Sucedió de repente.
Un instante antes o uno después y su vida habría continuado igual. ¿Lo que dura
un parpadeo? No, quizá más. Un segundo. Sí, solo eso.
Su vida entera
cambió en un escaso segundo.
Agustín levantó la
mirada y captó ese segundo mágico en el que la parte superior del bikini de la
vecina no consiguió sujetar el bamboleo del contenido y los grandes pechos se desparramaron por la parte
inferior.
Vanesa corrigió el
descuido tan pronto lo advirtió. Realmente había sido una temeridad intentar
salir de la piscina con un impulso, apoyarse en el borde, y ascender rápido.
También debía achacarlo a esa idea suya de que nada podía salir mal vistiendo
aquel sexy conjunto de baño pero de apariencia endeble.
Se hundió en el
agua y ocultó de nuevo sus pechos desnudos bajo la superficie. Luego miró a su alrededor
para estar segura de que nadie se había dado cuenta.
Su mirada quedó
inmóvil sobre la de su vecino.
Dios. No podía ser.
Todos menos él. Ése que siempre la miraba de reojo, ése que no perdía detalle
de sus escotes. Ese marrano. Ni siquiera le había visto llegar. La piscina de
la comunidad de vecinos estaba casi vacía aquella mañana. ¿Cuándo había
llegado? Aunque otra pregunta era más importante.
¿Le había visto?
¿Vio sus tetas?
Agustín no se
atrevió a parpadear. Mantuvo la mirada fija en la de su vecina. El cuerpo rígido,
el cuello estático. Ella lo miraba desde el agua, tampoco desviaba la vista.
Los ojos verdosos clavados en los suyos.
Agustín se sintió
privilegiado, único. Pensó que aquel momento podía haberse perdido a menos que él
hubiese prestado atención. ¿Cuántos de esos momentos apoteósicos, verdaderas
jugarretas del destino, aparecerían al cabo del día? Durarían poco, un segundo
a lo sumo. Era como asomarse detrás del escenario, entre bambalinas, viendo los engranajes del destino girar, el
discurrir de una vida normal, sin percatarse de esos instantes de felicidad
suprema. El volar de una falda que se hincha por el aire, un bulto traicionero
bajo la bragueta de un adolescente, el hilo de saliva que humedece un labio
inferior, la turbación de unas mejillas por el efecto efímero de una fantasía.
Momentos mágicos, irrepetibles.
Vanesa se tumbó en
el césped boca abajo. Una suave pendiente permitía que pudiese obtener una
vista precisa de su vecino, colocado más arriba, tras el recinto de la piscina.
Continuaba sin perderla ojo. Sintió como sus mejillas ardían y las aletas y
lóbulos de sus orejas inflamados. Sentía vergüenza. Pero también
excitación. Era la emoción de haber mostrado una parte de su anatomía de la que
se sentía poco feliz y constatar que, para su desengaño, provocaba el asombro y
devoción ajenas.
Agustín había
imaginado las tetas de su vecina varias veces. No. Muchas veces. Las había
dibujado mentalmente grandes, pues grande era el contorno que provocaba en los
vestidos, blusas y camisetas de su dueña. Había esbozado varias localizaciones
para las areolas y los pezones sobre la carne, siempre teniendo en cuenta la
ligera distorsión anatómica que provocaban los sujetadores. Sin embargo, su
color y dimensiones era poco menos que un misterio. Así como la caída de los
pechos. ¿Tendría la piel de los senos líneas de bronceado? ¿Algún lunar? ¿Marcas
de estrías? ¿Qué formas tendrían los pechos de perfil? ¿Areolas bulbosas o
arrugadas al excitarse? ¿Algo de vello alrededor del pezón, de la areola, entre
los senos?
Todas las
respuestas acababan de ser reveladas.
Llegó un momento en
el que Vanesa comenzó a soportar aquella mirada fija en ella. Latente,
inmisericorde, glacial. Los ojos continuaban en aquel estado de asombro perenne
y ello la hacía sentir a cada segundo más avergonzada. Pero también más
excitada. Se sentía sucia y viva a la vez. Era dichosa porque sabía que podía
provocar un estado de ensimismamiento al que era imposible sustraerse. Sus
tetas. Eran solo sus tetas. Sus mamas, sus pechos. Ni siquiera reparaba en
ellos a lo largo del día. Ni siquiera daba importancia al hecho de sentirlos
comprimidos entre sí cuando dormía de costado. Solo advertía su presencia, su
enorme presencia, cuando necesitaba colocar o quitarse el sujetador, cuando
sentía su peso inercial al andar rápido o al correr, cuando notaba el broche del
sujetador y los tirantes morder su carne. Eran tetas. Solo un par de tetas
grandes que reunirían tres o cuatro quilos del total de su peso. Y, sin
embargo, causaban aquel desorden juicioso en la mente del vecino.
Agustín empezó a sentirse
estafado. Cabreado. ¿Eran así? ¿Y por qué no como en aquella fantasía que tuvo
mientras se masturbaba ayer mismo? No. No, no tenían que ser así. Había
imaginado varios tamaños, varias formas. Se había imaginado sosteniéndolas,
sorbiendo el pezón oscuro, prieto, erecto. Apretándolas, notando su contenido comprimiéndose. La realidad era dura. Dura y
descarnada pues todas sus hipotéticas medidas y tamaños quedaban descartados.
Eliminados. Todos menos uno. Y él no las quería así. Las quería más juntas,
más llenas, más jugosas, más caídas, más separadas, más levantadas, más de todo. Siempre distintas, siempre
cambiantes. ¿Por qué así, sólo así? No, no.
Vanesa no pudo
evitar sonreír mientras se colocaba las gafas de sol. De ese modo,
resguardándose detrás de un cristal tintado, podía mantener la mirada acusadora de
su vecino. Poderosa, omnipotente, se sabía capaz de infundir un estado de
tontuna total en la mente de su vecino. Y en la de cualquier hombre. Todos eran
iguales. Solo su vecino vio sus tetas salirse del bikini aunque estaba segura
de que otros quedarían igual de agilipollados. Todos. Cualquier hombre quedaría
sujeto, encadenado a sus tetas. A sus maravillosas y preciosas tetas. Sus
divinas tetas, sus gordas tetas.
Jodido. Así se
sentía Agustín. Seguro que su polla, la cual intentaba acumular sangre, comprimida entre el cuerpo y el césped, persiguiendo
una erección que intentaba mantener a raya sin mucho éxito, no estaba de acuerdo. Pero la
verdad era esa. La realidad daba asco. ¿Por qué había tenido que mirar en ese
preciso instante? ¿El destino? Si era así, el destino era un hijoputa de los
peores. Prefería mil veces no haber sido tan estúpido como para mirar. Ojalá
hubiese ocurrido de forma diferente. Ojalá no hubiese mirado. Qué mierda todo.
Aunque el vecino
por fin desvió la mirada, Vanesa seguía igual de exultante. Igual de
maravillada. Ella seguía mirándole. Fijamente. Por eso, cuando el vecino
minutos más tarde se levantó para marchar, pudo atisbar, durante poco menos de
un segundo, la imponente erección que ocultaba bajo una toalla que pegaba al
vientre. Fue un instante. Un momento pequeño, menos de un segundo. La toalla se
abrió y mostró las consecuencias de su descuido anterior. Enorme. Un rabo
enorme bajo el bañador. Largo, duro, vertical. La demostración de lo que pueden hacer un simple par de tetas. Al instante sintió como una
agradable humedad colmaba el interior de su sexo.
Agustín decidió
subir a casa rápido. La vida era una puta mierda. Malditos los descuidos,
joder. Mierda todo.
Entretenido y divertido
ResponderEliminarMe alegro que hayas pasado unos minutos amenos.
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