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domingo, 24 de abril de 2011

Oxígeno

Existe cierta confusión entre Alberto y yo sobre una inquisitiva cuestión lanzada por él mientras estábamos sentados la noche de ese sábado en un banco del parque. Me pongo a pensar y se me escapa la risa cada vez que pienso en lo bien que nos reímos aquella noche pero todavía no entiendo por qué solo recuerdo su absurda pregunta y no de qué nos reíamos tanto en aquel banco que ya no sé ni en qué parque se encuentra. Me duele la cara y me froto encima del vendaje que me la cubre. Cada vez que hago eso, un olor penetrante, desagradable, como carne fermentada bajo el sol, como heces recalentadas, surge del interior del vendaje.
Quizás, porque repito que la memoria se me escapa como el sudor de una tarde de verano, lentamente bajo el sol pero a borbotones cuando te refugias en la sombra…, digo que quizás la pregunta que me hizo Alberto me ocupó tanto la cabeza que al lunes siguiente o el lunes del mes que siguió —tampoco lo recuerdo—, acudí de mañana a la biblioteca municipal, donde me encuentro ahora.
Deambular entre las estanterías supongo que fue lo que hice, repito que se me escapan los recuerdos, incluso los inmediatos. Dentro de la biblioteca era complicado avanzar hacia los libros; el oxígeno parecía sustanciarse a mi paso entre las montañas de libros apilados, niños correteando, niños leyendo, niños riendo y madres y padres sentados sobre sillitas ridículas. Realmente nadaba entre cálidas y oleosas capas de oxígeno, sumergiéndome más y más con cada brazada, impulsándome hacia las profundidades de la biblioteca (todos me miraban pero yo no podía distraerme porque perdería el ritmo). Para tomar aire, bajaba levemente la cremallera y hundía mi cabeza dentro del interior de mi anorak, aspirando un aire rancio, pútrido y viscoso (hacía tiempo que no recargaba mi anorak con aire limpio). Los padres y madres que estaban sentados en las mesas cercanas —mesas bajas, estrechas, de patas cortas— cogieron a los niños que pintaban con ceras de colores y se los llevaron lejos, hacia la salida de la biblioteca. Chasqueé la lengua y meneé la cabeza, incapaz de comprender por qué arriesgaban la vida de sus hijos a las profundidades del cálido y oleoso oxígeno de la biblioteca sin algo tan básico como un anorak como el mío que les permitiera respirar. Algunos padres gritaron, pero sus chillidos resultaron ahogados por el oxígeno espeso. Les hice señas indicando que se procuraran un anorak como el mío, no hacía falta que se gastasen mucho dinero. Una madre me miró con aprensión pero asintió y corrió con su hija hacia la salida, supongo que en busca de unos anoraks para ambas a la tienda más cercana. Me rasqué las vendas sobre mi cara. El tufo de fermento cárnico se adueñó de nuevo de mi olfato.
Encontrándome solo en la biblioteca, solo yo y los libros, enterrando a intervalos regulares mi cabeza dentro del anorak para tomar aire, fui consultando textos, vademécums, mamotretos, manuales y tratados, aunque poco de eso había en la sección juvenil donde me encontraba. Aun así, perseveraba, buscando una buena pista que me diese la respuesta a la pregunta planteada por mi amigo Alberto. Era complicado obtener una respuesta cabal; el muy canalla se había trabajado la pregunta. La noche de ese sábado, luego de levantarnos del banco y salir del parque, recuerdo (me viene y se va la memoria, mi querida memoria, mi tierna memoria), digo que recuerdo que después de salir del parque nos acercamos a un rincón entre dos edificios, una callejuela estrecha, donde el relente de la noche nos encogió los pitos —creo que fueron los pitos— cuando los sacamos para mear. Luego empecé a gritar y no recuerdo por qué.
Desvié la vista de los libros y contemplé la cremallera abierta del bolsillo derecho de mi anorak; me di cuenta que disponía de menos aire del que había pensado, ¡qué fallo más tonto!, me había descuidado y ahora era seguro que tendría problemas a la hora de emerger de la biblioteca con aire suficiente. Subí la cremallera hasta arriba; debía racionar el poco aire aprovechable que me quedaba dentro del anorak, aire que iba sintiendo cada vez más rancio, más pútrido; aparte de no haberlo recargado, mi anorak no era de calidad: la propina de mis padres no daba para más. Pero la suerte me sonrió y posé mi vista sobre el volumen exacto de la enciclopedia que estaba buscando. Lo desencajé con dificultad de los otros (el oleoso oxígeno cada vez era más espeso o, seguramente, las fuerzas me estaban abandonando). Lo abrí al azar, esperando no encontrarme lejos de la palabra que andaba buscando. Grandes grupos de párrafos de letra apretada con una palabra inicial en negrita me sacudieron la vista. Grandes ilustraciones en blanco y negro, algo toscas, casi litográficas, me indicaron que no andaba desencaminado sobre la cercanía de la respuesta. Pero tenía prisa: el descuido del bolsillo abierto me impedía detenerme en las ilustraciones. Pasé las hojas con rapidez, meciéndose en abanico, agitando el oxígeno espeso a su alrededor, y se detuvieron al encontrarme una fotografía impresa en un grueso papel, encajada entre las páginas a modo de marcador de lectura.
La noche de ese sábado, en la callejuela, con nuestros pitos encogidos, creo que grité pero no recuerdo el motivo. Alberto salió corriendo, con la bragueta abierta, dejando un reguero por todas partes pero, ahora, mientras tomo la fotografía de entre las páginas del volumen, su pis era oscuro y su pito estaba arriba, en el cuello, y su bragueta abierta estaba en la boca y los engranajes de la cremallera eran sus dientes. Alberto se llevó las manos a la boca, de esto estoy seguro. Creo que grité enfadado porque me salpicó al volverse hacia mí. Yo tenía algo en la mano, algo largo y con mango, pringoso, no más grande que el suyo. Alberto parpadeó y su único ojo estaba desencajado por la perplejidad y su mandíbula se balanceaba inerte debajo de una de sus orejas; tenía la bragueta deshecha. O quizá no tuviese ya bragueta, al igual que ya no tenía uno de sus ojos; no sé, ya he dicho que me falla la memoria.
Era una foto antigua, en blanco y negro, muy borrosa, aunque no puedo asegurarlo porque empezaba a sufrir frecuentes picores en los ojos a causa del oxígeno urticante. Aparté varios brotes de oleoso oxígeno delante de mis ojos y pude distinguir mejor la foto. Era un niño, poco más mayor que yo, uno de antaño, quizá ya fuese viejo o, incluso, estuviese muerto y enterrado; estaba vestido de marinero para una comunión, una confirmación o un cumpleaños en una familia de posibles (es un traje muy socorrido). Tenía el gesto enfurruñado, y parecía molesto por posar bajo un ardiente sol de verano que había quemado hasta los bordes de la fotografía; tenía bien colocada su gorrilla y su chaleco con chorreras y pantaloncitos cortos, calcetines negros hasta las rodillas y botines de charol. Llevaba las manos en los bolsillos y miraba a un lado, disgustado. Parpadeó y me pareció distinguir una sombra de temor en sus ojos entornados, un leve rastro de duda en sus labios apretados. El niño me miró y luego señaló con un sutil gesto de su cabeza y sus codos hacia un lado, hacia el lugar que estaría a mi derecha. Giré la cabeza y me percaté de la presencia de un policía que iba acompañado de un señor vestido de blanco y azul. Después de mirarme unos segundos, cruzaron sus miradas y adiviné que ambos se habían dado cuenta que habían descendido hasta la biblioteca sin anorak. No me quedaba mucho pero les ofrecí el poco aire que quedaba dentro del mío. Negaron con la cabeza y me sonrieron con desprecio, arrugando los labios superiores y frunciendo el ceño. Comprendí que querían despojarme de mi anorak.
No recuerdo bien, como ya he dicho varias veces, qué sucedió con Alberto ese sábado. Repito que la memoria me falla y no sé si después de caérsele media cara se fue a casa a dormir o si se fue a otro lugar. Tampoco recuero qué hice yo. Solo sé que noté algo pringoso en un bolsillo del anorak y que me dolía mucho la cara.
El tipo de blanco y azul me puso la mano encima y yo me lancé sobre él; no estaba dispuesto a dejarme robar el poco aire que me quedaba. Forcejeamos hasta que el policía se alió con el de blanco y azul para robarme mi anorak. Mientras rodábamos por el suelo, me golpearon en el vendaje de la cara y un dolor fortísimo me sacudió entero, un dolor que me hizo recordar los recurrentes dolores que me asaltaban la cara desde la noche de aquel sábado. Quedé de rodillas, a merced de los dos ladrones; tenía aún entre mis dedos la fotografía del niño vestido de marinero que ahora me miraba con manifiesto desagrado.
Grité a ese par de energúmenos que querían robarme mi aire que me dejasen en paz pero el de blanco y azul se me echó encima y me agarró del pelo y sentí como se me iba el sentido; pero reuní fuerzas para continuar luchando por mi vida pues no iba a dejarme arrebatar tan fácilmente mi anorak. Conseguí levantarme y nadé con poderosas brazadas sorteando las mesas de la biblioteca, dejándolos atrás; pero también eran expertos nadadores. Como su corpulencia era mayor y estaban a punto de alcanzarme, cogí aire, me deshice del anorak y lo lancé lejos para despistarlos.
No hicieron caso de mi treta pues habrían adivinado que el anorak estaba vacío y que el único aire que quedaba era el de mis pulmones. Yo estaba muy cansado y me dolía mucho la cara, bajo el vendaje. Estaba llegando a la salida de la biblioteca cuando me alcanzaron y me tumbaron sobre el suelo. Me golpearon en el estómago y tuve que soltar el aire. Les grité que me dejaran en paz mientras con las manos intentaba atrapar los jirones de aire que se esparcían alrededor de mí. Les imploré que me dejasen salir de la biblioteca ya que me iba a ahogar si seguían reteniéndome allí dentro, sin aire que respirar, sin ningún anorak disponible.
Me colocaron boca abajo y me esposaron. Me arrancaron la fotografía que llevaba en una mano y me levantaron en el aire para sacarme a rastras de la biblioteca. El policía que me esposó me encerró dentro de una ambulancia que esperaba junto a la puerta del edificio; el hombre de blanco y azul se sentó junto a él en el otro asiento. Me tumbaron sobre una camilla y me amarraron con cinchas y muchas cadenas. Un corro de personas rodeó el vehículo y escupieron sobre los cristales, lanzaron piedras sobre ellos y el policía tuvo que enfadarse para poder salir de allí, asomándose por una ventanilla. Una enfermera me colocó varias pegatinas cableadas en la frente y me abrió la camisa con una tijera para colocarme más pegatinas de ésas por el pecho. Luego procedió a quitarme poco a poco el vendaje que llevaba en la cara. Cuando terminó, ninguno de los tres quiso mirarme aunque, uno tras otro, posaron su mirada sobre mí.
—Es demasiado para hacer aquí —murmuró la enfermera, frunciendo los labios—. Hay muchas zonas gangrenadas; no sabría ni por dónde empezar.
—Si por mí fuera le dejaría suelto con la familia de la víctima —dijo el de blanco y azul mientras metía mi anorak en una bolsa de plástico—. Yo no sé cómo un crío puede hacer esto a otro.
El policía tuvo que recurrir a una bacinilla para vomitar cuando del bolsillo de mi anorak se deslizó un trozo de la cara de Alberto y se aposentó en la esquina de la bolsa de plástico. Mientras el policía se limpiaba su tez pálida con un pañuelo, me giré hacia su compañero, el de blanco y azul, y le pregunté con cierta dificultad (no entendía por qué me costaba tanto hablar después de aquella noche):
—Oiga, mi amigo Alberto me hizo una pregunta y a lo mejor usted sabe la respuesta.
El hombre de blanco y azul me miró de soslayo.
—¿Cuánto tiempo puede alguien vivir sin boca?
—Dímelo tú —me respondió señalando con un dedo la superficie pulida de acero de una bandeja que tendió delante de mí.
Abrí los ojos al ver mi reflejo y contuve la respiración.

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