ROJO INTENSO
Ocurrió tan
rápido que aún me sentía las vísceras buscando su sitio. El chirriar de
neumáticos permanecía incrustado en los oídos, el chillido de Marian
reverberaba en mi conciencia. En pocos segundos me noté las palmas chorreantes,
resbalando aceitosas por el volante.
Me giré
hacia ella. Tenía agarrados los laterales de su asiento, clavando sus uñas en
la tapicería. Su peinado se había alborotado, sus mechones rizados pendían de
su frente brillante. También tenía los ojos muy abiertos, también había visto a
la Parca tan de cerca que aún olíamos su hedor a neumático quemado, a
adrenalina consumida, a orina evacuada.
—Dios de mi
vida —musitó mientras se giraba hacia mí—. Jorge, ¿estamos vivos?
De sus
labios lívidos manaba una saliva espesa que recogió con el dorso de su mano.
También yo hice lo mismo, al notar como una humedad se enfriaba por mi mentón.
El Opel
naranja de llantas cromadas, que hasta unos segundos antes borboteaba luces
carmesíes intermitentes frente a nuestro parabrisas, ya se había perdido en la
carretera oscura. Varias cortinas de lluvia azotaron el techo del coche y resonaron
dentro como mazazos contenidos.
—Me he meado
encima —dijo Marian en voz tan baja que parecía verbalizar un pensamiento.
—No te
preocupes, yo también me lo he hecho encima. Como para no, si casi nos matamos.
Marian
aplicó una sonrisa de agradecimiento a su cara. Luego dedicó un tiempo
anormalmente extenso a recomponer su cabello, superponiendo con calma escrupulosa,
mechón tras mechón, su apariencia de mujer todavía viva. Su rostro cerúleo fue
acogiendo la irrigación sanguínea hasta que, minutos más tarde, cuando el
interior del vehículo hedía a orines desparramados en la tapicería, saltó de
pronto:
—¡Pero qué
hijo de la gran puta!
Me mordí el
labio inferior a la vez que Marian golpeaba el salpicadero del coche, aplicando
al plástico los tortazos furibundos destinados al niñato al volante del Opel
naranja de llantas cromadas con el que casi chocamos.
—¿Cogiste la
matrícula del hijoputa, la cogiste? —preguntó de repente, intercalando aquella
pregunta lógica entre sus acometidas verbales y físicas.
Negué con la
cabeza. Ya casi no sentía la clavícula arderme donde el cinturón de seguridad
la había aplastado durante el frenazo.
—Hostia puta
de todas las putas. ¿El desgraciado se va a salir de rositas del marrón?
—No veo
solución posible —confirmé.
—Yo así no
vuelvo a casa. Apesto como una cerda.
—Apestamos.
—Y lo peor
es que en unos minutos ya no distinguiremos este tufo a pis. Nuestro olfato se
habitúa con maldita eficacia a un olor dominante. No, no abras la ventanilla,
el aire fresco de la lluvia conseguirá el efecto contrario: aumentará la
intensidad de nuestros meados.
—¿Qué
quieres hacer entonces, Marian?
—Pues no
bajar la ventanilla, claro. Quita el aire acondicionado.
—No, Marian.
Has dicho que así no vuelves a casa. ¿Qué quieres hacer entonces?
Sonrió y
luego hizo varios giros de cuello. Las cervicales de Marian sonaron como varias
latas de refresco aplastadas. Al final, habló:
—Vamos a una
pensión. Necesito darme una ducha.
Cerré los
ojos. No entendía qué le impulsaba a no volver su casa de inmediato. Pero
comprendía que acabábamos de nacer de nuevo; eso cambia por completo tu forma
de pensar. Resolví acompañarla, no sin antes pedir una concesión:
—Llamaré a
mi mujer. También convendría que llamases a tu marido.
Me agarró el
teléfono móvil que acaba de sacarme del bolsillo empapado del pantalón.
—¿Qué
quieres decirla?
¿Cómo que
qué iba a decirla? Pues que casi nos la damos, joder, que un puto niñato con su
Opel tuneado se nos cruzó de repente, que mi corazón amenaza con reventarme el
pecho. Que me siento feliz por estar vivo. Que quiero abrazarla y llorar en su
regazo.
Sin
responderla, alargué la mano para cogerle el teléfono. Me cruzó un tortazo en
la mejilla.
—¿Pero qué
cojones te pasa, Marian? A ver si ahora no puedo llamar a mi mujer porque a ti
te dé la gana limpiarte el…
Silencié el
resto de la frase. Pero Marian no quiso olvidarlo.
—¿Limpiarme?
¿Limpiarme el qué, Jorge?
—Limpiarte
el puto coño, joder, que parece que mearse encima con lo que ha ocurrido fuese
un crimen.
Abrió la
ventanilla y tiró el teléfono a la oscuridad lluviosa del arcén. Una ráfaga de
aire inyectó una lluvia fina y densa al interior. Tal y como había predicho, el
hedor a orines se acentuó; la mezcla de amoniaco y urea se esparció por el
habitáculo y persistió incluso después de que Marian volviese a subir a
ventanilla.
—¡Estás
loca!
—Estoy como
una puta cabra —coincidió con una carcajada para luego instalar una mirada
sombría en sus ojos—. Tira a una puta pensión.
—¿Qué coño
te pasa? —susurré vislumbrando la enajenación que se adueñaba de su mente.
—Que tires
ya, joder —espetó cruzándose de brazos y señalando con su mentón al frente.
Diez minutos
más tarde, cuando las farolas de la periferia de la ciudad empezaron a iluminar
la carretera, detuve el coche frente al ceda el paso de una rotonda.
De frente entrábamos
a la ciudad; haciendo la rotonda y saliendo en la segunda salida llegábamos al
motel California. Al menos eso es lo que indicaba el cartel que se combaba ante
los embates del viento lluvioso.
—¿Ése te
vale? —pregunté señalando con la cabeza al cartel.
Marian se
encogió de hombros.
—¿O te llevo
a casa? —aventuré.
—Vamos a ése,
qué más da, cualquiera vale.
Sin saber
aún qué estaba haciendo, tiré por la rotonda.
La miré de
reojo simulando escrutar el retrovisor a su derecha. Marian y yo teníamos en
común que nuestros hijos eran amigos en el colegio. La había conocido hacía dos
horas escasas, cuando Maria Ángeles llamó a casa para comunicarme que el
director quería hablar con nosotros. Iban a expulsar a nuestros chicos. Poco
más o menos eran dos lindos hijos de puta que no terminaban de cometer una
trastada para empezar otra. Su marido y mi esposa estaban en el trabajo.
Compartimos vehículo, el colegio estaba en una localidad cercana. Los ánimos se
caldearon frente al director; Marian era de las que no reculan, de las que no
extienden un cheque de disculpas y lo rubrican con una cabeza gacha. Salimos de
allí bien calientes, la olla de su cabeza estaba a punto de explotar. Y el
niñato del Opel anaranjado de llantas cromadas fue el detonante.
—¿Qué
quieres hacer? —pregunté cuando me detuve frente al motel.
Un oscuro
aparcamiento ocupado por tráileres, camiones y alguna que otra prostituta
discurriendo entre ellos era lo único que había alrededor del motel California.
—Sólo quiero
darme una ducha. Quitarme de encima toda esta mugre.
—¿Traes ropa
limpia? —pregunté con sorna. ¿Qué más da limpiarte si luego vas a volver a
apestar?
—Aquí venden
algo de ropa. También puedes lavar el coche.
No era el
momento de barruntar porqué sabía eso. Solo pregunté lo que más me urgía.
—¿Tendrán
también un teléfono para llamar a casa?
—Eso es lo
único que te importa, ¿verdad? Volver a casa, hacer la cena, recibir a tu
mujercita con un besito y acostar a tu hijo. Ya pensarás mañana lo que haya que
pensar.
—¿Qué coño
hay que pensar?
—Mi hijo es
el que lleva la voz cantante de las putadas, ¿sabes? El tuyo sólo es una mera
comparsa.
Sí, eso ya
lo sabía. Y, en los últimos quince minutos, había adivinado porqué. Su madre
estaba loca. Era una chalada. Y quizás una zorra. A saber cómo sería el padre.
Marian intuyó mis pensamientos y acudió presta a aclararme algunos.
—Vamos a
divorciarnos. De hecho, ya hemos firmado los papeles. Pero estamos a la espera
de vender el piso.
—Lo siento
—dije por decir.
—Ya, claro.
—¿Cómo sabes
que aquí venden ropa? —indagué sabiendo ya la respuesta. No sabía por qué, pero
necesitaba confirmar quién de los dos era el artífice de la separación.
Marian
expiró el aire con rudeza.
—Pareces
imbécil. Igual que tu hijo —murmuró negando con la cabeza. Antes de salir del
vehículo, señaló un autoservicio de limpieza en una esquina del aparcamiento:
—Ahí tienes donde limpiar el coche. Te espero en la habitación.
El aire que
entró al abrir la puerta magnificó el olor a orina. Conduje despacio hacia el
lugar señalado. Una pareja de putas de rostros demacrados y atuendos
descoloridos se me acercaron mientras aplicaba jabón y agua sobre los asientos.
Si había suerte, el orín no se habría filtrado al interior.
—Te has
meado de la emoción al vernos, ¿verdad, guapo?
—Largaos de
aquí —resoplé cabreado por la broma—. Mi mujer me espera en el motel.
—¿Hace un
trío? Una experiencia nueva. Seguro que repetís.
—No, gracias
—rezongué mientras frotaba.
Se alejaron
repiqueteando sus tacones entre el asfalto mojado del aparcamiento, cuchicheando.
A medida que el olor a jabón se imponía sobre el de las meadas, más me
preguntaba qué coño seguía haciendo aquí. Lo mismo me daba sentarme sobre el asiento
húmedo y salir pitando a casa. Dejar a doña Amargada aquí plantada no sería tan
grave; un taxi la llevaría a su cueva. De todas formas, no la iba a volver a
ver. Nuestros hijos estaban expulsados del colegio cuando Marian amenazó al
director con cortarle la polla, en pleno arrebato. Y parecía decirlo de veras,
detalló incluso cómo lo haría y todo. Yo no dije nada: era mejor que los
chavales estuviesen separados, un colegio para cada uno y hasta nunca.
Terminada la
limpieza, aparqué el coche en un rincón cercano al motel y entré con las manos
en los bolsillos. Ni siquiera me pregunté lo que hacía. Ni siquiera mostré ya
el más mínimo interés por llamar a mi mujer.
—A que
adivino quién es usted —sonrió el viejo desde detrás del mostrador arrugando la
nariz.
—No estoy
para bromas, de verdad.
—Ya. Son
sesenta euros la noche. Habitación 201. La mujer me pidió que le dijese que
ahí, al fondo a la derecha, tiene un pequeño surtido de calzoncillos y
pantalones vaqueros. Deme su documentación.
—Solo será
una ducha rápida. No vamos a quedarnos a dormir.
—¿A mí qué
me cuenta? Como si sólo suben a cagar. La noche completa, y punto.
Le entregué
el DNI. Mientras rellenaba la ficha en un portátil, me acerqué a escoger de un
perchero unos pantalones que quizá me valiesen. No recordaba qué talla usaba de
cintura; era mi mujer la que sabía de estas cosas. Valiente calzonazos, me dije
cogiendo los primeros que pillé. Recordé que podía llamarla por teléfono, pero
no lo hice.
—¿Con todo
al aire, eh? —rió al ver que sólo había cogido unos pantalones—. Esos son
cincuenta y siete euros.
—¿201, no?
—quise confirmar mientras pagaba la prenda y recogía mi DNI.
—O la suite 205
si quiere una orgía con las niñas de ahí afuera.
Y con tu
puta madre, pensé mientras me alejaba hacia las escaleras.
Llamé a la
puerta y Marian me abrió desnuda.
La treintena
larga de otoños que le echaba habían moldeado su figura con turbador escándalo.
Unos pechos blancos como la leche y un pubis oculto tras un vello esponjoso
eran las únicas partes de su cuerpo libres de un bronceado intenso. Multitud de
lunares salpicaban su piel y otorgaban a su espalda y vientre de constelaciones
apretadas. Su cuerpo entero parecía un cielo de colores invertidos. Y seguía
apestando a meados. Igual que yo.
—¿Tu mujer
se afeita el coño? —preguntó mientras volvía al cuarto de baño.
—¿Qué coño
te importa a ti eso?
—Joder, qué
borde eres, hijo —soltó en voz baja desde allí.
Era verdad.
Me sentía violento al haber descerrajado amplias miradas por su cuerpo desnudo.
Estaba cabreado conmigo mismo por la poca importancia que le daba al hecho de
compartir habitación con una desconocida desnuda. Por Dios, Jorge, que estás
casado.
—¿Qué coño
has estado haciendo hasta ahora? —pregunté al percatarme que no tenía la piel
mojada. Tampoco escuchaba el sonido de la ducha. Había invertido media hora
larga en lavar los asientos. A saber qué habría estado haciendo ella mientras
tanto.
—No voy a
ducharme. Me gusta oler a cerda —la oí desde el interior.
—Pues a mí
no —alcé la voz yendo al cuarto de baño—. Me ducho y me marcho en diez minutos.
Tú verás lo que haces.
Me la
encontré sentada en el inodoro, con los muslos apretados y las piernas separadas.
Un chorro de orina, débil y goteante, reverberaba en la taza.
Cruzamos
nuestras miradas durante largos y agotadores segundos. El salpicar de orina fue
el ruido de fondo. Aquel sonido me retraía en mis recuerdos hasta épocas
lejanas. Comencé a excitarme.
—¿No te
importa que esté aquí, no? —sonrió cruzándose de brazos. Sus pechos bailaron
sutilmente y sus pezones tiznados parecieron removerse.
—Sí, me
importa. Cuando hayas terminado, avísame. Quiero ducharme y marcharme cuanto
antes.
—¿Me odias,
verdad?
—¿Odiarte,
por qué?
—O quizá te
asusto.
—No me
asustas.
—Y una
polla. Estás cagado de miedo. No hay más que verte. Te tendría que haber hecho
una foto cuando me miraste en pelotas. O ahora, al verme mear. La tienes tan
dura que te da miedo hasta escucharme.
—No digas
tonterías.
—Ven aquí,
gilipollas. Mírame mientras me hablas. ¿Lo ves? Huyes, con el rabo tan tieso
entre tus piernas que te duele.
—Eres una
hija de puta, ¿sabes? —la espeté. Volví de nuevo al cuarto de baño.
—No sabes tú
cómo. Te excito, sabes que te excito hasta lo indecible. Te da miedo perderte
en tus fantasías, sumergirte en tus anhelos. Seguro que nunca has visto a tu
mujer mear, ¿verdad? Pero oírla sí. Porque te excita. Oyes el chorro salpicar y
te la imaginas sentadita, con las piernas recogiditas, mordiéndose el labio
inferior, preparando el trocito de papel higiénico con el que limpiarse el
coñito. Te habrás pajeado imaginando de mil formas el chorro y lo que no es el
chorro caer…
—¡Calla,
joder!
—¿Lo ves?
Desconoces lo que es una buena meada de mujer. Te calé en cuanto te vi, marqués,
nada más subir a tu coche. Un matrimonio de cuento, eso es lo que te piensas
que tienes con tu mujer. Qué fácil es olvidar que tu vida es tan insustancial
como la mía. Tan carente de esa chispa que había cuando eráis novios. ¿Qué
queda de eso ahora, qué quedan de tus fantasías?
—Madurez,
responsabilidad. Lo que a ti te falta. Por eso estás sola.
Zorra mala,
quise añadir.
—Ya hace
tiempo que olvidé lo que significan esas palabras. Pero es peor que
recordarlas, ansiando revivirlas algún día, mintiéndote esperando que en algún
momento puedas usarlas de nuevo.
Chasqueé la
lengua y salí del cuarto de baño de nuevo. Me apoyé en la pared junto a la
puerta. Escuché como cortaba un pedazo de papel y se le aplicaba sobre aquel
bosque oscuro de vello. Cerré los ojos. Frotó varias veces, oí como el rasgueo
del vello ensortijado azuzaba mi conciencia. Quizá lo hacía para mi deleite. Mi
imaginación se disparó desbocada. Apreté los párpados. Su sexo abierto, húmedo;
los labios separados, sus interioridades abiertas de par en par; el papel
recogiendo las gotas dispersas, empapándose de las perlas engastadas entre sus
rizos.
—Abra los
ojos, marqués, que ya tiene el cuarto de baño para usted solito.
Entré bufando.
Cerré la puerta y busqué el pasador de seguridad. No había. Intimidad cero. Ni
siquiera la puerta cerraba bien, la manilla se atascaba.
—Tranquilo,
marqués, que no miro. Pajéese a gusto que ya me sé lo que quiere hacerse. Estoy
aquí, por si luego quiere hacer otras cosas.
—Vete a la
mierda.
Marian se
rió mientras escuchaba como el colchón rechinaba tras tumbarse en él.
Arrebujé mis
pantalones y calzoncillos húmedos tras quitármelos. Mi polla apuntaba al techo,
más firme que nunca, tan dura como una vara, con el glande brillante y los
cojones revueltos.
Mientras me
duchaba, entre el sonido del agua salpicando el plato de la ducha, escuché la
televisión encendida. Los sonidos pronto se perdieron entre los calores del
agua caliente. Usé los dos sobres de jabón líquido para frotarme el vientre,
las ingles y los muslos. Pronto el tufo a orina devino en aroma a jabón barato.
Cuanto más frotaba alrededor, más duro sentía mi miembro. Mis huevos clamaban
caricias, mi verga un frotamiento inminente. Restregué mis dedos por el vello
espumoso del pubis.
No tenía reparos
en admitir que estaba mucho más caliente que en diez años de matrimonio. Hasta
el prepucio me dolía por sentir mi verga tan envarada. Era la situación ideal
para empuñarla y dar salida a toda aquella energía contenida. El coño de Marian
impactaba sobre mi cabeza a golpes, al ritmo de mi corazón endemoniado. La
imagen de aquel jugoso y húmedo sexo
empapado, oculto bajo marañas de vello acaracolado se adueñó de mi imaginación.
Ni sé por qué obedecí a aquel impulso juvenil de dar rienda suelta a mi frenesí
imaginativo ni por qué agarré mi polla dura como el cemento y la sacudí
violentamente.
Solo ahogué
un quejido entre el tronar del agua cuando sentí el orgasmo precoz nacer de mis
huevos, azuzando mi ingle, paralizándome el corazón, encogiendo mi estómago.
Eyaculé con abundancia imprevista, vaciándome de algo que tenía tan retenido en
mi interior que jamás habría imaginado poseer. Las piernas me temblaron, me
apoyé en los azulejos y me permití, igual que de adolescente, que la saliva
anegara mi boca discurriendo por mis labios, sintiéndola espesa; hilos viscosos
manaron de las comisuras, colgaron de mi mentón.
Era una
delicia dejarse llevar, olvidarse de todo lo que rodeaba ahora mi vida. Pensé,
de repente, que igual sí necesitaba echar una cana al aire. Despendolarse,
despreocuparse. Pero no, no. Estaba casado, tenía un hijo. No podía joderlo
todo por un polvo con una zorra mala.
Supuse que
Marian estaría esperando, sentada en el inodoro, viendo mi arrebato onanista,
regocijándose en su perspicacia de zorra acostumbrada. Por eso me sorprendió
encontrarme solo en el cuarto de baño. Me sequé a disgusto, casi sin fuerzas;
aquel orgasmo me había dejado extenuado. Al menos, mientras me vestía con los
pantalones recién comprados, había vuelto a experimentar una sensación que, de
tan lejana, había creído perdida. Apliqué el teléfono de la ducha con saña
hacia los azulejos donde aún persistían los chorretones espesos de mi corrida.
No oculto que cierta satisfacción alegró mi orgullo al ver tanto esperma
derramado, intentando diluirse sin éxito entre el agua arremolinándose por el
sumidero.
Marian
estaba reclinada sobre la cama. Seguía desnuda y apuntaba con el mando a
distancia hacia la pantalla, disparando sin misericordia. Como una metralleta,
los canales cambiaban con furia sin dar apenas tiempo a que el sonido cambiase.
—¿Qué tal,
marqués?
—Me marcho.
¿Quieres venir conmigo?
—Hijo de la
gran puta —murmuró apuntándome con el mando a distancia y apretando los botones
al azar—. Ojalá cambiases de canal igual que la jodida tele.
De canal.
Qué gracioso. Hasta la muy puta tenía gracia a ratos.
—O sea, que
te quedas. Pues toma, mi parte de la ducha—dije sacando dos billetes de la
cartera y dejándolos encima de la cama.
Miró los dos
billetes con mirada extrañada.
—¿Y la parte
de la paja?
—No hubo
paja.
—Y me lo
dice tan ancho, el marqués de la polla tiesa. O yo no soy mujer o tu polla no
la tienes ahora contenta, mentiroso. ¿Quieres que entre al cuarto de baño y
busque los restos de la corrida? Los hombres no tenéis ni puta idea de limpiar
nada.
—Sigues
oliendo a marrana de puticlub. O quizá te has acostumbrado ya. O ese es tu olor
al fin y al cabo.
Marian
murmuró una imprecación y desvió la mirada y el mando de nuevo hacia la
televisión.
—Que te vaya
bien, Marian —me despedí abriendo la puerta.
—Que te
follen, Jorge, hasta nunca.
«¿Sabes cuál
es tu problema?, quise decirla, Que ves la vida con unas gafas de sol tan
negras que ni ves la expresión de los demás al verte. Y te ven como una desgraciada,
una mujer hastiada de la vida. Te prometieron perdices para comer, como en los
cuentos, y ahora solo recibes sobras mordisqueadas. Y en cuanto atrapas a un
incauto te lo traes a este motel de mierda».
Cerré la
puerta sin abrir la boca.
Cuando
llegué a recepción, el viejo se entretenía haciendo sudokus. Distribuía los
números según le parecía hasta que descubrí, tras un minuto de espera, que no
erraba en ninguno.
—¿Ya se
marcha el señor?
—La mujer de
la 201 pagará cuando se vaya.
—Lo que diga
el señorito. De todas formas, tengo sus datos —dijo señalando al ordenador
portátil con la mirada.
Me encogí de
hombros y me dispuse a salir de aquel motel. Pero algo me impulsó a volverme
hacia el mostrador.
—¿Cada
cuánto viene?
—¿Quién?
—La mujer de
la 201.
—¿No es su
mujer?
—¿Eso le
dijo ella?
—Eso supuse
yo; ella habló poco. Nunca la había visto antes.
—¿Seguro?
—Seguro. El
mes que viene cierro este tugurio. Veinte años seguidos. Ahora solo vienen
parejitas fogosas. Y pocas. Prefieren quedarse en el aparcamiento. Me fijo bien
en los culos. El de su mujer no se olvida.
—Le digo que
no es mi mujer.
—Pues su
puta.
—Tampoco es mi
puta.
—¿Quién es,
entonces?
Me
sorprendía el estar manteniendo una conversación tan absurda con alguien a
quién no vería nunca más, hablando de alguien a quien tampoco esperaba ver
nunca más.
Salí sin
responder. Comenzaba de nuevo a llover, caminé hacia el coche. Lo había dejado
en un rincón oscuro del aparcamiento.
Fue cuando
distinguí el Opel en la otra esquina del aparcamiento, casi oculto tras un
camión de hortalizas. Su naranja metalizado era inconfundible, al igual que sus
llantas cromadas.
De
ordinario, mi sentido común se habría impuesto a mis deseos de venganza. Podría
haber llamado a la Guardia Civil. Pero aquella masturbación gloriosa me hizo
revivir mis sentimientos más profundos, más primarios. Dos cables quisieron
hacer contacto en mi cerebro, las chispas saltaron. Resolví contenerme, dominar
mis instintos.
Volví, sin
embargo, a sorprenderme abriendo el maletero de mi coche y sacando una vara de
acero que compré hacía tiempo con el fin de disuadir a los maleantes y proteger
a mi familia durante los viajes. Nunca la había sujetado con las dos manos y su
peso, unido a que en su extremo se engrosaba hasta asemejarse a un martillo, me
hicieron tomar conciencia del poder que pendía de mis puños.
Formas
oscuras se movían en el interior del Opel. Distinguí el cabello de una mujer y varias
manos alzándose hacia el techo, sujetando cuerpos que retozaban. Gemidos
placenteros brotaban de allí dentro, susurros contenidos, risas cómplices. Por
el rabillo del ojo, vi como las putas, en tropel, abandonaban el aparcamiento, lanzándome
miradas furtivas, haciendo repiquetear sus tacones contra el asfalto mojado.
Cerré los
ojos. Una marea carmesí inundó mi conciencia, un calor intenso tiñó mis sienes.
Por una vez en mi vida, dejé salir aquel torrente, abrí las compuertas de la
furia.
—¡Hijo de la
gran puta! —estallé furibundo a la vez que descargaba el extremo de la vara
sobre el alerón trasero.
La fibra de
vidrio se desgajó como madera podrida, la chapa saltó en miles de pedazos de
confetis anaranjados.
—¡Sal si
tienes huevos, niñato de los cojones, que casi nos matamos por tu culpa! —grité
enronqueciendo, haciendo saltar en pedazos las luces traseras.
En el
interior del vehículo las dos formas se revolvieron; distinguí brazos y piernas
desnudas, oí gritos y chillidos. La lluvia metalizada impedía ver que hacía
dentro.
—¡Que
salgas, joder! —vociferé mientras desarmaba el maletero a varazos.
Varias luces
de los camiones cercanos se encendieron, iluminando el estropicio en que iba
convirtiéndose la parte trasera del Opel. El motor del coche se encendió; me
aparté de milagro cuando retrocedió, no tenía ya luces de posición ni las de
marcha atrás.
—¡Ven aquí,
mamón, que casi nos matas! —chillé lanzándole la vara de acero. Campanilleó
sobre el asfalto.
El coche
salió zumbando, arrastrando tras de sí, unidos por los cables, las luces
traseras. Dio varios volantazos y casi atropella a dos camioneros que acudían a
ver qué ocurría.
—Ese hijoputa
se nos cruzó en la carretera —expliqué mientras cogía aire—. Mi mujer y yo
estamos vivos de milagro—. Rollizos hombres en calzoncillos y con sus barrigas
peludas se arremolinaron alrededor de mí.
Narré el
suceso lo mejor que pude. El corazón me iba a estallar. Acababa de dar un susto
de muerte a la pareja del Opel anaranjado. Algunos camioneros asintieron. Aún
sentía como la adrenalina fluía por mi sangre como fuel de alto octanaje. Y me
gustaba. Me sentía arder por dentro.
—Sal de aquí
pitando —me aconsejaron—. Como a ése le dé por llamar a la Guardia Civil, a ver
cómo les explicas lo de la carretera. No hay pruebas.
—Marian
—gemí al comprender que tenían razón. Había que escapar. Y no podía dejarla
aquí tirada si aparecían los picoletos. Era como condenarla sin remedio.
Guardé la
vara en el maletero y corrí hacia el motel. Varios camiones y sus tráileres se
pusieron en marcha; no querían verse envueltos en un marrón semejante.
El viejo no
se inmutó al verme aparecer de nuevo. Continuaba emborronando sudokus sin dudar
en cada casilla. No entendía como no había oído los gritos del exterior.
—¿Sigue la
mujer en el 201?
—Ah, es
usted. Claro que sigue, y con ganas de armarla. Acaba de pedirme que le conecte
el canal porno. Ahí tiene la máquina de condones por si…
Ni le
escuché terminar. Ya comía los escalones de tres en tres hacia el piso superior
con rapidez desorbitada.
Aporreé la
puerta mientras gritaba el nombre de Marian.
Me abrió con
el deseo pintado en su mirada. Seguía desnuda y en su cuerpo se advertían los
primeros indicios de una excitación física.
—El marqués
de la polla tiesa. ¿Ya no puedes más?
Entré
empujándola adentro y cerrando la puerta tras de mí.
—Acabo de
moler a palos el Opel que casi nos mata. Estaba en el aparcamiento. Ha salido
pitando, tenemos que irnos de aquí.
—¿Que has
hecho qué?
—Mierda,
Marian, que como llegue la Guardia Civil nos comemos todo el marrón, de extremo
a extremo.
Retrocedió
hasta sentarse en el borde de la cama.
El gemido de
una mulata alcanzando el orgasmo me hizo girar la vista hacia la televisión.
—¿Qué coño
haces viendo estas guarradas?
—Mira quién
habla, el que ha dejado perdida la ducha con su corrida ¿No habrás venido acaso
a limpiarla?
Aparté con
desgana la mirada de la televisión, me acerqué a ella y la tomé de los hombros.
Sus pechos se removieron.
—Escúchame
bien, Marian. Tenemos que salir de aquí ahora. Ya mismo. Vístete.
Me apartó
posando la palma de su mano en mi cara mientras se llevaba la otra a su frente.
—Eso es lo
peor que podemos hacer.
—¿Pero qué
dices? Te acabo de decir que…
—Si viene la
Guardia Civil, y no es seguro que venga, a los primeros que investigarán serán
a los que han huido antes. ¿Te han visto?
Me reí por
no llorar. Su razonamiento me resultaba igual de válido que el de los
camioneros. Pero mi machismo subyacente inclinaba la balanza del lado
masculino.
—¿Qué coño
importa…?
Su tortazo
me hizo trastabillar y caí de culo sobre el suelo enmoquetado.
—Que si te
han visto, pregunto. O la matrícula de tu coche.
Me llevé la
mano a la mejilla mientras negaba con la cabeza. No sé cómo, pero la marea roja
anegó de nuevo mi visión, empañando mis ojos de carmesíes instintos.
—¿Estás
seguro, Jorge?
—Estaban los
dos follando en el asiento trasero. Dudo que supiesen…
Callé al
darme cuenta lo que les había gritado mientras descargaba la vara de metal.
—Les grité
que casi nos matan.
Marian
levantó los brazos en alto.
—Genial,
hijo mío, genial —bufó—. Buena la has liado. Ya saben quién eres.
Seguía
frotándome la mejilla pero, a la vez, mi atención saltó hacia sus pechos revoltosos,
bailantes. Sus pezones seguían erectos; sus areolas, contraídas. Luego noté
como mi verga presionaba sobre la cremallera de la bragueta. Volví a sentir el
fuel ardiendo en mis venas. Ardía, quemaba, consumía. En mi cabeza, las
compuertas cedieron y el estallido furioso de la marea roja se hizo paso e
inundó toda mi conciencia.
—Y ahora,
¿qué? —pregunté sin apartar la mirada de su cuerpo. Su desnudez era lo único
que ocupaba mis pensamientos. Delegué sin miramientos la responsabilidad en
Marian.
—Es de
suponer que en el motel tienen tus datos —murmuró mientras se dejaba caer boca
arriba sobre la cama—. Lo mismo da que salgamos de aquí a toda hostia si piden los
datos de registro —. Giró la cabeza para mirarme—. Mejor nos quedamos aquí y que
sea lo que Dios quiera.
Volví a
escuchar gemidos procedentes de la televisión. El rojo furioso se filtraba por
cada fibra de mi ser, me sentía henchido de fuerzas, la desesperación inundó
mis pensamientos. Marian parecía ya ajena a la orgía de la película. Pero para
mí, esos gimoteos fueron la chispa que prendió fuego a la mezcla que era ahora
mi sangre. Los cables volvieron a chisporrotear.
Gateé hacia
ella, hacia su cuerpo. En mi interior, aunque no lo aceptase, mi mente había
retrocedido décadas de fidelidad y sumisión al matrimonio. Lo único que ocupaba
mis pensamientos era la fronda oscura que nacía entre los muslos de Marian, el
brillo intenso que brotaba de su sexo. El intenso olor a orina de la habitación
no ayudaba a despejar mi mente; antes bien, confluía para obnubilarme con mayor
ansia. Me hundí en aquella sensación de abandono rojizo.
Me abrí paso
entre sus piernas. Marian chilló sorprendida al notar mi boca en su sexo. Su
interior estaba meloso y sabía a orina y sudor.
—¡Qué haces!
—gritó empujándome lejos de una patada.
—¡Follarte!
—exclamé con voz enronquecida. Me erguí de rodillas en el suelo y me saqué la
camisa.
Me abalancé
sobre ella. Mi salto la cogió desprevenida, aterricé sobre su cuerpo, el somier
crujió, el colchón amortiguó el impacto.
Un chillido
quiso salir de su boca, lo ahogué con la mía, imprimiendo un beso voraz, propio
de un energúmeno glotón. Su lengua se retrajo, sus dientes se apretaron. Sus
uñas hicieron su cometido, arando mi piel y dejando surcos rojizos en mis
hombros, cuello y mejillas.
Aquello no
era un escarceo amatorio, era una meleé de brazos y piernas furibundos, de
dentelladas propinadas de improviso, de miradas homicidas. Mis piernas trataron
de reducir las suyas, mis brazos de sujetar los suyos. Se debatía salvajamente.
—¡Quieta,
quieta, zorrita! —ronroneé.
Era
complicado acceder a cualquier parte de su cuerpo, se revolvía incansable; sus
fauces estaban acechantes, impulsadas por resortes que, si me descuidaba lo más
mínimo, harían mella en mi carne, desgarrarían mi piel.
La propiné
varias bofetadas que hicieron que su cara botara sobre la colcha. Sonaron como
cataclismos, como emisarios certeros de una paliza inminente si no se dejaba
hacer. Marian comprendió, tras recibir varias, que su cuerpo no era rival para
el mío, que sus fuerzas se agotarían antes de que las mías siquiera comenzasen
a flaquear.
Me miró
henchida de odio, la saliva rosácea brotaba de sus labios rotos, mezclada con
hilillos de sangre. Su cabello negrísimo brillaba por el esfuerzo y yacía
desparramado por su cara y el resto de su cuello y la cama.
—Vas a
consentir por las buenas o por las malas —advertí limpiándome el sudor y la
sangre de mi propios labios. Me desabroché los pantalones y dejé que mi miembro
erecto, cruelmente erecto, proclamase qué pensaba realizar con su cuerpo.
Agarré el
matojo de su vello púbico, y tiré de él para atraer su cuerpo hacia mí. Un
quejido ronco brotó de su garganta magullada. El tacto aterciopelado de su
protección velluda me enardeció. Cuando sus piernas abiertas flanquearon las
mías y sus nalgas presionaron bajo mis cojones, me permití una sonrisa
triunfal, una carcajada de puro deleite, embargándome de su desazón, de su
terror, de su mirada desahuciada de esperanza.
Costó doblar
mi verga en dirección hacia su entrada. Por nada del mundo iba a inclinarme
sobre ella: mi posición era y debía ser la de amo dominante, descansando sobre
mis talones, admirando el fantástico cuerpo sometido que se me ofrecía poseer. Dolió
lo indecible, me vanaglorié de la férrea insistencia de mi miembro por mantener
una verticalidad intachable, pero al fin conseguí clavar el glande en su
interior.
Ensimismado
en el lento avance en su interior, casi no veo venir su rodilla hacia mi pecho.
La atrapé al vuelo, exhalando Marian y yo dos gritos al unísono: ella de desesperación;
yo de triunfo. Alcé el muslo y mordí la carne hasta oírla vociferar. Mis
dientes probaron el sabor de su carne y el disfrute de su angustia, de su dolor
más lastimero. Y, como colofón, enterré de una sola estocada mi polla en el
interior de su sexo. Marian aulló perpleja y otro tortazo, propinado con quizá
demasiada fuerza, hizo crujir su cuello y lanzó su cabeza hacia un lado,
desplazando su torso.
Mi atención,
entonces, se fijó en sus pechos acusando la inercia del golpe. Los amarré con
mis dedos, empuñé sus blancos globos perlados de lunares y los usé para
impulsarme con salvaje frenesí en su interior. Sus quejidos eran como
estertores, grandioso soniquete con el que endulzar mis acometidas furiosas,
salvajes. Sus brazos yacían desmadejados, su vientre acusaba los empellones. La
sabía derrotada, hundida.
Pero no
permití que, tras escasos meneos, me descargase sobre su vagina. Mi verga, al extraerla
de su interior, surgió y se alzó hacia el techo con indiscutible virilidad.
Quise
ponerla boca abajo, cometer el segundo acto de esta fantasía realizada, cargada
de sentimientos extraídos de mis más oscuras perversiones. Pero ella, arañando
fuerzas de una fortaleza que creía agotada, se me escabulló hacia el extremo de
la cama.
Marian se
refugió en el cabecero de la cama, encogida, temblando como si el frío más
intenso le robara el poco calor que pudiese retener. Musitó algo, negó con la
cabeza, sorbió por la nariz rota. Se hizo un ovillo de brazos y piernas.
—¿No quieres
seguir? —sonreí mientras me manoseaba el instrumento.
Disfruté de
su mirada espantada posarse sobre mi todavía verga erecta, bañada en sus secreciones.
—Hijo de la
gran puta. Está por venir la Guardia Civil. Agresión, intimidación, violación…
¿por qué no me matas aquí mismo?
—¿Violarte?
—reí con risa siniestra acercándome a ella con cuidado—. Hasta hace poco era al
revés, zorra mala. Nadie podría ponerlo en duda.
Mi gateo era
lento, acechante. Nuestras miradas se cruzaban furiosas. Ella era mi presa y lo
sabía con dolorosa penuria. Se apretó consigo misma. Sus tobillos a duras penas
ocultaban el sabroso regalo de su sexo velludo. Sus pechos maltratados se
hinchaban con cada respiración apocada suya. Me pregunté cuántos lunares
adornaban su cuerpo. Una constelación entera, un universo completo solo para
mí. No me importaría perder la noche entera aquí, contándolos.
Súbitamente,
se lanzó hacia el otro extremo de la cama, en un impulso por alcanzar la
salida. La cogí de los tobillos al vuelo, su salto se quebró en el aire, quedó
tendida boca abajo sobre la cama, chilló alterada. Me arrodillé sobre cintura.
Amarré su cabello y la obligué a hundir la cara en la colcha, ahogando sus
chillidos. Lanzaba manotazos al aire, sus piernas se revolvían como
electrificadas.
—Voy a encularte
—susurré al lado de su oreja—. Y te va a gustar, Marian querida. Vas a gozar,
vas a suplicar que no pare, que te reviente hasta partirte en dos. ¿No querías
un cambio de canal cuando me disparabas con el mando a distancia? Ahora lo
tendrás; agradécelo, que ha sido concedido tu deseo.
Chilló
salvajemente, profiriendo insultos, vomitando pestes. Coloqué la almohada bajo
su cara, apreté su nuca sobre ella. Sus brazos aletearon en el aire, sus manos
golpearon sobre la mesita, la lamparita y el cabecero. Tras varias sacudidas,
se rindió ante lo evidente. Sus protestas quedaron reducidas a patéticas
murmuraciones.
—Te sugiero
que muerdas. Dicen que la primera vez duele mucho. Pero quizá ya conozcas la
sensación, zorra mala.
Se
desembarazó de mi presa y me imploró entre lloros.
—¿Por qué me
haces esto?
—Porque tú
lo querías, ¿recuerdas, Marian? —. Me embadurné la polla de varios
escupitajos—. Deseabas que liberase mis instintos, que persiguiese mis anhelos,
que alcanzase mis sueños.
—Pero yo
quería al Jorge…
El chillido
que soltó cuando inserté mi rabo entre sus nalgas fue apoteósico. Ella misma
ahogó su dolor en la almohada e, incluso, la magnitud de su grito aún fue
considerable.
Pero para mí
fue la liberación absoluta. La dicha sin límites. Mi verga se abrió paso en su
cavidad anal sin contemplaciones, desgarrando allí donde hizo falta. Fue sólo
cuando mis testículos se aplastaron contra su vulva cuando se giró hacia mí con
el sufrimiento extremo pintado en su ceño fruncido. No obstante, una sonrisa
maquiavélica adornaba sus labios hinchados.
—Venga, so
cabrón, dame todo lo que tengas, destrózame —susurró con la lengua asomando
entre sus dientes—. Mátame de una puta vez.
Envalentonado,
bombeé su ano con acometidas estudiadas, estocadas certeras. Retrocedía
despacio, sin llegar a sacar el glande de su interior y luego, como impulsado
por un resorte, hundía mi miembro hasta el fondo, en un despiadado clavar, escuchando
extasiado su chillar alterado. El viejo tenía razón: el culo de Marian era como
para no olvidarlo. Sus nalgas redondeadas enrojecieron cuando las palmeé, su
cintura perlada de lunares se combaba cada vez más; tiré de su cintura, levantando
su grupa, permitiendo una mejor descarga. Separaba sus cachas contraídas y su
anillo amoratado engullía mi martillo pilón sin descanso, sin pausa.
Marian
profería chillidos malsanos, vociferaba y mentaba a mi familia y a Dios
mientras taladraba su interior sin ningún remordimiento. Me encantaba verla
debatirse, farfullar incoherencias, incapaz de otra cosa más que de soportar
mis acometidas.
Descargué
todo mi esperma a los pocos minutos, incapaz de retrasar por más tiempo mi
orgasmo. Me vine dentro suyo sin saber siquiera si ella había disfrutado lo más
mínimo, sin saber si su sufrimiento se había trasmutado en placer. Únicamente
mi propia satisfacción ocupaba mis pensamientos, solo mi orgasmo era importante.
Mis sueños cumplidos, mi satisfacción alcanzada. Me recreé en aquella sensación
tan bendita, tan humilde.
Probablemente
por eso no supe ver a tiempo el cacharrazo de la lamparita sobre mi cabeza.
Solo sentí un profundo dolor en una sien y luego la negrura invadiendo mi
conciencia, como un chorro de tinta china derramándose sobre una pecera.
No me
acuerdo qué soñé excepto algo demasiado absurdo para ser contado. Baste decir
que incluía mi ano, un pez espada y un martillo de cabeza ancha. De fondo, una
sábana roja, tan roja que supuraba.
Desperté en
una ambulancia. O eso creía yo que era hasta que, abiertos los ojos, reconocí a
dos guardias civiles sentados al lado mío. Iba tapado con una sábana blanca.
—Bienvenido
al mundo real, señorito.
—Hostia puta
—murmuré intentando incorporarme de la camilla. Me dolía la cabeza horriblemente.
Me di cuenta que estaba amarrado al camastro. Al alzar uno de los brazos el
tintineo de unas esposas me hizo tomar conciencia de cuál era mi estado.
Extrañamente no sentía nada de cintura para abajo.
—¿El Opel,
no? —suspiré.
Uno de los
picoletos chasqueó la lengua varias veces.
—Ay,
señorito. Si tan sólo fuera eso…
Señaló con
la mirada hacia mi entrepierna, bajé la mirada y descubrí un gran manchurrón
carmesí tiñendo la sábana.
A la vez que
descubría el catéter insertado en mi brazo, el ramalazo de dolor de la
amputación me sobrevino de repente. Recordé con demoledora precisión los
detalles de la amenaza de Marian hacia el director del colegio.
Luego chillé
aterrorizado.
De nuevo la
tinta china, misericordiosamente, tiñó mi conciencia de negro absoluto. Chorros
de brea espesos, grumosos, salpicando en mi pecera.
Ningún rojo,
sin embargo.
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