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sábado, 10 de marzo de 2012

Reunión de madres, sueños cumplidos (3/3)



—Vamos a cerrar una temporada. El gerente quiere pintar el bar y cambiar el aspecto de la barra.
El grupo de madres miró al camarero mientras iba sirviendo los cafés y los desayunos en la terraza de la cafetería. Por lo general, enmudecían al llegar él. Pero ahora, Neus rompió el silencio.
—Pero, Braulio, ¿a dónde vamos a ir ahora? ¿Quién nos va a dar de comer por las mañanas?
El camarero sonrió y luego se encogió de hombros. Las echaría de menos. Se demoró algo más de lo acostumbrado en servir el pedido. Sentía las miradas de todas ellas fijas en él, en sus movimientos, en la forma que tenía de repartir los platos, en la tarea de echar la leche en cada taza con café humeante. Eran buenas clientes, atentas, agradecidas, dejaban excelentes propinas, sí, las iba a echar de menos.
En cuanto quedaron solas, Socorro tomó la palabra.
—Bueno, parece que este será el último viernes que quedemos aquí.
—Romperemos una tradición.
Todas asintieron mientras daban cuenta de tostadas y bollos.
Matilde fue la encargada de romper un silencio triste que se postergó mientras comían.
—Podemos continuar con nuestra nueva tradición. Podemos centrar nuestras reuniones en nuestras confesiones en vez de en el lugar.
—Nuestras cochinadas —puntualizó Carmen.
—Cochinadas o no, son fantasías sexuales que algunas hemos cumplido. Se merecen ser compartidas con las demás —se defendió Matilde.
—¿Hemos? —repitió Neus mirando a Matilde. Dejó los cubiertos sobre la mesa y se giró hacia su amiga—. O sea, que tú también tienes una fantasía cumplida. La que nos provocó para confesar nuestros secretos resulta que ahora tiene una fantasía cumplida.
—Que la cuente, que la cuente —corearon todas entre risas.
Matilde se sonrojó y se hizo la remilgada.
—Sois como niñas.
—¿Es una fantasía cochina?
Matilde masticó despacio, sabiéndose el centro de las miradas de todo el grupo de madres. Disfrutó de aquel momento, a nadie le viene mal, de vez en cuando, ser el foco de atención, que sus palabras sean escuchadas con avidez.
—Algo guarrilla sí que es —por fin respondió.
—Cuenta, cuenta.

<—El relato de Matilde—>

Creo que todo empezó cuando, de pequeña, un domingo mi padre me llevó al parque. Los dos solos, mientras me empujaba en el columpio, le sorprendí mirando con atención el partido de fútbol entre chavales que había al lado. Los miraba con tristeza, como si al verlos, recordase algo que le causase mucha pena. Yo le pregunté qué pasaba y él, supongo que imaginando que no lo entendería, me contestó que ojalá hubiese nacido niño. Luego me siguió empujando con más fuerza, yo le pedía más fuerte y él reía y decía que si me caía, mamá nos mataría, pero me hizo caso y me agarré muy fuerte al columpio, como él me dijo. Grité asustada y gozosa, reímos y yo le abracé muy fuerte y le dije que le quería. Luego él lloró y me pidió perdón por haberme dicho eso de no nacer niño. Yo le prometí que jamás lo contaría y hasta ahora nunca lo he contado.
Pero jamás dejé de pensar en ello.
Desde entonces me sentí culpable por haber nacido mujer, eso es algo que no puedo remediar y por ahora no he podido quitármelo de la cabeza. No es una obsesión ni tampoco es la sensación de vivir en un cuerpo distinto al que siento. Es solo que quería agradar a mi padre. Seguro que él no recordará aquel suceso ni tampoco relacionará todo lo que vino después. El caso es que, días después de aquel domingo, comencé a fijarme en los chicos. Quería ser como ellos, actuar como ellos, parecer un chico o, al menos, adquirir sus costumbres, su imagen. Le pedí a mamá que me cortase el pelo, quería llevarlo corto, mi madre me dijo que no, claro, que tenía un cabello precioso y que todas las niñas lo llevaban largo. Pensó que era una rabieta, no sospechó mis razones. Así que me lo corté yo misma. Cuando me descubrieron en el baño, con el pelo cortado y los mechones desiguales, se enfadó mucho, yo creo que más por tener unas tijeras en la mano que por otra cosa. Me gané una azotaina y me quedé sin postre varias semanas. Incluso me llevaron a un psicólogo, pero no solté prenda, dije que lo había hecho por diversión.
Lo siguiente, tal y como veía a mi padre y a los demás chicos, fue intentar orinar de pie. Al principio fue todo un desastre, imaginaros todo el inodoro regado de orina. Me tocaba limpiarlo como podía. Por supuesto, era mi padre el que recibía todas las reprimendas de mamá, le echaba unas broncas tremendas y él no rebullía, se enterraba tras el periódico murmurando para sí. Poco a poco me fui haciendo con ello y hoy por hoy, tengo la técnica muy depurada. Es inevitable que salpique algo pero no más de lo que lo haría cualquier hombre. Solo hay que colocarse de horcajadas, algo inclinada hacia adelante, te separas los labios muy bien y aprietas despacio, controlando el arco de pis, siempre mirando el arco, siempre atenta a la fuerza con la que orinas. Curiosamente, haciendo esto casi toda mi vida, he desarrollado músculos en mi vagina que les hacían arrancar alaridos de placer a mis parejas cuando hacíamos el amor. No hay mal que por bien no venga.
Paralelamente a mi transformación externa, sabía que tenía que desarrollar mi forma de ser. Respecto a mi tono de voz no pude hacer nada, pero en cuanto al lenguaje sí. Fuera de casa, comencé a soltar tacos sin motivo alguno. Mis preferidos eran “coño”, “hostias”, “cojones” y todo lo que tenga que ver con “Dios”. Me gané a pulso la fama de malhablada entre mis amigas pero eso duró poco hasta que comencé a buscar bronca. Saltaba a la mínima, no dejaba pasar ni una, macho hasta la médula, aunque supusiese más de una vez volver a casa con un moratón o un labio roto. Malhablada y busca-broncas, esa era yo, ni siquiera los chicos me rechistaban. También intenté jugar al fútbol, pero es un deporte que nunca me gustó, eso de correr detrás de las pelotas, como si fuese una mujer hambrienta. Además, se me desarrollaron los pechos demasiado pronto y pronto el correr fue un problema.
Realmente era un dilema. Veía a mi madre y me fijaba en sus amplios senos, yo la preguntaba si tendría sus tetas y ella sonreía y me decía que aún era muy niña para preocuparme por eso. Ya, y una mierda. Cuando me compró el primer sujetador, no tardé ni una hora en quitármelo. Por suerte, vivíamos en un edificio, en una quinta planta sin ascensor. En la tercera planta, al fondo del pasillo, había una esquina que usaba para desembarazarme del sujetador al salir a la calle. ¿Qué era eso de llevar una prenda opresora en mi pecho? Para nada, los chicos no usaban eso. Aquello, claro, tonta de mí, no hizo sino exacerbar los ánimos de los chicos cuando mis pechos continuaron creciendo sin sustento ni sujeción. Daños colaterales, qué se le iba a hacer. Ya de adolescente, en el instituto, me gané la fama de feminista radical. Había conseguido que mi madre se rindiese con mi peinado corto y creo que con eso ya está todo dicho respecto a mi determinación. Era deslenguada, llegaba a las manos por nada, meaba de pie, aborrecía el sujetador y quería equipararme a los chicos en derechos. Me fue fácil encasillarme en aquel rol social que no me iba ni me venía pero que usaba como excusa para desarrollar mi hombría.
Entre mis opciones sexuales, cuando las hormonas me atacaron en la pubertad sin piedad alguna, se me abrieron un abanico de posibilidades más amplio que el habitual. Probé el sexo tardíamente, seguía acomplejada por mi falta de pene ya que, en todo lo demás, podía equiparme perfectamente a un hombre. Mi primera relación sexual la tuve a los diecinueve con un chaval de la universidad, en su coche. Fue un fracaso absoluto. La verdad es que estaba cantado pero, por no sé qué absurda fijación, supongo que por instinto, quise hacerlo con un tío. El primer problema surgió con la posición. De ninguna manera yo habría de estar debajo y él, más salido que el pico de una lanza, accedió con tal de metérmela y verme las tetas. Lo de la virginidad no supuso mayores problemas, una cosa era que fuese virgen en el sexo y otra que desconociese el placer de masturbarme con consoladores caseros. Lo que no le hizo mucha gracia al chaval, Rodrigo creo que se llamaba, fue que llevase la voz cantante en todo el proceso. Protestó todo lo que quiso cuando le tumbé en el asiento trasero y me coloqué sobre él, pero un par de gemidos, un manoseo de tetas y todo arreglado. Yo tenía el asunto húmedo, preparado para él y, cabalgando sobre su polla, iniciamos el coito. Al cabo de pocos trotes, apareció la sangre. Él se alegró mucho, estaba ufano, dijo que había roto mi himen, que me había desvirgado. Pero la sangre no cesó de escurrir de mi interior. Nos asustamos. Pobre diablo, en cuanto me la saqué, resultó que se había desgarrado el frenillo. Total, que directos a Urgencias. Me lloraba como una nena, con toda su picha cubierta de pañuelos de papel que el rojo carmesí no cesaba de teñir. Le aparqué el coche, llamé a sus padres y allí le dejé, bastante frustrada y algo cabreada por no obtener placer alguno de aquella noche. También le dejé el marrón de las manchas de sangre en toda la tapicería del coche de sus padres, a saber cómo lo solucionaría, no le he vuelto a ver desde entonces. No fue el último hombre con el que tuve sexo pero nunca me gustaron sus reticencias en cuanto al reparto de roles y posiciones. Somos imanes de polos similares y con eso está todo dicho, qué cojones.
Escarmentada, inicié una relación, hasta ahora inconclusa, con las mujeres. Todo fue mucho más fácil, más cómodo y más natural. No me considero lesbiana, ni bisexual ni quiero que me pongan etiquetas, me gustan las mujeres igual que me gustan los hombres, pero las que escogía, por educación o necesidad o influidas por la sociedad, ansiaban ser la parte inferior de la ecuación, la parte dominada, la parte servil. Claudia fue mi primera pareja. Ya éramos amigas cuando ocurrió lo de Rodrigo y aproveché nuestra amistad como cuña para ahondar en nuestra relación. Un viernes, cuando la acompañé hasta los servicios de la discoteca donde bailábamos, me abalancé sobre ella y nos encerramos en un aseo. Quiso protestar pero acallé sus gemidos con mi lengua. Quiso apartarme pero la detuve llevando sus brazos a la espalda. Quiso patearme pero la hice sentar sobre el inodoro, le arremangué la falda y le bajé las bragas. El resto de protestas, una vez mis dedos arramplaron con su sexo, enmudecieron por arte de magia. No estuvo mal. Habiendo probado el beso con hombres y mujeres, las prefiero a ellas sin dudarlo. Sabemos usar la lengua con más imaginación y disfrutamos mucho más con los preliminares. Mis parejas son dulces, se dejan hacer y me dejan toda la iniciativa, tanto en la convivencia del día a día como en la cama.
Conocí a mi actual pareja, Verónica, hace algunos años, en un viaje a México. Coincidimos en una excursión por el Yucatán, fue toda una suerte encontrarme al amor de mi vida en un lugar tan lejano para que luego resultase que vivíamos a sólo unas manzanas de distancia. Ella estaba de luna de miel con su marido, un tipo aborrecible, no sé qué vio en él. Luego supe que el marido se parecía demasiado a mí. En cuanto nos vimos, supe desde el primer instante que sería mía. Guapa, sencilla, de ademanes comedidos y muy tímida, un flechazo, vamos. Comprendo que pocas parejas tengo a mi disposición cuando desde el comienzo establezco que una relación conmigo no se basa en la igualdad, y por eso, en cuanto tengo una a tiro, me lanzo de cabeza. Su marido sería como yo pero no tenía ni pizca de seso, era bruto y algo dado a usar la mano cuando le daba la gana. En cuanto regresamos a España, me faltó tiempo para llamarla y quedar con ella. Me considero un poco manipuladora pero en su caso solo me hizo falta abrirla los ojos para que se diese cuenta del error que había cometido. Pensé que sería fácil pero costó lo suyo, máxime cuando se dio cuenta que estaba embarazada.
Así pues, desencantada de todo, Verónica me abrió su corazón pero no todo salió como yo quería. Verónica no pensaba en otra cosa que en su hijo, de modo que siguió con su matrimonio, moribundo desde su nacimiento, pero muy vivo el condenado. Me convertí en su amante. Durante los cuatro años siguientes, la descubrí una nueva forma de ver la vida y me beneficié de su amargura conyugal. Nos enamoramos perdidamente y nuestra relación, aunque oculta, día a día se iba consolidando. La primera noche que hicimos el amor fue muy especial. Acababa de acostar a su hijo, nuestro hijo ahora, su marido estaba de viaje y teníamos toda la noche para nosotras solas. Conocía ya su cuerpo desnudo al detalle, suspiraba por él todas las noches, pero nunca había sido mío. Me coloqué sobre ella y la besé con tanta pasión que luego me confesaría que se había corrido sólo con mis besos. Yo ya había preparado aquel encuentro desde hacía tiempo y me proponía cumplir una de mis máximas ambiciones, uno de mis sueños más deseados. Me coloqué un arnés alrededor de mi cintura e ingles del que pendía un consolador que hacía las veces de miembro surgido de mi entrepierna y cuyo extremo posterior se introducía en mi orificio. Verónica se asustó al ver aquel monstruo azul de látex bicéfalo pero la aseguré que sería todo muy suave, nada de dolores.
Ninguna de mis anteriores parejas había accedido a ser penetrada por aquella polla de plástico ni había aceptado que yo usase una prótesis. Lo más bonito que le habían llamado al verlo era grotesco. Pero para mí representaba mucho, qué digo mucho, para mí representaba la culminación de toda una vida, por fin podría cumplir mi sueño más íntimo, mi anhelo más deseado. Me introduje un extremo en mis partes y conecté el vibrador. El zumbido se adueñó de la quietud del salón. Verónica cerró los ojos y abrió sus piernas, abriendo con sus dedos la entrada a su caverna. La penetración fue mortalmente placentera para mí, algo dolorosa para ella. Cuanto más ímpetu arrojaba sobre su pubis, enterrando el consolador en su sexo, más se hundía el otro extremo en mi vagina. Llegué al orgasmo casi darme cuenta, al poco de empezar, como un adolescente novato. Al fin, y ahora que sabéis toda mi historia me comprenderéis, me sentía realmente desvirgada y realizada. Por suerte, Verónica disfrutó lo suficiente como para, en la siguiente ocasión que tuvimos, volver a depositar un voto de confianza en el artilugio.
No puedo contar más. El consolador de doble cabeza se ha convertido en elemento imprescindible en nuestras relaciones sexuales. Verónica y yo alcanzamos orgasmos tan intensos como extraordinarios y, en cierto modo, su rol de mujer de la casa no se ha visto muy alterado. Casi un año después de aquella noche, Verónica se separó de su marido y ahora vivimos las dos juntas junto a nuestro hijo.

1 comentario:

  1. Saludos, Ginés Linares
    Antes de nada te agradezco mucho tu comentario en Todorelatos. Cuando esa clase de cumplidos vienen de otro escritor su valor se multiplica.
    Veo que tienes un blog parecido al mío, con relatos de géneros diversos, así que te invito a visitar Pulp Vicious (http://pulpvicious.blogspot.com.es/)

    XoXo

    AlienHado.

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