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miércoles, 12 de septiembre de 2012

-(Entre paréntesis)- 3/9

CAPÍTULO 5

Mary Ann Parker sintió que algo no iba bien cuando se dio la vuelta y no encontró a Rodderick cerca de ella. Un sudor frío le recorrió la espalda y un desagradable escalofrío la hizo estremecerse.
—Mary, ¿estás bien?
Se volvió hacia Rose con lentitud. La copa que sostenía entre sus manos vaciló y se le escurrió de entre los dedos. Bajó la vista para contemplar como la copa iba cayendo a cámara lenta, escurriéndose el champán de su interior, precipitándose hacia el suelo poco a poco.
"Algo no iba bien, definitivamente", pensó, "Maldita sea, algo iba horriblemente mal".
La copa cayó al suelo y se rompió en varios pedazos de cristal brillante.
—¡Mary Ann! —gritó Rose apartándose para que el champán no salpicase su vestido.
El ruido de la copa al romperse en el suelo fue ahogado por el murmullo incesante de la gente en la amplia sala y el grito de Rose solo provocó curiosidad en las personas que las rodeaban e indiferencia en las que se encontraban más lejos.
Mary Ann subió la vista hacia Rose, recuperando el sentido de la realidad.
—Dime, Rose, ¿has visto a Rod?
—Claro que sí, cariño, lo tienes ahí mismo…, vaya, creía que estaba allí… Lo vi antes charlando con Josh, allí, en esa esquina —señaló Rose con un gesto de la cabeza.
—Ahora vuelvo, Rose —murmuró Mary Ann dirigiéndose hacia el lugar señalado. Rose la sujetó del brazo suavemente.
—Estás pálida, cariño, ¿ocurre algo con Rod? ¿Va todo bien entre vosotros?
Me temo que no, pensó para sí.
Mary Ann se disculpó varias veces al abrirse paso entre los grupos de invitados. A medida que se acercaba al rincón que había señalado Rose se fue dando cuenta que Rod no estaría allí. Era bastante más alto que la mayoría de los hombres y era fácil distinguirlo. En su paso había una urgencia que ella misma definiría como desesperación. Se recogió la falda larga del vestido que rozaba con el suelo; ya era complicado moverse con aquel vestido rojo de lentejuelas que dejaba uno de sus muslos al aire sin que se viesen rastros de ropa interior como para tener que andar deprisa en busca de su novio. Pero sabía que su alocada búsqueda tenía un sólido motivo.
Y cuando vio a Phill Crawford hablando con Josh Walsh y el Gobernador, el corazón se le detuvo.
Se paró en seco y abrió la boca, muda de asombro. Su mente relacionó la presencia de Phill Crawford con otra persona. Un rápido vistazo alrededor de los tres hombres le bastó para confirmar sus más terribles sospechas. No la veía cerca.
Respiró profundamente y se encaminó con paso decidido hacia el grupo.
—¡Madre del amor hermoso, Mary Ann Parker! —exclamó Josh Walsh al verla llegar—. Ese vestido es…es… sencillamente espectacular.
Claro que lo era. Escote vertiginoso, hombros y espalda al aire y una pierna desnuda hasta casi la cintura. Pregonaba la ausencia de ropa interior y desbocaba la imaginación de cualquier hombre. Y las grandes luces de las lámparas de la amplia sala se reflejaban sobre las lentejuelas ayudando a crear un efecto deslumbrante que permitía reconocer cada curva de su anatomía. El propio Gobernador sonrió al verla y no se extrañó al ver su mirada recorrer su cuerpo entero con afán libidinoso. Incluso su cabello negro y recogido brillaba con ondas azuladas, que parecían juguetear entre los bucles de sus mechones.
El único que no sonrió al verla fue Phill Crawford. Tampoco ella tenía motivos para sonreír al verle pero sus labios compusieron una sonrisa que hizo que los ojos masculinos brillaran de excitación. Ya sabía que era guapa. Pero no había venido a provocar sus excitadas y morbosas mentes masculinas.
—Josh, Gobernador Jameson, disculpadme, pero me temo que tendré que robaros a Phill durante unos instantes —dijo mientras tomaba al aludido del brazo.
—Róbeme después a mí —sonrió el Gobernador saludándola con la copa.
Mary Ann rió forzadamente ante la gracia del cuarentón mientras tiraba del brazo de Phill.
—Maldita seas —masculló Phill al alejarse unos metros—. ¿Se puede saber qué diablos estás haciendo? ¿Te haces una idea de lo que puede suponer la amistad del Gobernador para mi futuro?
—Cállate, Phill —cortó ella encarándose hacia él, sin asomo de temor en sus ojos. Pensaba preguntarle directamente pero dejó que fuese él quien hiciese la pregunta. Quería saber cuánto tiempo tardaba aquel cretino con ínfulas de grandeza en comprender la situación.
Uno, dos, tres, cuatro…
—Espera, ¿has venido sola?
Cuatro segundos. Menudo compañero de complot. Cualquier otro habría tardado la mitad. Una mujer no habría necesitado ni un segundo. Y encima tenía la desfachatez de preguntar si había venido sola.
—Claro que no he venido sola, ¿crees que habría venido sola con este vestido que es todo escote?
La mente de Phill Crawford pareció por fin comprender porque abrió los ojos desmesuradamente y luego, tras mirar unos segundos a los ojos de Mary Ann, se bebió el contenido de su copa de un trago.
—¿Dónde está Rodderick? —preguntó él limpiándose los labios con el dorso de la mano. En su rostro solo cabía una sola expresión: terror.
—¿Sabes tú acaso dónde está Elisabeth? —respondió ella dando un paso hacia él.
Phill no respondió pero su silencio fue clarificador para ambos.
—Joder. Tenemos que… —murmuró Phill dirigiéndose hacia el centro de la sala.
Mary Ann soltó un bufido y lo sujetó de nuevo del brazo.
—Hazme el favor de pararte a pensar un poco —tiró de su brazo para acercarlo a él. Sus caras se enfrentaron y quedaron separadas por escasos milímetros. Mary Ann clavó en él una mirada claramente ofensiva.
—Sé perfectamente dónde están, cretino. Ahora escúchame bien. Tú sabes tan bien como yo lo que nos jugamos en esto. Mantén bien sujeta a partir de ahora a tu zorrita y yo haré lo mismo con Rod. Y espero que sea la última vez que nos cruzamos esta noche, ¿de acuerdo?
Phill tragó saliva y luego asintió.
—Ellos nos pueden ver aparecer juntos. Aparecerás un poco más tarde, ¿entendido?
Mary Ann no esperó a que respondiese. Se dirigió directamente hacia la salita contigua, la única parte de aquella sala principal donde ella imaginaba que podría encontrarse algo de intimidad.
Pero la intimidad iba a desparecer pronto.
Y ojalá no fuese demasiado tarde, rezó.





CAPÍTULO 6

Un tímido contacto de labios bastó para desatar todo un torrente de recuerdos en Rodderick Holmes. El aliento de Elisabeth era un sortilegio, una especie de elixir que doblegaba su voluntad y le mantenía sujeto a su cuerpo. Rod sabía que podía apoderarse de los labios de Eli y el resto de su cuerpo con suma facilidad; sus manos sostenían un envoltorio corporal que estaba dispuesto a obedecer todos sus deseos. Eli era suya y él se consideraba propiedad de ella. Así había sido antes y nada parecía haber cambiado.
Quizá, pensó él, fuese mejor dejarse llevar por aquel sentimiento y cerrar con un paréntesis aquellos tres meses de separación forzada, máxime cuando notaba su miembro arderle entre las piernas.
Pero, súbitamente, recordó el motivo de la rotura de su relación.
Malditos recuerdos. A su mente volvió con extrema fidelidad aquel instante en el que contempló atónito la fotografía tomada con un teléfono móvil y que mostraba a Eli besando a otro hombre. El recuerdo disparó las sensaciones surgidas y, estas, las emociones fatales. El engaño le volvió a envolver con su maligno abrazo y el saberse traicionado le golpeó duramente en la cabeza y el resto del cuerpo. ¿Acaso era tan fácil hacer borrón y cuenta nueva? ¿Permitir que se riera de él de esa forma y luego caer en su red de nuevo? Ella seguía negando lo que él había visto con sus propios ojos. Y era algo que no entendía: ya no estaban saliendo, no había relación alguna entre ellos, ¿por qué seguía mintiéndole?
No se dio cuenta de que estaba apretando los hombros de Elisabeth hasta que ella soltó un gemido cargado de deseo. Al instante la soltó y se apartó dando un paso atrás. Casi la empujó sobre la mesa de los licores al separarse de ella. Una melancolía extrema se adueñó de su mente al haberse permitido sucumbir a su sortilegio.
—No, no, no —murmuró Rodderick más como disculpa que como negación.
Elisabeth llevó sus manos atrás y consiguió apoyarse en el borde de la mesa; temía que si no tuviera dónde agarrarse caería al suelo sin remedio. La cabeza le daba vueltas sin cesar y su mente estaba aún nublada por los ecos de aquel contacto fugaz, casi imaginado.
Solo fue un descuido, se dijo para mantenerse serena. Rodderick Holmes había utilizado, de forma artera, aquel sentimiento latente que aún quedaba en ella para poderla manejar a su antojo, para tenerla entre sus brazos y hacer con ella lo que quisiera. No comprendía el motivo por el que, en el último instante antes de aposentar sus labios sobre los suyos, había dado marcha atrás. Quizá, y solo quizá, Rodderick tampoco deseaba poseerla de ese modo, aprovechándose de la debilidad de sus sentimientos.
Aunque aquel gesto caballeroso, viniendo de un hombre que la había ridiculizado y tachado de promiscua y mujerzuela, delante de una cafetería abarrotada de compañeros, se le antojaba un gesto sobrevalorado en alguien como Rodderick Holmes.
Elisabeth se cruzó de brazos cuando se supo suficientemente serena para poder utilizar la mesa como asidero para mantenerse en pie. Quería ocultar el temblor que aún dominaban sus manos, el rugir de su corazón, el cosquilleo incesante en su vientre.
—Llamarte embustero sería quedarse corta —dijo con todo el aplomo del que era capaz. Aquel hombre le había hecho demasiado daño—. ¿Qué quieres de mí, acaso buscas la respuesta que quieres oír?
—Una respuesta a una acusación que jamás responderás. Pero ya sé cómo eres en realidad y sé de lo que eres capaz.
Elisabeth intió como la sangre bullía en el interior de su pecho. Intentó calmarse pero aquello era demasiado para ella. No podía permitir que siguiese insultándola con toda impunidad.
—Si tan seguro estás de cómo soy en realidad, esto no te extrañará entonces.
Asestó un sonoro tortazo en la cara de Rodderick Holmes. El golpe no varió un solo milímetro el rostro de Rodderick. Su pasividad era un nuevo insulto, aún más cruel que el anterior. En sus ojos de color caoba vio el desprecio y el triunfo de haber confirmado un hecho: no tenía más palabras con las que negar su engaño. Le pareció ver en la comisura de sus labios el inicio de una sonrisa y aquello la enfureció aún más.
Levantó la mano para golpearle de nuevo pero él la sujetó de la muñeca.
—Ten cuidado con lo que haces, Elisabeth —masculló él apretando los dientes. Frunció el ceño y su mirada reflejó una emoción violenta que cortó la respiración de Elisabeth—. No tienes derecho a golpearme porque no puedas rebatir lo irrebatible.
Elisabeth ahogó un grito e intentó zafarse de la mano de Rodderick para golpearle con más fuerza si cabe.
Pero era una tarea fútil. Rodderick la tenía bien sujeta. Sus enormes manos no la causaban daño alguno pero la tenían firmemente agarrada. Y aquella muestra de delicadeza la hacía detestarle más aún.
—¡Suéltame, joder! —gritó ella intentando zafarse. Estaba dispuesta a morder y arañar si fuese necesario.
Rodderick la soltó alejándose de ella.
Elisabeth se sintió un despojo por el que no valía la pena luchar. Dio varios pasos mientras se frotaba la muñeca, aparentando dolor. Ardía en deseos de abalanzarse sobre él, golpearlo y arañarlo hasta ver en sus ojos un rastro de súplica. Quería hacerle ver cuán ruin era. Quería verle sufrir, mendigar un perdón que ella jamás otorgaría.
Pero sabía que eso era imposible.
Notó como las lágrimas recorrían sus mejillas. Y eso la carcomió por dentro aún más. Desprotegida y desvalida. Era injusto, maldita sea, era injusto.
—¿Qué quieres de mí, maldito seas? —gritó con voz rota— ¿Por qué me haces tanto daño?
Cuando la primera lágrima brilló en la mejilla de Elisabeth, Rodderick sintió como se le revolvían las tripas. Tragó saliva. Las piernas le temblaron y sus dedos vibraron. Sintió como su boca se le secaba al instante; le faltaba el aire. Igual que si le hubieran golpeado con arrolladora fuerza en su estómago. Al oír el primer sollozo de Elisabeth, sintió la piel de su cara enrojecerse y sus orejas inflamarse. Parpadeaba sin cesar y le picaba el cabello. Un escalofrío le recorrió la espalda.
No supo qué hacía. Su cuerpo se movió solo, sin que él tuviese el control. Se sentía un diminuto punto de consciencia dentro de un enorme cuerpo que actuaba por sí solo.
Abrazó a Elisabeth sin pensarlo. Ella recogió sus brazos sobre su pecho para apartarlo mientras sentía sus lágrimas humedeciéndole el cuello de la camisa. Se revolvió bajo sus brazos pero él no los apartó. No entendía por qué la estaba consolando, el motivo de aquel impulso protector.
—Maldito, maldito —susurraba ella mientras forcejeaba.
Tampoco Elisabeth supo por qué decidió dejar de luchar y termino por ceñir y recogerse sobre el pecho de Rodderick. No sabía la razón pero en ese momento se sintió realmente protegida tras aquellos fuertes brazos.
¿Por qué aquel hombre tenía tal poder sobre ella, qué mal había hecho para sufrir tal destino?
Levantó la cabeza para mirarle a los ojos, preguntándole con la mirada porqué dominaba su cuerpo. Pero solo vio como unos ojos color caoba parpadeaban con rapidez, incapaces de contener unas lágrimas inminentes.
Y luego le besó.
Fue un contacto efímero. Un contacto que él no esperaba y que ella no había planeado. Era un contacto que presagiaba algo que ninguno de los dos quería pero que ambos necesitaban. Un beso que era una invitación al perdón. A la aceptación de algo irremediable. No cabía posible discusión, solo dejarse llevar por los sentimientos.
—Rod, cariño, ¿estás aquí? —oyeron.
Se separaron justo antes de que Mary Ann apareciese en la salita.
—Rod, querido, ¿qué hacías…? —Mary Ann calló bruscamente al ver a Elisabeth. Su cara reflejó una tensión incontrolable—. Hola, Elisabeth, ¿qué le estás haciendo a mi novio?

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