Las
emociones crecen inconmensurables si son vividas en un estado de sorpresa tal
que no permitan ser objeto de la razón ni de las consecuencias.
François
Pipellion se repetía esta premisa con fervorosa adicción mientras se estiraba
los calcetines sentado en la cama y con las perneras de sus pantalones de pinza
arremangadas hasta la espinilla. Delante de él, un espejo de cuerpo entero
montado sobre un caballete mostraba el reflejo de un hombre aún en la apacible
treintena; unas entradas disimuladas con un peinado meticuloso y un bigotito
recortado terminaban de crear la ilusión en François de que su juventud aún no
había terminado. Su traje entallado escondía unas formas aún ajenas al abandono
de la cuarentena. De vez en cuando, le gustaba mirar su perfil desnudo en el
espejo, contemplando el torso fibroso (escondiendo la tripa que comenzaba a
crecer, inevitable).
—Cariño,
vas a llegar tarde —dijo Colette, apareciendo en el dormitorio con un cesto de
mimbre donde sus manos, con movimientos veloces y letales como las mordidas de
una cobra furiosa, iban recogiendo las prendas interiores usadas en el día
anterior.
—No
voy a llegar tarde, Colette, yo nunca…
—Nunca
llegas tardes —terminó su mujer la frase preferida de François para luego
soltar una media carcajada burlona.
François
la siguió con la mirada por el dormitorio. Chasqueó la lengua irritado ante la
costumbre de Colette por terminar sus frases. Enfundada en una gruesa bata
descolorida que escondía sus bellezas femeninas excepto su precioso cabello
azabache, la hermosa Colette mordió y atrapó con sus manos bragas y
calzoncillos, calcetines y medias, pijamas y sujetadores para luego, a paso
vivo, dejar de nuevo solo a François y a su reflejo en el espejo.
Las
emociones crecen inconmensurables si son vividas en un estado de sorpresa tal
que no permitan ser objeto de la razón ni de las consecuencias, se repitió de
nuevo para sí François. Si tuviese que aplicar esas palabras a su rutina
matrimonial, sonarían mordaces. François se calzó los zapatos de charol y se
anudó los cordones mientras repetía su mantra.
Por
fin, con un largo suspiro, se levantó, repasó su ropa impecable y, cogiendo el
abrigo y el maletín, caminó hasta el pasillo donde enfiló con un exacto giro de
tobillo hacia la puerta principal.
—Cariño,
marcho a trabajar —se despidió con voz seca.
—Adiós
—sonó la voz de su mujer desde la cocina, más seca aún.
Y
tras esta escueta despedida, François Pipellion salió de su casa y cerró la
puerta tras de sí.
***
Mientras
esperaba que el ascensor se detuviese en su planta, François no pudo evitar
fijarse en la mirilla de la puerta de sus vecinos, los Pousien. Un ligero
parpadeo en la mirilla fue el signo inequívoco de que Sophie Pousien no le
quitaba ojo, como de costumbre, a todos y cada uno de sus movimientos. François
Pipellion esbozó una media sonrisa y, con calculada familiaridad, deslizó una
mano hacia su pantalón para recolocar el interior de sus calzoncillos,
demorándose con exagerados aspavientos en aquel gratificante alivio. Poco antes
de llegar el ascensor, avivó sus malabares dentro del pantalón, mordiéndose el
labio inferior.
Pulsó
el botón del sótano y aguardó inmóvil la bajada del ascensor hasta las profundidades.
Un nuevo y exacto giro de tobillo lo alejó del aparcamiento subterráneo y
dirigió su caminar hacia la zona de los trasteros. Abrió la puerta del suyo,
encendió la luz y cerró tras de sí.
Disponía
del tiempo justo, de modo que François comenzó a desvestirse con habilidad,
colocando su abrigo y chaqueta en un gabán situado junto a la estantería donde
se apilaban los cartones de leche. Apoyó el maletín sobre varias cajas de
cereales. Aflojó su corbata, desabotonó su camisa y colocó ambas prendas en una
percha situada en un gancho de la pared. También se deshizo de sus pantalones,
demorándose un rato largo en impedir que ninguna arruga apareciese cuando
también los colocó en la percha. Se quitó los calcetines y también los
calzoncillos holgados, con los cuales tuvo igual cuidado, situándolos sobre los
zapatos de charol.
Una
bolsa de plástico de la basura contenía sus nuevas ropas. Calzoncillos de
algodón, usados y con manchas oscuras en las zonas más transitadas. Calcetines
arrugados, camiseta de manga corta con cercos de sudor bajo las axilas. El
pantalón azul oscuro estaba también bastante maltratado por el descuidado
almacenaje. La camisa amarillo chillón lucía el logotipo postal bordado sobre
el bolsillo izquierdo. Botas descoloridas y arañadas en la puntera fueron su
calzado. Completó su disfraz con una carpeta abultada donde las esquinas de
varios sobres emergían de los extremos.
Las
emociones crecen inconmensurables si son vividas en un estado de sorpresa tal
que no permitan ser objeto de la razón ni de las consecuencias, se repitió en
voz baja.
François
Pipellion salió del trastero, apagó la luz y cerró la puerta. Caminó hasta el
ascensor que, oportunamente, continuaba esperándole y pulsó el botón.
—El
bolígrafo —exclamó de repente, a mitad del trayecto. Se llevó una mano al
bolsillo de la camisa y resopló aliviado al encontrarlo allí.
***
Salió
del ascensor y se encaminó con paso titubeante hacia el pasillo de la planta.
Abrió la carpeta y sacó uno de los numerosos sobres. François Pipellion se pasó
la mano por su cabello, lo revolvió y, tras sorber por la nariz, se cercioró de
que el remitente fuese el correcto y dirigió sus pasos hacia la puerta. Llamó
al timbre y, mientras esperaba a que le abriesen, sacó también de la carpeta un
impreso de recepción de certificado urgente.
Colette
abrió la puerta y miró con gesto contrariado al cartero. Acababa de llenar una
lavadora y estaba eligiendo el programa de lavado.
—Buenos
días, madame. Certificado urgente para Nicolette Pipellion.
—Soy
yo. ¿Qué es?
—Una
multa de tráfico, madame. Hoy en día no se puede correr, te cazan en cualquier
sitio. Escriba sus datos y firme aquí, por favor.
Colette
torció el gesto ante el comentario del cartero, tomó el bolígrafo que le tendía
y escribió su nombre hasta que se detuvo ante el apartado que solicitaba el
número de carte d'identité. No
se lo sabía de memoria. Su marido se le recordaba cada vez que lo necesitaba,
recitándoselo de memoria.
—No me sé el número. Espere, que voy a buscar la cartera.
Entre, por favor, no se me quede en el pasillo.
François
entró y dejó entornada la puerta. A solas, contempló la escritura de la mujer.
Eran letras largas, exuberantes. Juntas formaban una imaginaria ascensión que
el recuadro que pretendía encerrarlas ni las doblegó ni las encerró.
Colette
no encontró su bolso allí donde esperaba y, por eso, se alegró de haber dejado
pasar al cartero. No solía permitir el acceso a su casa a cualquiera y menos en
bata. El cartero esperando miserablemente encima del felpudo, qué vergüenza.
Cuando por fin encontró el bolso, tirado sobre el sofá del salón, sonrió al
fin. Sacó su cartera y extrajo la tarjeta. Al levantar la vista, vio como el
cartero había abandonado su pasiva espera en el pasillo y la contemplaba desde la
puerta del salón. Sus miradas se cruzaron y, tras unos segundos de
confrontación, Colette bajó la suya con una sonrisa a la vez que se llevaba un
mechón de su cabello azabache detrás de la oreja.
—Es
usted muy guapa —murmuró el cartero mientras Colette escribía el número de su carte
d'identité en el impreso. La mujer
alzó la vista y se vio sorprendida por la arrebatadora mirada del hombre.
Sonrió, algo azorada, mientras terminaba de escribir, ahora con letra menos
firme.
—Ya está —dijo al fin, cuando terminó. Respiraba
con dificultad, sintiendo como la bata le constreñía el pecho y elevaba con
exagerada intensidad su temperatura corporal. La mirada desprovista de
educación de aquel cartero sugería un fervor inusual. Cuando el hombre le
tendió el sobre, sus manos rozaron las suyas y el contacto inflamó las mejillas
de ambos hasta que Colette sintió como hervía de deseo.
—Es usted tan hermosa, madame —repitió el cartero,
estrechando el espacio que los separaba.
Colette dejó escapar una bocanada de aire por sus
labios, sofocada por un repentino golpe de calor. Llevó hasta su pecho la carta
y la apretó contra sí.
El abrazo del cartero fue violento, igual que su
beso. Los labios de Colette acogieron la lengua y permitieron el acceso hasta
su boca. El bigotito se le clavó en el labio superior y las mejillas. Ya sin
poder desoír los impulsos que dominaban su cuerpo, correspondió al abrazo
pasional.
Las manos de François revolvieron el cabello
azabache de Colette y, tras despeinarla, se deslizaron por la bata y apretaron
con exquisita meticulosidad sus curvas de mujer para, investidas de una
urgencia vital, desanudar el cordón y abrir la prenda.
El cuerpo desnudo de Coletee emergió de la bata
henchido de luminosidad, cegando al cartero. Cayó arrodillado a sus pies, disfrutando
de una epifanía. Colette tomó la nuca de François y atrajo su rostro hacia su
entrepierna, inclinando la pelvis hacia la boca. Una risa jovial salió de sus
labios al sentir la boca succionar su sexo. La risa se tornó en gemido y el
gemido en jadeo. Sus piernas temblaron y sus pechos vibraron reflejando los
estremecimientos de su respiración.
Solo cuando François la alzó en el aire,
sujetándola ingrávida de las nalgas, chilló entusiasmada. El cartero la tendió
sobre el sofá, se internó entre sus muslos abiertos y, abriéndose el pantalón,
la penetró con un certero martillazo. Colette se vio sumida en un baile en el
que su cuerpo era ferozmente devorado y sus miembros zarandeados con una pasión
desacostumbrada. El clímax la envolvió de sudor y la hizo gritar alborozada.
François se vino sobre su vientre, dibujando largos cordones nacarados sobre
las curvas de su tripa.
—Un placer, madame —masculló el cartero mientras
escondía su miembro dentro del pantalón. Recogió su carpeta tirada en el suelo
y comprobó que el impreso estuviese correctamente rellenado. Por último, dedicó
una sonrisa de gratitud hacia una Colette aún abierta sobre el sofá—. Buenos
días.
***
Las
emociones crecen inconmensurables si son vividas en un estado de sorpresa tal
que no permitan ser objeto de la razón ni de las consecuencias, repitió para sí
François Pipellion en el trastero mientras terminaba de anudarse los zapatos de
charol. Guardó la ropa que había usado en la bolsa de basura de nuevo y salió
del trastero, tras apagar la luz.
—¡El
maletín! —exclamó de repente mientras el ascensor le llevaba hasta su
domicilio. Sonrió aliviado al encontrarlo junto a sus pies. Lo cogió del asa y
suspiró.
Salió
del ascensor y caminó con andar firme y sosegado.
—Monsieur
Pipellion.
François
se giró y contempló a Sophie Pousien recortada bajo el marco de la puerta.
—Quiero
hablarle sobre ciertos hechos que he presenciado frente a mi puerta.
François
tragó saliva, apretó las mandíbulas. Se acercó hasta la puerta y se detuvo
sobre el felpudo.
—¿Qué
hechos, madame Pousien?
La
mano de Sophie atenazó el contenido entre las piernas de François aprovechando
que el hombre la miraba con inquietud. No todos los días Sophie Pousien salía a
la puerta vestida con ropa interior transparente.
Una
sonrisa pícara endulzó el rostro juvenil de Sophie mientras tiraba de François
hacia el interior. Entre sus dedos, el contenido de los calzoncillos se
hinchaba imparable. El hombre cerró la puerta tras de sí, sin saber todavía si
los virtuosos dedos de Sophie hurgando dentro de su pantalón con exagerados
aspavientos procedían de la realidad o la fantasía. Cuando los dientes
apresaron el extremo de su miembro no le quedó más remedio al estupefacto
François que admitir que su vecina era muy real, al igual que el intenso gemido
que salió de sus gargantas. Su maletín cayó al suelo.
Sophie
degustó el intenso sabor de la dureza, siguiendo con la lengua los vericuetos
venosos que la rodeaban. Rugió poderosa al sentir como flaqueaban las rodillas
de François, se irguió y tirando del hombre, lo obligó a tumbarse sobre el
suelo del pasillo para, tras despojarse del tanga, montarse encima.
Sophie
gozaba entusiasmada con su papel dominador y disgregó sus rizos al aire, lo que
enardeció su cabalgadura, sin importar que las garras de François vapulearan
sus pechos y pellizcaran sin delicadeza sus bulbosos pezones. Los dorados
cabellos se agitaron y revolvieron como regueros de oro envejecido azotando sus
hombros y espalda. Gritó extasiada cuando el clímax la poseyó y su chillido
estridente reverberó en el aire.
Hizo
arrodillarse a un François completamente sumiso y, acomodando su cabeza entre
las piernas, agitó el miembro con sus manos hasta que el contenido salpicó su
cara y se mezcló entre sus rizos. Los quejidos lastimosos de su vecino no
hicieron sino confirmar su indudable superioridad sobre el hombre que se
deshacía sobre ella.
—Discutiremos
esos hechos… cuando usted desee —titubeó François mientras recomponía su traje
y su dignidad ante una Sophie Pousien sentada en el sofá, con las piernas
cruzadas y fumando un cigarrillo.
—Sin
duda —asintió ella.
***
Tres metros separaban las puertas de los domicilios
de los Pipellion y los Pousien.
Y fue en esos tres metros donde coincidieron François
Pipellion y René Pousien, cada uno saliendo del domicilio ajeno, dirigiéndose
al propio.
—Hoy es domingo, François —dijo René al ver el
traje de su vecino.
—Lo mismo digo, René —contestó al ver el mono de
albañil de su vecino.
René chasqueó la lengua. François, sin embargo,
recitó en voz baja su frase favorita:
Las
emociones crecen inconmensurables si son vividas en un estado de sorpresa tal
que…
—¡El
maletín!
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