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domingo, 24 de abril de 2011

El brazo que te falta

—No sé ni para qué voy —me dije mientras caminaba hacia la casa de mi tía Dorothy.
La noche estaba bien cerrada y el ambiente húmedo presagiaba lluvia. El frío y el viento me obligaban a levantar las solapas de mi abrigo para cubrirme parte de la cara. No entendía por qué había salido de casa a estas horas, con este tiempo; mucho menos porqué iba a casa de mi tía Dorothy.
Detestaba a mi tía Dorothy. Nos había negado a mi madre y a mí un lugar donde descansar una noche como esta, años atrás, una en la que mi padre ebrio golpeó por última vez a mi madre. De eso ya hace algún tiempo (pero el tiempo ayuda a perdonar, no a olvidar).
Era de noche. Yo estaba dormida. Me despertó un fuerte golpe sobre la pared. Poco después oí llorar a mi madre y a mi padre chillando como un gorrino desangrándose. Siguieron varios golpes ahogados por la pared. Mi padre chillaba y chillaba y las paredes y el techo parecían deshacerse con sus chillidos, sus agudos chillidos de gorrino agonizante mezclados con los golpes graves, unos golpes graves que reverberaban sobre el suelo. Golpes fortísimos, golpes potentes, de hachazos sobre la cerámica del suelo. Uno de mis poster junto a la cama, ése que estaba sujeto a la pared con chinchetas, se desmoronó sobre mí. Luego mi padre calló. No se oyeron sus gemidos, no hubo más golpes sobre el suelo. Mi madre abrió la puerta de mi habitación al poco. El perfil de su cuerpo oscuro, casi negro, recortado sobre la luz del pasillo me hizo estremecer. Su cuerpo era una sombra espesa, una sombra deshilachada meciéndose en la brisa de la muerte. Tenía el pelo alborotado y llevaba agarrado del dedo pulgar una sección de brazo amputado, hasta más arriba del codo. Los tendones colgando, el hueso astillado rezumando médula; gotas espesas cayeron de una arteria vivaracha . Lo tiró al suelo, a un lado; el reloj de pulsera de mi padre, el que yo elegí en su anterior cumpleaños, golpeó el suelo y se quebró el cristal de la esfera. Mamá entró en mi habitación y se acercó a mí. Cerré los ojos. Un hedor a sangre y descomposición, a heces embadurnando carne recién cortada, me hizo regurgitar una bilis incandescente a mi garganta. Me cogió en brazos y salimos de casa. Yo simulé estar adormecida, aun cuando sus lágrimas goteaban sobre mi cara, aun cuando el hedor a heces y carne corrompida me hiciese regurgitar más bilis espesa. Simulé estar dormida mientras me llevaba en brazos por la calle.
—Buscaros otro sitio, aquí no podéis estar —nos dijo mi tía cuando aparecimos de madrugada, ella en pijama y yo con la braga y el camisón, delante de su puerta. No nos preguntó qué había ocurrido. Entreabrí un ojo y mi tía Dorothy se fijó en mí. Enarcó una ceja y levantó el labio superior, mostrando un colmillo amarillento, picado.
Mi madre suplicó y lloró pero mi tía Dorothy no dijo nada y cerró la puerta. Tiempo después recordé que mi madre estaba cubierta de sangre y pedazos de órganos y materia fecal fresca y que su pelo alborotado tenía astillas de hueso.
Tras deambular por las calles esa noche, un coche de policía nos recogió.
No volví a ver a mi madre. Yo simulaba estar adormilada y mis siete años de edad contribuyeron a la mentira. Recuerdo una casa de acogida, unos nuevos padres muy severos, un hermano que se divertía escondiendo restos de chicles recogidos de debajo de los asientos del tren, del autobús, de los inodoros, restos multicolores que escondía entre mi pelo cuando dormía y un perro de pupilas ambarinas y colmillos romos que me mordió en la cara y se comió un pedazo de mi oreja porque yo me había subido a su lomo y le había metido los dedos en los ojos. Mis recuerdos se fragmentan y se tornan difusos a partir de los nueve años. Las eminencias de batas blancas me han diagnosticado un desorden nemotécnico originado en la represión de experiencias traumáticas. Tengo un certificado que avala mi inferior desarrollo cognitivo. Al último doctor le pregunté si había visto uno de mis pendientes en el suelo. Cuando se agachó debajo de mí le pegué una patada en la boca. Mientras contenía la sangre de los labios rotos con su bata impoluta, me aparté el pelo de una oreja y le mostré el lóbulo ausente, la oreja cercenada por un mordisco canino.
—Ayúdame, mi amor. Soy Dorothy, ¿me recuerdas? Ayúdame, querida mía, ayúdame, Margaret —susurró al teléfono mi tía una hora antes.
Mi memoria será confusa pero recuerdo bien su labio superior levantado, evocando un canino amarillento y carcomido por el tabaco. No sé por qué acudo a su llamada; ella no nos ayudó entonces, ¿por qué habría de hacerlo yo ahora?
Y, sin embargo, llego hasta el portal del edificio ruinoso de tres plantas donde mi tía tiene su piso que era y es su hogar. Sigue viviendo en el segundo. El viento arrecia en la noche fría y húmeda; las ráfagas arrastran polvo que me daña la piel de la cara y me obliga a entrar dentro del portal sin pensar qué hago. La puerta que encontré abierta no cierra bien, raspa con el suelo, rechinando mil lamentos como mil son las piedrecitas que patinan en el gres. La dejo entornada, como estaba.
La luz del portal no se enciende. En la penumbra rota por cientos de sombras en movimiento distingo las escaleras que llevan al primer piso y me dirijo hacia ellas. El frío también se ha adueñado del interior del edificio y siento sutiles brisas que parecen provenir de debajo de los escalones, ascendiendo, internándose por los bajos de mis pantalones, lamiendo la piel de mis espinillas.
Cuando llego al rellano, dejo atrás la penumbra y la oscuridad se hace espesa; voy ascendiendo a tientas, sujeta a la barandilla carcomida con una mano y a la pared húmeda con la otra. El vaho de mi respiración se me clava como agujas en la cara y mis pasos producen ruidos que la negrura se traga al instante.
Llego hasta el segundo piso, el de mi tía Dorothy, y pulsando el interruptor de la luz del pasillo una bombilla se enciende despidiendo una luz informe, como una nebulosa fosforescente de bordes definidos, una gota de aceite luminoso que hace retroceder a las sombras oscuras. Camino hasta la puerta de la casa de mi tía y la encuentra medio abierta. Al abrirla para entrar, la luz de la bombilla titila y se apaga con un zumbido.
Una penumbra violácea surge del interior. Un hedor a hacinamiento y comida pútrida impregna un pasillo estrecho, iluminado al fondo, en un recodo, de donde surge una claridad rojiza que se mezcla con la oscuridad azulada que ahora me envuelve. Contengo la respiración, pues no quiero que la fetidez de la comida podrida evoque la imagen de la carne agusanada atravesando mis labios. Intento cerrar la puerta del piso tras de mí pero el pestillo dela cerradura está trabado y choca contra el marco de la puerta produciendo un golpe sordo mezclado con el ruido de astillas humedecidas aplastándose.
—Tía Dorothy —la llamo levantando la voz—. Soy Margaret, tu sobrina Margaret, ¿dónde estás, tía querida?
Durante unos segundos solo escucho los golpes del pestillo golpeando la puerta, cada vez más espaciados porque a cada acometida abro más y más la puerta para dar impulso y horadar con un crujido sordo el marco humedecido, y no sé por qué lo hago pero me siento disfrutar oyendo los quejidos de la madera astillándose, desgarrándose y el pestillo desclavándose del marco con cada tirón, seguido de un golpe sordo, un golpe húmedo, cada vez más fuerte, y más fuerte.
El último golpe deja encajada la puerta y no la puedo abrir. Tiro del manillar y no se abre. Una rendija asimétrica separa la negrura del rellano de la penumbra violácea del interior. En mi imaginación se asemeja a un humo espeso, voluptuoso, una repugnante viscosidad espacial de negrura infinita que lame la madera humedecida de la puerta y pugna por invadir este repugnante hogar y adueñarse de la penumbra morada del fondo del pasillo.
Camino por el pasillo estrecho. Dejo atrás la puerta abierta de la cocina después de mirar de soslayo. La luz titilante del interior de un frigorífico abierto, ilumina varios contenedores de plástico, cuyo contenido visto al trasluz, muestra a varias formas de vida chapoteando sobre gelatinosas salsas de colores oscuros.
Un siseo acompañado del ruido de unas babuchas arrastrándose por el suelo surge a mi espalda. Al volverme hacia la puerta no veo a nadie y al girarme de nuevo hacia el final del pasillo aparece, recortado tras la luz rojiza del recodo, el perfil de mi tía Dorothy; un cuerpo achatado y encorvado y regurgitante, surcado de protuberancias óseas que desfiguran su espalda. Sus babuchas se arrastran por el suelo hacia mí, convirtiendo su andar en un reptar desapasionado, carente de vida, como si el pellejo deforme que es su cuerpo fuese arrastrado por el suelo.
Llega hasta mí y un nauseabundo hedor a muerte y descomposición me envuelve y parece fagocitarme, engullendo el perfume con el que me goteé el cuello y las muñecas al salir de la celda del asilo. Una mano temblorosa, más un borrón oscuro y vibrante que una mano, se aferra a mi codo, por encima del abrigo, y sus uñas atraviesan mi abrigo y mi blusa y se clavan como agujas en mi carne, igual de palpitante que sus dedos, pues siento temor y aprensión y quiero marcharme de esta cueva donde habita un ser muerto ya hace tiempo. Un ser que ha muerto y cuyo cadáver se resiste a ser olvidado. Mi piel palpita porque tengo miedo, pero también frío. En el interior de la casa hace frío, tanto como en el exterior.
—Llegaste, querida. Ven, Margaret, ven conmigo, querida —surgen sus palabras de una rendija informe en la cara. Su aliento me irrita los ojos y me hincha la lengua dentro de mi boca.
Me tira del codo y me lleva al final del pasillo en penumbra y atravesamos el mar de azul oscuridad y nos internamos en la penumbra sanguínea tras el recodo.
Me hace sentar en un sillón de mimbre que cruje bajo mi peso y que exhala un gemido parecido a crujidos húmedos. A mi alrededor, en aquella estancia que es lugar de paso entre el pasillo de negros azulados y el dormitorio oscuro, se esparcen un tresillo antiguo, desconchado y cuyas patas en algún tiempo fueron roídas por alguna rata, un viejo televisor apagado con una raja diagonal que parte el cristal de la pantalla negra como un rayo en la noche. También hay una mesa camilla que se balancea y soporta un tapete de ganchillo a medio y una lámpara encendida cuyo fulgor es incapaz de atravesar la pantalla granate empolvada de insectos resecos, y que es la causante de la luminosidad sanguínea de la estancia.
La tía Dorothy se deja caer sobre el tresillo, a mi lado, y su cuerpo parece desmontarse, las juntas que unen sus miembros parecen desencajarse, sus brazos se agitan y sus piernas se balancean en el aire. La luz de la lámpara granate ilumina un rostro enrojecido, ajado, retorcido por los años, cubierto de una pelusilla que se torna densa y oscura en las comisuras del labio superior y en el mentón, a la manera de una gorda araña de patas cubiertas de púas negras y abdomen recubierto de pelusilla repulsiva. Las rendijas que son sus párpados apenas dejan entrever el blanco amarfilado de unos ojos descompuestos que lloran de continuo y cuyas lágrimas se acumulan en las zanjas de la piel y se pierden para siempre. No sé cuál será el destino de esas lágrimas, al igual que ignoro el de las migajas de saliva espesa que se escapan de la abertura longitudinal que es la boca desprovista de labios.
—Tu madre ha muerto, Margaret —dice con un remedo de voz.
—Murió hace años, tía Dorothy —respondo tiritando, cruzando los brazos y las piernas. El frío se adueña de mis articulaciones y las oigo crujir, desvencijándose como los engranajes de una muñeca de plástico. El aire no está frío, más bien el frío arrastra aire consigo a su paso. No me extrañaría ver aparecer una fina capa de escarcha empapando mi abrigo, un rocío de hielo que luego se agrietaría con mi tiritona.
—No, querida, tu madre ha muerto hoy.
Mi madre murió hace doce años en el penal de Sant Vicent, en el ala psiquiátrica. Se sacó los ojos y escarbó con sus uñas, horadando el hueso en el interior de su cabeza hasta alcanzar su cerebro. Llegó a arrancarse masa encefálica que encontraron dentro de sus puños cuando la descubrieron a la mañana siguiente. Murió en el completo silencio de una muerte que había esperado demasiado tiempo. Mi madre se cansó de esperar y encaró su destino.
No tengo ganas de contradecir a mi tía Dorothy. Aún no sé por qué he venido, solo sé que quiero marcharme. Me juré olvidar su existencia cuando aprendí a jurar y no quiero faltar a mi propia palabra.
Un silencio de minutos arrastrándose entre nosotras se esparce por aquel lugar de paso entre el pasillo azulado y el dormitorio rojizo.
—Decías que tenía que ayudarte —dije para sacudirme el frío de los labios—. ¿Para qué tengo que ayudarte, tía Dorothy?
—Tu madre quiere matarme, querida. Tu madre quiere matarme y yo la mataré a ella primero.
—Mi madre no quiere matarte, tía Dorothy, mi madre está muerta.
Tía Dorothy me miró un instante y luego desvió la mirada hacia el tapete para luego volver a posarla sobre mí. Sus pupilas eran casi indistinguibles detrás de sus párpados plegados.
Posó una mano sobre mi rodilla y un escalofrío me recorrió la pierna entera. Sus uñas estaban negruzcas y quebraron la fina capa de hielo que se había depositado en mi abrigo, aquella que yo había especulado e imaginado que aparecería y que, al final, había surgido. Sus dedos reptaron hasta mi ingle, subieron por mi cintura y se cernieron sobre mi pecho, abarcaron mi seno izquierdo y se atenazaron a la forma a través del abrigo. Pequeños fragmentos de hielo cayeron de las solapas de mi abrigo y tintinearon en sus dedos.
—No me engañarás, hermana —susurró inclinándose hacia mí, lamiendo con su lengua granulosa las cerdas del vello de sus comisuras de araña gorda—. Yo siempre fui la más lista.
Sus uñas se clavaron como alfileres sobre mi pecho, atravesando abrigo blusa y sujetador, penetrando piel y pezón. Su lengua me pareció silbar en el aire, bifurcándose y repartiendo ponzoña en el aire que respiraba.
Chillé horrorizada al notar como mi piel se desgarraba, como mi pecho se desprendía. Agarré su mano por la muñeca y me levanté del sillón de mimbre. Apoyé un pie en su pecho y tiré del brazo sintiendo como las débiles cuerdas que lo amarraban a su cuerpo cedían con un crujido de tensión desgasta, desgajándose como cables carcomidos. El papiro de su piel se desgarró y los huesos se descoyuntaron. Un chillido mudo surgió de aquella boca surcada de pelillos enhiestos, duros como cerdas, como barrotes que su lengua de ofidio intentó atravesar para dejar escapar un estertor agónico. Su otra mano se clavó en el pie que aplastaba su esternón y sus uñas atravesaron el cuero de mis zapatos y se introdujeron en mi carne.
Pero su brazo se tronchó y se separó del tronco. Mi tía Dorothy abrió los ojos soltando un bufido y sus ojos desencajados, sus dos esferas mates de amarillento contenido, surcadas de raicillas de venas azuladas, vieron su brazo separarse del resto de su cuerpo.
Un chillido surgió de la herida de su brazo amputado, un chillido malsano, corrupto, un chillido que acallé cuando me libré del brazo que había desgarrado mi pecho abriendo profundas laceraciones y también cuando me libré de la mano que inmovilizaba mi pie. Acallé el chillido cuando hundí mi pie en su cara arrugada.
Su único brazo se agitó en el aire, buscando a tientas mi pierna hasta que lo encontró y reptó por el muslo interior y sus dedos se hundieron en la carne de mi sexo. Sus uñas me desgarraron pantalón y braga, carne y tejidos. Al igual que la puerta del piso, impulsé mi pie para hendir su cara dentro de su cabeza. Fluidos y polvo surgían del interior de su cráneo deforme. Viscosidades gelatinosas mancharon la suela de mi zapato mientras la mano que me desgarraba mi feminidad iba perdiendo fuerza y el chillido iba muriendo al igual que su dueña.
Mi tía Dorothy se debatió unos segundos más para luego caer su cuerpo sobre el tresillo. Sentí los gargajos de sangre manar de mi sexo pero, al igual que los de mi pecho, las heridas cicatrizaron a causa del extremo frío. La escarcha cubrió el cuerpo inerte de mi tía Dorothy en poco tiempo mientras imaginaba a su espíritu abandonar aquella cáscara hedionda. De su brazo seccionado no goteó una sola gota de sangre y solo sobresalía un hueso ennegrecido, hueco por dentro, recubierto de una humedad viscosa que se heló en poco tiempo.
Tiré el miembro inerte al suelo y caminé como pude, con un pecho y una vagina echados a perder, hasta el pasillo y luego hasta la puerta. Necesité de un gran esfuerzo y el palo de una escoba para desencajar el pestillo del marco. Dejé la puerta abierta y salí al rellano. El humo denso y voluptuoso del exterior comenzó a invadir el interior de la vivienda, adueñándose de aquel lugar de desolación carente de vida. Un zumbido procedente de la bombilla intentando encenderse fue el único ruido que escuché mientras bajaba las escaleras, alejándome del piso de mi hermana Dorothy.
Salí a la calle y contemplé la ventana del rellano del piso segundo. Una débil luz titilaba.
Caminé de vuelta al asilo, donde me esperaba la cama calentita de mi celda. La hija que nunca tuve me estaría esperando, ansiosa de conocer los detalles de mi salida.

Oxígeno

Existe cierta confusión entre Alberto y yo sobre una inquisitiva cuestión lanzada por él mientras estábamos sentados la noche de ese sábado en un banco del parque. Me pongo a pensar y se me escapa la risa cada vez que pienso en lo bien que nos reímos aquella noche pero todavía no entiendo por qué solo recuerdo su absurda pregunta y no de qué nos reíamos tanto en aquel banco que ya no sé ni en qué parque se encuentra. Me duele la cara y me froto encima del vendaje que me la cubre. Cada vez que hago eso, un olor penetrante, desagradable, como carne fermentada bajo el sol, como heces recalentadas, surge del interior del vendaje.
Quizás, porque repito que la memoria se me escapa como el sudor de una tarde de verano, lentamente bajo el sol pero a borbotones cuando te refugias en la sombra…, digo que quizás la pregunta que me hizo Alberto me ocupó tanto la cabeza que al lunes siguiente o el lunes del mes que siguió —tampoco lo recuerdo—, acudí de mañana a la biblioteca municipal, donde me encuentro ahora.
Deambular entre las estanterías supongo que fue lo que hice, repito que se me escapan los recuerdos, incluso los inmediatos. Dentro de la biblioteca era complicado avanzar hacia los libros; el oxígeno parecía sustanciarse a mi paso entre las montañas de libros apilados, niños correteando, niños leyendo, niños riendo y madres y padres sentados sobre sillitas ridículas. Realmente nadaba entre cálidas y oleosas capas de oxígeno, sumergiéndome más y más con cada brazada, impulsándome hacia las profundidades de la biblioteca (todos me miraban pero yo no podía distraerme porque perdería el ritmo). Para tomar aire, bajaba levemente la cremallera y hundía mi cabeza dentro del interior de mi anorak, aspirando un aire rancio, pútrido y viscoso (hacía tiempo que no recargaba mi anorak con aire limpio). Los padres y madres que estaban sentados en las mesas cercanas —mesas bajas, estrechas, de patas cortas— cogieron a los niños que pintaban con ceras de colores y se los llevaron lejos, hacia la salida de la biblioteca. Chasqueé la lengua y meneé la cabeza, incapaz de comprender por qué arriesgaban la vida de sus hijos a las profundidades del cálido y oleoso oxígeno de la biblioteca sin algo tan básico como un anorak como el mío que les permitiera respirar. Algunos padres gritaron, pero sus chillidos resultaron ahogados por el oxígeno espeso. Les hice señas indicando que se procuraran un anorak como el mío, no hacía falta que se gastasen mucho dinero. Una madre me miró con aprensión pero asintió y corrió con su hija hacia la salida, supongo que en busca de unos anoraks para ambas a la tienda más cercana. Me rasqué las vendas sobre mi cara. El tufo de fermento cárnico se adueñó de nuevo de mi olfato.
Encontrándome solo en la biblioteca, solo yo y los libros, enterrando a intervalos regulares mi cabeza dentro del anorak para tomar aire, fui consultando textos, vademécums, mamotretos, manuales y tratados, aunque poco de eso había en la sección juvenil donde me encontraba. Aun así, perseveraba, buscando una buena pista que me diese la respuesta a la pregunta planteada por mi amigo Alberto. Era complicado obtener una respuesta cabal; el muy canalla se había trabajado la pregunta. La noche de ese sábado, luego de levantarnos del banco y salir del parque, recuerdo (me viene y se va la memoria, mi querida memoria, mi tierna memoria), digo que recuerdo que después de salir del parque nos acercamos a un rincón entre dos edificios, una callejuela estrecha, donde el relente de la noche nos encogió los pitos —creo que fueron los pitos— cuando los sacamos para mear. Luego empecé a gritar y no recuerdo por qué.
Desvié la vista de los libros y contemplé la cremallera abierta del bolsillo derecho de mi anorak; me di cuenta que disponía de menos aire del que había pensado, ¡qué fallo más tonto!, me había descuidado y ahora era seguro que tendría problemas a la hora de emerger de la biblioteca con aire suficiente. Subí la cremallera hasta arriba; debía racionar el poco aire aprovechable que me quedaba dentro del anorak, aire que iba sintiendo cada vez más rancio, más pútrido; aparte de no haberlo recargado, mi anorak no era de calidad: la propina de mis padres no daba para más. Pero la suerte me sonrió y posé mi vista sobre el volumen exacto de la enciclopedia que estaba buscando. Lo desencajé con dificultad de los otros (el oleoso oxígeno cada vez era más espeso o, seguramente, las fuerzas me estaban abandonando). Lo abrí al azar, esperando no encontrarme lejos de la palabra que andaba buscando. Grandes grupos de párrafos de letra apretada con una palabra inicial en negrita me sacudieron la vista. Grandes ilustraciones en blanco y negro, algo toscas, casi litográficas, me indicaron que no andaba desencaminado sobre la cercanía de la respuesta. Pero tenía prisa: el descuido del bolsillo abierto me impedía detenerme en las ilustraciones. Pasé las hojas con rapidez, meciéndose en abanico, agitando el oxígeno espeso a su alrededor, y se detuvieron al encontrarme una fotografía impresa en un grueso papel, encajada entre las páginas a modo de marcador de lectura.
La noche de ese sábado, en la callejuela, con nuestros pitos encogidos, creo que grité pero no recuerdo el motivo. Alberto salió corriendo, con la bragueta abierta, dejando un reguero por todas partes pero, ahora, mientras tomo la fotografía de entre las páginas del volumen, su pis era oscuro y su pito estaba arriba, en el cuello, y su bragueta abierta estaba en la boca y los engranajes de la cremallera eran sus dientes. Alberto se llevó las manos a la boca, de esto estoy seguro. Creo que grité enfadado porque me salpicó al volverse hacia mí. Yo tenía algo en la mano, algo largo y con mango, pringoso, no más grande que el suyo. Alberto parpadeó y su único ojo estaba desencajado por la perplejidad y su mandíbula se balanceaba inerte debajo de una de sus orejas; tenía la bragueta deshecha. O quizá no tuviese ya bragueta, al igual que ya no tenía uno de sus ojos; no sé, ya he dicho que me falla la memoria.
Era una foto antigua, en blanco y negro, muy borrosa, aunque no puedo asegurarlo porque empezaba a sufrir frecuentes picores en los ojos a causa del oxígeno urticante. Aparté varios brotes de oleoso oxígeno delante de mis ojos y pude distinguir mejor la foto. Era un niño, poco más mayor que yo, uno de antaño, quizá ya fuese viejo o, incluso, estuviese muerto y enterrado; estaba vestido de marinero para una comunión, una confirmación o un cumpleaños en una familia de posibles (es un traje muy socorrido). Tenía el gesto enfurruñado, y parecía molesto por posar bajo un ardiente sol de verano que había quemado hasta los bordes de la fotografía; tenía bien colocada su gorrilla y su chaleco con chorreras y pantaloncitos cortos, calcetines negros hasta las rodillas y botines de charol. Llevaba las manos en los bolsillos y miraba a un lado, disgustado. Parpadeó y me pareció distinguir una sombra de temor en sus ojos entornados, un leve rastro de duda en sus labios apretados. El niño me miró y luego señaló con un sutil gesto de su cabeza y sus codos hacia un lado, hacia el lugar que estaría a mi derecha. Giré la cabeza y me percaté de la presencia de un policía que iba acompañado de un señor vestido de blanco y azul. Después de mirarme unos segundos, cruzaron sus miradas y adiviné que ambos se habían dado cuenta que habían descendido hasta la biblioteca sin anorak. No me quedaba mucho pero les ofrecí el poco aire que quedaba dentro del mío. Negaron con la cabeza y me sonrieron con desprecio, arrugando los labios superiores y frunciendo el ceño. Comprendí que querían despojarme de mi anorak.
No recuerdo bien, como ya he dicho varias veces, qué sucedió con Alberto ese sábado. Repito que la memoria me falla y no sé si después de caérsele media cara se fue a casa a dormir o si se fue a otro lugar. Tampoco recuero qué hice yo. Solo sé que noté algo pringoso en un bolsillo del anorak y que me dolía mucho la cara.
El tipo de blanco y azul me puso la mano encima y yo me lancé sobre él; no estaba dispuesto a dejarme robar el poco aire que me quedaba. Forcejeamos hasta que el policía se alió con el de blanco y azul para robarme mi anorak. Mientras rodábamos por el suelo, me golpearon en el vendaje de la cara y un dolor fortísimo me sacudió entero, un dolor que me hizo recordar los recurrentes dolores que me asaltaban la cara desde la noche de aquel sábado. Quedé de rodillas, a merced de los dos ladrones; tenía aún entre mis dedos la fotografía del niño vestido de marinero que ahora me miraba con manifiesto desagrado.
Grité a ese par de energúmenos que querían robarme mi aire que me dejasen en paz pero el de blanco y azul se me echó encima y me agarró del pelo y sentí como se me iba el sentido; pero reuní fuerzas para continuar luchando por mi vida pues no iba a dejarme arrebatar tan fácilmente mi anorak. Conseguí levantarme y nadé con poderosas brazadas sorteando las mesas de la biblioteca, dejándolos atrás; pero también eran expertos nadadores. Como su corpulencia era mayor y estaban a punto de alcanzarme, cogí aire, me deshice del anorak y lo lancé lejos para despistarlos.
No hicieron caso de mi treta pues habrían adivinado que el anorak estaba vacío y que el único aire que quedaba era el de mis pulmones. Yo estaba muy cansado y me dolía mucho la cara, bajo el vendaje. Estaba llegando a la salida de la biblioteca cuando me alcanzaron y me tumbaron sobre el suelo. Me golpearon en el estómago y tuve que soltar el aire. Les grité que me dejaran en paz mientras con las manos intentaba atrapar los jirones de aire que se esparcían alrededor de mí. Les imploré que me dejasen salir de la biblioteca ya que me iba a ahogar si seguían reteniéndome allí dentro, sin aire que respirar, sin ningún anorak disponible.
Me colocaron boca abajo y me esposaron. Me arrancaron la fotografía que llevaba en una mano y me levantaron en el aire para sacarme a rastras de la biblioteca. El policía que me esposó me encerró dentro de una ambulancia que esperaba junto a la puerta del edificio; el hombre de blanco y azul se sentó junto a él en el otro asiento. Me tumbaron sobre una camilla y me amarraron con cinchas y muchas cadenas. Un corro de personas rodeó el vehículo y escupieron sobre los cristales, lanzaron piedras sobre ellos y el policía tuvo que enfadarse para poder salir de allí, asomándose por una ventanilla. Una enfermera me colocó varias pegatinas cableadas en la frente y me abrió la camisa con una tijera para colocarme más pegatinas de ésas por el pecho. Luego procedió a quitarme poco a poco el vendaje que llevaba en la cara. Cuando terminó, ninguno de los tres quiso mirarme aunque, uno tras otro, posaron su mirada sobre mí.
—Es demasiado para hacer aquí —murmuró la enfermera, frunciendo los labios—. Hay muchas zonas gangrenadas; no sabría ni por dónde empezar.
—Si por mí fuera le dejaría suelto con la familia de la víctima —dijo el de blanco y azul mientras metía mi anorak en una bolsa de plástico—. Yo no sé cómo un crío puede hacer esto a otro.
El policía tuvo que recurrir a una bacinilla para vomitar cuando del bolsillo de mi anorak se deslizó un trozo de la cara de Alberto y se aposentó en la esquina de la bolsa de plástico. Mientras el policía se limpiaba su tez pálida con un pañuelo, me giré hacia su compañero, el de blanco y azul, y le pregunté con cierta dificultad (no entendía por qué me costaba tanto hablar después de aquella noche):
—Oiga, mi amigo Alberto me hizo una pregunta y a lo mejor usted sabe la respuesta.
El hombre de blanco y azul me miró de soslayo.
—¿Cuánto tiempo puede alguien vivir sin boca?
—Dímelo tú —me respondió señalando con un dedo la superficie pulida de acero de una bandeja que tendió delante de mí.
Abrí los ojos al ver mi reflejo y contuve la respiración.

En la oscuridad

Tengo verdadero pavor a la oscuridad. También tengo fobia a los cuchillos, pero solo a los romos porque cuando están cubiertos de mermelada de frutas del bosque parece que te estés untando la tostada con coágulos de sangre viscosa, mezclada con jirones de músculo. También evito los terrones de azúcar, flotando sobre el café, absorbiendo toda la negrura del mejunje, para luego desaparecer dentro de la taza, regurgitando una burbuja de aire; luego remueves la cucharilla y notas el poso al fondo, como arenisca en tu taza que al tragar se te cuela entre una muela y el paladar.
Pero la oscuridad me aterra aún más. No es un miedo a estar en ella, a que te envuelva. Es la sensación de indefensión, la impotencia a sentirme incapaz de no saber qué me rodea. De tener que utilizar las manos para saber qué tienes delante, o qué se te acerca por detrás. De tener que depender de tu oído para saber de dónde viene ese ruido extraño, discordante en tu antes iluminado espacio. La noche no me asusta, el crepúsculo tampoco. Es la oscuridad firme, la negrura de una luna ausente, la habitación cerrada en la que no hay resquicios por donde se filtre la luz.
Ahora estoy en la oscuridad, la absoluta, la inmensa, la que cubre como brea espesa todo alrededor mío, brea espesa en la que estoy sumergido. He despertado hace unos diez minutos, o al menos creo que son diez; podrían ser más. Estoy tumbado y oigo los sonidos de mi respiración, de mi corazón, de mis tripas, de mi saliva al tragarla, de mis párpados al cerrarlos; todo retumbando a mi alrededor, multiplicándose, alzándose y mezclándose sin saber ya si ese ruido es mío o no. Sé que estoy dentro de algún lugar angosto, muy angosto. El olor a madera húmeda, revenida, impregna todo mi alrededor. Madera de barrica podrida, madera de tablón bajo mil lluvias.
Ya sé que no es un sueño y tampoco una pesadilla. Es la realidad. Trato de incorporarme, pero noto mis codos sujetos a mis costados y no puedo moverlos, por eso sé que estoy en un lugar muy angosto. Algo presiona mis manos sobre mi vientre. Es un tablón de madera que siento sobre el dorso de mis manos. Madera rugosa, húmeda, combada. Comienzo a respirar fuerte, sintiendo el aire húmedo rascarme la garganta. Sé que tengo abiertos los ojos pero, al cerrarlos, no noto diferencia: es la gran oscuridad. Trato de incorporarme de nuevo y me golpeo la frente con más madera. Grito frustrado. Grito con el convencimiento de que no servirá de nada, de que mi aullido solo servirá para martirizarme aún más, para convencerme de que estoy dentro de un ataúd, que me han enterrado mientras seguía vivo, mientras un hálito de vida rezumaba de mis labios o de mi nariz. Grito para enloquecer de puro terror porque ya nada importa. Grito porque mi aversión más profunda, la más enraizada dentro de mi ser, aquella de la que a veces me reía al imaginarla, ahora es real.
Tengo frío. Sigo voceando, pidiendo ayuda, pidiendo auxilio. Mis súplicas sonoras me envuelven, rebotando entre las paredes de mi cajón angosto. Termino por estornudar y luego toser sobre el tablón que tengo pegado a la frente; la humedad y el frío me han dañado la garganta. Siento como mis esputos aterrizan en mi cara, goteando de la tapa del ataúd, una lluvia de miasmas, algunas de las cuales están vivas y se mueven despacio entre mis labios. Pero ahora tengo libres las manos. Al toser mis brazos cayeron a los costados. Voy recuperando su sensibilidad, a medida que la lluvia de esputos sobre mi cara va amainando.
Un cosquilleo en mis dedos me indica que voy recuperando el tacto. Súbitamente, noto algo reptar por el dorso de una mano. Algo se mueve, silencioso, tibio, húmedo, desde los nudillos hasta la intersección de los dedos. También lo empiezo a sentir en la otra mano, son varios, son muchos. Me sacudo como una marioneta encajonada, intentando desembarazarme de los bichos. Ahora son más. Noto como rodean mis muñecas, arrastrándose por entre mis dedos. El rastro húmedo que dejan huele a cobre, a metal herrumbroso.
Es mi sangre. No hay insectos correteando por entre mis dedos, ni entre mis labios; es mi sangre manando en reguerillos coagulados. Al mover los dedos, siento varías astillas clavadas en el dorso de las manos, como alfileres que sujetaban mis manos a mi pecho, como un insecto enmarcado para el entomólogo.
Trato de mover el brazo para medir con los dedos la altura de mi ataúd. No puedo mover las manos mucho. Extiendo los dedos y noto ambos extremos, base y tapa, con los dedos meñique y pulgar. No hay mucho margen.
Entonces, los noto al alcance de mis dedos; no estaban lejos. Sonrío, luego me río y, por último, me sorbo los mocos y la sangre. A ambos lados de mi cuerpo hay dos objetos. Tras unos segundos de duda al palparlos, deduzco qué son. Uno de ellos es un mechero. El otro es un cuchillo. Palpo sus dimensiones, a veces se me escurren de mis dedos pringados de sangre viva. La hoja del cuchillo tiene punta —no es roma, gracias a Dios—, tiene filo y una pequeña sierra de dos dedos de largura. El mechero es uno de plástico, pequeño y manejable y, al agitarlo un poco, oigo algo que parece gas en su interior. Me río de nuevo. Toso otra vez. Más esputos cálidos sobre mis párpados; dejo que mis viscosidades salivales resbalen de mis párpados hasta mi mejilla. Noto mi garganta inflamada, hinchada.
Trato de encender el mechero. Respiro hondo, giro la rueda. Mi dedo resbala en ella por la sangre que lo embadurna. Giro otra vez. ¿Una chispa, he creído ver una chispa? Carcajeo y me afano en limpiarme el pulgar en la madera que me encierra. Sí, ahora sí. Giro la rueda y la llama se enciende. Y grito. Grito muerto de terror, de pavor, de horror. Suelto el mechero.
Porque he visto, durante un segundo, el infierno, el averno reducido a una caja estrecha como mis hombros, alta como mi pecho, larga hasta mis pies. Estoy desnudo, grandes heridas cubren mi cuerpo y una capa enorme y espesa de sangre negruzca se extiende por toda la base del féretro.
La oscuridad me ha envuelto de nuevo, privándome de seguir viendo el averno, mientras aún resuenan dentro de mi caja los ecos de mi grito. Hay una especie de odiosa crueldad en ello; mi más oscuro temor me protege del horror que han vislumbrado mis ojos. Hay veces que tu fobia se torna en tu mejor amiga, aquella que te consuela y te aparta de la locura, de la obsesiva diversión que pervierte tu mente. Aunque sólo sea para luego, considerándote salvado, darte una patada hacia ella.
¿Por qué a mí?, me pregunto. ¿Qué mal he hecho?, me lamento. Unas lágrimas recorren mis mejillas, cayendo por mis pómulos. Se enfrían con rapidez y solo añaden humedad al ambiente húmedo que lo envuelve todo. Pensar en una razón por la que me halle aquí es insultantemente banal porque lo importante es salir de aquí. Pero, tras haber visto fugazmente mi lamentable cuerpo y la estrechez de mi oscura morada, no puedo por más que pensar qué hago aquí. Ello me hace recordar mi noche anterior, cuando me fui a la cama, cuando me tapé con sábanas y colcha suaves, apoyando mi cabeza en una tierna almohada, amoldándose mi cuerpo en un mullido colchón, viendo en las paredes de mi dormitorio la luz filtrada por las rendijas de la persiana, iluminando las paredes de mi habitación. Entonces mi espacio era mayor, el lugar donde podía moverme era más amplio, más acogedor. Más lágrimas fluyen de mis ojos al abrirlos y las oigo gotear sobre la madera húmeda, con un ruido apagado al ser absorbidas por la madera húmeda que ahora me encierra. Al cerrar los ojos veo como las paredes de mi dormitorio se estrechan, la cama se hunde en el suelo, las sábanas y la colcha desaparecen. Me van comprimiendo mi dormitorio, las paredes me coartan, el techo cae hacia mí, aplastando mi aliento, impidiendo que pueda salir de mis labios, haciéndolo retornar de nuevo hacia mis pulmones. Quiero estirarme por última vez pero ya no puedo.
Grito de nuevo. De rabia, de impotencia, de desdicha. Pero, ¿y mis pies? Aún no los he sentido. Trato de mover uno, pero las sensaciones de mi cuerpo parecen perderse más allá de mi vientre, como si una vez cruzada mi pelvis me hundiese en un cenagal, un agujero negro dentro del cual se perdiesen mis piernas. No siento dolor ni frío en ellas, pero sé que están ahí, porque antes las he visto. Me esfuerzo por mover los dedos de los pies, pero mis esfuerzos se siguen perdiendo en la lejanía, como un eco resonando varias veces hasta enmudecer. Al fin, como una cerilla encendida en la lejanía, me parece imaginar una débil respuesta. La sensación va reptando por mis muslos, arrastrándose con dificultad por mis piernas hasta llegar a las rodillas. Noto un cosquilleo en mis tobillos y por último, el dedo gordo de un pie me saluda, emitiendo un famélico movimiento. Luego es el otro dedo del otro pie y, cuando me quiero dar cuenta, los demás dedos se doblan sobre sí, presionando sobre la tapa del fondo. Río y me carcajeo, exultante, sabiéndome poderoso porque mis deseos han alcanzado el extremo del ataúd, han viajado desde mi cabeza cubierta de esputos y sangre hasta la punta de mis extremidades. Grito de satisfacción, sí, de orgullo ante mi hazaña. Es una risa histriónica, algo rota, pero es una risa real, inmensa. Una sensación de calor me invade cada fibra de músculo de mi cuerpo, desde la base del cuello hasta los talones.
Y entonces me revuelvo en mi cajón con más fuerzas. No me quedaré aquí; puedo moverme, saldré de este oscuro sepulcro. Intento doblar las rodillas, pero no tengo altura, los talones casi ni se mueven al recoger las piernas. Siento dolor en las rótulas, despellejándose la piel alrededor de ellas al frotarla contra la tapa superior del ataúd.
Algo muy frío me toca la mano izquierda. Es el cuchillo, aún lo mantengo dentro de mi puño, apresándolo entre mis dedos, con el extremo inferior aserrado clavándose en mi dedo índice. No puedo ponerlo vertical. Recorro con un giro de muñeca la tapa superior con la punta del cuchillo. Oigo a la punta recorrer las vetas de la madera, valles y montañas de diferentes longitudes, más anchas al alejarse de los nudos. Y, entonces, la punta se hunde, se estanca en un zona blanda. Hundo la hoja con lentitud y siento atravesar la madera como si fuese carne reseca. Mis dedos resbalan en el mango y siento varias veces la mordedura de la sierra de la hoja entre ellos. Un cosquilleo me resuena en las uñas al chocar la hoja del cuchillo contra algo metálico o quizás pétreo. Remuevo el cuchillo, agrandando la herida sobre la carne reseca. Algo surge de la hendidura. Es viscoso y cálido. No sé qué puede ser.
Remuevo más la hoja intentado agrandar la brecha en la madera. Noto que el reguero de líquido caliente y espeso cobra fuerza, vertiéndose dentro de mi ataúd, sobre mi vientre. No importa. Es mi mejor oportunidad de salir de aquí; saldré o moriré ahogado, pero no moriré quieto. Rio y lloro, carcajeándome en todo y todos. Porque voy a salir, sí, porque voy a salir y mirarles con la cabeza bien alta. Pensaban que estaba muerto, bien enterrado, bien atrapado… ¡No! Saldré de esta tumba, maldita sea.
Me rechinan los dientes al topar el cuchillo con piedras mientras voy agrandando la herida de la tapa. Cuando no puedo continuar más, utilizo los dos centímetros de sierra del cuchillo para avanzar, para desgarrar esta madera podrida. ¡Chapuceros! Ahora veréis de lo que soy capaz. De repente oigo como la tapa se resquebraja encima de mí, sobre mi pecho, oprimiendo mi cuerpo; lo que hay encima pesa mucho. Casi no me deja respirar. Estoy casi encenagado en ese líquido que ha traspasado la tapa. Siento como me aplasta los dedos de los pies, sintiendo como los huesecillos de los dedos crujen, partiéndose como ramitas. ¡No importa, curarán, sí, curarán! Doblo las rodillas todo lo que puedo para que la tapa termine de rajarse. Las astillas me despellejan la piel y resbalan por mis rótulas al aire. Pero sigo doblando las piernas, oyendo como la madera se resquebraja más y más.
Con un rechinar ensordecedor la tapa revienta encima de mí. Se me clava en el vientre y la cara. La tierra húmeda cubre mis orificios y se mezcla con el líquido del interior del ataúd, enlodazando el interior. Y por, un instante, una bocanada de aire me sacude lejana. ¡La superficie está cerca! Me afano por emerger, reptar como un gusano, como una pútrida babosa. Noto como las astillas se me clavan por el vientre y los muslos, como desgarran mi piel y arrancan mi carne. ¡No importa, porque he conseguido sacar una mano al exterior! La tierra rellena el espacio que dejo atrás y parece un torbellino que me succiona, que me chupa al interior. Porque ahí no, maldita oscuridad: ahí no voy a volver. Voy a salir vivo, sí, la lo veréis. El aire se agota. La tierra ya me inunda la garganta y se instala en el interior de mi nariz. Las piedrecillas me arañan la cara y los ojos y me lastiman los labios, pero yo tengo que salir. Porque quiero vivir. Porque quiero sentir de nuevo el aire frío poniéndome la piel de gallina, el sol quemarme la espalda y la tierra bajo la planta de mis pies. Porque quiero de nuevo correr hasta quedarme exhausto, beber agua, comer pan, hacer el amor, besar otra vez.
Cuando me quiero dar cuenta estoy tumbado boca arriba sobre la hierba húmeda, escupiendo tierra, estornudando barro y mascando terrones de piedra fangosa y mezclada con raíces. La cabeza me da vueltas y no puedo evitar toser con tanta fuerza que los ojos me parecen estallar dentro de las cuencas. Cuando abro los ojos la tierra entre los párpados me araña los ojos. Pero una claridad me saluda en silencio. Es la luna, o quizás el sol en su ocaso, lo veo todo oscuro. No, es la luna, ahora distingo mejor las formas y los colores. Todo está borroso, pero es mucho mejor que la oscuridad de brea en la que me he estado ahogando, consumiendo.
Trato de ponerme de pie, pero algo me lo impide. Los brazos casi no me responden, mi espalda está firmemente anclada en la hierba. Un paisaje desolador me sacude cuando me miro el cuerpo de refilón. Entre las capas de tierra y de fango que me recubren, distingo numerosas heridas, tantas que el dolor que me provocan supera el umbral. Algunas son meros raspones, pero tras son más profundas, tajos en carne, gruesas astillas de madera sobresaliendo de mi vientre, incluso creo ver el hueso blanquecino en mis rodillas. Intento gritar pero solo consigo escupir tierra y vomitarla, mezclada con sangre y bilis. Si no puedo levantarme, al menos podré arrastrarme hasta un lugar concurrido donde pedir ayuda. Pero los brazos tampoco me responden, como si alguien me hubiese clavado los codos al suelo.
¿Es que voy a morir así, cuando he conseguido escapar de tan abominable prisión? ¿Acaso he llegado hasta aquí para expirar al lado de mi tumba? Quiero gritar de rabia, pero nada sale de mi garganta; la tierra habrá dañado mis cuerdas vocales, aún la noto entre mis dientes, como el azúcar insidioso que se aglutina entre las encías y el paladar ¡Qué destino más cruel: la vida se me escapa y no puedo hacer nada! Al menos, dentro del ataúd, tenía una meta que alcanzar. Casi no podía moverme, pero conseguí destrozar la tapa del féretro y pude emerger. Y todo, ¿para qué, para morir igual de atrapado, igual de coartado? Siento como la vida se me escapa por mis heridas, como la sangre mana de mi vientre y empapa la hierba sobre la que me asiento. ¡Pero yo quiero vivir! Intento revolverme, como dentro del cajón. Ahora sí tengo espacio, ahora sí puedo extender los brazos, las piernas. ¡Pero no puedo!
Y luego, al instante, llegan las convulsiones. Algo falla dentro de mí, como un cortocircuito. Me sacudo como un pelele. Siento como algo sube de mi estómago, un líquido que me quema el paladar y me abrasa los labios. Soy incapaz de retener mis esfínteres y oigo como los latidos gimen espaciándose, fundiéndose con el silencio reinante. Cuando mi visión se va oscureciendo, una luz lejana aparece en la periferia de mi alcance visual. Una luz que se acerca, aumentando su intensidad.
Pero para mí ya es tarde. El corazón ya se detuvo hace rato, dejé de respirar mucho antes. Ni siquiera puedo llorar. Ojala alguien lo pueda hacer por mí.
Vuelve la oscuridad, la temida oscuridad.