Mientras los veo ir
tomando posiciones, me fijo en un gran
macetero del porche de la casa. El esqueleto de un rosal tiene enganchado,
entre sus espinas secas, el pelo artificial de lo que parece la peluca de una
muñeca.
Me quedo mirando la
maraña de pelo negro. Recojo el pelo y lo amaso entre los dedos. Está seco y
tiene el tacto del plástico endeble y quebradizo. No se parece en nada al pelo natural.
Al pelo natural del
coño.
Me fascinan los coños
poblados. Quizá mi obsesión (porque eso es lo que es, no hace falta mentirse),
me venga de pequeño, cuando compartía dormitorio con mi hermana melliza.
Me permito unos
instantes para recordar, antes de que se desate la tormenta.
Lucía, mi hermana
melliza, me saca siete minutos y ya era una mujer, con todo lo que una mujer debe
tener, cuando acabábamos de cumplir la mayoría de edad. Sin embargo, mi físico
no revelaba una edad cercana a los 18 años. Parecía haberse estancado mi cara
en la ternura de los 12 y mi cuerpo no levantaba más de un metro y poco del
suelo. Por aquel entonces no me daba cuenta, pero la enfermedad de la estatura
corta se cebaba en mí y amenazaría con limitar mi vida y mi confianza. Sin
embargo, recién estrenada la mayoría de edad, mis padres no consideraron necesario
apartarnos a Lucía y a mí en dormitorios separados. A ello ayudó el que Lucía
jamás se quejase de tener a su hermanito mirándola embobado mientras se
cambiaba de bragas. Yo era y siempre sería su hermanito pequeño: tierno, puro,
ingenuo e inocente. Tampoco entonces me daba cuenta, pero un cierto retraso
mental me impediría madurar hasta los 30. Mientras tanto, yo era el niño
mimado, el niño que no crecía. Una especie de Peter Pan retrasado.
El vello púbico de mi
hermana se me apareció una mañana. No es que brotase de repente ni que aquel
día fuese especial. Ya lo había visto antes. Pero, aquella mañana, mi hermana
entró en el dormitorio tras la ducha de la mañana y yo desperté en el preciso
momento que la toalla que la cubría caía al suelo.
Y su coño pareció
refulgir como un tesoro.
La mata de vello
oscuro, brillante, denso y enmarañado surgió entre las brumas de mi despertar. Miraba
el coño de mi hermana alucinado, temblando de la emoción. Lucía me miró con una
sonrisa cargada de complicidad y se acercó al borde de mi cama, desnuda,
ofreciéndome una mejor vista.
No me atreví a tocarlo
a pesar de que me lo plantó frente a la cara. Aspiré el limpio aroma del jabón
que procedía de su interior. El vello ocultaba su sexo, pero Lucía me abrió su
interior. Repartí mis miradas anonadadas entre su cara y su coño abierto, con
el asombro y la certeza de estar contemplando un tesoro que muy pocos llegarían
a ver. Mi hermana soltó una risa y se mordió la punta de la lengua. El mismo
tono rosáceo que surgía de entre los labios de su cara se apreciaba en el de
los labios de su coño. Lucía ahuecó su pelvis y levantó las caderas para
mostrarme su sexo en todo su piloso esplendor. El vello describía un triángulo
perfecto que parecía converger entre la untuosidad de los carrillos del coño,
para luego, difuminarse como pelillos dispersos y finos al inicio de los muslos
y entre las nalgas, alrededor del agujero fruncido.
Lucía me preguntó si
quería tocarle el coño. No dijo «coño», claro, yo sólo era un pequeñajo que
abría la boca maravillado. En cierto modo, Lucía me estaba ofreciendo una de
las pocas oportunidades, eso creía ella, que tendría en la vida de manosear un
coño. Mi enfermedad parecía pasar inadvertida sólo para mí.
Estaba enfermo. Nací
enfermo. Y todos lo sabían excepto yo. Todo el que tenía cerca se mostraba muy
cariñoso conmigo. Se agachaban y me sonreían. Se acuclillaban pero, aun así, yo
era más bajo. Incluso mis amigos del centro especial eran más altos que yo. Y,
por ser más altos, yo era el desamparado, el tierno pimpollo, el delicado alelí
del barrio.
Quizá por eso a Lucía
le sorprendió que comiese de un bocado todo el pelo de su coño que pude
apresar. Soltó un pequeño gritito que luego cambió por sonrisa al sentir
cosquillas.
Degustando el sabor del
pelo de su coño, encontré que no sabía a nada. Era como mascar un vello suave,
con cuerpo, rabiosamente caliente. Casi como el relleno de espuma del sofá.
Aunque insípido, su textura me cosquilleaba el paladar y los pelillos se me
colaban entre las encías.
Lucía me tomó de la
cabeza para apartarme cuando mi lengua anegó de saliva su coño. Lamí la hendidura que brotaba dentro de su pelo
rizado. Su risa se desvaneció y la cambió por una respiración grave, intensa.
Un aroma oscuro, salvaje, me invadió de repente. Lucía inspiró profundamente.
—Quita, anda. Escupe.
Negué con la cabeza,
con la mata de pelo rizado en mi boca. Lamiendo su raja. Mascaba y tragaba su
pelo o, al menos, lo intentaba. Lucía comenzó a suspirar. Me enganchó del cabello
y tiró de él para separarme de su coño.
—Para, para, ¿no ves
que me pongo muy mala?
Abrí la boca y la miré
asustado. Me aparté. Estaba haciendo daño a mi hermana, eso me había dicho. Yo
no quería causarla daño alguno.
—Lo siento —murmuré
sintiendo las lágrimas resbalar por mis mejillas. Mi hermana tenía la cara
roja, las mejillas encendidas.
—No, no, no, cosita
linda, no, no. No llores, anda, que no ha sido nada.
Me cogió de los
mofletes y me besó en la frente y entre los ojos.
—Lo siento —repetí. Me
besó en la nariz y en los labios. Me enjugó las lágrimas con sus dedos y me
sonrió alegre.
—Mañana, si quieres, te
dejo jugar otra vez con mi pelo. Pero no vuelvas a hacerme eso, ¿vale?
Se me ocurrió
preguntarla por qué no podía chuparla el coño.
—Porque enfermo de
repente, ¿no has visto? Me entra fiebre y tiemblo toda entera.
Abrí los ojos,
asustado. No pensé que las mujeres tuviesen una debilidad así en el cuerpo. Lo
sentía por ellas.
Al día siguiente, tras
mascar el pelo con cuidado, sin tirar de él ni ensalivar el coño para no hacer
enfermar a mi hermana, la pregunté si todas las mujeres sufrían aquella suerte
desdichada de tener entre las piernas esa funesta debilidad. Asintió con la
cabeza mientras hundía sus dedos delicadamente entre mi pelo, acariciando mis
orejas. «¿Incluso mamá?», pregunté. Asintió de nuevo.
—Pero no nos gusta
hablar del secreto. Si yo te lo he contado es porque eres especial, muy
especial. Es el secreto de las mujeres. Ningún hombre lo sabe, pero tú sí,
porque eres especial. No se lo cuentes a nadie, ¿vale? Ni tampoco lo que tú y
yo hacemos juntos.
Sonreí y la prometí no
revelar jamás el secreto de las mujeres a nadie.
Tiempo después, cuando
Lucía dejó los estudios y quedó preñada del que sería su proxeneta, le perdí la
pista. Nuestros padres vivían su vejez en una residencia, enganchados todo el
día a tubos y manguitos, a pastillas y papillas. Lucía cuidaba de su hija, mi
sobrina, mientras los clientes usaban su cuerpo como se usa un trapo de cocina:
para cualquier cosa.
Mis compañeros me
hicieron la señal. Dejé la maraña de pelo de la peluca de la muñeca sobre el
rosal y entré en la casa. Era hora de volver a ver a mi hermana.
Hablé primero con mi
cuñado, que esperaba sentado junto a la puerta, todavía colocado. Me miró de
arriba a abajo y rió feliz. No nos conocíamos. Mi hermana tampoco pareció
haberle hablado de mí. Me preguntó qué buscaba y le contesté que una mamada y
un polvo. Pagué la tarifa y así pude pasar al interior.
Me encontré a Lucía abierta
de piernas, tumbada en un sofá destartalado (igual que la casa, igual que su
marido, igual que su vida), con la falda arremangada y la mugre instalada entre
las uñas de sus dedos. Se estaba calentando una dosis de caballo mientras
murmuraba para sí incoherencias. La luz se filtraba en regueros suaves,
procedentes de los agujeros de los periódicos que tapiaban las ventanas.
Mi sobrina reía alegre
en la habitación de al lado, viendo los dibujos animados.
Mi hermana no me
reconoció o quizá iba también tan colocada que la vista no le funcionaba.
Además, estaba ocupada tratando de avivar el caldo de caballo en la cuchara
para fumarlo.
—¿Qué quieres que te
haga? ¿Prefieres el coño o el culo?
Gruñí asqueado.
Lucía no atinaba a
calentar la cuchara con el mechero y la llama lamía alegre la piel moteada de
sus dedos.
—Conozco el secreto de
las mujeres —dije en voz baja.
Tardó en comprender. Me
miró con el miedo instalado en sus ojos opacos. Posó en el suelo la cuchara que
todavía contenía la heroína sin calentar. Nos miramos durante unos segundos en
silencio. Lucía tenía el sexo descuidado y demacrado. No le gustó que la viese el
coño sucio. Se lo quiso tapar bajándose la falda pero la coordinación de sus
dedos no era precisa ni fiable. Estalló en un lloriqueo quejumbroso, mostrando
dos hileras de dientes desparejos (ausentes la mayoría).
Quiso levantarse pero las
piernas no la sostuvieron: cayó al suelo y se arrastró hacia mí, llorando.
Esquivé los dedos de mi
hermana y rodeé la habitación de paredes desportilladas para sentarme junto a
mi sobrina en el sofá.
Era una rubiales de ojos
grandes, de unos cinco años, con una mirada ingenua y vivaz; me recordó a
alguien, muchos años atrás. Tenía la misma estatura que yo. Nos presentamos. Me
tomó por un amigo.
Antes de que su madre
rompiese a gritar y a llorar, al poco de entrar la policía, tapé las orejas de
mi sobrina con las manos. Ajenos a todo, continuamos viendo los dibujos
animados. El marido sacó una escopeta. El fuego cruzado atronó la casa con
susurros de lamento. Un trozo de yeso pasó zumbando por encima de mi cabeza.
La pequeña se daría
cuenta de algo ocurría tras de nosotros porque quiso volverse. Se lo impedí,
con las manos en su cabeza, ocultando sus orejas. Me miró con curiosidad, como
si me preguntase con la mirada qué ocurría en la habitación vecina. Negué con
la cabeza.
La besé en la frente,
nos giramos hacia la televisión y recé para que mis compañeros terminasen
cuanto antes.
Todavía no sabía qué
hacer con mi hermana ni con el desgraciado de su marido. Si es que aún vivían. Quizá
fuese mejor empapelarlos y que gastasen lo que les quedase de su mísera vida
entre barrotes. Todavía no lo tenía claro. Ahora, mi mayor preocupación era la
pequeña que insistía con terror creciente en la mirada en saber qué jaleo era
aquel que había montado detrás de nosotros.
Jesus Cristo Esta Voltando!!!
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