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lunes, 7 de febrero de 2011

Consummatum incestus

—Papá, mamá, me da igual lo que penséis. Ya soy una mujer y, aunque vuestras opiniones son muy importantes para mí, no son determinantes. Y tampoco categóricas. Si os cuento esto, no es por agradaros o informaros, sino porque sois mis padres y creo que tenéis derecho a saberlo, pero no os creáis que ese derecho que os otorgo podéis usarlo para intimidarme con vuestras miradas fijas o vuestras poses interrogadoras.
La joven entrecruzó sus dedos enjoyados y depositó sus manos en el regazo. Pero luego, despacio, muy despacio, posó sus manos en el hueco que se formó al separar sus piernas, recogiéndose la falda. Había sido una suerte que le dejaran vestirse con aquel vestido, con sus anillos, con sus joyas, sin ataduras de ningún tipo, y lo iba a aprovechar.
Se dejó resbalar un poco más en el respaldo de la silla, arremangándose la falda, y disfrutó con una sonrisa satisfecha, entornando sus ojos, cuando notó el embarazo de sus padres al ver la mayor parte de sus muslos al descubierto y sentir los tirantes de sus hombros deslizarse por sus brazos, acariciando la piel. Descruzó las manos y se llevó un mechón negro que caía delante de sus ojos hasta detrás de una oreja, sintiendo como sus pendientes tintineaban al agitarse.
Soslayó la mirada del hombre y la mujer que estaban delante de ella y se regocijó al ver la turbación reflejada en sus rostros cuando volvió a converger sus manos en la falda, subiendo la tela más aún, más allá de la franja de piel que limitaba el recato, dejando atrás la provocación, internándose en el descaro. Notó bajo la tela el vello púbico encrespado aireado y se mordió el labio inferior al sentir como su interior se iba humedeciendo. Entornó los ojos de puro gozo, alimentándose del nerviosismo de su padre, del martirio de su madre. Ahuecó los hombros para permitir que la parte superior del vestido se deslizase, centímetro a centímetro por su pecho y detuvo el avance de la tela cuando advirtió un débil respingo en las caderas de su padre. Se miró los pechos y enarcó una triunfal sonrisa cuando vio aparecer en la costura de la tela el inicio de la oscuridad de su pezón derecho.
Consideró entonces, puestos sus progenitores ya en situación, continuar con su relato.
—No me golpeé con una piedra, ni me ocurrió nada extraño o traumático. Sé que os han dicho muchas cosas, porque muchos son los rumores que se cuentan en los pasillos, esos chismes de enfermeras maliciosas. Es verdad que muchos médicos de la ciudad han hablado conmigo, con batas impolutas y carpetas relucientes, andares apresurados y miradas graves; pero aún no han concluido, y no creo que lo hagan jamás. Y vosotros queréis una respuesta, ansiáis encontrar una respuesta. Matarías por una respuesta, seguro.
La madre se llevó las manos a la cabeza, en un intento de exteriorizar su repulsa, de buscar un apoyo en su marido. Pero, al ver que su gesto no provocaba ninguna respuesta por parte del padre, simuló colocarse el cabello y atusarse la coleta.
—Acudí a la poza por el extremo calor que había por la tarde. La llaman la poza de los suspiros y yo aún no sabía por qué.
Aquella tarde, las chicharras envolvían el aire con sus ruidos en el campo de al lado y, cuando salí de casa a tumbarme en el jardín bajo la sombra del abedul, en mi caminar, las sandalias levantaban un polvo seco, denso, que se resistía a posarse de nuevo en la tierra y que llevaba consigo el calor del suelo. Notaba bajo las suelas el polvo abrasador y, entre la corta distancia entre la puerta del patio trasero y el abedul, todo mi cuerpo estaba ya cubierto de pegajoso sudor. Me notaba húmedos los pliegues de los párpados y parecía que llorase lágrimas de sudor. Cuando me senté entre las raíces del viejo abedul, en el hueco que se amolda perfectamente a mis caderas, ese hueco caprichoso, forrado de musgo seco, me noté el cabello empapado. A lo lejos contemplaba el patio y a ti, mamá, tendiendo la ropa recién sacada de la lavadora, y a ti, papá, meciéndote en la hamaca, sesteando.
Las chicharras de los matojos del jardín, enmudecidas por mi caminar, volvieron a envolverme con sus ruidos persistentes, propagando su cantar hasta más allá del maizal que hay detrás del jardín, hasta más allá de la huerta del vecino. La sombra del abedul convertía el soporífero ambiente en soportable pero, aun así, el aire era abrasador, y mi sudor empapaba todo mi pelo, mi vestido, mis bragas, mi sujetador y hacía resbalar las plantas de mis pies fuera de mis sandalias. Mi saliva era espesa y remojaba mis labios con ella, sintiéndola evaporarse al instante. Me desprendí del sujetador y de las bragas y formé con las prendas una bola húmeda de tela y aros de metal que dejé sobre una raíz del abedul. Costaba respirar y el calor parecía irradiar del suelo, del musgo seco, del aire, incluso del mismo árbol.
Decidí entonces acercarme a la poza. Salí del jardín por la puerta trasera y no os distéis cuenta. Caminé por el sendero entre los maizales, cuya longitud producía una sombra que solo me llegaba hasta el cuello. Agitaba frecuentemente el vestido, despegándolo de mi piel, y el aleteo de la tela húmeda lo enfriaba, y al posarse de nuevo en mi piel, me estremecía ante el único bienestar que podía procurarme. A lo lejos, muy a lo lejos, se oía un tractor y las omnipresentes chicharras cantaban a mi alrededor. En el cielo, una nube oscura, solitaria, se acercaba despacio, pareciendo desgajarse en pedazos a medida que avanzaba. El polvo que levantaba mi caminar se adhería a mis pies y mis piernas y enmudeció con rapidez el sonido de succión que el sudor de las plantas de mis pies provocaba en las sandalias.
El agua de la poza, la poza de los suspiros, estaba oscura y serena. Los juncos se combaban hacia la superficie y el amarillo de las hierbas resecas aledañas dio paso al verdor vivificante que emanaba alrededor de la poza, enmarcada por una floresta de hierbas salvajes, moras y frambuesas silvestres, grosellas y bayas mezcladas con ramas espinosas, todo cubierto y oculto por varios sauces llorones cuyas hojas alargadas y densas se inclinaban en busca del agua. Sus hojas parecían en verdad llorar y el agua que tenían debajo eran sus lágrimas derramadas. La humedad de la poza era fuente de vida y de calma, de reposo y transición. De cambio.
Me quité el vestido y me descalcé y me sumergí sin dudarlo en el agua negra y tibia de la poza.
Delirio, frescor, éxtasis… Quizá las palabras no sean argumento suficiente para describir aquel momento de gozo que sentí al meterme en el agua; agua que quizá proviniese de las lágrimas de los sauces. Parecía como si el calor huyese de aquel remanso ovalado, un oasis en medio de la cruel y fogosa tarde. Hundí varias veces la cabeza en el agua y a cada inmersión iba deshaciendo más y más capas de polvo que se habían cuarteado en mi piel, emergiendo aún más limpia que antes, aún más pura, aún más inocente. Porque necesitaba recuperar la inocencia, papa, la inocencia que había perdido, mamá.
Suspiré ensimismada en mi propio placer y comprendí porqué se llamaba la poza de los suspiros.
Apoyé los codos en un saliente rocoso con aspecto de neumático derretido y agité las piernas en la superficie, riendo como una chiquilla, salpicando todo a mi alrededor, feliz como una niña que descubre de nuevo la felicidad que creía haber perdido. Porque volvía a ser una niña, papá y mamá, una niña inconsciente, atolondrada, irreverente, ociosa, cuyo único afán era disfrutar de las sensaciones placenteras que me regalaba la vida y que, en ese momento, la poza, con su agua espumosa y los juncos combados y las hojas de las sauces agitándose con mis pataleos, reunía sin lugar a dudas. Las sensaciones de la poza de los suspiros.
¿Podéis creer que me quedé dormida? Sí, igual que una niña que se ha cansado de jugar y chillar, de reír y cantar. Apoyada en mi piedra-neumático, flotando mi cuerpo desnudo, emergiendo mis atributos de niña-mujer, me quedé traspuesta. Era un duermevela, la típica modorra del atardecer, un paso ligero y huidizo entre la vigilia y el sueño, infundido por el calor sofocante y la placidez de aquel oasis.
Y llegó Tomás. Mi hermano Tomás. Vuestro hijo Tomás.
—Hola, mi reina del agua —me saludó.
Parpadeé varias veces desembarazándome de la confusa modorra y aprecié que estaba desnudo, igual que yo, igual que otras veces. Me sonrojé como la chiquilla que era al ver su sexo envarado, despuntando de su fronda oscura, ridiculizando los juncos combados que le flanqueaban. Apartó varias ramas del sauce que tenía detrás de él y se introdujo a mi lado en el agua. Yo no quería, mamá, porque estaba desnuda y era una chiquilla. Pero Tomás tenía el cabello fosco y cubierto de polvo y quería bañarse.
—Frótame en la cabeza, mi reina, que tengo el pelo muy sucio —dijo mi hermano acercándose a mí.
Mis dedos desenredaban su cabello, emergiendo burbujas que exhalaba por su nariz y su boca. Y, mientras, sus manos descendían por mis costillas y se ceñían al contorno de mis senos. Sus uñas rozaban mi piel y dibujaban el contorno ovalado de mis pechos, imprimiendo una fina línea que iba recorriendo mis senos, acercándose con ineludible precisión hacia mis pezones. Sus caricias me provocaban risas y lamentos, carcajadas y resoplidos, porque sentía sus dedos bajo el agua alcanzar con cada vuelta recorrida mis pezones inflamados. Y, cuando al fin llegaron a la corona de mis senos, deteniéndose en la piel tirante y pellizcándolos, una inexplicable risa me invadió, una sucesión de carcajadas me obligó a reír dichosa. Tomás, mi Tomás.
Quizá fueron cuatro minutos, seguro que menos tiempo, pero a mí me lo pareció así, y luego mi hermano ascendió impulsándose en mis hombros, surcando el aire con su cuerpo limpio, aspirando una gran bocanada de aire, mirándome con sus ojos de mora silvestre, arañando mi vientre y mi pecho con su sexo envarado, como un arado que hiende la tierra y la abre para permitir que el aire la oxigene.
—¡Reina mía! —exclamó para luego volver a hundirse en el agua, su piel contra mi piel, dejando una estela flamígera con su sexo en mi piel a medida que descendía.
Aprisionó mis caderas con mis manos mientras hundía su cara en mi sexo, ahí abajo, insondable, bajo el agua. Y me hacía cosquillas con su nariz y yo reía fuerte, muy fuerte. Sopló con fuerza en mi interior y las burbujas afloraron a la superficie como nenúfares preñados de regocijo. Y yo agitaba las piernas y Tomás me las abría más y más para permitir que las burbujas que encerraban su aliento me recorriesen todo mi sexo, escarbando en mi interior, deslizándose por mi piel para ascender a la superficie.
Porque, papá, mamá, Tomás me decía que yo le hacía feliz, y así me sentía yo también, como la chiquilla más feliz sobre la tierra y el agua. Porque hacía feliz a mi hermano.
Tomás emergió y yo me apoyé en la piedra-neumático con los codos, sonriendo, mientras Tomás me rodeaba con los brazos. Su cuerpo pegado al mío, su sexo envarado presionando sobre el mío, sus pezones convergiendo sobre los míos. Su aliento era cálido y me infundía pensamientos arrebatadores. Su nariz resbalaba sobre la mía y sus labios rozaban los míos. Y sus ojos de mora silvestre me miraban risueños y me decían que todo estaba bien, que la vida era un placer y que merecía la pena disfrutarla en compañía.
De modo que le abracé alejándome de la piedra-neumático y los dos nos hundimos en el agua de la poza, en la negra y tibia agua de la poza. Mi cabeza apoyada en su cuello, sus manos ahuecándome la nuca. Nos hundíamos cada vez más y más. La claridad superior se fue difuminando y el agua nos iba envolviendo más y más a medida que descendíamos en el interior de la poza. Los débiles jirones de luz que aún quedaban se oscurecieron y la negra e insondable poza fue acogiendo nuestro descenso.
Yo era feliz, papá, yo era feliz, mamá, y Tomás era feliz; porque yo sabía que le reconfortaba mi abrazo y se refugiaba en el calor de mi cuerpo a medida que la densa oscuridad nos envolvía y el agua iba sepultándonos más y más. Y no dejó de abrazarme ni yo a él, ni dejó de ahuecar su cara en mi cuello, fundiéndonos en la negra noche de agua.
Pero desperté. Maldita sea, asqueroso tractor del infierno. Su ruido inmundo y su pedorreo de gasóleo quemado me devolvieron a la mierda de vida que sigo viviendo, la que me toca vivir ahora, sin Tomás.
Salí del agua y me vestí con el inmundo traqueteo del tractor cercano, escupiendo ventosidades al aire. Mascullé imprecaciones y odié profundamente al conductor mientras me calzaba las sandalias y caminaba de vuelta a casa. Supongo que, aquel que condujera el tractor, me vio alejarme de la poza. El horrendo sol me secó el vestido húmedo, porque húmeda estaba mi piel al salir de la poza de los suspiros, y al llegar a casa ya no conservaba ningún vestigio de humedad en mi cuerpo ni en mi vestido. Y el recuerdo de Tomás ya se había desvanecido y consumido bajo aquel calor infernal.
—Y ahora decidme, papá, mamá, ¿por qué tuvo Tomás que ahogarse en esa poza? Porqué nadie estuvo cerca cuando se cayó dentro, porqué aún sigue sin señalizar, sin cercar, sin drenar, sin secar, sin tapar, ¿por qué se permitió que muriera mi hermano Tomás?
El hombre y la mujer no respondieron. Solo se miraron y las lágrimas afloraron a sus ojos y resbalaron por sus mejillas y luego se levantaron, se acercaron a su hija y se arrodillaron frente a ella. Fue la madre quien habló, porque el padre, al preguntar, se le quebró la voz al empezar a hablar. Un enfermero se acercó al ver la poca distancia que había entre la interna y los visitantes pero otro enfermero, que esperaba en la otra esquina de la sala, le disuadió con un meneo de cabeza.
—No, hija mía, no —sollozó la madre— ¿Por qué mataste tú a Tomás? ¿Por qué le ahogaste en la poza?
—¿Yo maté a Tomás, dices? —susurró la joven para luego emitir un falso suspiro, dibujando una sonrisa—. Quién sabe, quizá tengas razón, mamá, o quizá fuese él quien me matase primero, muchas veces, quizá no fueron los sauces que rodeaban la poza quienes lloraban y que mi piedra-neumático tuviese otro fin distinto al de apoyarme en ella… Por cierto, ¿cómo está mi niño? Ya tiene que haber empezado a ir a la guardería. Seguro que es el más guapo de todos, ¿a que sí, mamá? Tiene los ojos muy bonitos, ¿no es cierto?
La madre no respondió. La joven sonrió, acercando su rostro al de su madre, deleitándose en el horror que empezaba a florecer en los ojos de su progenitora.
—¿Sigue teniendo mi hijo esos ojos de mora silvestre que tenía el tuyo?
Y la madre, tras parpadear durante varios segundos, emitió un alarido que sacudió la sala entera. Un alarido que heló la sangre a los enfermeros e hizo estremecer el alma de su marido. Un alarido que provenía del convencimiento de haber engendrado a dos seres infrahumanos, crueles y horrendos.
Los enfermeros, tras reponerse de la impresión, redujeron a la joven que empezó a carcajear de pronto y la volcaron al suelo y la maniataron y la sacaron a rastras de la sala mientras seguía riendo, brotando siniestras risotadas de su boca desencajada. Y las risas se seguían oyendo, cada vez más lejanas, mientras, en la sala, el padre intentaba calmar a su mujer, la cual ya solo emitía débiles chillidos de agonía.

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