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domingo, 8 de diciembre de 2013

PORQUE LA CHUPO MUY BIEN



—“Porque la chupo muy bien”.
Mis compañeros de celda me miraron fijamente, con una expresión escéptica en la cara, como si les hubiesen gastado una mala broma.
—¿Solo eso? ¿”Porque la chupo muy bien”? Joder. Vaya mierda.
Algunos apretaron los puños y las mandíbulas, dispuestos a dejarme probar el sabor de mi sangre a través de varias encías desnudas. Tuve la corazonada (bueno, más que intuición, era un hecho indiscutible) de que debía explicarme o, ciertamente, me quedaría sin dientes.
—Hay que tener en cuenta algo muy simple pero también muy importante, chicos. Marta no es una puta de tres al cuarto. Es una ricura de mujer, casi tan alta como yo, de andares vivaces y curvas contenidas pero bien dibujadas. Pero aquello por lo que destaca es por su mirada y su sonrisa, la combinación de ambas. La veríais por la calle y os volverías para ver el culo de una chica tan despampanante. Pero si os sonriese, mostrando sus dientes blancos (uno de ellos ligeramente desparejo), alzando sus mejillas, contrayendo sus párpados, brillando sus ojitos color miel, estoy seguro de que también se os derretiría el estómago. Tiene una sonrisa larga de esas que te hacen imaginar mil guarradas. La ves siempre tan elegante, con sus falditas mostrando muslamen, con su blusa abierta enseñando un escote por el que no es difícil ver asomarse el sujetador. Tiene el cabello largo y rizado y le gusta enrollar sus mechones alrededor de los dedos cuando te habla, sabiendo que te vas encendiendo más y más. Se apoya en una pierna, luego en otra, cruza un brazo por encima de los pechos y comprime la carne, haciendo que sus globos se hinchen…
—Para, joder, que ya vemos que estás encoñado. A ver, que me entere, ¿qué tiene que ver que tu piba sea una putita y que la chupe bien para que hayas caído aquí?
—Ay, amigo, pues lo mismo que hace nacer guerras y provoca tempestades en una amistad —detuve mis palabras pues creí que eso de “amigo” le sentó mal—. El capricho de una mujer.
Hacía pocos días que trabajaba en el bufete. No soy abogado ni nada de eso, os aclaro, curraba como un simple gestor de bases de datos. Empecé con un curro temporal de subcontrata destinado a ordenarles y optimizarles el caos de archivos e información que tenían en sus servidores. Creían que sería tarea imposible y finalicé la tarea en dos tardes. Todos sus casos, sus notas, contabilidad, argumentaciones, sus leyes y transcripciones, todo, todo accesible a solo dos clics de distancia. Me despidieron y me contrataron ellos mismos.
Las oficinas están situadas en el centro mismo de la ciudad y ocupan un piso entero de un edificio construido hacía siglos. El suelo de parqué, más viejo que mi abuelo, cruje incluso con solemnidad. Entrar allí es sinónimo de lujo y dinero en cantidades épicas.
Marta era pasante. Ignoro cuánto tiempo llevaba allí pero era el suficiente para saber que jamás sería más que una pasante en el bufete. Sin embargo, su vitalidad iluminaba las oficinas enteras. Los compañeros, cuando conseguía sacarles alguna palabra, pues yo era de una casta inferior, la llamaban “la gallina”, no por miedica sino por lo puta que debía ser. Ninguno podía entender de dónde sacaba el dinero necesario para poder permitirse cambiar de vestido casi cada día, conducir un deportivo distinto cada año y vivir en una casa de ocho dormitorios. Y ella, fiel a su mote, siempre que le preguntaban, contestaba (aunque fuese en presencia de los clientes ricachones de turno que no sabían como salir de un atolladero judicial) siempre lo mismo.
—Porque la chupo muy bien.
Y luego se reía cuando todos se quedaban perplejos y helados. Su risa era contagiosa y divertida, natural y pícara. Y al instante todos estallaban en carcajadas, riéndole la gracia.
Era ocurrente e ingeniosa, muy bromista. Se decía que no tenía novio porque nunca vino con ninguno al trabajo ni tampoco ninguno le esperaba a la salida.
—Joder, macho, nos estás cortando el rollo. ¿Te suelto un guantazo y nos dices de una putísima vez cómo acabaste en el trullo?
Tragué saliva y asentí. La advertencia no era ninguna fanfarronada. Los nudillos del compañero de celda estaba cubiertos de cicatrices de tantas veces como se los habría despellejado.


 24 HORAS ANTES

—Manuel, ven conmigo un momento, por favor.
La había visto acercarse a mi mesa de trabajo, como si fuese a pasar de largo. Siempre que podía, no le perdía ojo. Contemplar a una diosa era una tarea mucho más agradable que mantener varias bases de datos.
Seguí a Marta hasta el pasillo que daba a los cuartos de baño. Abrió la puerta donde estaban los suministros de limpieza y entré delante de ella.
Tenía el corazón a mil por hora y el estómago se me había encogido igual de rápido que mi polla iba creciendo entre las piernas. Era la primera vez que Marta me dirigía la palabra pues ni siquiera contestaba a mis “Hola” o “Buenos días”. Al menos sabía mi nombre. Y ahora estábamos los dos muy juntos, en un cuartito diminuto que olía a vinagre y lejía pero que pronto quedó envuelto por la fragancia de su perfume.
Me miró un instante y luego desvió su mirada hacia un paquete de rollos de papel higiénico en una estantería.
—Necesito un favor. Estoy con un marrón muy gordo.
Abrí la boca para contestar que mataría si ella me lo pidiese pero colocó sus dedos finos y delicados sobre mis labios. Si quería que matase, que me lo pidiese rápido porque, si no, me moría yo antes.
—No, no hables, escúchame primero. Lo que voy a pedirte sé que es algo muy delicado. Deberías denunciarme y sería despedida en el acto. Pero estaré en la calle igualmente si no arreglo el marrón en el que estoy metida.
Dime quién muere y dalo por hecho, Marta, pensé. Seguía sin mirarme. Sus dedos acariciaron el borde del papel higiénico y sus uñas cuidadas dejaron una fina marca sobre papel.
—Quiero entrar en la sala de los servidores.
Deseo cumplido, mi diosa. ¿Para eso tanto alboroto? Y, como hace frío allí dentro, te arroparé con mi cuerpo y…
—Quiero falsear algunos datos.
Espera, espera. ¿Falsear? Una cosa era matar pero otra bien distinta era modificar las bases de datos.
—Marta…
—Qué blandito es, ¿no? —dijo, arañando el rollo de papel con varias uñas.
Pegué un respingo cuando su otra mano se cerró sobre mi paquete.
No. No podía ser. Miré abajo por si me lo estaba imaginando. No. Marta me tenía cogidas las pelotas y la verga con firmeza. Sus dedos largos y finos empuñando el asunto a través de los pantalones vaqueros. Apretó lo justo para que sintiese un escalofrío.
Me cago en todo. Dios bendito.
—¿Qué… qué quieres cambiar? —farfullé.
—Es un secreto. No puedes saberlo. Ni tú ni nadie. Y no puede quedar registro alguno del cambio. Como si nunca hubiese existido. Estoy desesperada ¿Me ayudarás?
Levanté la vista de su mano agarrando mis huevos. Me miraba fijamente, sonriéndome, a dos palmos de distancia, enseñando sus dientes, iluminándose sus ojitos color miel. Sus labios brillaban.
Tragué saliva.
—¿Quieres saber cómo te lo agradecería?
Apoyé mis manos en la pared cuando bajó la cremallera de mi bragueta. Escurrió su mano dentro y amasó mis huevos bajo los bóxer. Sus uñas siguieron el contorno de mi erección, deteniéndose sobre el extremo, arañando el glande. Sus dedos estaban tibios. Culebreaban y se enroscaban alrededor de la verga. Aunque no tocó mi piel, sentí su tacto cercano y suave, pero también travieso.
Cogió una de mis manos por la muñeca y se la llevó entre sus piernas, bajo la falda, hasta un lugar del que emanaba un calor inmenso. Creí que tenía las bragas empapadas. Cuando me di cuenta de la ausencia de prenda, al acariciar a contrapelo el vello afeitado y resbalar mis yemas por el mejunje que surgía de su raja, cerré los ojos, dispuesto a memorizar cada recoveco, cada pliegue de su sexo excitado.
Regresé a la realidad cuando Marta apretó mis huevos con decisión.
—¿Te vale como adelanto?
Asentí varias veces. Muchas veces. Miles de veces.
Marta sonrió nuevamente, sacó mi mano de su coño y llevó mis dedos hasta sus labios. Luego a los míos. El olor fuerte y agreste de su interior inundó mi paladar cuando chupé.
—Cuanto antes, mejor —susurró mientras me sonría y miraba mi lengua rebañar mis dedos, deleitándome en su sabor.
—Esta noche —murmuré con mis dedos aún en la boca.


13 HORAS ANTES

—¿Cuál es la contraseña de “root”?
Levanté la vista hacia el monitor y fruncí el ceño, confuso. Tan absorto estaba, encandilado con los bultos que los mofletes de su vulva creaban en sus ceñidas mallas blancas, que la pregunta me descolocó por completo. Me sorprendió que una mujer vestida con estrechas mallas, sin evidente ropa interior debajo y con un jersey grueso de cuello alto, pudiese desenvolverse en un entorno Linux de consola, abriendo una interfaz gráfica y accediendo a phpmyadmin.
—Te la escribo yo.
—No, dímela.
Mientras repetía mis palabras en el teclado, noté como su sonrisa se iba haciendo más grande. Meneaba el culo, inclinada sobre la mesa, cambiando el peso de su cadera de una a otra pierna, comprimiendo los carrillos de su coño perfectamente contorneado bajo sus mallas de spandex.
—No mires a la pantalla.
No, tranquila, que no miro a la pantalla, mi vida.
—Entretente mejor con este caramelo.
Se bajó las mallas y dejó sus nalgas al aire.
Dios. Dios.
El frío perpetuo que reinaba en la sala de servidores provocó que la piel de su culo se erizase. Los límites de un bronceado lejano separaban la carne en dos tonalidades, un triángulo invertido de bordes difusos y lados curvados. La frontera superior alcanzaba hasta donde la hendidura se difuminaba con la rabadilla. En el interior de la raja, según perdía mi mirada en las profundidades de su soberbio culo, un moteado oscuro rodeaba el ojo fruncido, aún cubierto por algo de vello que escapó al afeitado. Más abajo, de la raja dentro de la raja, desbordaban varios pliegues asimétricos de carne rosada y contraída por el frío.
—¿Te gusta lo que ves?
Mi silencio fue suficiente respuesta y Marta rió. Dejó de teclear, giró su cabeza y me miró con esa sonrisa suya, tan traviesa y sugerente. Dobló la espalda, alzando su grupa.
—Anda, alégramelo un poco que me estoy quedando tiesa.
Me arrodillé frente al monumento que enmarcaban el extremo de su jersey y sus mallas enrolladas.
Como si estuviese electrificado, lentamente fui posando una mano sobre cada nalga. La piel estaba tibia. Apreté la carne y la piel se contrajo entre mis dedos. Separé los dos globos y el ojo fruncido, expuesto con más intensidad al frío, se cerró con más ahínco. Debajo, los mofletes se separaron y la abertura sellada hacia el interior de Marta apareció rodeada de pliegues. Acerqué mi boca y exhalé mi aliento caliente sobre la entrada. El coño y el ano agradecieron la bocanada. El ojo fruncido se desfrunció y la vagina mostró su entrada.
—Joder, qué gusto. Vamos, pasmarote, dale bien —me animó Marta tras un gemido.
Abrí más la boca y comí todo lo que pude abarcar.
Lejano, un jadeo hondo se oyó.
Sorbí la carne mientras hundía con fuerza las uñas en las nalgas. Una generosa ración de saliva caliente ayudó a ablandar y despegar las porciones rebeldes. Lamí el interior hasta anclar mi lengua en la entrada.
—¡Ábrete, sésamo! —murmuré dichoso al coño ensalivado.
Y la entrada se abrió. Mi lengua atravesó el anillo de entrada, accediendo a la jugosa vagina.
Un grito de Marta me confirmó que tampoco ella estaba preparada para los efectos de la penetración. Sus piernas temblaron y amenazaron con derrumbar el resto de su cuerpo sobre mi cara.
—¡Hostia bendita!
Marta apretó el culo y su coño se cerró. Obstinado, separé de nuevo su culo, mi lengua se abrió paso, mis labios apresaron los pliegues alrededor del clítoris erecto y mis dientes pellizcaron la carne. Y por si aquello no bastase, mis dedos se acercaron al ojo fruncido, colocándose encima de la entrada. Era una advertencia en toda regla. O te abres o te abro.
—Ni lo sueñes —dijo entre jadeos.
Mis uñas acariciaron las nervaduras de su esfínter.
Sus rodillas temblaron, sus piernas se doblaron.
Bastó un nuevo soplo de aliento encendido por la zona para derrumbar su tenacidad. La punta de un dedo se coló por la rendija oscura y mi lengua se introdujo entera por la otra.
Oí como sus dedos resbalaban por el teclado y la mesa que sostenía el monitor vibraba.
—¡Para, joder, para que me da algo! ¡Así no se puede hacer nada!
Penetré su culo hasta la primera falange, sintiendo como el anillo intentaba constreñir el avance. Sin ningún éxito.
Sus piernas temblaron, incontroladas, incapaces de hacer frente al derrumbamiento general. Mientras, deslicé mi otra mano entre sus piernas, ascendí por su pubis afeitado, entré dentro del jersey, palpé su vientre convulso, y agarré una teta colgante.
Aquello fue el acabose. Me aparté justo antes de que Marta aterrizase de culo.
Se volvió hacia mí. Su mirada dejaba traslucir un enfado monumental, una ira genuina. No sonreía. Tenía los dientes y los labios apretados, en un gesto de furia total. Sus mejillas ardían y sus orejas estaban inflamadas.
—Trae acá, me cago en todo.
Sus dedos aterrizaron sobre mi paquete y abrieron mis pantalones con ansia desmedida. Sacó la polla y los huevos y se comió la verga entera de un bocado.
Jamás había visto nada semejante. Sus labios y nariz se hundieron hasta mi vello. Mi polla arañaba su paladar, próxima a su glotis. Cuando el miembro fue saliendo a la luz una gruesa capa de saliva lo bañaba, escurriéndose hacia mi vello. Sus labios formaban un sello imperfecto y sus dientes arañaban las protuberancias de las venas. El glande no llegó a ver la luz del frío cuarto de servidores. Volvió a tragarse la verga de nuevo, esta vez amasando con rudeza mis huevos. Entre sus dedos cálidos, la piel del escroto recuperó su elasticidad natural y los huevos danzaron entre sus dedos.
Marta me la chupaba con una maestría, técnica y devoción imposibles. No necesitaba mirarme para saber cuándo acelerar sus lamidas, cuándo sorber con mayor ímpetu, cuándo estrujar mis huevos. Le bastaban mis jadeos, mis gemidos, mis gritos. Aún así, me miraba, taladrándome con esos ojos suyos, de párpados entornados, sonrientes, consciente de saberse dueña absoluta de mi polla. Sus miradas, incluso ocultas tras varios mechones rizados volcados sobre su frente, servían para hacerme partícipe de su esmerada y honda mamada.
Incluso cuando me corrí, su depurada técnica impidió que pensase que era yo quien eyaculaba. Sorbía con tanto ímpetu que era ella quien extrajo mi semen. Ni por un momento tuve duda de que aquello fue un ordeño en toda regla, una extracción calculada y sistematizada. Y no por ello dejé de gritar como un descosido, abandonándome al mejor orgasmo que tuve y, seguramente, tendré en mi vida.
Los mismos minutos que necesité para recuperarme son los que Marta necesitó para terminar aquello que estuviese haciendo en mis bases de datos. Presa de un mareo del que tardé en sofocar, espatarrado en el suelo, solo acertaba a mirar la mancha húmeda que ensuciaba sus mallas a la altura del coño.


Un silencio absoluto reinaba en la celda. Mis compañeros de barrotes me miraban absortos, con los brazos y las piernas cruzadas, inclinados hacia mí, inmóviles.
—Entonces, era verdad eso que decía…
Asentí con una sonrisa radiante.
—Me dejó seco. Pero seco, seco. Hasta la última gota.
—¿Y dónde dices que puedo encontrar a la piba esa?
Me giré hacia el canijo con la cara cortada que tenía al lado.
—No tienes que ir muy lejos. La puerta de al lado, calabozo de mujeres.
—Oye, oye, espera. ¿Qué también la trincaron?
Abrí la boca para responder pero un funcionario se acercó hasta la entrada y abrió la puerta.
—Manuel Pardo.
—Soy yo —respondí, poniéndome en pie.
—Puedes salir. Se han retirado los cargos.
Mi salida conllevó un murmullo de protestas entre mis compañeros.
—¡Pero no nos dejes así, cabrón! ¿Qué cojones pasó?
Firmé varios papeles en la mesa del funcionario.
—¿Está todo?
—Sí, puede marchar.
Mientras andaba por el pasillo de salida de la comisaría, seguía oyendo los gritos de mis ex compañeros de celda.
—¡Cuando salga, te juro que te mato, hijo de puta! ¡Ven aquí y termina la historia!


DIEZ DÍAS ANTES

Los socios del bufete se revolvieron en sus sillones. Uno se acercó a la oreja de otro y murmuró algo que no llegué a oír pero el que escuchaba sonrió y luego negó con la cabeza.
El que presidía el consejo tamborileó el extremo de su pluma varias veces sobre la amplia mesa lacada de edad y coste indeterminables. Abrió de nuevo una carpeta y ojeó las hojas cubiertas de información impresa.
—¿Está seguro de lo que dice, señor Pardo?
Carraspeé y tragué saliva.
—Las cifras no mienten. Ahí está el informe —dije intentando mantenerme erguido en la incómoda silla que me habían facilitado.
—A ver si lo he entendido porque a mi todo esto de la informática me da dolor de cabeza. Yo uso el Word y poco más, ¿sabe? Pero de leyes sé lo suficiente para limpiarme el culo con billetes de cincuenta, ¿entiende?
Asentí con firmeza sin achantarme.
—Usted nos dice que alguien está inventándose clientes falsos, los cuales generan partidas de ingresos que luego son cubiertas con gastos ficticios. Y la diferencia, en contra nuestra, es retirada e ingresada en otra cuenta ubicada en un paraíso fiscal.
—Correcto.
Más murmullos.
—¿Usted nos toma por idiotas, verdad, hijo?
—Yo no. El que les estafa, sí. Y lo hace tan bien que si no hubiese creado bases de datos para ordenar toda su información, en poco tiempo tendría que conformarse con billetes de cinco para limpiarse el culo, con el peligro inherente a mancharse los dedos, dado el menor tamaño del billete, claro.
Se levantó de su sillón y se dio un paseo por la sala. Parecía ya imaginarse el escozor que podría sentir ante tal posibilidad.
—¿Por qué las auditorías no le han pillado?
—¿Quizá porque confían demasiado en ella y se encarga de aprobarlas?
Uno de los socios dio un golpe con sus manos abiertas sobre la mesa que restalló como un trueno.
—¡Es imposible que Marta Rojas haga eso!
Me permití una sonrisa.
—¿Por qué? ¿Porque “la chupa muy bien”?

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