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lunes, 18 de marzo de 2013

SE ALQUILA HABITACIÓN




--Relato procedente del XX Ejercicio de Autores--


Las cosas cambian. Nosotros cambiamos.
Para mejor o para peor.
Una noche al llegar a casa, cuando volvía de la fábrica, me encontré Raquel, mi mujer, sentada en el sofá, mirando la televisión.
—Hola, cariño. Ya he llegado.
No estaba puesta la mesa. Ningún plato, ni siquiera el mantel, los vasos, los cubiertos.
—¿Ya has cenado? —dije extrañado. Solía esperarme para cenar, excepto cuando tenía turno doble.
Negó con la cabeza, sin dejar de mirar la televisión. Seguía vestida de azafata: falda azul, blusa blanco perla, tacones pronunciados y alfileres en el pelo. Incluso llevaba puestas las medias.
Fruncí el ceño.
—¿Qué pasa?
—Me han despedido.
Mi mochila con la ropa del trabajo cayó al suelo. Ni me enteré de que la había dejado caer. Al mirarla en el suelo descubrí a su alrededor una alfombra de pañuelos de papel arrugados.
—¿Por qué? —murmuré.
—Porque… porque sí.
—¿Por qué sí?
Se giró hacia mí y me negó con la cabeza. Alcanzó el paquete de cigarrillos que estaba sobre la mesa y, sacando uno, lo encendió. Sus dedos temblaban, como zarandeados en un vendaval.
Esperé varios minutos mientras ella seguía mirando la televisión, un absurdo concurso donde los participantes reían sin parar y el presentador mostraba mucho los dientes.
—¿No vas a contarme nada más?
—No. Hoy no, Enrique. Déjame sola, por favor. Hay algo de comer en el frigo, no sé, hazte un sándwich de lo que sea.
—¿Tú no cenas? —insistí.
Su cara se contrajo hasta convertirse en una máscara de furia. Pero no la duró mucho. Raquel nunca se enfadaba. Parpadeó varias veces, las lágrimas se desparramaron por sus mejillas. El rímel se corrió en regueros grises.
Me acerqué a ella, la tomé de los brazos y, ahuecando mi mano sobre su nuca, dejé que llorase sobre mi hombro. Lloraba desconsolada, sorbiendo por la nariz, con hipo y todo, como si todo su mundo se hubiese desintegrado. Y yo quería recordarla que me tenía a su lado.
El consuelo duró poco. Se apartó de mí, volvió a sentarse en el sofá. Se subió la falda hasta la cintura y así pudo abrir las piernas para inclinarse sobre el cenicero. Se arrascó allí donde el elástico de los pantis presionaban sobre el de la braga. Fue a coger un pañuelo de papel del paquete pero, al final,  se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano, siguió fumando y viendo la televisión con expresión alelada.
—Lo siento mucho, Raquel. No sé cómo...
Saltó hecha una furia. Aplastó la colilla contra el cenicero a la vez que con la otra la apretaba en un puño.
—¡Enrique, déjame en paz, hostias!
Me asusté. Nunca la había escuchado un «hostias».
No hablamos más esa noche.
Al día siguiente, Raquel estuvo distante, retraída. Me costó que hablase sobre lo que había ocurrido. Era reacia a pronunciar más de tres o cuatro palabras seguidas. Sin embargo, la descubrí varias veces murmurando, hablando para sí en voz baja.  Me preocupaba.
Pero las preocupaciones no habían hecho más que comenzar.
Al cabo de cuatro días, terminada mi jornada, me dirigí al piso superior a fichar mi salida. El «Estornino», un hombre larguirucho de administración y que viste siempre de negro esperaba junto a la máquina. Fue entregando una ristra de sobres a muchos de nosotros. Para mí también hubo.
—¿Qué cojones es esto? —dijo la Pruden, la oficial de Soldadura, encarándose con él y agitando la hoja desdoblada del interior.
—La carta de despido.
—¿Nos echas?
—No, cuidado. Yo no. La empresa os echa, o sea, rescinde el contrato —aclaró el «Estornino».
—O sea, que estoy fuera. Pues mira, ahora que lo sé, ya puedo decir que me cago en tu puta madre.
El «Estornino», inmutable, con aún varios sobres de la mano, desvió la vista y siguió esperando a varias personas más. Tenía un buen taco de sobres. Una caja llena de ellos, de hecho, a sus pies.
—¿A que a ti no te despiden? —siguió atacando la Pruden, a su lado.
—Acabo de decirte…
Yo no escuchaba. Había abierto el sobre y leía a trompicones la carta de despido. En ella, a modo de resumen, se habían subrayado varias palabras que, leídas todas juntas, permitían entender el contenido en apenas diez segundos: “Ajuste”, “Descenso de demanda”, “Acogiéndonos a la fórmula laboral de un Expediente Regulador de Empleo”, “Rescisión”, “Finalización”.
El «Estornino» tuvo que salir por patas escaleras arriba, hasta las oficinas de Administración, antes de que le arreasen.
Al cabo de dos minutos bajó escoltado por dos seguratas. Ambos tenían gafas de sol, ceño fruncido y las manos apoyadas en sendas porras.
—A ver —dijo uno señalando al «Estornino» con la mirada—. El que tenga sobre, que seréis todos, formar una fila. El que ya no trabaje aquí, que se largue cagando leches. A los demás esto no les importa una mierda.
Luego supe, al día siguiente, que la Pruden inició la gresca. Vino hasta la Guardia Civil, creo que se la llevaron detenida y todo. Me dijeron que gritaba como una descosida, chillando como un cochino desangrándose en la matanza.
Pero eso no fue lo jodido. Lo jodido era llegar a casa con aquel sobre.
No pensé mucho en cómo dar la noticia.
—Bueno, ya somos dos —dije a modo de saludo cuando llegué a casa por la noche.
Raquel había recuperado la sonrisa hacía días. Se arreglaba como cualquier día que fuese a trabajar. Era su costumbre. Se vestía y todo para ir al curro, aunque no saliese de casa. Pasaba el polvo con tacones, incluso.
—¿Dos qué? ¿Qué ahora tienes dos sueldos?
—No, que ahora somos dos en el paro.
Durante los primeros segundos, vi en su cara que aún pensaba que estaba siguiéndola la gracia. Luego borró la sonrisa. Las comisuras de sus labios pintados iniciaron un descenso abrupto, sus ojos se volvieron vidriosos y arrugó el mentón.
De inmediato borró la decepción y la tristeza de su cara y la transformó en ira. Su mirada adquirió un semblante siniestro. No la reconocía.
—¿Qué coño has hecho, desgraciado?
—O qué no he hecho. Somos muchos. Es un ERE.
—¿Así, sin más?
—Sí, así, sin más. Todos a la puta calle.
—No me jodas, hostias, no me jodas tú también, que ya estoy bien jodida, hostias. A ti no te pueden largar.
Muchas «hostias» seguidas. Raquel se había aficionado a esa palabra.
—Pues si no te gusta, díselo a ellos.
—Me cago en su puta madre. ¿Y ahora, qué?
Tragué saliva. No sabía qué responder. Permití que también la ira me nublase las palabras.
—Yo qué cojones sé. No tengo ni zorra idea. Piensa tú, no te jode.
—¿Y la hipoteca?
—Y la hipoteca… y la hipoteca… la puta hipoteca ¡Pues no sé, hija, no sé! Deja de tocarme los huevos, anda.
Se puso a la defensiva.
—No, hijo, no. Yo no te los toco. Ya tendrás tiempo de sobra para hacerlo tú solito. Te lo aseguro.
Creo que la transformación de Raquel se aceleró en ese preciso momento.
Un mes más tarde, cuando habíamos empapelado con nuestros currículums toda oferta que veíamos en la calle, saturado los portales de empleo en internet, y viendo que la cosa iba para largo, decidimos poner en alquiler una de las habitaciones. Con eso y nuestras prestaciones podíamos llegar a final de mes sin arrastrarnos demasiado entre nuestras familias.
Mi madre llamaba cada día, la suya también. No quiero pensar que fuese porque eran nuestros avalistas en el piso, pero era algo que no se me quitaba de la cabeza. Un día me pillaron de bravas, así se lo solté así a mi suegra, cuando Raquel estaba meando.
—Que no, Teresa, que no. Tranquila que no os quedaréis en la calle, coño.
Raquel se puso al aparato después. Al rato, tras colgar el teléfono a su madre, Raquel se encaró conmigo.
—¿Qué coño la has dicho a mi madre que me estaba llorando?
—La puta verdad. Mierda, si es que parece que les preocupa más perder su jodida casa que cómo estemos nosotros.
Suspiró decepcionada.
—Gilipollas —soltó antes de encerrarse en el dormitorio.
Al cabo de dos semanas llamaron por la habitación. Era un hombre con acento rumano. Quedamos por la tarde para que viese la habitación.
—¿Tú para qué coño le dices que venga? —protestó Raquel cuando volvió de hacer la compra. Le conté lo del acento—. Yo no quiero rumanos en casa.
—Claro, mujer, claro. Como estamos desbordados de ofertas… Anda, cállate.
Raquel abrió la boca para contestar pero me hizo caso, calló.
Sin embargo, la cuesta debajo de nuestra relación se hizo más pronunciada. No hacíamos más que discutir a cada minuto. Saltábamos por cualquier cosa, daba igual lo que fuese, incluso por el ruido que hacíamos al comer.
—Mastica con la boca cerrada por lo menos, ¿no?
—La tengo cerrada. ¿Y tú?
—¿Yo qué?
—Nada.
—¿Nada qué? Venga, dilo.
Manotazo sobre la mesa. Tintineo de cubiertos y zarandeo de vasos.
—Calla y come, hostia puta, que me tienes hasta los huevos, Raquel.
Y luego venían unos diez minutos de silencio hasta que saltábamos por lo siguiente.
Ni nos tocábamos. Ni un beso, ni un abrazo. Y ya hacer el amor… mejor llamémoslo follar, porque amor no había ya entre nosotros. Eso sí, en la cama seguían los envites.
—Te huelen los putos pies.
—Qué me van a oler. ¿Desde cuándo?
—De siempre. Vete a lavártelos, no quiero dormir atufada.
—Antes no te quejabas. Y ahora sí. Si no quieres morir atufada, vete a dormir al sofá.
—Pero qué cerdo eres, hijo.
—¿Y tú?
—¿Yo qué?
—No, tú nada, claro. Tú nunca nada. Perfecta en toda tu gloria. La marrana más limpia del corral.
—Subnormal.
El rumano llegó tarde. Y vino acompañado de un chiquillo. Les enseñé yo la casa y la habitación porque Raquel se negó a hacer nada. Sentada en el sofá, fingiendo ver la televisión, no perdía ojo de nuestros movimientos.
Les gustó la habitación. Quisieron regatear el precio y fue entonces cuando Raquel se levantó con el cigarrillo en los labios y el ceño fruncido.
—Esto no es puñetero mercadillo. La habitación son 400 euros. Y punto pelota.
Me interpuse entre los rumanos y ella, mediando una sonrisa de disculpa. Pero Raquel me apartó, no estaba dispuesta a dejar el tema monetario en mis manos.
—He visto otros más baratos —terció el rumano, arrastrando las eses.
—Seguro que sí —respondió ella, enseñando los dientes—. Pero éste tiene cuatro paredes, techo y agua corriente.
Un silencio sepulcral sobrevino, sólo roto por el sonido de la televisión.
—Tengo que pensarlo.
—Pues vale, tú mismo —arremetió ella, sin dar cuartel—. Entiendo que no tengáis tanto dinero.
Marcharon escopetados. Yo también habría hecho lo mismo: Raquel estaba dispuesta a enzarzarse en una discusión sin dudarlo.
En cuanto cerré la puerta, Raquel se asomó por la ventana para verlos salir del portal.
—Estos llaman mañana.
—¿Tú crees? —pregunté con sorna. Lo dudaba horrores.
Afirmó con la cabeza y sin decir nada más, me cogió de la mano y me llevó en dirección al dormitorio.
—¿Qué haces? —se me ocurrió preguntar.
—¿No quieres follar? Yo es que no puedo más. ¿No te fijaste en el pollón del rumano? Sin calzoncillos ni nada, hala, meneándola como un chorizo de Cantimpalo. Estoy que reviento por carne caliente. El coño me pide guerra, tú verás.
Fue la gota que colmó el vaso. ¿Con que era eso en lo que se fijaba Raquel mientras les enseñaba el piso? Zorra.
Tiré de ella, deteniéndola en su carrera hacia el dormitorio,  y la encajoné entre mis brazos, bien arrimada a la pared del pasillo. La miré a los ojos. Brillaban como dos piedras ámbar, incandescentes en la penumbra. El deseo era evidente en su mirada. Y en su respirar, agitado, tumultuoso. Tan cerca como estaba de ella, me llegaron las vaharadas de lujuria de su boca, su aliento encendido, el calor desprendiéndose de sus mejillas.
Nos comimos la boca cual posesos, como si nuestras lenguas calmasen una sed inmensa mutuamente. Me apreté a ella, llevando sus brazos por encima de su cabeza, tomándola de las muñecas y presionando mi entrepierna sobre su vientre. Abrió las piernas, presioné mi paquete contra su pubis. Lamí su cuello con frenesí, husmeando y retorciendo mi cara por las depresiones formadas entre sus clavículas y los hombros.
—Hijo de puta, cómo me pones, cabrón.
La tomé del cuello y apreté hasta ver como su cara enrojecía. De las comisuras de sus labios manaban sendos regueros de saliva y su sonrisa lobuna, torva me enardecía aún más si cabe.
—Puta de los cojones.
Me miraba con los ojos entornados, exhibiendo una superioridad irreverente, provocadora, soberbia a más no poder. Le gustaba verme perder los papeles. Yo la tendría agarrada por el cuello, pero ella la que me tenía a su merced, consciente de que había despertado mi instinto más animal. Sonreía, y su sonrisa me cabreaba y calentaba todavía más. Iba a enseñarla que jugar con animales era peligroso.
Solté sus manos y agarré sus pechos por encima de la blusa nacarada, como si fuesen dos asas, apretando hasta que gimió dolorida. Machaqué, pellizqué con fuerza desacostumbrada sus pezones endurecidos hasta hacerla chillar. Una de sus manos bajó rápido entre mis piernas y apretó con fuerza hasta hacerme gemir.
—¿Aprieto más, jodido cabrón?
—No hay huevos, puta —sonreí enseñando los dientes y apretando frente contra frente. Empujé todo mi cuerpo sobre el suyo.
Su espalda y nuca se clavaron a la pared. El golpe retumbó hasta en el techo. Raquel chilló dolorida.
—Para, joder, me haces daño de verdad.
La agarré del pelo y tiré de él. Abrió la boca confundida, sorprendida, acojonada. Soltó mis huevos y la obligué a arrodillarse.
—Ya sabes qué hacer. Ahora veremos si te gusta el chorizo de Cantimpalo.
Dudó varios segundos. Tiré del pelo hasta hacerla gemir. Me desabrochó el cinturón, bajó la bragueta, rebuscó dentro del calzoncillo y sacó mi miembro empalmado.
Desde arriba me veía la polla enorme, tirante, enrojecida allí donde sus uñas habían hecho mella. Me pareció más grande de lo habitual. También a ella le sorprendió, la vi abrir los ojos. Le presioné la cara con ella mientras mantenía tirante su pelo aunque no quería que se alzase. Me divertía tirar de su pelo, como si cada cabello suyo fuese el hilo de una marioneta. Una marioneta que tragó mi miembro de un solo bocado. Su interior estaba caliente, húmedo. La lengua presionaba el glande sobre el paladar y sus dientes arañaban la piel.
Pocas veces había disfrutado de una felación. A la Raquel anterior no le hacía mucha gracia tenerla en su boca. Pero ahora parecía incluso disfrutar. Masajeándome los huevos, lamía la extensión de mi vara desde el nacimiento del vello hasta la punta, regando con saliva abundante todo el recorrido con su apéndice bucal. Pero también usaba labios, dientes, lengua, paladar, carrillos para proporcionarme un placer que a veces se confundía con el dolor, el placer de una rudeza propia de la inexperiencia o de la rapidez. O de la mala hostia. De todas formas, yo estaba disfrutando como un crío con juguete nuevo, dominando aquella cabeza como si fuese una cometa en medio de un vendaval. Con varios golpes de pelvis, hundía la polla en su interior de improviso, haciéndola toser y escupir gruesos cuajarones de saliva espesa que resbalaban por mi tallo abajo y se acumulaban entre el vello del escroto. Realmente disfrutaba ver a una Raquel a la que le costaba respirar, con la cara enrojecida y el rímel dibujando nubes deshilachadas debajo de sus ojos. La pintura de sus labios se desperdigaba alrededor de los morros y también sobre el tallo que con tanto afán seguía intentando tragar.
Tiré de ella para incorporarla, la levanté casi de los pelos, obligándola a agarrarse a mi ropa como asidero para evitar más dolor. Volví a encajonarla entre mis brazos, subiendo los suyos bien arriba. Tenía las mejillas enrojecidas, los ojos llorosos y su maquillaje descolocado. Sus labios hinchados se abrían, conservando la forma de sello que mi polla había traspasado. Respiraba salvajemente. La saliva le colgaba del mentón y su cabello, descolocado y fosco, dibujaba un marco salvaje en su rostro encendido que me volvía loco.
La tomé de las mejillas y la besé muy hondo, sorbiendo su lengua inflamada, sus labios, mordiendo la piel de alrededor, besando su mentón y lamiendo la saliva fría que bañaba su garganta. Raquel se dejaba hacer, bastante tenía con recuperar la respiración, tomando aliento a un ritmo endiablado, como si el mismo diablo la hubiese poseído.
De pronto, noté como sus uñas se clavaban en mi cuello y me obligaban a mirarla de frente. Entornó los ojos, apretó los labios. Me soltó un tortazo que sonó como un martillo. Por un instante, una niebla espesa tiño mi vista y, tan pronto como recuperaba la verticalidad de mi cabeza, otro tortazo, todavía más inesperado, más potente, me hizo tambalear y caer al suelo. Me había alcanzado la oreja y el equilibrio de mi cuerpo dejó de existir.
Arrodillado, gimiendo, notando como la mitad de mi cara ardía, sentí sus dedos tirar de mi pelo cuando echó a andar. Chillé de dolor. Desarmado y con mi equilibrio en un estado lamentable, no tuve más remedio que emprender un gatear rápido tras de ella.
Raquel no tenía la menor consideración en mi estado. Lo mismo le daba que me magullase con el marco de las puertas, que resbalara por la alfombra del salón o que golpease mi cabeza contra el somier de nuestra cama. Me hizo dar un paseo por toda la casa, como un perro, gateando, tirando de la correa de mi pelo cuando me detenía a descansar o gemía dolorido. El sabor metálico de la sangre se me acumulaba entre los labios, la herida del labio me escocía horrores, el tortazo que me había sacudido había sido de los buenos. Con la polla fuera del pantalón, colgando como un pingajo, y los cojones meneándose con mis andares era la viva estampa de un maldito perro, sí. Su perrito faldero.
Llegamos al dormitorio. Me hizo trepar y tumbarme boca arriba sobre la cama.
—Hija de puta, me has roto el labio —gemí, notando como de mi labio roto manaba un reguero hasta mi mamola.
—¡A callar! —chilló arreándome otro golpe, esta vez sobre el escroto al aire, con la mano abierta.
Proferí un grito agudo, hiriente hasta para mis oídos. En un acto reflejo, me doblé sobre mí mismo, encogiéndome en postura fetal, ocultando mis partes entre las manos. Espasmos de dolor me taladraron el vientre y los huevos repartieron el sufrimiento pulsátil por toda mi espalda. La cabeza me daba vueltas y un mareo insistente me obligó a cerrar los ojos con fuerza.
Luego noté como Raquel tiraba de mis brazos. Me resistí. Nuevos golpes. Calambres, truenos que parecían arreciar sobre mi vientre y pubis.
Me dejé hacer, sin más consuelo que el de suplicar que no me golpease más. Sentí como estiraba mis brazos por encima de mi cabeza, para luego atar las muñecas y sujetarlas al cabecero de la cama. Arremangó mis pantalones y calzoncillos hasta dejarme desnudo.
Cuando abrí los ojos, acababa de recogerme la camiseta hasta el cuello, formando un grueso cordón alrededor de mi cabeza y axilas, presionando mi barbilla y garganta. Raquel sudaba en exceso, grandes manchas oscuras se acumulaban en sus axilas y costados, tiñendo su blusa blanca de grises oscuros. En su cara se había instalado una sonrisa cruel, inhumana. Su labio inferior estaba inflamado en exceso, se lo mordía cada poco, a la vez que me despojaba de toda dignidad.
Era una animal, un animal peor que yo. Soltaba una risilla queda, complaciente, sádica, mientras me amarraba los tobillos. Su cabello suelto era poco menos que una fuente caótica de mechones, similar a la de las muñecas de plástico en manos de una niña cruel.
Un miedo atroz, un miedo que me hacía contener la respiración, un miedo que me presionaba la vejiga me recorrió por completo, desde la punta de los pies hasta la de las manos.
—No me mires así, Enrique, que lo vamos a pasar muy bien, coño —sonrió al mirarme, tras terminar.
Tragué saliva.
Raquel dio un repaso a todos los nudos, comprobando que estuviesen bien prietos. Había usado cinturones para sujetarme los tobillos y una bufanda larga para las muñecas.
—¿Estás cómodo?
Negué con la cabeza. Pasé mi lengua por el labio abierto y mil alfileres parecieron punzar mi carne.
—No mucho, la verdad —murmuré intentando mantener el humor en medio de aquel asunto. Tener los brazos estirados, flanqueando mi cabeza, coartaba mi respiración y me hacía complicado hablar.
Chasqueó la lengua y se encogió de hombros. Luego se pasó el dorso de la mano por los labios para limpiarse la saliva que le humedecía las comisuras.
No entendía de qué iba todo esto. Ni lo entendía ni me gustaba.
—Raquel.
—Dime, cariño.
Se sentó en el borde de la cama para desabrocharse la falda.
—¿De qué coño va todo esto?
Silencio. Continuó por quitarse la falda y luego los pantis. Se desabrochó la blusa y luego se deshizo del sujetador. Marcas oscuras, numerosas y enrojecidas, moteaban sus pechos, sus hombros y brazos, allí donde había estrujado la carne cuando la tuve entre mis manos. Se asemejaban a arañas rojas con centenas de patas que danzaban sobre su torso al son de los movimientos de su cuerpo al desnudarse.
—¿Te duelen?
Me miró algo sorprendida, sin saber a qué me refería.
—Los moratones —aclaré, señalándolos con las mirada.
—Bastante. Eres un bruto.
—Lo siento. Fue en el calor del momento.
Se levantó y salió del dormitorio, caminando despacio, desnuda, dejando que sus nalgas se mecieran alternando con su caminar despreocupado.
—No lo sientes. No mientas. Todavía no lo sientes —. Chasqueó la lengua—.Todavía no.
Se giró hacia mí y mostró un gesto compungido, apenado. Y luego sonrió.
Madre del amor hermoso. Estaba loca.
—¿Y tú qué? —protesté. Pero ya había salido—. Tú también me has hecho daño. Tengo el labio roto, los huevos al jerez y estoy aquí, atado de pies y manos, como un puñetero guiñapo. ¡Soy tu marido!
Silencio.
Intenté zafarme de las ataduras. Imposible, las había apretado bien fuerte y con endiablada precisión: al intentar contraer una pierna el resto de miembros sufrían las mordeduras de los nudos. Por si fuera poco, la camiseta que tenía enrollada alrededor de mi cuello y barbilla me hacía difícil respirar, presionando sobre mi garganta.
Y el calor. El sofocante calor.
Raquel apareció al cabo de unos minutos. Seguía desnuda. Vino con un botellín de agua que ya tenía vacío casi del todo.
—¿Sed?
Asentí con la cabeza. Me notaba la cara enrojecida.
Bebió un trago y se inclinó sobre mi boca. Tardé en comprender qué se proponía. Estampó sus labios sobre los míos. Abrí mi boca y dejó que el agua caliente se deslizase hacia mi interior. Tragué con avidez.
—Más, por favor —gemí.
—No hay más. Y tampoco te la mereces. Además, te noto hambriento. Es hora de comer.
Subió a la cama. Se arrodilló sobre mi cara, dándome la espalda y plantó su entrepierna en mitad de mi boca.
Si antes el calor era abusivo, ahora era mortificante. Todo su coño despedía ráfagas de sofocantes ardores, mezclados con vapores mareantes.
—¡Cómemelo, hostias! —chilló Raquel.
La situación no era excitante. No era erótica. Pero la voz autoritaria de Raquel era tajante. Apretó su trasero con más ímpetu sobre mi cara, exigiendo ser obedecida.
Abrí la boca y comí. No me quedaba otro remedio que seguir la sencilla instrucción de mi mujer, sin saber cómo acabaría todo esto.
No sé de dónde saqué la saliva para lubricar mis lamidas. Me dolía aún el labio partido pero imprimí a mis labios un movimiento vertiginoso, imaginando que si se corría pronto, antes me dejaría libre.
Un gemido largo y hondo por parte de Raquel aprobó mi acometida. Su sexo, además de ardiente, estaba hinchado. El clítoris alcanzó a las pocas lamidas un tamaño considerable. En mi tarea de prospección su presencia endurecida destacaba entre todos los demás tejidos blandos y untuosos.
Los meneos del culo de Raquel pronto se convirtieron en una cabalgadura en toda regla sobre mi cara.
Absorbido por mi tarea, ni me di cuenta del trabajo que mi mujer estaba realizando en mi polla. Sus nalgas me impedían ver más allá de su coño y, empotrado como estaba por el peso de su trasero sobre la almohada, sus jadeos me llegaban entrecortados. Solo sentí que se estaba ocupando de mi miembro cuando aprecié la mordedura de sus uñas en el tallo y los sopapos en mis ya maltratados huevos.
Y, sin embargo, a pesar de la mortificación de mis partes, tuve que reconocer que sus manos empuñaban una polla increíblemente dura. Aplicaba fricciones y sacudidas salvajes y los golpes sobre los huevos, dios de mi vida, me estaban enloqueciendo. Dolían sí, pero también estimulaban.
¿Qué aberración era ésta en la que disfrutaba de los maltratos que sufría mi sexo?
Sonidos roncos brotaron de mi garganta. Me apliqué, más si cabe, en proporcionar una estimulación aún más ruda al coño de Raquel. No como agradecimiento al placer que me prodigaba, sino más bien una respuesta involuntaria de mi excitación, la cual ni reconocía ni entendía. Sorbí labios y carne, lamí con frenesí y penetré la entrada del coño. Toda mi cara estaba empapada de jugos procedentes de mi boca y su coño. Sus nalgas resbalaban y la presión de ellas sobre mi cara producía sonidos de succión. Los gemidos de Raquel se convirtieron en chillidos, los chillidos en gritos, los gritos en ensordecedores clamores. Raquel no se cortaba un pelo: las paredes retumbaban, la cama crujía. El escándalo era monumental.
Pero nada en comparación a su corrida. Alaridos ensordecedores manaron de su boca mezclados con insultos de todo tipo. Vaya si noté su orgasmo: botó sobre mi cara enterrando mi cabeza en la almohada. Sus jugos embadurnaron hasta mi cuello. Mi cabello quedó empapado de fluidos, todo ellos cocidos en la olla de su trasero a una temperatura infernal.
Sufrí. Claro que sufrí, dios de todos los dioses: mi nariz retorcida, mi boca sellada. Era como chapotear en mitad del mar, con los brazos y piernas sujetos, retorciendo tu cuerpo hasta lo imposible para lograr emerger a la superficie a por una ínfima bocanada de aire. Hubo momentos en los que tosí, incapaz de retener el poco aire que lograba respirar entre bote y bote de su culo porque, además, la muy perra, se apoyaba sobre mi pecho impidiendo que mis pulmones retuviesen el precioso aire inspirado.
Ignoro cómo sobreviví a aquel trance. Pero lo cierto es que mi polla no acusó ningún cansancio: conservaba una dureza endiablada.
Cuando Raquel se apartó de mí, disfrutado en toda su plenitud el que, seguramente, habría sido su mejor orgasmo, confiaba en que ahora me ayudase con el mío.
—Ahí te quedas.
Abrí la boca, asombrado.
—¡No jodas!
—Luego te desato, que tengo una sed horrible y necesito pegarme una ducha.
—¿Y yo qué? —protesté indignado. Me notaba la polla cargada, los huevos dispuestos. Mi orgasmo a punto de emerger.
—Ajo y agua —sonrió mordiéndose la lengua.
—¡Cacho puta! —grité ronco. La camiseta enrollada alrededor de mi garganta me producía sofocos y me impedía levantar la voz— ¡No me dejes así, mierda!
—Te jodes —Se acercó a mí y me sacudió un sopapo en la cara—. Y cuidadito con lo que me llamas.
—¡Te mato, te mato! —aullé a las cuatro paredes— ¡Vuelve, so zorra!
Pero no volvió.
Mi polla, tensa como una estaca, así se mantuvo, al margen de su total abandono. Pasaron los minutos y mi instrumento seguía enarbolado, listo para lo que fuese.
—Joder, macho, ¿todavía empalmado? —rió Raquel al aparecer con una toalla sobre su cuerpo y otra enroscada sobre su cabello— No sé si es patético o impresionante.
—¿Patético? —rugí fuera de sí. El labio me escoció, la brecha se había abierto de nuevo— ¡Ven aquí!
Ni se molestó en reírse. Marchó de nuevo.
Y mi polla tiesa, expectante. Y el dolor de huevos… ese dolor de huevos, como si los tuviese repletos de semen, desbordando el interior, preparado para manar a borbotones.
Pero aquello no duró demasiado. Poco a poco mi miembro fue acusando el desgaste. Terminó por encogerse miserablemente. Se agitó varias veces sobre mi pubis y terminó por desinflarse.
¡Qué desastre, qué desastre! La mejor de mis erecciones, la más dura, la más persistente. Habría podido follar una hora entera. Una jodida hora, la madre que la parió.
Rumié mi venganza. La empalaría, oh, sí, la empalaría hasta oírla chillar. La iba a destrozar entera.
Solo quería verla llorar, suplicando clemencia, agotada tras una interminable sesión de lujuria. Ansiaba oírla chillar, desgañitarse, mientras la azotaba sin descanso las nalgas al ritmo de mis embestidas.
Raquel tenía que saber quién era el que mandaba. Y quién la que obedecía.
Tras varios minutos, Raquel vino de nuevo y comenzó a desatarme.
Miraba al techo, vista fija, dientes apretados. Dominaba esa sonrisilla que pugnaba por estirarme los labios, imaginándomela en el suelo, suplicando descanso mientras la follaba por detrás.
—¿Sin rencor, verdad, Enrique?
—Por supuesto —repetí ante su insistencia.
Me lo había preguntado varias veces antes de desatarme. Y en todas ellas, yo respondí como buen samaritano, perdonando, olvidando.
¡Y una polla!
Fue entonces, sólo entonces, una fracción de segundo antes de tener libres las manos, cuando me di cuenta.
La insolente verdad me golpeó con tal fuerza que parpadeé incrédulo. No era posible, pero no cabía otra razón.
Me ayudó a incorporarme y me senté en el borde de la cama. Me froté las marcas de las muñecas y tobillos. La espalda me crujía y el cuello estaba agarrotado. Me quité la camiseta enrollada alrededor de mi cuello despacio, al final tuvo que ayudarme ella porque mis brazos estaban entumecidos.
—¿Quieres hablar sobre lo que ha pasado?
Negué con la cabeza.
—Supongo que te das cuenta que todo ha sido un juego, ¿no? —insistió.
Me encogí de hombros.
Transcurrieron varios minutos, los dos en silencio. Poco a poco iba recuperando la sensibilidad en todo mi cuerpo. Me toqué el labio y noté como estaba hinchado y el solo contacto me producía dolor.
—Dime algo, Enrique. Estás muy callado y no sé qué piensas.
Me giré hacia ella y la tomé de los hombros.
—Pégame —supliqué.

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