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viernes, 9 de julio de 2010

DIOS MÍO, CUÁNTAS LOCURAS SOMOS CAPACES DE HACER POR EL SEXO

Dios mío, cuántas locuras somos capaces de hacer por el sexo.
Escribo esto con la certeza de que tarde o temprano yo también sucumbiré. Que quede un testimonio escrito es mucho mejor que se deshonre nuestra memoria con elucubraciones sobre nuestra indecente moral o nuestra estupidez juvenil. Lamentablemente no sé si llegará a leerlo alguien.
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Todo ocurrió hace unos dos meses, una noche a mediados de julio. No era tormentosa ni era aciaga. Era una noche de julio, sin más. Me llamo Claudia, y Enrique, María y yo, llegamos a casa de él a las cuatro de la madrugada, muy borrachos, después de haber estado bebiendo, bailando y tomando pastillas. Mi amiga y yo habíamos conocido al chico hacía pocas horas en un bar, que ahora maldigo, dominado por el humo del tabaco y el sudor.
María yo bailábamos en una zona apartada del tugurio, sometidas al influjo de las drogas y de la música. Enrique se nos acercó y tras cruzar unas pocas palabras, María quedó prendada del joven. Emitía una atracción varonil que no me pasó desapercibida, pero que, para mi amiga, fue subyugadora. Enrique tenía una mirada extraña, perdida, pero que no desentonaba con nuestro desenfreno. Nos sentamos en una mesa, después de bailar, y María le besó con obscena familiaridad. Él no se quedó atrás y se estuvieron metiendo mano a la vista de todos los demás. Pero a esas horas de la noche no eran los únicos que restregaban sus cuerpos en aquel cuchitril.
Cuando salimos del bar vomitamos varias veces en la entrada de un garaje cercano. Enrique nos convenció para ir a su casa a dormir la mona. Ellos no parecían tener sueño ni sentirse cansados. Estábamos muy cachondos, sobre todo yo, que me veía arreglándomelas sola o participando en un “ménage à trois”. De cualquier forma, yo sí estaba muy cansada, y aunque mi cuerpo es joven, las drogas y el alcohol me habían dejado destrozada.
Llegamos a su casa poco después, en una caminata cubierta de recovecos y de idas y venidas por calles oscuras y desiertas, haciendo imposible en nuestro estado recordar donde nos encontrábamos María y yo. Enrique vivía en un edificio antiguo, un tercero, si la mente no me falla. Sí que recuerdo, sin embargo, que no había ascensor y mientras subíamos las escaleras, Enrique y mi amiga se desnudaron mutuamente, entrando ambos en el piso desnudos y yo tras ellos, con sus ropas bajo mis brazos.
Desparecieron tras una habitación, despreocupándome de ellos, y me derrumbé en el sofá.
Me encontraba en un salón en penumbra con un suelo de parquet de barniz desleído, donde un sofá de tres plazas con aspecto de haber servido en varias casas me serviría de improvisada cama. El tresillo tenía enfrente una mesita baja y más allá, junto a la otra pared, había un mueble achatado sobre el que se amontonaban varios libros cubiertos de polvo espeso en pilas de equilibrio precario. Un televisor antiguo con varias manchas blancuzcas en el cristal y también una gruesa capa de suciedad en la parte superior descansaba sobre el mueble y denotaba no haber sido utilizado por mucho tiempo. Encima del aparato unas baldas paralelas hacían las veces de librería donde se amontaban más libros polvorientos apilados y figurillas de mujeres desnudas en sucias poses, así como un reloj de manecillas que, en contraste con la vetusto de lo que lo rodeaba, era de plástico y parecía mostrar la hora correcta, aunque también una capa de denso polvo lo cubría. Un gran ventanal dominaba el extremo del salón, con sus ventanas abiertas de par en par y unas cortinas de aspecto repugnante por su semejanza con las telas de araña se mecían con una suave brisa. Una farola de la calle iluminaba la habitación de luz difusa y convertía el salón en un espacio crepuscular, ceniciento.
Tenía la boca seca, la cabeza parecía querer desencajarse de mi cuello y notaba el estómago burbujeante. Además sentía una extraña picazón en el sexo que había comenzado esa noche, tras sacarme Enrique a bailar una pantomima de baile, muy sensual, donde nos frotamos nuestros sexos con escandalosa familiaridad. Una vez desinhibidos, aún en el bar, no me importó demasiado el arrascarme el sexo por encima de la falda y, cuando llegamos a su casa, me arañé, olvidados los pudores, sabiéndome sola en el salón, por debajo de la falda. Creía que me había picado un bicho o que, quizás, las pastillas estaban cortadas con alguna sustancia extraña. El caso es que no paraba de frotármelo, no encontrando ningún atisbo de satisfacción, y menos sexual. Por fortuna, al poco caí dormida.
Cuando abrí los ojos miré somnolienta el reloj de plástico de la balda. Eran las cinco y pico de la noche, no habría dormido más de hora y media. Tenía el cuerpo algo más descansado, pero el maldito prurito en el sexo seguía irritándome, insidioso. Tenía calor y aunque las ventanas estaban abiertas y las cortinas ondeaban con una débil brisa, consideré inaguantable el hecho de seguir vestida, por lo que me quité la falda, la blusa y las botas, quedando en ropa interior.
Al poco oí gemidos en una habitación cercana. Eran gemidos de placer. Me acerqué de puntillas, en la penumbra creada por una farola de la calle. Tenía todo mi cuerpo sudoroso, cubierto de una pátina brillante y pegajosa. Las plantas de mis pies dejaban en el suelo de parqué huellas oscuras, que se me antojaron brea viscosa. Las paredes se combaban en retorcidas curvas, las puertas se desgajaban de los marcos, tenía la mirada errática y el olfato atrofiado.
Enrique y María estaban follando en el dormitorio. Él estaba encima de ella, la cual se había puesto a cuatro patas levantando la grupa. María lucía un cuerpo blanco, lívido, bañado en sudor. Enrique poseía un cuerpo enjuto, estrecho de perfil, de huesos prominentes y músculos escuchimizados, nada que ver con la impresión que causaba con la ropa puesta. Sin embargo lucía un pene grueso y unos testículos hinchados bamboleantes que golpeaban el vello de María en cada empellón. Mi amiga tenía la cara enterrada en la almohada y se agitaba de vez en cuando. Sus gemidos nacían silenciados de la almohada y sus carnes blancas se ondulaban con cada embestida trasera.
El dormitorio estaba formado por la cama donde Enrique y María practicaban sexo. A cada lado había sendas mesitas, una de ellas con varias pilas de libros y la otra con una lamparita de pantalla oscura y largos flecos que se mecían al son de la brisa que entraba por las ventanas abiertas de par en par, al igual que las cortinas del salón. Sin embargo la persiana de la ventana estaba subida por lo que la luz de la farola de la calle iluminaba el dormitorio con una luz crepuscular, mucho más acogedora y amarillenta que la del salón.
Un gran matojo oscuro de vello crecía del sexo de María. De perfil sus nalgas despedían de su vulva un vello erizado, casi electrificado. El enorme pene de Enrique, metódico, se hundía en el interior de mi amiga con cadencioso hipnotismo. Parecía un bastón brillante, rojizo. Bizqueé y la escena pareció vibrar cambiante ante mí. Durante un instante me pareció ver a María agitando los brazos, con el rostro desencajado: se había girado, mirándome, apoyada en la almohada. Sus labios formaban palabas mudas. Pedía auxilio, ayuda. Boqueaba con los ojos abiertos y lloraba gotas de sangre que recorrían su rostro cetrino enmarcado por los negros bucles de su cabello. Sus ojos me hablaban de espanto, de dolor y de horror. Enrique la estaba empalando detrás de ella con su gran pene, el cual ahora poseía un color antinatural, un rojo vivo, fulgurante. Un humo oscuro salía expelido de su vulva cuando el miembro se retiraba de su cuerpo tras cada embestida.
Cuando parpadeé la escena volvió a convertirse en la de antes, con Enrique hundiendo su pene rojizo dentro del sexo de María, que gemía placentera con sonidos ahogados, sincronizados, metódicos. Me los quedé mirando durante unos minutos, ensimismada, arrascándome mi entrepierna de forma maniática.
Enrique se giró y me miró con expresión ausente. Tenía la boca entreabierta y un hilo de baba colgaba de su mentón. No me pareció que fuese consciente de lo que estaba haciendo. Pero dado que las paredes del dormitorio se combaban sinuosas y la cama parecía deshacerse en olas de sábanas acuosas, no me pareció que mis ojos me mostrasen la realidad.
Volví al salón evitando seguir mis pasos. Mis huellas negras me iban marcando el camino por donde había emergido del sofá. Encendí la lámpara que había sobre la mesita enfrente del sofá y una luz anaranjada pareció incendiar todo el salón. Los párpados cansados y las pupilas dañadas con el torrente de luz me impedían ver gran cosa. A lo lejos seguía oyendo los gemidos de Enrique y María.
Cuando me acostumbré a la luz, mi mirada errática se posó en una cajita situada detrás de las pilas de libros sobre las baldas. Me acerqué a ella, la saqué de su escondrijo y dejándome caer de nuevo sobre el vetusto sofá, la posé sobre mis piernas. Me arrasqué de nuevo el sexo, sobre las bragas, y la cajita tembló sobre mis muslos. Alcancé una cajetilla de cigarrillos de mi bolso, el cual yacía en el suelo, junto a mis pies, junto a la ropa de María y Enrique, y encendí un cigarrillo. Un humo denso y blanquecino ascendió ondulante ante mí procedente del extremo del pitillo.
La cajita era de madera oscura, lacada en negro brillante, libre del polvo que impregnaba el lugar de donde la había extraído. Tenía protegidas sus esquinas con adornos de metal herrumbroso, picado. No tenía ningún cerrojo. La abrí mientras inspiraba el humo del tabaco. La tapa era pesada, más que la parte inferior y bailó de nuevo sobre mis muslos a punto de resbalarse al suelo. Algo de ceniza cayó en el interior. Estaba forrada de terciopelo carmesí y parecía vacía.
Vacía, excepto por una diminuta piedra de color rosado. La saqué para verla mejor, o todo lo mejor que mi visión distorsionada me permitía. Más ceniza cayó en el interior de terciopelo de la cajita. A lo lejos seguía oyendo los gemidos de esos dos, parecían haber estado follando durante horas y seguir haciéndolo durante otras tantas. Cuando acerqué la piedra a mis ojos la luz de la lámpara titiló y acabó muriendo en un chisporroteo agudo, casi un lamento. Pero no estaba de nuevo en penumbra.
La piedra despedía un resplandor rojizo que iluminaba el salón con una luz potente que parecía escurrirse por los huecos, alcanzando todos los recovecos. Tenía forma redonda y unas bandas grises y opacas, como la plata, la surcaban longitudinalmente. Quedé impresionada por su belleza.
Me arrasqué de nuevo el sexo y la ceniza cayó esta vez sobre mis muslos. Solté un chillido al sentir la quemazón sobre mi piel, el chisporroteo de la carne quemada, poniéndome de pie. La piedra se me cayó, al igual que la caja, que me golpeó un pie. Oí rodar el canto por el suelo de parquet. La luz rojiza se extinguió y quedé de nuevo envuelta en una penumbra, solo iluminado el salón por la farola de la calle.
Me froté la carne dolorida en el pie y en el muslo. Sin embargo algo extraño me hizo olvidarme de mi cuerpo. Alcé la cabeza extrañada, porque seguía oyendo la piedra rodar por el suelo, como si éste se inclinase haciendo rodar la piedra por su superficie. O como si la piedra se moviese por sí sola. Como si estuviese viva.
Cuando recogí la caja del suelo algo dentro se revolvió. Metí la mano y allí estaba de nuevo la piedra. ¿Qué posibilidades había de que la piedra al caérseme hubiese rodado y, rebotando en yo que sé qué mueble del salón oscuro, volviese dentro de la caja?
Al tomarla entre los dedos volvió a brillar y a expeler esa claridad extraterrenal. Fue entonces cuando tomé conciencia de que aquel guijarro con forma esférica no era normal. ¿Por qué brillaba? ¿Por qué volvió a su lugar, dentro de la caja?
Ya no escuchaba a esos dos. Cuando giré la cabeza en dirección al dormitorio donde estaban me encontré a Enrique parado en la puerta. Me miraba con los brazos exangües, exhibiendo su repulsivo cuerpo huesudo y con la misma mirada estúpida. El resplandor sangrante le confería una suerte de fosforescencia rojiza a su cuerpo desnudo. Su grueso pene erecto, de un tamaño descomunal y de un intenso color rojizo, casi fosforescente, apuntaba hacia mí, impúdicamente. El prepucio estaba retraído y un inmenso glande, rosado y húmedo, coronaba el miembro.
-¿Qué haces? –preguntó con voz grave. Sus palabras no parecían haber salido de su boca. Al menos estaba segura de que no había movido los labios.
-La piedra… –dije enseñándosela, con voz aflautada, como quien enseña un tesoro descubierto. Mi lengua estropajosa parecía un trapo seco y enrollado sobre sí dentro de mi boca. Intenté tragar saliva pero no pude.
Se acercó a mí con pasos temblorosos, titubeantes. Parecía una marioneta. O un zombi. Sus pies desnudos pisaron mis huellas pringosas y Enrique resbaló cayendo al suelo de espaldas, agitando los brazos en el aire como una mosca. Oí como su cabeza golpeaba el parquet como un melón. Un sonrisilla idiota se me escapó. Sus pies se agitaron en el suelo como una tortuga boca abajo. Mi sonrisa se convirtió en risotadas y luego en carcajadas que me rascaban la garganta como si hubiese tragado trocitos de papel de lija.
Con gestos trabajosos y carentes de fuerza Enrique se incorporó quedándose sentado en el suelo. Oí caer algo detrás de él. Como un goteo de un líquido espeso. Se llevó una mano detrás de la cabeza y luego se miró la palma de la mano. A la luz fantasmagórica de la piedra que sostenía en mis dedos distinguí con toda claridad los suyos empapados de sangre. Mis risas fueron muriendo a medida que se iba mirando los dedos goteantes, y fui tomando conciencia que Enrique se había golpeado la nuca y estaba sangrando. Mi gesto cambió de la sonrisa hacia el temor.
Pero mi rostro se quedó demudado cuando me fijé en su pene. Se sexo enhiesto apuntaba directamente hacia la piedra que sostenía entre mis dedos, su glande húmedo miraba con fijeza ultraterrenal el canto. Estupefacta, moví la piedra y el pene siguió al canto brillante como si tuviese vida propia. El prepucio ocultó el glande y se retrajo en un rápido movimiento, en una suerte de parpadeo que me erizó el vello de los brazos, parecía haber lubricado la carne rosada.
-Joder… -musité.
El pene se giró raudo hacia mis ojos y el prepucio volvió a lubricar el glande en un parpadeo de piel ocultándolo y recogiéndose veloz. Un atisbo de horror se fue abriendo paso en mi mente. Enrique continuaba contemplándose con aire estúpido y mirada perdida sus dedos pringosos de sangre.
Mis propios dedos temblaron ante la espeluznante escena y la piedra se me resbaló de nuevo de ellos. Esta vez, mientras caía al suelo, tuve tiempo de ver alucinada el glande olvidarse de mí y seguir la trayectoria del canto en el aire. La luz se extinguió de nuevo quedándonos en penumbra.
Excepto por la fosforescencia rojiza que empezó a emitir el glande de Enrique. Al igual que la piedra, emitía una luz roja y crepuscular que invadía cualquier recoveco, una luz que iluminaba el cuerpo de Enrique confiriéndole formas aberrantes producto de las sombras acentuadas que proyectaban sus huesos prominentes.
La piedra rodó en el suelo y se acercó por sí sola, como por simpatía, hacia el miembro de Enrique. Entró en el espacio entre sus dos piernas y se detuvo junto a los enormes testículos peludos. El glande tocó el canto con un ligero roce y la piedra volvió a brillar de nuevo, con una roja y cómplice luminiscencia, igual que cuando la sostenía entre mis dedos.
Esto era más de lo que podía aguantar; tenía que salir de esta casa. Pero Enrique estaba sentado delante de la puerta del salón, bloqueándome la salida. Además, tenía que ir a por María.
El glande pareció darse cuenta de mis intenciones, no sé cómo. Me miró apuntándome con su rosada cabeza y extendió el prepucio sobre sí extinguiéndose la fosforescencia rojiza que desprendía. La piedra dejó de brillar y el salón volvió a sumirse en la penumbra. A la luz de la farola de la calle distinguí como Enrique trataba de ponerse en pie. Lanzó unos gemidos quejumbrosos, babeantes, que casi me hicieron perder la cordura.
Sentí mi respiración aumentar de frecuencia y mi corazón latir desbocado. Seguía sintiendo un escozor acuciante en mi sexo, pero la acumulación de acontecimientos insólitos me había hecho olvidarme de ello. Enrique se levantó y se acercó hacia mí con rapidez, intuyendo solo su posición por la penumbra apagada del salón.
Justo cuando se cernía sobre mí, sintiendo la presencia del glande apuntándome, rodé escabulléndome de las manos de Enrique, que trataban de atraparme. Sus dedos me atraparon el cuello pero, estando resbaladizos por la sangre que los empapaban, logré escurrirme a base de arañazos y patadas. Sin embargo, al huir, sentí su contacto en mi costado, junto a la axila. Sabía que el pene me estaba tocando. Su contacto parecía el de un ascua candente y grité dolorida sintiendo un chisporroteo de mi piel a lo largo de mi costado, desde la axila hasta el muslo. El sujetador se me soltó por donde el extremo del pene había dejado su marca, al igual que la braga. Sentía la piel dolorosamente cauterizada. No me importaba, lo única que quería era salir de allí con vida, porque realmente sentía que estaba en un peligro mortal, sino físico, al menos mental. Intuía que si me dejaba atrapar por Enrique mi cordura o mi vida se acabarían en una enloquecedora agonía.
Corrí espantada dejando atrás a Enrique y cerré la puerta del salón. Por desgracia no tenía cerrojo y se abría hacia adentro. A través de un cristal ajado que recorría de arriba a abajo la puerta, vi como él se iba acercando hacía mí. El glande estaba descubierto de nuevo y la diabólica fosforescencia roja se iba acercando a la puerta. Un gorgoteo ininteligible volvió a salir de los labios de Enrique. Sus ojos miraban al infinito pero a luz crepuscular sangrante atisbé como sus labios parecían formar la palabra “huye”.
Histérica, chillé gritando auxilio a María, amarrando la puerta, manteniéndola cerrada, sabiéndome atrapada en el piso. Este era mi fin. Aun recordaba cuando sus dedos apresaron mi cuello, sintiendo sus uñas penetrar en mi piel. Bramé impotente un insulto, viendo con espantosa angustia como se me iba acercando.
Cuando Enrique se acercó lo suficiente y alargó una mano para posarla sobre el pomo de la puerta, a Dios gracias, ideé una respuesta ofensiva.
Esperé hasta que Enrique asió con fuerza el pomo, eliminando la única barrera entre él y yo, y abrí la puerta de golpe, empujándola con todo el peso de mi cuerpo, estampándola sobre él.
La treta funcionó golpeando con un sonido horrible el canto de la puerta contra su cara, oyendo estallar el hueso de la nariz y viendo alucinada uno de los ojos salirse de su cuenca.
Retrocedió de espaldas trastabillando. Perdió el equilibrio y se derrumbó sobre el televisor, intentando agarrarse a él sin éxito, provocando que se volcase el pesado aparato sobre su cara. Escuché como el cristal de la pantalla se hacía añicos sobre su rostro, aplastándolo contra el suelo de parquet.
Un siniestro siseo se oyó dentro del aparato.
Probablemente esté muerto, pensé resoplando angustiada pero tranquila.
Pero el grueso pene se irguió lentamente de la entrepierna de Enrique. Se dobló en un ángulo imposible, iluminando con una fantasmagórica luz roja el televisor, pareciendo evaluar los daños causados. Luego se giró retorciéndose la carne del miembro para mirarme. El prepucio ocultó parcialmente el glande, las venas que recorrían el miembro se hincharon burbujeantes y la fosforescencia rojiza se convirtió en una furia granate que pareció incendiar el salón con una llamarada del averno.
Tragué saliva, muerta de miedo. Tuve, a pesar de mi pavor, la entereza de preocuparme de María.
Corrí hasta el dormitorio, en busca de mi amiga. La habitación estaba casi a oscuras, sólo se distinguían las formas de los muebles gracias a la luz difusa proporcionada por la farola callejera. Un tufo a carne quemada me sacudió al acercarme a mi amiga. Estaba cubierta por entero con una sábana.
-¡María, despierta! –chillé llorando de puro terror, golpeando las formas de su cuerpo bajo la tela. Estaba en la misma posición que tenía cuando estaba siendo follada por Enrique: a cuatro patas, con el culo erguido y la cabeza apoyada en la almohada. Cuando la destapé una repulsiva vaharada a carne chamuscada me invadió. Pero lo que me encontré fue la imagen más descarnada y cruel que jamás he presenciado.
Grité y chillé hasta volverme ronca, enloquecida de puro horror, consciente de haber causado un daño permanente a mi garganta.
A la débil luz distinguí con espanto un gran agujero oscuro donde debía estar su entrepierna. Parecían haberla penetrado salvajemente con un gran hierro candente, eliminando gran parte de las nalgas y el vientre. El colchón absorbía metódicamente un fino reguero de sangre verdosa que manaba de la enorme oquedad. Alrededor de ella la carne estaba calcinada en varias costras, delimitando el orificio. Y en su interior, vislumbré sus intestinos blancuzcos, a punto de desbordar el agujero. No me cupo ninguna duda de que mi amiga estaba muerta. Aquel hijo de puta la había matado. Esa polla asesina era la causante. El mismo glande que me había dejado una brecha en mi costado, había destripado a María.
Lloré con gemidos roncos y acusé un cansancio enorme en el cuerpo. Notaba un dolor punzante en mi herida del costado. El sujetador y la braga colgaban desgarrados del otro lado de cuerpo.
Debía huir de aquella casa cuanto antes.
Cuando me volví, vi a Enrique en la puerta del dormitorio. Su miembro fosforescente apuntaba directamente hacia mí, inundando con una llameante luz granate el dormitorio. Estaba en el maldito infierno. Mi vista ascendió hacia el rostro de Enrique y ahogué un chillido ronco de pavor. Donde antes estaba su rostro ahora colgaban girones de carne con varios cristales de diversos tamaños incrustados en ella. El hueso era visible en la mandíbula y varias piezas dentales faltaban. Las cuencas de sus ojos estaban vacías y de ellas manaba un líquido espeso y blanquecino, salivoso y de aspecto putrefacto. La polla parpadeó y la luz infernal titiló. Luego el prepucio ocultó el glande y la estancia se sumió en una terrorífica oscuridad.
Quise chillar de angustia, pero solo un sonido ronco emergió de mi garganta procedente del miedo más profundo jamás sentido.
Aquel engendro, aquel ser diabólico que había asesinado a mi amiga, se acercaba ahora a mí con pasos veloces. Un pequeño punto rojizo en la oscuridad marcaba con exactitud el lugar donde el glande se alzaba, apuntando hacia mí, el prepucio no era capaz de contener la furiosa luz flamígera. Aquel ser de ultratumba corría hacia mí para matarme.
Al borde de la desesperación y teniendo a aquel monstruo casi encima de mí, un repentino arranque de fuerza, producto sin duda de un instinto de supervivencia, me hizo coger el cuerpo de mi amiga de la cama y lanzarlo con inesperada fuerza sobre el punto rojo que estaba sobre mí.
El engendro no se esperaba mi reacción y cayó al suelo empujado por el peso del cuerpo de mi amiga.
Escuché un siseo demencial, como el de un hierro al rojo vivo sumergiéndose en agua. Era el de un glande demoníaco abriéndose paso entre la carne y los órganos de María.
Y entonces, que Dios me perdone, oí a María chillar. No estaba muerta, por desgracia. En la penumbra del dormitorio vislumbré una agitación espasmódica de miembros, un chapoteo de sangre y fluidos desparramándose, un tufo demencial de carne reventando y calcinándose.
La escena dantesca, misericordiosamente velada por la oscuridad, iba acompañada por los chillidos agónicos de mi amiga y los míos propios, procedentes de una histeria y un horror sin igual que aún hoy me atormentan.
Ya no recuerdo cómo sorteé los cuerpos humeantes agitándose en el suelo, ni tampoco como conseguí alcanzar la puerta principal del piso y cerrarla a mis espaldas. Correría imprudente por las escaleras abajo, emergiendo a la salvadora calle, con mi cuerpo desnudo, con una gran cicatriz cruzándome el costado derecho y supongo que acusando mi rostro un horror inimaginable.
Lo siguiente que recuerdo fue que estando ya en la calle, corrí sin mirar atrás, lejos de aquel edificio. Lejos de aquel piso. Lejos de aquel ser que aún sabía vivo. Dejando atrás a mi amiga agonizante, a merced de aquel engendro.
Me crucé con varias personas que me miraron espantadas, rehuyéndome. Comprendo que evitaran el ayudarme debido a la mueca desencajada que exhibiría mi rostro, aquella que reflejaba una alucinante locura.
Corrí por las calles sorteando coches pitando y gente gritándome obscenidades. Corrí alejándome de un infierno de espeluznante muerte y horror. Corrí hasta que mis piernas no pudieron ya sostenerme en pie.
Ignoraba donde me encontraba. Las calles me parecían extrañas y no sabía orientarme. Me refugié en un callejón oscuro atestado de gatos que huyeron de mí entre bufidos y chillidos hirientes. Me apoyé en la pared, sintiendo mis pies desnudos pisar excrementos putrefactos y líquidos tibios. Fui cayendo con lentitud al suelo, recogiéndome entre sollozos, incapaz de serenarme, embargado por las lágrimas mi rostro, emitiendo un débil gorgoteo, un gimoteo que quería transmitir mi impotencia ante el increíble horror que había presenciado esa noche.
Fue entonces cuando, aún bañada en lágrimas, bajé la cabeza con estúpida estupefacción para emitir un chillido ronco seguido de un lamento al ver mi sexo desnudo emitir una débil fosforescencia rojiza.
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De aquello ya hace casi dos meses, como ya he dicho al principio de mi relato.
Sólo espero que alguien ponga en conocimiento de la opinión general mi historia para que el nombre de María o el mío propio no sigan siendo denostados en infames elucubraciones carentes de información fidedigna.
La muerte de mi amiga, al margen de haberla provocado yo misma en último término, espero que sirva como aviso, ya que aquel ser demoníaco sigue vivo, lo sé.
Los pocos momentos de lucidez que aún tengo, y que con menos frecuencia arriban a mi mente, me han servido para elaborar esta historia fiel a los hechos que, lo reconozco, será tildada de incoherente o fantasiosa por los escépticos.
Díganselo a esos jóvenes que han ido apareciendo en los contenedores durante los dos últimos meses. Esos cuyos penes han sido amputados, cauterizadas sus heridas. No busquen sus miembros porque jamás serán encontrados.
Dios mío, cuántas locuras somos capaces de hacer por el sexo.

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