—“Porque
la chupo muy bien”.
Mis
compañeros de celda me miraron fijamente, con una expresión escéptica en la
cara, como si les hubiesen gastado una mala broma.
—¿Solo
eso? ¿”Porque la chupo muy bien”? Joder. Vaya mierda.
Algunos
apretaron los puños y las mandíbulas, dispuestos a dejarme probar el sabor de
mi sangre a través de varias encías desnudas. Tuve la corazonada (bueno, más
que intuición, era un hecho indiscutible) de que debía explicarme o,
ciertamente, me quedaría sin dientes.
—Hay
que tener en cuenta algo muy simple pero también muy importante, chicos. Marta
no es una puta de tres al cuarto. Es una ricura de mujer, casi tan alta como
yo, de andares vivaces y curvas contenidas pero bien dibujadas. Pero aquello
por lo que destaca es por su mirada y su sonrisa, la combinación de ambas. La
veríais por la calle y os volverías para ver el culo de una chica tan despampanante.
Pero si os sonriese, mostrando sus dientes blancos (uno de ellos ligeramente
desparejo), alzando sus mejillas, contrayendo sus párpados, brillando sus
ojitos color miel, estoy seguro de que también se os derretiría el estómago.
Tiene una sonrisa larga de esas que te hacen imaginar mil guarradas. La ves
siempre tan elegante, con sus falditas mostrando muslamen, con su blusa abierta
enseñando un escote por el que no es difícil ver asomarse el sujetador. Tiene
el cabello largo y rizado y le gusta enrollar sus mechones alrededor de los
dedos cuando te habla, sabiendo que te vas encendiendo más y más. Se apoya en
una pierna, luego en otra, cruza un brazo por encima de los pechos y comprime
la carne, haciendo que sus globos se hinchen…
—Para,
joder, que ya vemos que estás encoñado. A ver, que me entere, ¿qué tiene que
ver que tu piba sea una putita y que la chupe bien para que hayas caído aquí?
—Ay,
amigo, pues lo mismo que hace nacer guerras y provoca tempestades en una
amistad —detuve mis palabras pues creí que eso de “amigo” le sentó mal—. El
capricho de una mujer.
Hacía
pocos días que trabajaba en el bufete. No soy abogado ni nada de eso, os
aclaro, curraba como un simple gestor de bases de datos. Empecé con un curro
temporal de subcontrata destinado a ordenarles y optimizarles el caos de
archivos e información que tenían en sus servidores. Creían que sería tarea
imposible y finalicé la tarea en dos tardes. Todos sus casos, sus notas, contabilidad,
argumentaciones, sus leyes y transcripciones, todo, todo accesible a solo dos
clics de distancia. Me despidieron y me contrataron ellos mismos.
Las
oficinas están situadas en el centro mismo de la ciudad y ocupan un piso entero
de un edificio construido hacía siglos. El suelo de parqué, más viejo que mi
abuelo, cruje incluso con solemnidad. Entrar allí es sinónimo de lujo y dinero
en cantidades épicas.
Marta
era pasante. Ignoro cuánto tiempo llevaba allí pero era el suficiente para
saber que jamás sería más que una pasante en el bufete. Sin embargo, su
vitalidad iluminaba las oficinas enteras. Los compañeros, cuando conseguía
sacarles alguna palabra, pues yo era de una casta inferior, la llamaban “la
gallina”, no por miedica sino por lo puta que debía ser. Ninguno podía entender
de dónde sacaba el dinero necesario para poder permitirse cambiar de vestido
casi cada día, conducir un deportivo distinto cada año y vivir en una casa de
ocho dormitorios. Y ella, fiel a su mote, siempre que le preguntaban,
contestaba (aunque fuese en presencia de los clientes ricachones de turno que
no sabían como salir de un atolladero judicial) siempre lo mismo.
—Porque
la chupo muy bien.
Y
luego se reía cuando todos se quedaban perplejos y helados. Su risa era
contagiosa y divertida, natural y pícara. Y al instante todos estallaban en
carcajadas, riéndole la gracia.
Era
ocurrente e ingeniosa, muy bromista. Se decía que no tenía novio porque nunca
vino con ninguno al trabajo ni tampoco ninguno le esperaba a la salida.
—Joder,
macho, nos estás cortando el rollo. ¿Te suelto un guantazo y nos dices de una
putísima vez cómo acabaste en el trullo?
Tragué
saliva y asentí. La advertencia no era ninguna fanfarronada. Los nudillos del
compañero de celda estaba cubiertos de cicatrices de tantas veces como se los
habría despellejado.
24 HORAS ANTES
—Manuel,
ven conmigo un momento, por favor.
La
había visto acercarse a mi mesa de trabajo, como si fuese a pasar de largo.
Siempre que podía, no le perdía ojo. Contemplar a una diosa era una tarea mucho
más agradable que mantener varias bases de datos.
Seguí
a Marta hasta el pasillo que daba a los cuartos de baño. Abrió la puerta donde
estaban los suministros de limpieza y entré delante de ella.
Tenía
el corazón a mil por hora y el estómago se me había encogido igual de rápido
que mi polla iba creciendo entre las piernas. Era la primera vez que Marta me
dirigía la palabra pues ni siquiera contestaba a mis “Hola” o “Buenos días”. Al
menos sabía mi nombre. Y ahora estábamos los dos muy juntos, en un cuartito
diminuto que olía a vinagre y lejía pero que pronto quedó envuelto por la
fragancia de su perfume.
Me
miró un instante y luego desvió su mirada hacia un paquete de rollos de papel
higiénico en una estantería.
—Necesito
un favor. Estoy con un marrón muy gordo.
Abrí
la boca para contestar que mataría si ella me lo pidiese pero colocó sus dedos
finos y delicados sobre mis labios. Si quería que matase, que me lo pidiese
rápido porque, si no, me moría yo antes.
—No,
no hables, escúchame primero. Lo que voy a pedirte sé que es algo muy delicado.
Deberías denunciarme y sería despedida en el acto. Pero estaré en la calle
igualmente si no arreglo el marrón en el que estoy metida.
Dime
quién muere y dalo por hecho, Marta, pensé. Seguía sin mirarme. Sus dedos
acariciaron el borde del papel higiénico y sus uñas cuidadas dejaron una fina
marca sobre papel.
—Quiero
entrar en la sala de los servidores.
Deseo
cumplido, mi diosa. ¿Para eso tanto alboroto? Y, como hace frío allí dentro, te
arroparé con mi cuerpo y…
—Quiero
falsear algunos datos.
Espera,
espera. ¿Falsear? Una cosa era matar pero otra bien distinta era modificar las
bases de datos.
—Marta…
—Qué
blandito es, ¿no? —dijo, arañando el rollo de papel con varias uñas.
Pegué
un respingo cuando su otra mano se cerró sobre mi paquete.
No.
No podía ser. Miré abajo por si me lo estaba imaginando. No. Marta me tenía
cogidas las pelotas y la verga con firmeza. Sus dedos largos y finos empuñando
el asunto a través de los pantalones vaqueros. Apretó lo justo para que
sintiese un escalofrío.
Me
cago en todo. Dios bendito.
—¿Qué…
qué quieres cambiar? —farfullé.
—Es
un secreto. No puedes saberlo. Ni tú ni nadie. Y no puede quedar registro
alguno del cambio. Como si nunca hubiese existido. Estoy desesperada ¿Me
ayudarás?
Levanté
la vista de su mano agarrando mis huevos. Me miraba fijamente, sonriéndome, a
dos palmos de distancia, enseñando sus dientes, iluminándose sus ojitos color
miel. Sus labios brillaban.
Tragué
saliva.
—¿Quieres
saber cómo te lo agradecería?
Apoyé
mis manos en la pared cuando bajó la cremallera de mi bragueta. Escurrió su
mano dentro y amasó mis huevos bajo los bóxer. Sus uñas siguieron el contorno
de mi erección, deteniéndose sobre el extremo, arañando el glande. Sus dedos
estaban tibios. Culebreaban y se enroscaban alrededor de la verga. Aunque no
tocó mi piel, sentí su tacto cercano y suave, pero también travieso.
Cogió
una de mis manos por la muñeca y se la llevó entre sus piernas, bajo la falda,
hasta un lugar del que emanaba un calor inmenso. Creí que tenía las bragas
empapadas. Cuando me di cuenta de la ausencia de prenda, al acariciar a
contrapelo el vello afeitado y resbalar mis yemas por el mejunje que surgía de
su raja, cerré los ojos, dispuesto a memorizar cada recoveco, cada pliegue de
su sexo excitado.
Regresé
a la realidad cuando Marta apretó mis huevos con decisión.
—¿Te
vale como adelanto?
Asentí
varias veces. Muchas veces. Miles de veces.
Marta
sonrió nuevamente, sacó mi mano de su coño y llevó mis dedos hasta sus labios. Luego
a los míos. El olor fuerte y agreste de su interior inundó mi paladar cuando
chupé.
—Cuanto
antes, mejor —susurró mientras me sonría y miraba mi lengua rebañar mis dedos,
deleitándome en su sabor.
—Esta
noche —murmuré con mis dedos aún en la boca.
13
HORAS ANTES
—¿Cuál
es la contraseña de “root”?
Levanté
la vista hacia el monitor y fruncí el ceño, confuso. Tan absorto estaba, encandilado
con los bultos que los mofletes de su vulva creaban en sus ceñidas mallas blancas,
que la pregunta me descolocó por completo. Me sorprendió que una mujer vestida
con estrechas mallas, sin evidente ropa interior debajo y con un jersey grueso
de cuello alto, pudiese desenvolverse en un entorno Linux de consola, abriendo
una interfaz gráfica y accediendo a phpmyadmin.
—Te
la escribo yo.
—No,
dímela.
Mientras
repetía mis palabras en el teclado, noté como su sonrisa se iba haciendo más
grande. Meneaba el culo, inclinada sobre la mesa, cambiando el peso de su
cadera de una a otra pierna, comprimiendo los carrillos de su coño
perfectamente contorneado bajo sus mallas de spandex.
—No
mires a la pantalla.
No,
tranquila, que no miro a la pantalla, mi vida.
—Entretente
mejor con este caramelo.
Se
bajó las mallas y dejó sus nalgas al aire.
Dios.
Dios.
El
frío perpetuo que reinaba en la sala de servidores provocó que la piel de su
culo se erizase. Los límites de un bronceado lejano separaban la carne en dos
tonalidades, un triángulo invertido de bordes difusos y lados curvados. La
frontera superior alcanzaba hasta donde la hendidura se difuminaba con la
rabadilla. En el interior de la raja, según perdía mi mirada en las
profundidades de su soberbio culo, un moteado oscuro rodeaba el ojo fruncido,
aún cubierto por algo de vello que escapó al afeitado. Más abajo, de la raja
dentro de la raja, desbordaban varios pliegues asimétricos de carne rosada y
contraída por el frío.
—¿Te
gusta lo que ves?
Mi
silencio fue suficiente respuesta y Marta rió. Dejó de teclear, giró su cabeza
y me miró con esa sonrisa suya, tan traviesa y sugerente. Dobló la espalda,
alzando su grupa.
—Anda,
alégramelo un poco que me estoy quedando tiesa.
Me
arrodillé frente al monumento que enmarcaban el extremo de su jersey y sus
mallas enrolladas.
Como
si estuviese electrificado, lentamente fui posando una mano sobre cada nalga.
La piel estaba tibia. Apreté la carne y la piel se contrajo entre mis dedos.
Separé los dos globos y el ojo fruncido, expuesto con más intensidad al frío,
se cerró con más ahínco. Debajo, los mofletes se separaron y la abertura
sellada hacia el interior de Marta apareció rodeada de pliegues. Acerqué mi
boca y exhalé mi aliento caliente sobre la entrada. El coño y el ano
agradecieron la bocanada. El ojo fruncido se desfrunció y la vagina mostró su
entrada.
—Joder,
qué gusto. Vamos, pasmarote, dale bien —me animó Marta tras un gemido.
Abrí
más la boca y comí todo lo que pude abarcar.
Lejano,
un jadeo hondo se oyó.
Sorbí
la carne mientras hundía con fuerza las uñas en las nalgas. Una generosa ración
de saliva caliente ayudó a ablandar y despegar las porciones rebeldes. Lamí el
interior hasta anclar mi lengua en la entrada.
—¡Ábrete,
sésamo! —murmuré dichoso al coño ensalivado.
Y
la entrada se abrió. Mi lengua atravesó el anillo de entrada, accediendo a la
jugosa vagina.
Un
grito de Marta me confirmó que tampoco ella estaba preparada para los efectos
de la penetración. Sus piernas temblaron y amenazaron con derrumbar el resto de
su cuerpo sobre mi cara.
—¡Hostia
bendita!
Marta
apretó el culo y su coño se cerró. Obstinado, separé de nuevo su culo, mi
lengua se abrió paso, mis labios apresaron los pliegues alrededor del clítoris
erecto y mis dientes pellizcaron la carne. Y por si aquello no bastase, mis
dedos se acercaron al ojo fruncido, colocándose encima de la entrada. Era una
advertencia en toda regla. O te abres o te abro.
—Ni
lo sueñes —dijo entre jadeos.
Mis
uñas acariciaron las nervaduras de su esfínter.
Sus
rodillas temblaron, sus piernas se doblaron.
Bastó
un nuevo soplo de aliento encendido por la zona para derrumbar su tenacidad. La
punta de un dedo se coló por la rendija oscura y mi lengua se introdujo entera
por la otra.
Oí
como sus dedos resbalaban por el teclado y la mesa que sostenía el monitor
vibraba.
—¡Para,
joder, para que me da algo! ¡Así no se puede hacer nada!
Penetré
su culo hasta la primera falange, sintiendo como el anillo intentaba constreñir
el avance. Sin ningún éxito.
Sus
piernas temblaron, incontroladas, incapaces de hacer frente al derrumbamiento
general. Mientras, deslicé mi otra mano entre sus piernas, ascendí por su pubis
afeitado, entré dentro del jersey, palpé su vientre convulso, y agarré una teta
colgante.
Aquello
fue el acabose. Me aparté justo antes de que Marta aterrizase de culo.
Se
volvió hacia mí. Su mirada dejaba traslucir un enfado monumental, una ira
genuina. No sonreía. Tenía los dientes y los labios apretados, en un gesto de
furia total. Sus mejillas ardían y sus orejas estaban inflamadas.
—Trae
acá, me cago en todo.
Sus
dedos aterrizaron sobre mi paquete y abrieron mis pantalones con ansia
desmedida. Sacó la polla y los huevos y se comió la verga entera de un bocado.
Jamás
había visto nada semejante. Sus labios y nariz se hundieron hasta mi vello. Mi
polla arañaba su paladar, próxima a su glotis. Cuando el miembro fue saliendo a
la luz una gruesa capa de saliva lo bañaba, escurriéndose hacia mi vello. Sus
labios formaban un sello imperfecto y sus dientes arañaban las protuberancias
de las venas. El glande no llegó a ver la luz del frío cuarto de servidores.
Volvió a tragarse la verga de nuevo, esta vez amasando con rudeza mis huevos.
Entre sus dedos cálidos, la piel del escroto recuperó su elasticidad natural y
los huevos danzaron entre sus dedos.
Marta
me la chupaba con una maestría, técnica y devoción imposibles. No necesitaba
mirarme para saber cuándo acelerar sus lamidas, cuándo sorber con mayor ímpetu,
cuándo estrujar mis huevos. Le bastaban mis jadeos, mis gemidos, mis gritos.
Aún así, me miraba, taladrándome con esos ojos suyos, de párpados entornados,
sonrientes, consciente de saberse dueña absoluta de mi polla. Sus miradas,
incluso ocultas tras varios mechones rizados volcados sobre su frente, servían
para hacerme partícipe de su esmerada y honda mamada.
Incluso
cuando me corrí, su depurada técnica impidió que pensase que era yo quien
eyaculaba. Sorbía con tanto ímpetu que era ella quien extrajo mi semen. Ni por
un momento tuve duda de que aquello fue un ordeño en toda regla, una extracción
calculada y sistematizada. Y no por ello dejé de gritar como un descosido, abandonándome
al mejor orgasmo que tuve y, seguramente, tendré en mi vida.
Los
mismos minutos que necesité para recuperarme son los que Marta necesitó para
terminar aquello que estuviese haciendo en mis bases de datos. Presa de un
mareo del que tardé en sofocar, espatarrado en el suelo, solo acertaba a mirar
la mancha húmeda que ensuciaba sus mallas a la altura del coño.
Un
silencio absoluto reinaba en la celda. Mis compañeros de barrotes me miraban
absortos, con los brazos y las piernas cruzadas, inclinados hacia mí,
inmóviles.
—Entonces,
era verdad eso que decía…
Asentí
con una sonrisa radiante.
—Me
dejó seco. Pero seco, seco. Hasta la última gota.
—¿Y
dónde dices que puedo encontrar a la piba esa?
Me
giré hacia el canijo con la cara cortada que tenía al lado.
—No
tienes que ir muy lejos. La puerta de al lado, calabozo de mujeres.
—Oye,
oye, espera. ¿Qué también la trincaron?
Abrí
la boca para responder pero un funcionario se acercó hasta la entrada y abrió
la puerta.
—Manuel
Pardo.
—Soy
yo —respondí, poniéndome en pie.
—Puedes
salir. Se han retirado los cargos.
Mi
salida conllevó un murmullo de protestas entre mis compañeros.
—¡Pero
no nos dejes así, cabrón! ¿Qué cojones pasó?
Firmé
varios papeles en la mesa del funcionario.
—¿Está
todo?
—Sí,
puede marchar.
Mientras
andaba por el pasillo de salida de la comisaría, seguía oyendo los gritos de
mis ex compañeros de celda.
—¡Cuando
salga, te juro que te mato, hijo de puta! ¡Ven aquí y termina la historia!
DIEZ
DÍAS ANTES
Los
socios del bufete se revolvieron en sus sillones. Uno se acercó a la oreja de
otro y murmuró algo que no llegué a oír pero el que escuchaba sonrió y luego
negó con la cabeza.
El
que presidía el consejo tamborileó el extremo de su pluma varias veces sobre la
amplia mesa lacada de edad y coste indeterminables. Abrió de nuevo una carpeta
y ojeó las hojas cubiertas de información impresa.
—¿Está
seguro de lo que dice, señor Pardo?
Carraspeé
y tragué saliva.
—Las
cifras no mienten. Ahí está el informe —dije intentando mantenerme erguido en
la incómoda silla que me habían facilitado.
—A
ver si lo he entendido porque a mi todo esto de la informática me da dolor de
cabeza. Yo uso el Word y poco más, ¿sabe? Pero de leyes sé lo suficiente para
limpiarme el culo con billetes de cincuenta, ¿entiende?
Asentí
con firmeza sin achantarme.
—Usted
nos dice que alguien está inventándose clientes falsos, los cuales generan
partidas de ingresos que luego son cubiertas con gastos ficticios. Y la
diferencia, en contra nuestra, es retirada e ingresada en otra cuenta ubicada
en un paraíso fiscal.
—Correcto.
Más
murmullos.
—¿Usted
nos toma por idiotas, verdad, hijo?
—Yo
no. El que les estafa, sí. Y lo hace tan bien que si no hubiese creado bases de
datos para ordenar toda su información, en poco tiempo tendría que conformarse
con billetes de cinco para limpiarse el culo, con el peligro inherente a
mancharse los dedos, dado el menor tamaño del billete, claro.
Se
levantó de su sillón y se dio un paseo por la sala. Parecía ya imaginarse el
escozor que podría sentir ante tal posibilidad.
—¿Por
qué las auditorías no le han pillado?
—¿Quizá
porque confían demasiado en ella y se encarga de aprobarlas?
Uno
de los socios dio un golpe con sus manos abiertas sobre la mesa que restalló
como un trueno.
—¡Es
imposible que Marta Rojas haga eso!
Me
permití una sonrisa.
—¿Por
qué? ¿Porque “la chupa muy bien”?
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