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lunes, 8 de julio de 2013

TE DESEO, CARMELA

































-¿Diga?
-…
-¿Diga? ¿Oiga, hay alguien ahí?
-Hola, Sofía.
-…
-Se te ha comido la lengua el gato, cariño.
-Javier.
-Sí, así me llamo todavía.
-¿Qué coño quieres? ¿Cómo has conseguido este número?
-Vamos, vamos, ¿aún te sorprende?
-… ¿Qué coño quieres?
-Te quiero a ti.
-Entonces, ¿por qué le hiciste eso a mi hermana, cabrón hijo de puta?
-¿Tu hermana? Ahora soy yo el sorprendido, Sofía, ¿desde cuándo tienes una hermana?
-¿Fuiste tú, no?
-No sé de qué me hablas, Sofía. Yo solo te llamo para darte una alegría.
-…
-Pronto estaré contigo, mujer. Pronto.
-Encontraste a Carmela.
-Sí, claro. Deduzco que recibiste el recorte del periódico. Y, por favor, no preguntes cómo he averiguado tu nueva dirección.
-¿Cómo lo hiciste?
-¿El qué?
-¿Cómo hiciste que Carmela matase a su novio?
-¿Matar? ¿Gonzalo ha muerto? Mejor, el pobre no se merecía pasarse el resto de su vida como un vegetal. Mejor así, sí.
-¿Cómo lo hiciste? ¿Por qué? ¿Desde cuándo la acosabas? ¿Qué te hizo esa mujer?
-Haces muchas preguntas, Sofía. Para algunas no tengo respuesta. Y para otras ya las sabes tú misma.
-No me vengas con esas, cabrón engreído. No me llamas para decirme que me has encontrado, que pronto te reunirás conmigo. Me llamas para dártelas de listo.
-No es verdad.
-Claro que lo es, Javier. Siempre fuiste muy listo. Por eso me casé contigo, ¿sabes? Pero no eres humilde, no. Quieres demostrar a todos que eres el más listo.
-No sigas, Sofía, que no vas a conseguir nada.
-¿Conseguir, Javier? No, no, te equivocas. Quieres contármelo. Deseas contármelo. Pero quieres algo de súplica, ¿a qué sí?
-No me quejaría, no.
-Te lo suplico, Javier, dime cómo lo hiciste.
-Un poco más.
-Te lo… imploro, Javier, dímelo. Demuéstrame que eres el más listo.
-Más.
-Soy una idiota, Javier. Jamás estaré a tu altura. Ni yo ni nadie. Te escapaste de la institución mental tú solo. Tú y tu ingenio, no necesitaste más. La Policía aún no te ha pillado. Y no lo harán. Porque somos tontos, Javier.
-Sois tontos.
-Somos unos payasos.
-Lo sois.
-Dímelo. Quiero saberlo.
-Vale. Te lo diré.
-Dime.
-Con una carta.
-¡NO! Dímelo ahora.
-No, no, Sofía. Ya sabes que no sé hablar. Te lo diré por escrito.
-¿Cómo? ¿Cuándo?
-No jodas, Sofía. De verdad sí que eres idiota. Baja al buzón, payasa. Te lo he dejado esta mañana.
-Pero…
-Anda, cállate, por favor. ¿Qué te crees, que no iba a adivinar todo tu plan, todo tu juego? Pero resulta que este no es tu juego.
-…

-Es mi juego. Hasta luego.





Carmela existe.
Me llamo Javier Esteban Díaz y, sin ninguna duda, afirmo que Carmela existe.
Supongo que quien leerá por primera vez esta carta serás tú, Sofía querida, mujer amada, puerca rencorosa y mujer despechada. A ti me dirigiré durante toda la carta aunque ya sé que, tarde o temprano, esta carta caerá en manos de la Policía. Expertos grafólogos identificarán mi letra, psicólogos criminales extraerán y validarán teorías sobre mi personalidad. También servirá ante el juez que instruye mi caso en el improbable caso de que algún día haya un juicio.
Pero no os preocupéis. Ninguno de vosotros. No habrá juicio porque no vais a pillarme.
Jamás. Porque si de algo soy culpable es de confiar en ti, Sofía.
Lo de mi fuga de la institución mental creo que está aclarado. Supongo que, como buena ama de casa, Sofía mía, maruja bocazas, habrás remitido la nota en la que contaba la forma a la que me sobrepuse a los tratamientos. Los pormenores de mi huida se los dejo a las autoridades. Ellas saben cómo lo hice y por su bien espero que hayan corregido esas deficiencias de protocolo de actuación y de diseño de celdas. Al fin y al cabo, yo tampoco quiero que alguien verdaderamente loco atraviese esos muros.
Sigamos con el tema principal de mi carta. Carmela existe.
Cuando te confesé mi deseo por Carmela, admito que ese día te golpeé fuerte. Pero la razón exacta nunca se supo. En el juicio no se reveló. No recuerdo haberte partido el labio. Si lo hice, lo siento. Confiabas en mí, en tu marido. Y te golpeé como una vulgar perra sarnosa y vieja. Lo que eres.
Lo de pedirme el divorcio regalándome casi todo era demasiado burdo, querida. Nadie con dos dedos de frente aceptaría ese trato. Sabía que ocultabas algo. Y ese algo era la estatua.
La estatua de terracota sumeria que encontraste dentro del doble fondo del cajón de aquella cómoda que restauraba. Pesaba demasiado para estar hecha solo de barro. Yo también vi el interior refulgente en el arañazo que hiciste en la base.
Oro. Al menos 90 kilos de oro puro dentro de aquella terracota.
90 kilos dan para mucho, ya se sabe. Y la mitad había de ser para mí porque estábamos casados en régimen de bienes gananciales. Pero, ¿por qué compartirlo?
¿Qué otra forma hay de romper un contrato de matrimonio aparte del divorcio? Yo te lo recordaré, puta. Enajenación mental.
Y, ¿cómo hacerlo sin levantar sospechas? Confieso que me sorprendió tu agudeza mental, tu ingenio. Hasta que luego descubrí que no estabas sola en esto.
Tu hermana Candela era tu cómplice. Y jugabais con la baza de que yo no conocía de la existencia de Candela.
El plan solo requería tres elementos: una peluca, algo de provocación y una coreografía precisa para que mis compañeros del trabajo jamás os viesen juntas.
Candela y tú os parecéis. No sois gemelas pero la semejanza de vuestros rostros y cuerpos es asombrosa. Seguro que más de una vez, al veros de frente, os quedabais embobadas. Tú mirabas una imagen tuya diez años más joven y ella vería cómo cambiaría su rostro tras el mismo tiempo.
Sois parecidas pero no iguales.
¿Quieres que te diga una diferencia? El lunar junto a tu ano.
En el lago, durante la ducha, Candela estaba de espaldas, con su peluca cobriza. Pero tenía un culo sin lunar. Y cuando, durante el juicio, cuando tu abogado usó el argumento de la disociación cognitiva, recordé de repente el lunar.
Tu hermana no tiene  ningún lunar en el culo, Sofía. Tu hermana no y tú sí.
Por eso supe que no estaba loco. Por eso supe que todo era un plan. Un plan destinado a hacer creer al juez que era necesario que acabase internado en un psiquiátrico institucional.
Ya era tarde para rehacer mi defensa. Ni siquiera mi abogado consideró aquella prueba vital, el lunar de tu culo, en consideración.
Confieso que me alegré de que alguien me la hubiese jugado. No sabes lo aburrido que es saber lo qué piensan los demás, imaginar su próximo paso, sus motivaciones, sus metas. Lo hicisteis bien, sí.
Fundisteis el oro y ella recibió un buen pellizco aunque en modo alguno la mitad. Supongo que así sería el trato. Si Candela se quedase la mitad, ¿en qué se diferenciaría de mí? No, tenía que ser menos.
Tú ya sabías que, tarde o temprano, Candela exigiría el resto hasta completar la mitad de los 90 kilos.
¿Qué esperabas? ¿Qué la hermana que no veías más que en Navidades se conformase con tan poco?
Tenías que darle un escarmiento.
Comenzaste a acosarla. En la oscuridad, sin descubrirte. Cada noche la esperabas escondida tras los contenedores de basura de la fábrica donde trabajaba. Salía de su turno de doce horas y, entonces, con la mente cansada y los ojos enrojecidos, tu hermana era más débil.
Te dejabas ver entre las sombras. Te cuidabas de que la tuya fuese perceptible durante poco tiempo, muy poco, el suficiente para que Candela supiese que la seguían pero viéndose incapaz de escapar de ti.
Hasta que una noche, cansada de asustarla, la violaste.
Una mujer violando a su propia hermana. Suena asqueroso, ¿verdad?
Yo lo vi todo. No eras la única que espiaba.
Caminabas unos pasos detrás de ella, reptando entre la sombras, aprovechando la oscuridad. Candela te sabía cerca y miraba a su espalda con expresión aterrada. Pero no veía a nadie. Su respiración aumentaba, lloraba tratando de consolar el miedo visceral, el miedo primordial que la provocabas.
Aprovechaste la última sombra y, con un empujón brutal, la tiraste al fondo del portal de un garaje. Candela quedó tirada en un rincón, como un pingajo. Por unos segundos perdió la consciencia; el golpe en la cabeza era fuerte. Tenía los ojos cerrados, los dientes apretados. De sus párpados surgían regueros de lágrimas y de sus labios un hilillo de saliva y compasión.
-Déjame, déjame… -suplicó tu hermana.
¿Dejarla? No, Sofía, claro que no. La tenías como siempre deseaste. Aterrada, encogida, suplicando clemencia.
Tú ibas envuelta con ropas y con la cara oculta con pasamontañas negro. Guantes de cuero, pantalones holgados, gafas de sol. No había posibilidad alguna de ser descubierta.
La tomaste de la mandíbula y la obligaste a levantarse, a encajarla en la esquina. La abriste el pantalón y tiraste de él hacia abajo. Candela quiso chillar. Su blanquecino vientre surgió. Unas bragas verdes con lunares blancos ocultaban su sexo. Estaban mojadas; se estaba meando de puro pavor.
Agarraste su sexo rezumante y apretaste. Un temblor incontrolable la hizo trastabillar. De un zarpazo la arrancaste las bragas. Te ayudaste de una navaja. El vello púbico, espeso y brillante, contrastó con el acero. De un tajo, como quien corta un gajo de una manzana, la afeitaste una porción de vello. Vello espeso, rizado, húmedo. Se lo metiste en la boca. De sus labios lívidos parecieron manar chorros de vello púbico.
Sacaste de tu bolsillo un objeto. No vi lo que era. Quizá el envase de un puro. Era largo, grueso y hueco. El sustituto de una polla. La polla con la violarías a tu hermana.
No lo hundiste inmediatamente, no. Te recreaste en el pavor que mostraban sus ojos al ver aquel objeto. Candela gimió aterrorizada. Pasaste el extremo romo del objeto por su mejilla, por sus labios cubiertos de vello rizado, por su frente cubierta de sudor.
A base de patadas, hiciste que separase las piernas para luego clavarle el objeto. Pero te equivocaste de agujero (no estoy seguro) y fue el ano quien asumió todo el daño. El sonido de un cristal roto, de un astillado, desgajó la noche. Un grito desgarrador se oyó en las calles.
Candela cayó derrumbada, sumida por el dolor, emitiendo gemidos agónicos.
Te asustaste al ver manar la sangre entre sus piernas. Diste varios pasos atrás y te permitiste un último vistazo. En tu mano aún quedaba un trozo del objeto, el cual tiraste a su cabeza.
Marchaste con paso sereno.
Llamé al 112 y luego te seguí de lejos. En cada manzana de edificios te ibas despojando de una prenda. Las fui recogiendo, descuida. Cuando llegaste hasta el coche que habías aparcado en otro barrio, ya no eras sino una mujer que disfrutaba de un  paseo nocturno.
A Candela se le iba la vida por el culo y tú arrancaste el coche, hiciste el ceda el paso, esperaste a que el camión de la basura te dejase el paso libre. Incluso te saludaron agradecidos al dejarles la vía libre.
Mi rápida llamada a Emergencias supuso la diferencia para tu hermana entre vivir y morir. Tras el alta en el hospital, unas semanas más tarde, Candela y su marido  vendieron su piso, se mudaron y alquilaron un apartamento en Alcobendas.
Tu hermana era suficientemente lista para relacionar los hechos. Cedió y dejó de reclamarte la mitad de los 90 kilos.
Todo había salido perfectamente, ¿no?
No.
Porque entonces supiste de mí cuando te envié aquella nota garabateada.
En ella te decía que estaba a punto de encontrar a Carmela. Aunque en realidad hacía tiempo que la había encontrado.
El miedo a ser descubierta te hizo tomar decisiones drásticas.
Tu hermana había aprendido la lección y desde hacía casi un año no sabías de ella.
Pero era necesario mantenerlo todo atado y bien atado. Sin cabos sueltos.
Te presentaste de madrugada en su casa. Era un plan tan odioso como infame.
Gonzalo estaba solo. Candela hacía poco que había conseguido un nuevo trabajo; llegaría en pocas horas.
Cortaste la luz de todo el edificio. A oscuras. El negro te favorece.
Llamaste a la puerta y Gonzalo te abrió.
¿Por qué te abrió confiado y sin reservas? Porque si Candela pudo pasar por ti con una peluca ante mí, tú podías hacer lo mismo cortándote la melena y con algo de tinte para el pelo.
Le sorprendería encontrarse a su esposa tan mimosa y sobona. ¿Pero qué hombre desdeña un polvo casual? La oscuridad ayudó a confundirle y la semejanza de tu cuerpo y cara ayudó con el engaño.
Le darías la follada de su vida, seguro. Todas las cerdadas que tu hermana o que cualquier mujer no permitiría sino drogada o cobrando. Gonzalo seguro que gozó como nunca antes.
Quedaría reventado y, aprovechando su modorra, saldrías de la casa y reanudarías el suministro eléctrico.
El resto es obvio. Candela llegó del trabajo y Gonzalo quiso repetir. Candela no tuvo más remedio que defenderse.
Tu hermana en la cárcel, su marido muerto, el loco suelto. Todo el oro para ti. Qué plan más perfecto. Y lo mejor de todo es que todas las pruebas apuntaban a mí. El loco que escapó del psiquiátrico y que se vengó de la forma más absurda e ilógica posible. Dentro de mi locura existía, sin embargo, cierto razonamiento que cualquier psicólogo hubiese refrendado.
Todo el oro para ti, ¿no?
Disfrútalo, Sofía.
Pero gástalo rápido. Tan rápido como puedas. Tan rápido como tu corazón te siga permitiendo vivir.
Porque te juro que voy a detenerlo.
Tu corazón dejará de latir.
Y morirás. Supongo.
P.D.
Esta carta es una copia. Adivina quién más está leyendo ahora mismo su contenido junto con la ropa que usaste para violar a tu hermana.

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