--Relato procedente del XX Ejercicio de Autores--
Las cosas
cambian. Nosotros cambiamos.
Para mejor o
para peor.
Una noche al
llegar a casa, cuando volvía de la fábrica, me encontré Raquel, mi mujer, sentada
en el sofá, mirando la televisión.
—Hola, cariño.
Ya he llegado.
No estaba puesta
la mesa. Ningún plato, ni siquiera el mantel, los vasos, los cubiertos.
—¿Ya has cenado?
—dije extrañado. Solía esperarme para cenar, excepto cuando tenía turno doble.
Negó con la cabeza,
sin dejar de mirar la televisión. Seguía vestida de azafata: falda azul, blusa
blanco perla, tacones pronunciados y alfileres en el pelo. Incluso llevaba
puestas las medias.
Fruncí el ceño.
—¿Qué pasa?
—Me han
despedido.
Mi mochila con
la ropa del trabajo cayó al suelo. Ni me enteré de que la había dejado caer. Al
mirarla en el suelo descubrí a su alrededor una alfombra de pañuelos de papel
arrugados.
—¿Por qué?
—murmuré.
—Porque… porque
sí.
—¿Por qué sí?
Se giró hacia mí
y me negó con la cabeza. Alcanzó el paquete de cigarrillos que estaba sobre la
mesa y, sacando uno, lo encendió. Sus dedos temblaban, como zarandeados en un
vendaval.
Esperé varios
minutos mientras ella seguía mirando la televisión, un absurdo concurso donde
los participantes reían sin parar y el presentador mostraba mucho los dientes.
—¿No vas a
contarme nada más?
—No. Hoy no,
Enrique. Déjame sola, por favor. Hay algo de comer en el frigo, no sé, hazte un
sándwich de lo que sea.
—¿Tú no cenas?
—insistí.
Su cara se
contrajo hasta convertirse en una máscara de furia. Pero no la duró mucho. Raquel
nunca se enfadaba. Parpadeó varias veces, las lágrimas se desparramaron por sus
mejillas. El rímel se corrió en regueros grises.
Me acerqué a
ella, la tomé de los brazos y, ahuecando mi mano sobre su nuca, dejé que
llorase sobre mi hombro. Lloraba desconsolada, sorbiendo por la nariz, con hipo
y todo, como si todo su mundo se hubiese desintegrado. Y yo quería recordarla
que me tenía a su lado.
El consuelo duró
poco. Se apartó de mí, volvió a sentarse en el sofá. Se subió la falda hasta la
cintura y así pudo abrir las piernas para inclinarse sobre el cenicero. Se
arrascó allí donde el elástico de los pantis presionaban sobre el de la braga.
Fue a coger un pañuelo de papel del paquete pero, al final, se enjugó las lágrimas con el dorso de la
mano, siguió fumando y viendo la televisión con expresión alelada.
—Lo siento
mucho, Raquel. No sé cómo...
Saltó hecha una
furia. Aplastó la colilla contra el cenicero a la vez que con la otra la
apretaba en un puño.
—¡Enrique, déjame
en paz, hostias!
Me asusté. Nunca
la había escuchado un «hostias».
No hablamos más
esa noche.
Al día
siguiente, Raquel estuvo distante, retraída. Me costó que hablase sobre lo que
había ocurrido. Era reacia a pronunciar más de tres o cuatro palabras seguidas.
Sin embargo, la descubrí varias veces murmurando, hablando para sí en voz
baja. Me preocupaba.
Pero las
preocupaciones no habían hecho más que comenzar.
Al cabo de cuatro
días, terminada mi jornada, me dirigí al piso superior a fichar mi salida. El
«Estornino», un hombre larguirucho de administración y que viste siempre de
negro esperaba junto a la máquina. Fue entregando una ristra de sobres a muchos
de nosotros. Para mí también hubo.
—¿Qué cojones es
esto? —dijo la Pruden, la oficial de Soldadura, encarándose con él y agitando
la hoja desdoblada del interior.
—La carta de
despido.
—¿Nos echas?
—No, cuidado. Yo
no. La empresa os echa, o sea, rescinde el contrato —aclaró el «Estornino».
—O sea, que
estoy fuera. Pues mira, ahora que lo sé, ya puedo decir que me cago en tu puta
madre.
El «Estornino»,
inmutable, con aún varios sobres de la mano, desvió la vista y siguió esperando
a varias personas más. Tenía un buen taco de sobres. Una caja llena de ellos,
de hecho, a sus pies.
—¿A que a ti no
te despiden? —siguió atacando la Pruden, a su lado.
—Acabo de
decirte…
Yo no escuchaba.
Había abierto el sobre y leía a trompicones la carta de despido. En ella, a
modo de resumen, se habían subrayado varias palabras que, leídas todas juntas,
permitían entender el contenido en apenas diez segundos: “Ajuste”, “Descenso de
demanda”, “Acogiéndonos a la fórmula laboral de un Expediente Regulador de
Empleo”, “Rescisión”, “Finalización”.
El «Estornino»
tuvo que salir por patas escaleras arriba, hasta las oficinas de
Administración, antes de que le arreasen.
Al cabo de dos
minutos bajó escoltado por dos seguratas. Ambos tenían gafas de sol, ceño
fruncido y las manos apoyadas en sendas porras.
—A ver —dijo uno
señalando al «Estornino» con la mirada—. El que tenga sobre, que seréis todos,
formar una fila. El que ya no trabaje aquí, que se largue cagando leches. A los
demás esto no les importa una mierda.
Luego supe, al
día siguiente, que la Pruden inició la gresca. Vino hasta la Guardia Civil,
creo que se la llevaron detenida y todo. Me dijeron que gritaba como una
descosida, chillando como un cochino desangrándose en la matanza.
Pero eso no fue
lo jodido. Lo jodido era llegar a casa con aquel sobre.
No pensé mucho
en cómo dar la noticia.
—Bueno, ya somos
dos —dije a modo de saludo cuando llegué a casa por la noche.
Raquel había
recuperado la sonrisa hacía días. Se arreglaba como cualquier día que fuese a
trabajar. Era su costumbre. Se vestía y todo para ir al curro, aunque no
saliese de casa. Pasaba el polvo con tacones, incluso.
—¿Dos qué? ¿Qué
ahora tienes dos sueldos?
—No, que ahora
somos dos en el paro.
Durante los
primeros segundos, vi en su cara que aún pensaba que estaba siguiéndola la
gracia. Luego borró la sonrisa. Las comisuras de sus labios pintados iniciaron
un descenso abrupto, sus ojos se volvieron vidriosos y arrugó el mentón.
De inmediato
borró la decepción y la tristeza de su cara y la transformó en ira. Su mirada adquirió
un semblante siniestro. No la reconocía.
—¿Qué coño has
hecho, desgraciado?
—O qué no he
hecho. Somos muchos. Es un ERE.
—¿Así, sin más?
—Sí, así, sin
más. Todos a la puta calle.
—No me jodas,
hostias, no me jodas tú también, que ya estoy bien jodida, hostias. A ti no te
pueden largar.
Muchas «hostias»
seguidas. Raquel se había aficionado a esa palabra.
—Pues si no te
gusta, díselo a ellos.
—Me cago en su
puta madre. ¿Y ahora, qué?
Tragué saliva.
No sabía qué responder. Permití que también la ira me nublase las palabras.
—Yo qué cojones
sé. No tengo ni zorra idea. Piensa tú, no te jode.
—¿Y la hipoteca?
—Y la hipoteca…
y la hipoteca… la puta hipoteca ¡Pues no sé, hija, no sé! Deja de tocarme los
huevos, anda.
Se puso a la
defensiva.
—No, hijo, no.
Yo no te los toco. Ya tendrás tiempo de sobra para hacerlo tú solito. Te lo
aseguro.
Creo que la
transformación de Raquel se aceleró en ese preciso momento.
Un mes más
tarde, cuando habíamos empapelado con nuestros currículums toda oferta que veíamos
en la calle, saturado los portales de empleo en internet, y viendo que la cosa
iba para largo, decidimos poner en alquiler una de las habitaciones. Con eso y
nuestras prestaciones podíamos llegar a final de mes sin arrastrarnos demasiado
entre nuestras familias.
Mi madre llamaba
cada día, la suya también. No quiero pensar que fuese porque eran nuestros
avalistas en el piso, pero era algo que no se me quitaba de la cabeza. Un día me
pillaron de bravas, así se lo solté así a mi suegra, cuando Raquel estaba
meando.
—Que no, Teresa,
que no. Tranquila que no os quedaréis en la calle, coño.
Raquel se puso
al aparato después. Al rato, tras colgar el teléfono a su madre, Raquel se
encaró conmigo.
—¿Qué coño la
has dicho a mi madre que me estaba llorando?
—La puta verdad.
Mierda, si es que parece que les preocupa más perder su jodida casa que cómo
estemos nosotros.
Suspiró
decepcionada.
—Gilipollas
—soltó antes de encerrarse en el dormitorio.
Al cabo de dos
semanas llamaron por la habitación. Era un hombre con acento rumano. Quedamos
por la tarde para que viese la habitación.
—¿Tú para qué
coño le dices que venga? —protestó Raquel cuando volvió de hacer la compra. Le
conté lo del acento—. Yo no quiero rumanos en casa.
—Claro, mujer,
claro. Como estamos desbordados de ofertas… Anda, cállate.
Raquel abrió la
boca para contestar pero me hizo caso, calló.
Sin embargo, la
cuesta debajo de nuestra relación se hizo más pronunciada. No hacíamos más que
discutir a cada minuto. Saltábamos por cualquier cosa, daba igual lo que fuese,
incluso por el ruido que hacíamos al comer.
—Mastica con la
boca cerrada por lo menos, ¿no?
—La tengo
cerrada. ¿Y tú?
—¿Yo qué?
—Nada.
—¿Nada qué?
Venga, dilo.
Manotazo sobre
la mesa. Tintineo de cubiertos y zarandeo de vasos.
—Calla y come,
hostia puta, que me tienes hasta los huevos, Raquel.
Y luego venían
unos diez minutos de silencio hasta que saltábamos por lo siguiente.
Ni nos
tocábamos. Ni un beso, ni un abrazo. Y ya hacer el amor… mejor llamémoslo follar,
porque amor no había ya entre nosotros. Eso sí, en la cama seguían los envites.
—Te huelen los putos
pies.
—Qué me van a
oler. ¿Desde cuándo?
—De siempre.
Vete a lavártelos, no quiero dormir atufada.
—Antes no te
quejabas. Y ahora sí. Si no quieres morir atufada, vete a dormir al sofá.
—Pero qué cerdo
eres, hijo.
—¿Y tú?
—¿Yo qué?
—No, tú nada,
claro. Tú nunca nada. Perfecta en toda tu gloria. La marrana más limpia del
corral.
—Subnormal.
El rumano llegó
tarde. Y vino acompañado de un chiquillo. Les enseñé yo la casa y la habitación
porque Raquel se negó a hacer nada. Sentada en el sofá, fingiendo ver la
televisión, no perdía ojo de nuestros movimientos.
Les gustó la
habitación. Quisieron regatear el precio y fue entonces cuando Raquel se
levantó con el cigarrillo en los labios y el ceño fruncido.
—Esto no es
puñetero mercadillo. La habitación son 400 euros. Y punto pelota.
Me interpuse
entre los rumanos y ella, mediando una sonrisa de disculpa. Pero Raquel me
apartó, no estaba dispuesta a dejar el tema monetario en mis manos.
—He visto otros
más baratos —terció el rumano, arrastrando las eses.
—Seguro que sí —respondió
ella, enseñando los dientes—. Pero éste tiene cuatro paredes, techo y agua
corriente.
Un silencio
sepulcral sobrevino, sólo roto por el sonido de la televisión.
—Tengo que
pensarlo.
—Pues vale, tú
mismo —arremetió ella, sin dar cuartel—. Entiendo que no tengáis tanto dinero.
Marcharon
escopetados. Yo también habría hecho lo mismo: Raquel estaba dispuesta a
enzarzarse en una discusión sin dudarlo.
En cuanto cerré
la puerta, Raquel se asomó por la ventana para verlos salir del portal.
—Estos llaman
mañana.
—¿Tú crees?
—pregunté con sorna. Lo dudaba horrores.
Afirmó con la
cabeza y sin decir nada más, me cogió de la mano y me llevó en dirección al
dormitorio.
—¿Qué haces? —se
me ocurrió preguntar.
—¿No quieres
follar? Yo es que no puedo más. ¿No te fijaste en el pollón del rumano? Sin
calzoncillos ni nada, hala, meneándola como un chorizo de Cantimpalo. Estoy que
reviento por carne caliente. El coño me pide guerra, tú verás.
Fue la gota que
colmó el vaso. ¿Con que era eso en lo que se fijaba Raquel mientras les
enseñaba el piso? Zorra.
Tiré de ella,
deteniéndola en su carrera hacia el dormitorio,
y la encajoné entre mis brazos, bien arrimada a la pared del pasillo. La
miré a los ojos. Brillaban como dos piedras ámbar, incandescentes en la
penumbra. El deseo era evidente en su mirada. Y en su respirar, agitado,
tumultuoso. Tan cerca como estaba de ella, me llegaron las vaharadas de lujuria
de su boca, su aliento encendido, el calor desprendiéndose de sus mejillas.
Nos comimos la
boca cual posesos, como si nuestras lenguas calmasen una sed inmensa mutuamente.
Me apreté a ella, llevando sus brazos por encima de su cabeza, tomándola de las
muñecas y presionando mi entrepierna sobre su vientre. Abrió las piernas,
presioné mi paquete contra su pubis. Lamí su cuello con frenesí, husmeando y
retorciendo mi cara por las depresiones formadas entre sus clavículas y los
hombros.
—Hijo de puta,
cómo me pones, cabrón.
La tomé del
cuello y apreté hasta ver como su cara enrojecía. De las comisuras de sus
labios manaban sendos regueros de saliva y su sonrisa lobuna, torva me
enardecía aún más si cabe.
—Puta de los
cojones.
Me miraba con
los ojos entornados, exhibiendo una superioridad irreverente, provocadora,
soberbia a más no poder. Le gustaba verme perder los papeles. Yo la tendría
agarrada por el cuello, pero ella la que me tenía a su merced, consciente de
que había despertado mi instinto más animal. Sonreía, y su sonrisa me cabreaba
y calentaba todavía más. Iba a enseñarla que jugar con animales era peligroso.
Solté sus manos
y agarré sus pechos por encima de la blusa nacarada, como si fuesen dos asas,
apretando hasta que gimió dolorida. Machaqué, pellizqué con fuerza
desacostumbrada sus pezones endurecidos hasta hacerla chillar. Una de sus manos
bajó rápido entre mis piernas y apretó con fuerza hasta hacerme gemir.
—¿Aprieto más,
jodido cabrón?
—No hay huevos,
puta —sonreí enseñando los dientes y apretando frente contra frente. Empujé
todo mi cuerpo sobre el suyo.
Su espalda y
nuca se clavaron a la pared. El golpe retumbó hasta en el techo. Raquel chilló
dolorida.
—Para, joder, me
haces daño de verdad.
La agarré del
pelo y tiré de él. Abrió la boca confundida, sorprendida, acojonada. Soltó mis
huevos y la obligué a arrodillarse.
—Ya sabes qué
hacer. Ahora veremos si te gusta el chorizo de Cantimpalo.
Dudó varios
segundos. Tiré del pelo hasta hacerla gemir. Me desabrochó el cinturón, bajó la
bragueta, rebuscó dentro del calzoncillo y sacó mi miembro empalmado.
Desde arriba me
veía la polla enorme, tirante, enrojecida allí donde sus uñas habían hecho
mella. Me pareció más grande de lo habitual. También a ella le sorprendió, la
vi abrir los ojos. Le presioné la cara con ella mientras mantenía tirante su
pelo aunque no quería que se alzase. Me divertía tirar de su pelo, como si cada
cabello suyo fuese el hilo de una marioneta. Una marioneta que tragó mi miembro
de un solo bocado. Su interior estaba caliente, húmedo. La lengua presionaba el
glande sobre el paladar y sus dientes arañaban la piel.
Pocas veces había
disfrutado de una felación. A la Raquel anterior no le hacía mucha gracia
tenerla en su boca. Pero ahora parecía incluso disfrutar. Masajeándome los
huevos, lamía la extensión de mi vara desde el nacimiento del vello hasta la
punta, regando con saliva abundante todo el recorrido con su apéndice bucal.
Pero también usaba labios, dientes, lengua, paladar, carrillos para
proporcionarme un placer que a veces se confundía con el dolor, el placer de
una rudeza propia de la inexperiencia o de la rapidez. O de la mala hostia. De
todas formas, yo estaba disfrutando como un crío con juguete nuevo, dominando
aquella cabeza como si fuese una cometa en medio de un vendaval. Con varios
golpes de pelvis, hundía la polla en su interior de improviso, haciéndola toser
y escupir gruesos cuajarones de saliva espesa que resbalaban por mi tallo abajo
y se acumulaban entre el vello del escroto. Realmente disfrutaba ver a una
Raquel a la que le costaba respirar, con la cara enrojecida y el rímel
dibujando nubes deshilachadas debajo de sus ojos. La pintura de sus labios se
desperdigaba alrededor de los morros y también sobre el tallo que con tanto
afán seguía intentando tragar.
Tiré de ella para
incorporarla, la levanté casi de los pelos, obligándola a agarrarse a mi ropa
como asidero para evitar más dolor. Volví a encajonarla entre mis brazos,
subiendo los suyos bien arriba. Tenía las mejillas enrojecidas, los ojos
llorosos y su maquillaje descolocado. Sus labios hinchados se abrían,
conservando la forma de sello que mi polla había traspasado. Respiraba
salvajemente. La saliva le colgaba del mentón y su cabello, descolocado y
fosco, dibujaba un marco salvaje en su rostro encendido que me volvía loco.
La tomé de las
mejillas y la besé muy hondo, sorbiendo su lengua inflamada, sus labios,
mordiendo la piel de alrededor, besando su mentón y lamiendo la saliva fría que
bañaba su garganta. Raquel se dejaba hacer, bastante tenía con recuperar la
respiración, tomando aliento a un ritmo endiablado, como si el mismo diablo la
hubiese poseído.
De pronto, noté
como sus uñas se clavaban en mi cuello y me obligaban a mirarla de frente.
Entornó los ojos, apretó los labios. Me soltó un tortazo que sonó como un
martillo. Por un instante, una niebla espesa tiño mi vista y, tan pronto como
recuperaba la verticalidad de mi cabeza, otro tortazo, todavía más inesperado,
más potente, me hizo tambalear y caer al suelo. Me había alcanzado la oreja y
el equilibrio de mi cuerpo dejó de existir.
Arrodillado,
gimiendo, notando como la mitad de mi cara ardía, sentí sus dedos tirar de mi
pelo cuando echó a andar. Chillé de dolor. Desarmado y con mi equilibrio en un
estado lamentable, no tuve más remedio que emprender un gatear rápido tras de
ella.
Raquel no tenía
la menor consideración en mi estado. Lo mismo le daba que me magullase con el
marco de las puertas, que resbalara por la alfombra del salón o que golpease mi
cabeza contra el somier de nuestra cama. Me hizo dar un paseo por toda la casa,
como un perro, gateando, tirando de la correa de mi pelo cuando me detenía a
descansar o gemía dolorido. El sabor metálico de la sangre se me acumulaba
entre los labios, la herida del labio me escocía horrores, el tortazo que me
había sacudido había sido de los buenos. Con la polla fuera del pantalón,
colgando como un pingajo, y los cojones meneándose con mis andares era la viva
estampa de un maldito perro, sí. Su perrito faldero.
Llegamos al
dormitorio. Me hizo trepar y tumbarme boca arriba sobre la cama.
—Hija de puta,
me has roto el labio —gemí, notando como de mi labio roto manaba un reguero
hasta mi mamola.
—¡A callar!
—chilló arreándome otro golpe, esta vez sobre el escroto al aire, con la mano
abierta.
Proferí un grito
agudo, hiriente hasta para mis oídos. En un acto reflejo, me doblé sobre mí
mismo, encogiéndome en postura fetal, ocultando mis partes entre las manos.
Espasmos de dolor me taladraron el vientre y los huevos repartieron el
sufrimiento pulsátil por toda mi espalda. La cabeza me daba vueltas y un mareo
insistente me obligó a cerrar los ojos con fuerza.
Luego noté como
Raquel tiraba de mis brazos. Me resistí. Nuevos golpes. Calambres, truenos que
parecían arreciar sobre mi vientre y pubis.
Me dejé hacer,
sin más consuelo que el de suplicar que no me golpease más. Sentí como estiraba
mis brazos por encima de mi cabeza, para luego atar las muñecas y sujetarlas al
cabecero de la cama. Arremangó mis pantalones y calzoncillos hasta dejarme
desnudo.
Cuando abrí los
ojos, acababa de recogerme la camiseta hasta el cuello, formando un grueso
cordón alrededor de mi cabeza y axilas, presionando mi barbilla y garganta.
Raquel sudaba en exceso, grandes manchas oscuras se acumulaban en sus axilas y
costados, tiñendo su blusa blanca de grises oscuros. En su cara se había
instalado una sonrisa cruel, inhumana. Su labio inferior estaba inflamado en
exceso, se lo mordía cada poco, a la vez que me despojaba de toda dignidad.
Era una animal,
un animal peor que yo. Soltaba una risilla queda, complaciente, sádica,
mientras me amarraba los tobillos. Su cabello suelto era poco menos que una
fuente caótica de mechones, similar a la de las muñecas de plástico en manos de
una niña cruel.
Un miedo atroz,
un miedo que me hacía contener la respiración, un miedo que me presionaba la
vejiga me recorrió por completo, desde la punta de los pies hasta la de las
manos.
—No me mires
así, Enrique, que lo vamos a pasar muy bien, coño —sonrió al mirarme, tras
terminar.
Tragué saliva.
Raquel dio un
repaso a todos los nudos, comprobando que estuviesen bien prietos. Había usado
cinturones para sujetarme los tobillos y una bufanda larga para las muñecas.
—¿Estás cómodo?
Negué con la
cabeza. Pasé mi lengua por el labio abierto y mil alfileres parecieron punzar
mi carne.
—No mucho, la
verdad —murmuré intentando mantener el humor en medio de aquel asunto. Tener
los brazos estirados, flanqueando mi cabeza, coartaba mi respiración y me hacía
complicado hablar.
Chasqueó la
lengua y se encogió de hombros. Luego se pasó el dorso de la mano por los
labios para limpiarse la saliva que le humedecía las comisuras.
No entendía de
qué iba todo esto. Ni lo entendía ni me gustaba.
—Raquel.
—Dime, cariño.
Se sentó en el
borde de la cama para desabrocharse la falda.
—¿De qué coño va
todo esto?
Silencio.
Continuó por quitarse la falda y luego los pantis. Se desabrochó la blusa y
luego se deshizo del sujetador. Marcas oscuras, numerosas y enrojecidas,
moteaban sus pechos, sus hombros y brazos, allí donde había estrujado la carne
cuando la tuve entre mis manos. Se asemejaban a arañas rojas con centenas de
patas que danzaban sobre su torso al son de los movimientos de su cuerpo al
desnudarse.
—¿Te duelen?
Me miró algo
sorprendida, sin saber a qué me refería.
—Los moratones
—aclaré, señalándolos con las mirada.
—Bastante. Eres
un bruto.
—Lo siento. Fue
en el calor del momento.
Se levantó y
salió del dormitorio, caminando despacio, desnuda, dejando que sus nalgas se
mecieran alternando con su caminar despreocupado.
—No lo sientes.
No mientas. Todavía no lo sientes —. Chasqueó la lengua—.Todavía no.
Se giró hacia mí
y mostró un gesto compungido, apenado. Y luego sonrió.
Madre del amor
hermoso. Estaba loca.
—¿Y tú qué?
—protesté. Pero ya había salido—. Tú también me has hecho daño. Tengo el labio
roto, los huevos al jerez y estoy aquí, atado de pies y manos, como un puñetero
guiñapo. ¡Soy tu marido!
Silencio.
Intenté zafarme
de las ataduras. Imposible, las había apretado bien fuerte y con endiablada
precisión: al intentar contraer una pierna el resto de miembros sufrían las
mordeduras de los nudos. Por si fuera poco, la camiseta que tenía enrollada
alrededor de mi cuello y barbilla me hacía difícil respirar, presionando sobre
mi garganta.
Y el calor. El
sofocante calor.
Raquel apareció
al cabo de unos minutos. Seguía desnuda. Vino con un botellín de agua que ya
tenía vacío casi del todo.
—¿Sed?
Asentí con la
cabeza. Me notaba la cara enrojecida.
Bebió un trago y
se inclinó sobre mi boca. Tardé en comprender qué se proponía. Estampó sus
labios sobre los míos. Abrí mi boca y dejó que el agua caliente se deslizase
hacia mi interior. Tragué con avidez.
—Más, por favor
—gemí.
—No hay más. Y
tampoco te la mereces. Además, te noto hambriento. Es hora de comer.
Subió a la cama.
Se arrodilló sobre mi cara, dándome la espalda y plantó su entrepierna en mitad
de mi boca.
Si antes el
calor era abusivo, ahora era mortificante. Todo su coño despedía ráfagas de
sofocantes ardores, mezclados con vapores mareantes.
—¡Cómemelo,
hostias! —chilló Raquel.
La situación no
era excitante. No era erótica. Pero la voz autoritaria de Raquel era tajante.
Apretó su trasero con más ímpetu sobre mi cara, exigiendo ser obedecida.
Abrí la boca y
comí. No me quedaba otro remedio que seguir la sencilla instrucción de mi
mujer, sin saber cómo acabaría todo esto.
No sé de dónde
saqué la saliva para lubricar mis lamidas. Me dolía aún el labio partido pero
imprimí a mis labios un movimiento vertiginoso, imaginando que si se corría
pronto, antes me dejaría libre.
Un gemido largo
y hondo por parte de Raquel aprobó mi acometida. Su sexo, además de ardiente,
estaba hinchado. El clítoris alcanzó a las pocas lamidas un tamaño
considerable. En mi tarea de prospección su presencia endurecida destacaba
entre todos los demás tejidos blandos y untuosos.
Los meneos del
culo de Raquel pronto se convirtieron en una cabalgadura en toda regla sobre mi
cara.
Absorbido por mi
tarea, ni me di cuenta del trabajo que mi mujer estaba realizando en mi polla.
Sus nalgas me impedían ver más allá de su coño y, empotrado como estaba por el
peso de su trasero sobre la almohada, sus jadeos me llegaban entrecortados.
Solo sentí que se estaba ocupando de mi miembro cuando aprecié la mordedura de
sus uñas en el tallo y los sopapos en mis ya maltratados huevos.
Y, sin embargo,
a pesar de la mortificación de mis partes, tuve que reconocer que sus manos
empuñaban una polla increíblemente dura. Aplicaba fricciones y sacudidas
salvajes y los golpes sobre los huevos, dios de mi vida, me estaban
enloqueciendo. Dolían sí, pero también estimulaban.
¿Qué aberración
era ésta en la que disfrutaba de los maltratos que sufría mi sexo?
Sonidos roncos
brotaron de mi garganta. Me apliqué, más si cabe, en proporcionar una
estimulación aún más ruda al coño de Raquel. No como agradecimiento al placer
que me prodigaba, sino más bien una respuesta involuntaria de mi excitación, la
cual ni reconocía ni entendía. Sorbí labios y carne, lamí con frenesí y penetré
la entrada del coño. Toda mi cara estaba empapada de jugos procedentes de mi
boca y su coño. Sus nalgas resbalaban y la presión de ellas sobre mi cara
producía sonidos de succión. Los gemidos de Raquel se convirtieron en
chillidos, los chillidos en gritos, los gritos en ensordecedores clamores.
Raquel no se cortaba un pelo: las paredes retumbaban, la cama crujía. El escándalo era monumental.
Pero nada en
comparación a su corrida. Alaridos ensordecedores manaron de su boca mezclados
con insultos de todo tipo. Vaya si noté su orgasmo: botó sobre mi cara
enterrando mi cabeza en la almohada. Sus jugos embadurnaron hasta mi cuello. Mi
cabello quedó empapado de fluidos, todo ellos cocidos en la olla de su trasero
a una temperatura infernal.
Sufrí. Claro que
sufrí, dios de todos los dioses: mi nariz retorcida, mi boca sellada. Era como
chapotear en mitad del mar, con los brazos y piernas sujetos, retorciendo tu
cuerpo hasta lo imposible para lograr emerger a la superficie a por una ínfima
bocanada de aire. Hubo momentos en los que tosí, incapaz de retener el poco
aire que lograba respirar entre bote y bote de su culo porque, además, la muy
perra, se apoyaba sobre mi pecho impidiendo que mis pulmones retuviesen el
precioso aire inspirado.
Ignoro cómo
sobreviví a aquel trance. Pero lo cierto es que mi polla no acusó ningún
cansancio: conservaba una dureza endiablada.
Cuando Raquel se
apartó de mí, disfrutado en toda su plenitud el que, seguramente, habría sido
su mejor orgasmo, confiaba en que ahora me ayudase con el mío.
—Ahí te quedas.
Abrí la boca,
asombrado.
—¡No jodas!
—Luego te
desato, que tengo una sed horrible y necesito pegarme una ducha.
—¿Y yo qué? —protesté
indignado. Me notaba la polla cargada, los huevos dispuestos. Mi orgasmo a
punto de emerger.
—Ajo y agua
—sonrió mordiéndose la lengua.
—¡Cacho puta!
—grité ronco. La camiseta enrollada alrededor de mi garganta me producía
sofocos y me impedía levantar la voz— ¡No me dejes así, mierda!
—Te jodes —Se
acercó a mí y me sacudió un sopapo en la cara—. Y cuidadito con lo que me
llamas.
—¡Te mato, te
mato! —aullé a las cuatro paredes— ¡Vuelve, so zorra!
Pero no volvió.
Mi polla, tensa
como una estaca, así se mantuvo, al margen de su total abandono. Pasaron los
minutos y mi instrumento seguía enarbolado, listo para lo que fuese.
—Joder, macho,
¿todavía empalmado? —rió Raquel al aparecer con una toalla sobre su cuerpo y
otra enroscada sobre su cabello— No sé si es patético o impresionante.
—¿Patético?
—rugí fuera de sí. El labio me escoció, la brecha se había abierto de nuevo— ¡Ven
aquí!
Ni se molestó en
reírse. Marchó de nuevo.
Y mi polla
tiesa, expectante. Y el dolor de huevos… ese dolor de huevos, como si los
tuviese repletos de semen, desbordando el interior, preparado para manar a
borbotones.
Pero aquello no
duró demasiado. Poco a poco mi miembro fue acusando el desgaste. Terminó por
encogerse miserablemente. Se agitó varias veces sobre mi pubis y terminó por
desinflarse.
¡Qué desastre,
qué desastre! La mejor de mis erecciones, la más dura, la más persistente.
Habría podido follar una hora entera. Una jodida hora, la madre que la parió.
Rumié mi
venganza. La empalaría, oh, sí, la empalaría hasta oírla chillar. La iba a
destrozar entera.
Solo quería
verla llorar, suplicando clemencia, agotada tras una interminable sesión de
lujuria. Ansiaba oírla chillar, desgañitarse, mientras la azotaba sin descanso
las nalgas al ritmo de mis embestidas.
Raquel tenía que
saber quién era el que mandaba. Y quién la que obedecía.
Tras varios
minutos, Raquel vino de nuevo y comenzó a desatarme.
Miraba al techo,
vista fija, dientes apretados. Dominaba esa sonrisilla que pugnaba por
estirarme los labios, imaginándomela en el suelo, suplicando descanso mientras
la follaba por detrás.
—¿Sin rencor,
verdad, Enrique?
—Por supuesto
—repetí ante su insistencia.
Me lo había
preguntado varias veces antes de desatarme. Y en todas ellas, yo respondí como
buen samaritano, perdonando, olvidando.
¡Y una polla!
Fue entonces,
sólo entonces, una fracción de segundo antes de tener libres las manos, cuando
me di cuenta.
La insolente
verdad me golpeó con tal fuerza que parpadeé incrédulo. No era posible, pero no
cabía otra razón.
Me ayudó a incorporarme
y me senté en el borde de la cama. Me froté las marcas de las muñecas y
tobillos. La espalda me crujía y el cuello estaba agarrotado. Me quité la
camiseta enrollada alrededor de mi cuello despacio, al final tuvo que ayudarme
ella porque mis brazos estaban entumecidos.
—¿Quieres hablar
sobre lo que ha pasado?
Negué con la
cabeza.
—Supongo que te
das cuenta que todo ha sido un juego, ¿no? —insistió.
Me encogí de
hombros.
Transcurrieron
varios minutos, los dos en silencio. Poco a poco iba recuperando la
sensibilidad en todo mi cuerpo. Me toqué el labio y noté como estaba hinchado y
el solo contacto me producía dolor.
—Dime algo,
Enrique. Estás muy callado y no sé qué piensas.
Me giré hacia
ella y la tomé de los hombros.
—Pégame
—supliqué.
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