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sábado, 29 de mayo de 2010

PEPINOS

-Es quizás una opción poco probable pero, bien mirado, parece la única alternativa posible, dadas las circunstancias- dice el doctor Carrero.
Alfredo y Juana se miraron preocupados. No querían llegar a este extremo. Al menos no por ahora.
-Pero… -aventuró Juana con la voz trémula, bajando la mirada hacia sus zapatos- ¿Seguro que no hay otro posibilidad menos… no sé… algo menos… personal?
El doctor Carrero inspiró aire y tras unas gafas redondas de diseño antediluviano, entornó los ojos y comprendió el embarazo de la joven. Apoyó los codos en mesa y juntó las puntas de los dedos y los índices en su mentón barbudo, en un gesto grave.
-No.
-Les aseguro que no la hay –añadió-. Es más, les puedo ofrecer los teléfonos de varios colegas para tener una segunda opinión…
-Pero es que lo que usted nos está diciendo –le cortó Alfredo cogiendo de la mano a su mujer-, es que para que ella pueda quedarse embarazada, tenemos que… que… ¡mierda, si es que suena absurdo se diga cómo se diga!
-Juana debe dilatar su vagina con un enorme pepino para que su vagina se amolde a su pene, señor Guijarro.
-¡Está usted loco! –bufó Alfredo sin poder contenerse, mientras Juana estallaba en lágrimas.
-Comprendo que estén algo alterados con mi tratamiento…
-¿Y por qué un pepino, doctor? –preguntó Juana sacando un pañuelo de papel del bolso, con la los ojos enrojecidos y moqueando sin parar.
-Ya se lo he indicado varias veces, señora Guijarro –el doctor corrige su tono al ver al marido entrecerrar los ojos y fruncir el ceño. Uno de sus puños le está temblando de ira. El cuello muestra varias venas palpitantes. ¿Por qué se especializaría en para-ginecología? -¿Se ha dado cuenta de la enormidad del sexo de su marido? Un pepino es lo más parecido en tamaño y forma y sólo tiene que encontrar una frutería de confianza que…
-Dios… -sisea Alfredo a punto de abalanzarse sobre el desdichado doctor, y éste calla al instante-. Vámonos, querida. Vámonos o no respondo, te juro que no respondo.
La pareja se levanta de sus sillas y abandona la consulta del doctor Carrero que, imperturbable por fuera, pero acongojado por dentro, espera hasta que la puerta se ha cerrado para exhalar un suspiro de fastidio.
-No te jode… -murmura abriendo la carpeta donde figura el historial de la señora Guijarro. Sus ojos zigzaguean entre resultados de análisis y mediciones corporales. Se detiene, sin embargo, su mirada en las fotografías tomadas con micro-cámara del interior de la vagina de doña Juana y del sexo previamente excitado de don Alfredo. En ambos casos se han tomado con el mismo objetivo para evaluar y demostrar con una sola mirada el tamaño de ambos sexos.
El doctor Carrero sostiene en el aire las dos fotografías, una de ellas de un tamaño casi el doble que la otra y chasquea la lengua varias veces.
-Es una pena –murmura para sí volviendo a guardar las imágenes en la carpeta. Se levanta de su butaca y guarda ésta en un archivador de varios cajones que ocupa toda una pared. De paso saca otra carpeta que coloca sobre su mesa, sentándose de nuevo en la butaca, con gesto cansado.
-Es una pena –repite pasándose los dedos por su cabello ralo y canoso, pero esta vez sonriendo. Luego, pulsando un botón del interfono, pide con voz cantarina:
-Lola, hágame pasar a la siguiente pareja, por favor.
La puerta se abre y un enfermero de cuerpo fornido y cara seria, con una camisa de fuerza bajo el brazo, se sienta frente a la mesa del doctor Carrero.
-Por hoy ya basta, don Severino, que me va a meter en problemas. Póngase esto y vayamos a su celda sin armar ningún escándalo, ¿eh?

OCASO

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 Era una maravillosa tarde de Agosto, pedaleando en una bicicleta vetusta que, a cada bache del camino de pedregales por el que Inés iba paseando, el timbre iba emitiendo un ring, ring con una intensidad comparable a la sacudida que experimentaba el vehículo. Lo cual ocurría casi de continuo.
 El ambiente era bucólico, casi indolente. Incitaba a la siesta, a tumbarse en una de las muchas verdes praderas que Inés iba dejando a ambos lados, regocijándose en la hierba que la acunaría el cuerpo y la produciría cosquillas en las pantorrillas y los antebrazos. Descalzarse y sentir las hojas tiernas mullirse en la planta de tus pies es un placer incomparable e inalcanzable para los presurosos y los diligentes.
Inés vestía unos sencillos pantalones cortos de color beige y una camiseta holgada de tirantes estampada de franjas horizontales de colores blanco y marrón, intercaladas, y unas alpargatas de color gris. Bajo estas prendas su cuerpo desnudo, su irrepetible juventud plena invitando al goce de la brisa acariciante y las vibraciones agitando sus pechos y su vientre inclinados ligeramente hacia adelante.
¡Qué importaban las miradas jubilosas de los mozos intuyendo el contorno de sus atributos en su camiseta o el atisbo de un pezón enhiesto a través de los huecos de los costados! Desdeñar las miradas reprobatorias de los ancianos del pueblo, alimentarse y jactarse de las miradas anhelantes de los jóvenes y no tan jóvenes, sentirse viva, especial, única. Porque el cuerpo cambiará y las arrugas poblarán zonas antes tersas y brillantes, y lo que antes era objeto de deseo y esperanza se tornará en amargo desvelo y motivo de vergüenza y oprobio propios.
Aprovechar lo que tenemos ahora, olvidarse del futuro incierto, vivir el presente preñado de esperanza y júbilo. Así pensaba Inés. Y por esa razón se dirigía esa tarde calurosa en una bicicleta de soldaduras herrumbrosas y timbre destartalado al encuentro de su amigo Juan, que lo esperaba en lo alto de una colina apartada del cúmulo de casas de adobe y ladrillos oscuros que conformaban el pueblo veraniego. Una colina coronada con un manantial en lo alto, casi ignorado, en la que una diminuta laguna al lado invitaba al descanso y al goce, a la promesa de un amor incomprendido y una curiosidad natural por el disfrute del cuerpo ajeno, postergado por el celo parental.
Regueros de sudor discurrían por la piel suave de su torso confluyendo en el espacio entre sus senos, en la depresión de su espalda, en sus sienes palpitantes, mientras el esfuerzo de remontar la cuesta que le acercaría a él y a la laguna se la antojaba lógico obstáculo y precio justo por las promesas imaginadas. Los muslos relucían del esfuerzo, los pies resbalaban en la suela por el sudor acumulado, las axilas destilaban profusos arroyuelos por los costados. Su camiseta y pantalones estaban humedecidos casi por entero por su voluntad indomable. Inés no quería bajarse de la bicicleta y recorrer el trecho restante y laborioso a pie: en su incontestable razonamiento el arduo esfuerzo sería recompensado con dicha y placer, derrame de ansiados anhelos y descubrimientos.
Por eso, cuando llegó a la cima de la colina y contempló orgullosa detrás suyo el camino tortuoso recorrido, recuperando el resuello y apartándose el cabello adherido a su frente empapada, exhaló un grito de energía, de desplante ante el obstáculo superado. Y allí estaba Juan, caminando hacia ella, con expresión de estupor y de honda admiración ante lo que consideraba también una prueba de arrojo y denuedo. Pero también su rostro translucía la excitación de las formas femeninas exageradamente marcadas por la camiseta adherida a la piel, el sudor envolviendo el cuerpo, el rostro acalorado, el cabello revuelto y los labios hinchados y entornados. La mirada brillante de Inés invitaba al abrazo, al encuentro de labios, a la estrechez de dos cuerpos unidos. E Inés valoraba también con una sonrisa vanidosa el bulto vertical que se adivinaba bajo el bañador azul de Juan, prueba fehaciente de la admiración por su cuerpo juvenil y entregado, ignorante de las huellas de la amargura de la madurez, de la pesadez de la sociedad apática e intransigente.
¿Por qué retener aquel primer beso en su boca y esos dedos ahuecando su cintura? Correspondió con una lengua sinuosa y expectante de aromas y sabores ajenos mientras sostenía la bicicleta por el manillar, dejando que los dedos ascendiesen por debajo de la camiseta, despegándola de la espalda, aprisionando el sudor derramado entre las líneas de la mano, sintiendo su piel ardiente contra la tibieza de aquellas manos voluntariosas y carentes de maldad o lujuria, al menos por ahora.
Dejó la bicicleta a los pies de la de Juan y caminaron cogidos de la cintura en dirección a la laguna, en cuya ribera asomaban juncos y lirios, en la que el croar de las ranas era alegre y distendido y en la que las sonrisas de ambos jóvenes estaban inmersas en la frescura del agua que remoloneaba en las orillas.
Solo sus miradas, sólo sus sonrisas. Fuera prendas, fuera prejuicios, desnudados de la vida adulta, gozando la ausencia de preocupaciones. Aquí no hay atascos, no hay hipotecas, no hay trabajos mal pagados. Sólo hay un croar de ranas, un chorro de agua de manantial salpicando lejano, el frescor de la laguna, el calor del atardecer veraniego y el abrazo desprovisto de obligación de un cuerpo núbil, desnudo como el de ella.
El agua cubriendo los recovecos del cuerpo, lamiendo sus contornos femeninos, empapando su agreste vello púbico. Y aquel falo emergiendo de la superficie, como los juncos que los rodeaban, nacido de un vello igual de agreste que el suyo, brillante por el agua, hinchado por la excitación, terso por la impetuosa juventud. Aflorar el glande amoratado era casi una obligación, un consuelo satisfecho, un regalo sin ambages ni correspondencias.
Juan la enseña cómo se hace. Cierra una mano sobre la suya, las dos entorno al miembro del chico y la indica con suaves movimientos que para hacerle estallar de placer debe deslizar arriba y abajo la mano a lo largo del sexo. Bajo la fina piel del pene, Inés siente las venas palpitar y los músculos tensados estremecerse. Juan aprueba la cadencia de Inés con un gemido gutural preñado de gratitud. Cambia de mano porque la otra se le cansa, es un movimiento que exige ritmo preciso y mimo preciosista. Ella siente sus pechos revolverse ante el esfuerzo y sonríe al ver el rostro de Juan enrojecido y soliviantado. Pero Juan disfruta, sí, lo puede ver en sus brazos tensos recogidos detrás de la cabeza, su cuello agarrotado y sus ojos cerrados con fuerza.
El croar de las ranas se disgrega cuando Juan alcanza el éxtasis y exhala un grito gozoso. El esperma fluye en sucesivas descargas que alcanzan el agua y se quedan flotando en ella, como gotas de aceite. Pero no son ambarinas ni negras, sino blancas, grumosas, gelatinosas. Inés prueba el semen lamiendo un reguero que se ha quedado atrapado entre sus dedos y lo encuentra salado y amargo. ¡Qué dicha al sentir el sexo de Juan explotar de júbilo, inflamando el aire con sus jadeos y viendo las lágrimas derramándose por sus mejillas! ¿Por qué algo tan simple provoca en el chico un sentimiento de agradecimiento tan hondo? Sonríe contenta. Es muy fácil contentar a Juan. Pero quizás también tenga que ver el hecho de que ella lo hacía con ganas, con sincera cortesía, sin contratos. Porque ella quería.
Y Juan quiere agradecerla aquél desinterés, aquella entrega.
La besa con ternura, ahuecándola la nuca con una mano, internando sus dedos entre el cabello fino y alborotado. Y con la otra acaricia sus senos coronados por bulbares pezones. Los dedos amasan la carne, pellizcan la piel, resbalan en el sudor dejado por el esfuerzo de la masturbación. Ronronea plena de goce. Otros dedos recorren sus pechos, otra lengua se instala entre sus dientes, otra mano la sujeta su cabeza. Reconfortada, querida, deseada. Todo eso siente y más. Y un cosquilleo en su vientre nace, zascandileando entre su sexo, haciendo vibrar sus muslos bajo el agua. Sus brazos se sacuden y acusan la agitación de su respiración entrecortada, del murmullo de su excitación creciente. Cuando la mano desciende por su torso y recorre su vientre deteniéndose entre sus piernas cierra los ojos. Juan sabe cómo hacerlo. Pero ella necesita sentirle dentro, pues comprensivo es su cuerpo pero ahora demanda ardor y guerra, y le susurra palabras de aliento y desconsuelo; lejanas esas palabras le parecen a sus oídos, pero él atiende sus súplicas.
Y los dedos se internan en su interior y acarician su botón hinchado. Juan retiene entre sus dientes el mentón de Inés, saboreando el desamparo de la chica, el ardor de su rostro congestionado por el deseo y el estallido de gemidos y ahogos. Y cuando el éxtasis la abruma y la convulsiona, sus besos la escancian saliva en su boca sedienta de comprensión. Porque ella también ha hecho agitar las aguas de la laguna con sus piernas agitándose, revolviéndose, desembarazándose de la realidad e internándose muy hondo en el goce propio.
Besos, caricias, abrazos, roces. Calor, humedad. Ranas croando y juncos doblándose. El sol se resiste a morir en el horizonte y, mientras, Inés y Juan continúan abrazados bajo el agua tibia de la laguna ignorada.
Quizás no haya mejor satisfacción para ellos que estar juntos y contemplar el ocaso rojizo mientras se susurran palabras de amor.

jueves, 27 de mayo de 2010

BIELAS

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La rotura o desgaste de una biela en un motor de combustión obedece a varias causas, aunque no es un problema muy común en el fallo del motor.
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Me fijé en la fila india de hormigas que discurría cerca de mis pies. Algunas portaban trozos de hoja y otras granos de algún cereal de por allí. Pero otras no llevaban nada, como si la tarea de buscar alimentos para ellas no hubiese significado mucho o porque habían buscado pero no habían encontrado nada. La fila india se internaba en el hormiguero formado por un simple agujero rodeado de fina arena que se encontraba cerca del borde de la carretera, al lado de donde se encontraba mi automóvil.
Supongo que, en cierto sentido, yo era otra hormiga. Mi nombre es Marta Torreón y acababa de ser despojada del único medio que tenía, mi coche, para asistir al bautizo de mi sobrino. Mi primer bautizo, para más señas: mi hermano mayor y su mujer iban a presentar en los círculos católicos a su primogénito.
Qué curioso, pensé, mientras esperaba a la grúa que me habían prometido hacía tres cuartos de hora la compañía de seguros. Algunas hormigas llegarían a casa con comida, otras sin nada. Los demás acompañantes en el bautizo irían con algún regalo y con un acompañante; yo iría sola y sin regalo. Como después sabría, esto era el menor de los problemas.
La verdad es que tiene cojones la cosa: te encuentras tú tan feliz porque la empresa te ha dado el día libre, a costa de sacrificios laborales a los que pronto harás frente, y con una sonrisa en la cara, claro. Llevas un bonito regalo consistente en un taca-taca para el bebé. Pero vas más sola que la una. Aun así, te reconforta saber que al menos no vas con las manos vacías. Pero el andador se rompe esa mañana. Putada. Encima llegas tarde porque el maldito coche que se supone no debía fallar en sus tres primeros años, falla. Otra putada. Añadamos, además, que llegaría tarde porque el vestido que debía llevar, y que me había costado medio sueldo, lucía una mancha horrorosa en la falda incapacitándolo para llevarlo. Había llamado deprisa y corriendo esta mañana a una amiga que me había prestado uno pero que me supuso la pérdida de una hora, la cual ahora estaba lamentando con todas sus consecuencias. Sólo faltaba que, además de ir sin regalo, con un vestido que me quedaba pequeño y con una deuda a la empresa como la que suscribes con un banco al suscribir un draconiano crédito, sólo faltaba que, encima, llegase tarde a la celebración.
Eso si llegaba, por supuesto. Ya hacían cincuenta minutos y por aquí no pasaba ni Dios.
Esto era la polla. Me meaba, y chorreaba sudor por las axilas, el pecho y la parte baja de la espalda al estar bajo un sol picajoso que parecía que también la tenía jurada conmigo.
De vez en cuando bajaba algún coche por el puerto donde, en una de las curvas, en el arcén, había dejado el coche. Algunos me miraban con tristeza, como si adivinaran que tenía prisa y la grúa no llegaba. Otros sonreían, quizás felices porque no les había tocado a ellos. La mayoría fingían que no me habían visto. Ninguno paró para ver si me encontraba bien. Qué bien, sola en esta puta vida.
Crucé y entrecrucé las piernas intentando mitigar las horribles ganas de mear que tenía. Me apoyé en el capó, como si estuviese detenida y me fuesen a cachear, pero al instante solté un grito levantando las manos al notar como la chapa, que ya había adquirido una temperatura infernal, me había quemado las palmas de las manos. Joder, hostias, joder.
Y la puta grúa sin aparecer. Esto ya era el colmo. No tenía muy claro el cambiar de compañía aseguradora, pero esto me había hecho decidirme sin pensarlo mucho. El solo picaba de lo lindo y mi vientre palpitaba mientras pugnaba por intentar retener mi orina en la vejiga el máximo tiempo posible.
Pero no pude resistir por más tiempo. Miré a mi alrededor y no vi más que un mísero arbolillo abajo, en la pendiente. Eso no iba a protegerme mientras me bajaba las bragas. Decidí que lo mejor sería abrir las dos puertas, la del copiloto y la trasera derechas, utilizándolas como parapeto, y mear resguardada de mirones.
Dicho y hecho.
Otra asunto fue el vestido. Mi amiga me había dejado un vestido rosa ceñido de falda corta y escote abundante. A simple vista era un palabra de honor de color coral, pero tenía unos hilos a modo de tirantes. Precioso, sin duda. Sin embargo yo no tenía el mismo cuerpo que mi amiga. El mío estaba más rellenito, más curvas, más tetamen, más culazo, más caderas. El cómo me quedaba era un despropósito, vamos.
-Estás puta, puta –rió Esther, mi amiga, cuando me lo vio puesto al mirarme frente al espejo. Ese día había madrugado para ir a la peluquería y hacerme un peinado un poco curioso. La melena ondulada de color castaño caía sobre mis hombros desnudos con graciosidad y elegancia. Previamente me había maquillado tardando media hora y el resultado era bastante bueno.
Llevaba además unos zapatos morados de tacón y un bolso del mismo color. Era el único vestido que Esther tenía de ese color, así que no tuve mucho donde elegir. A mí no me hizo ninguna gracia. Más que nada porque las tetas estaban aprisionadas y tenían toda la pinta de reventar el escote o de escapar despendoladas al primer bote. Maldito el sujetador que me compré, porque no permitía desprender los tirantes. Y qué decir de la falda: el elástico de las medias apenas se insinuaba bajo la parte inferior: más bien se veían a poco que echase a andar. La falda se iba recogiendo, insumisa, y asomaba el elástico negro sin remisión.
Por si fuera poco, Esther y yo habíamos estado saliendo hacía unos meses y un poso remanente quedaba entre nosotras, con lo que la tarea de desnudarme delante de ella se me antojó un suplicio. Ya se imaginan. Un roce por aquí, una mirada por allá y no tardamos mucho en tumbarnos en la cama, besándonos y acariciándonos. Aunque necesitaba un achuchón rápido para levantarme el ánimo no podía permitírmelo. Dentro de menos de tres horas debía estar en la iglesia de un pueblo a doscientos kilómetros. No obstante, llevaba una temporada algo jodida en cuanto a moral, y me dejé hacer en la cama. ¿Quién era yo para desdeñar un acuchón improvisado, de esos que te alegran el resto del día? La falda cumplió su cometido (como si Esther ya lo hubiera previsto) y una mano se posó sobre mis bragas sin obstáculo de por medio mientras la otra me ahuecaba la mejilla, hundiendo los dedos entre el cabello. Su lengua parecía una pipeta por la que manaba su saliva que se internaba en mi boca.
-Ten cuidado con el maquillaje y… el peinado –dije en un arranque de lucidez entre los sofocos que me provocaba su mano masajeándome el chumino sobre la braga.
-Descuida –respondió con mi labio inferior entre sus dientes-, que me importa más lo que tienes abajo.
Me bajó las bragas hasta la mitad de los muslos e internó los dedos entre la maraña de vello que poblaba mi pubis hasta converger en mis pliegues que ya acusaban algo de humedad. Gemí hondamente y la subí la camiseta hasta descubrir su torso desnudo. Los pechos de mi ex siempre me encantaron: tenía un tatuaje de un delfín en la carne de una de las tetas. Sin embargo, cuando se lo hicieron, la cola del mamífero estaba muy cerca de la areola oscura del pezón y durante una etapa en la que tuvo que seguir un tratamiento de hormonas, los pezones se la agrandaron y las areolas invadieron parte del tatuaje y aquello no remitió al cesar la toma de hormonas. Ahora, cuando llevaba puesto el bikini en la piscina y la pedían que enseñase el tatuaje completo, se olvidaba del pequeño detalle del pezón y acababa enseñando más de lo que su timidez innata la permitía, poniéndose roja de vergüenza. Lo cual la provocaba un estallido de ansia sexual que yo me afanaba en aplacar (y disfrutar) en el cuarto de la depuradora o en cualquier sitio con un mínimo de intimidad, aunque a Esther, cuando estaba cachonda, poco la importaba ya su timidez. Los veranos con ella siempre eran grandiosos. ¿Por qué coño nos separamos?, pensé mientras absorbía su pezón recreándome en los jadeos que emitía.
Cuando sus dedos separaron mis pliegues y alcanzaron las interioridades de mi vulva, navegando entre la viscosidad que manaba de mi vagina, una oleada de placer se desató en mi vientre y la correspondí apretando con los dientes su divino pezón. Esther gimió gozosa y me respondió hundiendo varios dedos en mi interior con un sonido de chapoteo que me hizo estremecer y tensar la columna de goce.
Su orgasmo llegó antes que el mío, ella no necesitaba mucho más para quedar saciada. Me besó con fruición enterrando su lengua hasta alcanzar mi paladar, mientras sus dedos me hacían alcanzar mi éxtasis.
Cuando recuperamos el resuello nos sonreímos. Ella tenía ahora otra chica, esto había sido un homenaje por los viejos tiempos. Y porque me conocía lo suficiente para saber que necesitaba una satisfacción. Las dos sabíamos que no significaba nada.
-¿Seguro que no tienes a alguien más que te pueda prestar un vestido, Marta? –Preguntó mi amiga entre arrumacos, recordándome que no iba a una despedida de soltera, sino a un bautizo, con su iglesia, su cura, su bebé, la familia y todo lo demás- . Es que ni siquiera debieras ponerte esto un sábado por la noche buscando polla, qué contarte que no sepas, chica.
Me levanté y, arreglándome la indumentaria, negué con la cabeza intentando hacerme a la idea delante del espejo del ridículo que iba a pasar y obviando la pulla que me había tirado: la causa de nuestra separación fue una inesperada heterosexualidad que despertó en mí y que se materializó en un chico adorable que no me sirvió más que para perder a Esther y echar dos polvos, rápidos y mal echados. Después él se lió con otra. Últimamente estaba sopesando si los hombres son sólo animales simples o sólo animales idiotas. Al menos tenía claro que yo sí era idiota.
-De perdidos, al río –pensé bajo el sol picajoso, mientras me ocultaba entre las puertas de mi coche y me subía la falda, tarea fácil debido a que ésta se empeñaba de continuo en subirse sin motivo alguno, como ya he dicho. Ahora debiera haberme bajado las bragas, pero claro, imagínense: vestido ceñido más minifalda, igual a un tanga. Por fortuna Esther me prestó uno suyo (de todas formas las bragas estaban para lavar después de nuestro breve retozón). La verdad es que los tangas no me gustan nada. Me incomoda demasiado tener esa tira entre las nalgas que todas dicen que no enteras de que está ahí, pero que yo, como soy algo peluda por ahí abajo, la tira se me enreda en los pelillos y “pá que queremos más”. Las jodiendas nunca vienen solas.
Exhalé un gemido de alivio tras separarme los pliegues con los dedos de la vulva y sentir como el chorro iba saliendo con fuerza. Un gustazo.
Y entonces oí el chirriar de ruedas y el sonido de un claxon. Me “cagüen” la puta, pensé. Pegué un bote al borde de un ataque de nervios, separando los dedos de los labios de mi sexo y el gracioso chorro se convirtió en ducha caótica debido a mis pliegues y al vello, que salpicó entero el tanga. Incluso lo vi a cámara lenta, para más recochineo. El cordón amarillento que provenía de mi sexo se tornó lluvia incontrolable que impactó sobre el triángulo de tela que formaba la prenda, derramándose por las medias y humedeciendo el borde de la falda.
-¿Hay alguien ahí? –preguntó un hombre. Lo que faltaba, si al menos hubiese aparecido una mujer…
-¡Estoy meando, joder! –Grité atacada de un nerviosismo exacerbado. Mi vejiga no parecía tener fin y el chorro, medio controlado de nuevo entre mis dedos empapados en orina, seguía creando un enorme charco que se precipitaba a la cuneta.
Y, de repente, asomó entre las dos puertas un hombre alto, con una carpeta en una mano y en la otra un neceser de primeros auxilios.
Durante un instante se congeló el mundo. Acuclillada, meando sin parar como un maldito aspersor, con el tanga chorreando, apoyando los brazos en las rodillas enfundadas en unas medias de fantasía salpicadas de orín y con un rostro colorado mezcla de la impotencia de la indefensión de mi postura y de lo mal que estaba saliendo todo hoy. Enfrente mío un hombre enorme con mono de trabajo (el de la grúa, sin duda) con cara preocupada y con evidentes problemas de audición.
Nos miramos durante un segundo, incrédulos ambos al encontrarnos en esta estrambótica situación. Ojos abiertos, boca abierta, expresión alelada y con un solo pensamiento en la cabeza: “Tierra, trágame, devórame, mátame”
Yo recuperé, antes que él, la compostura, que no la dignidad.
-¡Que estoy meando, hostias, fuera de aquí, puto pervertido! –chillé presa del pánico y la vergüenza.
-Lo siento, lo siento, de verdad –se disculpó el hombre corriendo de vuelta a la grúa –. Creí entender que se estaba desangrando, o algo así, lo siento, de veras.
El chorro de orina seguía saliendo amenazando con hacerme perder la cordura de un momento a otro. ¿Pero por qué coño se tardará tanto en mear cuando tienes prisa? Putadas de la vida. Por fin, mi meada fue perdiendo fuerza a medida que la presión en mi vejiga iba descendiendo. Cuando por fin terminé de orinar, vino la hecatombe, el sumun de mis desdichas.
Necesitaba algo para limpiarme. Un pañuelo, un trapo, algo. Tenía todo el sexo calado de orina y el tanga goteaba pis justo encima de mi nariz. Me sentía sucia, asqueada, avergonzada y abochornada. El orín, por efecto del calor de aquel puñetero día, iba desprendiendo un hedor dulzón sin permitirme un momento de respiro. Tenía pañuelos de papel en el bolso. Pero éste se encontraba en el asiento delantero y la puerta abierta me impedía el acceso. Ni se me pasó por la mente el pedirle al de la grúa que me lo acercase. Bastante me había visto ya. De sobra. ¿Qué coño hacía ahora? No pude evitar expresar mi disgusto.
-¡Joder, joder, joder! –dije en voz baja.
-¿Le pasa algo? –Preguntó el conductor de la grúa. Tiene cojones la cosa, pensé sonriendo con ironía, eso sí que lo ha entendido a la primera.
-Nada, no ocurre nada, no venga, por Dios. Disculpe –dije en voz alta, rezando para que no volviese.
Decidí, en un estado de nervios que me abrumaba por completo, hacer otra estupidez. Yo me reiría si me lo cuentan. Irguiéndome un poco, me descalcé y me quité el tanga enrollado que cayó al suelo con un ruido sordo, rezumando orina. Luego me fui quitando una media con un estado de paroxismo creciente sin preocuparme que las uñas la creasen unas carreras tremendas. Ya las daba por perdidas. Cuando por fin me despojé de la media de mi pierna derecha, la arrebujé para poder limpiarme lo mejor posible. Y fue entonces, cuando, como una revelación, al igual que en los documentales de la televisión, descubrí que la licra no es absorbente. Bien. Jodidamente bien. Lo único que estaba consiguiendo es extender las gotas de orina que estaban atrapadas en mi vello púbico y el sexo por toda mi vulva. De verdad que el día se presentaba perfecto. Perfecto de morirse. ¿Qué más se podía pedir?
Me calcé de nuevo los zapatos tras quitarme la otra media, me bajé la falda (puta falda) y me levanté del suelo con la mejor decencia posible. Peinado de peluquería a la mierda por el sudor que discurría en gruesas gotas por las sienes y el cuello. Maquillaje de media hora también a la porra (en ésto, Esther y yo habíamos contribuido). Vestido prestado apestando a orina. Una media desperdiciada y también inservible y la otra, huérfana, sin ningún sentido que aún enfundase mi pierna izquierda. Para rematar la faena, mis zapatos morados lucían ahora unas bonitas manchas circulares de bordes de color oscuro. Al instante lo asocié a la serie CSI y las gotas de sangre con su direccionalidad, espesor y tamaño. ¿Qué más podía ir mal, por Dios?
-Disculpe –dije dirigiéndome al conductor de la grúa que esperaba junto a su vehículo con un malestar a la par que el mío reflejado en su rostro -. Siento todo esto.
Era el conductor un hombre de unos treinta y pico años de cabello castaño, más oscuro que el mío, que empezaba a clarear en la frente. Unas gafas con montura al aire escondían unos ojos del mismo color que su pelo y poseía una mandíbula angulosa cuyos lados convergían en un mentón ancho y coronado por un hoyuelo. Un cuello grueso donde se marcaban unos músculos como maromas daban paso a unos hombros que, bajo el mono azul de trabajo, se adivinaban poderosos y redondeados al igual que, suponía, el resto del cuerpo. Era alto, quizás me sacaría dos cabezas y tenía unas manos tan grandes que cabría mi cabeza sin problema entre ellas.
-Perdóneme usted a mí –dijo el hombre, abochornado. Señaló con la cabeza a mi coche-. ¿Qué la ha pasado?
-No sé. De repente el motor empezó a hacer “glú, glú” y pensé que era cuestión del radiador o la correa, pero como tengo prisa, continué haciendo caso omiso. Al cabo de diez minutos, el motor hizo otra vez esos ruidos y ya tuve que detenerme cuando vi salir algo de humo del capó.
-¿”Glú, glú”? A ver, ábramelo –señaló serio al capó con un dedo.
“Glú, glú”. Pero que bien te expresas, hija mía, pensé consternada.
Cerré la puerta trasera e, internándome por la puerta del copiloto, pulsé la palanca para abrírselo, recuperando el bolso (con sus benditos pañuelos) de paso.
El hombre enterró la parte superior del cuerpo en el interior del capó mientras, yo, disimuladamente, tras quitarme la otra media, me coloqué detrás de él, sacando el paquete de pañuelos de papel del bolso. Supongo que aún me quedaba algo de desvergüenza o que, tal vez, tal y como estaban las cosas, de perdidos al río. El caso es que me arremangué lo suficiente la falda (cosa fácil) mientras arqueaba las piernas y me limpiaba los bajos con un pañuelo. Ya no podía ser más basta ni marrana.
Y entonces (¿por qué todo a mí, Dios, que te hice aquel día?) pasó un coche, que tocó el claxon ante la surrealista escena que estaba proporcionando. El hombre de la grúa volvió la cabeza y me vio frotarme el coño con el pañuelo de papel con las piernas bien abiertas. Yo, congelada y horrorizada, con una infinita vergüenza que me recorría el cuerpo entero. El hombre mirando mi postura de primate y mi rostro descompuesto.
-¡Uy, perdone! –dijo volviéndose de nuevo a lo suyo tras un agónico segundo que se me antojó eterno.
Yo no dije nada, ya ¿para qué? De todas formas no me salían las palabras de la boca. Nada podía ocurrirme ya que agravase mi imagen de putona cochina ante el mecánico de la grúa.
Más bajo no se puede caer, Marta, me dije, arrebujando el pañuelo y tirándolo lejos de mí. A partir de ahora las cosas no pueden ir a peor, ánimo, que luego, al recordarlo, te reirás de lo gracioso que fue.
Sí, sí, mis cojones te vas a reír tú si te ocurre algo así, pensé como respuesta.
-Pues sí que es el motor, sí –dijo el hombre cerrando el capó, evitando mirarme a los ojos y agradeciendo que no mencionase la escena anterior-. Tengo que llevármelo al taller porque no arrancaría ni tirando de él. El aceite del motor está casi quemado y una biela que ha rozado el grupo interno del motor, sin lubricante que minimice el roce, se ha desgastado.
Perfecto, pensé. Excusa de perlas. No hay mal que por bien no venga. No voy al bautizo de mi sobrino porque el coche se me ha averiado, le llamo ahora al móvil y se lo digo, excluyendo, eso sí, mi indumentaria y el olor a orina que me aún me embargaba.
-La llevo al taller y allí le presto un coche de sustitución, que tengo dos muertos de risa, nuevecitos, por eso del seguro, ya sabe.
Asentí presintiendo una parada cardíaca imaginándome su respuesta a mi pregunta.
-¿Y dónde tiene el taller? –pregunté implorando para que no fuese en el pueblo de mi hermano.
El hombre de la grúa advirtió el rastro de esperanza que aún quedaba en mi rostro, sin imaginarse a qué podía ser debido.
-Aquí al lado, en Monfragüe del Valle, son solo diez minutos –respondió jovial.
Sonreí dibujando en mis labios una curva catatónica, zigzagueada. Por dentro apretaba los dientes hasta hacerlos rechinar. No podía ser. De verdad que no podía estar ocurriéndome esto, válgame Dios, ¿por qué me haces esto?
-No irá usted al bautizo de la niña de Fernando y Lourdes, ¿no? Lo digo por el traje que lleva y la prisa que dijo que tenía –preguntó rematando la faena, pisoteando la única posibilidad que aún quedaba de librarme de la ignominia absoluta.
Asentí, todavía mostrando una sonrisa deshecha. Sospechaba lo que iba a ocurrir a continuación, al ver de refilón el nombre del taller en uno de los laterales de la grúa.
-Pues no se preocupe, que va para rato. Mi compañero ha ido a por el cura que va a oficiar el bautizo, que también se le ha averiado el coche de camino, ¿sabe? Poco antes de llegar aquí, me lo dijo por radio. Ya es mala suerte, ¿no cree? Aunque, para usted, no: así llega a tiempo.
-¿Pero cómo que voy a llegar a tiempo? –Dije sin pensarlo, ya no aguantaba más -¿Usted cree que me apetece llegar al bautizo de mi sobrina con este vestido de fulanorra, apestando a meado y con el peinado desbaratado, eh?
-¿Su sobrina? Ah, ¿pero es usted la hermana de Fernando? –preguntó el hombre sonriendo mientras se limpiaba las manos con un trapo que tenía prendido a la cintura del mono. Me tendió una mano con una sonrisa franca y cordial que me hizo estremecer de vergüenza y desamparo-. Tanto gusto, yo soy Álvaro, el hermano de Lourdes, su concuñado, vaya.
Estreché la mano de Álvaro sin fuerzas, sin poder imaginar que, antes de que acabase el día, le iba a estrechar otro miembro, pero por otro motivo.
++++++++++
Me senté junto a mi concuñado en la grúa, después de remolcar mi coche a la parte trasera, y nos pusimos en marcha. Yo intentaba poner algo de espacio entre nosotros dos, pegándome al cristal de la puerta. Le pedí que bajase mi ventanilla: no quería que el olor a pis rancio inundase el interior del vehículo.
-Está usted muy guapa –me dijo con una de esas sonrisas que me desarmaban. No es que tuviese los dientes perfectos, ni que los enseñase con un gesto encantador. Es que, simplemente, era una sonrisa franca y amable que pocas veces te encontrabas en la ciudad.
-Gracias –respondí sonrojándome, sin dejar que mis manos dejasen de ocultar el borde de la falda por donde asomaban el elástico de las medias- Por cierto, ¿no va usted también al bautizo?
-Creo que eso de “usted” nos lo podemos saltar, ¿no cree?, que somos familia, digo yo.
-Claro, mejor.
-Gracias, y sí, claro que voy a la boda de nuestra sobrina. Pero antes está el trabajo, ¿no crees?
Me sonrojé de nuevo al pensar que si llegábamos tarde a la celebración sería por culpa mía. Y de mi coche.
-Y que no falte –añadió con otra de esas sonrisas que me hizo estremecer todo el cuerpo.
Monfragüe del Valle es un pequeño pueblo en la provincia de León, a algo más de media hora de Ponferrada. Aunque mis padres y yo vivimos entre Segovia y Madrid, mi hermano Fernando se mudó a este lugar cuando su novia, en un viaje de fin de semana le enseñó su pueblo natal. Viaje a la que fui invitada, pero que tuve que rechazar por cuestión del trabajo, según la versión oficial, pero debido, oficiosamente, a una tórrida escapada con Esther a la playa. Nunca supe por qué mi hermano dejó su trabajo de ingeniero informático en la capital. Bueno, sí lo sé: porque se enamoró de este lugar, pero no entendía por qué.
En cuanto entramos en el pueblo lo entendí sin necesidad de muchas explicaciones. El pueblo en cuestión, en realidad, unas pocas casas antiguas arracimadas, se asentaba sobre un pequeño valle rodeado de montañas muy verdes debido a la enormidad del bosque que se extendía hasta los perfiles de las montañas, y lindaba con un arroyo (“regatu”, según Álvaro) de aguas cristalinas por cuyo puente romano atravesamos con la grúa.
-¿Habías venido antes a Monfragüe, Marta? –preguntó Álvaro recorriendo la única calle con aspecto de tal nombre que tenía el pueblo. A partir de esta calle, gruesos caminos, empedrados unos o de tierra batida otros, discurrían hasta las casas de los vecinos, las cuales tenían fachada de piedra, de ladrillo hosco o de adobe. Eso sí, la hierba era la protagonista principal del lugar, haciendo acto de presencia en todas partes, como si todo el pueblo fuese un gran parque donde se hubiesen plantado en medio de las avenidas un manojo de casas. Una plaza central donde había una fuente de la que surtía de un caño un chorro continuo lindaba en su céntrica posición con una pequeña iglesia de torre picuda con nido de cigüeña y todo, con una nave con el techo hundido.
-La estamos restaurando entre todos los vecinos, poco a poco –explicó Álvaro al fijarse que mi mirada se detenía en ella- .Es muy antigua, ¿sabes? Del románico tardío, dijo un técnico de la Junta que vino un día para aprobar la subvención.
-¿Y, entonces, dónde se celebrará el bautizo? –pregunté.
-En casa de Lourdes y Fernando, claro, ¿dónde si no? –me respondió como si mi pregunta fuese de lo más tonta, aunque, por su tono, supe que lo decía con la mayor naturalidad y cortesía posibles.
Pocos lugareños vi a nuestro paso, aunque sí bastantes vacas pastando por los prados que se extendían hasta los lindes del bosque que empezaba a unos cientos de metros, falda arriba. En realidad sólo vi a una anciana con mandil negro y pañuelo a juego en la cabeza que empujaba una carretilla cargada de leña por un camino pedregoso y a la que Álvaro saludó con la mano.
-Ésa es mi abuela Luisa, de noventa y cinco años –dijo con aire serio-. Le hemos dicho infinidad de veces que se quede en casa, que ya la llevamos la leña para la chimenea nosotros, pero ella, erre que erre, no hay quien la meta en vereda. ¿Y quién coño quiere leña ahora, con este tiempo? Y que no la toquen sus “pitas” del corral, claro.
-Los ancianos son así, cabezotas a su manera, creo –dije a modo de confirmación que suponía extendida en cualquier parte del mundo.
Atravesamos el pueblo hasta el final donde, junto a una casa de dos plantas de reciente construcción, debido a la fachada de ladrillo caravista y gres, aún reluciente, estaba la entrada del taller. Al lado había una pequeña nave de paredes de chapa corrugada.
-Bueno, ya hemos llegado –dijo deteniéndose frente la nave. –Aún no ha llegado mi hermano con el cura, así que tenemos tiempo. Aquí dentro están los coches de sustitución, elije el que más te guste, los dos son iguales, en realidad.
Bajamos de la grúa y Álvaro subió el portalón por el que se accedía a la nave. En efecto, dos Seat Ibiza, ambos de color gris oscuro, estaban situados en un rincón, enfundados en un plástico grueso.
-¿Cuándo podrás tener reparado mi coche? –pregunté mientras Álvaro quitaba los plásticos.
-Pues… supongo que para hoy por la tarde, si te corre prisa.
-Pero, entonces, no irías al bautizo, ¿no?
-Bueno… -sonrió. Me estaba pidiendo, o suplicando, que aplazase mi urgente necesidad de recuperar el coche en beneficio de nuestra sobrina.
-Supongo… que puedo esperar hasta mañana, al fin y al cabo, es fin de semana.
-Perfecto –agradeció Álvaro poniéndose contento al instante-. Lo tendrás para mañana, prometido.
Un incómodo silencio se hizo presa entre nosotros.
La radio de la grúa deshizo la tensión que se estaba creando entre nosotros.
-Coche dos a coche uno, ¿me recibes? –se oyó una voz algo distorsionada.
-Perdona –dijo Álvaro acercándose a la radio del salpicadero de la grúa y respondiendo-. Aquí coche uno, ¿qué quieres, Joaquín? –contestó.
–Es mi hermano Joaquín –me susurró alejándose el micrófono de la boca-, el que ha ido a por el cura, ya sabes, lo que te dije antes.
Asentí con la cabeza. ¿El cura?, pensé, ¿qué coño pasa ahora?
-Oye, Álvaro, que el coche del cura no arranca ni pa´ Dios, es una biela, me temo.
Una biela, pensé, como lo mío. Esto es increíble.
-Bueno, pues lo traes para acá y ya lo vemos, ¿qué problema hay, Joaquín?
-El problema, Álvaro, es el coche dos, o sea, que a la jodida grúa también se le ha estropeada una biela. Más bien ha salido volando destrozando el grupo motor, imagínate el estropicio que se ha montado.
-¡No jodas, Joaquín, otra vez no, por Dios! –dijo Álvaro con voz rota y golpeó el capó de la grúa con un puñetazo que hizo retemblar toda la carrocería. Instintivamente di un paso atrás.
-Pues sí jodo, Álvaro, pa´ que veas. Y por cierto, el cura no estaba tirado en el kilómetro veintisiete, sino en el ochenta y siete, que he tardado tanto en venir que el cura ya había llamado a un taxi.
-¿Y está de camino?
-¡Qué va a estar de camino!, como si no lo conocieras, Álvaro. El muy hijoputa me ha dejado una nota donde pone a dónde tenemos que llevarle el puto coche arreglado. Será idiota pero se lee las condiciones del seguro que da gusto, el muy jodido.
-Bueno, bueno, no hables así, Joaquín, que tengo al lado a la hermana de Fernando.
-Vaya, ¿y está tan buena como decía Lourdes?
Me sonrojé hasta las orejas y desvié la mirada hacia otro lado mientras Álvaro miraba el micrófono de la radio mascullando improperios.
-¡Que está a mi lado, merluzo de los cojones, que no escuchas, hostias!
Se oyó a continuación un crepitar de ruido blanco, correspondiente al momento de turbación de Joaquín, al saberse puesto en vergüenza. Por lo visto, esto de no oír a la primera, era cuestión de familia.
-Lo siento, señorita, no era mi intención menospreciarla, le aseguro…
-Calla, idiota, calla, anda. A ver, que voy a recogerte, dime, ¿has dicho en el kilómetro veintisiete, no?
-Creo que ha dicho en el ochenta y siete –dije sin aguantarme más una sonrisa. La situación era de un absurdo tan disparatado que no habría desentonado en cualquier comedia de la televisión.
-Ya has oído a la chica, Álvaro, que dices de mí, pero tú también… -dijo Joaquín a través de la radio.
-Bueno, vale, joder, que ya voy para allá –cortó Álvaro.
-Es el condenado motor, ¿sabes? –dijo colocando la radio en su cuna -. Y lo más jodido es que la garantía se acaba dentro de dos meses, hay que joderse. Y Disculpa a mi hermano, dicho sea de paso.
-O sea, que si no hay cura, no hay bautizo –pregunté ciñéndome al objetivo de mi visita.
Álvaro carraspeó y se rascó la nuca mirando al suelo, como disculpándose.
-Es por el puñetero párroco, Don Facundo, que es un cagaprisas: o sale todo a la primera o no sale. Y hoy, pues no ha salido, manda cojones.
-Ya. ¿Aviso yo a mi hermano y vuestra hermana mientras tú vas a por Joaquín?
-Te lo agradecería, Marta, de verdad –dijo sonriéndome. Y nos quedamos mirándonos unos instantes sin decirnos palabra. Supongo que está predestinado que, después de tantos descalabros, con mi coche estropeado y mi dignidad como mujer echada a perder, al final, el viajecito no había servido para nada.
-Bueno, ¿puedes decirme donde está la casa de mi hermano? Tendrás que marchar, supongo –dije señalando con la cabeza la grúa.
Álvaro me señaló la casa de mi hermano y me dirigí hasta allí, mientras él daba marcha atrás al vehículo y se alejaba. Un pitido de bocina me hizo girarme cuando me dirigía a casa de mi hermano. Una vaca que cruzaba la carretera había estado a punto de impedir que Álvaro llegase a su destino. Por fortuna, o la vaca era muy lista o Álvaro ya se las había visto en esas otras veces porque la esquivó con soltura y prosiguió su camino.
Tras llamar al timbre de casa de Fernando y Lourdes, mi hermano me abrió la puerta y nos abrazamos contentos. Luego vino mi cuñada (la que, según Joaquín, había dicho a sus hermanos que yo estaba muy buena) que me llevó con mi sobrinita, Raquelita, que estaba dormida en su cuna. Me contó que mis padres y los suyos estaban dando un paseo por los alrededores.
A continuación, tomando un café y sentados en el sofá, les conté toda la odisea que había vivido desde esta mañana, omitiendo, por supuesto, mi descenso al fango de la decencia. Por las expresiones de su cara parecían haberlo previsto en mayor o menor grado porque no mostraron demasiada sorpresa.
-En fin –dijo Fernando levantándose del sofá-, voy a llamar a Don Facundo, a ver si podemos arreglarlo para mañana, quizás. O que, al menos, se “aviese”.
Quedamos Lourdes y yo solas. Quizás mi hermano no se había dado cuenta, nunca fue muy avispado, bueno, en su disculpa ningún hombre lo es, pero Lourdes era otro asunto: no exagero si digo que se había formado en su cabeza una imagen bastante fidedigna de mis vicisitudes.
-Tengo que pedirte un favor, Lourdes, y con mi hermano delante no me he atrevido –empecé.
-Creo que ya sé a lo que te refieres, Marta –dijo deteniendo la mirada en mis zapatos, mis piernas y mi vestido. Me preguntó con los ojos entornados y una sonrisa si estaba en lo correcto.
Asentí, agradeciéndola el tener que evitarme expresarlo con palabras.
-Dúchate en el cuarto de arriba mientras yo te saco un vestido. Creo que tengo uno de tu talla, de cuando tenía unos kilitos menos. Ya veremos qué se puede hacer con las manchas de los zapatos.
-Preferiría un baño, si no te importa, de verdad que lo necesito, cuñada.
Lourdes enarcó las cejas, sorprendida, y luego exhibió una sonrisa cómplice mientras se terminaba el café. Creo que en su mente se creó un fiel reflejo de mis sentimientos, hasta los más escabrosos. Pero al instante cambió su expresión.
-¿No te habrá molestado Álvaro, verdad? –preguntó seria.
Negué con la cabeza. ¿Molestarme? Con dos años de defensa personal entre pecho y espalda no había nacido el hombre que me molestase aún.
Cuando me metí en la bañera repleta de agua caliente sentí como todo se iba despejando en mi mente, yéndose las preocupaciones con la esponja al enjabonar mi piel, como si suciedad adherida a mi cuerpo.
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Supongo que me relajé demasiado, porque me dormí. Había colocado una toalla doblada en el borde de la bañera y al apoyar la cabeza me quedé adormilada como una marmota. Cuando me desperté el agua estaba ya fría. Me sequé despacio, mirándome al espejo: en el cuarto de baño había uno que llegaba casi hasta el suelo, montado en la puerta de un armario, frente al lavabo.
El reflejo mostraba el cuerpo de una mujer de poco más de metro sesenta, de cabello castaño y largo, de hombros y caderas anchas, con pechos algo caídos pero llenos y aún turgentes. Un vientre casi plano daba paso a una espesa pelambrera oscura en el pubis, en el centro de las anchas caderas, de las que nacían dos piernas torneadas y en el muslo de una de ellas la marca del mordisco de un perro de cuando tenía doce años. Más abajo, en las espinillas, se empezaba a notar el comienzo de alguna variz y la cicatriz de mi primera depilación a la cera que me abrasó parte de la piel.
Me acerqué aún más al espejo para contemplar mi rostro. Algunas arruguillas alrededor de los ojos empezaban a tomar forma y una espinilla se estaba gestando en uno de mis pómulos. Sin embargo, la razón por la que me había acercado al espejo fue el brillo de mis ojos. O más bien la ausencia de él. Ojos cansados, aburridos, indolentes. Un color verde oliva se adueñaba del iris pero el conjunto de blanco, verde y negro era opaco.
¿Qué coño estoy haciendo aquí?, me pregunté. Mi hermano se ha casado y ahora tiene una hija. Tiene una familia a la que cuidar, mantener y proteger. Y de la que disfrutar. ¿Y yo qué? Sola y amargada. Lesbiana conversa o hetero indecisa. ¿Qué coño era yo?
Al salir del cuarto de baño con una toalla enrollada en mi torso y sin ninguna respuesta a mis preguntas, encontré en el pasillo, junto a la puerta, una silla con una muda de ropa interior, una blusa sencilla y una falda plisada floreada y unas pantuflas. Me vestí allí mismo, sin importarme el tirar la toalla al suelo y quedar desnuda. Supongo que ya había agotado mi cupo diario de vergüenza.
Cuando había terminado de vestirme oí unos ruidos ahogados no muy lejos, quizás en una habitación cercana.
Me acerqué con sigilo escuchando de dónde provenían esos ruidos y llegué hasta una puerta entornada. Miré alrededor buscando no ser descubierta. No quería que, de repente, alguien me increpase el escuchar conversaciones ajenas en una habitación que creían cerrada. Sin embargo, aparte del hecho que estaba a punto de cometer, y del que no me reconocía, me intrigaba el saber qué eran esos ruidos y a qué se debían.
Abrí un poco más la puerta con discreción y miré a través. Era un dormitorio, al menos eso deduje por la parte de cama que podía entrever a través de la rendija de la puerta. La pared que estaba en frente de la cama tenía un espejo por el que podía atisbar la cama entera. En ella una pareja se había tumbado y yacían medio desnudos, abrazándose y besándose. Reconocí los dos cuerpos de Fernando y Lourdes. No podía verles muy bien las caras debido a que el reflejo del espejo permitía mucho más, pero el pantalón de él y el vestido de ella, que yacían en sendas sillas al lado de la cama, eran inconfundibles. Él se encontraba desnudo con sólo una camiseta de tirantes blanca y ella vestía el sujetador y las medias. Sus manos se internaban en el sexo desnudo del otro, impidiéndome ver mucho más.
Sin embargo, a través de la imagen especular, pude vislumbrar el reflejo de otro espejo que se encontraba junto a la cama. Este otro espejo me mostraba una puerta entornada que iba a dar a las escaleras de bajada al primer piso. La puerta también estaba entornada y, a través de los dos reflejos, distinguí el rostro de Álvaro. La imagen era difusa, pero se le reconocía perfectamente. Lo que me sorprendió, y de qué manera, fue descubrirle masturbándose: se había sacado el pene a través de la bragueta del pantalón y se sacudía el sexo de forma lenta y sinuosa, con sus ojos fijos en nuestros respectivos familiares.
Fernando y Lourdes se irguieron, quedando de rodillas en la cama, y terminaron de desnudarse sin dejar de besarse ni acariciarse. Mi hermano, al que tenía frente a mí, era poseedor de un miembro de respetables dimensiones que Lourdes azuzaba de forma continua mientras sobaba los pechos de su mujer con una mano y con la otra internaba los dedos en el sexo de ella. Las nalgas orondas de mi cuñada vibraban ante los movimientos en su cuerpo. Gemían y jadeaban sin parar mientras sus manos excitaban el sexo del otro.
A través de los dos reflejos vi que Álvaro se había bajado los pantalones y los calzoncillos sin ningún disimulo y ahora yacía la ropa arrebujada a sus pies. Se frotaba el miembro sin ningún reparo. Constaté que su pene era de unas dimensiones parecidas a las de mi hermano, aunque su mano, azuzándolo, no permitía ver gran cosa de él.
Yo sentía como me iba acalorando, con el sudor recorriéndome las sienes y la hendidura de la espalda, y un intenso cosquilleo se iba manifestando en mis pechos y mi sexo. No pude evitar acariciármelos por encima del vestido. Intentaba contener mis miradas y mis movimientos, temiendo ser detectada, aunque tenía claro que no sería fácil debido a que esos tres estaban totalmente concentrados en lo suyo. Dejé el bolso en el suelo a mi lado e interné mi mano derecha por debajo de la falda, recorriendo mi muslo desde la media hasta llegar arriba, al inicio de las bragas. Notaba mi sexo palpitar dentro de la prenda interior y expelía un calor húmedo que iba en consonancia con el rubor que bullía en mis mejillas y el interior de mi boca. Me sentía excitada, cachonda. Mi pulgar recorrió la braga notando el mullido vello bajo ella, llegando hasta la entrada de mi sexo. Arqueé el dedo presionando sobre mis pliegues a través del vello y la braga y al instante recibí un latigazo de placer que me hizo estremecer entera, haciendo que mis rodillas retemblasen y peligrase mi verticalidad, obligando a apoyarme en el quicio de la puerta y aspirando aire por la boca a través de los dientes apretados.
Me mordí el labio inferior con fuerza para poder recuperar algo de control sobre mi cuerpo y seguí contemplando a Fernando y Lourdes en la cama a través del reflejo del cristal. Ella se había tumbado con las piernas flexionadas y su cabeza estaba fuera del alcance de la imagen que tenía de ellos, pero gemía como una posesa mientras mi hermano hundía su cabeza entre sus piernas. Sus dedos tensados, como garras, se internaban en el cabello de mi hermano mientras éste la hacía un cunnilingus. Me fijé en el reflejo de Álvaro a través del otro espejo y noté como los movimientos de su masturbación se habían detenido, aprisionando entre su mano el miembro hinchado, descorriendo el prepucio para mostrar el glande brillante.
Sus ojos verdes estaban fijos en los míos. A través del reflejo de los dos espejos, él me estaba observando, igual que yo le había estado espiando momentos antes. Sus pupilas recorrieron mi cuerpo de arriba abajo, observando el bulto bajo la falda que escondía la mano que apaciguaba mi sexo y mi otra mano pellizcando, a través de la blusa y el sujetador, mis pezones. Sentí como la vergüenza estallaba dentro de mí y un rubor intenso me invadió el rostro, mientras mi respiración se volvía apresurada y caótica. Di un paso lateral apoyándome en la pared para escapar al escrutinio de su mirada a través de los espejos, para no mostrar el intenso acaloramiento que me invadía.
Detrás de la puerta esperé conteniendo mi respiración, sintiendo los latidos del corazón golpear con fuerza y rapidez mis sienes. Mis manos aún seguían en el mismo sitio y en mi mente dos detalles dominaban todo lo demás: las nalgas palpitantes de Lourdes y el glande amoratado de Álvaro apareciendo y desapareciendo bajo su mano. Intenté inspirar con fuerza pero acabé cogiendo aire de forma confusa y a trompicones, sintiendo mis dedos aun pellizcando mi atormentado pezón y mi sexo húmedo invadido por mi pulgar a través de la braga.
Continúe acariciándome, con mayor dureza si cabe, ocupándome de mi otro pezón, hinchado e hipersensible, a la espera de mis desvelos, mientras mi otra mano se internaba dentro de la braga y navegaba a través del ensortijado pelo hasta llegar a mis pliegues pringosos. Me faltaba el aire y el poco que me llegaba a través de la boca estaba caliente y alentaba mi acaloramiento. El corazón me martilleaba el pecho en una sucesión de latidos rapidísimos. Debido a que la braga me molestaba para alcanzar mi entrada no dudé en tirar de ella hacia abajo, rasgándola en mi apresuramiento, ayudada por la profusa humedad que la empapaba. Mis dedos, por fin, pudieron acceder a mi recóndita gruta sin más obstáculos que el enmarañado vello que lo cubría. Tampoco, una vez interné varios dedos en mi interior, sofocándome aún más, tuve reparos en desabotonar la blusa haciendo saltar varios botones en mi frenesí y liberar mis pechos, arremangándome las copas del sujetador, para poder acceder a mis pezones bulbosos. El ansia me corroía y me concentraba en procurarme el mayor placer mezclado con el dolor de mis pezones retorciéndose bajo mis dedos. Jadeaba escapándoseme un hilo de saliva de la comisura de mis labios, con la respiración agitada y mis ojos enloqueciendo ante las imágenes de mi hermano y su mujer follando tras la puerta y la de Álvaro masturbándose.
El orgasmo me sobrevino de improviso y me obligó a contraer el vientre. Mi vagina aprisionaba espasmódicamente los dedos cicateros dentro de ella y abrí los ojos con deleite mirando al suelo. Un hilo de baba de mi boca fue recorriendo el aire, descendiendo en el vacío, alcanzando el suelo enmoquetado mientras los estertores de mi éxtasis continuaban sacudiendo mi pecho y mi vientre. No pude evitar el acuclillarme y apoyarme en el suelo para no caer, sin impedir al final que me arrodillase al notarme falta de fuerzas. Notaba la boca inundada de saliva espesa y el labio inferior hinchado y dolorido de la feroz dentellada que le había infligido. El corazón se negaba a aminorar el ritmo infernal que me taladraban las sienes y los oídos con sus latidos, aunque mi respiración se fue normalizando, impidiéndome marearme. Sentí un reguero frío de fluido bajando por mis muslos hasta llegar a mis bragas destrozadas, humedeciéndolas aún más.
Cuando levanté la vista, Álvaro me miraba a mi lado, a escasos centímetros, desde arriba meneándose con furia el rabo. Perdí el equilibrio y caí espatarrada en el suelo de la impresión.
-¿Pero qué cojones haces? -le espeté en voz baja y dominada por un sentimiento mezcla de vergüenza y afrenta.
Álvaro no me contestó. Su glande aparecía y desparecía dentro de su mano y estaba tan cerca su miembro de mi cara que sentía el aire agitarse por sus vaivenes.
-Hijo de... -quise mascullar, protestando e intentando levantarme, pero Álvaro, en un movimiento que me cogió totalmente por sorpresa, me aprisionó la cabeza y me hundió su falo en el boca hasta el fondo.
Abrí los ojos como platos y me quedé como una pánfila, sin reaccionar, mientras Álvaro bombeaba su verga dentro de mí, alcanzando lo más recóndito de mi paladar.
-Mmpfh -grité intentando apartarme de él, pero era más fuerte que yo y no conseguía impedir que su polla se hundiese en mi boca en un ritmo frenético.
No se detuvo hasta que agarré sus testículos apretándolos en mi mano y entrecerré los dientes obstaculizando su felación no consentida. Al instante se interrumpió y, desde arriba, se fijó en mi expresión seria, decidida y bastante cabreada.
“Sácala. Sácala ahora mismo”, le dije con la mirada, enmarcada con mi ceño fruncido y mis ojos, sin pestañear, fijos en los suyos.
Lentamente, y me consta que con dolor porque no disminuí el abrazo de mis dientes, fue deslizando su verga fuera de mi boca, mientras apretaba con fuerza su escroto. La capucha del glande fue la que más sufrió al retirar su miembro.
-Lo siento... -quiso decir, pero lo corté de inmediato.
-Te la voy a arrancar de cuajo como me hagas de nuevo esto, maldito hijo de puta -dije escupiendo las palabras e incorporándome.
-Pero es que te vi como te masturbabas viéndome... -se disculpó.
Fue entonces cuando tomé conciencia de mi masturbación y el aspecto que presentaba, con las tetas al aire, y la braga en mis rodillas.
Un silencio se hizo entre nosotros que se disipó de inmediato al escuchar en la habitación de al lado a mi hermano y su hermana hacer el amor entre gemidos de él y gritos contenidos de ella.
Nos miramos a los ojos fijamente, serios, con la respiración aquietándose. No hice ningún movimiento para ocultar mis tetas ni mi braga, ni él se enfundó en el calzoncillo su miembro. Quizás él sí que tuviese la atención puesta en mí, no lo sé, pero yo sólo tenía en mente los gemidos de al lado. Todo lo demás no existía.
Nuestras miradas se desviaron hacia la puerta entornada. Mi respiración, antes aquietada y descansada, volvía ahora, de nuevo, a encenderse y agitarse. El corazón volvió a incrementar su frecuencia de latidos y unos calores que emanaban de mi pubis comenzaron a sofocarme, expandiéndose por todo mi cuerpo. Inspiré con fuerza para tratar de calmarme, no podía dejarme llevar de nuevo por el ansia de la excitación. Pero al otro lado de la puerta seguían haciendo el amor, con más resolución si cabe, exhalando gemidos y gritos menos contenidos, más desgarradores, haciendo rechinar el colchón con las embestidas de forma rítmica.
A mi lado Álvaro también estaba acusando en su respiración la excitación. Forzaba sus inspiraciones respirando por la nariz, intentando calmarse, pero era tarea inútil porque cada vez le costaba más y lo hacía más ruidosamente.
Tomé una decisión en la que, en aquel momento, ignoraba las consecuencias que tendría.
-Ven aquí -ordené a Álvaro agarrándole del pito y tiré de él llevándomelo a otra habitación. No opuso resistencia y fui probando a través del pasillo qué puerta podía estar abierta. Con las dos primeras no hubo suerte pero la tercera mostró el cuarto de baño de donde antes había salido. Con esto ya me valía.
Pasamos dentro y cerré echando el cerrojo.
-Olvida todo lo que te he dicho antes durante quince minutos -le dije con voz metódica mientras le despojaba de la ropa quedándolo desnudo excepto con los calcetines.
-¿Estás segura? -preguntó él dejándose hacer.
-No. Ya habrá tiempo después de pensar en ello -respondí haciéndole tumbar en el suelo, entre el lavabo y el bidé. Le separé las piernas arrodillándome entre ellas y, agarrando su miembro, lo froté con energía para hacerlo crecer -. Ahora sólo necesito una buena polla que me llene el coño.
Cuando me llevé su pene a la boca, llevando el prepucio hacia abajo para hacer aflorar el glande, Álvaro me detuvo separándome de su sexo.
La miré extrañada.
-¿Y si ahora soy yo el que no quiero, eh? -preguntó con voz seria y el ceño fruncido. No había sonrisa en sus labios que me permitiese distinguir una broma o un farol.
-No digas chorradas -dije, y continué frotando su verga, ya totalmente erguida-. En cuanto os ponen un coño a mano, ninguno lo dudáis un instante.
Álvaro me agarró de la muñeca y separó mi mano de su sexo.
-Pues será entonces que yo soy “ninguno”, porque, fíjate tú por dónde- dijo levantándose-, no me apetece enterrar mi polla en tu coño, ya ves.
Nos miramos unos instantes mientras se vestía. Intenté calibrar si estaba cabreado, enfadado, dolido o, simplemente, quería hacerse de rogar. Sin embargo, nada pude sacar de sus ojos, lo único de lo que estaba segura era de que mi furor interno se había disipado de forma fulminante.
-Te arrepentirás por siempre, maldito petulante -mascullé en voz baja mientras yo también me levantaba.
Menuda mierda, pensé. Yo que estoy con el coño ardiendo, necesitando un polvo casi a vida o muerte, y me tiene que tocar el único payaso eunuco con orgullo de toda la casa. Seguro que está cabreado porque como yo no le dejé follarme la boca, ahora se cree con derecho de decidir cuándo quiere mojar y cuándo no.
Pues si se creía que iba a suplicar para que me embutiese su nabo en el agujero, iba listo.
Sin embargo, me jodía el hecho de saberme mujer y no poder follar cuando quisiera. Y más cuando estaba con un acelerón del quince.
-Parece que el niño nos ha salido con dignidad. Un intento de violación seguido de dignidad, no lo olvidemos, claro. A saber qué clase de puta dignidad tendrás, hijo -le cité como a un toro en una corrida, mientras terminaba de abotonarme la blusa mirándome al espejo constatando que por mi cabello poco se podía hacer con el pelo revuelto como lo tenía.
Álvaro respiró con fuerza y me miró durante un segundo, en el que no le dirigí la mirada, aparentando preocuparme por mi cabello frente al espejo. No respondió y eso me cabreó aún más. No entraba al trapo. Dudaba si podría manejar por más tiempo la situación si se embalaba hacia mí.
-Porque es mi hermano, que si no, entraba ahora en el dormitorio y seguro que me hacían un hueco entre los dos. Seguro que tu hermana me hacía un trabajo mejor, incluso -continué. Álvaro me miró unos instantes. Yo continué atusándome el pelo, intentando corregir a un mechón rebelde que se resistía a aposentarse detrás de una oreja.
Chasqueó la lengua y, quitando el cerrojo, abrió la puerta y se marchó en silencio.
Apoyé mis manos en el lavabo mientras me miraba en el espejo. El mechón volvió a caer sobre mi frente, ignorando mi oreja. Tenía los ojos cansados. Aún conservaba algo de maquillaje en mis mejillas y parte del pintalabios persistía en la comisura de los labios. Empecé a notar pequeñas arrugas en los ojos y líneas de expresión en torno a mis labios, como un paréntesis.
-Abre paréntesis, labios golosos en dueña desaborida, cierra paréntesis -dije para mí.
La puerta se abrió de repente y entró un Álvaro con respiración furibunda y ojos inyectados en sangre.
-Putilla resabionda -siseó mientras cerraba la puerta a sus espaldas. Se acercó a mí y, sin darme tiempo a reaccionar, me abrió la blusa haciendo saltar la mayor parte de los botones que cayeron al suelo como cuentas de un collar roto. Agarró las copas del sujetador con dedos como garras y tiró de ellas separándolas y rompiendo la prenda.
Mis pechos quedaron libres y a mí me faltaba poco para mearme de terror. Me sujetó las mejillas con fuerza entre sus dos grandes manos y me obligó a mantener la cabeza quieta mientras estampaba sus labios con los míos. Intenté zafarme, apretando los dientes para impedir que su lengua, atravesados mis labios, se encontrase con la mía. Una mano me estrujó una teta con saña mientras la otra me subía la falda e intentaba bajar una braga inexistente porque había decidido tirarla antes, ya que estaba tan deshecha que no iba a cubrirme nada. Sus uñas me arañaron la cadera intentando encontrar el elástico mientras sus lengua pugnaba por entrar en mi boca arrebañando mientras la saliva del interior de mis labios.
Desconcertado al no encontrar la prenda interior, se separó de mí.
-¿Y tus bragas?
Su mano apretaba con dolor mi pecho estrujándo la carne entre sus dedos. Una mueca de dolor se dejó translucir en mis cejas y mi frente arrugada porque aflojó su presa pero no la soltó.
-Están rotas, me las he quitado.
-Eras una verdadera puta -sonrió escupiendo la última palabra con deleite. Sus ojos brillaron con un destello de arrogancia y sus dedos apretaron con saña mi teta de nuevo. No puede evitar un gemido de dolor que fue seguido de un grito al sentir como su otra mano me tiraba de la falda hacia abajo con fuerza. Como la prenda siguiera en su sitio, Álvaro tironeó con más fuerza y al poco, aún embargada por una mezcla entre el miedo y la excitación, sentí como la tela de la prenda se rasgaba crujiendo.
Cuando miré hacia abajo, Álvaro se había acuclillado y por el gran agujero que se abría frontalmente en la falda y por el que emergía el vello de mi pubis, internaba su cabeza en dirección a mi sexo.
Me di cuenta entonces que sus manos me sujetaban las caderas y al fijarme en mi pecho, descubrí que eran mis dedos quienes se ensañaban con la carne de mis tetas, hundiendo las uñas en la maleable carne y que mi otra mano se hundía en su cabello, acariciándolo, animándolo en su internamiento.
Sus dedos apartaron el espeso vello que ocultaba mi sexo y su lengua separó mis pliegues, para, a continuación, lamerme toda la vulva, o, al menos, la parte visible en mi posición, prestando un especial esmero a mi clítoris.
Las rodillas me temblaban y la saliva desbordaba de mis labios, cayendo dos finos hilos de baba por las comisuras que me apresuraba a rebañar con la lengua. Tenía los ojos en blanco y el mentón me palpitaba de emoción mientras Álvaro obraba milagros en mi sexo con la ayuda de su lengua y de sus labios.
Cuando empezaba a notar las sacudidas en el vientre que presagiaban un inminente orgasmo, mi concuñado me hizo volverme dándole la espalda, apoyándome en el borde del lavabo. Me dejé hacer sin oponer resistencia alguna: mi cuerpo, que había aprendido que este hombre podía provocarle grandes goces, se había entregado a él por completo, impidiendo que mi mente tuviese algún tipo de control sobre la situación.
Apoyé la mejilla en el frío cristal del espejo y mis labios, brillantes por la saliva que amenazaba con desbordar de mi boca, iban dejando rastros por el espejo como un caracol. Vaharadas de mi hálito empañaban el cristal y yo mantenía mis ojos cerrados, intentando captar el máximo de sensaciones a través de los demás sentidos, con la firme seguridad de que aquel hombre me iba a arrancar de mi más profundo ser pedazos de gloria.
Enrolló con lentitud la parte trasera de la falda para introducir el cordón enrollando en la cinturilla de la prenda, sujetándola. Sentí como me separaba con sus rodillas mis piernas para luego separar mis nalgas con las manos, como un melón rajado por un tajo longitudinal, descubriendo mi ano y la parte baja de mi vulva, exponiéndolos a su vista, a su deleite, a mi goce.
-Menuda guarrona que estás hecha, Martita –susurró y su aliento incidía con desgarradora precisión sobre las nervaduras convergentes de mi ano, cosquilleando los escasos pelillos que lo rodeaban, distendiéndolo y contrayéndolo en rítmicos compases, como buscando bocanadas de aire . Su solo aliento parecía haber domado mi cuerpo en pocos minutos, en contra de los muchos años que me había costado dominarlo. Ahora ya no me obedecía a mí: era suyo. Y yo era una simple espectadora, con asiento privilegiado, eso sí.
Su lengua embadurnó con lametones suaves y delicados mi entrada trasera con saliva espesa y grumosa. Ansiaba tenerlo dentro de mí. Sentí como la saliva se deslizaba por efecto de la gravedad hacia la entrada de mi vagina y su dedo índice, como si me hubiese leído el pensamiento, acarició mi entrada, ayudado por la saliva que había discurrido procedente del ano y mis jugos vaginales que no cesaban de aflorar, expectante ante una inminente penetración que se postergaba, con gran pesar.
Arrebañó con las yema del dedo y la uña la mayor lubricación posible, en un movimiento rotatorio que me deshizo casi por completa, obligándome a lamer el cristal del espejo donde apoyaba el rostro por donde se deslizaban gruesas gotas de saliva que surgía de mis labios. ¿Por qué estaba lamiendo mi saliva del cristal como si estuviese sedienta? ¿Por qué iba a permitir que un hombre, al que había conocido hacía pocas horas, me sodomizase? ¿Por qué anhelaba que mi esfínter ciñiese su miembro?
Yo qué sé. Eran pequeños momentos de lucidez que me asaltaban en el mar de sumisión y arrebatamiento en que me encontraba inmersa. Iban y venían, como pequeños retazos de rebeldía de mi mente ante la ignominiosa realidad de haber perdido el control sobre mi cuerpo.
Cuando la primera falange se internó en mi ano, un escalofrío me recorrió la espalda entera. Se introdujo con pasmosa facilidad, como si fuese un hijo pródigo bienvenido. Sus labios y lengua no cesaban de ensalivar la entrada para facilitar la penetración, como una barrena agujereando el duro mármol, siempre humedecida, para evitar el sobrecalentamiento. El resto del dedo se internó con un solo movimiento, obligando al ano a distenderse ante el aumento de anchura de las falanges.
Cuando el dedo se curvó en mi interior, adoptando la forma de un gancho, fue cuando me sobrevino el éxtasis, sin poder remediarlo. Sentir como en mis tripas un objeto extraño presionaba sobre mis paredes intestinales en dirección a mi vagina y como mis propios tejidos, se rozaban entre sí, me hizo alcanzar un orgasmo de nuevas dimensiones, inalcanzable de otro modo, incontestable por ser pionero en su origen anal, imbatible en sus efectos sobre mi vientre y piernas, perdiendo el apoyo de mis brazos sobre el borde del lavabo. Menos mal que Álvaro, que parecía entender mi cuerpo mejor que yo, me sujetaba sin dejar de arrancar pedacitos de gloria divina de mi culo. Se irguió, sin sacar el dedo de mi interior ni cesar en sus movimientos giratorios, y me sujetó por el pecho, descansando mis tetas sobre su antebrazo, con mi espalda apoyada en mi pecho, y su aliento en la mejilla que había descansado en el espejo.
-¿A qué sabe un orgasmo anal? –me preguntó a través de oleadas de placer que se iban deshaciendo en mi vientre, como olas que iban a morir a mi ombligo. Sacó su dedo de mi culo con suavidad.
Jadeaba buscando bocanadas de aire mientras mi corazón golpeaba con fuerza arrebatadora mi pecho. Oí a lejos como Álvaro se despojaba de sus pantalones y encajaba su miembro hinchado entre mis nalgas, a las puertas de mi ano, llamando a mi puerta trasera. Sus manos se cernieron sobre mis caderas, sujetándome, y se fueron deslizando hacia abajo, sintiendo sus dedos presionar sobre mis carnes, mi vientre, mis nalgas, estrujando mi indefensa carne entre sus palmas, abriendo mi grupa de nuevo como un melón maduro. Sus dedos pulgares despejaron el camino hacia mi esfínter para que la punta de su pene se posara en mi entrada señalizada con un asterisco de piel replegada.
-No me hagas daño, Álvaro,… no me hagas daño –susurré derramando lágrimas que provenían de los estertores del orgasmo y de la inminente sodomía, sintiendo su miembro presionar con firmeza sobre mi esfínter dilatado.
Pero en el fondo quería que me destrozase, que me desgarrase, que me hiciese sentir viva. Otra vez viva.
Álvaro estampó sus labios sobre mi oreja izquierda, lamió el reborde trasero y con su lengua recorrió las caracolas de mi cartílago, atrapando entre sus dientes el lóbulo, pellizcándolo, y haciéndome jadear con voz ronca.
-Vas a suplicar, Marta –siseó con parte de mi oreja en su boca-. Vas a suplicar que no pare hasta que te derrumbes de placer, tus piernas no te sostengan, el corazón te explote de placer y las tripas se te revuelvan de goce, puta.
Un gemido de angustia que salió de mi boca se mezcló con el sonido regurgitante del gel de ducha cayendo sobre mis nalgas. Álvaro había vertido una generosa cantidad de gel sobre su miembro proporcionando una lubricación extra y algunos chorretones salpicaron, gélidos, sobre la piel palpitante de mi culo.
-Disfruta mucho, putita –dijo mientras me mantenía las cachas separadas, atenazándome con sus dedos como garras, para, a continuación, iniciar la maniobra de penetración. Apreté los dientes sintiendo el palpitar del corazón en mis encías y el crujir de las mandíbulas mientras su pene se iba abriendo paso por mi intestino. La carne tubular se fue introduciendo con un sonido electrizante por mis entrañas producido por el gel de ducha que se iba a acumulando alrededor de mi ano.
-Joder, joder, joder –mascullé cerrando los ojos con tanta fuerza que me dolían los tímpanos, mientras, en la oscuridad de mi mente, sentía con total exactitud como su carne me iba horadando mis entrañas.
La penetración fue realizada sin prisas pero de forma constante. Álvaro parecía tener algo de experiencia porque la dolorosa sensación de inminente rotura, al notar la elasticidad de mi esfínter llevada al límite, se fue diluyendo en una sensación agradable a medida que el pene se introdujo por completo (o al menos así lo creía) tornándose en una sucesión de idas y venidas que me fue devolviendo a la tierra del placer, abandonando la morada del dolor.
La sensación era indescriptible. Jadeé excitada y utilicé una de mis manos que me mantenían apoyada en el borde del lavabo para estrujar una teta con la mayor saña de la que fui capaz. Aquél émbolo en mis tripas se deslizaba ya a un ritmo comparable al de un coito y me fue embargando una sensación de placer que antes no había conocido. Recordaba vagamente al bienestar de una defecación abundante y postergada pero intensificada con el empuje de su pene desentrañando los pliegues de mi intestino grueso. Apoyé la frente en el cristal y, con el vientre convulso apoyado en la loza del lavabo, utilicé la otra mano para hundir varios dedos en mi vagina, llevándome por delante varios mechones de vello púbico. Presioné en las paredes interiores de mi sexo con las uñas y, débilmente al principio, pero después con total nitidez, fui palpando el avance de su polla por mis tripas a través de los tejidos de los órganos que la separaban de mis dedos.
Sonreí como una bobalicona sintiendo mi baba caer en gruesos hilos por mis labios, goteando el grifo mientras Álvaro intensificaba el ritmo de mi sodomía.
-Más, más, mátame, cabrón hijo de la gran… –ordené mientras notaba como un calor creciente se iba adueñando de todo mi vientre y los primeros retortijones de tripas se iban gestando. Me arranqué pequeños orgasmos penetrándome el sexo sin ningún cuidado, sintiendo mis jugos desbordar mi pliegues y empapar mi vello púbico. El corazón me iba a reventar y mi respiración era tan endiabladamente vertiginosa que iba notando como el aire enrarecido me iba nublando la vista y me embotaba los sentidos.
-Sácate esto, hija de puta –escuché a lo lejos la voz de Álvaro, sintiendo remotamente su aliento húmedo sobre mi cuello, y me sacó los dedos de mi sexo con el dorso de la mano y atenazó un ingente cantidad de vello ensortijado de mi pubis, tirando de él. El dolor en mi piel tensa me devolvió al instante al mundo real e intensificó al límite la sensación de su miembro en mis tripas.
Con un grito ahogado Álvaro, en un último movimiento penetrante, hundió hasta la base su polla en mi intestino, sintiendo su vientre presionar mis nalgas, y eyaculó en mi interior mientras tironeaba de mi vello púbico y atenazaba una nalga con más inquina que yo mi teta entre mis dedos.
Recuerdo que grité algo, no me acuerdo el qué, y después, mi cuerpo, repleto de sensaciones que copaban todos mis sentidos, supongo que desconectó de repente. No sentí realmente nada, pero al abrir de nuevo los ojos me encontré sentada en la taza del inodoro, con los brazos y las piernas fláccidas y una toalla cubriéndome el torso. Enfrente de mí un Álvaro desnudo y acuclillado con rostro desencajado y nervioso suspiraba aliviado. Todo mi cuerpo estaba cubierto de un sudor frío que Álvaro se afanaba en secarme con otra toalla con cuidado.
-Dios mío, Marta, me has dado un susto de muerte –dijo plantándome un beso en la frente y cogiéndome de las manos.
-¿Qué… qué ha pasado? –susurré confusa. Poco a poco fue abriéndose paso un dolor punzante en mi ano que se fue extendiendo por el vientre y los muslos, intensificándose en mis nalgas y pechos-. Ah, espera… creo que me sodomizaste, hijo de la gran… puta, porque me duele todo el… cuerpo.
-Perdiste el conocimiento, Marta, y casi te golpeas la cabeza con el grifo del lavabo –explicó Álvaro con suavidad.
-Te… te voy a denunciar, maldito cabronazo… ah, no, espera, que yo también… quise. Oh, Dios –dije llevándome una mano a la frente. Intenté poner de pie pero Álvaro me lo impidió.
-Descanso un poco, anda, por favor.
-¿Cuánto tiempo…?
-Solo has perdido dos o tres minutos la consciencia, Marta.
-Vale, ayúdame a levantarme, por favor, tenemos que salir ya o nos echarán de menos…
-Es mejor…
-Tú ayúdame, ¿vale? –le corté extendiendo los brazos para que me alzase, cayendo la toalla en mi regazo y descubriendo mis pechos. Cuando vi las marcas moradas surcar mis tetas ahogué un grito. Miré ceñuda a Álvaro y este sonrió a modo de disculpa.
-Lo mío está por detrás, guapa, eso te lo has hecho tú solita –dijo tirando de mí y ayudándome a levantarme. Trastabillé unos instantes y tuve que apoyarme en la pared, sintiendo la cabeza pesada y el cuerpo respondiéndome a trompicones, con Álvaro con los brazos extendidos presto a sujetarme si perdía pie.
Lo miré unos instantes y recordé el caudal de sensaciones que me inundaron los sentidos durante nuestra salvaje fusión. Esbocé una mueca parecida a una sonrisa.
-No voy a poder sentarme en días, pero estuvo bien, ¿eh? –pregunté y noté como se escurría de mi ano una mezcla de semen y gel de ducha espumoso que discurría en reguero por mis muslos.
Álvaro asintió sonriente y me plantó otro beso en los labios.
-Sí, quiero –dijo feliz.
-¿Qué sí quieres el qué? –pregunté extrañada.
-Nada. Ya lo recordarás.
Entrecerré los ojos y al instante me vino a la mente mis últimas palabras antes de perder la consciencia.
-Ya veremos, cabronazo –susurré secándome la baba que se me escurría de los labios con el dorso de la mano-, ya veremos.

martes, 11 de mayo de 2010

PORNÉ (4)


Sofía me miraba con ojos lánguidos y párpados pesados y una sonrisa complaciente, mientras el ocaso bañaba su cuerpo con un reflejo luminoso anaranjado.
Llevé sus brazos hacia arriba descubriendo sus axilas, de las que emanaba una sudor procedente del nerviosismo y la relajación. Apliqué mi nariz a la delicada piel ensombrecida por un vello oscuro naciente y lamí con energía intentando arrancar la esencia de su aroma, encontrándome la débil oposición de los pelos afeitados que iban creciendo.
-¡Me haces cosquillas, Beatriz! -rió bajando el brazo y apartándome de su interior.
Me coloqué a su lado y la así la cara por las mejillas, sintiendo baja las palmas de las manos su rostro enrojecido y ruborizado. Acaricié la comisura de sus ojos con los pulgares, extendiendo parte de su maquillaje hasta las sienes y dotando a su mirada de una actitud más enérgica, discordante con la sumisión que mostraba. Sus dedos se posaron sobre los míos, acariciándolos con lentitud, captando cada pequeña arruga en mis nudillos, cada intersticio entre la piel.
Suspiré ante aquel pequeño gesto que denotaba una profunda devoción por mí.
-Eres tan guapa –dijo Sofía en voz baja.
Sonreí ante el halago, era mi turno de sonrojarme. Sus dedos se posaron sobre mi rostro y con el pulgar fue recorriendo la piel de mi frente, pasando por mis sienes latientes, con su palma ahuecando mis mejillas encendidas, deteniéndose la yema de sus dedos en la comisura de mis labios, recorriendo mi carne con mirada melancólica y sonrisa aterciopelada.
Sus dedos llegaron a mi mentón y fueron siguiendo la carne baja mi mandíbula hasta alcanzar la fina piel de mi garganta. Tragué saliva, haciéndola partícipe del goce de sentir mi piel agitarse bajo la palma de sus manos, sabiendo que mi respiración estaba en sus manos, el hálito que me mantenía viva.
-Eres maravillosa –consiguió decir con mirada obnubilada.
Sus ojos descendieron por mi gabardina y sus manos me desanudaron el cinto que ceñía el abrigo a mi cintura. Me dejé hacer; Sofía me despojó de la prenda y la arrojó a un lado. El ceñidor de mi hombro se había deslizado por mi brazo deteniéndose en la sangradura, exponiendo mi seno derecho a su escrutinio (aunque el izquierdo, oculto bajo la transparente tela de la cortina remodelada cuajada de vieras se intuía con obscena precisión). Se irguió apoyándose en un codo sobre la hierba, asiendo mi teta, hundiendo sus dedos en la carne dúctil, para depositar sobre el pecho palpitante un beso tierno y vaporoso que se convirtió en salvaje y arrebatador al cerrarse sus dientes sobre mi pezón oscuro. Sentí la areola encogerse, endureciéndose la piel. La punta de su lengua caliente acarició el extremo de mi pezón por detrás de sus dientes arrancándome escalofríos de placer.
-Mmm –gruñí, llevando mi cabeza hacia atrás, sintiendo las uñas de sus dedos acariciar mi tráquea expuesta bajo la fina piel de la garganta deslizándose por la hendidura formada por mis clavículas y descendiendo por la piel de mi pecho, llevándose por delante la tela que cubría mi otro seno y arrebujándose sobre mi cintura. La saliva se acumuló en mi boca, espesa, viscosa.
Como respuesta, hundí los dedos de mi mano izquierda en su cabello, ahuecando su nuca, y retiré sus dientes de mi pezón, pero no liberó su presa, arañando mi carne oscura con la punta de sus incisivos, arrancándome espasmos de dolor al sentir la carne oscura de mi pezón llevada a su elasticidad máxima. Y cuando por fin liberó mi botón, un hilo de saliva siguió uniendo, como un puente, sus labios y mi fresa. La estampé un beso en sus labios entornados y acogedores, intercambiando mi saliva con la suya mientras nuestras lenguas bailaban entre la viscosidad interior de nuestras bocas ardientes. Sus uñas se hundían con saña en la indefensa carne de mis pechos albos mientras gemíamos al unísono, traspasando fluidos, con la saliva rebosando de nuestras bocas y cayendo por nuestros mentones.
La ayudé a arrodillarse, tras despojarla de sus zapatos, aposentando sus nalgas sobre los tobillos, poniendo especial cuidado en el bienestar de su preñez, y pasé mis brazos por su espalda en un abrazo de amante, con el único propósito de abrir la cremallera de su vestido, la cual recorría su columna vertebral hasta los riñones. Mientras, sus dedos, batallando con mi larga melena, recorrieron mis omóplatos y sus uñas se internaron en el valle de mi espina dorsal, desabrochando el ceñidor que retenía mi túnica en las caderas, deteniéndose en los hoyuelos del final de mi espalda que anunciaban el inicio de mi culo. Las yemas de sus dedos circunvalaron mis caderas para acabar convergiendo en el inicio de mi pubis, dominado por un espeso vello rizado. Hundió sus uñas en la espesura, deslizando sus dedos como un remedo de peine hacia abajo, encontrando mi oculta vulva bajo el vello, de la que ya rezumaba una viscosidad manifiesta procedente de mi interior expectante y que ya había apelmazado el matojo. Me incliné abriendo mis piernas para facilitar su atrevido internamiento y las uñas de sus dedos medio y anular fueron desenmarañando mi pelo acaracolado, buscando con fanatismo mis pliegues ocultos, acariciando sus otros dedos la carne externa de mi vulva bajo el mullido y ensortijado pelo.
Temblaba de deseo, de excitación, ante su arrojado descenso hacia mi interior. Yo no era la incitadora, no era la que deseaba; Sofía me requería con más ansia que yo, mientras respiraba con frenesí con mi corazón bombeando alocado mientras miraba con ojos vidriosos su rostro concentrado y dominado por una sonrisa traviesa en la que sus ojos contemplaban con oscura fascinación el internamiento de su mano por mi enmarañado vello. Entonces, gracias a su rictus concentrado, adiviné que Sofía tenía un solo pensamiento: conocer el grado de placer que mi rostro podía ser capaz de expresar. Su aliento ardiente me bañaba la cara y de mi labio inferior afloraba una saliva que se secaba pero que era restituida por otra que manaba con rapidez. Su otra mano ahuecaba mi mejilla y sentía el calor de mi piel aumentado sin remedio en contraste con su mano tibia, con su pulgar acariciando la comisura de mis labios hinchados, impregnándose de la baba emergía de ellos.
Por fin sus dedos abrieron un hueco entre la maraña de mi ensortijado coño, descubriendo mis pliegues internos.
-Ahhh… -jadeé sin poder evitarlo, mordiéndome el labio inferior con saña, al sentir sus uñas rozarme la entrada a mi horno, e incapaz de sostener mi cabeza presa de un profundo mareo, apoyé mi frente en su cuello. Sus dedos fueron recorriendo mis pliegues llegando a mi clítoris atormentado, prestándole una atención clamada a gritos con mis ojos acuosos, mi mirada empañada por lágrimas de placer y mis labios brillantes.
Su otra mano me inclinó suavemente hacia atrás presionando entre mis pechos palpitantes por mi respiración confusa. Me tumbé en la hierba con las piernas flexionadas, con su otra mano aún inmersa en mi goce. Me quitó la túnica, deslizándola hasta mis tobillos, permitiendo una apertura mayor de mis piernas cuando se arrodilló frente a mí.
La miré preguntándola qué me iba a hacer con mis ojos entreabiertos y las lágrimas cayendo por mis sienes. Sus ojos entrecerrados, enmarcados por la pintura oscura que había deslizado hacia sus cejas, la dotaban de una furia enardecida por mi sexo descubierto y oloroso y mi completa desnudez. Apretó los labios apartando la mirada de mi vulva para mirarme con un atisbo de maldad.
-Quizás te duela un poco, Beatriz, pero te aseguro que vas a morir cien veces de placer –me advirtió.
No la entendía. ¿Qué iba a hacer? ¿Iba a sufrir?
-Sofía, ¿qué…? –intenté averiguar, pero mi pregunta me fue revelada cuando la punta de todos sus dedos, formando una cuña, se internaron con alevosía en mi vagina.
-No… -intenté decir sujetándola por las muñecas, pero su mano diestra ya giraba sin remedio ensanchando mi entrada provocándome desgarradores espasmos de intenso placer. Su otra mano refregaba mi clítoris embadurnado en mis fluidos impidiendo que mi goce fuese mayor que el dolor que me provocaba su penetración.
-¿Quieres que pare? –preguntó inclinándose sobre mí, sintiendo de nuevo su aliento acalorado sobre mis labios entreabiertos mientras barrenaba mi vagina. Un grueso hilo de saliva se desprendió lentamente de su boca que, cuando alcanzó mis labios, ya estaba tibia. La recogí con mi lengua, rebañando lo que había entre mis labios y negué con la cabeza, respondiéndola.
La primera falange de sus dedos ya había desaparecido en mi interior y unos espasmos incontrolables sacudían mi vientre. El sonido de mis fluidos encharcando mi entrada, facilitando su avance, me llegaba lejano, ensombrecido por los latidos hirientes en mis sienes a punto de estallar. Apreté los dientes con fuerza intentando disminuir el continuo martilleo de mi corazón bombeando sangre en una sucesión de latidos rapidísimos.
El roce intenso y furibundo que sus dedos infligían a mi botón rosado me arrancó un orgasmo que me privó, por varios segundos, de la dolorosa sensación de sus dedos penetrando mi interior, internándose en mis entrañas. Cuando el placer del éxtasis se consumió, sentí como sus nudillos estaban a punto de conseguir entrar en mi vagina. Mi entraba se había ido dilatando al paso de su mano girante, aunque notaba un dolor creciente, igual que cuando un tendón es llevado al límite de su estiramiento.
-No sabes la de veces que he imaginado hacerte esto, Beatriz –susurró Sofía sin atenuar el giratorio internamiento de sus dedos en mi interior. Su otra mano comenzaba otra enloquecedora sesión de refriegas en mi clítoris para mantener mi mente lejos del angustioso sufrimiento que provenía de mi entrada horadada.
Sus dedos, impregnados de mi fluido vaginal, giraban con asombrosa facilidad por mi interior estriado arrancándome daño y placer a partes iguales en intensas oleadas al son de los latidos intensos de mi corazón siempre presentes que, creía, iban a hacer estallarlo sin remedio. Sentía las palpitaciones en mis tímpanos y bajo mis ojos, los cuales cerraba con ímpetu, al igual que mis dientes.
Notaba mis pechos desparramados a mis costados temblorosos, al son de mis pulsaciones, mientras sus nudillos se habían internado, por fin, en mi interior. El resto de su mano fluyó sin molestia en mi vagina y sentí, bajo mi vientre, tras mi piel, músculo y vejiga presionada, su mano cerrarse en un puño, dentro de mí.
Abrí los ojos inmersa en un estado absoluto de incredulidad, mirando con fascinación entre las montañas que creaban mis tetas, mi vientre abombado, en cuyo interior su puño giraba destrozando mis últimos lazos de dolor y sumiéndome en un placer absoluto. Sus movimientos no se conformaban con una incesante sucesión de giros, sino que abordó, con una maestría que no sospechaba, mi interior con acometidas incesantes adelante y atrás que me provocaban espasmos incontrolados y me hacían gemir, gritar y bramar de gozo. Su puño presionaba mi vejiga y revolvía mis intestinos con sus furibundos movimientos. Otro orgasmo me sobrevino en ramalazos que tensaron mi espalda y me hicieron encorvarme, elevando mi cadera y apoyándome con la punta de mis sandalias en la hierba. Desasí sus muñecas y arranqué con mis manos puñados de verde. Tuve la suficiente entereza para poder controlar mi esfínter pero mi vejiga no pudo resistir las convulsiones que me sacudían y comencé a expulsar el líquido amarillento en un caótico chorro impreciso al principio provocado por mis espasmos, salpicando su brazo, para luego impulsar la orina debido a la presión interna de su puño, como una fuente, empapando el vestido de Sofía, en un discurrir de espasmos que la salpicaban hasta el cuello.
-Joder, ¡hostia putísima! –grité sacudida en violentas convulsiones, meándome entera, con un puño en mis entrañas girando y acometiendo sin cesar, con todos mis músculos en absoluta tensión y sumida en un inacabable orgasmo. Dudé que mi corazón o mi cordura pudiesen hacer frente a tal cúmulo de placeres reunidos.
Pero, poco a poco, mi vejiga se vació, el orgasmo se diluyó y mi cuerpo se fue relajando aterrizando sobre la hierba con suavidad. Sofía fue extrayendo su mano de mi interior con lentitud, ayudada por mis viscosidades internas y la orina derramada y cuando mi vagina se quedó deshabitada, sentí el aire tibio del ambiente recorrer mis entrañas como jamás lo había hecho, provocándome un escalofrío. Poco a poco mi entrada fue contrayéndose, recuperando su anterior estado y fui consciente de la maravilla que albergaba mi vientre y que me había prodigado tamaña delicia.
Se inclinó sobre mí y sus besos cubrieron mi rostro como aleteos. Tome conciencia de que todo mi cuerpo estaba bañado abundantemente en sudor y que por mis sienes iban cayendo gruesas gotas que se internaban en el cabello.
Me tomé mi tiempo para recuperar el resuello y normalizar los latidos de mi agotado corazón y, ayudada por una Sofía sonriente y de mirada condescendiente, me erguí sin fuerzas quedando arrodillada sin que la frecuencia de sus besos en mi frente, mejillas, párpados, labios y mentón disminuyese.
Sus caricias me hacían temblar de emoción y mis dedos abrieron la cremallera de su vestido chorreante con dificultad, incapaces de coordinar los movimientos. Apoyé mi cabeza en su cuello dejando escapar un gemido de gusto, apreciando un eco de placer de su penetración y no pude reprimir morder la carne del músculo de su cuello, de nombre largo y sabor joven.
-Dios… -suspiró Sofía.
Se irguió auxiliándome a deshacerse de su vestido empapado de mi orina, sacándoselo por arriba, ayudado por el hecho de que tenía una cintura holgada para no infligir daño alguno al bebé gestante dentro de su barriga.
Su carne nacarada, de un blanco superior a la mía, se me mostró salpicada de innumerables lunares que fui recorriendo con la punta de mis uñas, como señalándolos, para que luego mis labios posaran un tierno beso sobre ellos, ante la mirada arrebolada de Sofía. Mis uñas se internaron en su ombligo, del que nacía una pelusilla que se iba oscureciendo al llegar al final de sus bragas negras. Negro también era su sujetador de premamá, el cual aprisionaba dos pechos que formando un canal entre ellos de gran profundidad y surcados de varias estrías rosadas y convergentes en su pezón, oculto bajo la prenda, pero cuya areola extendía un manto oscuro gracias a su futura maternidad, y que se vislumbraba, traviesa, en la carne blanca de sus pechos.
Estos sujetadores, pensando en facilitar la lactancia, permitían la desnudez de los pechos desabrochando la copa del tirante; interesante opción que aproveché para exponerlos ante mi extasiada contemplación.
Sus pechos generosos y pesados cayeron víctimas de la gravedad, liberados de la copa del sostén. Sus areolas, cuajadas de diminutos granos, cubrían la mitad de la superficie de sus tetas y sus pezones erectos tenían visibles, en su centro, una gota brillante y lechosa del alimento que fabricaban.
Así por su base ambas ubres y estrujé con malicia su contenido, deslizando mis dedos índice y pulgar por la fina piel del pecho, constriñendo la carne del pezón y acerqué mi rostro al encuentro de su blanca esencia, de su leche vivificadora, abriendo la boca, dispuesta a recibir su alimento.
Nada me fue recibido.
-No seas burra –rió Sofía cogiéndome de las manos y levantando mi rostro hasta el suyo-, que sólo estoy de cinco meses. Sólo me rezuma a veces algo de calos…
-¿Pero qué haces aquí, marrana del Olimpo? –oí de repente una voz grave a mis espaldas, cortando a Sofía.
Me giré para contemplar con incredulidad a un anciano de tamaño desmesurado y expresión en su rostro de gravedad o furia, junto a nosotras, vestido con una túnica con multitud de dobleces que cubría un cuerpo enjuto y que sostenía con un cayado igual de alto, enmarcado su perfil sobre el sol muriente perpétuo.
Sofía ahogó un grito cubriéndose los pechos con las manos y juntándose a mí. Me levanté con esfuerzo tomando conciencia de mi dolorido sexo, sintiendo unos tirones punzantes en mi espalda. Ignoraba quién era este personaje que tenía una estatura que doblaba la mía, pero me repateaba los hígados que alguien nos asustase cuando estaba a punto de poseer a mi amante preñada. Recogí mi túnica para cubrirme sin mucho atino mis pechos y mi sexo, y me acerqué con algo de temor a él.
-No sé quién es usted, pero no sé si sabrá quién soy… -dije con voz algo aflautada, intentando parecer calmada, con una mínima entereza que mi tono de voz echó a perder.
-¡Basta! –gritó el anciano golpeando su callado en la hierba con un sonido grave y potente. El suelo reverberó como si fuese de piedra y di un brinco aterrada. Me giré para contemplar a una Sofía presa de una angustia irrefrenable, llorando sin parar, atenazando mis piernas y con su rostro reflejando un miedo cerval.
-Oiga, viejo… -dije con escasa convicción.
-¿Pero es que ya nadie respeta a Cronos? –bramó, cortándome el anciano.
-¿Cómo? –Pregunté desorientada, incapaz de ubicar ese nombre en mis nulos conocimientos de mitología-. Perdone, pero ¿dónde estamos, si puede saberse?
El anciano apretó los labios surcados de miles de arrugas verticales y me miró desde arriba.
-Porné tenías que ser –dijo escupiendo las palabras-. Estáis en los Campos Elíseos, par de putas.