeza y describió con ellos un arco. Al instante la estancia se iluminó con profusión a medida que sus brazos describían el semicírculo. La grandiosidad de aquella magia rivalizaba con la belleza de sus rostros. Los intrincados tatuajes inundaban sus caras con círculos, elipses y curvas apretadas resaltando sus facciones, arremolinándose en impúdicos meandros sobre sus ojos.
Era magia, sí. Estábamos a su merced, sí. Tragué saliva. Estábamos completamente a su merced. ¿Qué robo y qué secuestro habríamos de cometer sin ropa, sin armas? Nuestra condición de ratas aprisionadas se fue afianzando en mi mente.
—Caudiona —dijo la de cabello moreno a la otra joven, de larga y dorada melena—, enseña a nuestros invitados sus aposentos.
Bernilius y yo fuimos detrás de la joven hasta unas escaleras junto a la pared que descendían hacia el piso inferior.
El nombre no era común, pero bastaba para hacer dudar. Sin embargo, la pequeña cicatriz en su ceja derecha, residuo de una aparatosa caída de pequeña cuando jugaba a perseguirme, era incuestionable.
Caudiona, repetí en voz baja. Había penetrado y luego esparcido mi simiente durante el viaje sobre mi propia hermana.
Mi compañero no me escuchó. Iba más pendiente del contoneo de las nalgas de ella que de mi voz.
La joven, sin embargo, sí que oyó mis palabras y se volvió un instante para mirarme con curiosidad mientras bajábamos por los escalones.
En el piso inferior un pasillo longitudinal lo dividía en dos mitades. Estrechas puertas se sucedían a cada lado y la joven se detuvo entre dos de ellas.
—Estas serán vuestras habitaciones. Descansad de vuestro agotador viaje. Confío en que nos acompañéis después a la comida para relatarnos vuestros viajes. ¿Cómo os llamáis?
—Yo soy Ciro de Germanio —dijo Bernilius inclinándose, tomando la mano de Caudiona y besando su muñeca—, y mi compañero es Berio de Solemnios. A vuestro servicio, mi señora.
La joven se marchó dedicándome una mirada suspicaz. Estaba seguro que me había reconocido. Aun por la barba y las cicatrices, pocas personas conocí que rebasasen los dos metros de estatura.
Cerré la puerta tras de mí y contemplé mi habitación. Constaba de un sencillo colchón de paja, un taburete y una palangana llena de agua tibia. Las paredes eran de piedra caliza y un ventanuco cerrado dejaba entrever una ventisca furiosa que golpeaba con nieve espesa sobre el cristal.
Me acerqué a la puerta e intenté abrirla. Me fue imposible, estaba firmemente anclada a la pared.
Encerrados como ratas. Maldije con un gruñido la situación en las que nos encontrábamos. Sopesé la posibilidad de echar la puerta abajo a base de empujones pero deseché el plan. Más inteligente sería averiguar cuál era el mecanismo de apertura cuando saliésemos a comer.
Me acerqué al ventanuco y contemplé como la nieve iba cubriendo sin pausa el alféizar exterior de nieve.
No sé cuánto tiempo transcurrió pero escuché unos pasos lejanos que se acercaban. La puerta se abrió y mi hermana entró cerrando la puerta tras de sí en silencio. Apoyó en ella la espalda y me miró con aquellos ojos opacos. Estaba desnuda.
—Braco —susurró en voz baja.
Me levanté y fui hacia ella para abrazarla. Pero un gesto de su cabeza me hizo detenerme a mitad de camino.
—¿Qué habéis venido a hacer aquí? Apestáis a ladrones de lejos.
—Mi compañero ha venido en busca de oro, sí —confirmé sin pensarlo. Era mi hermana. Y, de todas formas, todos en aquella torre estarían enterados ya—. Yo solo he venido a por ti.
—¿A por mí? —sonrió Caudiona. Era una sonrisa burlona pero era la primera vez que la veía sonreír. Estaba ciertamente hermosa. Pero chasqueé la lengua de fastidio al ver como aquellas líneas negras surcaban su piel. La marca de lo oscuro, de lo indigno, de la hechicería.
Adivinó mis pensamientos y ensanchó su sonrisa.
—¿Qué ocurre, hermano mío, te disgusta en qué se ha convertido tu desamparada hermanita pequeña?
—Estás… estás… —tragué saliva y di un paso atrás—. ¿Te jactas de ser lo que eres?
Se acercó hacia mí, alzando la cabeza para mirarme a los ojos. Me di cuenta, por primera vez, que la opacidad de los suyos se asemejaba a la del basalto. Era imposible no turbarse ante aquellos párpados lubricando sus ojos de piedra cada parpadeo.
—¿De ser qué? —preguntó relamiéndose los labios. Colocó sus manos a su espalda e inspiró hondo, sacando pecho, con altanería—. Venga, dilo, hermano mayor, dilo para que pueda oírte. Que estas paredes blancas sean el eco de tus palabras.
—Una sierva de lo oscuro —susurré dando otro paso hacia atrás.
Tropecé con el colchón y caí sobre él de espaldas. Caudiona se abalanzó rauda sobre mí, arrodillándose sobre mi vientre. Su lengua rosada se internó entre el vello de la garganta y ascendió por el mentón hasta llegar a mis labios entreabiertos que sorteó ascendiendo por mi mejilla hasta llegar a mi entrecejo. Su aliento era penetrante y olía a sangre fresca.
Yo, Braco, general del ejército del noble Ifadión, con cientos de muertes cargando sobre mis hombros incluida la de mi propio señor, ahora me veía desvalido y acobardado ante la lúbrica lengua de una joven hechicera. Podría apresar su fino cuello con una mano y apretar hasta que sus frágiles huesos crujiesen, sintiendo bajo la palma de mi mano como su garganta se quebraba. El mundo sería un poco mejor. Cualquiera me lo agradecería. No importaba que fuese mi hermana.
En cambio, apresé su pequeña cabeza con una mano, atraje sus labios a los míos y deslicé mi otra mano hacia la hendidura que sus nalgas ocultaban.

CAUDIONA (3)

3.
Las torres se levantaban sobre los salientes rocosos del pico más alto. Era una estructura formada por varios faros aposentados sobre los riscos, comunicados entre sí por puentes colgantes. Cada torre poseía en el embudo invertido que formaba su cúspide un estandarte y todos ellos, largos y oscuros, restallaban lejanos en el aire como látigos que añadían a los vientos ululantes de aquellas alturas una siniestra comparsa a modo de música.
Bernilius y yo nos miramos mientras nos embozábamos las pieles de oveja a la cara. El frío y húmedo viento encontraba cualquier resquicio en nuestra ropa y producía escarcha con el mero contacto. Debíamos parpadear a menudo para impedir que los ojos se nos cerrasen por el hielo acumulado alrededor de ellos. Nuestros caballos habían muerto hacía pocas horas, nada más iniciar la marcha por aquel paisaje nevado. Si algún lugar podía calificarse de inhóspito, este podría ser un buen exponente.
El acceso a las torres desde la base de la montaña, si lo había, no estaba visible. Trepamos hasta una roca y miramos encima nuestro en busca de cuál era la forma de llegar hasta aquel cúmulo de torres infestadas de seres oscuros.
El fuerte viento nos impidió oír el batir de alas hasta que surcaron los cielos encima de nosotros, ensombreciéndonos. Alzamos la mirada y dos grandes bestias de oscuro vientre, larga cola y gigantescas alas membranosas desafiaron los fuertes vientos para dirigirse hacia las torres. Dudo que nos viesen: íbamos cubiertos de pieles blancas y grises, fundiéndonos entre aquel paisaje helado. Aun así nos agazapamos entre las rocas con los ojos abiertos de asombro y tratando de calmar nuestros asustados corazones. Varias personas iban en sus lomos tumbados y abrazados al cuerpo de las bestias, llevando ropajes livianos y ondeantes.
No sé qué eran esos monstruos, jamás habíamos visto algo igual. Dudo que su existencia tuviese cabida en este mundo, debiendo pertenecer, por fuerza, a otro bien distinto.
Una de aquellas bestias dio un giro brusco en el aire y batiendo con rapidez sus alas, tomó tierra delante de nosotros. Sus cuatro patas se posaron sobre la nieve compacta. Un grueso penacho de humo gris y denso salió de la boca monstruosa colmada de dientes puntiagudos y apretados y emitió un chillido ensordecedor, acallando por unos instantes el continuo ulular del viento.
Dos personas descendieron del lomo del monstruo y, tras mirarse unos instantes, se dirigieron hacia nosotros.
La huida era fútil. Aquella bestia nos alcanzaría en un solo momento. Nos incorporamos y, tratando de dominar el fuerte temblor de nuestros dedos, extrajimos las espadas de sus vainas y nos dispusimos a hacer frente a las dos figuras que venían a nuestro encuentro. No portaban arma visible alguna y por ello nos causaban más temor.
Bajamos de la roca y juntamos nuestros cuerpos para tratar de conservar algo de calor y cubrirnos mutuamente. Nuestras espadas vibraban con el aire furioso, disimulando la tiritona de nuestros brazos.
Cuando estaban cerca, una de las figuras resbaló en la nieve y de entre sus túnicas grises de múltiples capas ondeantes sobresalió una pierna blanca y estilizada para apoyarse. Era la pierna de una mujer. Miré a Bernilius y vi en sus ojos cubiertos de escarcha el reflejo de una común extrañeza.
—¿Quiénes sois? —gritó para hacerse oír entre los vientos infernales una de la voces, femenina, cuando se detuvieron a pocos pasos de distancia.
Eran dos mujeres y, aunque el relampagueante agitar de sus ropajes impedía vislumbrar sus formas, de vez en cuando las telas se ceñían a sus redondeces mostrando cuerpos voluptuosos. Llevaban la cara cubierta con turbantes y tan solo asomaban sus ojos, igual que en nuestro caso.
Pero los suyos eran negros y opacos, desprovistos del blanco que enmarcaban unas pupilas humanas.
—Dos viajeros que han perdido el rumbo —gritó Bernilius, repitiendo la excusa que acordamos si nos sorprendían.
Las dos mujeres, o lo que fuesen aquellas figuras de ojos inhumanos, se miraron y distinguimos como entrecerraban sus párpados, dilucidando la veracidad de nuestras palabras.
—Sois nuestros huéspedes —gritó una de ellas. Tenía la voz menos potente y casi no la oíamos—. Venid con nosotras.
Dieron media vuelta y se volvieron hacia la bestia que aguardaba agachada en la nieve.
Nos miramos y sonreímos ante nuestra suerte. Aquellas mujeres iban a soltar a dos chacales como nosotros en su morada.
Envainamos las espadas y las seguimos.
El enorme bicho alzó su cabeza cuando nos vio acercarnos. Tenía una cara siniestramente reptiliana, pero dotado de tres ojos ambarinos dispuestos en triángulo que parpadeaban al unísono. Emitió un chillido agudo que hizo estremecerse nuestras almas y agarrotarnos los corazones.
Las dos mujeres subieron gráciles a lomos de la bestia y nos tendieron la mano para ayudarnos a subir. Cuando apoyé el culo sobre el lomo de aquella bestia advertí que la piel estaba caliente, deliciosamente caliente. Al igual que la de la hembra que tenía delante. Se agachó y se abrazó al lomo. Una de las telas que ocultaban su trasero se deslizó traicionera hacia una nalga, permitiéndome atisbar su interior desnudo donde, en efecto, su hendidura demostraba su condición femenina. Cientos de tatuajes adornaban su piel blanquecina.
—Tumbaos sobre nosotras —gritó la que tenía delante—. O no sobreviviréis al frío de las alturas.
Me ceñí al cuerpo tibio de la mujer y ésta dio un respingo cuando mis pieles de oveja heladas se aposentaron sobre su trasero desnudo. La mujer estaba casi oculta debajo de mí a causa de mi gran envergadura. Por detrás noté como la otra mujer deslizaba sus manos dentro de las pieles de mis costados y aposentaba sus dedos tibios sobre mi vientre. Me giré y vi como Bernilius había hecho lo mismo dentro de las ropas de la mujer, aferrando sus senos. Los ojos de la mujer parpadearon pareciendo agradecer el contacto.
Esto era de locos. En una situación como esta, el deseo carnal empezaba a despertarme incómodas hinchazones en mi entrepierna.
La bestia se levantó y desplegó sus enormes alas membranosas. Los músculos debajo nuestro se tensaron y noté la increíble fuerza que aquel ser poseía. Las alas se agitaron con rapidez alrededor nuestro y un calor antinatural pareció envolvernos a medida que levantábamos el vuelo. Los aleteos eran como enormes látigos restallando el aire, descargando aterradores trallazos sonoros que nos envolvían a uno y otro lado. Me agarré con más firmeza a la mujer debajo de mí. El suelo nevado se alejó de nosotros y ganamos altura.
La mujer detrás de mí susurró algo que respondió la que tenía debajo. No distinguí que dijeron, hablaban una lengua extraña, pero la que tenía detrás de mí hurgó dentro de mis ropas en busca de mi sexo. Lo encontró con rapidez. Sus dedos pequeños apresaron el talle y comenzaron a estimularlo. Sus manos y mi sexo golpeaban las nalgas de la otra mujer que levantó la grupa, predisponiéndose a la monta.
Las manos guiaron mi miembro erecto hacia el conducto lubricado que tenía delante y lo introdujeron con decisión. El interior era tortuosamente acogedor. Comencé a bombear con movimientos pausados, manteniendo el equilibrio sobre el lomo del monstruo en pleno vuelo. Entre el restallido de batir de alas se oían nuestros gemidos. También escuché los de detrás de mí y supe que Bernilius hacía lo propio con la mujer que tenía a mi espalda.
Cuando el éxtasis me sobrevino los dedos de la mujer sobre mí deslizaron mi miembro pringoso fuera y descargué mis fluidos sobre las nalgas desnudas entre jadeos y convulsiones. Varios chillidos de gozo y un lúbrico y extraño sonido de succión acompañaron mis jadeos.
Tras recuperarme, desvié la mirada debajo del lomo de la bestia y distinguí una de las torres acercándose hacia nosotros con rapidez. Un portón enorme surgió de la desnuda piedra del muro y bajó hasta quedarse horizontal como una enorme rampa de aterrizaje.
La bestia se meció con fuerza en el aire agitando ensordecedoramente sus alas para tomar tierra en la gran abertura. El aire se colmó de latigazos furiosos y las cuatro patas tomaron tierra sobre el portalón bajado.
No tenía idea de cómo saldríamos de allí, pensaba mientras descendíamos del lomo de la bestia. En los ojos de Bernilius distinguí el mismo temor. Ya no éramos chacales sino, más bien, ratas atrapadas en una trampa.

CAUDIONA (2)

2.
Cuando llegó el alba habíamos puesto suficiente distancia entre nosotros y aquel pueblo para preocuparnos de ser perseguidos.
Nuestro destino estaba al norte, siempre al norte, más allá de los soportables páramos, en busca de las picudas montañas nevadas que se alzarían en el horizonte varias jornadas más tarde.
Mi montura pronto acusó la pesadez de mi cuerpo y se agotó en el tercer día. Por suerte había robado en previsión de aquella inevitable suerte otro caballo. Una cuarta montura llevaba nuestras vituallas.
Cabalgábamos sin cesar durante el día y solo parábamos cuando nuestros cuerpos pedían un descanso, el hambre era inaguantable o los caballos exhaustos se negaban a continuar. Bernilius se empeñó, sin objeción por mi parte, en llevar más licor que comida y si bien el viaje era pesado y aburrido, íbamos siempre sonrientes y de buen humor.
Dábamos amplios rodeos para esquivar los pequeños poblados que nos íbamos encontrando a nuestro paso, pero cuando la nieve comenzó a alfombrar el paisaje, todo rastro de humanidad desapareció.
—Llegaremos mañana. No pareces muy contento —comentó Bernilius mientras cortaba un trozo de carne curada y lo echaba a las brasas. Acaba de anochecer y habíamos encontrado un promontorio libre de nieve donde crecían algunos rastrojos donde los caballos podían pastar.
Le miré unos instantes y retorcí el pellejo de cuero en busca del poco licor que contenía. Le tendí el pellejo casi vacío.
—No me agrada demasiado el lugar a donde vamos —respondí tras tragar.
—Los dos salimos ganando, míralo de esa forma. Yo consigo una fortuna y tú recuperas a tu hermana.
—No estoy seguro de querer recuperarla.
Bernilius dio la vuelta a la carne con la ayuda de un cuchillo y volvió a clavarlo en la tierra.
—Sigue siendo tu hermana, Braco. Yo no tengo tanta suerte como tú.
—Tu hermano no era un hechicero.
—No. Era un humilde y orgulloso campesino que se conformaba con sus animales, su pedazo de tierra, su mujer y sus hijos.
—Tu hermano y su familia podían levantar sus cabezas bien alto. Eran personas honorables.
Bernilius chasqueó la lengua y luego escupió a las brasas. El siseo de su saliva burbujeando produjo un silbido agudo.
—¿Y eso de qué les sirvió cuando Alcido y sus perros fueron a sus tierras a buscarme, eh? Dime de qué les sirvió.
—No quería… —me disculpé al ver la furia en su cara. Pocas veces había visto enojado a Bernilius. Aquel hombre, con su delgado y enjuto cuerpo, era todo lo que me separaba de la soledad.
—Ahorcados como perros, con sus entrañas cubiertas de moscas colgando debajo de sus pies. Dime que mal hicieron esos niños, Braco. Dime qué honor hubo en ellos. Si hubiesen sido mis hijos habría vendido a mi hermano con un solo rasguño en sus caras. Un arañazo, su simple raspón. Mi hermano no fue valiente, fue un estúpido.
—Mis padres… —protesté, pero Bernilius me cortó rápido.
—Y los míos, por todos los dioses, también los míos. Ya sabíamos a qué nos ateníamos cuando esparcimos las vísceras de aquel canalla por todo su palacio.
Bernilius sacó el cuchillo de la tierra y miramos la hoja mellada reflejar las ascuas brillantes. Durante un instante el cuchillo pareció bañado en sangre.
—Poco honor queda ya en este mundo, Braco. Y menos debería quedar en nosotros, que hemos violado templos, mancillado a preciosas doncellas, robado a humildes comerciantes y degollado a inocentes para robar fruslerías y baratijas.
—Es una hechicera, una adoradora de dioses oscuros, amante de demonios, la zorra de…
—Es tu hermana. Lo único que te queda de ti en este asqueroso mundo.
Pinchó uno de los trozos de carne humeante y me lo ofreció.
—¿Vas a renunciar a lo único que te salva del olvido?
Miré el trozo de carne y tras dudar unos segundos lo desclavé del cuchillo.
—Así me gusta —dijo con voz hosca mientras recogía otro pedazo de carne para él.

CAUDIONA (1)

PRÓLOGO
La mujer saltó dolorida de la cama y cuando iba a echar a correr fuera de la alcoba, pero se detuvo y se giró unos instantes a contemplar al gigante extendido sobre la cama.
Parecía plácidamente dormido.
Estaba desnudo, igual que ella. El tamaño de la cama era desmesurado. Si se colocaba a la altura de los pies, como él, podría aposentar su cabeza entre su pecho, como había hecho durante el rato en el que se quedó dormida.
Debía marchar, no había tiempo para pensar en cuántos pájaros habían hecho falta para rellenar el colchón. O cuántas horas necesitaría para volver a sentarse sin escozores en una silla. El rey Braco tenía un miembro parejo con su estatura y el cuerpo musculoso y cubierto de blancas cicatrices había estado a punto de provocarla un desmayo. El insaciable frenesí que el monarca derrochaba en el sexo solo era comparable con el profundo sueño que luego, al terminar, le invadía. O eso suponía ella.
—¿Ya marchas? —susurró Braco.
La mujer dio un respingo.
—Mi señor… —tragó saliva y dudó que fuese capaz de aguantar otra sucesión de empellones en su sexo como los que había sufrido—. Os creía dormido. Estoy agotada, iba a…
Recordó que aquel hombre era tan enorme como astuto. Pocas tretas podrían sacarla de aquella habitación.
—No marches, vuelve a la cama.
Era el rey. No podía contradecirle. Pero sí demorar su ansia.
—Mi señor —sonrió melosa volviendo a la cama. Cogió una botella de licor y dos copas que llenó hasta el borde. Las piernas le temblaban solo de pensar que su plan no tuviese éxito—. Me preguntaba si querrías acompañar este momento con algo de licor.
El monarca se irguió y se sentó apoyando su espalda en el cabecero de la cama. Toda la estructura crujió con su peso. Entrecerró los ojos durante unos segundos, sondeando los de la mujer y luego alargó la mano para tomar la copa que le tendía.
—La noche es fría —comentó el monarca al ver el amplio ventanal que había enfrente de la cama. Los primeros copos de nieve empezaron a azotar el cristal, impulsados por una ligera brisa—. Y está comenzando a nevar.
Se bebió el contenido de la copa de un trago y la mujer se apresuró a volver a llenarla.
—Mi señor —dijo la mujer mientras sorbía un poco de aquel licor. Estaba dulzón, pero había empezado a notar sus efectos en poco tiempo. Quizá fuese la causa de la impertinencia de su petición—. A veces suspiráis cuando veis a vuestra esposa. He notado que solo sonreís en su compañía y la prodigáis halagos y carantoñas. ¿No sois acaso suficientemente feliz con ella para andar buscando cuerpos ajenos como el mío con los que aplacar vuestra libido?
El rey pareció ignorar la pregunta de la mujer. Miraba al frente, a la ventana por donde se atisbaban los copos posarse sobre el alfeizar.
—Lléname de nuevo la copa, mujer, y te contaré una historia.
El licor volvió a rebosar la copa.

1.
Mi hermana.
Solo ese pensamiento, ningún otro. Era increíble, ni lo habría podido imaginar siquiera. En boca de cualquier otro, le habría abierto en canal y desparramado sus vísceras sobre su cara.
—¿Braco, estás bien, amigo? —oí a mi lado. Aquella voz detuvo mis pensamientos.
Me giré hacia Bermilius. Tenía la jarra en el aire, mirándome sonriente.
—¿Estás bién? —repitió bebiendo un gran trago. Apuró el contenido y se incorporó con dificultad para pedir más bebida a la camarera. Su llamada terminó en un grito agudo y estridente que hizo enmudecer durante unos instantes a los parroquianos de la taberna.
—Solo pensaba —contesté cuando me dio unas palmadas en la espalda.
—En tu hermana —adivinó mi amigo.
Asentí con la cabeza y bebí varios tragos seguidos de mi licor.
—Estás de acuerdo, entonces, ¿no? —preguntó Bernilius.
—Aún no sé qué pensar —susurré mientras me limpiaba los morros ocultos con la barba con el dorso de la mano—. Caudiona no puede haberse convertido en una…
Bernilius me hizo un gesto con la mano para que callase. La camarera, una mujer rolliza y de cara sonrojada, llegó hasta nosotros y llenó nuestras jarras. Tendió la mano sobre la mesa para reclamar el importe y mi amigo sacó de una bolsa atada a su cintura una moneda reluciente que mostró entre sus dos dedos a la mujer. Cuando la mujer fue a cogerla, Bernilius esquivó sus manos y depositó la moneda entre los abultados pechos de la mujer.
Cuando la camarera marchó, Bernilius deslizó la moneda que nunca se había separado de sus dedos de nuevo en su bolsillo.
—Esta es la última ronda. No se tragará de nuevo el truco —susurró mi amigo relamiéndose los labios mientras miraba el trasero bamboleante de la camarera desaparecer entre la multitud.
Me llevé el borde de la jarra a los labios mientras sonreía. Aquel larguirucho y enclenque ladrón, otrora soldado como yo e igualmente buscado por deserción, no dejaba de impresionarme.
—No estarás pensando en recuperar esas monedas del lugar donde las dejas, ¿no? —reí dando un toque con el hombro al de Bernilius.
No calculé la fuerza del toque y, ayudado por el poco equilibrio que le restaba debido a su ebriedad, cayó al suelo derramando todo el contenido de la jarra sobre él.
Nos miramos unos instantes y rompimos a reír. Entre mis graves carcajadas y las suyas tan agudas, atrajimos de nuevo la atención de los demás clientes.
—Hora de irse —dije tendiendo la mano a mi compañero aún en el suelo.
—¿Hay trato entonces? —preguntó disolviendo su sonrisa y expresando la gravedad de su proposición.
Afirmé con la cabeza y solo entonces se ayudó de mi mano para levantarse. Salimos de la taberna con paso calmado pero ligero. Nuestras cabezas podían hacer a cualquiera de los que nos rodeaban ricos durante varias generaciones.
—Nos harán falta caballos —dije fijándome en el establo adyacente al local del que acabábamos de salir.
—Y provisiones —añadió Bernilius señalando con la cabeza a las vituallas del carro junto al almacén.
Nos anudamos las vainas de las espadas al muslo para que no tintineasen y corrimos entre las sombras hacia el comienzo de nuestra misión.

CLIENTES

Una ligera brisa se cuela por debajo de la minifalda y me asciende hasta la ingle. Cruzo las piernas embargada por una repentina necesidad de mear. Cuando me entra frío en los bajos me entran las ganas de mear, es matemático. Agradezco el vello que me cubre el sexo. Quizá por esa razón los humanos hemos conservado el vello en las zonas más delicadas de nuestros cuerpos. Hace tiempo leí en una revista, no sé si era Muy Interesante o Quo, creo que da lo mismo, que la pregunta que cabe hacerse no es porqué los humanos hemos perdido el vello corporal, sino porqué hemos conservado el vello en las axilas y las gónadas. Algunos más que otros. En mi caso no demasiado, pero todo va por gustos y modas. Y comodidades. Yo prefiero dejar que el vello luzca bajo la lencería, que llene las bragas pero sin asomar por los bordes. En cuanto a los sobacos, depende del cliente porque a mí me da lo mismo.
Pretender que un perro haga sus necesidades donde a ti te venga bien es algo que requiere de poco sentido común o mucho adiestramiento y la anciana que ha subido a su caniche al macetero urbano del árbol bajo cuyas ramas me cobijo esperando al cliente no tiene pinta de ser adiestradora. Pero el perro obedece y mea y caga donde la anciana le dice que lo haga. Un joven sentado en el banco adyacente desvía la mirada de mi culo para posarla, hipnotizado, sobre el perro defecando. Una vez tuve un cliente que nada más llegar al adosado me dejó sola en el enorme salón tras haberme pagado por adelantado, el doble de lo acordado, no dije nada, y no creo que la agencia tuviese alguna vez conocimiento de mi propina. Al cabo de unos minutos me vino con unos cuantos periódicos cuyas hojas fue repartiendo por un rincón del salón. El montón de papeles fue cubierto luego por unas bolsas de supermercado abiertas, plastificando el envoltorio.
—Caga —me ordenó señalándome el improvisado mingitorio.
Observé con aprensión la cochiquera que me había montado en un par de minutos. ¿Coprofilia? Desestimé la explicación que estaba meditando tras fijarme en su barba cana y cuidada, pero me equivocaba. Tenía el labio superior recortado y el mentón cuidadosamente definido. La montura al aire denotaba unas patillas de tungsteno y unas lentes de cristal orgánico. Mucha pasta. La agencia no me había advertido previamente de los gustos de este cliente, quizá no los hubiese expresado. Un fetichista encerrado dentro de un putero dentro de un respetable conciudadano, de los que iría al teatro Calderón la tarde de los domingos con su señora y a diario se tomaría sus cafés en el Lyon D´or. Quizás un concejal, no sé, un algo cargo con seguridad.
—Cagar vale el triple y no garantizo la consistencia de mis zurullos, tengo frío.
El cliente me miró con sorna cuando confesé las pocas posibilidades de obtener un chorizo digno de un fetichista. No dijo nada, tampoco importaba que lo hiciese. Sacó de su cartera otros cuatro billetes de cien euros y me enseñó el dobladillo vacío donde había alojado el dinero. Subió la calefacción y al cabo de unos minutos el ambiente se volvió cálido, casi bochornoso. Me deshice de la ropa y me acuclillé desnuda encima de las bolsas y delante del profesor (porque tenía pinta de profesor). Simulé un esfuerzo ímprobo que supuse le pondría aún más cachondo de lo que ya estaba, sentado frente a mí, igual de desnudo y haciéndose unas friegas en la verga y en su ano.
Les ahorraré detalles sobre olores, texturas o consistencias. Y sabores. De propina, porque no me aguantaba, acompañé el plato con un pis turbio.
Ya viene, creo que es él. Un Renault Space de color burdeos se detiene en doble fila. Dudo que sea mi cliente. Él no debería dudar, porque llevo la ropa que decidió (los clientes son muy rigurosos al respecto): camiseta juvenil hasta el ombligo, minifalda prieta, pantis oscuros y botas de caña arrugada. Sin ropa interior. El anorak que llevo encima es decisión mía, prefiero una mueca de disgusto en su cara que un resfriado, los noviembres como este, ventoleros y húmedos, no avisan. Sabré disculparme.
La puerta derecha se abre, invitándome a entrar. Al volante está una mujer.
—¿Vas de parte de Juan? —me acerco a preguntar.
—No, yo soy Juan —contesta la mujer sin desviar su mirada del espejo retrovisor que tiene en su puerta. Su rostro alargado aparentará una edad cercana a la cuarentena, quizá hacia abajo porque aún conserva bastantes rasgos de una juventud que aún parece disfrutar por la belleza que transmite, realzada con el maquillaje ligero y el cabello castaño teñido con mechas claras y recogido en un moño casual. Viste blusa de seda y falda de lino oscura con una larga abertura lateral que deja entrever el refuerzo de unas medias y un triángulo de carne pálida y firme.. Dudo durante unos instantes si introducirme en el vehículo. Las mujeres no me contratan porque mi aspecto y mi cuerpo las recuerda a las hijas que tienen o las que las gustaría tener. O las que no tienen. Los hombres lo hacen sin dudarlo un instante, son hombres y es consustancial a su género.
—Mi niña se ha hecho mayor —me confesó un cliente cuando me desnudé frente a él mientras se masturbaba sentado en el sillón. Su mirada se desvió detrás de mí y giré la cabeza siguiendo su dirección. Un marco hecho con palillos cortados a la mitad encerraba una foto familiar compuesta por mi cliente y su mujer flanqueando a una jovencita de aspecto similar al mío, quizá algo mayor.
—Ay, papi, me pica aquí —lloriqueé arrodillándome en su regazo. Me incorporé sobre el cojín delante de él y le planté el pubis afeitado en los morros. Hundió las uñas en mis nalgas y aspiró con deleite la fragancia que ascendía desde mi hendidura para luego degustar con la lengua el sabor de mis humedades. Un escalofrío me recorrió la espalda desde la nuca hasta la rabadilla cuando rebañó los pliegues alrededor del clítoris. Me fue difícil mantener el equilibrio apoyada sobre su cabeza cuando la movía sin cesar por toda la extensión de mi vulva. Terminé por arrodillarme sobre su regazo de nuevo, clavándome el pene que discurrió dentro de mi interior como si hubiese estado bañado en aceite.
—Llevas un anorak —dijo tras chasquear la lengua de fastidio la mujer. Seguía con la mirada fija en el espejo retrovisor—. Determiné expresamente a la agencia qué ropa debías llevar puesta.
—Hace frío —argumenté sin demasiadas esperanzas de saber cómo podría disculparme por mi lógica preocupación por la salud. Esta mujer, a pesar de ser mujer, no debía contar con mucha empatía. Las que contratan a putas tienen que, previamente, haberse comido, digerido y cagado su empatía. Y esta tenía pinta de ser madre.
—Sube —y ante mi duda, creo que intentando enmendar el engaño de su identidad, pero no lo tenía tan claro, añadió—. Te pago el doble.
Me acomodo en el asiento y ya voy a colocarme el cinturón de seguridad cuando la mujer sube la temperatura del climatizador. Me quito el anorak en respuesta y me coloco el cinturón. Se inclina sobre mí acomodándomelo para que cruce entre mis tetas y me arremanga la minifalda dejando a la vista el refuerzo de los pantis. Meticulosa hasta el extremo, me hace girar la cara hacia ella y me retoca los labios con un gloss de Margaret Astor que saca de la guantera. No es el mismo tono de coral pero a ella le da igual y a mí también. Luego baja la visera del techo y se retoca su peinado y su maquillaje con idéntica minuciosidad. Cuando termina deposita sobre el salpicadero un billete de quinientos y otro de cien euros. Los guardo en el bolso que dejo en el asiento trasero. El interior del monovolumen es enorme y huele a pino.
—¿Te lo has pasado bien, cariño? —me pregunta dulcificando su expresión cuando me vuelvo a colocar en el asiento. Se ha vuelto hacia mí posando una mano tibia sobre mi muslo, cerca del refuerzo. Su aliento huele a hierbabuena y en su mirada distingo el brillo del orgullo de una madre—. ¿Te ha follado por fin tu novio?
Sostengo su mirada a pesar de que sus dedos se deslizan sobre mi vulva caliente. Compongo una sonrisa de tristeza que no sé si será de su agrado, pero apuesto a que sí, no suelo fallar. Hace meses, cuando cumplí los dieciocho, trabajé en una perfumería. El jefe, un hombre calvo y rechoncho de frente aceitosa, debía pensar que era una bruja, hija de una bruja o pariente de una bruja porque parecía adivinar siempre sus intenciones. Tenía la manía de que al hablar, dejaba en suspenso el final de las frases (y yo las terminaba), momento que aprovechaba para deslizar sus dedos por su frente y luego por la cara, repartiendo el aceite por cada recoveco de sus arrugas. La chica a la que sustituía le había proferido, tras varios meses de arcadas reprimidas, la singular osadía:
—¡Pero límpiese la cara, por dios, que da asco verle la jeta!
Don Manuel, que así se llamaba y quería hacerse llamar, me contaron las compañeras que delante de ella se pasó la lengua por entre los labios brillantes arrebañando entre sus comisuras el poso del mejunje resplandeciente de su frente y abrió mucho los ojos, quizá sorprendido, o igual satisfecho, cuando la chica terminó por vomitar agarrándose el vientre al ver su lengua degustar la grasa, momento que Don Manuel aprovechó para, en un gesto poco caballeroso, agarrarla del pelo y llevar su cara al suelo embadurnándola en el desayuno a medio digerir que la pobre chica había tenido que expulsar por el orificio contrario.
—Resbaló cuando la ayudaba a incorporarse —me aclaró mi jefe cuando le pregunté, una noche que nos quedamos solos haciendo caja. Luego como si sus palabras requiriesen un pago por mi parte, y como había supuesto, me bajó los pantalones y las bragas y se dedicó a sorber con gran disfrute el zumo de mi vulva. Me hizo daño en los labios, el pobre cabrón; chupó con tanta fuerza que se me fueron las maneras, llamándole de hijoputa para arriba, pero como iba a la suyo y, cuando intenta apartarlo, mis dedos resbalaban en su calva aceitosa, me vino el orgasmo más por costumbre que por placer. Terminé por zafarme meándome en su cara y soltando algunas ventosidades. Le arruiné una decena de cajas de perfume que resultaron salpicadas por mi pis y Don Manuel, como recompensa, me dio una patada en el culo figurativa, mandándome de nuevo a la calle.
—Creo que no lo he hecho bien, mamá —le respondí a la mujer. Me sonrió condescendiente y arrancó el Space incorporándose al tráfico. Giró en la avenida de Sánchez Arjona y fuimos rectos por José Acosta detrás de un autobús de La Regional —. Creo que tendrás que volver a explicarme cómo tengo que hacerlo porque Sergio se corrió a los pocos segundos y no sé por qué.
—No te preocupes, cariño —respondió la mujer pasándome la mano por el cabello, reteniéndolos en mi nuca, en un gesto de ternura que me hizo revolverme inquieta en el asiento—. Cuando lleguemos a casa, papá y yo te lo volvemos a explicar. Pero esta vez, presta atención, ¿eh? Y no discutas cuando tu padre te quiera enseñar cómo se hace, ¿vale, me lo prometes? Es por tu bien. —. Sus dedos se deslizaron del pelo hacia la mejilla y luego presionó con el índice y el medio sobre mis labios. Abrí la boca y permití que sus dedos penetraran. Apresé con los dientes las uñas cuando empezaron a lastimarme el interior del carrillo y la mujer sacó los dedos azorada.
—Perdona, cariño —se disculpó llevándose los dedos pringosos a sus labios para saborear mis jugos.
Empezaron a caer cuatro gotas que, al cabo de un momento se tornó en lluvia presurosa mientras, recortado sobre los edificios de la ciudad, el ocaso iba languideciendo. Seguimos todo recto en dirección a Zaratán donde la mujer giró en una rotonda cercana a la población en dirección a la urbanización que quedaba al lado del centro comercial.
—Mamá —proseguí con mi pantomima mientras recorríamos una hilera de adosados. Había aminorado y, por fin, se detuvo sobre la puerta de un garaje. Sacó de la guantera un mando de infrarrojos que pulsó mientras se volvía hacia mí.
—Dime, tesoro.
—Me da corte decírtelo, pero Sergio se corrió y yo no. Me dejó a medias.
—Descuida, que sabremos cómo arreglarlo, hija.
La puerta terminó de abrirse con un chirrido final y entramos en el garaje. La mujer detuvo el monovolumen junto a un Seat Ibiza de color oliva. Cuatro bicicletas de montaña de distintos tamaños yacían colgadas de la pared que teníamos a la derecha, al lado de una estantería donde se acumulaban varias cajas de leche, botellas de aceite, latas de conserva y un jamón serrano oculto con un saco. La mujer pulsó de nuevo el botón del mando y la puerta bajó renqueante hasta golpear el suelo de hormigón con un crujido.
Me colgué el bolso al hombro pero la mujer negó con la cabeza expresando su contrariedad. Adiviné que, terminado el trabajo, volvería a llevarme al paseo Zorrilla.
—He preparado tu cena favorita, cariño. O traías hambre después de tanto follar o necesitabas una alegría tras una decepción. Me temo que tendrá que ser por lo segundo, pero no estés triste, seguro que toda la culpa fue de Sergio, que no supo satisfacerte, ¿a que sí?
—Quiero creer que sí, mamá, me disgustaría decepcionaros.
La mujer iba camino de una puerta en un extremo del garaje pero se detuvo y se giró hacia mí cuando acaba de abrir la puerta interior que daba acceso. Unas escaleras ascendían hasta una puerta abierta donde asomaban unos pies cubiertos con unas pantuflas. Una lágrima se deslizó por los ojos enmarcados de rímel de la mujer y sus labios dibujaron una sonrisa de orgullo acentuada por un mentón fruncido.
—¿Decepcionarnos? —repitió la mujer abriendo los brazos hacia mí—. Ven aquí, cariño.
Me abrazó con fuerza y correspondí aquel abrazo con otro de similares pretensiones. Estaba de veras preocupada porque aquella mujer representaba con extrema fidelidad su rol. Ignoraba como había conseguido llorar pero supuse que estaba tan enfrascada en su papel que los sentimientos eran casi genuinos. Un reconfortante aliento tibio me calentó la nuca, pero la mujer pronto mostró su verdadero deseo; sus dedos bajaron por mi espalda y levantándome la falda se introdujeron bajo los pantis, entre las nalgas, para desaparecer el dedo medio dentro de mi esfínter. Di un respingo y ahogué un quejido que la mujer contuvo con su otra mano hundiéndome la cabeza entre sus tetas. Su dedo ahondó aún más en mi culo mientras los demás se perdían entre la maraña de vello púbico alrededor de mi vulva excitada. Reprimí un gemido cuando comenzó a imprimir un vaivén lento a su mano, restregando mis humedades por entre el vello. Desabotoné temblorosa su blusa hasta debajo del sujetador y le saqué la carne de una teta hasta liberar el pezón de la una de las copas. Procedí a sorber con fruición para agradecer su labor en mis orificios. La mujer no reprimió un suspiro cuyo eco resonó en el garaje.
—Amanda, ¿sois vosotras, cariño? —preguntó una voz masculina tras la escalera.
La mujer se apartó de mí con una sonrisa. Luego, mientras me subía los pantis y me arreglaba la minifalda a su gusto, se pasó la lengua por los labios, enjugando la saliva que se había desparramado por sus comisuras. Se colocó la teta bajo el sujetador y se abotonó la blusa. Cuando decidió que nuestro atuendo era el correcto se colocó tras de mí, invitándome a subir con una palmada en el trasero.
—Sube, cariño, que tu padre se pondrá muy contento cuando te vea así de guapa.
Deposité un beso en sus mullidos labios y afirmé con la cabeza, subiendo las escaleras delante de ella.
Me detuve congelando la postura cuando me encontré frente a frente con don Anselmo. Seguro que él también me reconoció pero ninguno pensábamos deshacer el hechizo por un reconocimiento mutuo. Me recordaría, creo, por una de las últimas conversaciones que tuvimos.
—Patricia —y se apoyó sobre mi pupitre, acercando su cara a la mía. Mis compañeras se apartaron unos metros, los suficientes para no perder detalle de las formas y las palabras. No podía achantarme así que soporté durante unos segundos su aliento a tabaco de pipa Amsterdamer. A su favor debo decir que la vainilla del tabaco lo hace muy soportable, alcanzando el adjetivo de fragancia, en su contra, que el mostacho se le había clareado tanto que resultaba cómico. Como no retrocedí, ni tenía intención de hacerlo aún a pesar de que el flequillo de su pelo alborotado lindaba con el mío, prosiguió algo molesto— no puedes venir a clase con minifalda. Me temo que tengo que pedirte que vuelvas a casa a cambiarte. Eso si quieres volver, claro.
La clase enmudeció, pendiente de nosotros. Quizá todo ocurriese en mi cabeza y había dejado de escucharles, quizá no, ahora me da igual.
—Llevo el pantalón del chándal en la mochila —contesté mientras aspiraba el aroma a vainilla. Sus ojos refulgían de un azul opalescente que en todas nosotras ya había sido causa de algún suspiro más o menos disimulado, seguido de un “cabrón” o “hijoputa” o lindezas del estilo, porque su categoría de profesor le limitaba bastante en nuestros anhelos húmedos. Yo no congeniaba con aquellos calificativos, pero tampoco quería dejar de tener amigas.
—Me parece bien —convino don Anselmo para luego erguirse y mirar al resto de la clase—. Eh, vosotras, meted ese cigarrillo donde yo no pueda verlo, la clase empieza en cinco minutos —. Mis ojos convergieron en el paquete de su pantalón de pana azul marino. La bragueta estaba medio abierta entreviéndose un calzoncillo de color burdeos. Don Anselmo, a pesar de ser profesor, era buen tipo. Admito que me pasaba los exámenes por el orto e iba a clase para pasar el tiempo. Quizá porque su aroma a vainilla me hacía removerme en el asiento cada vez que me envolvía con él, quizá porque en el fondo aún parecía joven, no aproveché la oportunidad de dejarle en ridículo. Y por eso le subí la bragueta para, de paso, confirmar lo que sospechaba, que estaba palote. Ni se enteró, el pobre.
Papá se inclinó hacia mí abriendo los brazos y me lancé entre ellos provocando un momento de desequilibrio que casi nos lleva al suelo. Llevaba el mismo mostacho, con aquel triángulo informe bajo la nariz de vello claro que me provocaba una sonrisa. Conservaba las mismas gafas pero se había dejado corto el pelo, peinado hacia atrás. No había pasado dos años y ya echaba de menos aquel perfume a vainilla que me envolvió al instante y que parecía brotar de su ropa como si todo su cuerpo oliese a vainilla. Estrechó el abrazo sobre mí y sus manos se aposentaron al final de mi espalda desnuda. Tenía los dedos calientes, acogedoramente calientes, y se recrearon en mi piel acariciándola como solo un hombre puede hacer, consiguiendo que un escalofrío me ascendiera hasta la nuca poniéndome el vello del cuello de punta.
—Papi —lloriqueé—, no te enfades, pero todo lo que mamá y tú me enseñasteis no me sirvió de nada; Sergio se me corrió al poco y yo me quedé a dos velas, compuesta y sin polla.
—Bueno, cariño, no importa —dijo separándome de él lo suficiente para poder vernos frente a frente—, tu madre ha preparado tu comida favorita y después de cenar nos cuentas qué pasó, ¿vale?
Don Anselmo imprimía también aquella beatitud en su rostro que me descolocaba por completo, igual que Amanda, como así la había llamado. Las arrugas en las comisuras de los ojos y la sonrisa adjunta a un mentón fruncido denotaban orgullo y ternura a partes desiguales. En sus ojos azules se acumulaban en los extremos una acumulación de lágrimas que parecían a punto de desbordar el límite de las pestañas inferiores. Tampoco él parecía tener ninguna dificultad para abrir el grifo del llanto a la conveniencia de un papel que, cada vez más, se me antojaba demasiado real. Tan real que asustaba, tan real que reconfortaba.
Mamá posó sus manos en mis hombros y deslizó su cabeza al lado de la mía para unir sus labios a los de papá en un beso que requirió varios giros de cabeza.
—Temo que tu hija no puso en práctica nada de lo que la enseñamos, amor —susurró la mujer cuando despegó sus labios y depositó un beso ruidoso en mi mejilla —. Pero yo creo que toda la culpa fue de su novio, que no supo follarse a la niña como es debido. Me ha confesado que ni siquiera se corrió una sola vez.
—Pobre, no te preocupes, tesoro, que todo tiene arreglo —contestó mi padre ascendiendo sus dedos por mi espalda. La camiseta se me arremangó a su paso y se quedó enganchada en los pezones. Algún gesto tuvo que hacer Amanda detrás de mí porque don Anselmo, embalado como iba, estuvo a punto de estropearlo todo al despojarme de la camiseta. Sus manos descendieron, al igual que mi camiseta, pero sus dedos continuaron dejando rastros candentes por mi espalda que me provocaban convulsiones en el vientre. Solo los hombres saben hacer eso, repito, no se lo pidas hacer a una mujer porque no ocurrirá lo mismo.
Recuerdo hace días, cuando me senté en un rincón apartado de El Cisne, mientras esperábamos las cervezas que habíamos pedido, que el cliente, una mujer madura, acercó su silla a la mía a la manera de un banco y deslizó una mano bajo mi blusa por la espalda. Era más mayor que Amanda; tiempo habría tenido para deglutir y cagar suficientes dosis de empatía, me temo. Su mano se topó con el sujetador y lo desabrochó con un chasquido de dedos.
—Tienes unas tetas muy bonitas, querida —susurró la mujer posando su mirada en mis pechos mientras la otra mano se deslizaba entre mis piernas bajo la falda plisada. Yo carecía de bragas, como dejó expresamente advertido a la agencia y sus dedos se toparon con los pliegues de mi sexo. Separé un poco los muslos para facilitarle la tarea y sonreí turbada bajando la cabeza. Simulaba aturdimiento, pero era vergüenza y obedecía, en su ignorancia, a sus desvelos cándidos y torpes, sobre mi conejo.
—Gracias —murmuré removiéndome en la silla, inquieta. Menos mal que una mano me aplicaba generosos pero inertes pellizcos en los mofletes de la vulva porque la otra, la que acariciaba mi espalda, me producía indiferencia, incluso repulsión. Nuestras posturas eran, ante todo, reveladoras, la mujer con una mano a mi espalda y la otra oculta bajo la mesa redonda de mármol y yo sugiriendo un ataque de chinches en el culo por cómo me revolvía en el asiento. Pero al camarero que vino con las cervezas le dio lo mismo nuestro rollo, a mí me dio lo mismo y a la mujer le dio lo mismo. Más tarde, en su casa, al lado de la plaza de los leones, cuando se acuclilló frente a mí para lamerme la almeja la deslicé las manos de mi espalda a mis tetas y luego a mi culo; pensé que quizás, en otros lugares de mi geografía, podría sentir algo más que repulsión con su contacto. Me equivoqué y la pobre mujer tuvo que comerme un coño bastante seco durante un cuarto de hora hasta que se cansó y se fue a por un vaso de agua para reponer saliva. Antes de volver tuve tiempo suficiente para meterme un par de dedos por el agujero y dejarme a punto para la segunda parte. Pero la muy patosa no supo aprovecharlo y allí estuvimos media hora larga sin que yo pudiese emitir más que ligeros suspiros de fastidio.
—Ya te viene, puta —me contestaba alborozada la buena mujer aplicándose más si cabe.
Pero no vino y, al final, a diez minutos del final de mi sesión, simulé un orgasmo bastante treatero, con caída de baba y todo. Si hubiésemos permutado posiciones la hubiese dejado lista en un par de minutos, sin duda.
Don Anselmo me guió hasta el salón donde mamá había colocado un mantel bordado de motivos florales sobre otro de hule amarillo. Seis platos apilados en parejas iban acompañados de sus respectivos cubiertos, vasos, copas y servilletas. Papá me separó la silla para que me sentara y luego me roció con varios besos en la frente y lo que no era la frente. Se le notaba ansioso, expectante. Si por él fuese, adiviné, me habría arrancado la ropa en el pasillo y me habría follado hasta berrear piedad. Apoyó los antebrazos en el borde de la mesa con la cuchara en una mano y un trozo de pan en la otra tras haber llenado los vasos con agua y las copas con verdejo.
Mamá vino al poco con un mandil bajo el vestido que proclamaba, según las palabras que llevaba impresas, “Pídanme leche para el café, pero no esperen que la saque de aquí debajo” y una vaca a dos patas, debajo de las letras, se agitaba las ubres. Muy gracioso, mamá. Traía una sopera que colocó sobre un cubremantel de esparto que traía pillado entre el meñique y el anular.
—Ayúdame, cariño —pidió a son Anselmo para colocar el troquel de esparto.
La sopa aún estaba humeante. Mamá distribuyó entre los tres platos las almejas, los jirones de pescado y las gambas acaracoladas junto a unos picatostes que trajo a continuación. Cuando nos sentamos y sorbí un poco de la cuchara, coincidí con el gemido de mi padre, era la sopa de pescado más buena que había probado hasta entonces.
—Para los míos, lo mejor —agradeció mamá, para luego dirigirse hacia mí: —Y dime, cariño, ¿llegaste a probar el sexo anal con Sergio, lo hablasteis?
Tragué rápido. Miré de soslayo a don Anselmo que también me miraba de reojo.
—Me quedé con las ganas, mamá —contesté—. Yo que iba toda dispuesta; no sabes lo incómodo que es aplicarte un enema para dejarlo todo limpio, escuece. Y el muy idiota a los pocos meneos se me vino encima. Ay, mamá, no me dijiste que luego el semen se te escurre por la raja si te pones a andar, le fui dejando gotitas de leche de camino al baño; espero que no se enfade.
—Pero luego se la chuparías para ponerla contenta de nuevo, ¿no? —inquirió papá—. Una eyaculación precoz no es el fin del mundo, ya te enseñé cómo se hace, y tú lo viste con mi polla, que se levantó al poco de correrme en tu madre, ¿te acuerdas, no?
Tragué de nuevo, pero fue saliva. La sopa seguía esperando en la cuchara frente a mi boca entornada. No estaba segura de poder seguir comiendo mientras manteníamos una conversación sobre prácticas amatorias. No al menos hasta el segundo plato.
—¿Qué hay de segundo, mamá? —me dirigí a Amanda.
—No cambies de tema, hija, responde a tu padre, ¿se la chupaste después de correrse?
—No… no… —titubeé dejando la cuchara en el plato. De todas formas ya había derramado el contenido salpicando alrededor del plato—, no lo hice, papá. No te enfades, por favor. Me dio un poco de asco tragarme su polla.
Don Anselmo se giró hacia Amanda apretando los labios de indignación, buscando una complicidad en su enfado. Mamá dejó la servilleta que tenía en la mano y, sin mediar aviso, me sacudió un tortazo que me hizo girar la cara. Me agarré la mejilla ardiente mientras emitía un quejido lastimero.
—Es que… es que… —volví a titubear— olía muy mal, papá, su leche estaba agria. Mientras me limpiaba en el bidé, rebañé un dedo por mi raja y probé el sabor. Estaba cortada, de verdad, sabía repugnante —una lágrima se me derramó sin querer por la mejilla ardiente. El tortazo había sido de veras y había sonado muy fuerte, como el chasquido de una rama gorda quebrándose—. No como la tuya, papá, tu leche es muy dulce, sabe a leche condensada con vainilla, es deliciosa.
—Ay, cariño —arrugó la frente mamá. Sus ojos evidenciaban una pretendida disculpa ante un golpe que le había sido obligado arrear. Se levantó y me acurrucó la cabeza entre sus tetas—, la de tu padre está muy rica, claro que sí, pero tienes que aprender a degustar otras, no sabes lo que te pierdes si no nos haces caso, mi niña —y acompañó sus palabras de consuelo con unas caricias en mi pelo. La abracé con fuerza, reteniéndola durante unos segundos. Nos separamos a disgusto, cuando papá carraspeó irritado.
Amanda fue recogiendo los platos, el mío a medio terminar, dejando los inferiores. Don Anselmo seguía sosteniendo una mirada furtiva, sin que en su expresión pudiese encontrar un gesto de empatía.
—Tu madre tiene razón, Patricia —dijo por fin mi padre cuando nos quedamos solos—, o aprendes a paladear las leches ajenas o vas por mal camino.
Patricia. Me había llamado Patricia, me había llamado por ni nombre. Seguía frotándome la mejilla dolorida; don Anselmo me había reconocido.
Mamá retiró la sopera y en su lugar colocó una bandeja con canelones. La bechamel que los cubría lucía una costra pardusca que había sido rematada con briznas de perejil. Probé uno cortándolo a la mitad con el canto del tenedor y me lo llevé a la boca. Era de atún y tomate frito. Estaba delicioso pero algo caliente, la otra mitad la enfrié con tímidos soplidos.
—Está muy rico, mamá.
Amanda me sonrió ligeramente mientras me sostenía el mentón con la mano, ahuecando entre sus dedos mi mandíbula. Aquellos dedos eran capaces de arrancarme tanto una lágrima de dolor como una muestra de ternura.
—Qué preciosa es nuestra hija, ¿verdad, cariño? —preguntó dirigiéndose a don Anselmo.
Una débil sonrisa se formó en los labios de papá mientras afirmaba con la cabeza masticando.
—No me extraña con una madre tan guapa—confirmó tras tragar. Se miraron posando los tenedores en el plato, una chispa pareció resurgir de sus ojos. Se acercaron y se besaron con pasión. La mano de mamá se deslizó entre las piernas de papá mientras consentía que la de mi padre le revolviera las tetas a través del mandil.
—Dejemos algo para luego, cariño —dijo mamá apartando las manos de mi padre que ya estaban hurgando bajo la blusa. Me di cuenta que las tetas de mamá se habían despendolado demasiado con el magreo; se había quitado el sujetador. Quién sabe si también las bragas, si es que antes las había tenido puestas.
—Come, tesoro —me animó mamá sirviéndome otro par de canelones en el plato. Un rubor en sus mejillas hacía brillar su cara mostrando una belleza que antes solo se intuía. Estaba claro que a esta mujer una ración de desvelos en los pezones la haría correrse sin remedio.
Desdeñar tus zonas erógenas es ser infiel a ti mismo, es buscar un atisbo de felicidad donde sabes que no encontrarás más que suspiros de desánimo y tristeza. Recuerdo a una clienta que tendría mi edad, o al menos eso aparentaba su cara. Era guapa y era lesbiana, me confesó cuando terminaba la sesión. Yo la dije que iba tras las pollas y su labio inferior comenzó a temblar de desconsuelo pero poco más podía hacer; fue una de mis primeras clientas y yo aún estaba digiriendo mi propia empatía, preparándome para cagarla en poco tiempo, por eso se me chascó algo en mi cabeza y acabamos durmiendo varias semanas juntas, disfrutando de una convivencia que se terminó de forma abrupta cuando sus padres nos pillaron en pelotas follando en la terraza del ático un domingo a la hora de la misa. Me recogió en López Gómez, a la altura de Castilla Comic y me llevó a su casa, un ático en la plaza España enfrente de la iglesia. Me cogió del brazo como si fuésemos amigas mientras íbamos caminando entre la gente. Vestía con traje gris marengo y medias con rosas bordadas y aunque por detrás lucía un culo soberbio, respingón y dicharachero, por delante estaba plana. Llevaba el pelo recogido en un moño sofisticado, de los que salen en las revistas. Le alabé el recogido y me dijo que todos los días pasaba por la peluquería. Lucía una manicura francesa y su maquillaje era sobrio pero elegante, resaltando unos labios carnosos y un mentón decidido; era abogada, me dijo de pasada. Estábamos en verano y el día había comenzado bochornoso y se había tornado por la tarde casi opresivo. Cuando llegamos a su casa se desnudó dejando el traje en un galán y, mientras se frotaba las señales del elástico de las bragas, me ofreció una cerveza. Sacó dos de un frigorífico americano repleto de recipientes etiquetados con fecha y contenido. El ático carecía de paredes y el baño estaba separado del resto de elementos por un cristal con dos gruesas bandas opacas a la altura del pecho y la cadera.
—¿No se te esparce el olor después de ir al baño?, no hay paredes que lo contengan —pregunté sosteniendo la mirada durante varios segundos en la mampara del baño.
Marta me imitó burlona mirando con la cabeza ladeada el cristal, disimulando una sonrisa. Realmente era muy guapa, con aquellos ojos suyos, de color almendrado.
—Te parecerá curioso, pero todos se quedan con las ganas de preguntármelo, eres la primera visita que se atreve a decirlo.
Me sonrojé avergonzada. Conservaba aún cierta candidez pudorosa de la que ya no creo que quede rastro. Es lo único que, a día de hoy, más echo en falta.
—Es cierto —continuó—. Me gasto una fortuna en ambientadores. Y más yo, que cago a todas horas —luego me explicó el motivo de tal intrusión escatológica en la vida hogareña, aunque no se lo había pedido—. Mi madre, que es diseñadora, me decoró el ático a su gusto, no al mío.
Me desnudó con lentitud, recreándose en las prendas desabrochadas que se iban deslizando curvas abajo por mi piel. Le gustaba mirar como la tela iba descendiendo, exponiendo mis carnes ocultas. Cuando me vio las tetas chilló de alegría dando palmas al ver los pezones gordezuelos que se me habían erizado, pero los suyos despuntaban aún más. Luego me confesó que tenía que colocarse parches de silicona en ellos para impedir unas arrugas antiestéticas en el la blusa y el traje.
—Encima, si se me resbala alguno me corro sin querer; es un ligero roce y me vengo abajo sin remedio.
Probé sus palabras y, en efecto, sus lastimeros gemidos resonaron por las cuatro paredes en unos pocos segundos. Pero su rostro, luego de reponerse del gusto, mientras las lágrimas aún le humedecían las mejillas, se volvió serio. Me llevó una mano hasta su vulva lampiña.
—Te he contratado para que me ayudes a darme gusto aquí abajo. Arriba ya sé cómo hacérmelo.
Empecé con un ligero masaje en los mofletes oscuros mientras le arañaba el clítoris. Su gesto no acusó ningún cambio significativo. Pasé a recrearme en los rosáceos aledaños de su orificio vaginal. Tampoco obtuve respuesta, bueno, sí, una mohín de tedio en sus labios, los superiores. La penetré con dos dedos y, aunque el interior estaba lubricado, tampoco surtió efecto. Ni siquiera por el ano, ni presionando sobre el abultamiento interior de la vagina donde las demás nos deshacemos. La señalé el botellín de cerveza y se encogió de hombros, aceptando.
La boquilla desparecía en su interior en ráfagas parduscas acompañadas de sonidos de succión pero lo único que conseguí fue un fruncimiento del entrecejo evidenciando un dolor creciente.
Fue lamerla la puntita de los pezones y se revolvió como una posesa sobre el sofá. Cuando recuperó el resuello se me echó a llorar. Se cubrió con un fular de cachemir de color pistacho.
—Cada mujer es diferente, no te preocupes, anda —la animé despojándola del fular.
Probamos incluso por medio de simpatía, una frente a la otra, espatarradas en el sofá. Me frotaba la almeja mientras ella me imitaba. Cuando empecé a notar las contracciones del vientre ella solo emitió un suspiro por respuesta y me cortó el orgasmo.
Cuando terminó la sesión me invitó a unas pizzas que pidió por teléfono y cuando estábamos terminando se me declaró.
—Marta —así se llamaba, o pensé que se quería hacer llamar. A mí, lo de mantener la privacidad me parece lógico, yo no me hago llamar Patricia, sino Úrsula o Elena, según se propicie la clientela. Luego resultó, en las semanas que siguieron, que había sido sincera, pero yo también lo fui—, no sé si esto resultará. Voy a seguir siendo puta.
—Y yo abogada, lo cual, en ciertas ocasiones, resulta parejo —replicó contenta.
Nos besamos intercambiando las pizzas que aún masticábamos. Al final, tras varios días de arduas intromisiones vaginales logré arrancarle un orgasmo o eso me hizo creer. Yo ya lo dudo. Luego, sus padres, cuando asaltaron el ático por sorpresa y nos pillaron cepillándonos las almejas mutuamente, se la llevaron a León, a otro bufete. No volví a verla. Hace días recibí un email suyo; se acababa de casar y se disculpaba por no haberme invitado a la boda. Me adjuntó una foto sacada con el móvil delante del espejo, subiéndose la falda del traje de novia y enseñándome su conejo pelado. Yo ya la había olvidado (había cagado varias veces dosis ingentes de empatía para entonces) y borré el email con la foto.
—Yo no quiero postre, cariño —dijo papá. Se levantó de la mesa y se sentó, dejándose caer, en el sofá. Luego se palmeó los muslos mientras me sonreía—. Ven aquí, cariño, enséñale a papá cómo discurrió el polvo.
Miré de reojo a Amanda, pero estaba ocupada recogiendo los platos. No advertí, por tanto, ninguna señal en contra. El postre era yo.
Me senté en el regazo de papá mientras sonreía lascivo, incapaz de contener un enorme bulto entre sus piernas que no le importó enseñar cuando las abrió y me escurrí entre ellas, dándole la espalda. Quedé sentada entre sus piernas en el borde del cojín, dentro de aquella pinza que convergía en su enorme erección que sentía pulsátil en la rabadilla, con aquel aliento a vainilla envolviéndome entera. Sus manos se posaron sobre mi vientre, aprovechando la zona de mi piel carente de ropa. Mis brazos descansaban sobre sus muslos y su respiración me sacudía en oleadas la nuca con aires tórridos, ausentes de cualquier presagio benigno. Sus dedos ascendieron por mi pecho bajo la camiseta hasta ahuecar mis tetas y empezaron a estimular los pezones con suaves caricias y pellizcos. Apoyé la cabeza, hasta entonces tensa y expectante, en su clavícula y entorné los ojos mientras me dejaba arrastrar por el torrente de sensaciones placenteras que me recorrían el pecho, entrecortaban mi respiración y abrían el grifo de las humedades de mi sexo.
—Dime, hija mía —susurró grave don Anselmo— ¿estabas igual de excitada que ahora, igual de expectante ante el gozo por follar con Sergio, igual de húmeda ahí abajo, igual de sedienta aquí arriba? —comenzó a posar sobre mi cuello débiles besos que me acariciaban la garganta con los pelos de su bigote. El escalofrío que descendió de mi cabeza hasta mi coño me hizo sacudirme como si hubiese metido los dedos en un enchufe. Un gemido ascendió por mi cuello en dirección hacia el techo y sonó ronco y apagado. Fútil ante el maremoto que se cernía sobre mi hendidura que notaba desbordada de lubricaciones.
—Así no, papá —reconocí. Me sentía protegida entre sus piernas y a la vez ansiosa e indefensa. Recorría con mis dedos sus rodillas con movimientos ávidos, anhelantes de poder posar mis manos sobre mi almeja y destapar la caja de los orgasmos—. Tú me das mucho gusto. Sigue así, por favor.
Cuando mamá se arrodilló frente a nosotros y comenzó a recogerme los pantis para terminar despojándome de ellos, suspiré dichosa. Los dedos finos y sus uñas acariciaban la epidermis de mis piernas con suaves aleteos que me hacían revolverme en mi sillón paterno como si estuviese sentada sobre brasas, convulsionando mi vientre, sintiendo mi orgasmo a punto de reventar mi cordura. Las sienes me ardían, sentía los labios secos, los pezones tensos y a punto de estallar, incesantemente estimulados por las certeras uñas de don Anselmo. Cuando sentí la lengua de mamá posarse sobre mi raja, no pude resistir más. Me dejé llevar por el embate del orgasmo que golpeaba mi sexo, ansioso por liberarse. Me agité presa de convulsiones, apoyándome en las rodillas de papá, agitando en el aire los pies para terminarlos por posar sobre la espada de mamá que seguía bebiendo el néctar que rebosaba de mi hendidura.
Noté su espalda desnuda y cuando pude entreabrir los ojos descubrí que se había soltado su larga melena por la espalda, desparramándose por los costados, y que solo conservaba puesto el mandil. Sus nalgas redondeadas y apetitosas se mecían parejas con los movimientos de su cabeza. Una suave música árabe resonaba por el salón imprimiendo a los ecos de mi orgasmo un marco geográfico que me trasportaba a los zocos y las teterías marroquíes.
Papá me pellizcó con saña los pezones, devolviéndome a la realidad del salón donde un matrimonio se afanaba en proporcionarme más placer del que podía abarcar. Mi corazón estaba punto de reventar.
—No me has respondido, Patricia —dijo dejando rastros húmedos por mi cuello. Su saliva se desvanecía sobre mi piel ardiente, sin terminar de fundirse con el sudor que me recorría entera. Notaba mi cabello adherido a la cabeza, empapados los mechones que se pegaban a mi frente y las sienes. Sus manos resbalaron por mi piel, descendiendo con la ayuda del sudor que impregnaba mi epidermis. Rebasaron la falda recogida y se detuvieron sobre la mata de vello púbico. Los labios de mamá se retiraron hacia mis muslos, continuando su pródigo besuqueo—. Dime, hija mía, qué te hizo tu novio.
—Ay, papá —conseguí articular tras tragar una generosa dosis de saliva que se había acumulado bajo mi lengua—, di mejor qué no me hizo, porque si supiese tocarme como tú lo haces, solo una pizca incluso, aún estaría rebañando su leche agria, cortada o grumosa, lo mismo me daría.
—Tu padre es el mejor—coincidió mamá levantándome las piernas y abriéndomelas para apoyarlas sobre las de don Anselmo. Ahora toda mi entrepierna se exhibía sin remedio y se exponía al grato contemplar de mi comensal materna. Mamá no perdió oportunidad al verme el esfínter a la vista y comenzó a acariciarlo, deslizando sus uñas por las nervaduras que convergían en el orificio que contraía y distendía, acuciado por sus desvelos, orificio por el que ahora ansiaba ser satisfecha—, tu padre tiene manos de artista, manos de escultor de orgasmos, dedos de violinista que saben arrancar las notas más graves del instrumento más inerte.
Asentí confirmando las palabras de Amanda cuando sentí los tímidos pellizcos del vello estirado por los dedos de mi progenitor. Pellizcaba los mechones rizados que cubrían mi sexo como si interpretase una melodía en un instrumento que solo sabía derrochar gemidos y quejidos lastimosos, las notas que escapaban de mis labios. Un tímido dedo materno se abrió paso dentro el anillo anal para penetrarme, enfundado en una capa de saliva o acaso embadurnado por mis humedades que rezumaban de mi sexo.
—Sergio fue muy burdo… no, quise decir bruto, papá —comencé relatando con dificultad con la limitada imaginación que me quedaba; mi atención estaba puesta en otros menesteres. Cerré los ojos y me abandoné al torrente de sensaciones que convergían en mi entrepierna—, me penetró si haber estado lubricada. Me hizo daño, sentía su glande abriéndose paso en mi interior rugoso y áspero y, aunque luego me vino toda la humedad que era menester, se reía cuando me quejaba. Le suplicaba que fuese más despacio, que me dolía, que me provocaba daño en mi agujero.
—¿Aún te duele, mi niña? —inquirió papá mientras seguía afinando las cuerdas de mi instrumento. Entre el dedo de mamá que recorría mis tripas sin descanso y los pinchazos que me sacudían la vulva, me estaba empezando a sobrevenir de nuevo el orgasmo. Presentí que aquella noche iba a acostarme cansada, agradablemente extenuada.
—No, papá, mis penas se esfuman con tus caricias y aquellas que aún persisten se tornan arrullos que recorren mi interior —murmuré poética. Don Anselmo musitó un sonido de satisfacción mientras sus dedos se afanaban ahora en ahondar en mi vagina.
Don Anselmo era, y todavía es, supongo, mi profesor de Literatura. Era bastante majo en el sentido que te hacía mostrar un mínimo de interés por los libros. Ponía un especial énfasis en los escritores de la generación del 27. Cuando llegaban sus clases, consideradas unánimemente como las menos soporíferas, solía sorprendernos con un poema de Lorca, Cernuda o Machado, aunque este último pertenecía a una generación anterior.
—Vaya mierda de lección, las cagarrutas de paloma tiene más conocimiento —soltaba cuando necesitábamos desviarnos de su generación favorita para desplazarnos por el temario impuesto por Educación.
No creo que hubiese ninguna ni ninguno que no aprobase su asignatura. No por que levantase la mano, que en eso era tan cabrón como el que más; simplemente aprendíamos, y punto, ni más ni menos. Ya podían otros, imitar a nuestro querido don Anselmo. El pobre se desvivía por nuestro conocimiento todos los días, tanto si le dolía la cabeza como si se quejaba de que la vida le puteaba sin remedio, de que su hija se volvía tonta y su hijo idiota. Conversaba con nosotros en los pasillos o en corrillos clandestinos en el patio, a espaldas del profesorado que, dicho sea de paso, ninguno se salvaba se ser, y parecer, un perfecto cretino. El tiempo nos coloca a cada uno en su lugar y si ahora les llamo cretinos es porque lo eran, unos más que otros (pero el funcionariado aviva la mediocridad, así que tienen disculpa). Pero si ellos eran cretinos nosotros éramos cabrones. Supongo que he acabado de puta porque eso es lo que soy, no lo que quería llegar a ser. Hablo de nuestro cuerpo docente en masculino, porque no teníamos profesoras (pero haberlas, haylas, como las meigas, solo que no nos daban clase).
Sí que hubo, sin embargo, una profesora interina, la única que nos dio clase.
Sustituía a Ginés, nuestro profesor de Latín, que terminó por cogerse una baja por estrés (léase por nosotros, “cabronis maximis”). Se llamaba Verónica o señorita López, mejor lo segundo si no querías una mirada cargada de odio y una sonrisa lobuna a juego, y nos vino embarazada, de unos seis o siete meses. Ya era grande de por sí con el bombo pero a lo alto destacaba incluso más. Superaba la media de altura docente con holgura y le sobraban centímetros para mirar con desgana a cualquiera que osase sostenerle la mirada. La muy puta era guapa, y tenía buenas formas que su estado había, en algunos casos, acentuado y en otros, cuando menos, conservado. Como rubia natural se encargaba de mantener siempre lisa y limpia una melena que la llegaba hasta la cintura y que gustaba a veces de trenzar en dos coletas que, si te descuidabas cuando deambulaba entre los pupitres, te sacudían unos tortazos que se te quitaban las ganas de fijarte en el resto de su cuerpo, donde destacaban unas enormes tetas y un redondo culo. Ojos azules y tez pálida, como una valkiria. Pero su mote, a pesar de las oportunidades que ofrecía su generosa anatomía, era el de la “meona”.
No había clase que no tuviese que abandonar dos y hasta tres veces para salir a toda carrera con un previo “sin alborotos, vuelvo en cinco minutos”. Intrigados, por fin obtuvimos una respuesta cuando en el pasillo, don Anselmo confesó que hacía lo mismo en el claustro, y es que, a causa del embarazo, su vejiga resultaba oprimida y se le escapaba el pipí cada dos por tres.
Por aquel entonces yo ya despuntaba como singular puta en ciernes, derechita al trabajo que ejerzo hoy en día, y todo el mundo andaba siempre amoscado por mi singular don para adivinar las intenciones ajenas. La meona no me iba a la zaga, me superaba con creces, incluso. Un día, hace dos años y pico, durante el recreo, andaba yo en el servicio meando (sin la frecuencia insólita de la meona, claro) cuando escuché el rumor de un pis ajeno salpicando la loza adyacente, seguido de un pedete tímido.
—Pedorra, déjame vivir —susurré riéndome la gracia (sigo siendo igual de idiota).
—¿Señorita Asenjo? —oí la voz de la meona. Tragué saliva. ¿Los profesores no tenían inodoros propios?
—Disculpe, señorita López —me disculpé, aunque ya sabía que la había cagado y este año me costaría aprobar latín.
Salí del cubículo y fui a lavarme las manos cuando, reflejado en el espejo que tenía enfrente, la puerta del excusado donde estaba la meona se abrió de par en par y mostró a la interina aún sentada en el inodoro.
—Venga aquí, señorita Asenjo —ordenó con voz inflexible.
Intuí que mi aprobado en la lengua de Cicerón dependía de obedecer o ignorar su orden. No me equivocaba, ya he dicho que soy buena en adivinar intenciones, pero la meona era mejor.
—Cierre la puerta —dijo cuando me planté frente a ella, invadiendo su cubículo. Ese día Verónica llevaba pantalones de lino amplios, remangados hasta los tobillos, las bragas con lunares rosas junto a ellos. Lucía unos muslos enormes y un pródigo ramillete de color paja ocultaba su sexo, a duras penas visible por el abultamiento de la barriga. Reposaba sus manos sobre las rodillas y su liviana respiración no presagiaba nada bueno.
—Es usted la más puta de toda la clase —insultó. O profetizó, mejor dicho.
—¿Sabe qué me gustaría hacerle? —continuó mientras cruzaba los brazos debajo de sus tetazas, elevando aquel derroche mamario sobre sus brazos.
Advertí un fugaz y casi imperceptible movimiento de su mirada sobre mis caderas y comprendí sus intenciones. Me bajé los pantalones del chándal y las bragas y me coloqué sobre sus piernas boca abajo, poniéndola bajo sus morros mis nalgas palpitantes.
La primera palmada sonó hueca pero fue porque había golpeado entre las cachas, sobre el conejo que ya había notado humedecerse con la absurda situación que estaba experimentando. Reprimí un gemido al que siguió una lluvia de azotes indiscriminados, que me hicieron tensar de dolor la espalda. La meona sabía exactamente donde provocar dolor, repartiendo sus golpes a la altura de los riñones o al inicio de los muslos. A mi pesar, me estaba excitando.
—Me está manchando las piernas con su coño excitado —susurró tirándome de la coleta que entonces llevaba para alzar mi cabeza junto a la suya. Sentía en el costado derecho la presión de las carnes mamarias y aquello me avivó aún más.
Me arrodillé entre sus piernas, apoyando mis nalgas amoratadas en los talones de las zapatillas, y deslicé una mano en busca del ramillete dorado que brillaba entre sus muslos. Si el derroche de muslos era ingente, el de su vulva era despilfarrador. El enorme sexo le ardía como si fuese un horno y el clítoris despuntaba arrebatador. Tras unas caricias entre sus labios, la meona terminó por suspirar y arquear las cejas extasiada. Mientras continuaba con mis frotamientos, comenzó a pellizcarse los pezones bajo el suéter de lana que llevaba encima. Al poco los pezones destacaron como cerezas bajo la tela mientras yo continuaba con las maniobras en sus bajos con una mano y, con la otra en los míos, que desesperaban por una atención similar. De sus labios solo escaparon exhalaciones ruidosas que se confundieron con las mías, acompasándose. Nuestros orgasmos llegaron, sin embargo, desparejos. El suyo sobrevino sin aviso, pero unido a contundentes saltos sobre el inodoro, removiendo aquel descomunal derroche de carne ante mis ojos. El mío fue más tímido, acomplejado en comparación. La limpié y me limpié con papel higiénico y, antes de que saliese, me retuvo del brazo y me hizo extender la palma de la mano donde colocó una tarjeta que sacó del bolso que tenía al lado.
—Piénselo —dijo sin hablar, formando la palabra con lentitud en sus labios. Habían entrado más chicas y quería preservar el silencio y la intimidad.
Solo un número de teléfono adornaba el rectángulo de cartón, al que llamé esa misma tarde. Resultó ser el de la agencia a la que me afilié cuando alcancé una mayoría de edad (que no de madurez).
El orgasmo entre las piernas de papá, hurgando sus dedos y los de mi madre en orificios adyacentes me asaltó sin preaviso como a la meona aquel día. Me escurrí del sofá entre las piernas de don Anselmo, incapaz de mantener un solo músculo contraído, para acabar sentada en el suelo sobre el regazo de mamá. Nos besamos intercambiando dosis acumuladas de saliva mientras me despojaba de la camiseta. Su sexo conversaba con el mío un diálogo parecido; aplastaba su vientre contra el mío, enredando su vello con el mío. Sus uñas se perdían en el vello de mi nuca, reteniendo mi cabeza para ahondar con su lengua en mi interior. La deshice el nudo a su espalda que retenía el mandil y permití que sus pechos conociesen a los míos.
Magreé sin asomo de ternura la carne de sus mamas, recreándome en la madurez del magro contenido, pellizcando las areolas y arañando los pezones desbordantes. Los gemidos y jadeos expresaban nuestro deseo y más que respirar, succionábamos el aire usado de los pulmones ajenos, embriagándonos del rancio hálito que expulsábamos con desdén, haciendo acopio de caricias en pieles ajenas, sollozos incontenidos y promesas de placeres inminentes.
Separó mi cara de la suya, reteniendo entre sus dedos mis mejillas para taladrarme con aquellos ojos acuosos, retándome a adivinar qué perversión estaba maquinando, qué suplicio carnal deseaba transgredir. Y yo la complacía horadando con los dedos su interior vaginal mientras estampaba sonoras palmadas a sus nalgas palpitantes, permitiendo que su deseo se avivara con incesantes acometidas seguidas de desgarradoras detenciones, mirando aquellos ojos rebosantes de lágrimas, saboreando el manjar de sus morbosos quejidos, dilucidando si el placer había rebosado su alma o había resquicio para algún jirón más.
Su mirada cruzó detrás de mí y giré la cabeza en su dirección. Don Anselmo se había desembarazado de los pantalones y los calzoncillos y se frotaba la verga hinchada recreándose en nuestro empacho carnal. Mi madre gateó por encima de mí en busca del pilón de papá, golpeándome sus mamas en su gateo apresurado en busca del faro que la guiaba. Se tragó entera la polla mientras, sobre mi boca, su vulva cubierta de jugos goteaba su néctar a través de las estalactitas creadas por su vello púbico empapado.
Mientras mamá se aplicaba con juvenil frenesí a proporcionar una noche al faro paterno, mi cometido se redujo a desenredar y volver a enredar con mi lengua el vello púbico de la vulva y la charca central de la que provenían las humedades. Me abrazaba a los muslos de mamá como si fuesen columnas donde asirme mientras escuchaba encima del sofá el dulce gorgoteo de la saliva rebosando unos labios que cubrían y descubrían el falo.
Amanda no permitió que me adeudara el orgasmo. Se zafó de mi lengua y de mis abrazos y se encaramó sobre el sofá para acoger con inusitado frenesí la verga de papá en su vagina. Me di la vuelta, aún sentada, para contemplar la copulación mientras mantenía viva la llama sobre mi hoguera, avivando los rescoldos con continuos frotamientos. Sonreía ante los sofocos que embargaban a ambos, disfrutaba del despilfarro de sudor y fluidos que absorbían el enmoquetado del sofá. Mis padres estaban gozando de un polvo glorioso.
Mamá se rindió rápido, abandonándose al dulce bullir de placeres arremolinados en torno a su sexo, gimoteando como una chiquilla, liberando lágrimas y resoplidos a partes desiguales. Se hizo a un lado recostándose sobre el resto del sofá, dejando emerger un arrugado falo que emitía un estertor húmedo tras la eyaculación. La mirada de papá se posó sobre la mía.
—A ver, cariño, enséñale a tu padre cómo se revive a un pellejo de carne, convirtiéndolo en azote de incógnitas grutas.
Ascendí como mi madre por aquel desfiladero creado entre piernas y cojines de sofá en busca de una antorcha con la que prender mi alma. Comencé lamiendo los testículos cubiertos de vello espeso que aún atrapaba entre sus rizos gotas del néctar de mi madre para luego dedicarme a la verga. Sorbí las sobras de semen que afloraban del prepucio y experimenté gozosa el rápido revivir del pene de don Anselmo. Las cavidades interiores volvieron a acoger chorros continuos de sangre, las venas exteriores retornaron a su hinchazón y aquella máquina volvió a emerger del vello fangoso para despuntar orgullosa de nuevo, sacudiendo el aire a su paso. Mamá seguía extenuada, boqueando aire limpio que la sacudiese el cansancio que la oprimía y nos miraba con mirada lánguida y sonrisa desdibujada.
Me senté sobre aquella verga degustando el manjar que otros labios acogían. Papá imprimió un ritmo más pausado a nuestra cópula, reptando sus manos por mi vientre y deteniéndose sobre mis pechos, amasando la carne con dedicación. Ahora fueron nuestros jadeos y sofocos los que inundaron el salón, nuestro sudor el que nos envolvía, nuestras pieles las que se ruborizaban.
Mi orgasmo llegó otra vez de improviso, quizá como el de Amanda, atronador sin duda; papá seguía desgarrando los jirones de mi interior con calculada rapidez. Cuando los estertores de mi placer se escapaban de mi cuerpo, papá frunció el ceño, y se limitó a gruñir cuando le tocó su turno, sujetándome por la cintura sobre la falda arremangada y ahogando un grito que murió en su garganta.
Cuando me separé de él, un sopor amenazó con invadirme, adueñándose de mis párpados. Realmente había follado con bastante ilusión, poniendo un empeño que dudaba conseguir tras varios orgasmos previos. Don Anselmo se levantó y sonrió señalándome a su mujer. Se había acurrucado en un rincón del sofá y se había abandonado al sueño, el mismo que ahora yo trataba de desembarazarme.
Me hizo un gesto con el dedo para que mantuviese silencio y de un armario del mueble que ocupaba una pared del salón, sacó una manta con la que cubrió con esmero el cuerpo de Amanda. Luego me señaló la cocina, al otro lado del pasillo, a donde nos dirigimos. Cerró la puerta tras de mí.
—¿No tienes que ir al servicio a limpiarte? —me preguntó.
Negué con la cabeza sonriendo.
—No quiero causar molestias.
—Y yo no quiero que andes por ahí sucia y recién follada, anda ve y límpiate, está a mano derecha.
Afirmé con la cabeza tomándole la palabra y me metí en el cuarto de baño. Me quité la falda y utilicé varios pedazos de papel higiénico para limpiarme el sudor de la cara y las humedades del sexo. Don Anselmo apareció ya vestido en la puerta y chasqueó la lengua al verme restregarme por la piel los gurruños de papel.
—Utiliza una toalla, Patricia, no me importa. Toma, tu ropa —y me depositó la camiseta, y los pantis sobre el bidé.
Volví a la cocina cinco minutos después. Estaba encendiendo una pipa y en la mesa había un bote de aluminio de tabaco Amsterdamer. El aroma a vainilla pronto envolvió la estancia, así como el humo. Sobre la encimera, al lado del fregadero se acumulaban decenas de marcos. Supuse que habían querido despojar al salón de todo rastro de familiaridad. Amanda y don Anselmo aparecían en varias fotografías pero las demás tenían a un chico y una chica de miradas sonrientes y ojos ensoñadores, en varios momentos de la infancia y de la adolescencia. La joven, en la fotografía que la representaba con más edad tenía un parecido cercano al mío.
—Vuestros hijos —murmuré volviéndome hacia don Anselmo. No me respondió.
—¿Cómo has acabado así? —preguntó al cabo de unos minutos, mientras chupaba la boquilla de la pipa. Un denso humo amarillento se había esparcido a su alrededor, ascendiendo al techo.
Me encogí de hombros y me senté a su lado, en una banqueta que saqué de debajo de la mesa.
—No sé —respondí—, supongo que cada uno tiene al final lo que se merece, ¿no?
—Tendrás que follar con gente de todo tipo, no quiero ni imaginar lo que estarás obligada a hacer, ¿cuánto tiempo crees que te queda para que alguien te rebane el cuello o te transmita alguna enfermedad? Esto no es vida, hija.
Tendí la mano en demanda de una calada y don Anselmo me tendió la pipa. La cazoleta estaba tibia y acogí con agrado el calor en la palma de la mano.
—Pagan bien; pero tú, dime, ¿cuánto tiempo crees que faltará para que un padre palurdo o una madre hastiada te sacudan por haber suspendido al malnacido que han criado? También tu profesión tiene riesgos. Además, la agencia me protege, me garantiza una seguridad.
Expulsé el humo sintiendo como me ardía la garganta. El aroma a vainilla parecía vedado al fumador, solo los demás podían disfrutar del olor. Le devolví la pipa algo mareada.
—Al menos sí que puedo felicitarte por tu trabajo, eres buena. Pero me duele reconocerlo.
Sonreí ruborizándome. Vaya por dios, aún me quedaba algo de pudor en mi interior.
Don Anselmo levantó la mirada hacia el reloj de pared que había sobre nosotros. Era cerca de la una de la mañana. Vació la pipa sobre un cenicero de cristal que sacó de un cajón y la colocó boca abajo. Antes de que pudiese preguntar, don Anselmo se anticipó.
—¿Dónde quieres que te deje?
—Si no le importa, don Anselmo, en el paseo Zorrilla, cerca del Corte Inglés.
—Apéame del don, Patricia, tú tampoco eres ya la señorita Asenjo, ¿no? Hagámoslo bien por una vez, por favor.
Afirmé con la cabeza, sonriendo. Supe que la farsa había terminado, por fin.
—Vale, papá.
—¿Tu madre ya te pagó? —preguntó al recoger las llaves del coche.
Asentí con la cabeza mientras bajábamos al garaje. La música árabe, que hasta entonces había enmudecido, volvió lejana del salón. Pero pronto se extinguió.