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lunes, 18 de marzo de 2013

NYOTAIMORI




--Relato procedente del XX Ejercicio de Autores--

—¿Sabes, Cristina, que en la práctica del nyotaimori se indica que no puede haber conversación con la mujer sobre la que se sirve la comida? Yo voy a saltarme esa regla, soy así de heterodoxo.
El hombre arrodillado emitió una carcajada complaciente aunque la cortó a la mitad para mirar a los ojos de la mujer desnuda que tenía tumbada en la mesa baja, frente a él.
—Eso sí, Cristina. El que yo me salte la regla, no significa que tú lo hagas. Harás lo que te he enseñado: no mirar, no hablar, no moverse. Sólo yo como, sólo yo hablo, sólo yo me muevo. Si no, no hay trato.
La mujer tragó saliva débilmente. Un movimiento sutil, un leve estremecimiento de la garganta. El hombre posó los hashi (palillos de comida) en su platillo y fijó su mirada embelesada en la piel fina del cuello de la mujer. Era una de las pocas partes del cuerpo femenino que no estaba cubierto con pedazos de sushi y sashimi sobre hojas de banano. La cara tampoco estaba oculta bajo los delicados manjares. Manjares que ocultaban otros manjares, toscamente realzados con exuberantes margaritas en la posición de los pezones y un grupo tupido de dalias sanguíneas sobre el pubis.
—Tengo hambre, ¿sabes, Cristina? Enloquece mi estómago, ruge; tiemblo entero con el simple aroma que desprenden las delicias que tu cuerpo acoge.
Los hashi alzaron el aire sujetados por los hábiles dedos del hombre. Un ligero murmullo, procedente del roce suave de las puntas de los palillos entrechocando, rasgó el silencio. El hombre repartió el murmullo de los hashi por las viandas estratégicamente situadas sobre el cuerpo de la mujer. Makizushi entre los pechos, de salmón, atún y caballa; las hojas de nori brillantes y oscuras. Justo después del esternón, iniciándose el vientre de la mujer, entre las costillas, sutilmente ribeteada la piel de pecas y lunares, una hoja de banano acoge, hasta la altura del ombligo, una amplia variedad de marisco en forma de sashimi: calamar, sepia, pulpo y almejas. En la concavidad que rodea el ombligo de la mujer, la dulce depresión ventral femenina, un diminuto cuenco con el shōyu, la salsa de soja. Muslos solapados, manos junto a las caderas, piernas extendidas. La respiración insinúa un movimiento de olas trémulas, sinuosas, que hacen ascender y descender el pecho y proporcionan ligeras ondulaciones que entrechocan entre sí en el remanso del cuenco de shōyu. Dos largas y estrechas hojas de banano descansan sobre los muslos de la mujer y, sobre ellas, una tras otra, dos filas de ocho piezas de sushi fuertemente condimentadas con wasabi en una extremidad y gari en la otra.
—Supongo que te preguntarás el porqué de todo esto, Cristina. O quizá no. Ya sabes que estoy un poco loco. Ahora más que antes.
El hombre hace una pausa mientras mira fijamente a los ojos inexpresivos de la mujer. El hombre espera pacientemente y luego, con delicadeza, pinza una pieza de sushi de atún, maguro. Dedica otra mirada a los ojos de la mujer y se lleva a la boca el manjar.
Paladea despacio. El arroz hervido, carente de todo sabor, se desmenuza en su boca a la vez que el nori se deshace. Un ligero sabor agridulce es sustituido con rapidez con el apasionado aroma del atún. Todo junto es presionado contra el paladar con calculada lentitud. El despliegue de sabores que se funden, para luego deshilacharse entre los carrillos. El hombre cierra los ojos y se concentra en la profundidad de los aromas ascendiendo, rellenando todas las cavidades de su nariz y boca.
De un solo movimiento, traga todo el contenido.
—Estoy maldito, Cristina. Maldito o hechizado. Mi alma está podrida, ennegrecida con el humo oscuro y pegajoso de la desesperación. Humillado, triste, desconsolado. Mírame bien, incluso acumulo rasgos de paranoia y ansiedad compulsiva. Loco, sí, estoy loco. Lo sabes, lo sé. ¿Cómo si no habría liquidado los últimos restos de la cuenta bancaria para preparar este fantástico festín?
La mujer parpadea dos veces cuando oye las últimas palabras. El hombre no es ajeno a esa muestra de inquietud.
—No, Cristina, no temas. Queda lo tuyo, tu mitad.
Un poco de gari para limpiar el paladar. Otro bocado. Esta vez de salmón, sake. La carne anaranjada se derrite con infinita dulzura en el paladar del hombre.
—La crisis, Cristina, la puta crisis. Esta crisis que nos está jodiendo lentamente; un sacacorchos directo al pecho, volteado decenas de veces, incrustándose hasta lo más hondo de mi ser para luego, de un tirón, desgarrar todo a su paso. Y cuando me ha destrozado, abierto un boquete en la esperanza, el sacacorchos arremete de nuevo.
El hombre arrodillado posa los palillos a un lado y deja que las lágrimas se derramen por su cara sin ofrecerlas ningún obstáculo. Sólo entorna los ojos al sentir la picazón aumentar en los párpados. Las lágrimas resbalan por el rostro descuidado, sorteando el vello sin afeitar de varios días, semanas, sorteando también las arrugas profundas de la preocupación. Las de la sonrisa, esas arrugas más amables y beatíficas, no aparecen. Están ocultas bajo la piel, se resisten a emerger. Desde luego, ahora no están.
—Sin embargo, y aún después de toda esta mierda, me siento feliz, ¿sabes?
El hombre mastica con deleite manifiesto un bocado de sashimi.
—He perdido la cuenta de los años perdidos en la empresa. Digo perdidos porque ahora sé que no han servido para nada más que pagar la hipoteca, alimentar a mi familia y poco más. ¿Veinte o veintiún años? No sé, ya no me acuerdo cuando entré allí. Seguro que tú sí, tú siempre recuerdas, recordabas, los cumpleaños, los aniversarios. No fallabas nunca.
El hombre posa los palillos y, tras dudar unos instantes, desplaza una de las ornamentadas margaritas que oculta uno de los pezones y deja a la vista el hermoso espectáculo del seno desnudo. La mujer, de inmediato, gira los ojos hacia él y muestra una expresión de contrariedad en su ceño, pero ese es el único movimiento visible de su cuerpo.
—Sí, ya sé, Cristina. En el nyotaimori no se desnuda a la mujer. Disculpa, pero es que me acabo de acordar de la entrevista de trabajo que tuve para entrar en la empresa. Enseguida comprenderás porqué me he dejado llevar por el deseo, te lo explico.
La mujer parpadea, en un gesto que tanto podría significar indiferencia como curiosidad. Pero el hombre no atiende al parpadeo, está concentrado en mojar sutilmente en el cuenco de salsa de soja un pedazo de sushi.
—Era una morena joven y deslumbrante. Muy guapa, con unos ojos de un gris tan arrebatador como intimidatorio. Cabello largo, larguísimo, con un denso flequillo que ocultaba su frente y mechones que parecían desparramarse por sus hombros como brea refulgente. Además, para rematar la belleza de su rostro, poseía un cuerpo rotundo, absolutamente envidiable, con curvas pronunciadas allá donde mirases, todas muy bien repartidas, eso sí. Se cubría con un vestido escotado y bien ceñido; las costuras de su ropa interior se delimitaban con total exactitud y naturalidad. Bajo el vértice de su pubis, una falda amplia, comodísima, llegaba hasta el inicio de sus rodillas. No recuerdo si el vestido tenía estampados motivos florales o era una combinación psicodélica de colores pastel.
—Siéntese, por favor, señor Rodríguez —me dijo con voz grave, contundente. El suyo era un tono ronco, ronroneante, a todas luces (mis luces) muy provocador.
Me situé delante de ella, en la silla que me había señalado tras su mesa. Sobre ella no había más que una carpeta cerrada de la que asomaban decenas de currículums como el mío, el cual tenía entre sus manos. En una esquina de la mesa, casi en el borde, a punto de precipitarse, un vaso de plástico contenía un poco de agua. En cuanto me hube sentado, ella también tomó asiento y, al cruzar sus piernas, una de sus rodillas golpeó la mesa, haciendo que el vaso se tambaleara peligrosamente. El vaso estaba al alcance de nuestras manos. Pero ninguno hicimos nada por evitar su caída. Ambos nos quedamos absortos, viendo el vaso ejecutar una danza caótica.
Cayó al suelo. El agua me salpicó los pantalones del traje y los zapatos.
—Joder —murmuró la morena.
Se giró detrás de su silla y sacó de un bolso un paquete de pañuelos de papel.
—Sólo es agua, no pasa nada —protesté cuando se acuclilló a mis pies para aplicar un pañuelo sobre las manchas.
—No, no. Sí que pasa, ha sido un error mío.
Continuó aplicando pañuelo tras pañuelo por los pantalones, presionando con el tampón zonas que jamás habría imaginado que poseyesen un carácter erógeno. Supongo que todo era debido a ella, claro. Y a tenerla acuclillada junto a mí, con las piernas muy juntas, pinzando la falda amplia de su vestido, dibujándose líneas que delimitaban sus muslos, su pubis, convergiendo los pliegues allí donde su carne se devenía en deleite para la vista.
—¿Cómo te llamas?
Agachada como estaba, levantó la vista hacia mí. Se apartó varios mechones del flequillo, el acero de sus ojos destelló como aluminio líquido. Se mordió los labios antes de responder. Estaba claro que la entrevista no se estaba desarrollando tal y como había previsto. El cutis de su cara, tan cerca lo tenía, ya no era tan perfecto, tan liso como la porcelana. Una ligera mancha solar en el labio superior, poros abiertos a ambos lados del puente de la nariz, ojos ligeramente asimétricos, una mota del rímel sobre una ceja. Pero, incluso por ser más humana, más terrenal, del tipo de mujer que llega a casa y se viste con un chándal roñoso y unas pantuflas descoloridas, la hembra que me miraba desde abajo, afanosa en su tarea de secar el pantalón con pañuelos de papel del supermercado, me resultaba aún más deseable.
—Sofía.
—Gracias, Sofía. Pero ya me seco yo, ¿vale? Lo mejor es que me hagas la entrevista. Si al final me cogéis para el puesto, lo mismo me da haberme mojado, la verdad.
Sonrió. Se mordió el labio inferior y sus labios formaron una sonrisa espeluznante, arrebatadora. Tragué saliva sin poder contenerme. Era una situación tan estrambótica como mágica. Y yo no estaba preparado para ella. Ni para esa mujer tan bella ni para lo que mi imaginación elucubraba hacer con su cuerpo, con el mío, al ritmo de los borbotones de pasión que obnubilaban mi entendimiento.
Asintió con un gesto y la ayudé a levantarse. Ambos nos incorporamos. Su cuerpo despedía una fragancia intensa, oscura. Una mezcla de sudor y miel. Me contuve, a duras penas, pero me contuve. La piel de sus antebrazos emitía un calor sofocante. Nuestros rostros, tan cercanos como nunca volverían a estar, casi se tocaron. Su aliento tenía un suave aroma a licor, o así lo recuerdo.
Luego ya, cuando los dos estábamos de pie, uno frente al otro, dejando que nuestras feromonas se atacasen mutuamente, dejé de resistirme. Deslicé mis dedos por sus mejillas, en aquel espacio oscuro que existía entre su cabello negro zaino y su piel candente y le comí los labios.
No es que me diese igual el puesto de trabajo. Ni tampoco que la hubiese perdido el respeto. Fue solo el momento, aquel instante en el que un hombre se vuelve loco. Me vi incapaz de mantener la cordura, la razón. Dominado por un puro impulso desbocado, me dirigía una pasión que no podía entender ni aplacar.
Sus labios se abrieron. Dejó que mi lengua abrevase en su boca, como bestia sedienta. Probé el dulce sabor de su mejunje salival y todavía recuerdo aquella mezcla de licor que me enardecía. Era puro frenesí licuado, me habría conformado con alimentarme de su interior candente el resto de mi vida.
Pero me apartó tras uno o dos segundos de puro éxtasis donde todo mi cuerpo estaba ya preparado para lo que fuese, toda mi cabeza, mis pensamientos iban en una sola dirección. Incluso mis manos, también obcecadas en un solo objetivo, habían arremangado su falda y mis dedos tiraban ya del fino cordel que unía los dos triángulos de su tanga.
—Vamos a comportarnos, por favor.
Su expresión cambió por completo. La candidez que mostraban sus grandes ojos acerados se transformó en protesta indignada, en enfado manifiesto. Se alisó la falda, se recolocó el vestido, tomó una inspiración corta y carraspeó.
Después, con paso rápido, quizá molesta por tenerme tan cerca, aunque a mí me gustaría pensar que huyendo de sus impulsos, volvió a tomar asiento tras la mesa, erigiendo el mueble como baluarte infranqueable.
—Será mejor que también se siente, señor Rodríguez —murmuró clavando la vista sobre mi bragueta. Señaló con la punta de un bolígrafo hacia el bulto de mi entrepierna—. No hagamos esto más incómodo.
Me senté. Crucé las piernas. Notaba entre mis muslos mi polla aprisionada. Una punzada de dolor asomó como un calambrazo entre mis testículos estrujados entre mis muslos. “¿Entonces, qué?”, parecían protestar, “¿hay tema o no hay tema?”.
No, no hubo tema. La entrevista se desarrolló en los cauces fríos y distantes que Sofía tenía previsto o que supo reconducir con mejor o peor acierto.
Terminamos tras cinco minutos repasando mi historial laboral. Quizá por haberla tenido tan accesible, un clima de incomodidad que supuse teñiría mis palabras, no llegó a ocurrir. A lo mejor fue esa complicidad la que me llevó a elegir las palabras correctas en cada caso.
Me contrataron, claro. Al cabo de una semana me llamaron por teléfono y un hombre de voz aflautada me comunicó la noticia.
—Me urgía el trabajo, Cristina, nos urgía. No te lo he contado nunca porque estabas de cinco meses y tenías los sentimientos a flor de piel. Llorabas por todo. Llorabas cuando te vestías, llorabas al hacer café, llorabas al sacar la ropa de la lavadora. No quería hacerte llorar por algo importante.
La mujer tragó saliva mientras desviaba de nuevo la vista hacia el techo desconchado del salón. Parpadeó varias veces seguidas. El hombre, tras unos segundos de espera en los que entreabrió sus labios para decir algo que no dijo, volvió a tomar los palillos y recogió un pedazo de sashimi de pulpo, tako.
El bocado se deshizo en la boca, como los anteriores. El pulpo había sido ligeramente cocido y la carne era blanda, suave. Desprendía un aroma a salitre puro. Le gustó tanto que buscó por el cuerpo de la mujer hasta que encontró otro.
Y mientras el hombre masticaba y la mujer esperaba pacientemente a que todos los pedazos de sushi y sashimi que tenía sobre su cuerpo desapareciesen, solo los sonidos del respirar de ella y el comer de él llenaban el vacío de la estancia.
Y en ese vacío, hombre y mujer, marido y esposa, dejaban libres sus pensamientos. La mujer, Cristina, contaba los segundos que quedaban para verse libre. En cuanto el hombre terminase de comer, firmaría los papeles del divorcio, esos que descansaban sobre una silla, en el pasillo del apartamento cochambroso. Pondría fin a un matrimonio dentro del cual engendraron una hija. Un matrimonio que terminaba de la manera más absurda posible, con aquel espectáculo en donde ella participaba en una ceremonia degradante. ¿Hasta dónde había degenerado su marido? Desde que él perdió su trabajo, el tedio, la humillación de ser rechazado en cualquier entrevista de trabajo, esa edad madura que le suponía una carga tan pesada, consumió su espíritu. Día a día su enajenación aumentaba y como un mejunje venenoso, cayendo sobre la taza colmada de su cordura, desbordaba y oscurecía y mataba toda esperanza.
El hombre, por el contrario, disfrutaba de aquellos pocos minutos que restaban. Pocas piezas de comida quedaban ya sobre el cuerpo desnudo de su mujer. Nunca había realizado tal cosa y menos con su mujer. Si ella había accedido, sabía por qué era. No abrigaba esperanza alguna de reconciliación.
Cuando terminó de comer, posó los palillos y descansó las manos sobre sus rodillas. Respiró varias veces y, tras esto, sólo dijo:
—Ya está.
Se levantó, caminó hasta la habitación de su hija y, apoyado en la pared, de brazos cruzados, esperó mientras su mujer se vestía. Tras diez minutos donde sus pensamientos se redujeron a un vacío absoluto, su mujer apareció en la habitación con los papeles y un bolígrafo. Los apoyó en la pared y rubricó con su firma el fin de la relación que había entre ellos dos.
—Cuídate, Fermín.
El hombre ni siquiera la miró. La mujer esperó unos segundos y, tras no obtener respuesta, se dispuso a salir del apartamento. Antes de cerrar la puerta principal, dijo en voz alta, en dirección a su marido, a la casa.
—Mañana a las diez es el desahucio. Ten cuidado, no hagas ninguna…
Calló. Conocía bien a su marido, al menos al hombre cuerdo que era antes. No supo qué ocurriría mañana. Y tampoco quería saberlo.
La puerta se cerró.
El hombre quedó solo, apoyado todavía en la pared del dormitorio de su hija. Luego, con calculada lentitud, caminó hasta la cocina, sacó un cuchillo del cajón de los cubiertos, dirigió la punta allí donde el esternón de su pecho acababa, inclinó la hoja hacia la parte izquierda, en dirección ascendente, afianzó el mango con las dos manos y hundió la hoja hasta la mitad. Una súbita convulsión, y tras unos segundos, con la mano derecha puesto que la izquierda caía ahora laxa sobre su costado, terminó de hundir la hoja hasta la empuñadura.
Cayó al suelo.
Notó como una de sus piernas temblaba. Solo duró unos segundos. El dolor se asemejaba a un cúmulo creciente de pinchazos, cada vez más profundos, cada vez más espaciados. Notó como algo caliente, viscoso se derramaba por su pecho y le empapaba la espalda.
Intentó no permitir que el pánico dominase su respiración. Aunque cada vez le costase más tomar aire. Dirigió sus pensamientos hacia el pasado, lejos de la cocina, lejos de aquella vida cruel que ahora acababa.
Pensaba en Sofía, en la morena que le entrevistó hacía tantos años. Veintiún años, sí, ahora estaba casi seguro porque su hija acababa de cumplir la misma edad hacía un mes escaso.
Boca de licor, ojos de un gris acerado, cabello ónice brillante, cuerpo de estatua griega.
Imaginó que tras aquel beso donde calmó su sed, donde se emborrachó de licor, la tomaba de las caderas. Ella cruzó los brazos alrededor de su cuello. La alzó en el aire y la sentó sobre la mesa. Terminó de bajarla el tanga, quedó enganchado en un tobillo, meciéndose en el aire, las dos piernas abiertas, acogiendo el torso solapado con el suyo, sintiendo sus manos aprisionando sus pechos por encima del vestido.
Continuó imaginando como aquella cabellera negra, brea líquida, se desparramaba por la mesa al tumbar a Sofía sobre ella. Alzadas las piernas, apoyados los talones en sus hombros.
Sólo en su imaginación vio sus manos liberando los pechos del vestido, tomando la carne vibrante entre sus labios, sorbiendo los pezones turgentes, oscuros, quizá rosados, pero bien erectos, duros. Suspiros de Sofía, jadeos y un chillido emocionado que soltó cuando el miembro entró en la cueva húmeda.
No hubo más. El cerebro de Fermín dejó de recibir el aporte sanguíneo vital para funcionar y se negó a continuar con todo eso.
Las luces se apagaron y el escenario quedó vacío. Ningún aplauso.

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