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viernes, 14 de septiembre de 2012

BUSCANDO BRONCA




(En este relato hay violencia, a menudo gratuita. Por favor, no olviden nunca que esto es ficción. 
La realidad es otro asunto bien distinto, por desgracia)



Tenía un humor de perros y sabía perfectamente qué hacer para remediarlo. Aparqué delante del piso de Merche.
Merche era mi ex-novia.
El proyecto para el nuevo cliente había fracasado. Y como era el coordinador encargado del proyecto, sobre mí recayó toda la responsabilidad. Y una mierda, joder. Si tenía un equipo de cretinos inútiles que no sabían diseñar una campaña publicitaria en condiciones no era culpa mía. Sobre todo el Sebastián de los huevos; el muy cabrón había sonreído cuando la supervisora me alzó la voz. Delante de todos, ni esperó a hacerlo en privado. Quería dejarme en ridículo, sí, no había duda. Otra inútil más en la empresa; para lo único que servía era para agitar sus tetas delante del jefe. Zorra mala.
La puerta del portal estaba cerrada. Pero conocía demasiado bien esa puerta. No en vano, había vivido tres años y pico ahí. Miré a mi espalda, afiancé mi hombro sobre el extremo de la puerta. Nadie se fijaba en mí pero lo mismo daba que me viesen forzar la puerta.
Crack.
El pestillo gimió dolorido. Me pareció oír también un cristal agrietado. Qué se jodan, todos los vecinos, a ver si cambiaban la puerta de una puta vez, que un día les va a entrar cualquier indeseable.
Llamé al ascensor.
—Perico, majo, ¿cómo tú por aquí?
Era la vieja del bajo. Siempre espiando por el ojete de la mirilla. Estaba claro que tres meses fuera y no había cambiado nada por aquí.
—Hola.
—¿Lo habéis arreglado tú y la Merche, Perico?
—No me llamo Perico, señora.
—Pues tienes cara de Perico. Deberías llamarte Perico.
Odiaba a la vieja. La odié durante tres años y pico. Me di cuenta que la seguía odiando igual que siempre.
—Señora, ¿me hace un favor?
—Dime, Perico.
—Déjeme en paz. Métase en su casa. Viva su vida.
—Pero Perico, ¿cómo puedes decirme…?
El ascensor llegó. No la di tiempo a replicar. Entré zumbando y pulsé el botón del piso de Merche.
Joder qué a gusto me quedé. Ojalá se lo hubiese dicho antes. Quizá así, Merche y yo no hubiésemos roto.
No, claro que no. Merche y yo habríamos roto de todas formas. El problema no fue la vieja. El problema fue que Merche me tocó los cojones durante mucho tiempo.
Me apoyé en un rincón del ascensor mientras ascendía hasta el séptimo.
Merche nunca quiso acercarse a mis gustos, a mis deseos, a mis sueños. ¿Por qué? Todavía no lo sé. Por supuesto que éramos diferentes, todas las parejas lo son, ¿no? Pero en algo habrá que ceder, digo yo. Yo cedo en esto y tú en aquello. Es lo justo, ¿no?
Pues para Merche no. Me cansé de ceder siempre yo. Unas semanas de gritos, discusiones y una mañana mi maleta estaba preparada junto a la puerta. Llena a rebosar. Aún no le había dicho que me iba.
—¿Te marchas?
—Me marcho. Acabaríamos mal, ya lo sabes.
—Y huir es mejor opción, ¿verdad?
—No huyo. Me retiro. Has ganado.
—Sí huyes. Huyes como un cobarde.
No respondí. Apreté los dientes, abrí la puerta y me marché. A tomar por culo, Mercedes, Merche, Merceditas o cómo cojones quieras que te llamen. Yo te llamaré zorra.
El ascensor se detuvo al llegar al piso de la zorra.
No tuve duda. Necesita desfogarme. Necesitaba decirla todo lo que me había aguantado. Lo sentía por ella, pero un mal día es un mal día. A joderse tocan, Merche.
Caminé hasta su puerta y, tras santiguarme (manías que tiene uno), llamé al timbre.
Ding, Dong.
Pasaron diez segundos sin oír respuesta. Ni pasos tras la puerta ni ruidos.
Volví a llamar.
Ding, Dong.
El corazón, antes rugiente esperando el combate, se iba apaciguando. Seguía sin oír nada. Quizá hubiese salido.
Esperé casi un minuto hasta que volví a llamar. Pulsé varias veces el timbre, tres o cuatro veces seguidas.
Ding, Dong, Ding, Dong, Ding, Dong.
Estaba seguro que no había nadie en casa. El timbre sería el botón sobre el que descargar mi frustración. Cinco, seis, siete veces. Hasta que, a la octava, mantuve el dedo sobre el timbre.
Ding, Ding, Ding, Ding, Ding, Ding.
Apreté con furia. Hija de la gran puta, no te iba a pillar, no, pero te iba a quemar el timbre.
—¡Que ya va, hostia puta, deja de tocar el puto timbre! —la oía gritar de repente, entre el ensordecedor Ding, Ding.
Escuché como se asomaba por la mirilla.
—Joder, el que faltaba —murmuró.
Oí unas llaves girar la cerradura, varias cadenas desengancharse. La puerta se entreabrió.
Merche me recibió en bata, con el cabello alborotado, ojos brillantes y un sofoco mayúsculo en la cara.
—¿Qué coño quieres?
—Tocarte los huevos —espeté.
Me abrí paso adentro, empujándola a un lado. Cerré la puerta tras de mí.
¡Blam!

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Me apoyé en la puerta y me aflojé la corbata. La di un repaso con la mirada de arriba a abajo.
Vestía la bata que la regalé por su cumpleaños. Me costó un riñón pero valió la pena. Estaba encoñado, qué cosas. Era de seda color hueso, estampada con signos japoneses en negro mate. Mangas amplias y falda corta hasta la mitad del muslo. Cuando se la probó ese día la sentaba divinamente.
Y ahora mejor que nunca.
Se había ceñido el cinturón pero el escote descendía hasta su vientre, magnificando su desnudez. Merche se había recogido el cabello en un moño del cual no quedaba casi nada. Decenas de mechones ondulados caían por su rostro y hombros acentuando una fragilidad que intentaba desmentir con un rostro enfurruñado.
—¿Se puede saber qué quieres? Estoy ocupada.
—¿Ocupada con qué?
—A ti te lo voy a contar. ¿Qué buscas?
—Bronca, Merche. Busco una buena bronca. Preferiblemente acompañada de una birra.
Bufó mientras se echaba las manos a la cabeza. No creo que se diese cuenta de lo descuidado de su gesto. Sus pechos desnudos aparecieron tras el escote de la bata durante un segundo. Pezones oscuros de refilón.
¿Se puede saber qué coño hacía así, desnuda y con una bata de ochocientos euros en casa?
—Hijo de la gran puta. Ahora me vienes con esas.
—¿Estás con alguien?
Detuvo las manos sobre su cabeza y hundió los dedos entre el cabello. Varios mechones se soltaron como lianas colgantes de una selva. Me miró suspicaz.
—Y si es así, ¿qué? Tengo prisa, ¿qué quieres?
Sonreí. En pleno polvo. Joder, que puta suerte había tenido. Os iba a joder la corrida, zorra mala, a los dos.
—Anda, Merche, preséntamelo, ¿quién es?
Bajó los brazos despacio. Se dio cuenta que lo que me mostraba y se ciñó la bata hasta el cuello.
—Vete a la mierda. Sal de mi casa.
—No, en serio. Dime quién es el afortunado.
En verdad tenía que ser afortunado el tío. Estaba seguro de que Merche tampoco llevaba ropa interior abajo. ¿Y qué perdía asomándome entre sus piernas para confirmarlo? ¿Una hostia? La necesitaba. Joder, cómo necesitaba una buena hostia.
—A ver qué tenemos aquí.
No se lo esperaba. Me incliné rápidamente. Separé las solapas de su bata y su coño se me mostró glorioso.
Me quedé helado.
No estaba preparado para lo que vi. No señor, no estaba preparado.
Merche pegó un chillido y me empujó sobre la puerta. Se tapó con la bata y apretó con sus manos entre las piernas.
La miré asombrado. Merche apretó los labios. En su mirada esperaba encontrar un odio supremo. En su lugar, encontré el rubor más encantador, la vergüenza más escandalosa, el temor más intenso.
Pensé reírme pero no pude. Estaba aturdido.
Merche tenía insertado un pene de látex en su vagina. Una cadena colgaba de la base. Pero el extremo no pendía en el aire, se perdía detrás del pene, allí donde sus nalgas confluían.
—¿Pero qué coño tienes metido, Merche? —murmuré— ¿Y por dónde?
—¡Fuera! —chilló alzando la mano.
Me protegí la cara. Pero su mano iba dirigida al pomo de la puerta.
Quiso abrirla pero yo no me moví. Apoyé mi espalda contra la puerta. Sus esfuerzos fueron en vano.
—¡Qué salgas, hostia putísima!
Negué con la cabeza. Una sonrisa afloró a mis labios. De oreja a oreja. Fruncí el ceño y la agarré del pelo.
Quiso gritar pero de su boca abierta solo surgió un gimoteo. Me miró con ojos enormes.
Me fijé por primera vez en que iba maquillada. Rímel, sombra oscura de ojos, pómulos sonrosados, labios rosáceos.
Esto era tan raro como estimulante. Quería saber más.
—Y una polla como una olla, Merche. De aquí no me largo hasta que te de lo tuyo.
Tiré de su pelo y llevé su cabeza atrás. Entonces sí chilló, bien alto. Me agarró la mano con las suyas.
Aproveché para colarme bajo su bata, entre sus piernas.
Tenía los muslos encharcados. Agarré la cadena.
En aquel preciso momento, con los eslabones entre mis dedos, Merche rugió desesperada y lanzó sus uñas sobre mi cara.
Tiré de la cadena.

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Quedó en el suelo acuclillada, temblando como una hoja bajo un vendaval. Una de sus manos resbalaba por mi camisa y la corbata. La otra la tenía entre sus piernas. Boqueaba como un pez fuera del agua, incapaz de respirar.
—La madre que te parió, Merceditas…
Entre mis dedos sostenía la cadena. El pene de látex era largo y fino, curvado en el extremo, de un color rosa alegre y se bamboleaba en el aire como un péndulo. En el otro extremo, colgando de la cadena, una bola de color azul, grande como una pelota de golf, brillaba como si acabase de ser abrillantada con saliva.
—¿Tan necesitada estás, Merche?
Se recuperó pronto. Usó mi corbata como asidero para levantarse. Habló con lentitud, mascando las palabras.
—Largo-de-aquí.
Negué con la cabeza. Tenía que haberla dolido de verdad. Sobre todo la pelota saliendo de un tirón de su culo.
—Ni loco, bonita. Nos vamos a divertir tú y yo. Seguro.
No me esperaba su reacción. Rugió fuera de sí y, apoyándose en mis hombros, me clavó un rodillazo entre las piernas.
Silbé como una ocarina desafinada.
Me agarró del pelo y, tirando de él, me lanzó al suelo, junto a sus pies.
—¡Cabronazo! —chilló ciega de rabia.
Me retorcí entre lamentos, agarrándome la zona golpeada. Entreabrí un ojo y la vi acuclillarse hacia mi cara. Entre sus piernas, ahora que tirado en el suelo podía atisbar bajo la bata, un hilillo de baba fluía de sus dos orificios. Me pareció la visión más repugnante en mucho tiempo. Supongo que tener los testículos reventados me hacía ver un coño húmedo de forma diferente.
—¿Quieres diversión, mamón, quieres diversión? Pues toma diversión.
Un salivazo escapó de sus labios y aterrizó sobre mi ojo entornado. Su viscosidad me cegó.
—Y ahora, ¡fuera de mi casa!
Abrió la puerta y, a patadas, me obligó a salir de su casa a cuatro patas. En cuanto crucé el umbral, la puerta se cerró, empujándome sobre el felpudo.
¡Blam!
Los huevos me ardían. Quise levantarme pero las rodillas me temblaban, imposibles de sostenerme.
—Zorra, zorra —mascullé. La saliva de su escupitajo me cayó por la mejilla. Antes era viscosa y caliente. Ahora era solo viscosa, y fría como el hielo. Usé el hombro para limpiarme como pude la cara.
El salvaje dolor fue remitiendo. Respiré por la nariz despacio, ahuecando el dolor entre mis pulmones, comprimiéndolo entre mis piernas. Mi vientre entero se revolvió. Contuve el vómito.
Apoyándome en la pared, me levanté.
—Qué buena hostia, sí señor —murmuré, mitad agradecido, mitad enfurecido.
No me había equivocado. Buscaba bronca y la había encontrado. Cierto es que la había tocado mucho los cojones.
Me di cuenta que entre los dedos seguía teniendo el consolador y la pelota unidas por la cadena. Ahora ambos estaban secos, solo una película mate manchaba sus superficies. Alcé la pelota en el aire, ayudado por el pene, e, inclinándome hacia atrás, la sostuve sobre mi boca abierta. Olía bien. Curioso. Extendí la lengua y lamí la superficie. Sabía a cereza y frutas del bosque.
—Esta sí que es buena, joder. Ahora resulta que me cagas arándanos, Merche.
Iba a llevarme la pelota entera a la boca cuando la puerta se volvió a abrir.
Me pilló en plena lamida.
—¿Ya te has recuperado? Bien. Veo que todavía conservas el apetito.
—Me gusta su sabor. ¿Qué te has untado en el culo, por cierto?
Cerró los ojos y chasqueó la lengua de fastidio.
—Pasa adentro, Jeremías. Tenemos que hablar.
—¿Hablar de qué?
—De negocios. Y suelta eso de la boca, coño, que me ha costado ochenta pavos.

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Me llevó hasta el dormitorio.
Era la única habitación de la casa que echaba de menos. Allí pasamos buenos ratos.
La cama estaba desecha y había llevado el ordenador allí, colocándolo sobre un mueble del Ikea. Los cables se esparcían por el suelo.
—No voy a poder follar en un rato, si eso es lo que quieres, maja. Tengo los huevos espachurrados.
—Calla, idiota, que nos están oyendo.
Señaló hacia la cámara web que había instalado sobre el borde superior del monitor. La pantalla estaba apagada.
Alcé las cejas, abrumado por la sorpresa. Creí que quería grabar un polvo.
—¿Te estás tocando por internet?
Afirmó con la cabeza. Luego, encendió la pantalla y los vi.
No podía ser posible. Tenía que ser una broma, a la fuerza.
Serían como una docena. Pequeñas ventanitas por donde se veían a chavales meneándosela. Algunos tenían bebidas al lado, otros algo de comida. En habitaciones, cuartos de baño, escondrijos, trasteros, alacenas. Todos ellos con algo de papel higiénico o toallitas al alcance de la mano. Pollas erectas, pollas minúsculas, pollas dobladas, pollas circuncidadas. Un rectángulo de texto parpadeaba en el extremo inferior, vacío. Merche se inclinó sobre el teclado, compuso una sonrisa para ellos y escribió con dedos ágiles.
“Sperdm un minut, xikos. Ahora lo vams a psr mu bie tos juntits. No os vayais”.
Me senté en la cama detrás de ella mientras tecleaba. El espectáculo de sus nalgas bamboleándose era hipnótico.
Hizo clic sobre un botón y todas las ventanitas con aquellos chavales zumbándosela se oscurecieron.
—Joder, Merche, pero qué guarra te me has vuelto.
Se volvió hacia mí y acercó una silla para dejarla frente a mí, entre la cama y el ordenador. Se sentó y cruzó las piernas con un recato que me hizo gracia dada la situación.
—Calla y escucha. Esto va en serio.
Me crucé de brazos y me obligué a despegar la mirada del escote de su bata para mirarla a los ojos.
—Esto que ves detrás de mí es mi trabajo. Así pago el alquiler, así me pago las lentejas y así me pago las facturas.
—Y también esto, supongo —dije levantando el pene de látex.
Afirmó con la cabeza.
—Lo creas o no —continuó—, me gano una pasta gansa haciendo estas chorradas delante de los críos. Cada día nos tocamos y hacemos cochinadas delante de ellos. Nos votan si les gusta nuestro número y la que consigue más votos, se lleva un premio.
—Un concurso para ver quién es más puta, ya lo pillo. Has dicho “ellas”, ¿es que hay más como tú?
—Pues claro. Son 250 euros diarios de premio, a ver quién es la lista que no hace lo que sea con tal de ganarlos.
—Pues enfermas como tú. ¿Y para qué me quieres? ¿Para follar delante de los chavales?
Se llevó la mano a la cara y se frotó las mejillas con el pulgar y el índice. Negó con la cabeza.
—Para darnos de hostias.
Abrí los ojos como platos.
—¿No querías hostias, Jeremías? —continuó—. Pues me vienes al pelo. Verás, hoy la cosa no me pintaba bien. Las demás zorras me estaban ganando. No sé qué coño las ven esos críos. Yo me estaba empleando a fondo, ya visto lo que me había embutido.
Miré de reojo la pelota mecerse en el aire.
—Pero ni puto caso. Las demás son más guarras, más cochinas, más salidas o yo qué sé. Lo que importa es que no recibía un puñetero voto. Y llevo varios días así, tocándome para nada. Pero, fíjate tú, que hoy vienes, y llamas a mi puerta. Montamos el cirio y te echo a patadas. Y, cuando vuelvo, me doy cuenta que no había apagado el micrófono. Nos habían escuchado. Y les ha gustado.
—Qué putos enfermos.
—Enfermos o no, me votaron en masa. No sé qué se pensarían que hacíamos pero ahora voy de las primeras.
—Y quieres ganar, claro, zurrándonos.
—Mitad para mí, mitad para ti. Es sencillo, ¿no?
Resoplé y me pasé las manos por la cabeza, sin poder creer hasta dónde había caído Merche.
—Estás igual de enferma que ellos. No, igual no, eres peor. ¿Pero en qué clase de mala zorra te has convertido, hija mía?
—En la peor, de la peor calaña, no lo sabes tú bien. De las que sobreviven. ¿Hay trato?
—Ni por lo más remoto. Tú estás loca, yo sólo vine buscando bronca, nada más. O un polvo, si acaso. Pero visto el tema…
Merche se mordió el labio inferior y, tras unos segundos, asintió.
—Vale, vale, de acuerdo, vete. Pero ya te han visto antes. Despídete de ellos por lo menos —dijo levantándose y haciendo clic de nuevo.
El monitor volvió a encenderse.
Ya no había docenas de ventanitas. Se habían multiplicado, apiladas unas tras otras. Chavales de todas las edades, pero también hombres más mayores, incluso me pareció ver una mujer con gafas.
—Iros todos a la mierda —les solté, enseñando mi dedo medio extendido.
“Mpieza l show”, escribió con una mano Merche.
No lo entendí suficientemente rápido.
Merche se volvió hacia mí, echó la silla a un lado y me sonrió ladeando la cabeza.
Ni vi venir el tortazo que me sacudió en todo el ojo.
¡Plas!

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—¡Zorra estúpida! —lloré llevándome una mano a la cara.
Se abalanzó sobre mí. Botamos sobre la cama. Mi mano libre la agarró del pelo pero no bastó para detener la lluvia de tortazos que cayeron sobre mí.
Me protegí la cara mientras gritaba. Merche atizaba fuerte, sin contenerse. Me hacía daño. La noté tumbarse sobre mí, sentándose sobre mi vientre.
Gruñía como una loca, descargando golpes uno tras otro, sin importar dónde cayeran.
¡Plas! ¡Zas! ¡Plas!
Mi cara, mis manos, mi cuello, mi pecho, mis hombros, mis brazos, mi vientre. Me estaba cayendo una lluvia de golpes indiscriminados.
¿No quería hostias? Pues aquí las tenía. Todas las que quería y más, de regalo.
Pero una cosa era recibirlas y marchar a casa con la cara magullada y una sonrisa en los labios. Y otra que docenas de enfermos me viesen así.
Y qué cojones, yo también quería dar alguna, que ya me había cansado de recibir. También quería sacudir.
Encogí las piernas y la golpeé la espalda con las rodillas.
Chilló sorprendida. Cayó sobre mí aplastándome la cara con sus tetas.
Aproveché para revolverme y cambiar de posición. En un periquete, todavía sin reponerse, me senté sobre su pubis para tenerla bajo mí. Así no podría jugármela como yo lo hice.
Se cubrió la cara con las manos, chillando bien alto. Tenía la bata abierta, sus pechos estirados, sus pezones oscuros tiesos como escarpias.
—¡No chilles, joder! Que ni te he tocado.
—Pégame, cabrón, arréame bien fuerte.
Me giré hacia la pantalla del ordenador. Las ventanas no hacían más que duplicarse. Cientos de personas mirando absortas, tocándose todas a la vez, pendientes de cada movimiento. El ordenador bufaba con todo el trabajo que tenía que realizar.
Me notaba el labio inferior abierto. El sabor metálico de la sangre me llegaba a la lengua, mi corazón rugía, las sienes me iban a explotar.
—Demuestra cuánto me odias, ¡pégame!
La pantalla me tenía sorbido el seso. Las ventanas no hacían más que aparecer como setas tras una tormenta. Un número en la esquina superior ascendía, veloz. Era demencial. Todos esos enfermos salidos estaban disfrutando de la pelea.
Me limpié el labio con el dorso de la mano y, al instante, el número ascendió como un cohete.
—¡Estáis locos! —chillé asqueado a la pantalla.
Por el rabillo del ojo la vi moverse. Fue muy rápida. Dios, jodidamente rápida.
Me sacudió en la sien con la pelota que pendía del pene de látex.
Pero era una pelota blanda, de gomaespuma. La cadena sí que era de metal. Del duro.
Merche terminó por cabrearme.
La aticé en la cara con la mano abierta. Golpeé a Merche.
Chilló llevándose las manos a la mejilla.
La golpeé de nuevo, sobre las manos, sobre la cabeza, sobre la frente. A cada golpe que soltaba, me iba poniendo más furioso. Merche aullaba y gritaba.
El cabello le cubrió la cara. La oía llorar. Y aquello me enfurecía aún más. No sé por qué, pero era superior a mí. No podía dejar de sacudirla.
Escuché un sonido de trompeta provenir de la pantalla.
“Fin de la transmisión. Límite alcanzado. Has ganado ¡250 euros!”. Las letras parpadearon en mitad de la pantalla, bien grandes.
Todas las ventanitas desaparecieron, todos esos enfermos hijos de puta se fueron. Solo quedó el cuadro de texto inferior y las letras parpadeantes.
Me giré hacia Merche. También ella miraba la pantalla con cara seria, apoyada en los codos. Tenía la mejilla hinchada y se mordía el labio inferior con fuerza.
Se giró hacia mí y me sonrió.

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Me deslicé hasta el borde de la cama. Quise levantarme pero un mareo me lo impidió. Caí sentado, sujetándome las sienes.
—¿A dónde vas, Jeremías?
—A mi casa. Ni un minuto más voy a quedarme aquí con una loca como tú.
—No seas idiota, tienes el labio abierto y estás sangrando.
Me toqué el labio y era cierto. Lo había olvidado. Luego descubrí el dorso de la mano cubierto de sangre reseca.
Merche no estaba mucho mejor. Creí que solo la había alcanzado en la mejilla. Pero tenía el labio superior cubierto de sangre. Le manaba de la nariz. Le había roto la nariz a Merche.
Miré las sábanas revueltas de la cama. En una esquina asomaba el colchón. Gotas de sangre y manchas rojas aparecían entre las arrugas.
Bufé asqueado. Quién cojones me mandaría venir a casa de Merche. Con lo a gusto que estaría en la mía, emborrachándome y viendo una peli guarra. O mejor, una peli de terror, de las de cagarse de miedo.
Pero, en cierto modo, esto había sido una peli guarra. Y también una de terror. Todo junto. Los dos atizándonos como posesos, ella medio desnuda, partiéndonos la cara a guantazo limpio.
Qué par de imbéciles somos.
—Anda ven, que tu curo lo del labio.
—¿Y tu nariz? ¿Te la he roto?
Pareció confusa. Se tocó el labio y vio la sangre manchar la punta de sus dedos.
—No has sido tú. A veces me ocurre. Al correrme sangro por la nariz.
Entorné los ojos y sonreí. Me dolió al estirar los labios.
—No seas fantasma, Merche. Nadie se corre mientras le ahostian. Di que te he sacudido y listo.
Chasqueó la lengua y meneó la cabeza. Se arrastró hasta el borde de la cama y me agarró de la cabeza.
Pensé que me iba a sacudir. La aparté de un manotazo.
—¡Quieto, coño, que sólo quiero verte el labio!
Se apartó el cabello desbaratado de la cara y sorbió por la nariz. Me miró a los ojos y no me pareció ver en ellos ganas de gresca. Solo afán protector.
Lo cual me alivió bastante, la verdad. No me creía capaz de iniciar otra gresca. Esta vez sí ganaría ella, la cabeza aún me daba vueltas sin parar.
Me sujetó por las sienes y miró atenta el corte del labio.
—Vaya, feo asunto.
—¿En serio? —pregunté alarmado, pensando en cómo aparecería mañana en el trabajo.
—Pues no, tonto. Te he abierto el labio, sí. Pero no tanto como para que te me mueras aquí mismo. No seas llorica.
—Que te rompan la cara a ti, a ver si te hace tanta gracia. Sangro mucho.
—No seas crío. Sangro yo más con la regla cada mes que tú ahora mismo. No me hables de sangre que yo la tengo ya muy vista.
—¿Pero me quedará cicatriz?
Silbó apurada.
—Enorme, gigantesca —sonrió al verme abrir los ojos—. Espera aquí, que traigo gasas y alcohol.
—¿No tienes agua oxigenada?
Se levantó y se ciñó la bata. Luego me miró y resopló hastiada.
—Jeremías, por favor, sé un hombre, coño, al menos hoy, hazme el favor.
Volvió cuando la cabeza se me asentó. Se sentó a mi lado, pierna contra pierna. Se había limpiado la cara, quitándose el maquillaje. La Merche que se sentó junto a mí sí que se parecía a la que yo recordaba.
Dobló una gasa, la empapó de alcohol y me sujetó la mandíbula. Me fue aplicando con ligeros toques el alcohol a la herida.
—Dices que sea un hombre ahora, Merche. ¿No lo era antes?
—No hables, coño, que se te abre otra vez.
Se había sujetado el pelo con una goma pero los mechones volvían a caérsele por la frente. Estaba preciosa. Lástima de su mejilla.
Me dejé hacer. Escocía una barbaridad, pero Merche intentaba que no me doliese mucho. Seguía dando toquecitos, sin frotarme la gasa por el labio.
—Nunca fuiste un hombre, Jeremías. Nunca tuviste huevos para nada.
Quise replicar pero chasqueó la lengua varias veces seguidas, exigiendo silencio.
—No digas nada porque sabes que es verdad. También yo tuve parte de culpa, no lo niego. Una buena hostia a tiempo y tan feliz.
—O una discusión. No tiene por qué llegar la sangre al río.
—¡Qué no hables, coño! ¿Cómo quieres que te lo diga?
Obedecí sin rechistar.
—No niegues que nunca se te pasó por la cabeza plantarme frente. Pero no lo hiciste. “Jer, haz esto; Jer, haz aquello”. Y tú tragando mierda como un pelele.
—Nunca cediste en nada. Incluso nos fuimos a vivir a este barrio porque tú quisiste.
—¿Acaso tú me dijiste alguna vez que no?
No respondí.
Pues no. Nunca lo hice. Solo quería que fueses feliz, Merche. ¿Tan difícil es de imaginar para ti? Pero ocurrió que el infeliz fui yo. Y luego descubrí que tú tampoco eras feliz. Vaya marrón de mierda.
Merche se quedó con la gasa entre los dedos, doblándola sobre sí, descansando las manos en su regazo. Encogió los hombros y agachó la cabeza. Los mechones de su frente colgaban como zarcillos de una vid.
Le cogí la gasa de los dedos y la empapé de nuevo en alcohol.
Le levanté la cabeza tomándola por el mentón.
Estaba llorando.
—Te echo de menos —musitó sorbiendo por la nariz.
—Pues yo a ti no, Merche. Y menos ahora, que me la has liado parda cuando vuelva mañana al curro. Estate quieta.
Arrugó la frente y cerró los ojos.
Le limpié el labio superior de sangre reseca. Se mordió los labios y gimió.
—¿Te hago daño? —murmuré.
Negó con la cabeza. Las lágrimas se deslizaban por sus mejillas. Tanto por la que tenía hinchada como por la otra.
—Zorra mala —musité.
Y la besé.

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Se levantó de un salto y me empujó para apartarme de ella.
—No me toques, Jeremías. No te atrevas a tocarme, ni por lo más sagrado.
Parpadeé confuso. No entendía nada.
Merche estaba llorando. Creí que necesitaba consuelo. Algo de cariño. Todos necesitamos algo de cariño en algún momento. Pensé que Merche me lo agradecería.
—No te entiendo, de verdad.
—Ni hace falta. Ya tienes el labio cerrado, ya te puedes marchar.
Me señaló la puerta del dormitorio con la mirada.
La miré a los ojos. Ella seguía mirando a la puerta. Continuaba llorando.
—Creo que no me voy a ir. Me quedo aquí.
—No, no te quedas. Te marchas. Ahora.
La tomé de la cintura. No se lo esperaba.
—¡Suéltame, joder!
La abracé más fuerte. Me cogió del pelo y me clavó las uñas.
—¡Fuera de aquí! ¡Déjame en paz!
—No, Merche, no —dije con la cara pegada a su vientre. Sus uñas se me clavaban en la cabeza como garras—. No te voy a dejar en paz. No estás bien.
Me tiró del pelo y me obligó a mirarla a la cara. Vi sus ojos entornados entre los montículos de sus pechos.
—En serio, Jeremías. Quiero estar sola. Vete a tu casa. Vete o te hago daño. Daño de verdad.
La empujé hacia la cama. Chilló sorprendida. Me tumbé sobre ella. Continuaba clavándome sus uñas en el pelo. Escondí la cara entre su cabello, al lado de su cuello. El calor de su piel se me antojó sofocante. Olía a champú y sudor, a sexo y a lubricante íntimo.
—Escúchame bien, Jeremías —me susurró en la oreja—. Solo te lo voy a decir una vez más. Si no, empezarán las hostias. Me sueltas, te largas de aquí y todos tan contentos. Es sencillo de entender. Hasta tú debes entender eso. Por favor.
—Y un huevo.
Atrapé con los labios el lóbulo de su oreja y succioné. Lo tenía al rojo vivo. La sentí retorcerse debajo de mí. Intentó desembarazarse de mi peso pero no pudo. Lamí su oreja hasta bañarla en saliva.
Por fin, apartó sus uñas de mi pelo. Pensé que se rendía. Nada más lejos. Me sujetó del cuello. Me apartó de ella. Me enseñó sus dientes, apretados y brillantes.
—Hijo de la gran puta. Vuelve a hacerme eso y te juro que…
Le comí la boca, cortando su amenaza.
Cuando le metí la lengua, pensé que me la mordería. Pero lanzó la suya hacia mi boca. Sus dedos atenazaron mi cuello.
Lamí sus labios. Rastros de alcohol etílico me inundaron. Le sujeté la cabeza y le chupé el mentón, sorbiendo su labio inferior. Merche gimió angustiada.
Sus manos comenzaron a desabotonarme la camisa.
—No —dije con decisión. Le cogí de las muñecas y le llevé los brazos por encima de la cabeza—. Mando yo.
—Que te lo has creído, majo. Estás tonto si piensas que…
¡Zas!
La di un tortazo.
Me miró boquiabierta. No se lo esperaba. La tapé la boca con la mano y hundí los dedos en sus carrillos. Sentía su aliento ardiendo en la palma de mi mano. Le brillaban los ojos como rubíes. En su mirada percibí un rastro de temor.
—Mando yo —repetí— ¿Queda claro?
Asintió con la cabeza.
Sin soltarle la cara, bajé la otra mano hasta el nudo del cordón de la bata. Lo desaté y, echándome a su lado, pasé mi mano por su vientre hasta su sexo.
Encharcado y caliente como un horno.
—Saca la lengua —susurré apartando los dedos de sus carrillos para sujetarla por la mandíbula.
Sacó tímidamente la punta. Se asomó entre sus dientes temerosa.
Succioné su lengua mientras hundía varios dedos en su coño.
Merche gruñó dolorida. Encorvó la pelvis y flexionó las piernas.
—Quieta, quieta —siseé con su lengua entre mis dientes.
Su interior ardía. Las paredes de la vagina de una mujer siempre me han parecido fascinantes. Rugosas y húmedas, como una cueva rezumante de agua filtrada.
Inserté el principio de un dedo en la entrada de su ano.
Gimió desconsolada. Aún tenía su lengua entre mis dientes. Me miraba entre el terror más absoluto y la sorpresa más intensa.
Si su coño era un horno, su recto era un volcán. Aún más rugoso, pero mucho menos húmedo.
Sin embargo, continué penetrando su culo.
Merche gruñía dolorida. Intentó retraer la lengua y yo la mordía con más fuerza. Hasta que sentí el sabor de la sangre.
La solté y no tardó un segundo en chillar:
—¡Me haces daño, joder!
Intercambié los dedos de orificio. Esta vez la doble inserción se realizó con fluidez. Lo que no impidió que Merche gritara dolorida. No era para menos: acaba de penetrarla el culo con dos dedos.
Le sujeté firmemente la mandíbula. Respiraba con rapidez por la nariz, hiperventilándose.
—No sé de qué te quejas. Te encontré con una pelota en el culo.
—Necesité varias horas, cabrón. Y cuando me la sacaste, creí que me habías roto el culo.
Comencé una rapidísima sucesión de penetraciones en sus cavidades.
Mantenía su mandíbula sujeta. Nos mirábamos fijamente.
Merche exhaló un suspiro que fue subiendo de intensidad. Gritó y chilló. Aceleré las embestidas. Apretó los dientes y me miró con ojos ciegos de rabia. Chillaba cuando no podía aguantar el dolor y luego cerraba de nuevo los dientes. Aulló hasta convertir sus gritos en rugidos.
Saqué los dedos y se los metí en la boca.
Me miró patidifusa. Respiraba como una posesa.
—Chupa, Merche. Chupa hasta gastar tu última gota de saliva.
Apretó los labios y succionó. Quiso mover los brazos y la di otro tortazo.
¡Plas!
Comprendió a la primera.
Su lengua rebañó hasta los últimos recovecos. Se atragantó, la saliva manaba de sus comisuras, las babas le recorrían las mejillas.
Saqué los dedos de su boca y recorrí con ellos su frente, su sien, sus párpados, su cuello, su clavícula. Hasta llegar a un pecho. Dejé un reguero brillante, un rastro de babas viscosas y calientes por su piel.
Merche me miraba con ojos brillantes, teñidos de emoción.
Amasé una teta. Notaba sus costillas bajo la carne blanda. El pezón me arañaba la palma de la mano. Contraje los dedos, tomando su carne entre ellos. Merche contuvo la respiración. Los latidos de su corazón enloquecían. Sus cejas se contrajeron al aumentar el dolor. Apreté la carne de su seno, comprimiéndola, estrujándola. Un gemido ronco manó de su garganta.
—Sácamela —susurré a su oreja.
No perdió un segundo. Sin dejar de mirarnos, sus brazos descendieron, sus manos tantearon sobre mi cinturón. Sus dedos se movían nerviosos, culebreaban sobre la bragueta. Merche temblaba como un pajarito mojado. Asía su mandíbula con firmeza, amarraba su teta con decisión.
Extrajo mi miembro erecto. Sus dedos empuñaron la verga, depositaron los testículos fuera de la abertura del pantalón.
—No la sueltes, Merche.
Me coloqué sobre ella, sin dejar de mirarnos, afianzando la carne blanda entre mis dedos. Aparté sus piernas para acomodarme entre ellas.
—Métetela.
Sus párpados se entornaron al introducirse la punta. Su entrada rugía y vomitaba lava candente.
Chasqueé dos veces la lengua.
—No, no. Por ahí no. Arréglatelas como puedas pero te la vas a meter en el otro agujero.
Merche soltó un gemido. Quiso mover la cabeza para negar. No la dejé. Quiso decir que no. Negué yo.
Se llevó las manos a la boca. Extrajo saliva en abundancia. Luego las juntó y las ahuecó bajo mi boca. Deposité una carga espesa.
Con cuidado, sin dejar caer la preciosa carga, descendió hasta mi verga y la embadurnó. Nuestras salivas estaban tibias. Sus dedos repartieron la pringosa humedad, frotó con decisión.
Flexionó aún más sus piernas, las abrió y levantó su grupa de la cama.
Y dirigió el extremo del pene hacia su entrada oscura.
Los dedos se le resbalaban, el glande patinaba sobre la entrada.
Empujé.
Merche gruñó al sentirse penetrada.
Mi verga se fue abriendo paso. Era un lento avance y sólo las arrugas de su frente y las lágrimas de sus ojos me marcaban el ritmo. El anillo iba perdiendo su tensión pero seguí ahogando mi verga. Notaba su esfínter engullírmela, tomar aire, volviendo a cerrarse. Merche gemía y gruñía.
Hasta que noté mis testículos presionar sus nalgas. Toda dentro. Merche respiraba furiosamente y el sudor hacía brillar su cara.
Y comencé a embestirla. Sus gemidos eran el eco de mis empellones. Cerraba los ojos con fuerza cuando el dolor era inaguantable. Su corazón retumbaba en mi mano, bajo su pecho estrujado. Los dedos me patinaban sobre su cara sudada.
No fui capaz de mantener la presión por mucho tiempo. Era imposible mantener la cordura teniéndola a mi completa disposición, ofreciéndoseme sin reparos. Jamás Merche me pareció una hembra más desvalida, más inocente, más aterrada.
Salí de ella cuando terminé. Me miraba con ojos enrojecidos. Volvía a sangrar por la nariz y el sudor la bañaba por completo la cara, empapando su cabello.
Cuando la solté, me noté los dedos agarrotados. En su cara persistían las huellas de mis uñas clavadas, en su pecho enrojecían las marcas de mi agarre.
Se levantó con cuidado. Caminó haciendo eses hacia la puerta del dormitorio. Con una mano se agarraba entre las nalgas. La otra se la llevó a su pecho amoratado.
Escuché el grifo del cuarto de baño y la tapa del inodoro golpear contra la cisterna. Luego cerró la puerta, echó el cerrojo y dejé de oírla.

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Apareció tras lo que me pareció un instante.
—¿Quieres algo de cenar, Jeremías?
Arrugué la frente sin comprender.
—Te has echado una siesta bien larga, dormilón.
Miré el reloj y confirmé que era muy tarde. Al girarme hacia la ventana, ya no veía los puntos de luz del atardecer entre las rendijas de la persiana.
Tenía que madrugar. Mierda de trabajo. Mierda de equipo. Mierda de proyecto.
—No, no. Me marcho a casa.
Me eché las manos a la bragueta al recordar lo sucedido y me la encontré cerrada. Merche soltó una risa baja, cruzándose de brazos. Vestía un pantalón de chándal holgado y una sudadera.
Pensé en preguntarla si la había hecho demasiado daño. Pero descubrí que no me importaba y que, de todas formas, parecía estar bien.
Ahogué un bostezo y caminé hasta la puerta de la entrada, seguido de ella.
Antes de abrirme la puerta se acercó a mí y me depositó un beso en el cuello.
—¿Vendrás mañana?
Me escondí las manos en los bolsillos del pantalón y encogí los hombros.
—¿A qué? ¿A partirnos la cara como hoy?
—Se gana una buena pasta…
Me mordí los labios y la miré a los ojos. Hablaba en serio.
—Sigues como una chota. Adiós.
Abrí la puerta, salí y la cerré tras de mí. Escuché el sonido de cadenas y del cerrojo tras varios segundos.
La luz del pasillo no se encendió al pulsar el interruptor. Claro, como no. Tampoco se encendía hace tres meses. ¿Tanto cuesta cambiar una simple bombilla?
A oscuras, caminé hacia el final, en dirección al ascensor.
La oscuridad. Negra. Insondable.
Me detuve no sé dónde, apoyé una mano en la pared y me detuve a pensar.
Joder. Pero qué hija de puta.
Me santigüé (manías que tiene uno), volví y llamé al timbre.
Ding, Dong.
Escuché de nuevo las cadenas, el cerrojo y luego Merche me abrió la puerta.
¡Plas!
Le asesté una torta sin mediar palabra.
¡Zas!
Me la devolvió con más ímpetu. Casi pierdo el equilibrio.
—Cuando quieras —dije frotándome la mejilla. Me sonrió mientras ella también se llevaba la mano a su cara.
Sonreímos.
—Tengo hambre —dije.
 

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