La siesta debería ser prescrita
como cualquier medicamento. No hay nada más sencillo ni más grato que tumbarse
en el sofá al mediodía o a media tarde, sintiendo como te abandonas a la pesadez
de los párpados. La cabeza se inclina y los músculos del cuello se relajan. Las
responsabilidades se desvanecen como humo voluble. Todas las preocupaciones se
transforman, reduciéndose a minúsculas molestias y, sin darte cuenta,
empequeñecen hasta desaparecer. Y, mientras, el sueño invade cada fibra de tu
ser, penetrando en cada poro de la piel. Un ligero bostezo suele ser el primer
indicio de que lo estás haciendo bien. Luego otro, más profundo, más desatado,
te hace abrir la boca sin mesura. Son esos bostezos, largos e intensos, los que
te dejan completamente alelada, predisponiéndote sin duda alguna al placer de
un escueto pero aprovechado sueño.
Lamentablemente mi chico y yo no
podemos echar la siesta más que los domingos. Nos gustaría hacerlo a diario
pero, ya se sabe, hay otras cosas que hacer.
A los dos nos encanta echarnos
una cabezada rápida, de no más de tres cuartos, inmediatamente después de la
limpieza de la casa y justo antes de preparar la comida. Es nuestra cita
ineludible. Nos gusta tanto dormitar que, cuando nos mudamos a nuestra nueva
casa, prescindimos de un enorme sofá para el salón. En su lugar, aparcamos uno
pequeño, de dos plazas, frente al televisor. Pequeño, funcional y barato. Y
junto a él, al lado del radiador, la joya de la corona de los sofás: un enorme
diván reclinable, con acolchado espeso y refuerzo lumbar. Lo bastante amplio
para dormitar los dos juntos con holgura, suficientemente estrecho para
encerrar la intimidad, insultantemente cómodo para invitar a la siesta aunque
no te lo propongas.
Las visitas suelen tardar pocos
minutos en aprovechar para tumbarse en él. Y a no pocos hemos tenido que dar
una palmada para que despertasen. Es, simplemente, una gozada.
¿Qué puede haber mejor que
echarse una siesta reparadora con tu chico, desnuditos y tapados con una fina
manta? Lo que ocurre al despertar.
Aquel domingo, desperté de la
siesta con el regusto de un sueño que ya no recordaba en su totalidad. Solo
persistía en mi memoria la sensación de que, a veces, la mejor forma de hacer
las cosas no siempre es la más obvia o normal. Un giro de 180 grados es la
solución más ingeniosa.
—Es curioso saber cómo cambia
todo cuando piensas de forma diferente.
—¿Por qué lo dices? —preguntó
Roberto.
—Es sólo un cambio de mentalidad,
un giro de pensamiento, un ¿y si…?
—No te entiendo, Susana.
Me giré hacia él. Me miraba
extrañado, con el ceño fruncido pero con esa sonrisa perenne en sus labios que
imprimía a su rostro un halo de pecado. Sonreí a mi vez y, sacando un brazo
fuera de la mantita que nos cubría, pasé los dedos por el perfil de su cara.
Mis yemas apreciaron la dureza de sus mejillas y la de sus mandíbulas cubiertas
de vello. Mi pulgar se detuvo entre sus labios que aún dibujaban esa sonrisa
perversa. Me susurró con voz queda:
—¿Sabes que cuando las demás
personas nos despertamos, lo hacemos con la cara hinchada, las pestañas
cubiertas de legañas y un expresión de malhumor? Tú, sin embargo, sigues igual
de arrebatadora.
Sentí como el rubor me caldeaba
la cara. Una lisonja en el momento adecuado es afrodisíaca.
Roberto sonrió ampliamente y
atrapó entre sus labios mi dedo pulgar. La humedad de su interior me bañó la
punta y su lengua trazó círculos alrededor de la uña y la yema. Un escalofrío
recorrió mi espalda y la calidez de su boca terminó de despertarme por
completo.
No pude evitar tragar saliva.
Además, comencé a notar como otra parte de mi cuerpo acumulaba también
humedades. Un delicioso calor nació fuerte y desazonador entre mis muslos,
acompañando mi excitación. Roberto me miraba fijamente, entornando los ojos y
sonriendo malévolamente mientras sorbía mi dedo con lentitud.
Deslicé la mirada hacia la
porción de manta que cubría su vientre y contemplé su erección pugnando por
alcanzar su cenit: un cerro ominoso que presagiaba una excitación mayúscula se
levantaba con rapidez bajo la mantita. Su polla tiesa proyectaba una sombra
alargada cuyo extremo acababa entre mis piernas, justo donde ahora mismo mi
cuerpo clamaba atención.
Como si Roberto me leyese el
pensamiento, una de sus manos arribó a mi vientre y se detuvo el tiempo justo
en el ombligo para arrancarme unas cosquillas. Después descendió hasta la
lujuriosa vellosidad de mi pubis, internándose entre los ensortijados mechones
y alcanzando la viscosidad candente que brotaba de mi hendidura.
Mi dedo pulgar emergió de sus
labios y, bañado en sus jugos salivales, pinté el contorno de sus labios, de
comisura a comisura. Ambos estábamos ahora ofreciendo caricias similares a
labios similares, distribuyendo humedades espesas y calientes entre ellos,
sobre ellos, alrededor de ellos. Los chasquidos jugosos eran comunes y las
reacciones, parejas. Roberto y yo nos mirábamos sin pestañear, intentando
mantener una actitud engañosamente relajada ante aquella apasionada intromisión
en labios ajenos. Empezaba el juego.
Implícitamente decidimos jugar a
una suerte de perverso juego que a veces practicábamos tras despertar de la
siesta. La única premisa era no demostrar placer por muy intenso que fuese el
goce; ganaba quien conseguía arrancar un orgasmo al otro. El perdedor alcanzaba
un éxtasis salvaje; el vencedor, la honra de considerarse más implacable, más
frío, más tenaz.
—No, no vale —murmuré al cabo de
unos segundos en los que intuí que me faltaba el aire y el corazón iba a
detenerse con tanto trabajo en mi coño—. Juegas… juegas con ventaja.
Roberto enarboló una sonrisa
triunfal a la vez que aplicaba ligeros movimientos circulares en mi clítoris,
arrancándome taquicardias.
Sin esperar respuesta por su
parte, empuñé su magnífica erección bajo la manta. Su expresión de risueño
triunfo cambió de inmediato. Entre mis dedos, sentía el latir poderoso y
burbujeante de su excitación, recorriendo el tallo grueso, emitiendo un calor
intenso y vigorizante.
—Vas… vas… vas a tener que
esforzarte, campeón —sonreí con dificultad, aparentando seguridad.
Deslicé el pulgar por la punta
candente, masajeando el glande. Roberto apretó los labios y tragó saliva. Ya no
era el alegre jugador convencido de su victoria. Mi uña raspó la fina piel del
glande, alrededor de la cresta, demostrándole que no era ninguna novata en
aquel juego.
En respuesta a mi provocación, su
dedo penetró mi interior y, doblándose, presionó infame sobre mi pared
superior. Un temblor involuntario me retorció el estómago y me hizo soltar un
suspiro. Mi corazón adquirió entonces un ritmo enrabietado, descargando ráfagas
de velocísimos redobles, reflejándose en mi respiración entrecortada.
De repente, la mantita se me
antojó gruesa y pesada; sentí como, por la piel de mi espalda, gotas de sudor
se acumulaban una tras otra sobre la funda del diván. Con la mano libre, y de
un manotazo, mandé la manta lejos de nosotros.
Nuestras miradas recorrieron el
cuerpo desnudo del otro a la luz mortecina que se filtraba de la persiana
entornada del salón. Las rendijas entre los listones dibujaban lunares de luz
que vestían la habitación de luces borrosas. Varias de ellas incidían en mi
vientre y mis pechos agitados y alguna impactaba en el cuerpo velludo de
Roberto.
Nuestros cuerpos se removían
imposibles de controlar y reflejaban el agotador esfuerzo de no dejar traslucir
la excitación de nuestras mutuas masturbaciones. Debo reconocer que Roberto era
un maestro en aquel juego y, en las innumerables veces que me había retado,
nunca había salido victoriosa. El fantástico orgasmo que finalmente me
arrancaba, me hacía gemir y retorcerme como una posesa. Sólo, tras degustar el
placer disfrutado, la rabia me consumía mientras Roberto me miraba sonriente,
con aquella expresión en sus labios de infinita ternura pero también de
detestable soberbia. Roberto conocía mi cuerpo mejor que yo misma y accedía a
lugares recónditos de mi anatomía que luego, estimulándome sola y quizá por ser
acariciados con rudeza, no me ofrecían más que tímidos y sosos calambres. En
sus dulces y sedosas manos mi cuerpo entero era una fuente inagotable de
placeres nuevos y atrevidos. Su sólo contacto sobre mis pezones me arrancaba
jadeos y me atolondraba. Roberto era un malnacido con sonrisa divina y dedos
demoníacos.
Avivé las sacudidas sobre su
miembro. Entre mis dedos palpaba la sangre fluir con poderío incansable. Notaba
en su polla el latir de su corazón revolucionado, aunque no tan veloz como el
mío. Además, no poseía el vigor ni la tensión de sus brazos y, tras meneársela
durante agotadores minutos, intentando no pensar en aquel dedo juguetón en mi
interior que me estaba matando, me di cuenta que tampoco ganaría en esta
ocasión. Mi interior liberaba jugos con cada vez más abundancia, mi corazón
amenazaba con estallar de un momento a otro y mi expresión seria no conseguía
en absoluto descorazonar a Roberto: varios gemidos se me acumulaban en la
garganta y les daba salida en forma de ronroneos cada vez más graves y
vibrantes.
Fue entonces cuando otro de sus
dedos accedió a mi cueva. Ensanchó la abertura y permitió que el doble de
placer recorriese mi interior. Emití un gemido gutural, que reflejaba mi
sorpresa y el sonido de un placer mayúsculo. Ambos dedos entraron hasta el
nudillo mientras el índice y el anular masajeaban la vulva. Su pulgar, para
acelerar mi inminente derrota, comenzó a trazar desgarradores círculos sobre mi
hinchado clítoris. Cerré los ojos, incapaz de aguantar las hondonadas de placer
salvaje y brutal que me nacían de entre las piernas. Eran como olas gigantescas
que nacían de mi sexo y barrían mi vientre y mis pechos con arrollador ímpetu,
destrozando cualquier barrera que se interpusiese en su camino. Un chillido
emocionado salió de mis labios entre resoplidos involuntarios. No tuve más
remedio que rendirme a la evidencia: Roberto iba a ganar de nuevo. Se me
cansaban el hombro y los brazos de tanto menear un miembro que parecía
insensible a mis desvelos. Me notaba los dedos sudorosos y empapados de la
viscosidad que manaba del glande y que, en modo alguno, me hacía presagiar una
posible victoria.
—Vas a perder de nuevo, Susana,
vas a perder.
Entorné los ojos. Su lengua asomó
entre sus labios, burlándose de mí. Sus dedos continuaron deshaciéndome por
dentro a la vez que disminuía el ritmo de mis sacudidas sobre su pene. ¿Por qué
no abandonar?, pensé agotada. El furioso orgasmo que intentaba retrasar lo
máximo posible en mi sexo crecía imparable, inflándose con cada aleteo de sus
dedos, amenazando con estallar. La explosión que experimentaría mi cuerpo sería
tan absolutamente deliciosa que, por más derrotada que saliese de la lucha, la
que acabaría con un orgasmo salvaje sería yo. Aunque él venciese, el placer
sería enteramente mío.
Dulce placer, intenso placer,
candente placer.
No. No, para nada.
Una locura se abrió paso en mi
cabeza. Era una posibilidad remota. Ni siquiera lo había intentado antes,
ignoraba si serviría de algo. Pero era mi única posibilidad. Tenía que pensar
de forma diferente, con otra mentalidad. Recobré la persistente idea que aún
recordaba de mi sueño.
Solté el mango envarado de entre
sus piernas y, tras humedecerme el dedo corazón con la poca saliva que quedaba
en mi boca sedienta, ataqué allí donde Roberto no se lo esperaba.
—¡Hostias! —exclamó al sentirse
penetrado.
No me supuso ningún problema
acceder a su interior. Incluso, ufano él, ni siquiera había prestado atención a
su retaguardia protegiéndola con sus nalgas. Mi dedo entró hasta el nudillo sin
encontrar resistencia alguna. Sus ojos abiertos de par en par me convencieron
de que el ataque sorpresivo había sido todo un éxito. Incluso los movimientos
sobre mi hendidura se detuvieron de inmediato, proporcionándome un respiro
salvador.
—¿Qué coño haces, Susana?
—murmuró con el ceño fruncido—. No me gusta que me hagan…
Su protesta quedó en suspenso en
el preciso momento en que presioné la pared rectal estimulando la próstata.
—Madre del… ¡Madre del amor
hermoso! —gritó incapaz de asumir el agudo placer que brotaba de su interior.
Una sonrisa en mi cara fue lo
único que vio Roberto cuando, tras mirar atónito su vientre agitarse imparable,
se giró hacia mí en busca de una respuesta a aquel torrente indómito e inusual
de placer. Cada vez estaba más segura de mi triunfo. Su mano se retiró de mi
coño, presagiando el fracaso seguro e inevitable.
Resoplidos intensos brotaron de
sus labios a la vez que abrió sus piernas y elevó la pelvis, facilitándome el
acceso a su interior más cómodamente. Incluso él mismo se rindió a la
evidencia: el orgasmo que le arrancaba de sus entrañas era el más intenso jamás
experimentado.
Gemidos imparables brotaron de su
garganta. Se echó las manos a la cabeza, hundiendo los dedos entre su cabello.
Su mástil estaba más tieso que nunca, mostrando una dureza que ansiaba acoger
en mi paladar. Pero no me dejé tentar. Avivé el frotamiento sobre las paredes
internas de su interior y, por fin, junto con su ronco jadeo, un géiser de
fluidos nació de su miembro, cubriendo su vientre de cordones largos y
viscosos. El vello de su torso absorbió la humedad como una esponja, las gotas
de su corrida brillaron como estelas sobre los rizos cual estrellas fugaces.
El orgasmo de Roberto me provocó
un intenso placer. No era el placer de un orgasmo porque era el placer de la
victoria. Me mordí el labio inferior con saña mientras sonreía incapaz de
creerme que, aquella vez, no era yo la que acababa agotada y con la respiración
entrecortada. Era yo la que le miraba con ternura infinita y soberbia
innegable.
—Eres una verdadera hija de puta
—murmuró tras reponerse. Me tomó del cuello y estampó un beso sobre mis boca
que duró más de la que me tenía acostumbrada. El beso tuvo un regusto de
agradecimiento y de protesta. Cuando terminó, se separó de mí y me miró con
expresión seria—. ¿Con que un cambio de mentalidad, eh? No vuelvo a jugar con
una tramposa como tú.
Nos miramos con seriedad unos
segundos hasta que no pudimos contener por más tiempo la risa.
Lo de echar la siesta desnudos es
algo que hacemos siempre que podemos. En realidad solemos pasearnos como Dios
nos trajo al mundo por toda la casa y a todas horas. Nos gusta el nudismo y lo
natural. No es algo que nos predisponga para el sexo, pero ayuda.
Tras terminar la faena y darnos
una ducha rápida, me fui a la cocina para preparar la comida. Una ensalada con
lechugas de varias clases, aceitunas y tomate. Roberto y yo somos vegetarianos
aunque no demasiado radicales. De vez en cuando incluimos en nuestras comidas
un poco exotismo: curry, cuscús, y cosas más raras de nombres impronunciables:
nos encanta probar sabores nuevos.
Mientras iba lavando y cortando
las hojas de lechuga, oía como, en el salón, Roberto iba colocando el mantel
sobre la mesa, luego los cubiertos, los vasos, las servilletas.
Conozco a Roberto desde hace casi
tres años. Coincidimos en un curso que organizaban varias empresas para
aprender el manejo de programas ofimáticos. El aula era pequeña y los
ordenadores, escasos; teníamos que juntarnos por parejas delante de cada
pantalla. Roberto estaba varios puestos por delante de mí en la clase. Pero ya
nos habíamos lanzado varias miradas de curiosidad. Me impresionó el cabello
revuelto y su barba de tres días en contraste con el estupendo traje
confeccionado a medida que vestía. Se le notaba un rebelde moderno, un chico
especial. En el descanso del primer día me abordó sin titubeos. Se situó
delante de mí, enfrente del banco del pasillo donde estaba sentada. Su cercanía
me obligó a levantar la cabeza y mirarle con detenimiento. Así de cerca no me
parecía tan rebelde ni su traje tan a medida. Lo que me desarmó por completo
fueron su sonrisa y sus ojos. Era una sonrisa pícara, franca y hermosa. Y su
mirada hablaba de travesuras sin fin. Aquello me desarmó por completo. Nos
presentamos y, al poco de hablar con él, me di cuenta que Roberto tenía que ser
mío. Era alegre, optimista y un poco cabroncete con las bromas. Me hacía reír y
el tiempo se pasaba volando a su lado. Pedimos un cambio de compañeros en el
curso y nos sentamos juntos frente al mismo ordenador. Y aquello fue el inicio
de todo.
Resultó, incluso, que a ambos nos
encantaba ir desnudos en la intimidad de
casa.
A medida que iba cortando los
tomates, iba pensando en la suerte que había tenido de encontrarme con Roberto.
La vida no nos da muchas oportunidades. Lo esencial es saber aprovecharlas al
momento. Hay que estar atenta y dejarte llevar por tu intuición. La intuición
nunca falla.
Hacía un rato que no escuchaba a
Roberto en el salón. Le llamé levantando la voz:
—¿Ya terminaste de poner la mesa,
cariño?
—Desde hace un rato.
Pegué un respingo al oírle detrás
de mí. Me volví hacia él y me lo encontré sentado en una silla, apoyado el
brazo sobre una pequeña mesa y mirándome risueño.
—Me has asustado, tonto.
—Pues no lo he hecho a propósito.
Tú estabas ensimismada, toda concentrada haciendo la ensalada. Creí que me
habías visto sentarme, ¿en qué pensabas?
Me ruboricé. Soy muy tímida para
expresar mis sentimientos, y más cuando sabía perfectamente que Roberto me
conocía perfectamente. Su pregunta no era sino una artimaña para sacarme los
colores.
Le saqué la lengua, burlona.
—Me encanta cuando te pones el
delantal —dijo mientras me volvía hacia la tabla y continuaba pelando y
cortando los tomates—. Por delante no muestras nada, incluso pareces vestida.
Me figuraba donde quería ir a
parar. Ya me había fijado en su sexo al volverme hacia él. Estaba hinchado y
había adquirido un color llamativo.
—Pero, por detrás —continuó—,
solo un lindo lazo en tu cintura es lo único que te cubre. El cordón se agita
con cada movimiento que haces, como bailando al son de un chachachá. Los
extremos a veces se cuelan entre tus nalgas. Y tienes que sacártelos, como la
tira de un tanga.
Dejé el cuchillo sobre la tabla.
Sus palabras me encendían la imaginación y me parecía ver mi trasero agitándose
para él, con el lazo y sus extremos introduciéndose entre mis nalgas. Me estaba
acalorando y estaba perdiendo la concentración con el cuchillo en la mano.
Antes de que le dijese que me iba
a hacer cortar, se levantó y me abrazó por detrás. Estrechó sus brazos por
dentro del delantal, sobre mi vientre. No era un abrazo con tintes sexuales,
pero yo ya estaba fogosa y su polla, tiesa como una vara, presionaba entre mis
nalgas.
Volví la cabeza hacia él y le
planté un beso en el cuello, otro en la mejilla y un tercero en la boca.
Roberto me sonreía y devolvía mis besos, pegando su torso a mi espalda y
acomodando su sexo contra mi culo. Noté como la humedad volvía a anegar mi
interior y mi corazón aceleraba su ritmo. Entre mis nalgas, notaba el vello
esponjado de su pubis; su miembro, cargado de calor ardiente como una brasa al
rojo vivo, imprimía una marca imborrable en mi piel.
Seguimos comiéndonos la boca
mientras sus manos bajaban por mi vientre hasta encontrarse con la agreste
densidad de mi pubis. Sus dedos maniobraron entre la maleza hasta alcanzar la
fuente de mis humedades. Un chasquido húmedo me hizo ser plenamente consciente
de lo avanzado de mi excitación y de las ganas enormes que tenía de aliviar la
desazón.
—¿Qué… qué te parece si me… me
haces un apaño rapidito? —murmuré entre suspiros mientras apoyaba los
antebrazos en la encimera, ofreciendo mi grupa.
Roberto rió mientras me besaba el
cuello y, apartando los mechones de cabello aún húmedos de la ducha,
mordisqueaba los lóbulos de mis orejas. Mis pezones se habían erizado de tal
modo que el roce contra el delantal me arrancaba escalofríos de placer. Pero
sus manos no subieron a complacerlos: descendieron hasta mis nalgas,
deslizándose por mi piel y dibujando un rastro húmedo con mis secreciones.
Cuando dos de sus dedos se
detuvieron sobre mi entrada trasera, una punzada de angustia me revolvió las
tripas. Le miré con una ceja arqueada y los labios brillantes de saliva.
—No serás capaz —le advertí.
Nunca me había gustado el sexo anal y no quería convertir la deliciosa
experiencia en un escabroso intercambio de súplicas y negaciones.
Incluso consideré la posibilidad
de una venganza por mi victoria sobre el diván. No estaba dispuesta a jugar a
ese juego. Mi culo estaba para sentarme y para nada más.
—¿Sabes, Susana? Es curioso saber
cómo cambia todo cuando piensas de forma diferente.
Sonreí mientras negaba con la
cabeza. Qué hijo de puta. No se le escapaba una. Resolví dejarme llevar por mi
intuición. Nunca me fallaba.
Antes de que aceptase, uno de sus
dedos se abrió paso y me penetró, ayudado por la lubricidad de mis flujos.
Un chillido ahogado salió de mi
garganta. La sensación de aquel cuerpo extraño en mi interior, aunque solo
fuese medio dedo, me produjo un retortijón de tripas distinto al que
habitualmente experimento con la excitación. Además, el dedo de Roberto tenía
afán descubridor y se arqueaba contra las paredes de mi recto, palpando las
rugosidades. Un calor extremo me invadió el estómago y me hizo apoyar la cabeza
sobre la encimera. Mi cara quedó entre varios tomates cortados y su olor dulzón
y ácido me impregnó por completo el olfato. Mis pechos colgaron laxos, como
frutas maduras.
Ayudado por mi abundante
secreción vaginal, Roberto untó su dedo para ahondar más en mi interior. A
medida que iba avanzando, iba sintiendo aquel apéndice juguetón y explorador
abriéndose paso. Era una sensación a medias entre el ligero dolor del esfínter
atravesado y el palpar interno que me arrancaba espasmos y calambres
placenteros. Acomodé mis mejillas entre los tomates y su jugo penetró entre mis
labios, su aroma desviaba mi atención del escozor de la penetración.
—Despacio, despacio —murmuraba
cuando el dolor se volvía intenso.
Cuando Roberto introdujo el
segundo dedo, un gritito salió de mis labios. Su boca depositó decenas de besos
y mordidas sobre mi espalda y mi cuello, proporcionándome la necesaria ternura
que necesitaba para poder sobrellevar el trance. Poco a poco me fui
convenciendo de que tensar el esfínter sólo era sinónimo de dolor y, a fuerza
de respirar con calma, dominando el rugiente retumbar de contracciones, fui
relajando el anillo alrededor de los dedos.
El dolor fue dando paso a
imprevisibles olas de placer que, gracias a sus maniobras lentas pero
constantes, fueron creciendo. Además, Roberto deslizó una de sus manos dentro
del delantal para masajearme los pechos desatendidos. Mi atención, dividida
entre la gradual dilatación de mi ano y los pellizcos sobre mis pezones, iba y
venía de mi cuerpo de extremo a extremo. Sus dos dedos reproducían un
movimiento de tornillo, como si enroscase y desenroscase la válvula de mi culo.
Cada vez que sus falanges penetraban, sentía marejadas de placer en bruto
desparramándose entre mis piernas; al extraerlos, una sensación casi
escatológica me abrumaba y me inundaban sensaciones de frenesí. Sentía el sudor
acumulándose en la depresión de mi espalda, las rodillas me temblaban y mis
muslos vibraban con cada acometida.
El orgasmo se intuía lejos.
Ligeros pinchazos de dolor me sacudían las nalgas y evitaban que pudiese
abandonarme a la locura. No eran sino signos de mi cuerpo indicando que por hoy
bastaba, que no había que forzar un orificio que, hasta entonces, sólo había
cumplido un cometido.
Levanté la cabeza de mi almohada
de tomates espachurrados y le miré con gesto suplicante. Notaba varios mechones
de mi cabello embadurnados con jugo de tomate y mis labios hinchados por el
ácido.
—Dime que no vas a follarme.
Roberto me besó en la frente.
Negó con la cabeza mientras sacaba de mi interior sus dedos.
—Hoy no, ahora no. Me conformo con
dejarte un buen sabor de boca.
El resto del domingo advertí en
mi culo un escozor molesto pero continuado. Me removía de vez en cuando en el
minúsculo sofá frente al televisor, apoyando la cabeza en su hombro. Ni
siquiera la ducha que siguió al escarceo anal calmó mi desazón. Él me miraba de
soslayo y sonreía para sí. Al menos, Roberto había conseguido su propósito: me
moría de curiosidad por saber cómo sería albergar su polla en mi culo. Creo,
incluso, que el escozor no obedecía a una molestia sino a una llamada. Mi culo
ansiaba algo grande, caliente y juguetón que retozase en su interior.
—Menudo cabroncete estás hecho
—pensé cuando se quedó dormido—. Ya te daré lo tuyo, ya.
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