El chico cogió las llaves de casa que se guardó en el
bolsillo. Entró en la habitación vacía de su padre y cogió un billete de 20
euros.
—Marcho —gruñó atravesando el salón.
Su padre, tumbado en el sofá, se levantó de un respingo.
—¿Cómo?
—Marcho a tomar algo por ahí.
El hombre le miró sin esconder la rabia de su cara y agarró
el brazo de Daniel con fuerza.
—¿Dónde coño vas a estas horas de la noche? ¿No es acaso
miércoles? ¿No tienes que ir mañana al instituto?
—Es mi cumpleaños, papá, será solo un rato —replicó el
chico retomando su camino hacia la puerta. Pero el brazo estaba firmemente
sujeto.
—¿Cumpleaños? —apretó con más fuerza el brazo— ¿Qué cojones
te crees que esto, niñato, “pensión Loli”?
El chico intentó librarse del agarre de su padre con un tirón
pero la mano recia sobre su brazo no cedió.
—Ya tengo 18 años, puedo decidir a dónde voy y cuándo.
—¿18 años, tú? —el padre no mostró ninguna risa
sarcástica—. Escúchame bien, Daniel. Cuando me traigas buenas notas, cuando
sepa que aprovechas bien el tiempo de estudio, cuando aprendas a
responsabilizarte de las tareas de la casa, entonces, y solo entonces,
hablaremos sobre salir de noche por ahí entre semana. ¿Me has entendido?
Daniel aprovechó un instante de flojera en los dedos de su
padre para desasirse. En vez de escapar, se enfrentó a su padre, un hombre más
bajo que él, de barriga prominente, camiseta de tirantes y calzoncillos sucios.
Aún seguía oliendo a un tufo mezcla de grasa y metal de la fábrica donde
trabajaba. Un sentimiento de asco alteró la cara de Daniel.
—No me extraña que mamá te abandonase.
La sorpresa caló hondo en el hombre. Tanto que no pensó en
responder con ira ni violencia. Bajó la vista sin saber qué hacer.
Daniel resopló exagerando con un aspaviento de manos el
tufo que emanaba del cuerpo de su padre y luego salió de casa.
Mientras caminaba por las calles, alumbradas por farolas de
luz amarillenta, Daniel comenzó a experimentar algo parecido al remordimiento.
Quizá no debiera haberle hablado así. Pero la mayoría de
edad recién adquirida ese mismo día se suponía que daba ciertas ventajas, ¿no?
Ya era adulto, podía tomar sus propias decisiones, sin esperar obstáculos.
El parquecillo donde hacían los botellones estaba cerca.
Bueno, seguro que el viejo lo olvidaría pronto. Y lo de su madre… bueno, a los
dos les había sorprendido que hubiese desaparecido así, de la noche a la
mañana.
Entró en una tienda multi-servicio abierta de madrugada y
compró dos botellas de vodka, una de whisky y varias botellas de refrescos.
Sacó el carnet de identidad ante el dependiente que le cobraba.
—Soy mayor de edad.
—Pues vale —respondió el dependiente, mirándole de reojo.
Daniel conocía a aquel dependiente. Nunca le había pedido el carnet al comprar
alcohol antes. Pero ahora le apetecía fardar de su mayoría de edad.
El parquecillo estaba ya lleno hasta los topes de jóvenes.
Las motos petardeaban y los gritos y risas se oían desde lejos. Tanta gente
reunida le sorprendió.
Me cago en todo, pensó Daniel estupefacto, ¿qué coño hace
aquí toda esta peña?
Se acercó al banco donde estaban sentados sus colegas.
—¿Y todos estos?
—No tengo ni zorra. Acoplados, supongo —le miró Luis dando
una calada a su peta— Nos habrán visto fumar unos canutos y… bueno, macho,
felicidades, ¿eh? —se levantó del banco y le tiró unas cuantas veces de la
oreja.
—¡Quita, joder! —se soltó Daniel en cuanto vio a Marta a
unos metros de distancia
Los amigos le cogieron las bolsas de licores y refrescos
mientras sentía como le palmoteaban la espalda. Él solo tenía ojos para Marta.
Estaba agachada de espaldas a él, llenándose un cachi de
cubata, rodeada de más personas que no conocía.
Marta era una compañera de clase. O lo sería si acudiesen
más a menudo. Ambos.
La joven se acuclilló y el elástico del tanga rosa le asomó
por la cinturilla del vaquero ceñido. Marta tenía un culo redondo, de caderas
anchas, hermosas, donde el bulto de su sexo se apreciaba con detalle entre sus
muslos. Era una chica que gustaba de llevar ropa provocativa y, sobre todo, le
gustaba exhibirse. Tenía el cabello rubio recogido en rastas que colgaban sobre
su espalda como pequeñas cuerdecillas doradas adornadas con bisutería. El color
moreno de su piel contrastaba con el color pajizo del cabello y a Daniel le
excitaba el cuerpo de la joven más de lo que pudiese admitir.
—¿Te mola, eh? —preguntó un colega.
Daniel no respondió, seguía absorto en las redondeces de
las nalgas. Los pechos henchidos de Marta presionaban sus piernas y el tetamen
se amoldaba bajo su camiseta poniendo a prueba el sujetador. Marta fue pionera
en muchos sentidos concupiscentes, como el de perder la virginidad al poco de
tener la regla, según ella misma pregonaba orgullosa. Daniel lo sabía porque,
de un modo u otro, siempre acababa encontrándose con ella en el instituto. Al
menos cuando los dos iban a clase. Si Marta era un pendón, él era un gandul
fumeta.
—Tú, payaso, ¡qué cojones le miras a mi chica!
Un tipo alto y con cara de becerro se plantó entre Daniel y
Marta. Llevaba un vaso de plástico casi vacío en una mano y en la otra un puño
que agitaba amenazador.
—Lo siento, tío —balbuceó Daniel mostrando las palmas de
las manos al mirarle a la cara. El tipo estaba borracho a juzgar por cómo le
bailaban los párpados y le temblaban las piernas. Pero, así y todo, tenía
hombros anchos y pecho abultado.
La joven corrió a coger de la mano al tipo con cara de
becerro que se acercaba a Daniel.
—Olvídalo, anda. Es solo un pringao de clase que anda
siempre salido.
El pringao. Eso era para la guapa de Martita. Y mira de
veces que se lo había llamado cuando osó acercarse a ella y balbucear frases
incoherentes.
—Te miraba el culo, el muy cerdo —masculló con un vozarrón
grave. Se giró hacia Marta —¿Le doy una paliza, quieres que se la dé, coñito
mío?
Marta miró a Daniel, sonriendo bobalicona al sentirse
poderosa y poder decidir la suerte del chico.
—Pero mírale bien, Richard, no es más que un pobre idiota
sin seso ni gracia. Y además un jijas, no te duraría ni un segundo.
Daniel no decía ni una palabra. Sus colegas tampoco querían
meterse en aquel embrollo; el grupo del tipo alto y la Marta era más numeroso
que el suyo. A decir verdad, sus colegas estaban más pendientes de agarrar bien
las bolsas con las botellas de licor y refresco si había que salir por patas.
El novio de Marta rió con voz de cerdo viendo a Daniel y decidiendo
que, en efecto, no valía una mierda y le plantó un morreo a su novia
agarrándola una de sus enormes tetas con una de sus enormes manos. Marta frotó
su entrepierna con el muslo del novio. Miró de soslayo a Daniel y le indicó con
un movimiento de ojos que se largara.
“Lárgate, pringao, o mi novio te revienta los sesos”.
Los colegas de Daniel también vieron la mirada. Y no les
gustó nada.
—Jo, tío, ¿ahora tenemos que largarnos? Habíamos llegado
primero, hostia puta —oyó Daniel que murmuraba Luis a su espalda.
Daniel no contestó. Apretó los dientes. Estaba ya hasta los
cojones de que le chulearan; su mayoría de edad tenía que servir para algo.
Primero su padre y ahora este garrulo. ¿Largarse? De eso nada. Además, aquella
teta estrujada le había enturbiado los pensamientos.
Cogió una botella de licor de la bolsa por el cuello.
—¿Qué cojones haces, subnormal, no ves que te va a matar?
—bufó Luis al ver qué se proponía Daniel—. Vámonos de aquí antes de que esto se
joda del todo.
—Iros a la mierda —masculló Daniel dando un paso hacia la
pareja morreándose—. No os necesito.
—La madre que lo parió, este tío es idiota —oyó que soltaba
otro colega detrás de él.
Daniel se acercó más hacia la pareja. El tipo soltó la teta
al verle acercarse.
—Eh, tú, hijo de puta —llamó Daniel al tipo con cara de
becerro.
Marta fue lanzada a un lado con un chillido cuando Daniel
corrió hacia él, blandiendo la botella.
La botella recorrió una parábola en el aire sin encontrar
destino alguno. Daniel no vio el puñetazo que se estampó sobre su cara. Aún
borracho, el tipo era muy capaz en una pelea. Daniel cayó al suelo, boca
arriba. Sintió como su botella de vidrio estallaba al cascarse sobre el cemento
y se encontró con el extremo desportillado de la botella entre sus dedos.
—Maldito cobarde de los cojones —bramó el tipo
abalanzándose sobre él.
No tuvo tiempo de alzar el vidrio afilado. Una patada
directa a su cabeza terminó con todo.
Sintió como dentro de su cuello algo se rompía y en su
cabeza algo estallaba y lo cubría todo de negro. Un negro pegajoso y oscuro,
denso como la brea. Cuando se quiso dar cuenta que era su sangre cubriéndole la
cara ya fue tarde para pensar en otra cosa.
Todo acabó de repente. Así. En un instante. Fin.
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