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domingo, 24 de abril de 2011

En la oscuridad

Tengo verdadero pavor a la oscuridad. También tengo fobia a los cuchillos, pero solo a los romos porque cuando están cubiertos de mermelada de frutas del bosque parece que te estés untando la tostada con coágulos de sangre viscosa, mezclada con jirones de músculo. También evito los terrones de azúcar, flotando sobre el café, absorbiendo toda la negrura del mejunje, para luego desaparecer dentro de la taza, regurgitando una burbuja de aire; luego remueves la cucharilla y notas el poso al fondo, como arenisca en tu taza que al tragar se te cuela entre una muela y el paladar.
Pero la oscuridad me aterra aún más. No es un miedo a estar en ella, a que te envuelva. Es la sensación de indefensión, la impotencia a sentirme incapaz de no saber qué me rodea. De tener que utilizar las manos para saber qué tienes delante, o qué se te acerca por detrás. De tener que depender de tu oído para saber de dónde viene ese ruido extraño, discordante en tu antes iluminado espacio. La noche no me asusta, el crepúsculo tampoco. Es la oscuridad firme, la negrura de una luna ausente, la habitación cerrada en la que no hay resquicios por donde se filtre la luz.
Ahora estoy en la oscuridad, la absoluta, la inmensa, la que cubre como brea espesa todo alrededor mío, brea espesa en la que estoy sumergido. He despertado hace unos diez minutos, o al menos creo que son diez; podrían ser más. Estoy tumbado y oigo los sonidos de mi respiración, de mi corazón, de mis tripas, de mi saliva al tragarla, de mis párpados al cerrarlos; todo retumbando a mi alrededor, multiplicándose, alzándose y mezclándose sin saber ya si ese ruido es mío o no. Sé que estoy dentro de algún lugar angosto, muy angosto. El olor a madera húmeda, revenida, impregna todo mi alrededor. Madera de barrica podrida, madera de tablón bajo mil lluvias.
Ya sé que no es un sueño y tampoco una pesadilla. Es la realidad. Trato de incorporarme, pero noto mis codos sujetos a mis costados y no puedo moverlos, por eso sé que estoy en un lugar muy angosto. Algo presiona mis manos sobre mi vientre. Es un tablón de madera que siento sobre el dorso de mis manos. Madera rugosa, húmeda, combada. Comienzo a respirar fuerte, sintiendo el aire húmedo rascarme la garganta. Sé que tengo abiertos los ojos pero, al cerrarlos, no noto diferencia: es la gran oscuridad. Trato de incorporarme de nuevo y me golpeo la frente con más madera. Grito frustrado. Grito con el convencimiento de que no servirá de nada, de que mi aullido solo servirá para martirizarme aún más, para convencerme de que estoy dentro de un ataúd, que me han enterrado mientras seguía vivo, mientras un hálito de vida rezumaba de mis labios o de mi nariz. Grito para enloquecer de puro terror porque ya nada importa. Grito porque mi aversión más profunda, la más enraizada dentro de mi ser, aquella de la que a veces me reía al imaginarla, ahora es real.
Tengo frío. Sigo voceando, pidiendo ayuda, pidiendo auxilio. Mis súplicas sonoras me envuelven, rebotando entre las paredes de mi cajón angosto. Termino por estornudar y luego toser sobre el tablón que tengo pegado a la frente; la humedad y el frío me han dañado la garganta. Siento como mis esputos aterrizan en mi cara, goteando de la tapa del ataúd, una lluvia de miasmas, algunas de las cuales están vivas y se mueven despacio entre mis labios. Pero ahora tengo libres las manos. Al toser mis brazos cayeron a los costados. Voy recuperando su sensibilidad, a medida que la lluvia de esputos sobre mi cara va amainando.
Un cosquilleo en mis dedos me indica que voy recuperando el tacto. Súbitamente, noto algo reptar por el dorso de una mano. Algo se mueve, silencioso, tibio, húmedo, desde los nudillos hasta la intersección de los dedos. También lo empiezo a sentir en la otra mano, son varios, son muchos. Me sacudo como una marioneta encajonada, intentando desembarazarme de los bichos. Ahora son más. Noto como rodean mis muñecas, arrastrándose por entre mis dedos. El rastro húmedo que dejan huele a cobre, a metal herrumbroso.
Es mi sangre. No hay insectos correteando por entre mis dedos, ni entre mis labios; es mi sangre manando en reguerillos coagulados. Al mover los dedos, siento varías astillas clavadas en el dorso de las manos, como alfileres que sujetaban mis manos a mi pecho, como un insecto enmarcado para el entomólogo.
Trato de mover el brazo para medir con los dedos la altura de mi ataúd. No puedo mover las manos mucho. Extiendo los dedos y noto ambos extremos, base y tapa, con los dedos meñique y pulgar. No hay mucho margen.
Entonces, los noto al alcance de mis dedos; no estaban lejos. Sonrío, luego me río y, por último, me sorbo los mocos y la sangre. A ambos lados de mi cuerpo hay dos objetos. Tras unos segundos de duda al palparlos, deduzco qué son. Uno de ellos es un mechero. El otro es un cuchillo. Palpo sus dimensiones, a veces se me escurren de mis dedos pringados de sangre viva. La hoja del cuchillo tiene punta —no es roma, gracias a Dios—, tiene filo y una pequeña sierra de dos dedos de largura. El mechero es uno de plástico, pequeño y manejable y, al agitarlo un poco, oigo algo que parece gas en su interior. Me río de nuevo. Toso otra vez. Más esputos cálidos sobre mis párpados; dejo que mis viscosidades salivales resbalen de mis párpados hasta mi mejilla. Noto mi garganta inflamada, hinchada.
Trato de encender el mechero. Respiro hondo, giro la rueda. Mi dedo resbala en ella por la sangre que lo embadurna. Giro otra vez. ¿Una chispa, he creído ver una chispa? Carcajeo y me afano en limpiarme el pulgar en la madera que me encierra. Sí, ahora sí. Giro la rueda y la llama se enciende. Y grito. Grito muerto de terror, de pavor, de horror. Suelto el mechero.
Porque he visto, durante un segundo, el infierno, el averno reducido a una caja estrecha como mis hombros, alta como mi pecho, larga hasta mis pies. Estoy desnudo, grandes heridas cubren mi cuerpo y una capa enorme y espesa de sangre negruzca se extiende por toda la base del féretro.
La oscuridad me ha envuelto de nuevo, privándome de seguir viendo el averno, mientras aún resuenan dentro de mi caja los ecos de mi grito. Hay una especie de odiosa crueldad en ello; mi más oscuro temor me protege del horror que han vislumbrado mis ojos. Hay veces que tu fobia se torna en tu mejor amiga, aquella que te consuela y te aparta de la locura, de la obsesiva diversión que pervierte tu mente. Aunque sólo sea para luego, considerándote salvado, darte una patada hacia ella.
¿Por qué a mí?, me pregunto. ¿Qué mal he hecho?, me lamento. Unas lágrimas recorren mis mejillas, cayendo por mis pómulos. Se enfrían con rapidez y solo añaden humedad al ambiente húmedo que lo envuelve todo. Pensar en una razón por la que me halle aquí es insultantemente banal porque lo importante es salir de aquí. Pero, tras haber visto fugazmente mi lamentable cuerpo y la estrechez de mi oscura morada, no puedo por más que pensar qué hago aquí. Ello me hace recordar mi noche anterior, cuando me fui a la cama, cuando me tapé con sábanas y colcha suaves, apoyando mi cabeza en una tierna almohada, amoldándose mi cuerpo en un mullido colchón, viendo en las paredes de mi dormitorio la luz filtrada por las rendijas de la persiana, iluminando las paredes de mi habitación. Entonces mi espacio era mayor, el lugar donde podía moverme era más amplio, más acogedor. Más lágrimas fluyen de mis ojos al abrirlos y las oigo gotear sobre la madera húmeda, con un ruido apagado al ser absorbidas por la madera húmeda que ahora me encierra. Al cerrar los ojos veo como las paredes de mi dormitorio se estrechan, la cama se hunde en el suelo, las sábanas y la colcha desaparecen. Me van comprimiendo mi dormitorio, las paredes me coartan, el techo cae hacia mí, aplastando mi aliento, impidiendo que pueda salir de mis labios, haciéndolo retornar de nuevo hacia mis pulmones. Quiero estirarme por última vez pero ya no puedo.
Grito de nuevo. De rabia, de impotencia, de desdicha. Pero, ¿y mis pies? Aún no los he sentido. Trato de mover uno, pero las sensaciones de mi cuerpo parecen perderse más allá de mi vientre, como si una vez cruzada mi pelvis me hundiese en un cenagal, un agujero negro dentro del cual se perdiesen mis piernas. No siento dolor ni frío en ellas, pero sé que están ahí, porque antes las he visto. Me esfuerzo por mover los dedos de los pies, pero mis esfuerzos se siguen perdiendo en la lejanía, como un eco resonando varias veces hasta enmudecer. Al fin, como una cerilla encendida en la lejanía, me parece imaginar una débil respuesta. La sensación va reptando por mis muslos, arrastrándose con dificultad por mis piernas hasta llegar a las rodillas. Noto un cosquilleo en mis tobillos y por último, el dedo gordo de un pie me saluda, emitiendo un famélico movimiento. Luego es el otro dedo del otro pie y, cuando me quiero dar cuenta, los demás dedos se doblan sobre sí, presionando sobre la tapa del fondo. Río y me carcajeo, exultante, sabiéndome poderoso porque mis deseos han alcanzado el extremo del ataúd, han viajado desde mi cabeza cubierta de esputos y sangre hasta la punta de mis extremidades. Grito de satisfacción, sí, de orgullo ante mi hazaña. Es una risa histriónica, algo rota, pero es una risa real, inmensa. Una sensación de calor me invade cada fibra de músculo de mi cuerpo, desde la base del cuello hasta los talones.
Y entonces me revuelvo en mi cajón con más fuerzas. No me quedaré aquí; puedo moverme, saldré de este oscuro sepulcro. Intento doblar las rodillas, pero no tengo altura, los talones casi ni se mueven al recoger las piernas. Siento dolor en las rótulas, despellejándose la piel alrededor de ellas al frotarla contra la tapa superior del ataúd.
Algo muy frío me toca la mano izquierda. Es el cuchillo, aún lo mantengo dentro de mi puño, apresándolo entre mis dedos, con el extremo inferior aserrado clavándose en mi dedo índice. No puedo ponerlo vertical. Recorro con un giro de muñeca la tapa superior con la punta del cuchillo. Oigo a la punta recorrer las vetas de la madera, valles y montañas de diferentes longitudes, más anchas al alejarse de los nudos. Y, entonces, la punta se hunde, se estanca en un zona blanda. Hundo la hoja con lentitud y siento atravesar la madera como si fuese carne reseca. Mis dedos resbalan en el mango y siento varias veces la mordedura de la sierra de la hoja entre ellos. Un cosquilleo me resuena en las uñas al chocar la hoja del cuchillo contra algo metálico o quizás pétreo. Remuevo el cuchillo, agrandando la herida sobre la carne reseca. Algo surge de la hendidura. Es viscoso y cálido. No sé qué puede ser.
Remuevo más la hoja intentado agrandar la brecha en la madera. Noto que el reguero de líquido caliente y espeso cobra fuerza, vertiéndose dentro de mi ataúd, sobre mi vientre. No importa. Es mi mejor oportunidad de salir de aquí; saldré o moriré ahogado, pero no moriré quieto. Rio y lloro, carcajeándome en todo y todos. Porque voy a salir, sí, porque voy a salir y mirarles con la cabeza bien alta. Pensaban que estaba muerto, bien enterrado, bien atrapado… ¡No! Saldré de esta tumba, maldita sea.
Me rechinan los dientes al topar el cuchillo con piedras mientras voy agrandando la herida de la tapa. Cuando no puedo continuar más, utilizo los dos centímetros de sierra del cuchillo para avanzar, para desgarrar esta madera podrida. ¡Chapuceros! Ahora veréis de lo que soy capaz. De repente oigo como la tapa se resquebraja encima de mí, sobre mi pecho, oprimiendo mi cuerpo; lo que hay encima pesa mucho. Casi no me deja respirar. Estoy casi encenagado en ese líquido que ha traspasado la tapa. Siento como me aplasta los dedos de los pies, sintiendo como los huesecillos de los dedos crujen, partiéndose como ramitas. ¡No importa, curarán, sí, curarán! Doblo las rodillas todo lo que puedo para que la tapa termine de rajarse. Las astillas me despellejan la piel y resbalan por mis rótulas al aire. Pero sigo doblando las piernas, oyendo como la madera se resquebraja más y más.
Con un rechinar ensordecedor la tapa revienta encima de mí. Se me clava en el vientre y la cara. La tierra húmeda cubre mis orificios y se mezcla con el líquido del interior del ataúd, enlodazando el interior. Y por, un instante, una bocanada de aire me sacude lejana. ¡La superficie está cerca! Me afano por emerger, reptar como un gusano, como una pútrida babosa. Noto como las astillas se me clavan por el vientre y los muslos, como desgarran mi piel y arrancan mi carne. ¡No importa, porque he conseguido sacar una mano al exterior! La tierra rellena el espacio que dejo atrás y parece un torbellino que me succiona, que me chupa al interior. Porque ahí no, maldita oscuridad: ahí no voy a volver. Voy a salir vivo, sí, la lo veréis. El aire se agota. La tierra ya me inunda la garganta y se instala en el interior de mi nariz. Las piedrecillas me arañan la cara y los ojos y me lastiman los labios, pero yo tengo que salir. Porque quiero vivir. Porque quiero sentir de nuevo el aire frío poniéndome la piel de gallina, el sol quemarme la espalda y la tierra bajo la planta de mis pies. Porque quiero de nuevo correr hasta quedarme exhausto, beber agua, comer pan, hacer el amor, besar otra vez.
Cuando me quiero dar cuenta estoy tumbado boca arriba sobre la hierba húmeda, escupiendo tierra, estornudando barro y mascando terrones de piedra fangosa y mezclada con raíces. La cabeza me da vueltas y no puedo evitar toser con tanta fuerza que los ojos me parecen estallar dentro de las cuencas. Cuando abro los ojos la tierra entre los párpados me araña los ojos. Pero una claridad me saluda en silencio. Es la luna, o quizás el sol en su ocaso, lo veo todo oscuro. No, es la luna, ahora distingo mejor las formas y los colores. Todo está borroso, pero es mucho mejor que la oscuridad de brea en la que me he estado ahogando, consumiendo.
Trato de ponerme de pie, pero algo me lo impide. Los brazos casi no me responden, mi espalda está firmemente anclada en la hierba. Un paisaje desolador me sacude cuando me miro el cuerpo de refilón. Entre las capas de tierra y de fango que me recubren, distingo numerosas heridas, tantas que el dolor que me provocan supera el umbral. Algunas son meros raspones, pero tras son más profundas, tajos en carne, gruesas astillas de madera sobresaliendo de mi vientre, incluso creo ver el hueso blanquecino en mis rodillas. Intento gritar pero solo consigo escupir tierra y vomitarla, mezclada con sangre y bilis. Si no puedo levantarme, al menos podré arrastrarme hasta un lugar concurrido donde pedir ayuda. Pero los brazos tampoco me responden, como si alguien me hubiese clavado los codos al suelo.
¿Es que voy a morir así, cuando he conseguido escapar de tan abominable prisión? ¿Acaso he llegado hasta aquí para expirar al lado de mi tumba? Quiero gritar de rabia, pero nada sale de mi garganta; la tierra habrá dañado mis cuerdas vocales, aún la noto entre mis dientes, como el azúcar insidioso que se aglutina entre las encías y el paladar ¡Qué destino más cruel: la vida se me escapa y no puedo hacer nada! Al menos, dentro del ataúd, tenía una meta que alcanzar. Casi no podía moverme, pero conseguí destrozar la tapa del féretro y pude emerger. Y todo, ¿para qué, para morir igual de atrapado, igual de coartado? Siento como la vida se me escapa por mis heridas, como la sangre mana de mi vientre y empapa la hierba sobre la que me asiento. ¡Pero yo quiero vivir! Intento revolverme, como dentro del cajón. Ahora sí tengo espacio, ahora sí puedo extender los brazos, las piernas. ¡Pero no puedo!
Y luego, al instante, llegan las convulsiones. Algo falla dentro de mí, como un cortocircuito. Me sacudo como un pelele. Siento como algo sube de mi estómago, un líquido que me quema el paladar y me abrasa los labios. Soy incapaz de retener mis esfínteres y oigo como los latidos gimen espaciándose, fundiéndose con el silencio reinante. Cuando mi visión se va oscureciendo, una luz lejana aparece en la periferia de mi alcance visual. Una luz que se acerca, aumentando su intensidad.
Pero para mí ya es tarde. El corazón ya se detuvo hace rato, dejé de respirar mucho antes. Ni siquiera puedo llorar. Ojala alguien lo pueda hacer por mí.
Vuelve la oscuridad, la temida oscuridad.

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