La
luz incendiada del atardecer se filtra por las rendijas de la persiana,
atraviesa las cortinas salmón e ilumina una estampa confusa por la
niebla.
Rodrigo
aún está encaramado a la cama desecha, a cuatro patas, ofreciéndome su
trasero desnudo mientras su enorme miembro cuelga entre sus piernas,
junto a la también enorme bolsa escrotal que le pende.
Contemplo
a mi marido en esa posición mientras, sentada en la silla y desnuda,
dilucido con un cigarrillo entre los dedos, escudada en la oscuridad del
fondo de la habitación, qué hacer con él.
La
habitación está enrarecida por el humo del cigarrillo. No sólo por este
que me fumo, sino por los varios que llevo ya. El cenicero que tengo a
mi lado está rebosante de colillas. Me he fumado uno tras otro, sin
pausa, contemplando las nalgas tostadas de mi marido.
Durante
el primer cigarrillo sopesé la idea de introducirle mi consolador
favorito en ese ojo oscuro que, de vez en cuando, se enfurruña y se
frunce, quizás molesto por la espera. Untar el juguete con jugo de mi
coño e ir empalando a Rodrigo, disfrutando de la angustia ajena, absorta
en el espectáculo del orificio violado. Luego, con el segundo
cigarrillo, se me ocurrió la idea de ordeñar el inmenso rabo. Me
enfundaría las manos con los guantes de fregar, de colores rosa y azul,
y, disfrutando del tacto rugoso de la goma, exprimiría la polla con
movimientos asépticos, mecánicos; eliminando el contacto de mi cuerpo
con el suyo, la experiencia sería sencillamente sublime.
Mientras
fumaba el tercer cigarrillo, intentando encontrar una forma realmente
humillante con la que fustigar a mi marido, el malnacido, no sé por qué
razón, tuvo la osadía de girar la cabeza y mirarme a través de la
máscara. Fijó sus ojos en mi coño, en mis tetas, en el cigarrillo. Pero
también su mirada suplicaba comenzar con la humillación, la espera le
reconcomía, la posición inerte le incomodaba.
—¡Perro! —chillé furibunda. Corrí hacia él y castigué su osadía, cruzándole la cara con el dorso de la mano.
Gimió
lastimero, su cuerpo enorme vibró, su vientre se sacudió, sus hombros
temblaron. Toda su poderosa musculatura se debatió ante el golpe.
—¡Quieto ahí, cabrón de mierda! —chillé mientras me sentaba de nuevo y retomaba mi cigarrillo.
Rodrigo
es un gigantón mulato, de más de dos metros. Yo un pingajo a su lado.
Mi metro sesenta escaso me servía para, si acaso y de puntillas,
morderle las tetillas. Cuando apoyaba mis mejillas en las duras
protuberancias de sus abdominales forjados, sentía el poder de músculos
rocosos, de fibras endurecidas como el acero a base de varias horas
diarias de gimnasio. Las palmas rosadas de sus manos eran tan extensas
que podían rodear uno de mis muslos con facilidad. Sus pies eran casi el
doble de grandes que los míos.
El
calor que despedía su cuerpo era comparable a una estufa viviente, una
caldera siempre caliente, inagotable, salvaje, incombustible.
No
así su mente. Tierno y frágil como un niño de teta, Rodrigo se plegó a
mis exigencias sexuales desde el principio sin mostrar el más mínimo
reproche. Sus ciento veinte kilogramos de músculo color café están
siempre a las órdenes de mi caprichoso parecer, de mis locuras más
enfermizas.
Empecé el sexto cigarrillo sin ocurrírseme más opciones que penetrar su ano y estrujar su pene.
Pero
eso no era lo que necesitaba. Ni él ni yo. Ya habíamos probado eso
antes. Su culo se comía todo lo que le metiese. Gemía, claro.
Disfrutaba, por supuesto. Alguna vez tuvimos algún percance, pero nada
que no supusiese una visita a Urgencias y varios días de reposo. Una
vez, ordeñándole, descargó tal cantidad de semen que manchamos una de
las paredes con la furia descontrolada de sus eyaculaciones. La mancha
sigue ahí, recordándome que si Rodrigo debía descargar, tenía que
hacerlo boca abajo.
—Mi ama…
—¿Qué? —bufo tras unos segundos con desgana. No me gusta que interrumpa mis pensamientos.
—Hazme lo que sea.
Aspiro
el humo del cigarrillo. Sale de mis labios con un silbido ronco. El
atardecer anaranjado se filtra en la habitación. Las volutas de humo
azul envuelven la estancia de una neblina picajosa.
Rodrigo está impacientándose. Yo también, no se me ocurre nada que pueda realmente alegrarme la tarde.
Entonces,
mientras voy apurando las últimas caladas, me arrellano en la silla y
sonrío. Se me está ocurriendo una perversión realmente cojonuda. Digna
de esta tarde que tiñe de otoño la habitación.
—Ven aquí. Ahora.
Rodrigo
se pone en pie y se me planta delante de mí. Me obliga a levantar la
cabeza para atisbar el final de la suya. Una máscara de cuero negro
cubre su cara, con varias ranuras en sus ojos y nariz. La cremallera que
tiene sobre su boca está abierta.
Aplasto
la colilla en el cenicero, dirijo el humo sobre los músculos
protuberantes que se hinchan delante de mí, al ritmo de su respiración.
—Túmbate. Boca arriba. Ahora.
Rodrigo obedece sin demora. A mis pies, sin perder un segundo, se tumba.
—Brazos extendidos, perro, a lo largo.
Extiende
los brazos flanqueando su cabeza. Su tamaño parece ampliarse, de punta a
punta de la habitación. Sus sonrosadas axilas afeitadas se me muestran
desnudas. Sus brazos, engordados con músculos gruesos y tensos, se
afanan en estirarse. Venas y arterias brotan bajo la piel. Rodrigo no
sólo acata mis órdenes, intenta ir más allá. Me gusta la idea de ver sus
músculos tensados.
—Piernas estiradas. Más, perro, más tensas. Quiero oírlas crujir.
Sus
músculos restallan al tensar sus muslos. Es un sonido que me encanta.
El sonido del poder concentrado, de la fuerza bruta de su cuerpo.
—Ahora vengo.
Me levanto de la silla. Vuelvo tras unos minutos. Me siento y le miro.
Rodrigo
sigue en la misma posición. Sigue mirando al techo pero no puede evitar
estremecerse al vislumbrar el brillo del acero del enorme cuchillo que
tengo en una mano.
El cuchillo pesa. Mango de metal, frío. Aún quedan rastros en su pulida superficie del hielo en el que lo he cubierto.
Giro la hoja. Destellos reflejados de luz metálica inciden sobre las paredes de la habitación.
Manejo
el cuchillo sobre el vientre de Rodrigo. Oigo como traga saliva. Su
cuello enorme, surcado de tensas maromas color café, se contrae. Agito
la hoja afilada en el aire. Suspiros cortantes rayan el silencio, siseos
metálicos surcan el humo azulado sobre el cuerpo desnudo de mi marido.
Cuando
poso el cuchillo sobre su vientre, despacio, cuidando que la larga y
gruesa hoja, afilada y fría, tome contacto con la piel caliente de su
cuerpo, un escalofrío de placer me sacude. Rodrigo emite un quejido
rumboso y yo siento como me humedezco al instante. Los dedos de sus
manos vibran, los de sus pies se tensan. Hielo metálico, placer extremo.
Su
prodigiosa polla se hincha. Es un espectáculo soberbio contemplar aquel
tubo de carne tostada inflarse. Venas, arterias y capilares retienen la
sangre, su polla se despereza, se agita, se remueve entre sus ingles,
adoptando formas ciclópeas. Ni parpadeo mientras veo erguirse al
gigante, a la bestia primigenia convertida en polla prodigiosa.
Empuño
el cuchillo. La punta del glande supera la altura del ombligo. El pene
se torna en animal salvaje, dotado de ideas propias. Deslizo la punta
metálica del cuchillo alrededor del miembro, por los valles y colinas de
su vientre tenso. Un rastro fino, casi imperceptible, parece blanquear
el tono café de su piel al paso de la punta helada para luego tornarse
en carmesí encendido. Me basta con arrastrar la punta por la piel, sin
ejercer presión, para arañar. Rodrigo está frenético, lo noto en su
respiración agigantada, en su polla alzada, en su pecho tenso y sus
hombros bestiales aprisionando su cabeza.
Cuando
llego a la confluencia entre sus pechos, tengo que reprimirme para no
llevarme una mano entre mis piernas. Noto el tapizado de la silla
absorber mi excitación licuada. Empujo la hoja hacia uno de los pezones.
Empujar el cuchillo no es tan fluido como deslizarlo. Además, las
fibras encordadas de sus músculos enganchan la punta. Las primeras gotas
de carmesí aparecen cuando la punta se hunde en su caminar.
Al
llegar a la tetilla, me paro a contemplar los ojos de Rodrigo. Los
tiene cerrados, párpados tan prietos que llego a imaginar su cara oculta
tras la máscara, contraído todo su rostro, ahogando un grito, un jadeo,
una voz. Bajo la cremallera de su boca, se muerde los labios con ansia.
Un rápido vistazo a sus manos me confirma lo que sospecho. Tiene los
dedos tan tensos que las uñas están blanquecinas como tiza. Una parada
visual en su polla me muestra una precoz viscosidad brotando de su
glande, creando un hilo translúcido entre la punta de su polla tiesa y
el vientre. El miembro se tensa, se sacude, vibra. Los enormes
testículos se revuelven. La parte inferior de su vientre se tensa como
la piel de un tambor oscuro. El vello afeitado de su pubis se eriza cual
lija. Es maravilloso ver cómo mi marido se contiene, cómo envuelve toda
esa tensión y anhelo, como ballesta tensada al límite cuya saeta espera
incontenible para surcar el aire, dejando estelas de leche abundante.
Continúo
mi trabajo sobre el pezón caoba. La punta recorre en espiral la
diminuta areola erizada, se topa con el pezón prieto. El filo se posa
sobre la areola, paralelo. Un sólo movimiento y el pezón quedará
rebanado. Me humedezco los labios, me inclino sobre la silla, me gusta
el espectáculo. Rodrigo contiene la respiración: también él comprende
que el filo helado del cuchillo está próximo a hundirse en la carne
endurecida. Deslizo la hoja adelante y atrás, el vello erizado de la
areola araña la hoja, sisea el metal mientras una gota de sangre brota.
Nace como una burbuja diminuta, carmesí y brillante. Crece con mesura
para, de repente, desparramarse y bañar la arela de rojo pasión, de vida
rojiza, fundiéndose con los cientos de gotas de sudor que afloran en el
resto de su pecho.
El
sudor cubre toda su piel, todo su cuerpo. Como hongos minúsculos que
crecen al abrigo de la humedad. La humedad de la tensión, del placer.
—Respira tranquilo, perro. Tu pezón está a salvo —mascullo levantando la hoja.
Rodrigo
inspira con fuerza. Su pecho se hincha, su vientre se infla y sus
abdominales restallan, fijados a su piel como el cosido de un balón de
fútbol.
Sumerjo
varios dedos en mi interior. Ya no puedo contenerme más. Es superior a
mis fuerzas. Encuentro mi sexo anegado, una humedad exagerada brota de
mi cueva y esparzo la viscosidad por la vulva, el ano, el pubis.
Chasquidos que resuenan mientras hundo los dedos en el material rugoso
de mi sexo.
Contemplo
el filo manchado. Un rastro finísimo de sanguinolento rojo, casi
invisible, mancha la hoja. Me la llevo a la boca, extiendo la lengua.
Siento como el filo rasga tirante la rugosidad de mi apéndice bucal.
Quema, cauteriza. Debajo, entre mis piernas, mis dedos se afanan por
achicar la profusa humedad de mi interior. Un espasmo en las ingles me
avisa del orgasmo inminente.
No, ahora no. Todavía no.
Lo
siguiente que ocurre es fantástico. Mi brazo ha tomado el control, ni
siquiera lo he pensado. Descargo de plano la hoja sobre el bestial
miembro de mi marido. El sopapo de metal restalla sobre la polla tiesa.
Rodrigo exhala un gemido de angustia, de dolor, de placer primigenio.
Placer.
Yo también reboso placer. Mis dedos se comban en mi interior,
presionando sobre la vejiga. Mis uñas escarbando, ahondando en la
rugosidad tirante de mi vagina. Dulce untuosidad, me duele cuando hundo
las uñas en mi carne interna.
El
golpe no ha sido plano del todo. Las primeras gotas de sangre aparecen,
brotan como burbujas de rojo precioso bajo la hoja, hasta que estallan y
forman hilillos que recorren la superficie tubular del pene.
Me
gusta. Sencillo, efectista. El sopapo de metal ha sido espectacular.
Quiero repetirlo. Al levantar la hoja, ahogo un gemido de sorpresa: es
mejor de lo que esperaba.
La
punta del cuchillo se ha enchanchado con una rugosidad del escroto. Al
alzar el cuchillo, la gran bolsa se yergue, enganchada con la punta del
cuchillo. Los testículos se revuelven, posándose al fondo del escroto.
Rodrigo exhala un jadeo incontenible.
—Genial.
Me
relamo. Me gusta tanto que no me doy cuenta que se ha detenido la
agonía de mi orgasmo en mi coño. La belleza de la bolsa escrotal, alzada
en el aire con la simple sujeción de la punta afilada de un cuchillo,
me embarga, me embelesa.
Dejo
resbalar el escroto. Una punzada, un rastro encarnado aparece entre los
pliegues. Un rápido vistazo a la máscara, a la cremallera, y veo sus
dientes lechosos, el dolor, la furia, el placer, todo mezclado en un
caldo aderezado con su punto justo de miedo, de terror.
Mi queridísimo grandullón. Aún no sabes lo que te tengo preparado.
La
humedad desborda mi coño. Pronto me doy cuenta que es orina. He
presionado tanto mi vejiga que el líquido fluye en forma de gotas,
mezclándose con la viscosidad procedente de mi otro agujero. Plic, plic,
oigo las gotas caer sobre el suelo, derramándose por el borde de la
silla.
Deslizo
el extremo del cuchillo por la polla. Un grueso cordón, abultado como
un dedo mío, recorre el miembro de abajo a arriba, hundiéndose en la
carne poco antes de nacer el glande, bajo el prepucio. Presiono con la
punta, deslizo el filo cual hoja de afeitar por el grueso cordón. El
interior burbujea, las venas y arterias se hinchan a su paso. Es una
dulzura de visión. La punta deja un rastro blanco que luego torna al
rojo, al morado, al azul, al violeta. Una marca de posesión, una marca
de paso.
Llego
al glande, oculto bajo el prepucio. Un rápido vistazo a los ojos de
Rodrigo, sus párpados apretados presionan sus ojos dentro de sus
cuencas. Gotitas de saliva emergen de la cremallera de su boca. Contiene
la respiración pero no puede evitar que la saliva fluya entre sus
dientes. Hermoso, sublime. Qué delicia.
Mi
propio orgasmo llega de improviso. Cierro los ojos, calambres de placer
me sacuden el vientre y remueven mis interioridades. Aprieto mi vejiga,
hundo mis uñas hasta sentir dolor extremo. Me vacío entera, incapaz de
contener la meada. Grito, siseo, jadeo. El pis surge como fuente
reventada.
Oigo
mi orina salpicar el torso de Rodrigo, me muerdo los labios, extraigo
el metálico sabor que la hoja abrió en mi lengua. Tiemblo, aspiro por la
nariz con rápidas hondonadas, mi pecho se convulsiona, espasmos
gloriosos me recorren, fluidos liberados se acumulan.
Cuando
abro los ojos llego a tiempo de contemplar el hermoso espectáculo del
semen. Rodrigo se ha masturbado sin mi permiso. Sacudiéndosela, de su
polla surgen trallazos, chorros luminosos. Babeantes, viscosos,
esparcidos por todo el torso moreno, manando de la punta del prodigioso
miembro. Tres, cuatro, cinco, hasta seis eyaculaciones. Semen acuoso,
antes espeso, acumulado entre intersticios de músculos, mezclado con el
caldo de mi vejiga, de mi coño. Cordones de leche que discurren cual
trazos de tiza mojada hasta su máscara y más allá, flotando sobre los
charcos de mi orina en el suelo.
—¡Perro,
perro! —chillo con el cuchillo alzado en el aire, cortando el olor a
tabaco, a semen, a orina y a sexo que nos envuelve. Se ha corrido, el
malnacido se ha corrido sin mi permiso.
Pero
mi marido hace la seña convenida con los dedos y se incorpora
apoyándose en los codos. Toma una profunda inspiración y, tras un
instante de calma, se quita la máscara. Los dientes de metal de la
cremallera aún le tatúan los labios. Una mezcla de sudor y orina surge
de su cabello.
Chasquea
la lengua mientras echa un vistazo a la mezcla de fluidos derramados
por el suelo, por su cuerpo, entre mis piernas. Gotas que aún se
acumulan en el borde de la silla, discurren por el canto y fluyen por
las patas.
—Joder. Menudo estropicio, Belén.
Contraigo los párpados y termino por suspirar, acabado ya por fin el juego.
—Esto se me ha ido de las manos, cariño —murmuro posando el cuchillo en el suelo.
Un remordimiento, un chispazo de vergüenza. Le miro a los ojos y los encuentro entornados, junto a una afable sonrisa.
—¿Fregona y ducha? —pregunta mientras se acerca a mí y me aplica un beso en la mejilla.
Termino por sonreír y confirmo con un movimiento de cabeza.
—Fregona y ducha.
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