--Relato procedente del XX Ejercicio de Autores--
—¿Sabes,
Cristina, que en la práctica del nyotaimori
se indica que no puede haber conversación con la mujer sobre la que se sirve la
comida? Yo voy a saltarme esa regla, soy así de heterodoxo.
El
hombre arrodillado emitió una carcajada complaciente aunque la cortó a la mitad
para mirar a los ojos de la mujer desnuda que tenía tumbada en la mesa baja,
frente a él.
—Eso
sí, Cristina. El que yo me salte la regla, no significa que tú lo hagas. Harás
lo que te he enseñado: no mirar, no hablar, no moverse. Sólo yo como, sólo yo
hablo, sólo yo me muevo. Si no, no hay trato.
La
mujer tragó saliva débilmente. Un movimiento sutil, un leve estremecimiento de
la garganta. El hombre posó los hashi
(palillos de comida) en su platillo y fijó su mirada embelesada en la piel fina
del cuello de la mujer. Era una de las pocas partes del cuerpo femenino que no
estaba cubierto con pedazos de sushi
y sashimi sobre hojas de banano. La
cara tampoco estaba oculta bajo los delicados manjares. Manjares que ocultaban
otros manjares, toscamente realzados con exuberantes margaritas en la posición
de los pezones y un grupo tupido de dalias sanguíneas sobre el pubis.
—Tengo
hambre, ¿sabes, Cristina? Enloquece mi estómago, ruge; tiemblo entero con el
simple aroma que desprenden las delicias que tu cuerpo acoge.
Los
hashi alzaron el aire sujetados por
los hábiles dedos del hombre. Un ligero murmullo, procedente del roce suave de
las puntas de los palillos entrechocando, rasgó el silencio. El hombre repartió
el murmullo de los hashi por las
viandas estratégicamente situadas sobre el cuerpo de la mujer. Makizushi entre los pechos, de salmón,
atún y caballa; las hojas de nori
brillantes y oscuras. Justo después del esternón, iniciándose el vientre de la
mujer, entre las costillas, sutilmente ribeteada la piel de pecas y lunares,
una hoja de banano acoge, hasta la altura del ombligo, una amplia variedad de
marisco en forma de sashimi: calamar,
sepia, pulpo y almejas. En la concavidad que rodea el ombligo de la mujer, la
dulce depresión ventral femenina, un diminuto cuenco con el shōyu, la salsa de soja. Muslos
solapados, manos junto a las caderas, piernas extendidas. La respiración insinúa
un movimiento de olas trémulas, sinuosas, que hacen ascender y descender el
pecho y proporcionan ligeras ondulaciones que entrechocan entre sí en el remanso
del cuenco de shōyu. Dos largas y
estrechas hojas de banano descansan sobre los muslos de la mujer y, sobre
ellas, una tras otra, dos filas de ocho piezas de sushi fuertemente
condimentadas con wasabi en una
extremidad y gari en la otra.
—Supongo
que te preguntarás el porqué de todo esto, Cristina. O quizá no. Ya sabes que
estoy un poco loco. Ahora más que antes.
El
hombre hace una pausa mientras mira fijamente a los ojos inexpresivos de la
mujer. El hombre espera pacientemente y luego, con delicadeza, pinza una pieza
de sushi de atún, maguro. Dedica otra mirada a los ojos de
la mujer y se lleva a la boca el manjar.
Paladea
despacio. El arroz hervido, carente de todo sabor, se desmenuza en su boca a la
vez que el nori se deshace. Un ligero
sabor agridulce es sustituido con rapidez con el apasionado aroma del atún. Todo
junto es presionado contra el paladar con calculada lentitud. El despliegue de
sabores que se funden, para luego deshilacharse entre los carrillos. El hombre
cierra los ojos y se concentra en la profundidad de los aromas ascendiendo,
rellenando todas las cavidades de su nariz y boca.
De
un solo movimiento, traga todo el contenido.
—Estoy
maldito, Cristina. Maldito o hechizado. Mi alma está podrida, ennegrecida con
el humo oscuro y pegajoso de la desesperación. Humillado, triste, desconsolado.
Mírame bien, incluso acumulo rasgos de paranoia y ansiedad compulsiva. Loco,
sí, estoy loco. Lo sabes, lo sé. ¿Cómo si no habría liquidado los últimos
restos de la cuenta bancaria para preparar este fantástico festín?
La
mujer parpadea dos veces cuando oye las últimas palabras. El hombre no es ajeno
a esa muestra de inquietud.
—No,
Cristina, no temas. Queda lo tuyo, tu mitad.
Un
poco de gari para limpiar el paladar.
Otro bocado. Esta vez de salmón, sake.
La carne anaranjada se derrite con infinita dulzura en el paladar del hombre.
—La
crisis, Cristina, la puta crisis. Esta crisis que nos está jodiendo lentamente;
un sacacorchos directo al pecho, volteado decenas de veces, incrustándose hasta
lo más hondo de mi ser para luego, de un tirón, desgarrar todo a su paso. Y
cuando me ha destrozado, abierto un boquete en la esperanza, el sacacorchos
arremete de nuevo.
El
hombre arrodillado posa los palillos a un lado y deja que las lágrimas se
derramen por su cara sin ofrecerlas ningún obstáculo. Sólo entorna los ojos al
sentir la picazón aumentar en los párpados. Las lágrimas resbalan por el rostro
descuidado, sorteando el vello sin afeitar de varios días, semanas, sorteando
también las arrugas profundas de la preocupación. Las de la sonrisa, esas
arrugas más amables y beatíficas, no aparecen. Están ocultas bajo la piel, se
resisten a emerger. Desde luego, ahora no están.
—Sin
embargo, y aún después de toda esta mierda, me siento feliz, ¿sabes?
El
hombre mastica con deleite manifiesto un bocado de sashimi.
—He
perdido la cuenta de los años perdidos en la empresa. Digo perdidos porque
ahora sé que no han servido para nada más que pagar la hipoteca, alimentar a mi
familia y poco más. ¿Veinte o veintiún años? No sé, ya no me acuerdo cuando
entré allí. Seguro que tú sí, tú siempre recuerdas, recordabas, los cumpleaños,
los aniversarios. No fallabas nunca.
El
hombre posa los palillos y, tras dudar unos instantes, desplaza una de las
ornamentadas margaritas que oculta uno de los pezones y deja a la vista el
hermoso espectáculo del seno desnudo. La mujer, de inmediato, gira los ojos
hacia él y muestra una expresión de contrariedad en su ceño, pero ese es el
único movimiento visible de su cuerpo.
—Sí,
ya sé, Cristina. En el nyotaimori no
se desnuda a la mujer. Disculpa, pero es que me acabo de acordar de la
entrevista de trabajo que tuve para entrar en la empresa. Enseguida
comprenderás porqué me he dejado llevar por el deseo, te lo explico.
La
mujer parpadea, en un gesto que tanto podría significar indiferencia como
curiosidad. Pero el hombre no atiende al parpadeo, está concentrado en mojar
sutilmente en el cuenco de salsa de soja un pedazo de sushi.
—Era
una morena joven y deslumbrante. Muy guapa, con unos ojos de un gris tan
arrebatador como intimidatorio. Cabello largo, larguísimo, con un denso flequillo
que ocultaba su frente y mechones que parecían desparramarse por sus hombros
como brea refulgente. Además, para rematar la belleza de su rostro, poseía un
cuerpo rotundo, absolutamente envidiable, con curvas pronunciadas allá donde
mirases, todas muy bien repartidas, eso sí. Se cubría con un vestido escotado y
bien ceñido; las costuras de su ropa interior se delimitaban con total
exactitud y naturalidad. Bajo el vértice de su pubis, una falda amplia,
comodísima, llegaba hasta el inicio de sus rodillas. No recuerdo si el vestido
tenía estampados motivos florales o era una combinación psicodélica de colores
pastel.
—Siéntese,
por favor, señor Rodríguez —me dijo con voz grave, contundente. El suyo era un
tono ronco, ronroneante, a todas luces (mis luces) muy provocador.
Me
situé delante de ella, en la silla que me había señalado tras su mesa. Sobre
ella no había más que una carpeta cerrada de la que asomaban decenas de
currículums como el mío, el cual tenía entre sus manos. En una esquina de la
mesa, casi en el borde, a punto de precipitarse, un vaso de plástico contenía
un poco de agua. En cuanto me hube sentado, ella también tomó asiento y, al
cruzar sus piernas, una de sus rodillas golpeó la mesa, haciendo que el vaso se
tambaleara peligrosamente. El vaso estaba al alcance de nuestras manos. Pero
ninguno hicimos nada por evitar su caída. Ambos nos quedamos absortos, viendo
el vaso ejecutar una danza caótica.
Cayó
al suelo. El agua me salpicó los pantalones del traje y los zapatos.
—Joder
—murmuró la morena.
Se
giró detrás de su silla y sacó de un bolso un paquete de pañuelos de papel.
—Sólo
es agua, no pasa nada —protesté cuando se acuclilló a mis pies para aplicar un
pañuelo sobre las manchas.
—No,
no. Sí que pasa, ha sido un error mío.
Continuó
aplicando pañuelo tras pañuelo por los pantalones, presionando con el tampón
zonas que jamás habría imaginado que poseyesen un carácter erógeno. Supongo que
todo era debido a ella, claro. Y a tenerla acuclillada junto a mí, con las
piernas muy juntas, pinzando la falda amplia de su vestido, dibujándose líneas
que delimitaban sus muslos, su pubis, convergiendo los pliegues allí donde su
carne se devenía en deleite para la vista.
—¿Cómo
te llamas?
Agachada
como estaba, levantó la vista hacia mí. Se apartó varios mechones del
flequillo, el acero de sus ojos destelló como aluminio líquido. Se mordió los
labios antes de responder. Estaba claro que la entrevista no se estaba
desarrollando tal y como había previsto. El cutis de su cara, tan cerca lo
tenía, ya no era tan perfecto, tan liso como la porcelana. Una ligera mancha
solar en el labio superior, poros abiertos a ambos lados del puente de la
nariz, ojos ligeramente asimétricos, una mota del rímel sobre una ceja. Pero,
incluso por ser más humana, más terrenal, del tipo de mujer que llega a casa y se
viste con un chándal roñoso y unas pantuflas descoloridas, la hembra que me
miraba desde abajo, afanosa en su tarea de secar el pantalón con pañuelos de
papel del supermercado, me resultaba aún más deseable.
—Sofía.
—Gracias,
Sofía. Pero ya me seco yo, ¿vale? Lo mejor es que me hagas la entrevista. Si al
final me cogéis para el puesto, lo mismo me da haberme mojado, la verdad.
Sonrió.
Se mordió el labio inferior y sus labios formaron una sonrisa espeluznante,
arrebatadora. Tragué saliva sin poder contenerme. Era una situación tan
estrambótica como mágica. Y yo no estaba preparado para ella. Ni para esa mujer
tan bella ni para lo que mi imaginación elucubraba hacer con su cuerpo, con el
mío, al ritmo de los borbotones de pasión que obnubilaban mi entendimiento.
Asintió
con un gesto y la ayudé a levantarse. Ambos nos incorporamos. Su cuerpo
despedía una fragancia intensa, oscura. Una mezcla de sudor y miel. Me contuve,
a duras penas, pero me contuve. La piel de sus antebrazos emitía un calor
sofocante. Nuestros rostros, tan cercanos como nunca volverían a estar, casi se
tocaron. Su aliento tenía un suave aroma a licor, o así lo recuerdo.
Luego
ya, cuando los dos estábamos de pie, uno frente al otro, dejando que nuestras
feromonas se atacasen mutuamente, dejé de resistirme. Deslicé mis dedos por sus
mejillas, en aquel espacio oscuro que existía entre su cabello negro zaino y su
piel candente y le comí los labios.
No
es que me diese igual el puesto de trabajo. Ni tampoco que la hubiese perdido
el respeto. Fue solo el momento, aquel instante en el que un hombre se vuelve
loco. Me vi incapaz de mantener la cordura, la razón. Dominado por un puro
impulso desbocado, me dirigía una pasión que no podía entender ni aplacar.
Sus
labios se abrieron. Dejó que mi lengua abrevase en su boca, como bestia
sedienta. Probé el dulce sabor de su mejunje salival y todavía recuerdo aquella
mezcla de licor que me enardecía. Era puro frenesí licuado, me habría conformado
con alimentarme de su interior candente el resto de mi vida.
Pero
me apartó tras uno o dos segundos de puro éxtasis donde todo mi cuerpo estaba
ya preparado para lo que fuese, toda mi cabeza, mis pensamientos iban en una
sola dirección. Incluso mis manos, también obcecadas en un solo objetivo, habían
arremangado su falda y mis dedos tiraban ya del fino cordel que unía los dos
triángulos de su tanga.
—Vamos
a comportarnos, por favor.
Su
expresión cambió por completo. La candidez que mostraban sus grandes ojos
acerados se transformó en protesta indignada, en enfado manifiesto. Se alisó la
falda, se recolocó el vestido, tomó una inspiración corta y carraspeó.
Después,
con paso rápido, quizá molesta por tenerme tan cerca, aunque a mí me gustaría
pensar que huyendo de sus impulsos, volvió a tomar asiento tras la mesa,
erigiendo el mueble como baluarte infranqueable.
—Será
mejor que también se siente, señor Rodríguez —murmuró clavando la vista sobre
mi bragueta. Señaló con la punta de un bolígrafo hacia el bulto de mi
entrepierna—. No hagamos esto más incómodo.
Me
senté. Crucé las piernas. Notaba entre mis muslos mi polla aprisionada. Una
punzada de dolor asomó como un calambrazo entre mis testículos estrujados entre
mis muslos. “¿Entonces, qué?”, parecían protestar, “¿hay tema o no hay tema?”.
No,
no hubo tema. La entrevista se desarrolló en los cauces fríos y distantes que
Sofía tenía previsto o que supo reconducir con mejor o peor acierto.
Terminamos
tras cinco minutos repasando mi historial laboral. Quizá por haberla tenido tan
accesible, un clima de incomodidad que supuse teñiría mis palabras, no llegó a
ocurrir. A lo mejor fue esa complicidad la que me llevó a elegir las palabras
correctas en cada caso.
Me
contrataron, claro. Al cabo de una semana me llamaron por teléfono y un hombre
de voz aflautada me comunicó la noticia.
—Me
urgía el trabajo, Cristina, nos urgía. No te lo he contado nunca porque estabas
de cinco meses y tenías los sentimientos a flor de piel. Llorabas por todo.
Llorabas cuando te vestías, llorabas al hacer café, llorabas al sacar la ropa
de la lavadora. No quería hacerte llorar por algo importante.
La
mujer tragó saliva mientras desviaba de nuevo la vista hacia el techo
desconchado del salón. Parpadeó varias veces seguidas. El hombre, tras unos
segundos de espera en los que entreabrió sus labios para decir algo que no
dijo, volvió a tomar los palillos y recogió un pedazo de sashimi de pulpo, tako.
El
bocado se deshizo en la boca, como los anteriores. El pulpo había sido
ligeramente cocido y la carne era blanda, suave. Desprendía un aroma a salitre
puro. Le gustó tanto que buscó por el cuerpo de la mujer hasta que encontró
otro.
Y
mientras el hombre masticaba y la mujer esperaba pacientemente a que todos los
pedazos de sushi y sashimi que tenía sobre su cuerpo
desapareciesen, solo los sonidos del respirar de ella y el comer de él llenaban
el vacío de la estancia.
Y
en ese vacío, hombre y mujer, marido y esposa, dejaban libres sus pensamientos.
La mujer, Cristina, contaba los segundos que quedaban para verse libre. En
cuanto el hombre terminase de comer, firmaría los papeles del divorcio, esos
que descansaban sobre una silla, en el pasillo del apartamento cochambroso.
Pondría fin a un matrimonio dentro del cual engendraron una hija. Un matrimonio
que terminaba de la manera más absurda posible, con aquel espectáculo en donde
ella participaba en una ceremonia degradante. ¿Hasta dónde había degenerado su
marido? Desde que él perdió su trabajo, el tedio, la humillación de ser
rechazado en cualquier entrevista de trabajo, esa edad madura que le suponía
una carga tan pesada, consumió su espíritu. Día a día su enajenación aumentaba
y como un mejunje venenoso, cayendo sobre la taza colmada de su cordura,
desbordaba y oscurecía y mataba toda esperanza.
El
hombre, por el contrario, disfrutaba de aquellos pocos minutos que restaban.
Pocas piezas de comida quedaban ya sobre el cuerpo desnudo de su mujer. Nunca
había realizado tal cosa y menos con su mujer. Si ella había accedido, sabía
por qué era. No abrigaba esperanza alguna de reconciliación.
Cuando
terminó de comer, posó los palillos y descansó las manos sobre sus rodillas.
Respiró varias veces y, tras esto, sólo dijo:
—Ya
está.
Se
levantó, caminó hasta la habitación de su hija y, apoyado en la pared, de
brazos cruzados, esperó mientras su mujer se vestía. Tras diez minutos donde
sus pensamientos se redujeron a un vacío absoluto, su mujer apareció en la
habitación con los papeles y un bolígrafo. Los apoyó en la pared y rubricó con
su firma el fin de la relación que había entre ellos dos.
—Cuídate,
Fermín.
El
hombre ni siquiera la miró. La mujer esperó unos segundos y, tras no obtener respuesta,
se dispuso a salir del apartamento. Antes de cerrar la puerta principal, dijo
en voz alta, en dirección a su marido, a la casa.
—Mañana
a las diez es el desahucio. Ten cuidado, no hagas ninguna…
Calló.
Conocía bien a su marido, al menos al hombre cuerdo que era antes. No supo qué
ocurriría mañana. Y tampoco quería saberlo.
La
puerta se cerró.
El
hombre quedó solo, apoyado todavía en la pared del dormitorio de su hija. Luego,
con calculada lentitud, caminó hasta la cocina, sacó un cuchillo del cajón de
los cubiertos, dirigió la punta allí donde el esternón de su pecho acababa,
inclinó la hoja hacia la parte izquierda, en dirección ascendente, afianzó el
mango con las dos manos y hundió la hoja hasta la mitad. Una súbita convulsión,
y tras unos segundos, con la mano derecha puesto que la izquierda caía ahora
laxa sobre su costado, terminó de hundir la hoja hasta la empuñadura.
Cayó
al suelo.
Notó
como una de sus piernas temblaba. Solo duró unos segundos. El dolor se
asemejaba a un cúmulo creciente de pinchazos, cada vez más profundos, cada vez
más espaciados. Notó como algo caliente, viscoso se derramaba por su pecho y le
empapaba la espalda.
Intentó
no permitir que el pánico dominase su respiración. Aunque cada vez le costase
más tomar aire. Dirigió sus pensamientos hacia el pasado, lejos de la cocina,
lejos de aquella vida cruel que ahora acababa.
Pensaba
en Sofía, en la morena que le entrevistó hacía tantos años. Veintiún años, sí,
ahora estaba casi seguro porque su hija acababa de cumplir la misma edad hacía
un mes escaso.
Boca
de licor, ojos de un gris acerado, cabello ónice brillante, cuerpo de estatua
griega.
Imaginó
que tras aquel beso donde calmó su sed, donde se emborrachó de licor, la tomaba
de las caderas. Ella cruzó los brazos alrededor de su cuello. La alzó en el
aire y la sentó sobre la mesa. Terminó de bajarla el tanga, quedó enganchado en
un tobillo, meciéndose en el aire, las dos piernas abiertas, acogiendo el torso
solapado con el suyo, sintiendo sus manos aprisionando sus pechos por encima
del vestido.
Continuó
imaginando como aquella cabellera negra, brea líquida, se desparramaba por la
mesa al tumbar a Sofía sobre ella. Alzadas las piernas, apoyados los talones en
sus hombros.
Sólo
en su imaginación vio sus manos liberando los pechos del vestido, tomando la
carne vibrante entre sus labios, sorbiendo los pezones turgentes, oscuros,
quizá rosados, pero bien erectos, duros. Suspiros de Sofía, jadeos y un
chillido emocionado que soltó cuando el miembro entró en la cueva húmeda.
No
hubo más. El cerebro de Fermín dejó de recibir el aporte sanguíneo vital para
funcionar y se negó a continuar con todo eso.
Las
luces se apagaron y el escenario quedó vacío. Ningún aplauso.
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