—Vamos a cerrar una temporada. El gerente quiere pintar
el bar y cambiar el aspecto de la barra.
El grupo de madres miró al camarero mientras iba
sirviendo los cafés y los desayunos en la terraza de la cafetería. Por lo
general, enmudecían al llegar él. Pero ahora, Neus rompió el silencio.
—Pero, Braulio, ¿a dónde vamos a ir ahora? ¿Quién nos
va a dar de comer por las mañanas?
El camarero sonrió y luego se encogió de hombros. Las
echaría de menos. Se demoró algo más de lo acostumbrado en servir el pedido.
Sentía las miradas de todas ellas fijas en él, en sus movimientos, en la forma
que tenía de repartir los platos, en la tarea de echar la leche en cada taza
con café humeante. Eran buenas clientes, atentas, agradecidas, dejaban
excelentes propinas, sí, las iba a echar de menos.
En cuanto quedaron solas, Socorro tomó la palabra.
—Bueno, parece que este será el último viernes que
quedemos aquí.
—Romperemos una tradición.
Todas asintieron mientras daban cuenta de tostadas y
bollos.
Matilde fue la encargada de romper un silencio triste
que se postergó mientras comían.
—Podemos continuar con nuestra nueva tradición. Podemos
centrar nuestras reuniones en nuestras confesiones en vez de en el lugar.
—Nuestras cochinadas —puntualizó Carmen.
—Cochinadas o no, son fantasías sexuales que algunas
hemos cumplido. Se merecen ser compartidas con las demás —se defendió Matilde.
—¿Hemos? —repitió Neus mirando a Matilde. Dejó los
cubiertos sobre la mesa y se giró hacia su amiga—. O sea, que tú también tienes
una fantasía cumplida. La que nos provocó para confesar nuestros secretos
resulta que ahora tiene una fantasía cumplida.
—Que la cuente, que la cuente —corearon todas entre
risas.
Matilde se sonrojó y se hizo la remilgada.
—Sois como niñas.
—¿Es una fantasía cochina?
Matilde masticó despacio, sabiéndose el centro de las
miradas de todo el grupo de madres. Disfrutó de aquel momento, a nadie le viene
mal, de vez en cuando, ser el foco de atención, que sus palabras sean escuchadas
con avidez.
—Algo guarrilla sí que es —por fin respondió.
—Cuenta, cuenta.
<—El relato de Matilde—>
Creo que todo empezó cuando, de pequeña, un domingo mi
padre me llevó al parque. Los dos solos, mientras me empujaba en el columpio,
le sorprendí mirando con atención el partido de fútbol entre chavales que había
al lado. Los miraba con tristeza, como si al verlos, recordase algo que le
causase mucha pena. Yo le pregunté qué pasaba y él, supongo que imaginando que
no lo entendería, me contestó que ojalá hubiese nacido niño. Luego me siguió
empujando con más fuerza, yo le pedía más fuerte y él reía y decía que si me
caía, mamá nos mataría, pero me hizo caso y me agarré muy fuerte al columpio,
como él me dijo. Grité asustada y gozosa, reímos y yo le abracé muy fuerte y le
dije que le quería. Luego él lloró y me pidió perdón por haberme dicho eso de
no nacer niño. Yo le prometí que jamás lo contaría y hasta ahora nunca lo he
contado.
Pero jamás dejé de pensar en ello.
Desde entonces me sentí culpable por haber nacido mujer,
eso es algo que no puedo remediar y por ahora no he podido quitármelo de la
cabeza. No es una obsesión ni tampoco es la sensación de vivir en un cuerpo
distinto al que siento. Es solo que quería agradar a mi padre. Seguro que él no
recordará aquel suceso ni tampoco relacionará todo lo que vino después. El caso
es que, días después de aquel domingo, comencé a fijarme en los chicos. Quería
ser como ellos, actuar como ellos, parecer un chico o, al menos, adquirir sus
costumbres, su imagen. Le pedí a mamá que me cortase el pelo, quería llevarlo
corto, mi madre me dijo que no, claro, que tenía un cabello precioso y que todas
las niñas lo llevaban largo. Pensó que era una rabieta, no sospechó mis
razones. Así que me lo corté yo misma. Cuando me descubrieron en el baño, con
el pelo cortado y los mechones desiguales, se enfadó mucho, yo creo que más por
tener unas tijeras en la mano que por otra cosa. Me gané una azotaina y me
quedé sin postre varias semanas. Incluso me llevaron a un psicólogo, pero no
solté prenda, dije que lo había hecho por diversión.
Lo siguiente, tal y como veía a mi padre y a los demás
chicos, fue intentar orinar de pie. Al principio fue todo un desastre,
imaginaros todo el inodoro regado de orina. Me tocaba limpiarlo como podía. Por
supuesto, era mi padre el que recibía todas las reprimendas de mamá, le echaba
unas broncas tremendas y él no rebullía, se enterraba tras el periódico
murmurando para sí. Poco a poco me fui haciendo con ello y hoy por hoy, tengo
la técnica muy depurada. Es inevitable que salpique algo pero no más de lo que
lo haría cualquier hombre. Solo hay que colocarse de horcajadas, algo inclinada
hacia adelante, te separas los labios muy bien y aprietas despacio, controlando
el arco de pis, siempre mirando el arco, siempre atenta a la fuerza con la que
orinas. Curiosamente, haciendo esto casi toda mi vida, he desarrollado músculos
en mi vagina que les hacían arrancar alaridos de placer a mis parejas cuando
hacíamos el amor. No hay mal que por bien no venga.
Paralelamente a mi transformación externa, sabía que
tenía que desarrollar mi forma de ser. Respecto a mi tono de voz no pude hacer
nada, pero en cuanto al lenguaje sí. Fuera de casa, comencé a soltar tacos sin
motivo alguno. Mis preferidos eran “coño”, “hostias”, “cojones” y todo lo que
tenga que ver con “Dios”. Me gané a pulso la fama de malhablada entre mis
amigas pero eso duró poco hasta que comencé a buscar bronca. Saltaba a la
mínima, no dejaba pasar ni una, macho hasta la médula, aunque supusiese más de
una vez volver a casa con un moratón o un labio roto. Malhablada y
busca-broncas, esa era yo, ni siquiera los chicos me rechistaban. También intenté
jugar al fútbol, pero es un deporte que nunca me gustó, eso de correr detrás de
las pelotas, como si fuese una mujer hambrienta. Además, se me desarrollaron
los pechos demasiado pronto y pronto el correr fue un problema.
Realmente era un dilema. Veía a mi madre y me fijaba en
sus amplios senos, yo la preguntaba si tendría sus tetas y ella sonreía y me
decía que aún era muy niña para preocuparme por eso. Ya, y una mierda. Cuando
me compró el primer sujetador, no tardé ni una hora en quitármelo. Por suerte,
vivíamos en un edificio, en una quinta planta sin ascensor. En la tercera
planta, al fondo del pasillo, había una esquina que usaba para desembarazarme
del sujetador al salir a la calle. ¿Qué era eso de llevar una prenda opresora
en mi pecho? Para nada, los chicos no usaban eso. Aquello, claro, tonta de mí,
no hizo sino exacerbar los ánimos de los chicos cuando mis pechos continuaron
creciendo sin sustento ni sujeción. Daños colaterales, qué se le iba a hacer. Ya
de adolescente, en el instituto, me gané la fama de feminista radical. Había
conseguido que mi madre se rindiese con mi peinado corto y creo que con eso ya
está todo dicho respecto a mi determinación. Era deslenguada, llegaba a las
manos por nada, meaba de pie, aborrecía el sujetador y quería equipararme a los
chicos en derechos. Me fue fácil encasillarme en aquel rol social que no me iba
ni me venía pero que usaba como excusa para desarrollar mi hombría.
Entre mis opciones sexuales, cuando las hormonas me
atacaron en la pubertad sin piedad alguna, se me abrieron un abanico de
posibilidades más amplio que el habitual. Probé el sexo tardíamente, seguía
acomplejada por mi falta de pene ya que, en todo lo demás, podía equiparme
perfectamente a un hombre. Mi primera relación sexual la tuve a los diecinueve
con un chaval de la universidad, en su coche. Fue un fracaso absoluto. La
verdad es que estaba cantado pero, por no sé qué absurda fijación, supongo que por
instinto, quise hacerlo con un tío. El primer problema surgió con la posición.
De ninguna manera yo habría de estar debajo y él, más salido que el pico de una
lanza, accedió con tal de metérmela y verme las tetas. Lo de la virginidad no
supuso mayores problemas, una cosa era que fuese virgen en el sexo y otra que
desconociese el placer de masturbarme con consoladores caseros. Lo que no le hizo
mucha gracia al chaval, Rodrigo creo que se llamaba, fue que llevase la voz
cantante en todo el proceso. Protestó todo lo que quiso cuando le tumbé en el
asiento trasero y me coloqué sobre él, pero un par de gemidos, un manoseo de
tetas y todo arreglado. Yo tenía el asunto húmedo, preparado para él y, cabalgando
sobre su polla, iniciamos el coito. Al cabo de pocos trotes, apareció la
sangre. Él se alegró mucho, estaba ufano, dijo que había roto mi himen, que me
había desvirgado. Pero la sangre no cesó de escurrir de mi interior. Nos
asustamos. Pobre diablo, en cuanto me la saqué, resultó que se había desgarrado
el frenillo. Total, que directos a Urgencias. Me lloraba como una nena, con
toda su picha cubierta de pañuelos de papel que el rojo carmesí no cesaba de
teñir. Le aparqué el coche, llamé a sus padres y allí le dejé, bastante
frustrada y algo cabreada por no obtener placer alguno de aquella noche.
También le dejé el marrón de las manchas de sangre en toda la tapicería del coche
de sus padres, a saber cómo lo solucionaría, no le he vuelto a ver desde entonces.
No fue el último hombre con el que tuve sexo pero nunca me gustaron sus
reticencias en cuanto al reparto de roles y posiciones. Somos imanes de polos
similares y con eso está todo dicho, qué cojones.
Escarmentada, inicié una relación, hasta ahora inconclusa,
con las mujeres. Todo fue mucho más fácil, más cómodo y más natural. No me
considero lesbiana, ni bisexual ni quiero que me pongan etiquetas, me gustan
las mujeres igual que me gustan los hombres, pero las que escogía, por
educación o necesidad o influidas por la sociedad, ansiaban ser la parte
inferior de la ecuación, la parte dominada, la parte servil. Claudia fue mi
primera pareja. Ya éramos amigas cuando ocurrió lo de Rodrigo y aproveché
nuestra amistad como cuña para ahondar en nuestra relación. Un viernes, cuando
la acompañé hasta los servicios de la discoteca donde bailábamos, me abalancé
sobre ella y nos encerramos en un aseo. Quiso protestar pero acallé sus gemidos
con mi lengua. Quiso apartarme pero la detuve llevando sus brazos a la espalda.
Quiso patearme pero la hice sentar sobre el inodoro, le arremangué la falda y
le bajé las bragas. El resto de protestas, una vez mis dedos arramplaron con su
sexo, enmudecieron por arte de magia. No estuvo mal. Habiendo probado el beso con
hombres y mujeres, las prefiero a ellas sin dudarlo. Sabemos usar la lengua con
más imaginación y disfrutamos mucho más con los preliminares. Mis parejas son
dulces, se dejan hacer y me dejan toda la iniciativa, tanto en la convivencia
del día a día como en la cama.
Conocí a mi actual pareja, Verónica, hace algunos años,
en un viaje a México. Coincidimos en una excursión por el Yucatán, fue toda una
suerte encontrarme al amor de mi vida en un lugar tan lejano para que luego
resultase que vivíamos a sólo unas manzanas de distancia. Ella estaba de luna
de miel con su marido, un tipo aborrecible, no sé qué vio en él. Luego supe que
el marido se parecía demasiado a mí. En cuanto nos vimos, supe desde el primer
instante que sería mía. Guapa, sencilla, de ademanes comedidos y muy tímida, un
flechazo, vamos. Comprendo que pocas parejas tengo a mi disposición cuando
desde el comienzo establezco que una relación conmigo no se basa en la igualdad,
y por eso, en cuanto tengo una a tiro, me lanzo de cabeza. Su marido sería como
yo pero no tenía ni pizca de seso, era bruto y algo dado a usar la mano cuando
le daba la gana. En cuanto regresamos a España, me faltó tiempo para llamarla y
quedar con ella. Me considero un poco manipuladora pero en su caso solo me hizo
falta abrirla los ojos para que se diese cuenta del error que había cometido.
Pensé que sería fácil pero costó lo suyo, máxime cuando se dio cuenta que
estaba embarazada.
Así pues, desencantada de todo, Verónica me abrió su
corazón pero no todo salió como yo quería. Verónica no pensaba en otra cosa que
en su hijo, de modo que siguió con su matrimonio, moribundo desde su
nacimiento, pero muy vivo el condenado. Me convertí en su amante. Durante los
cuatro años siguientes, la descubrí una nueva forma de ver la vida y me
beneficié de su amargura conyugal. Nos enamoramos perdidamente y nuestra
relación, aunque oculta, día a día se iba consolidando. La primera noche que hicimos
el amor fue muy especial. Acababa de acostar a su hijo, nuestro hijo ahora, su
marido estaba de viaje y teníamos toda la noche para nosotras solas. Conocía ya
su cuerpo desnudo al detalle, suspiraba por él todas las noches, pero nunca
había sido mío. Me coloqué sobre ella y la besé con tanta pasión que luego me
confesaría que se había corrido sólo con mis besos. Yo ya había preparado aquel
encuentro desde hacía tiempo y me proponía cumplir una de mis máximas
ambiciones, uno de mis sueños más deseados. Me coloqué un arnés alrededor de mi
cintura e ingles del que pendía un consolador que hacía las veces de miembro
surgido de mi entrepierna y cuyo extremo posterior se introducía en mi orificio.
Verónica se asustó al ver aquel monstruo azul de látex bicéfalo pero la aseguré
que sería todo muy suave, nada de dolores.
Ninguna de mis anteriores parejas había accedido a ser
penetrada por aquella polla de plástico ni había aceptado que yo usase una
prótesis. Lo más bonito que le habían llamado al verlo era grotesco. Pero para
mí representaba mucho, qué digo mucho, para mí representaba la culminación de
toda una vida, por fin podría cumplir mi sueño más íntimo, mi anhelo más
deseado. Me introduje un extremo en mis partes y conecté el vibrador. El
zumbido se adueñó de la quietud del salón. Verónica cerró los ojos y abrió sus
piernas, abriendo con sus dedos la entrada a su caverna. La penetración fue
mortalmente placentera para mí, algo dolorosa para ella. Cuanto más ímpetu
arrojaba sobre su pubis, enterrando el consolador en su sexo, más se hundía el
otro extremo en mi vagina. Llegué al orgasmo casi darme cuenta, al poco de
empezar, como un adolescente novato. Al fin, y ahora que sabéis toda mi
historia me comprenderéis, me sentía realmente desvirgada y realizada. Por
suerte, Verónica disfrutó lo suficiente como para, en la siguiente ocasión que
tuvimos, volver a depositar un voto de confianza en el artilugio.
No puedo contar más. El consolador de doble cabeza se ha
convertido en elemento imprescindible en nuestras relaciones sexuales. Verónica
y yo alcanzamos orgasmos tan intensos como extraordinarios y, en cierto modo,
su rol de mujer de la casa no se ha visto muy alterado. Casi un año después de
aquella noche, Verónica se separó de su marido y ahora vivimos las dos juntas
junto a nuestro hijo.
Saludos, Ginés Linares
ResponderEliminarAntes de nada te agradezco mucho tu comentario en Todorelatos. Cuando esa clase de cumplidos vienen de otro escritor su valor se multiplica.
Veo que tienes un blog parecido al mío, con relatos de géneros diversos, así que te invito a visitar Pulp Vicious (http://pulpvicious.blogspot.com.es/)
XoXo
AlienHado.