RSS
Facebook

lunes, 7 de febrero de 2011

Necesitábamos el dinero

———PRÓLOGO———

—Bueno, preciosa, puedes empezar diciéndonos tu nombre.
—Me llamo Al… ¿tengo que decir mi nombre o me invento uno?
—Como tú quieras.
—¿Aún estamos grabando?
—Así es, guapa. Aquí no hay cortes ni repeticiones. Una sola toma.
La mujer tragó saliva y bajó la vista hacia sus manos, colocadas en su regazo. Jugó unos segundos con sus dedos.
«La alianza», pensó, dándose cuente del anillo en su dedo. Intentó sacárselo y descubrió horrorizada que estaba bien sujeta.
—¿Podéis cortar un segundo, por favor? —preguntó alzando la mirada hacia el entrevistador detrás de la cámara.
El entrevistador negó con la cabeza sonriendo.
—Es que… bueno, el…
No quería mostrar el anillo a cámara. No éste.
Otra negativa por parte del hombre sonriente.
Tragó saliva y ocultó las dos manos entre sus muslos. «Lo mismo da», se lamentó la mujer, «, la alianza se verá, antes o después».
—Me llamo Alex y tengo 32 años. Estoy casada y, como podrán ver, soy pelirroja.
—¿Pelirroja natural? —preguntó el hombre.
La mujer miró fijamente al hombre comprendiendo el contexto de su pregunta. Parpadeó varias veces.
Luego asintió con la cabeza.
—¿Nos lo demuestras, Alex?
Un rubor intenso afloró a las mejillas de la mujer. Miró hacia los lados y barrió con la mirada a los electricistas, a los ayudantes de cámara y sonido, al encargado de iluminación, al entrevistador…
Y entonces lo vio. Los ojos de la mujer se abrieron enormes y sus labios se entornaron. Una palidez extrema borró el sonrojo de su cara. Su mentón comenzó a temblar. ¿Cómo no lo había visto antes?.
—¿Es… está bien sujeto?
El presentador le señaló con la mirada el cartel que tenía a sus pies.
Alex leyó: “Única regla: No existe. No lo mires. No le hables. No lo menciones”.
—¿Nos demuestras que eres una pelirroja natural, Alex?
La mujer se obligó a cerrar la boca y volvió con lentitud la mirada hacia el entrevistador.
—Pelirroja… —murmuró la mujer mientras se levantaba de la silla y se llevaba las manos al cinturón.
Se lo desabrochó con movimientos torpes. No atinaba a deslizar la presilla al principio. Miraba a la cámara, pero no podía dejar de captar por el rabillo del ojo a aquella enormidad.
Se desabotonó el pantalón y se lo bajó hasta la mitad de los muslos. Cuando se tocó las bragas para bajárselas, se dio cuenta con un pavor insufrible que una mancha de orina las había empapado. La mancha continuaba extendiéndose bajo sus dedos titubeantes. Aún estaba caliente.
Aquello, lo que fuese, levantó la cabeza y husmeó en el aire captando el aroma de la orina de la mujer. Una hilera de dientes amarillentos y descomunales se dejó entrever entre sus belfos. Abrió los ojos y fijó su mirada ambarina en la mujer que mostraba su sexo cubierto de vello anaranjado a una cámara que se acercaba más y más, en un plano detalle.
La mujer notó como las lágrimas comenzaban a rebosar sus párpados y discurrían por su mejilla sin control.
Por el rabillo del ojo captó como la bestia se había desperezado y tenía la mirada fija en su cuerpo semidesnudo. Las piernas le temblaron, el vientre se tensó y no notó como el pis manaba a chorro de entre sus labios salpicando la cámara.
Solo notó su completa evacuación cuando oyó un repiqueteo a sus pies.
—Lo… lo siento —balbuceó.
El entrevistador negó con la cabeza, sonriendo y quitando importancia al hecho.
—¿Qué tal si te quitas el resto de la ropa, Alex?
La mujer se secó las lágrimas de la cara con los antebrazos y volvió a mirar al entrevistador.
—Todos queremos ver tu escultural cuerpo desnudo —insistió el hombre.
La mujer asintió y, tras secarse las manos en la chaqueta, comenzó a desvestirse.


———CAPÍTULO 1: ALEJANDRA. DIEZ DÍAS ANTES———

Necesitábamos el dinero. Solo así se comprende la locura en la que nos metimos Carlos y yo. Poco menos de un año antes le habría escupido en la cara y, al salir de aquella maldita fiesta, Carlos le hubiera dado una paliza.
Pero, ante la insólita proposición, mi marido y yo nos apartamos en un rincón para deliberar.
—Deliberar, deliberar, ¿qué coño hay que deliberar? —le pregunté cuando nos supimos fuera del oído de los antiguos compañeros de instituto.
—Me asombra que ya tengas una respuesta —me recriminó Carlos.
—Necesitamos la pasta, joder —le dije sin preámbulos—. Hace una semana que no pongo la lavadora porque no tenemos ni detergente y, ahora me sales con que hay que deliberar.
Carlos calló y me miró. Yo buscaba un apoyo, unas palabras de ánimo, un “tienes razón, cariño”.
En su mirada no hubo nada de eso.
—Me dan ganas de llevarlo a rastras afuera y darle una paliza —masculló Carlos en su lugar, apretando los dientes y buscando con la mirada a Pedro.
Lo miré con la cabeza gacha y terminé por bajar la vista hacia el combinado que tenía entre las manos. Hacía casi un año que no probaba el alcohol. En realidad hacía casi un año que no entraba en ningún bar.
—Son treinta mil —murmuré para mis adentros, aunque Carlos me escuchó.
—Da igual la cifra. No estoy seguro, no le tengo claro —dudó él.
Di un paso acercándome a él y alcé las manos para rodearle por la cintura. Claro que yo tampoco lo tenía claro. La diferencia era que él expresaba su temor y yo me lo guardaba.
—Si tienes dudas, buscaremos otra forma de salir adelante —le dije.
Le sonreí mientras me pegaba a él y presionaba con mi cuerpo. Sentí como algo comenzó a crecer en su entrepierna a medida que la presión de mis senos sobre su pecho se hacía más fuerte. Me miró a los ojos y contemplé el mismo destello verdoso que me enamoró un día, años atrás. Me habló y su voz sonó ronca, profunda, erótica.
—Dios, Alejandra, te quiero demasiado.
Me tomó por la cabeza y la sujetó mientras me besaba con dulzura. Besos hondos, pasionales. Más abajo, su sexo continuaba creciendo sin control. Tuve que apartarme. No podía permitir que aquello avanzase. Pero, mierda, cómo deseaba tumbarle sobre el suelo y explorar con mi lengua toda su piel.
—Sólo hay que pensar en el dinero —le susurré mientras recorría con un dedo el contorno de su cara. Noté como su excitación era máxima. La mía tampoco se quedaba atrás. Pero había que pensar fríamente—. Sólo es dinero, Carlos.
Me miró de arriba abajo. Sentí una punzada de vergüenza cuando sus ojos se posaron sobre la bisutería plástica que colgaba de mi cuello. Supe que estaba recordando aquella tarde en la que tuvimos que empeñar mis joyas. Solo quedaban nuestras alianzas. Sus ojos se empañaron y parpadearon varias veces, sus labios se curvaron hacia abajo, su frente se arrugó…
—Eh, eh, por favor —le animé tomando su mentón con mis dedos, obligándole a mirarme—. Aquí no o yo también me pondré a llorar y no sé qué sería peor.
Afirmó con la cabeza y me abrazó, hundiendo su cabeza sobre mi cuello. Dejé el vaso en una mesa cercana y respondí a su abrazo con otro. Al instante, empecé a oír su llanto monocorde.
Quien ha oído llorar a un hombre como Carlos sabe que no llora sin motivo y que la gravedad de la situación era enorme. Se me encogieron las tripas y me temblaron las piernas. No podía soportar oír a mi marido llorar. No más veces. Intenté contener mis propias lágrimas pero fue inútil. Él apoyaba su cabeza en mi cuello y yo en el suyo.
Nuestros lloros no nos consolaron. Carlos sorbió por la nariz y despegó su cara de mi cuello. Yo saqué un pañuelo arrugado del escote y sequé sus lágrimas y luego las mías.
Carlos carraspeó alzando la mirada detrás de mí. Le miré sin comprender. Me volví y mi cara cambió de inmediato. Así debió ser porque Pedro también lo vio.
—Caramba, Alex, has cambiado la cara en un instante —sonrió.
Busqué con desesperación detrás de mí la mano de Carlos. Encontré su puño vibrante.
Mantuvimos las miradas unos segundos sin decir nada.
—Bueno, ¿qué? —preguntó manteniendo su falsa sonrisa.
Noté como Carlos presionaba detrás de mí, a punto de abalanzarse sobre él. Lo retuve con esfuerzo.
Pedro ladeó la cabeza. Aquella situación parecía divertirle. Maldito sádico libidinoso.
—Veo que hay divergencia de opiniones —dijo él.
—Ya lo hemos decidido —oí a Carlos detrás de mí con voz monocorde—. Aceptamos tu proposición.
El mundo se me cayó a los pies. Carlos me sujetó por la cintura cuando notó que me iba abajo.
Nuestro destino estaba sellado.
—¿Es eso cierto? —me preguntó Pedro al verme palidecer.
Afirmé con la cabeza intentando mostrar algo de entereza.
Pedro palmeó sus manos y las frotó complacido mientras me miraba con esos ojos babeantes. Se me revolvieron las entrañas y la bilis me subió hasta la garganta del asco que me producía aquel ser.
Tragué saliva y noté un ardor descender hacia mi estómago. Era mi bilis pero también mi orgullo.
—Vale, a ver si me ha quedado claro —sonrió Pedro—. Tú, Carlos, consientes que tu mujer Alex, o sea, Alejandra, participe en una sesión de sadomaso donde la torturaré, afligiré y reventaré sus vergüenzas. Grabaré todo y distribuiré la cinta al mercado o donde yo quiera. Estás aceptando eso, ¿no?
Carlos se me escabulló. Se abalanzó sobre Pedro sujetándole por las solapas del traje.
—Te mataré, hijo de puta —le susurró mirándolo a los ojos.
Gemí desesperada. Jamás había visto a mi marido tan furioso. Era muy capaz de cumplir sus palabras.
Pedro, sin perder su sonrisa, se sacó una pluma y un talonario de su chaqueta y se los mostró a Carlos, agitándolos delante de sus ojos.
—¿Me dejas, por favor?
Carlos aflojó su presa y giró la cabeza para mirarme confuso. Derrotado. Golpeado. Humillado.
Pedro se deshizo de las manos de mi marido y se alisó el traje sin perder un ápice de compostura. Abrió el talonario y comenzó a rellenarlo.
—Cincuenta mil —dije con voz firme mientras él garabateaba.
Ni siquiera levantó la vista para mirarme. Siguió escribiendo, firmó y arrancó el cheque que me tendió junto con una tarjeta que sacó de dentro de un bolsillo.
—Ahí van la mitad, veinticinco mil euros.
Miré la cifra. Un dos, un cinco, tres ceros, una coma, dos ceros, un signo de almohadilla. Su firma. El número de serie del cheque. Mi nombre en el portador, Alejandra Sigüenza Aldreros. La tarjeta contenía el nombre de la empresa, una dirección de email y un número de teléfono. Producciones Imaginativas S.L.
—¿Y yo? —pregunté levantando la vista hacia él—. A mí no me has preguntado si yo acepto tu proposición.
Pedro se guardó la chequera y la pluma y se dio la vuelta echando a andar hacia los demás invitados de la fiesta.
—Tú lo estás deseando, pequeña putilla —murmuró mientras se alejaba.


———CAPÍTULO 2: CARLOS. UN DÍA ANTES———

—Acabo de llamar a Pedro —dijo Alejandra cuando volví con la compra.
Era fantástico volver a casa trayendo varias bolsas con la compra. Era fantástico disponer de dinero. Pero cuando me recordó de dónde provenía, se me agrió la cara.
—¿Y no podías haber esperado algo más de tiempo?
Alex estaba sentada en el sofá, con las piernas recogidas. Apoyaba la cabeza en una mano. Bajó la mirada sin atreverse a mirarme.
—Ya lo hablamos ayer, Carlos —susurró mientras sus ojos comenzaban a empañarse—. Cuanto antes ocurra, mejor, ¿no?
Me enfurecí. No sé por qué y si Alex me hubiese preguntado la razón por la que exploté, no habría podido explicarlo.
Discutimos durante varios minutos. Yo alcé la voz, ella también. Nos insultamos, nos dijimos cosas que ninguno quiso decir.
—¡Parece que lo estés deseando, joder! —grité mientras iba al dormitorio a ponerme algo más cómodo.
Me quité la camisa y los pantalones. Saqué unos vaqueros viejos (antes eran los de los domingos) y una camiseta azul recién estrenada. Alex vino corriendo con lágrimas en los ojos y se tiró en la cama boca abajo. Llevaba una camiseta blanca de tirantes ceñida y unos pantaloncitos. Todo su cuerpo temblaba con cada hipo.
Me arrepentí de inmediato al oírla llorar; sus gemidos estuviesen ahogados por la almohada. Me senté junto a ella y la aparté el cabello pelirrojo de la nuca y la espalda para intentar consolarla con besos.
—¿Cómo crees que me siento, Carlos? —me preguntó volviendo la cabeza hacia mí, desdeñando mi contacto.
No respondí. Ella era el juguete, el objeto de aquel pervertido, la razón por la que ahora tuviésemos aquel desahogo económico.
Su mirada se clavó en la mía y tuve que apartar la cabeza para no ver su dolor. Alcé la vista y miré las paredes y el techo del dormitorio. Una semana más y el banco habría ejecutado la orden de embargo. Cuando depositamos las cuotas e intereses vencidos de la hipoteca en el banco, los empleados se quedaron mudos. Nadie daba ya un puñetero céntimo por nosotros.
Y todo gracias a Alex. O, mejor dicho, a tener una mujer con un físico tan agraciado. O, mejor dicho aún, a que un desalmado hijo de puta quisiese gastarse una fortuna para humillar y torturar a mi mujer delante de una cámara.
—¿Crees que soy una puta? —preguntó Alex secándose las lágrimas con un tirante de la camiseta.
Negué con la cabeza.
—Vaya, menos mal. Por un momento me pareció que era eso lo que creías que era —comentó sarcástica.
—Lo… lo siento.
—Ya, claro, qué bien. Lo sientes. Muy bien, Carlos, muy bien —espetó Alex levantándose y encarándose hacia mí—. Y a mí que me jodan, ¿no? A la puta que la jodan.
—Yo… yo…
—Tú… tú… —repitió Alex imitándome—. A tu mujer le van a hacer yo qué sé que mierda de perversión. No quiero ni imaginar qué ocurrirá; se me ponen los pelos de punta, por el amor de dios. Y a ti solo se te ocurre compararme con una… cualquiera de tres al cuarto.
Me separé. Estaba empezando a intimidarme.
—Solo quiero un mínimo de comprensión, Carlos —dijo juntando el índice y el pulgar de una mano—. Quiero sentir que mi marido sabe que odio todo esto, que me repugna. Busco tu apoyo, Carlos, tus palabras, tus abrazos, tus lágrimas. No quiero tus insultos, joder.
—Te pido disculpas —dije atragantándome—. No sabía que…
—No sabías, no. Ya veremos —dijo quitándose la camiseta y el sujetador. Sus senos se revolvieron unos instantes en su pecho y sus pecas brillaron con la luz filtrada de la cortina. Los pezones oscuros estaban erectos.
Di un respingo que casi me hace caer de la cama.
—Dime a los ojos que me quieres, Carlos —me desafió mi mujer—. Dime que no ves dos tetas. Dime que solo me ves a mí, a tu compañera, a la mujer que prometiste proteger y amar durante toda tu vida. Dímelo, por dios, necesito oírlo.
Contemplé aquellas esmeraldas que eran sus ojos. Alex respiraba fuerte, dilatando las aletas de su nariz, sin parpadear, con los labios apretados. Me acerqué a ella y la tomé por los hombros.
—Alejandra —ella odiaba que la llamase así porque era el preludio de una conversación seria, una regañina o una discusión—. Perdóname si te he hecho sentir así, no era mi intención, de verdad.
Y decía la verdad. Moriría antes de que la sucediese algo. Me daba igual que fuese bajita o fea. Pero era alta y bella. ¿Y qué más daba? Yo solo veía en aquella cara a la misma chiquilla de mirada tierna y sonrisa crédula que me había enamorado.
Sostuvo mi mirada unos instantes. Luego bajó la vista hacia mi entrepierna donde se adivinaba un bulto creciente bajo los vaqueros.
—Tu cabeza dice una cosa y tu polla otra.
—Mi polla va por libre. No puedes quedarte con las tetas al aire y pretender que no me excite —tragué saliva—. Pero una cosa es el sexo y otra todo lo demás.
Alex se acercó a mis labios y depositó un tenue beso.
—Eres idiota, Carlos. Cualquiera en tu lugar me habría mentido y luego me habría tumbado en la cama y me habría hecho el amor.
—Pero yo no soy cualquiera, Alejandra. Soy tu marido y te quiero por cómo eres, no por tu cuerpo. No me casé contigo solo para follar.
Alex bajó la mirada hacia el bulto de nuevo. Su voz sonó ronca y sutil.
—¿Y si te pido que ahora me hagas el amor, que quiero sentirme amada y deseada?
La obligué a mirarme a los ojos.
—Dímelo a la cara, por favor —le pedí.
—Hazme el amor —susurró con labios temblorosos—, hazme el amor, por favor.
Nos besamos con avidez mientras le bajaba los pantaloncitos y las bragas. En algún momento ella me quitó la camiseta y me despojó de los pantalones y los calzoncillos. Abrimos la cama y nos metimos dentro. Su piel ardía y su aliento me abrasaba. Abracé su cuerpo tembloroso mientras me introducía en su interior. Sus manos buscaron mi espalda y sus dientes pellizcaron mi cuello. Gemíamos sedientos de la saliva del otro. Gritó mi nombre tantas veces que parecía invocar un mantra que la hiciese alcanzar el nirvana.
Nos separamos después de hacer el amor y nos miramos apoyando la cabeza sobre la almohada.
—¿Cuándo te ha dicho ese cabrón? —pregunté.
—Mañana, en una nave que tiene a las afueras de Madrid.
—Vendimos el coche, Alex, ¿cómo vamos a llegar hasta allí?
—Vendrán a recogernos.
Asentí con la cabeza y la besé en la frente.
—Tengo miedo —dijo acercándose a mí. Apoyó su cabeza sobre mi pecho obligándome a colocarme boca arriba. Me cogió un brazo y se lo colocó sobre su espalda. La estreché mientras la besaba en la frente.
Yo también tenía miedo. Tanto que me avergonzaba expresarlo.
—Solo es dinero —musité sintiendo como una lágrima caía por mi mejilla. La abracé más fuerte. Su cuerpo temblaba como un pajarillo. Noté como también ella lloraba sobre mi pecho.
—Solo es dinero —repitió ella.


———CAPÍTULO 3: PEDRO. ESE MISMO DÍA———

—No, no, no —dije con voz firme a Schriffer—. A Penélope y a Silva me los quitas pero ya. Porque me sale de los cojones.
Escuché durante unos instantes al director de casting y seguí negando con la cabeza. Resoplé varias veces y luego pronuncié mi amenaza de nuevo:
—¿Eso crees? No tienes ni puta idea de qué quieren los productores. Tú contrata a esos dos y ya puedes ir borrando mi nombre del proyecto.
Colgué sin oír las protestas de mi interlocutor. Mañana hablaría con el productor ejecutivo. Si querían ir a la Seminci sería como yo quisiese. No había ganado un León de Oro por que sí. Cuando uno adquiere fama tiene que demostrar algo de genio para conservarla.
Inspiré y expiré despacio varias veces. Hoy no quería enfadarme. Hoy no.
Sonó el interfono de mi ayudante.
—Alejandra Sigüenza y Carlos Hierro han llegado, señor.
Sonreí. Por fin, ya era hora. ¿Tanto tráfico hay en Madrid?
—Diles que estoy reunido —hablé al interfono—. Dales el contrato y que lo lean.
—¿Y si preguntan algún detalle?
—No preguntarán. Tú dáselo y lo firmarán. Luego haz que los lleven al set privado. Que les den algo de comer y beber.
—Pero, señor, no conozco los detalles del contrato y…
—Tú hazlo. ¿Sabes qué significa la palabra “hazlo”, eh?
Un carraspeo.
—Sí, señor.
Alex y Carlos. Qué pareja más extraña. La “pelirroja” y el “pasmao”. Así es como solíamos llamarlos en el instituto.
Cuánto tiempo ha pasado de aquello. ¿Diez años, quizá? Algunos más, diría yo.
Alejandra quería ser modelo y Carlos ingeniero industrial, eso sí que lo recuerdo. A ella no le faltaba talento, siempre con aquel cuerpo cimbreante y esa barbilla mirando al infinito. Andares de pasarela y toda aquella carne removiéndose a cada paso que daba. Los genes habían sido magnánimos con ella y los años no habían hecho más que macerar aquella belleza que tenía.
Con él no tuve mucho trato. Pero, claro, de quién estaba locamente enamorado era de ella. Carlos era un patán soso y sin sangre en las venas. No consigo entender como acabaron juntos. Y encima casándose. La vida da muchas vueltas, eso está claro.
Como la mía. De idiota oficial de la clase a director de cine. Lugar correcto, momento concreto, persona ideal. Esa conjunción me había ocurrido ya tantas veces que parecía que el destino estaba resarciéndome de todas las humillaciones y vergüenzas que pasé de joven.
Alex fue buena conmigo. Me procuró múltiples fantasías con las que aliviar mis ardores adolescentes en el cuarto de baño. A pesar de su inaccesibilidad, Alejandra siempre estuvo ahí como mi mejor amiga. Ser un flacucho enclenque y patizambo en un instituto público era bastante frustrante en los ochenta. Collejas e insultos eran mi pan de cada día. Solo lloraba en mi habitación y delante de ella, cuando coincidíamos en el parque al sacar a nuestros perros.
Tenía un cabello radiante y la cara surcada de pecas. Unas cejas espesas y unos labios largos y generosos. Una tarde, mientras las lágrimas aún no se habían secado en mi cara, la besé en un impulso del que nunca me he arrepentido.
Se apartó confusa.
—Pedro, creo que no entiendes nuestra amistad —me dijo con amabilidad.
Me dolió. Hubiera preferido un tortazo o una risa cruel. Pero se mostró comprensiva y tierna. Como si fuera un puto crío atolondrado.
—Pero yo te quiero —recuerdo que la dije.
Me secó las lágrimas de los ojos con un pañuelo de papel y me dio un beso en la mejilla que me sentó como una bofetada.
—Somos amigos, Pedro, buenos amigos. No lo estropeemos, por favor.
Otro día, mientras estábamos sentados en un banco mirando a su labrador jugando con mi caniche, la metí la mano debajo de la falda, aprovechando un descuido.
Me apartó la mano con una sonrisa pero me reprendió con la mirada.
—Pedro, no, por favor.
No llegué a tocarle las bragas. Tenía los muslos apretados y su piel estaba suave y caliente. Aquella noche creí que me moría de la cantidad de veces que me masturbé pensando en qué habría sucedido si se hubiese dejado.
Qué tiempos aquellos. Salí del despacho media hora más tarde y miré a Juan, mi ayudante. Me devolvió la mirada sin decir nada sobre Alex y Carlos.
Buen chico, ¿ves como sí que firmarían?
—¿Dónde están? —le pregunté.
—El Concejal de Cultura y su mujer están en la sala de espera.
Mierda. Había olvidado que hoy era la entrevista.
—Diles que vengan mañana.
—Pero…
Juan se fijó en mi mirada iracunda.
—Trae mañana a cualquier a cualquier putilla de la tele con tetas gordas —le expliqué—. Diles a ambos que mañana sus vidas pueden cambiar en redondo.
—¿Y la mujer del Concejal?
Me maravillé de cuán iluso era mi ayudante. Menudo elemento me había encasquetado mi hermana. Le respondí con una sonrisa.
Salí por la puerta trasera y bajé por las escaleras de emergencia hasta el aparcamiento. Me decidí por el BMW. Al subir la rampa, las ruedas chirriaron contra el suelo.
—Seguro que estos neumáticos los hiciste tú, Carlos —musité mientras me ponía las gafas de sol—. Vaya mierda de ruedas que hiciste, coño.
Dos años antes, cuando rodaba una escena en la fábrica de neumáticos de Alcorcón, descubrí a Carlos. Rodaba un anuncio que fue mortalmente aburrido de filmar. Y allí estaba él, el “pasmao” del instituto. ¿Con que ingeniero industrial, eh? Un currante de cuatro a doce con la cara tiznada y el mono azul pringoso.
—¿Quién es ese? —le pregunté a Remedios, la enlace con la fábrica.
—¿Quién, ese que tiene la bata blanca?
—No, ese que va por ahí.
—Ah, ese. No sé, un obrero más, supongo. No está cualificado, ¿le conoce?
Negué con la cabeza.
Antes de estrenar el documental, el personal de la fábrica recibió un pase para verlo en exclusiva.
Y allí estaba Alejandra. Esa boca grande, sonriente. Con sus pecas brillantes y su fabuloso cabello.
Y abrazando a Carlos.
Me escabullí del estrado. Recuerdo que oí desde el cuarto de baño al director de la fábrica pidiéndome volver y subir al estrado a decir unas palabras.
No volví al estrado. Esas palabras tendrían que esperar. Y vaya si las dije cuando los vi de nuevo en la fiesta del aniversario de la promoción del instituto.
En paro los dos. Casi desahuciados. Habían tenido que llevar a su perro a la perrera porque no tenían ni con qué alimentarlo. Pobrecitos.
Lugar correcto, momento concreto, persona ideal.
Aparqué el coche en la calle y entré en la nave del polígono industrial donde tenía mi set de rodaje privado.
Alex y Carlos se levantaron al verme entrar en la sala de espera. Me quedé en el marco de la puerta.
—¿Vienes cagada y meada? —la sonreí cruzando los brazos.
Carlos dio un paso hacia mí. Era capaz de arrancarme la tráquea de un bocado. Pobre infeliz.
Alex parecía estar entera, pero sus piernas temblaban a punto de derrumbarse en el suelo. Muy bien.
Me giré hacia el pasillo y pedí con un gesto de la cabeza a la peluquera que viniese.
—Belinda, llévate a Alejandra a atrezo.
Me arrellané en el marco de la puerta para aspirar el aroma a miedo que emanaba de Alex cuando pasó junto a mí.
Carlos y yo nos quedamos solos.
—He hablado con el director de la fábrica de Alcorcón —dije sin acercarme a él. Ahora que no había nadie que lo retuviese no podía fiarme de sus impulsos asesinos.
Carlos alzó una ceja de interrogación.
—Te readmitirán. Olvidarán lo del ERE y ya está. Empezarías en tres días.
Nos miramos fijamente unos segundos. A lo lejos, en el set de rodaje, oí como iban montando mis juguetitos. También escuché como mi mascota se alimentaba, hambrienta.
—Vale —dijo Carlos a modo de agradecimiento.
—No, no “vale”. Eso sólo ocurrirá si permites que te graben mientras tú ves la grabación de Alex.
Su cara de tenso odio se transmutó en furia en un instante. Me saqué del bolsillo el contrato para apaciguarlo.
Se acercó a mí y me lo arrancó de las manos. Lo leyó mientras respiraba con fuerza.
Intenté contener las ganas de echar a correr.
—Aquí dice sólo grabar, que yo no haré nada —dijo cuando terminó de leer las cláusulas.
—Sólo grabar —le confirmé sacando un bolígrafo de mi chaqueta y tendiéndoselo.
Miró mi bolígrafo temblar en el aire.
—¿Y el resto del dinero?
—También —dije sabiéndome sudado.
Firmaría. Bien.
Carlos leyó de nuevo el contrato y luego me miró unos instantes antes de firmar.
—¿La vais a hacer daño? —preguntó con voz suplicante.
Le sonreí sin responder.
Me alejé de allí lo más rápido que pude. Hablé con el ayudante de cámara para que montasen los bártulos en la sala de espera. Me acerqué hasta el cuidador.
—¿Cómo está Rufus?
—No da problemas, señor. Aún.
Asentí satisfecho. 

———CAPÍTULO 4: LA SALA DE ESPERA———

Carlos ya no sabía cómo sentarse en el sofá.
Tomó conciencia del zumbido de la cámara grabando todos sus movimientos. Incluidos todos los anteriores.
Al principio recordó haberse sentido relajado.
Ver a su mujer en una televisión le hacía pensar que todo era una pantomima.
Cuando Alejandra empezó a ponerse nerviosa, sin motivo alguno, mirando fugazmente fuera de cámara, comenzó a sentirse incómodo. Tenía calor, se desabrochó el primer botón de la camisa cuando Alejandra se bajó los pantalones. Cruzó y descruzó las piernas. Atenazaba los apoyabrazos, hundiendo las uñas en la tapicería, cuando su mujer se bajó las bragas. Luego se llevó las manos a la cabeza cuando se meó delante de la cámara.
Ahora tenía la barbilla apoyada en la palma de la mano, con sus dedos crispados sobre su mejilla.
Carlos se dio cuenta que movía los labios expresando palabras en silencio. Eran insultos, todos dirigidos hacia aquel director pervertido y sádico.
Pedro.
Sí, aquel maldito y odioso excremento humano, murmuró mientras veía como un brazo salía a escena para tender a su mujer un paño con el que limpiarse el orín de sus piernas.
Alejandra se quitó la chaqueta y luego la camiseta. Solo un sujetador ocultaba sus senos; el resto del cuerpo estaba desnudo.
Contempló el cuerpo de su mujer y parpadeó varias veces, presa de la angustia. Alejandra era una mujer frágil, inocente. Aquel malnacido estaba destrozando todo lo que era puro en su mujer.
Alejandra había hecho el gesto de quitarse el sujetador pero la habían ordenado que se dejase esa única prenda. Daba lo mismo si lo que querían era ver su cuerpo entero desnudo porque la gasa vaporosa de las copas del sujetador permitía contemplar sus areolas oscuras y sus pezones inflamados. Su mujer se cruzó de brazos ante la negativa del entrevistador a taparse con sus manos el sexo descubierto.
Alejandra seguía mirando furtivamente fuera de cámara y todo su cuerpo se estremecía con cada ráfaga de miradas. Sus piernas temblaban, sus rodillas castañeteaban, su vientre estaba encogido y sus senos palpitaban entre sus brazos.
El marido miró al ayudante del cámara, un joven con gafas y acné, y le interrogó con la mirada. «¿Tanto estómago tienes para ver sufrir a una mujer y no hacer nada?». El joven solo parpadeó, indiferente. Carlos se palpó la copia del contrato que tenía en un bolsillo. Recordaba todas y cada una de las cláusulas. Sobre todo la primera.
«Cláusula #1.
Me mantendré, durante la grabación del film, confinado en la sala de espera. No podré abandonar la sala bajo ningún motivo, excepto por causas de fuerza mayor.»
El marido prestó atención de nuevo al televisor que retransmitía la grabación. El entrevistador, o sea, Pedro, le hizo más preguntas luctuosas a su mujer. «¿Cuándo empezaste a tocarte? ¿Has probado el sexo anal? ¿Cuántas veces te gusta follar a la semana? ¿Te gusta exhibirte delante del espejo?»
Carlos deseó tener un cigarrillo que llevarse a los labios. Hacía tiempo que no fumaba. El mismo desde que se quedaron sin dinero para comprarlo. Se acercó a coger un vaso de agua de la mesa que tenía junto al sofá y, al inclinarse, notó como una erección presionaba sobre su vientre. Aquel hecho le incomodó más que cualquier otra cosa. Saber que su cuerpo le traicionaba y que algo dentro de su cabeza, muy adentro, disfrutaba con aquel espectáculo vejatorio le agrió la cara y terminó por explotar.
—¡Hijo de puta! —gritó enfurecido al televisor-. Te voy a matar, Pedro, te voy a descuartizar vivo, maldito engendro.
Ni el cámara ni su ayudante dijeron nada. Solo se miraron de reojo.
Se le había desparramado el agua al vociferar. Carlos dejó el vaso goteante en la mesa y se limpió la camisa y el pantalón.
Su erección seguía ahí, inconfundible.


———CAPÍTULO 5: AQUELLO———

Alejandra no podía evitar mirar de reojo al tigre.
Era un ejemplar enorme, majestuoso. Casi tres metros de largo del morro a la cola, la cual era larga y sinuosa y se movía despacio. Las orejas desplegadas, los ojos anaranjados fijos en la mujer desnuda, con aquellas pupilas verticales estrechándose, centradas en la piel blanquecina y pecosa de la hembra desnuda.
Su nariz negra husmeaba el aroma de la orina. Un aroma inconfundible, embriagador. Su instinto depredador se disparó al instante.
La bestia se relamió los belfos, surcando con su lengua rojiza la pareja de caninos afilados.
El tigre de Bengala no parpadeaba. Mantenía fija la mirada en aquel delicioso manjar, a cuatro metros escasos de sus garras. Una carne tierna, sabrosa, caliente. Un vientre delicioso, una piel exudando sudor, unos ojos aterrorizados.
El cuidador del tigre advirtió las intenciones de la bestia al instante. El lomo tensado, la cabeza gacha, las garras tomando posiciones, la cola inerte. La doble cadena y la columna de hierro forjado a la que estaba sujeto detendrían la acometida del tigre sin duda alguna. También estaban los dardos tranquilizantes y la escopeta.
Pero, ¿por qué arriesgarse?
Se acercó a Pedro y le susurró sus temores.
El director miró de reojo a su mascota y asintió conforme.
Rufus acababa de comer. Pero era mejor alejarle de la mente aquel manjar. Solo había una forma, pensó Pedro, de eliminar ese olor a orina que estaba enloqueciendo al tigre. Además, así humillaría un poco más a Alejandra.
Humillación tras humillación. A ver hasta dónde llegaba.
Un gesto a sus ayudantes bastó para que entendiesen sus intenciones. Después se levantó de su silla y se retiró a un rincón para cambiarse de ropa.
Era hora de disfrazarse.


———CAPÍTULO 6: LA POLEA———

Alejandra se subió encima del pequeño escalón de madera que colocaron debajo de ella.
Con los brazos cruzados y subida en la tarima, poco más de cinco centímetros de altura, se sentía aún más ridícula que antes.
Miró de reojo de nuevo al tigre. Una argolla gruesa rodeaba su cuello y había otra cadena que sujetaría otra parte de su cuerpo. Parecía dominado.
Pero estaba tan cerca. No hacía falta imaginar la potencia de sus mandíbulas, la largura de sus garras. Podía oler muy bien el hedor de aquella bestia, un intenso tufo a animal enjaulado. El felino la miraba sin parpadear, como un gato gigantesco de pelaje anaranjado, como su propio cabello, con sus pupilas rasgadas y fijas en su vientre, en su sexo, en sus muslos.
Pedro apareció en escena, junto a ella. La mujer sonrió incrédula al verle, olvidando al tigre.
El director de cine Iba ataviado con una máscara de cuero negro con dos orificios para los ojos y otro para la nariz. Una cremallera abierta permitía ver sus labios. Iba desnudo, con un slip también de cuero, con una bragueta, para sacar su sexo. Unas muñequeras de clavos y unas botas de suela gruesa completaban su disfraz de fantoche.
Pero todo aquel cuero repelente y estrambótico rivalizaba con su cuerpo descompensado. Una barriga prominente, peluda y oronda, estaba flanqueada por brazos escuálidos y terminaba en unas piernas combadas e igual de esqueléticas.
Parecía una patata con cuatro palillos. Una patata blanca, peluda y fofa. Alex sonrió aún más.
—Guárdate tu sonrisa para más tarde, Alex —le siseó Pedro—. La necesitarás.
Se volvió delante de ella hacia la cámara y mostró una brazada de cuerdas.
—Para que disfrutes aún más, mi niña —dijo Pedro girándose hacia la mujer.
Se colocó delante de ella y la llevó los brazos a su vientre. Comenzó a anudarle las muñecas. Una cámara iba captando el proceso de ligadura. El cáñamo áspero la irritaba la piel y comenzaba a notar el aumento de calor en sus manos sujetas.
Los dedos de Pedro acariciaban el vello púbico anaranjado y rozaban su vulva mientras la anudaba. La mujer se mordió el labio inferior con saña. Un cosquilleo placentero recorrió su vientre. Alejandra rezó para que Pedro no hubiese captado aquel gesto de placer. No le daría aquella satisfacción.
Era una cuerda realmente larga. Pedro chasqueó los dedos y una polea bajó del techo. Alejandra alzó la cabeza hacia el aparato que descendía y tragó saliva. El hombre pasó a través de la polea los muchos metros de cuerda que quedaban.
Luego tiró de la cuerda.
Alejandra gimió asustada al ver sus brazos subir y quedar tirantes. La cuerda quedó fija y su cuerpo tensado y expuesto, encima de la tarima.
Pedro trabajaba rápido. Recogió del suelo la cuerda, se agachó y también le inmovilizó los tobillos.
Alejandra consiguió deslizar la cabeza entre sus brazos para mirar el trabajo de sus pies, pero sus pechos le impedían ver el trabajo. Empezaba a respirar con dificultad. Tampoco podía doblarse, estaba firmemente sujeta. Solo notó los ligamentos ásperos rozarle la fina piel y los nudos clavándose entre sus tendones.
Cuando terminó, Pedro la sonrió triunfante. Gruesas gotas de sudor bajaban por los bordes de la máscara, deslizándose por el cuello. El director de cine sostuvo su mirada unos segundos, deleitándose con el desconcierto de la mujer.
Mientras ligaba sus tobillos había aspirado el aroma encendido del sexo húmedo de ella. El clítoris se había inflamado y los pliegues de la vulva se habían abierto. Tuvo que reprimir la enorme ansia de lamer aquella raja, de degustar aquel néctar.
Pero ello habría significado lo contrario a lo que ahora hacía. El dominador sometido por la dominada, qué bochorno.
El cuerpo de Alejandra estaba tenso, cimbreante. Las costillas sobresalían del torso, el hueso de la cadera se marcaba en la cintura. Pero seguro que podía aguantar un poquito más, sí, un poquito más, sonrió Pedro.
De una patada, el director de cine mandó lejos la tarima sobre la que estaba subida Alejandra.
Ella gritó mientras su cuerpo se estiraba. Sus pies bailaron en el aire pero consiguió apoyarse con la punta de los dedos en el suelo.
«Si… consigo… estirar más las piernas… podré apoyarme», pensaba frenéticamente Alejandra.
Lo consiguió. Se sostuvo vertical sobre el suelo, dando pequeños saltitos para compensar el movimiento de la polea. Casi no podía respirar. Notaba el pulso frenético sobre sus muñecas y tobillos inmovilizados. Se estaba acalorando.
Miró por el rabillo del ojo al tigre. Había dejado de mover la cola. Vio como sus garras sobresalían de las patas, como, bajo el pelaje listado, el cuerpo se tensaba.
Algo hizo ruido encima de Alejandra. Intentó levantar la cabeza para mirar arriba pero su cuello no daba más de sí.
No vio deslizarse la manguera por la polea. La boca de metal se situó encima de ella.

———CAPÍTULO 7: EL AGUA———

Un chorro de agua helada brotó con fuerza de la boca de la manguera.
Alejandra gritó sorprendida. Se retorció y gimió presa del pánico. El agua fría la contrajo la piel y los músculos, obligándola a estirar más su cuerpo. Cerró los ojos con fuerza. Le faltaba el aire, se ahogaba. El agua llenaba su boca y su nariz y casi no podía toser.
Pedro hizo una seña para que cesase la ducha. Retiraron la manguera. El agua se llevaría aquel olor a carne apetitosa que podría hacer a Rufus ingobernable.
Se acercó para ver con detenimiento la piel erizada, los pezones oscuros contraídos, duros como una roca. Acarició los botones a través de la gasa húmeda del sujetador, gozando con los gemidos guturales de la mujer. Demandó unas tijeras que le fueron suministradas en el acto. Recortó la copa de la prenda para que los pechos quedasen libres, dejando las costuras de la prenda intactas. Las areolas casi habían desaparecido para ayudar a los pezones a alcanzar su pétreo estado.
Un hilillo de baba se depositó sobre la prenda, procedente de los labios entreabiertos de Alejandra. Pedro se regodeó en las esmeraldas de esos ojos que lo miraban con infinito odio. Sus uñas lo despellejarían si tuviesen oportunidad.
«Que bien lo haces, amigo», se felicitó sonriente.
Se colocó detrás de ella y comenzó a comprimirla las tetas, amasándoselas con fuerza, hundiendo los dedos en la carne hasta llegar a las costillas.
Luego deslizó sus dedos por el resto de la piel erizada de su vientre, de sus caderas. Se acuclilló para surcar con los clavos de sus muñequeras los muslos y las rodillas.
Alejandra arqueó su espalda débilmente, rechazando aquellas caricias. Oyó sus músculos tensarse y resonar como maromas a punto de desgajarse. Pero no pudo reprimir el deseo. Estaba agotada y falta de aire. Y el calor que emanaba de su vientre convulso era liberador.
Pedro ascendió con sus dedos por la cara interna de las piernas hasta llegar al sexo y no le sorprendió encontrarlo candente. Alejandra se retorció jadeante cuando el director de cine empuñó un ramillete de vello rizado y tiró de él. Subió hasta su cara cuidando de no acercarse a su boca y sus dientes y hundió los dedos en su cabello empapado revolviéndolo en sus sienes.
Olisqueó el cabello húmedo alrededor de las orejas y lamió los lóbulos enrojecidos.
Alejandra emitió un gemido ronco.
—¿Disfrutas, mi niña? —le siseó Pedro mordisqueando el otro lóbulo—. No, no hace falta que digas nada. Tu cuerpo ya me lo dice todo.
El director de cine notó los inicios del orgasmo de la mujer. Nalgas contraídas, vientre agitado, suspiros contenidos.
«Ahora no, Alejandra, ahora no», pensó Pedro.
Hizo una seña para que aflojasen la tensión de la polea.
Los talones de Alejandra se apoyaron en el suelo. Luego, a medida que la polea iba bajando, quedó arrodillada, sin fuerzas. No fue capaz de mantenerse derecha.
Quedó tendida, boca abajo, sobre el suelo. Comenzó a llorar entre toses y saliva manando de sus labios.
—Hijo… hijo de… —balbuceó la mujer.
Pedro la pasó una mordaza por la boca y se la ató con fuerza a la nuca, deteniendo sus palabras. Desató los nudos de las muñecas y pasó sus brazos a su espalda. Los miembros estaban casi inertes y se dejaban hacer con dulzura.
Luego comenzó a atarla más y más, doblando sus piernas y juntando sus tobillos con las nalgas y las muñecas a la espalda. Separó los muslos y abrió el culo dejando al aire ambos orificios. Entrecruzó varias veces la soga por el vientre, por el pecho, por los hombros.
Tenía prisa. No sabía por qué, pero tenía ganas de alzarla, de verla aún más indefensa, aún más dominada.
Quería verla sufrir aún más.
Tiró de la cuerda y la alzó en el aire.
El cuerpo doblado de Alejandra se meció en el aire a medida que era izado. La saliva espesa desbordaba la mordaza y colgaba de sus labios. La mujer sintió como, aún a pesar de su crueldad, Pedro parecía hacer bien su trabajo. Ninguno de sus miembros soportó más peso del debido, ninguna cuerda mordió su carne con dolor. Solo una ligera molestia en su pecho la hizo estremecer.
Se debatió en el aire gimiendo y forcejeando pero solo consiguió dar vueltas sobre sí misma. Notaba su vientre horrorosamente sensible, su sexo parecía latir, su ano se estremecía estirado, palpitando inmisericorde el esfínter.
Pedro la subió hasta la altura de sus ojos y luego anudó el extremo de la soga a una argolla del suelo. Aún quedaba un cabo suelto que caía al suelo. Lo recogió y pasó varias veces la cuerda alrededor de los senos de Alejandra, apretando los nudos. Pronto la piel se sonrojó y los pezones crecieron hasta volverse bulbos encendidos. El armazón del sujetador quedó oculto bajo el cordaje barroco.
Alejandra quería chillar, vociferar. Notaba en sus pezones hasta el aliento de Pedro a un metro de distancia. La sensibilidad era tan cruel que deseaba llorar. Pero no podía dejarse vencer así.
Pedro terminó su trabajo cogiendo el cabello empapado de la mujer y anudándolo al complejo sistema de nudos de la espalda. Dio dos pasos atrás y contempló a la mujer pendiendo enfrente de él. Se lamió los dientes de acero de la cremallera de su máscara. La garganta de la mujer estaba tensa, vibrante. Podía tragar saliva, pero nada más.
Alejandra creyó que todo aquello había terminado cuando Pedro se alejó. Exhibida como un trofeo en el aire con sus miembros sujetos a la espalda, supuso que aquel sádico habría quedado satisfecho.
Abrió unos ojos desmesurados cuando el director de cine volvió con un látigo de múltiples tiras.


———CAPÍTULO 8: LA PANTALLA———

Carlos contemplaba la pantalla del televisor sin dar crédito a todas y cada una de las imágenes que veía. Estaba arrodillado en el suelo, delante de la pantalla, a pocos centímetros, mirando una mancha gotear de la pantalla.
Detrás de él el sofá y la mesita estaban volcados. Los cojines estaban destripados, el relleno de espuma esparcido por las paredes y el suelo.
Había gritado, había llorado, había jurado matar mil veces a aquel demente. Y mientras lo hacía, cada vez que su voz se resquebrajaba por el llanto, comprendía que precisamente era eso lo que Pedro quería, grabándole.
Ansiaban verle sufrir, perder el juicio, vociferar venganza. Solo quería eso.
Y lo estaba consiguiendo. Sí.
Destrozó todo el mobiliario sin que el cámara y su ayudante hiciesen nada por impedirlo.
Intentó ocultar su mayúscula erección cuando rociaron a su mujer con agua fría. Se desnudó por completo mostrando sus genitales a la cámara cuando Pedro comenzó a maniatar a su mujer.
—¿Queréis ver mi polla, cabrones? —gritó restregando su verga por la lente de la cámara—. ¡Jodeos todos, todos!
Luego se volvió a colocar los calzoncillos, pero no pudo contener aquel horrible sufrimiento en su sexo al ver a Alejandra izada en al aire.
Su mujer, aquella muchacha que le había invitado una noche años atrás a comer a un restaurante chino, aquella que lloró cuando casi atropellan a su perro, era ahora un amasijo de carne doblada sobre sí. En sus ojos esmeraldas refulgía la insumisión, pero en su cuerpo gobernaba el placer. Era notoria la excesiva humedad que surgía de su sexo, era prolija la cascada de saliva que manaba de su boca amordazada.
La cámara fijó un primer plano de aquellos pezones hinchados. Eran como fresas maduras, la piel de las areolas tirante como un tambor, los pezones inflamados de un rojo furioso. La cámara ascendió hasta la boca de la mujer y se sumergió en la cascada de saliva que manaba de sus labios. Saliva blancuzca, aglomerada ¿Saliva aglomerada?
Carlos bajó la mirada hasta su verga húmeda. No recordaba cuándo se la había sacado del calzoncillo. Cuando la había cubierto con sus manos. Cuando la había restregado y se había corrido. Solo veía una gran mancha, una espesa y pringosa mancha en el televisor, resbalando grumosa. Goteando del marco del televisor.
Carlos se dio cuenta que había perdido la razón.


———CAPÍTULO 9: LAS TIRAS———

Las tiras del látigo mordieron su carne con exquisita tortura. Prácticamente tocaban su piel sin impulso alguno, pero restallaban en su interior como si fuesen carbones ardientes.
Se plegó en el aire cuando sintió las tiras del látigo rozar sus pezones. Arqueó la espalda hasta sentir crujir sus vértebras, incapaz de soportar aquella tortura demencial. Le costaba respirar, cada vez más.
Pero, atónita, la mujer se encontró sintiendo un placer malsano.
«¿Por qué negarlo?», se dijo Alejandra, «¿por qué desdeñar el gozo que me embarga sentirme humillada?».
Presionando con la lengua, consiguió deshacerse de la mordaza que la oprimía los labios.
—¿No sabes pegar más fuerte, alfeñique? —escupió a Pedro para luego azuzarle— ¡Dame más fuerte, joder, más, más!
El látigo mordió su sexo. Las tiras se enredaron sobre su vello púbico arrancando pelos a su paso.
Y Alejandra gozaba. Oh, dios, sí, gozaba con el castigo. Sonreía y se lamía los labios amoratados.
Pedro se soliviantó. «No, no, así no, tú eres la esclava, tú eres la sumisa, tú no pides, tú obedeces, tú imploras».
La colocó la mordaza de nuevo y la apretó con fuerza. Anudó más su pelo a la espalda, tensando su garganta. Las aletas de la nariz de Alejandra se dilataron, respirando furiosamente, sonriendo a Pedro.
El látigo restalló en el aire, hendiendo la carne del vientre. Un aullido ronco surgió de la boca amordazada de Alejandra. Ese dolió y mucho. Otro restallido y sus nalgas acusaron la mordedura de las tiras.
Siguieron más latigazos. Ya no eran caricias, ya no excitaban. Las tiras levantaban verdugones en su sexo, en su ano, en sus brazos, en sus muslos, en sus pechos.
La mujer lloraba y gritaba enloquecida, incapaz de sublimar placer de aquel dolor, gozo del sufrimiento. El aire se enrarecía al entrar en su nariz congestionada.
El equipo entero hizo aspavientos con las manos para que Pedro se detuviera. Estaba haciendo daño a la mujer. Las marcas eran reales, los latigazos dejaban cardenales y morados.
Pedro hizo caso omiso y se quitó la máscara, imposible ya de contener su furia. Desoyó a su equipo cuando le exhortaron a no mostrar su cara. Tiró la máscara al suelo y hundió la cara en el encuentro de los muslos de Alejandra. Mamó, chupó, mordisqueó y sorbió todo lo que de allí manaba. Asió las piernas de la mujer que se debatían en el aire como un pájaro sin plumas.
Mostró su cara triunfante y embadurnada de jugos a las cámaras y se bajó la bragueta de su slip de cuero. Una verga gruesa y envarada surgió de la abertura.
Él mismo se encargó de descender el cuerpo de Alejandra a la altura de su sexo.
—¡Callaos! —vociferó a su equipo, que agitaban las manos en el aire, intentando contenerle. Un ayudante se acercó a Pedro para hacerle recapacitar y recibió una patada en el estómago.
Penetró el interior de Alejandra sin preámbulos. Sus dedos se hundieron en sus nalgas abiertas y sujetando a la mujer por su culo, ayudado por el cuerpo pendido en el aire, imprimió un feroz ritmo de acoplamiento.
Alejandra gemía y lloraba, embargada por el dolor de los latigazos y horadada por aquel miembro que la destrozaba la vagina reseca sin ningún miramiento.
Llegó un momento en que el aire que la mujer respiraba pareció acabarse. Casi no notaba la verga circular por sus entrañas. Solo sentía los latigazos de su piel latir al son de su corazón exhausto. El dolor de sus nalgas y de su esfínter estirado era casi insufrible y su corazón latía tan débil que sentía desahuciada de aquel cuerpo.
«¿Placer?», se preguntó al borde de la inconsciencia, «¿Qué placer puedo sacar de ser agredida, humillada, maniatada y violada por este sádico?»
El dolor de los pulmones vacíos era tan fuerte que era inaguantable.
Cuando la mujer sintió como el esperma llenaba su vagina, se abandonó al sueño que la venía llamando desde hacía rato.
Oyó gritos y luego voces airadas. Golpes lejanos, muy lejanos. Cosas caerse, partirse. Se sintió posada sobre el suelo y oyó lejanas unas tijeras cortar sus ligamentos. Una sirena de ambulancia parecía alejarse, o quizá acercarse; Alejandra no supo precisar.
Porque luego vino una negrura espesa y caliente.


———CAPÍTULO 10: EPÍLOGO———

Alejandra despertó una mañana, tres días después de caer en coma, en una habitación con las persianas a medio bajar.
Giró la cabeza y descubrió, tras una cortina medio abierta, a una compañera de habitación. Reconoció donde se encontraba por el blanco y el azul de las sábanas, las paredes y el techo. Un hospital.
Su cama estaba flanqueada por varias perchas de las que colgaban bolsas de líquidos de distintas transparencias. Notó una picazón en la garganta y, al llevarse la mano a ella, descubrió una vía aérea en su tráquea.
El miedo se apoderó de ella. Su corazón comenzó a latir apresurado, las máquinas iniciaron una serie de pitidos ensordecedores.
Pero aquellas máquinas y sus pitidos la traían sin cuidado. Ella quería ver a su marido. Le llamó angustiada.
—¡Carlos! —gritó en silencio.
Varias enfermeras acudieron ante la llamada de las máquinas. Inmovilizaron a la mujer. Alejandra se revolvió. Llamaba a su marido, quería ver a su marido, necesitaba a su marido.
La administraron un sedante y la mujer se calmó al cabo de unos segundos.
Las enfermeras llamaron al doctor. El doctor examinó a la mujer, revisó las centenas de heridas que salpicaban todo su cuerpo. Parecían curarse bien. Quedarían secuelas claro, algunas habían dañado tendones. Se marchó para atender a otro paciente.
Las enfermeras salieron de la habitación y una de ellas se apartó del resto, caminó por varios pasillos esquivando camas y enfermos y entró en la sala de espera. Se dirigió hacia el hombre sentado en un rincón.
—Su mujer ha despertado. No, aún no —añadió reteniéndole en la silla ante el impulso del hombre de levantarse—, quizá más tarde, ahora está descansando.
Carlos vio a la enfermera alejarse y volvió a posar su mirada en el suelo, agarrándose las sienes.
En su camisa aún estaba el cheque de Pedro. Había añadido un cero más a la cifra para que no surgiese su nombre en el atestado policial. En la fábrica le habían asegurado que su puesto de trabajo seguiría esperándole, cuando quisiera incorporarse.
La película no se distribuiría. La cara de Pedro era visible al final de ella y no quería manchar su reputación. Se conformaría con haber destrozado la integridad y la cordura de ambos.
Con eso bastaba.
«¿Qué precio pondrías a tu humillación?», se preguntó de pronto Carlos.
No supo qué responderse.

1 comentario:

Comentar no cuesta nada salvo un pedazo de tu tiempo. Venga, coño, que es solo un minuto.