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jueves, 1 de marzo de 2012

Reunión de madres, sueños cumplidos (2/3)



Carmen caminaba algo apartada del grupo mientras se dirigían desde el colegio hacia el bar. Aquel viernes no tenía ganas de hablar. Se sentía cansada, le dolía todo. Se sentó con sus amigas en la terraza del bar casi por inercia. Dejó cazadora de su hijo en su regazo y la abrazó, aferrándose a ella como un salvavidas.
—Carmen, ¿me escuchas?
Carmen volvió la cabeza, aturdida, hacia Sonsoles. Luego se dio cuenta que el resto también la miraba, incluso el camarero, que mantenía su bolígrafo en el aire junto a la libreta.
—Carmen, ¿dónde estás, mujer? ¿Quieres tostada con zumo o un ocho de crema?
—No tengo hambre.
—Tostada y zumo para ella —pidió en su lugar Sonsoles al camarero. Éste anotó el pedido y marchó con la lista completa del grupo de madres.
Carmen quiso retraerse de nuevo en su interior. Lamentaba no haberse dado cuenta que aquel día era viernes y tocaba reunión. El peor día para acompañar a su hijo al colegio. Ahora tendría que enfrentarse a sus amigas. El ataque, tal y como imaginaba, no se hizo esperar. La verdad es que, se dijo, no tenía por qué quedarse a tomar un café.
—Carmen, cielo, ¿qué te ocurre?
—Nada, nada. La verdad es que tengo prisa, este fin de semana nos vamos al pueblo y tengo que preparar…
Matilde la agarró del brazo en el momento justo en que pensaba levantarse de la silla. El gesto la pilló por sorpresa, Matilde parecía haber adivinado sus intenciones. No pudo mantener su mirada y tuvo que bajar la suya.
—Cuéntanos, Carmen.
—No, de verdad. Tengo prisa y…
Matilde la apretó la muñeca en el momento en que llegó el camarero con sus pedidos. Todas se mantuvieron en un silencio espartano. Incluso el camarero, que las conocía demasiado bien, se apresuró a servir cafés, tostadas, zumos y bollos lo antes posible, se sabía extraño en la conversación.
Cuando quedaron solas, mientras se iban pasando unas a otras servilletas para dar cuenta del desayuno, el silencio continuó. Matilde, por encontrarse junto a Carmen, fue la encargada de ocuparse de su tostada. Untó la mantequilla y la mermelada y le tendió una servilleta.
—Cuéntanos, Carmen. Estoy segura que, entre todas, sabremos darte buenos consejos o, por lo menos, te escucharemos atentas, ¿verdad, chicas?
Todas asintieron.
—Es que es algo cochino…
—No temas, querida —dijo Socorro mirando luego a Neus—. Estamos curadas de espanto. Apuesto a que es otra fantasía sexual satisfecha.
Todas sonrieron, recordando el relato de Neus el viernes anterior. La aludida se sonrojó y tragó con dificultad el trozo de bollo.

—El relato de Carmen—

Yo creo que todo empezó con esa revista. Era un folleto de un supermercado, grueso y de hojas finas, lleno de ofertas del tres-por-dos y promociones, de esos que te manchas los dedos al pasar las hojas. Fausto, mi marido, por lo general no leía los folletos, era yo la que hacía las compras, él solo se encargaba de llevarme en coche los sábados por la mañana al súper y luego le aguantaba mientras se iba enfurruñando más y más a medida que íbamos con el carrito de pasillo en pasillo. Por esto no entendí la razón que le llevó aquel sábado a detener el carrito frente a la sección de máquinas de gimnasio. Se plantó frente a un aparato para hacer abdominales que estaba en promoción, se sacó una hoja del bolsillo, la desdobló y comparó la foto de la hoja con el cacharro. Reconocí la hoja como la portada del folleto. Sin dudarlo, cogió la caja del estante y la metió al carrito.
“Es para hacer ejercicio, que me noto la barriga de la treintena”, respondió cuando le miré totalmente perpleja. Ni por asomo había imaginado que Fausto se preocupase por su barriga, a mí al menos no me lo había dicho. No digo que tenga mucha, algo tiene, la clásica curva de la felicidad, que diríamos todas, yo ya me había acostumbrado. “A ver cuánto te dura la tontería”, le dije. Cuando llegamos a casa, ya se había olvidado del cacharro, le tuve que recordar que era algo que había comprado él y que si no iba siquiera a abrir la caja, que lo devolviese. Se enfadó conmigo, claro. Creo que le sentó mal.
El caso es que, a partir del día siguiente, todas las noches, antes de acostarse, se hacía tropecientas abdominales con el cacharro. Yo no pensaba que fuese a durarle tanto la tontería pero supongo que le había herido en su orgullo y, por eso, no cejó en el empeño. Al cabo de tres semanas, su barriguilla había menguado y comenzaron a resaltársele los bultos de los músculos. Yo debería haber estado feliz de tener un marido que se preocupase de su figura pero, como dije, ya me había acostumbrado a su curva de la felicidad. Cada noche ocupaba más y más tiempo en esculpir sus abdominales, le robaba tiempo al único momento del día en que lo solía tener para charlar, hablar de nuestras cosas y hacer el amor. Tras salir de la ducha, se excusaba en que estaba muy cansado y se dormía en un santiamén. Pero eso no fue lo peor.
Fausto comenzó a mirarme mal. Nunca me lo dijo a la cara y yo tampoco le presioné para que me lo confesase, y no, no eran paranoias mías. Ya sé que no tengo un cuerpo escultural de esos que lucen las niñas de ahora, todo tetas y culo y lo demás esmirriado como alambres, me da grima verlas la cara chupada, las costillas hambrientas y las piernas finas como palos. Sé que Fausto me miraba mal por mi cuerpo; la barriguilla, las cartucheras, la piel de pollo… pero es que yo no me preocupo por lo que se ve y mi marido empezaba a juzgarme por ello. Alguna vez dejó caer, en una conversación robada de sus ejercicios, que mi figura era un botijo; lo dijo entre bromas, y yo sonreí como una lela, más contenta porque charlásemos que por insultarme. Lo cierto es que Fausto tenía una tableta riquísima pero no la compartía con nadie más que con él mismo, alguna vez le pillé mirándose al espejo, orgullosísimo de su vientre escultural.
Desde entonces, cogí yo también la manía de mirarme ante el espejo. Teníamos uno en el pasillo de nuestro dormitorio y, cuando él estaba en el trabajo y el nene en el colegio, me desnudaba y me pasaba horas delante del espejo mirando mi cuerpo. Reconozco que me obsesioné, pero no caí en el mismo círculo vicioso que Fausto (“no estoy demasiado fuerte, aún no, un poco más”). Me encantaba mirarme al espejo y, como no podía mirarme por detrás, me compré otro que coloqué a mi espalda y que guardaba en el cajón de la tabla de planchar. Me veía por todos los lados, en todos los recovecos. Fausto no me hacía el amor desde hacía semanas y supongo que necesitaba mimarme ya que nadie me parecía hacer caso. Fue como un revulsivo contra mi falta de sexo, de cariño.
Me vestía para aquellos momentos, me maquillaba, me arreglaba solo para mí. Me colocaba entre los dos espejos y comenzaba a desnudarme. Lentamente, ejecutando una danza suave y erótica, me iba despojando de la ropa, regalándome piropos, besando mi imagen reflejada. Día a día, mientras Fausto continuaba desarrollando unos exorbitados abdominales, yo iba desarrollando mi particular baile solitario. Cada día me gustaba más y más y, como es natural y por la falta de sexo conyugal, terminé por, una vez desnuda, empezar a tocarme. Acercaba los dos espejos a la cama y me retorcía ante mi imagen desnuda, explorando mi interior y acariciando mis curvas con rotundo y sincero apasionamiento. Fui desarrollando una oscura versión de mí misma, la de una zorrita encantada de darse placer a sí misma. Estaba profundamente enamorada de mi cuerpo y de mi versión oscura.
Pero llegó un momento en que, cansada de masturbarme para mí, ansié que otros disfrutaran de mi vena exhibicionista. Ambicionaba conseguir los suspiros y anhelos de los demás. Ya no me bastaba con mis piropos y mis soeces comentarios ante el espejo. Quería el de los demás, suplicaba sentirme deseada por otros. Y entonces, por ironías de la vida, la solución llegó de manos de mi marido. Una noche comentó que los compañeros de la oficina se iban a un local de striptease a celebrar una despedida de soltero. Se rió de ellos y continuó haciendo abdominales. No me costó nada encontrar en internet, al día siguiente, tras mi sesión matutina de contemplación y masturbación, una lista de locales de striptease en la ciudad. Sin pensármelo dos veces, llamé al que tenía más lejos de casa. Quería trabajo y, aunque al principio se negaron alegando no sé qué de que sólo trabajaban con profesionales, insistí y al final accedieron a hacerme una prueba.
Me convencí que necesitaba demostrar mis dotes exhibicionistas, fue lo que me dio fuerzas para presentarme en aquel oscuro garito una mañana. El local estaba vacío, varias señoras de la limpieza estaban fregando los suelos, algunos hombres fumaban en la barra y una mujer parecía ensimismada en varios libros y una pila de facturas en una mesa. Me acerqué a los hombres y le dije al que parecía más serio que venía por la prueba. Me miraron de arriba a abajo con ojo crítico, desnudándome con los ojos, se removieron en sus butacas y calibraron mis interioridades. Me excité ante sus miradas lascivas y supe, desde ese momento, que mis temores eran infundados, les resultaba atractiva. Pero, al fin y al cabo, eran hombres y su instinto de copulación guía sus pensamientos; necesitaba la aprobación de las mujeres, si ellas se excitaban conmigo, habría triunfado. Por suerte, la mujer enterrada en libros y facturas parecía la jefa de todo aquello ya que me dijo que me sentara en su mesa con su acento argentino. Eso hice.
“Algo tenés ganado porque esos de ahí no se ponen burros con cualquier piva”, comentó tras mirarme fijamente. Me pidió que le hablase de mí. Me inventé una vida totalmente distinta a la que tenía. Era huérfana, sin familia, algo puta y me encantaba ser y verme como una zorra. En ningún momento la mujer sonrió ni asintió, se limitó a escucharme con cara aburrida o agobiada. Tenía una mirada cansada, ojeras de insomnio o de trasnochar frecuentemente. La verdad es que me divertí inventando aquella historia fantasiosa, incluso mientras la contaba me iba excitando. “ Buhe, dale”, me interrumpió, “, subí ahí arriba y demostrá lo que sabés hacer”.
Fue como mi alternativa, tal que si mis bailes entre los dos espejos hubiesen sido capeas de pueblo y aquello fuese la prueba de fuego. Me subí al estrado, una tarima circular. “Ponlá música, a ver si tené ritmo”, dijo la mujer al barman que estaba tras la barra fregando. Comenzó a sonar un chunda-chunda machacón y estridente, se encendieron los focos que había en el borde de la tarima y el espectáculo dio comienzo. La luz me cegaba al incidir directamente sobre mí y la música me hacía daño sólo de oírla. Algo coartada, empecé a desperezarme, a moverme al son de aquella sucesión de acordes estrepitosos de música electrónica. Los focos, al principio molestos, los encontré luego prácticos porque me impedían ver a los demás. Y así, concentrada en mi exhibición, me dejé llevar por el ritmo arrebatador.
Una barra surgía del centro de la tarima hasta el techo, me balanceé y la usé para apoyarme, descalzarme y arrojar mis zapatos lejos, más allá del muro de luz. Me dejé llevar por la música, convertí mis brazos en marionetas de los machacones acordes electrónicos. La falda me impedía moverme con la libertad que necesitaba y fue la primera prenda de la que prescindí. Vestida entonces solo con la blusa y la ropa interior, agarrada a la barra, restregué mis manos por todo mi cuerpo, me encantaba dejarme llevar en mis refriegas por el ritmo ensordecedor. Agobiada por los calores del baile, comencé a sudar y a necesitar estar más aireada, más ligera. La blusa fue mi siguiente prenda en caer y volar más allá del muro de luz de los focos. Me sentía genial, ya sólo vestida con mi sujetador y mis braguitas, estrenados aquella misma mañana. Dí vueltas y más vueltas alrededor de la barra mareándome, me contorsionaba hasta dolerme las articulaciones, pero me encantaba todo aquello. No sabía qué tal lo estaba haciendo pero me sabía observada, mirada por al menos media docena de hombres y tres mujeres y no pensaba en otra cosa que en pasármelo bien y dar rienda suelta a mi espíritu gamberro y putón.
Fue esa intención, la de gozar de aquel momento, la que me impulsó a desabrocharme el sujetador y lanzarlo también lejos de mí. Mis pechos despendolados, botando al son de mis brincos y meneos, me arrancaron destellos de placer. Me los amasé y oprimí con pasión, dulce a veces, ruda otras. Mis pezones erectos arañaban la palma de mis manos, un subidón de energía me recorría las extremidades y me dejaba llevar por la música y el erotismo marrano que me desbordaba. Estaba descontrolada, me dejaba llevar por mis instintos, eran más fuertes que mi razón, que la música, que todo. Me quité las braguitas y también las lancé lejos, al fondo de mis inhibiciones, al fondo de toda una vida de rectitud moral, de apariencias, de opresiones.
Descarrilada, sin poder aguantarme, comencé a frotarme el sexo. Refregaba mi entrepierna con ímpetu, ayudada por mis muchas humedades. Acuclillada, con un brazo en alto sujeto a la barra y bien abierta de piernas, apoyé mis nalgas en el frío metal y hundí varios dedos en mis cavidades, gozando de los placeres más primitivos, más atávicos. Gemí y chillé enrabietada porque el ritmo del chunda-chunda era demasiado lento para mis penetraciones, para mis manoseos guarretes.
De repente, la música cesó y los focos se apagaron. Pero, ¿qué pasaba? Ay, Dios, no les ha gustado mi número, pensé. Cuando al fin me acostumbré a la penumbra del local, me encontré con decenas de cabezas arracimadas junto a la tarima. Muchos, eran muchos. Hombres y mujeres de rostros enrojecidos, de caras sonrojadas, sudorosas. Ojos como platos, boquiabiertos, lamiéndose los labios resecos, haciéndose cosas entre las piernas. Oh, Dios, cómo disfruté de aquel momento, de aquel instante de gloria. Alrededor mío decenas de ojos fijos en mi cuerpo desnudo, en mi piel enrojecida, en mis pezones endurecidos, en mi sexo encharcado. Si no fue un orgasmo lo que me sacudió el cuerpo entero al sentirme tan deseada, tan venerada no sé qué fue pero jamás lo olvidaré. Fue como una explosión de placer concentrado, como si, por unos segundos, el universo entero girase alrededor mío.
La mujer, la jefa del local, se abrió paso a empujones entre la muchedumbre. Estallaron los aplausos. Gritos, silbidos, piropos, marranadas, estaba en la gloria. No había forma de llegar hasta la tarima pero ella lo consiguió a base de codazos y malas maneras. Estaba que echaba humo, una cara de mala hostia le nublaba la vista, un ceño fruncido arrugaba su frente, era la única con cara de disgusto. Me cogió del brazo y me sacó a rastras. Decenas de manos me tocaron, me palparon cuando me arrastró lejos, cientos de dedos me pellizcaron, aferrándose a mis pechos, abrazándose a mis nalgas, arañándome las piernas. Algo de miedo sí sentí, agobiada por la turba enloquecida, pero la jefa imponía, chillaba y me arrastraba con sus zarpas.
—Vos no sos bailarina ¡Sos puta!
Me llevó hasta la salida y me tiró mi ropa y mi bolso. Ofendida no quedé, claro, porque razón no le faltaba a la mujer.
Aquella noche, Fausto, como siempre, sacó el cacharro de hacer abdominales. Poco le duró la tanda de ejercicios. Comencé a contorsionarme delante de él, a moverme tal y como hice aquella mañana en el local. En mi cabeza escuchaba el chunda-chunda y al cerrar los ojos, el muro de luz me cegaba. Poco duró también mi baile. Me cogió de la cintura y me arrastró hasta la cama, empalmado como un potro desbocado.
Lo malo es que mi marido ha vuelto a coger barriga. Cada noche ejecuto mi particular baile para él y al poco de empezar está ya más salido que un mandril en celo. Las noches resultan agotadoras, hacemos el amor hasta quedar exhaustos. Resulta que ahora está deprimido porque los pantalones que compró ya no le valen y las camisas no le sientan bien. Pobrecito mío. Suerte que todas sus penas se le pasan cada noche cuando bailo para él.

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