(En este relato hay violencia, a menudo gratuita. Por favor, no olviden nunca que esto es ficción.
La realidad es otro asunto bien distinto, por desgracia)
Tenía un humor de
perros y sabía perfectamente qué hacer para remediarlo. Aparqué delante del
piso de Merche.
Merche era mi ex-novia.
El proyecto para el
nuevo cliente había fracasado. Y como era el coordinador encargado del
proyecto, sobre mí recayó toda la responsabilidad. Y una mierda, joder. Si
tenía un equipo de cretinos inútiles que no sabían diseñar una campaña
publicitaria en condiciones no era culpa mía. Sobre todo el Sebastián de los
huevos; el muy cabrón había sonreído cuando la supervisora me alzó la voz.
Delante de todos, ni esperó a hacerlo en privado. Quería dejarme en ridículo,
sí, no había duda. Otra inútil más en la empresa; para lo único que servía era
para agitar sus tetas delante del jefe. Zorra mala.
La puerta del portal
estaba cerrada. Pero conocía demasiado bien esa puerta. No en vano, había
vivido tres años y pico ahí. Miré a mi espalda, afiancé mi hombro sobre el extremo
de la puerta. Nadie se fijaba en mí pero lo mismo daba que me viesen forzar la
puerta.
Crack.
El pestillo gimió dolorido.
Me pareció oír también un cristal agrietado. Qué se jodan, todos los vecinos, a
ver si cambiaban la puerta de una puta vez, que un día les va a entrar
cualquier indeseable.
Llamé al ascensor.
—Perico, majo, ¿cómo tú
por aquí?
Era la vieja del bajo.
Siempre espiando por el ojete de la mirilla. Estaba claro que tres meses fuera y
no había cambiado nada por aquí.
—Hola.
—¿Lo habéis arreglado
tú y la Merche, Perico?
—No me llamo Perico,
señora.
—Pues tienes cara de
Perico. Deberías llamarte Perico.
Odiaba a la vieja. La
odié durante tres años y pico. Me di cuenta que la seguía odiando igual que
siempre.
—Señora, ¿me hace un
favor?
—Dime, Perico.
—Déjeme en paz. Métase
en su casa. Viva su vida.
—Pero Perico, ¿cómo
puedes decirme…?
El ascensor llegó. No la
di tiempo a replicar. Entré zumbando y pulsé el botón del piso de Merche.
Joder qué a gusto me
quedé. Ojalá se lo hubiese dicho antes. Quizá así, Merche y yo no hubiésemos
roto.
No, claro que no.
Merche y yo habríamos roto de todas formas. El problema no fue la vieja. El
problema fue que Merche me tocó los cojones durante mucho tiempo.
Me apoyé en un rincón
del ascensor mientras ascendía hasta el séptimo.
Merche nunca quiso
acercarse a mis gustos, a mis deseos, a mis sueños. ¿Por qué? Todavía no lo sé.
Por supuesto que éramos diferentes, todas las parejas lo son, ¿no? Pero en algo
habrá que ceder, digo yo. Yo cedo en esto y tú en aquello. Es lo justo, ¿no?
Pues para Merche no. Me
cansé de ceder siempre yo. Unas semanas de gritos, discusiones y una mañana mi
maleta estaba preparada junto a la puerta. Llena a rebosar. Aún no le había
dicho que me iba.
—¿Te marchas?
—Me marcho. Acabaríamos
mal, ya lo sabes.
—Y huir es mejor
opción, ¿verdad?
—No huyo. Me retiro.
Has ganado.
—Sí huyes. Huyes como
un cobarde.
No respondí. Apreté los
dientes, abrí la puerta y me marché. A tomar por culo, Mercedes, Merche,
Merceditas o cómo cojones quieras que te llamen. Yo te llamaré zorra.
El ascensor se detuvo
al llegar al piso de la zorra.
No tuve duda. Necesita
desfogarme. Necesitaba decirla todo lo que me había aguantado. Lo sentía por
ella, pero un mal día es un mal día. A joderse tocan, Merche.
Caminé hasta su puerta
y, tras santiguarme (manías que tiene uno), llamé al timbre.
Ding, Dong.
Pasaron diez segundos
sin oír respuesta. Ni pasos tras la puerta ni ruidos.
Volví a llamar.
Ding, Dong.
El corazón, antes
rugiente esperando el combate, se iba apaciguando. Seguía sin oír nada. Quizá
hubiese salido.
Esperé casi un minuto
hasta que volví a llamar. Pulsé varias veces el timbre, tres o cuatro veces
seguidas.
Ding, Dong, Ding, Dong,
Ding, Dong.
Estaba seguro que no
había nadie en casa. El timbre sería el botón sobre el que descargar mi
frustración. Cinco, seis, siete veces. Hasta que, a la octava, mantuve el dedo
sobre el timbre.
Ding, Ding, Ding, Ding,
Ding, Ding.
Apreté con furia. Hija
de la gran puta, no te iba a pillar, no, pero te iba a quemar el timbre.
—¡Que ya va, hostia
puta, deja de tocar el puto timbre! —la oía gritar de repente, entre el
ensordecedor Ding, Ding.
Escuché como se asomaba
por la mirilla.
—Joder, el que faltaba
—murmuró.
Oí unas llaves girar la
cerradura, varias cadenas desengancharse. La puerta se entreabrió.
Merche me recibió en
bata, con el cabello alborotado, ojos brillantes y un sofoco mayúsculo en la
cara.
—¿Qué coño quieres?
—Tocarte los huevos
—espeté.
Me abrí paso adentro,
empujándola a un lado. Cerré la puerta tras de mí.
¡Blam!
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Me apoyé en la puerta y
me aflojé la corbata. La di un repaso con la mirada de arriba a abajo.
Vestía la bata que la
regalé por su cumpleaños. Me costó un riñón pero valió la pena. Estaba
encoñado, qué cosas. Era de seda color hueso, estampada con signos japoneses en
negro mate. Mangas amplias y falda corta hasta la mitad del muslo. Cuando se la
probó ese día la sentaba divinamente.
Y ahora mejor que
nunca.
Se había ceñido el
cinturón pero el escote descendía hasta su vientre, magnificando su desnudez.
Merche se había recogido el cabello en un moño del cual no quedaba casi nada.
Decenas de mechones ondulados caían por su rostro y hombros acentuando una
fragilidad que intentaba desmentir con un rostro enfurruñado.
—¿Se puede saber qué
quieres? Estoy ocupada.
—¿Ocupada con qué?
—A ti te lo voy a
contar. ¿Qué buscas?
—Bronca, Merche. Busco
una buena bronca. Preferiblemente acompañada de una birra.
Bufó mientras se echaba
las manos a la cabeza. No creo que se diese cuenta de lo descuidado de su
gesto. Sus pechos desnudos aparecieron tras el escote de la bata durante un
segundo. Pezones oscuros de refilón.
¿Se puede saber qué coño
hacía así, desnuda y con una bata de ochocientos euros en casa?
—Hijo de la gran puta.
Ahora me vienes con esas.
—¿Estás con alguien?
Detuvo las manos sobre
su cabeza y hundió los dedos entre el cabello. Varios mechones se soltaron como
lianas colgantes de una selva. Me miró suspicaz.
—Y si es así, ¿qué?
Tengo prisa, ¿qué quieres?
Sonreí. En pleno polvo.
Joder, que puta suerte había tenido. Os iba a joder la corrida, zorra mala, a
los dos.
—Anda, Merche,
preséntamelo, ¿quién es?
Bajó los brazos
despacio. Se dio cuenta que lo que me mostraba y se ciñó la bata hasta el
cuello.
—Vete a la mierda. Sal
de mi casa.
—No, en serio. Dime
quién es el afortunado.
En verdad tenía que ser
afortunado el tío. Estaba seguro de que Merche tampoco llevaba ropa interior abajo.
¿Y qué perdía asomándome entre sus piernas para confirmarlo? ¿Una hostia? La
necesitaba. Joder, cómo necesitaba una buena hostia.
—A ver qué tenemos
aquí.
No se lo esperaba. Me
incliné rápidamente. Separé las solapas de su bata y su coño se me mostró glorioso.
Me quedé helado.
No estaba preparado
para lo que vi. No señor, no estaba preparado.
Merche pegó un chillido
y me empujó sobre la puerta. Se tapó con la bata y apretó con sus manos entre
las piernas.
La miré asombrado.
Merche apretó los labios. En su mirada esperaba encontrar un odio supremo. En
su lugar, encontré el rubor más encantador, la vergüenza más escandalosa, el
temor más intenso.
Pensé reírme pero no
pude. Estaba aturdido.
Merche tenía insertado
un pene de látex en su vagina. Una cadena colgaba de la base. Pero el extremo
no pendía en el aire, se perdía detrás del pene, allí donde sus nalgas
confluían.
—¿Pero qué coño tienes
metido, Merche? —murmuré— ¿Y por dónde?
—¡Fuera! —chilló
alzando la mano.
Me protegí la cara.
Pero su mano iba dirigida al pomo de la puerta.
Quiso abrirla pero yo
no me moví. Apoyé mi espalda contra la puerta. Sus esfuerzos fueron en vano.
—¡Qué salgas, hostia
putísima!
Negué con la cabeza.
Una sonrisa afloró a mis labios. De oreja a oreja. Fruncí el ceño y la agarré del
pelo.
Quiso gritar pero de su
boca abierta solo surgió un gimoteo. Me miró con ojos enormes.
Me fijé por primera vez
en que iba maquillada. Rímel, sombra oscura de ojos, pómulos sonrosados, labios
rosáceos.
Esto era tan raro como
estimulante. Quería saber más.
—Y una polla como una
olla, Merche. De aquí no me largo hasta que te de lo tuyo.
Tiré de su pelo y llevé
su cabeza atrás. Entonces sí chilló, bien alto. Me agarró la mano con las
suyas.
Aproveché para colarme
bajo su bata, entre sus piernas.
Tenía los muslos
encharcados. Agarré la cadena.
En aquel preciso
momento, con los eslabones entre mis dedos, Merche rugió desesperada y lanzó
sus uñas sobre mi cara.
Tiré de la cadena.
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Quedó en el suelo
acuclillada, temblando como una hoja bajo un vendaval. Una de sus manos
resbalaba por mi camisa y la corbata. La otra la tenía entre sus piernas.
Boqueaba como un pez fuera del agua, incapaz de respirar.
—La madre que te parió,
Merceditas…
Entre mis dedos
sostenía la cadena. El pene de látex era largo y fino, curvado en el extremo,
de un color rosa alegre y se bamboleaba en el aire como un péndulo. En el otro
extremo, colgando de la cadena, una bola de color azul, grande como una pelota
de golf, brillaba como si acabase de ser abrillantada con saliva.
—¿Tan necesitada estás,
Merche?
Se recuperó pronto. Usó
mi corbata como asidero para levantarse. Habló con lentitud, mascando las
palabras.
—Largo-de-aquí.
Negué con la cabeza.
Tenía que haberla dolido de verdad. Sobre todo la pelota saliendo de un tirón
de su culo.
—Ni loco, bonita. Nos
vamos a divertir tú y yo. Seguro.
No me esperaba su
reacción. Rugió fuera de sí y, apoyándose en mis hombros, me clavó un rodillazo
entre las piernas.
Silbé como una ocarina
desafinada.
Me agarró del pelo y,
tirando de él, me lanzó al suelo, junto a sus pies.
—¡Cabronazo! —chilló ciega
de rabia.
Me retorcí entre
lamentos, agarrándome la zona golpeada. Entreabrí un ojo y la vi acuclillarse hacia
mi cara. Entre sus piernas, ahora que tirado en el suelo podía atisbar bajo la
bata, un hilillo de baba fluía de sus dos orificios. Me pareció la visión más
repugnante en mucho tiempo. Supongo que tener los testículos reventados me
hacía ver un coño húmedo de forma diferente.
—¿Quieres diversión,
mamón, quieres diversión? Pues toma diversión.
Un salivazo escapó de
sus labios y aterrizó sobre mi ojo entornado. Su viscosidad me cegó.
—Y ahora, ¡fuera de mi
casa!
Abrió la puerta y, a
patadas, me obligó a salir de su casa a cuatro patas. En cuanto crucé el
umbral, la puerta se cerró, empujándome sobre el felpudo.
¡Blam!
Los huevos me ardían.
Quise levantarme pero las rodillas me temblaban, imposibles de sostenerme.
—Zorra, zorra
—mascullé. La saliva de su escupitajo me cayó por la mejilla. Antes era viscosa
y caliente. Ahora era solo viscosa, y fría como el hielo. Usé el hombro para
limpiarme como pude la cara.
El salvaje dolor fue
remitiendo. Respiré por la nariz despacio, ahuecando el dolor entre mis
pulmones, comprimiéndolo entre mis piernas. Mi vientre entero se revolvió.
Contuve el vómito.
Apoyándome en la pared,
me levanté.
—Qué buena hostia, sí
señor —murmuré, mitad agradecido, mitad enfurecido.
No me había equivocado.
Buscaba bronca y la había encontrado. Cierto es que la había tocado mucho los
cojones.
Me di cuenta que entre
los dedos seguía teniendo el consolador y la pelota unidas por la cadena. Ahora
ambos estaban secos, solo una película mate manchaba sus superficies. Alcé la
pelota en el aire, ayudado por el pene, e, inclinándome hacia atrás, la sostuve
sobre mi boca abierta. Olía bien. Curioso. Extendí la lengua y lamí la
superficie. Sabía a cereza y frutas del bosque.
—Esta sí que es buena,
joder. Ahora resulta que me cagas arándanos, Merche.
Iba a llevarme la
pelota entera a la boca cuando la puerta se volvió a abrir.
Me pilló en plena
lamida.
—¿Ya te has recuperado?
Bien. Veo que todavía conservas el apetito.
—Me gusta su sabor.
¿Qué te has untado en el culo, por cierto?
Cerró los ojos y
chasqueó la lengua de fastidio.
—Pasa adentro,
Jeremías. Tenemos que hablar.
—¿Hablar de qué?
—De negocios. Y suelta
eso de la boca, coño, que me ha costado ochenta pavos.
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Me llevó hasta el
dormitorio.
Era la única habitación
de la casa que echaba de menos. Allí pasamos buenos ratos.
La cama estaba desecha
y había llevado el ordenador allí, colocándolo sobre un mueble del Ikea. Los
cables se esparcían por el suelo.
—No voy a poder follar
en un rato, si eso es lo que quieres, maja. Tengo los huevos espachurrados.
—Calla, idiota, que nos
están oyendo.
Señaló hacia la cámara
web que había instalado sobre el borde superior del monitor. La pantalla estaba
apagada.
Alcé las cejas,
abrumado por la sorpresa. Creí que quería grabar un polvo.
—¿Te estás tocando por
internet?
Afirmó con la cabeza.
Luego, encendió la pantalla y los vi.
No podía ser posible.
Tenía que ser una broma, a la fuerza.
Serían como una docena.
Pequeñas ventanitas por donde se veían a chavales meneándosela. Algunos tenían
bebidas al lado, otros algo de comida. En habitaciones, cuartos de baño,
escondrijos, trasteros, alacenas. Todos ellos con algo de papel higiénico o
toallitas al alcance de la mano. Pollas erectas, pollas minúsculas, pollas dobladas,
pollas circuncidadas. Un rectángulo de texto parpadeaba en el extremo inferior,
vacío. Merche se inclinó sobre el teclado, compuso una sonrisa para ellos y
escribió con dedos ágiles.
“Sperdm un minut,
xikos. Ahora lo vams a psr mu bie tos juntits. No os vayais”.
Me senté en la cama
detrás de ella mientras tecleaba. El espectáculo de sus nalgas bamboleándose
era hipnótico.
Hizo clic sobre un
botón y todas las ventanitas con aquellos chavales zumbándosela se
oscurecieron.
—Joder, Merche, pero
qué guarra te me has vuelto.
Se volvió hacia mí y
acercó una silla para dejarla frente a mí, entre la cama y el ordenador. Se
sentó y cruzó las piernas con un recato que me hizo gracia dada la situación.
—Calla y escucha. Esto
va en serio.
Me crucé de brazos y me
obligué a despegar la mirada del escote de su bata para mirarla a los ojos.
—Esto que ves detrás de
mí es mi trabajo. Así pago el alquiler, así me pago las lentejas y así me pago
las facturas.
—Y también esto,
supongo —dije levantando el pene de látex.
Afirmó con la cabeza.
—Lo creas o no
—continuó—, me gano una pasta gansa haciendo estas chorradas delante de los
críos. Cada día nos tocamos y hacemos cochinadas delante de ellos. Nos votan si
les gusta nuestro número y la que consigue más votos, se lleva un premio.
—Un concurso para ver
quién es más puta, ya lo pillo. Has dicho “ellas”, ¿es que hay más como tú?
—Pues claro. Son 250
euros diarios de premio, a ver quién es la lista que no hace lo que sea con tal
de ganarlos.
—Pues enfermas como tú.
¿Y para qué me quieres? ¿Para follar delante de los chavales?
Se llevó la mano a la
cara y se frotó las mejillas con el pulgar y el índice. Negó con la cabeza.
—Para darnos de
hostias.
Abrí los ojos como
platos.
—¿No querías hostias,
Jeremías? —continuó—. Pues me vienes al pelo. Verás, hoy la cosa no me pintaba
bien. Las demás zorras me estaban ganando. No sé qué coño las ven esos críos. Yo
me estaba empleando a fondo, ya visto lo que me había embutido.
Miré de reojo la pelota
mecerse en el aire.
—Pero ni puto caso. Las
demás son más guarras, más cochinas, más salidas o yo qué sé. Lo que importa es
que no recibía un puñetero voto. Y llevo varios días así, tocándome para nada. Pero,
fíjate tú, que hoy vienes, y llamas a mi puerta. Montamos el cirio y te echo a
patadas. Y, cuando vuelvo, me doy cuenta que no había apagado el micrófono. Nos
habían escuchado. Y les ha gustado.
—Qué putos enfermos.
—Enfermos o no, me
votaron en masa. No sé qué se pensarían que hacíamos pero ahora voy de las
primeras.
—Y quieres ganar,
claro, zurrándonos.
—Mitad para mí, mitad
para ti. Es sencillo, ¿no?
Resoplé y me pasé las
manos por la cabeza, sin poder creer hasta dónde había caído Merche.
—Estás igual de enferma
que ellos. No, igual no, eres peor. ¿Pero en qué clase de mala zorra te has
convertido, hija mía?
—En la peor, de la peor
calaña, no lo sabes tú bien. De las que sobreviven. ¿Hay trato?
—Ni por lo más remoto.
Tú estás loca, yo sólo vine buscando bronca, nada más. O un polvo, si acaso.
Pero visto el tema…
Merche se mordió el
labio inferior y, tras unos segundos, asintió.
—Vale, vale, de
acuerdo, vete. Pero ya te han visto antes. Despídete de ellos por lo menos
—dijo levantándose y haciendo clic de nuevo.
El monitor volvió a
encenderse.
Ya no había docenas de
ventanitas. Se habían multiplicado, apiladas unas tras otras. Chavales de todas
las edades, pero también hombres más mayores, incluso me pareció ver una mujer
con gafas.
—Iros todos a la mierda
—les solté, enseñando mi dedo medio extendido.
“Mpieza l show”,
escribió con una mano Merche.
No lo entendí
suficientemente rápido.
Merche se volvió hacia
mí, echó la silla a un lado y me sonrió ladeando la cabeza.
Ni vi venir el tortazo que
me sacudió en todo el ojo.
¡Plas!
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—¡Zorra estúpida! —lloré
llevándome una mano a la cara.
Se abalanzó sobre mí. Botamos
sobre la cama. Mi mano libre la agarró del pelo pero no bastó para detener la
lluvia de tortazos que cayeron sobre mí.
Me protegí la cara
mientras gritaba. Merche atizaba fuerte, sin contenerse. Me hacía daño. La noté
tumbarse sobre mí, sentándose sobre mi vientre.
Gruñía como una loca,
descargando golpes uno tras otro, sin importar dónde cayeran.
¡Plas! ¡Zas! ¡Plas!
Mi cara, mis manos, mi
cuello, mi pecho, mis hombros, mis brazos, mi vientre. Me estaba cayendo una
lluvia de golpes indiscriminados.
¿No quería hostias?
Pues aquí las tenía. Todas las que quería y más, de regalo.
Pero una cosa era
recibirlas y marchar a casa con la cara magullada y una sonrisa en los labios.
Y otra que docenas de enfermos me viesen así.
Y qué cojones, yo
también quería dar alguna, que ya me había cansado de recibir. También quería sacudir.
Encogí las piernas y la
golpeé la espalda con las rodillas.
Chilló sorprendida.
Cayó sobre mí aplastándome la cara con sus tetas.
Aproveché para
revolverme y cambiar de posición. En un periquete, todavía sin reponerse, me
senté sobre su pubis para tenerla bajo mí. Así no podría jugármela como yo lo
hice.
Se cubrió la cara con
las manos, chillando bien alto. Tenía la bata abierta, sus pechos estirados,
sus pezones oscuros tiesos como escarpias.
—¡No chilles, joder!
Que ni te he tocado.
—Pégame, cabrón,
arréame bien fuerte.
Me giré hacia la
pantalla del ordenador. Las ventanas no hacían más que duplicarse. Cientos de
personas mirando absortas, tocándose todas a la vez, pendientes de cada
movimiento. El ordenador bufaba con todo el trabajo que tenía que realizar.
Me notaba el labio
inferior abierto. El sabor metálico de la sangre me llegaba a la lengua, mi
corazón rugía, las sienes me iban a explotar.
—Demuestra cuánto me
odias, ¡pégame!
La pantalla me tenía
sorbido el seso. Las ventanas no hacían más que aparecer como setas tras una
tormenta. Un número en la esquina superior ascendía, veloz. Era demencial.
Todos esos enfermos salidos estaban disfrutando de la pelea.
Me limpié el labio con
el dorso de la mano y, al instante, el número ascendió como un cohete.
—¡Estáis locos! —chillé
asqueado a la pantalla.
Por el rabillo del ojo la
vi moverse. Fue muy rápida. Dios, jodidamente rápida.
Me sacudió en la sien
con la pelota que pendía del pene de látex.
Pero era una pelota
blanda, de gomaespuma. La cadena sí que era de metal. Del duro.
Merche terminó por
cabrearme.
La aticé en la cara con
la mano abierta. Golpeé a Merche.
Chilló llevándose las
manos a la mejilla.
La golpeé de nuevo,
sobre las manos, sobre la cabeza, sobre la frente. A cada golpe que soltaba, me
iba poniendo más furioso. Merche aullaba y gritaba.
El cabello le cubrió la
cara. La oía llorar. Y aquello me enfurecía aún más. No sé por qué, pero era
superior a mí. No podía dejar de sacudirla.
Escuché un sonido de
trompeta provenir de la pantalla.
“Fin de la transmisión.
Límite alcanzado. Has ganado ¡250 euros!”. Las letras parpadearon en mitad de
la pantalla, bien grandes.
Todas las ventanitas
desaparecieron, todos esos enfermos hijos de puta se fueron. Solo quedó el
cuadro de texto inferior y las letras parpadeantes.
Me giré hacia Merche.
También ella miraba la pantalla con cara seria, apoyada en los codos. Tenía la
mejilla hinchada y se mordía el labio inferior con fuerza.
Se giró hacia mí y me
sonrió.
==^^^^^^==
==^^^^^^==
Me deslicé hasta el
borde de la cama. Quise levantarme pero un mareo me lo impidió. Caí sentado,
sujetándome las sienes.
—¿A dónde vas, Jeremías?
—A mi casa. Ni un
minuto más voy a quedarme aquí con una loca como tú.
—No seas idiota, tienes
el labio abierto y estás sangrando.
Me toqué el labio y era
cierto. Lo había olvidado. Luego descubrí el dorso de la mano cubierto de sangre
reseca.
Merche no estaba mucho
mejor. Creí que solo la había alcanzado en la mejilla. Pero tenía el labio
superior cubierto de sangre. Le manaba de la nariz. Le había roto la nariz a
Merche.
Miré las sábanas
revueltas de la cama. En una esquina asomaba el colchón. Gotas de sangre y
manchas rojas aparecían entre las arrugas.
Bufé asqueado. Quién
cojones me mandaría venir a casa de Merche. Con lo a gusto que estaría en la
mía, emborrachándome y viendo una peli guarra. O mejor, una peli de terror, de
las de cagarse de miedo.
Pero, en cierto modo,
esto había sido una peli guarra. Y también una de terror. Todo junto. Los dos
atizándonos como posesos, ella medio desnuda, partiéndonos la cara a guantazo
limpio.
Qué par de imbéciles
somos.
—Anda ven, que tu curo
lo del labio.
—¿Y tu nariz? ¿Te la he
roto?
Pareció confusa. Se
tocó el labio y vio la sangre manchar la punta de sus dedos.
—No has sido tú. A
veces me ocurre. Al correrme sangro por la nariz.
Entorné los ojos y
sonreí. Me dolió al estirar los labios.
—No seas fantasma,
Merche. Nadie se corre mientras le ahostian. Di que te he sacudido y listo.
Chasqueó la lengua y
meneó la cabeza. Se arrastró hasta el borde de la cama y me agarró de la
cabeza.
Pensé que me iba a
sacudir. La aparté de un manotazo.
—¡Quieto, coño, que
sólo quiero verte el labio!
Se apartó el cabello
desbaratado de la cara y sorbió por la nariz. Me miró a los ojos y no me
pareció ver en ellos ganas de gresca. Solo afán protector.
Lo cual me alivió
bastante, la verdad. No me creía capaz de iniciar otra gresca. Esta vez sí
ganaría ella, la cabeza aún me daba vueltas sin parar.
Me sujetó por las
sienes y miró atenta el corte del labio.
—Vaya, feo asunto.
—¿En serio? —pregunté
alarmado, pensando en cómo aparecería mañana en el trabajo.
—Pues no, tonto. Te he
abierto el labio, sí. Pero no tanto como para que te me mueras aquí mismo. No
seas llorica.
—Que te rompan la cara
a ti, a ver si te hace tanta gracia. Sangro mucho.
—No seas crío. Sangro
yo más con la regla cada mes que tú ahora mismo. No me hables de sangre que yo
la tengo ya muy vista.
—¿Pero me quedará
cicatriz?
Silbó apurada.
—Enorme, gigantesca
—sonrió al verme abrir los ojos—. Espera aquí, que traigo gasas y alcohol.
—¿No tienes agua
oxigenada?
Se levantó y se ciñó la
bata. Luego me miró y resopló hastiada.
—Jeremías, por favor,
sé un hombre, coño, al menos hoy, hazme el favor.
Volvió cuando la cabeza
se me asentó. Se sentó a mi lado, pierna contra pierna. Se había limpiado la
cara, quitándose el maquillaje. La Merche que se sentó junto a mí sí que se
parecía a la que yo recordaba.
Dobló una gasa, la
empapó de alcohol y me sujetó la mandíbula. Me fue aplicando con ligeros toques
el alcohol a la herida.
—Dices que sea un
hombre ahora, Merche. ¿No lo era antes?
—No hables, coño, que
se te abre otra vez.
Se había sujetado el
pelo con una goma pero los mechones volvían a caérsele por la frente. Estaba
preciosa. Lástima de su mejilla.
Me dejé hacer. Escocía
una barbaridad, pero Merche intentaba que no me doliese mucho. Seguía dando
toquecitos, sin frotarme la gasa por el labio.
—Nunca fuiste un
hombre, Jeremías. Nunca tuviste huevos para nada.
Quise replicar pero
chasqueó la lengua varias veces seguidas, exigiendo silencio.
—No digas nada porque
sabes que es verdad. También yo tuve parte de culpa, no lo niego. Una buena
hostia a tiempo y tan feliz.
—O una discusión. No
tiene por qué llegar la sangre al río.
—¡Qué no hables, coño!
¿Cómo quieres que te lo diga?
Obedecí sin rechistar.
—No niegues que nunca
se te pasó por la cabeza plantarme frente. Pero no lo hiciste. “Jer, haz esto; Jer,
haz aquello”. Y tú tragando mierda como un pelele.
—Nunca cediste en nada.
Incluso nos fuimos a vivir a este barrio porque tú quisiste.
—¿Acaso tú me dijiste
alguna vez que no?
No respondí.
Pues no. Nunca lo hice.
Solo quería que fueses feliz, Merche. ¿Tan difícil es de imaginar para ti? Pero
ocurrió que el infeliz fui yo. Y luego descubrí que tú tampoco eras feliz. Vaya
marrón de mierda.
Merche se quedó con la
gasa entre los dedos, doblándola sobre sí, descansando las manos en su regazo.
Encogió los hombros y agachó la cabeza. Los mechones de su frente colgaban como
zarcillos de una vid.
Le cogí la gasa de los
dedos y la empapé de nuevo en alcohol.
Le levanté la cabeza
tomándola por el mentón.
Estaba llorando.
—Te echo de menos —musitó
sorbiendo por la nariz.
—Pues yo a ti no,
Merche. Y menos ahora, que me la has liado parda cuando vuelva mañana al curro.
Estate quieta.
Arrugó la frente y
cerró los ojos.
Le limpié el labio
superior de sangre reseca. Se mordió los labios y gimió.
—¿Te hago daño?
—murmuré.
Negó con la cabeza. Las
lágrimas se deslizaban por sus mejillas. Tanto por la que tenía hinchada como
por la otra.
—Zorra mala —musité.
Y la besé.
==^^^^^^==
==^^^^^^==
Se levantó de un salto
y me empujó para apartarme de ella.
—No me toques, Jeremías.
No te atrevas a tocarme, ni por lo más sagrado.
Parpadeé confuso. No
entendía nada.
Merche estaba llorando.
Creí que necesitaba consuelo. Algo de cariño. Todos necesitamos algo de cariño
en algún momento. Pensé que Merche me lo agradecería.
—No te entiendo, de
verdad.
—Ni hace falta. Ya
tienes el labio cerrado, ya te puedes marchar.
Me señaló la puerta del
dormitorio con la mirada.
La miré a los ojos.
Ella seguía mirando a la puerta. Continuaba llorando.
—Creo que no me voy a
ir. Me quedo aquí.
—No, no te quedas. Te
marchas. Ahora.
La tomé de la cintura.
No se lo esperaba.
—¡Suéltame, joder!
La abracé más fuerte.
Me cogió del pelo y me clavó las uñas.
—¡Fuera de aquí!
¡Déjame en paz!
—No, Merche, no —dije
con la cara pegada a su vientre. Sus uñas se me clavaban en la cabeza como
garras—. No te voy a dejar en paz. No estás bien.
Me tiró del pelo y me
obligó a mirarla a la cara. Vi sus ojos entornados entre los montículos de sus
pechos.
—En serio, Jeremías.
Quiero estar sola. Vete a tu casa. Vete o te hago daño. Daño de verdad.
La empujé hacia la
cama. Chilló sorprendida. Me tumbé sobre ella. Continuaba clavándome sus uñas
en el pelo. Escondí la cara entre su cabello, al lado de su cuello. El calor de
su piel se me antojó sofocante. Olía a champú y sudor, a sexo y a lubricante
íntimo.
—Escúchame bien,
Jeremías —me susurró en la oreja—. Solo te lo voy a decir una vez más. Si no,
empezarán las hostias. Me sueltas, te largas de aquí y todos tan contentos. Es
sencillo de entender. Hasta tú debes entender eso. Por favor.
—Y un huevo.
Atrapé con los labios
el lóbulo de su oreja y succioné. Lo tenía al rojo vivo. La sentí retorcerse debajo
de mí. Intentó desembarazarse de mi peso pero no pudo. Lamí su oreja hasta
bañarla en saliva.
Por fin, apartó sus
uñas de mi pelo. Pensé que se rendía. Nada más lejos. Me sujetó del cuello. Me
apartó de ella. Me enseñó sus dientes, apretados y brillantes.
—Hijo de la gran puta. Vuelve
a hacerme eso y te juro que…
Le comí la boca,
cortando su amenaza.
Cuando le metí la
lengua, pensé que me la mordería. Pero lanzó la suya hacia mi boca. Sus dedos
atenazaron mi cuello.
Lamí sus labios.
Rastros de alcohol etílico me inundaron. Le sujeté la cabeza y le chupé el
mentón, sorbiendo su labio inferior. Merche gimió angustiada.
Sus manos comenzaron a
desabotonarme la camisa.
—No —dije con decisión.
Le cogí de las muñecas y le llevé los brazos por encima de la cabeza—. Mando
yo.
—Que te lo has creído,
majo. Estás tonto si piensas que…
¡Zas!
La di un tortazo.
Me miró boquiabierta.
No se lo esperaba. La tapé la boca con la mano y hundí los dedos en sus carrillos.
Sentía su aliento ardiendo en la palma de mi mano. Le brillaban los ojos como
rubíes. En su mirada percibí un rastro de temor.
—Mando yo —repetí— ¿Queda
claro?
Asintió con la cabeza.
Sin soltarle la cara,
bajé la otra mano hasta el nudo del cordón de la bata. Lo desaté y, echándome a
su lado, pasé mi mano por su vientre hasta su sexo.
Encharcado y caliente
como un horno.
—Saca la lengua
—susurré apartando los dedos de sus carrillos para sujetarla por la mandíbula.
Sacó tímidamente la
punta. Se asomó entre sus dientes temerosa.
Succioné su lengua
mientras hundía varios dedos en su coño.
Merche gruñó dolorida.
Encorvó la pelvis y flexionó las piernas.
—Quieta, quieta —siseé
con su lengua entre mis dientes.
Su interior ardía. Las
paredes de la vagina de una mujer siempre me han parecido fascinantes. Rugosas
y húmedas, como una cueva rezumante de agua filtrada.
Inserté el principio de
un dedo en la entrada de su ano.
Gimió desconsolada. Aún
tenía su lengua entre mis dientes. Me miraba entre el terror más absoluto y la
sorpresa más intensa.
Si su coño era un
horno, su recto era un volcán. Aún más rugoso, pero mucho menos húmedo.
Sin embargo, continué
penetrando su culo.
Merche gruñía dolorida.
Intentó retraer la lengua y yo la mordía con más fuerza. Hasta que sentí el
sabor de la sangre.
La solté y no tardó un
segundo en chillar:
—¡Me haces daño, joder!
Intercambié los dedos
de orificio. Esta vez la doble inserción se realizó con fluidez. Lo que no impidió
que Merche gritara dolorida. No era para menos: acaba de penetrarla el culo con
dos dedos.
Le sujeté firmemente la
mandíbula. Respiraba con rapidez por la nariz, hiperventilándose.
—No sé de qué te
quejas. Te encontré con una pelota en el culo.
—Necesité varias horas,
cabrón. Y cuando me la sacaste, creí que me habías roto el culo.
Comencé una rapidísima
sucesión de penetraciones en sus cavidades.
Mantenía su mandíbula
sujeta. Nos mirábamos fijamente.
Merche exhaló un
suspiro que fue subiendo de intensidad. Gritó y chilló. Aceleré las embestidas.
Apretó los dientes y me miró con ojos ciegos de rabia. Chillaba cuando no podía
aguantar el dolor y luego cerraba de nuevo los dientes. Aulló hasta convertir
sus gritos en rugidos.
Saqué los dedos y se
los metí en la boca.
Me miró patidifusa.
Respiraba como una posesa.
—Chupa, Merche. Chupa
hasta gastar tu última gota de saliva.
Apretó los labios y
succionó. Quiso mover los brazos y la di otro tortazo.
¡Plas!
Comprendió a la
primera.
Su lengua rebañó hasta
los últimos recovecos. Se atragantó, la saliva manaba de sus comisuras, las
babas le recorrían las mejillas.
Saqué los dedos de su
boca y recorrí con ellos su frente, su sien, sus párpados, su cuello, su
clavícula. Hasta llegar a un pecho. Dejé un reguero brillante, un rastro de
babas viscosas y calientes por su piel.
Merche me miraba con
ojos brillantes, teñidos de emoción.
Amasé una teta. Notaba
sus costillas bajo la carne blanda. El pezón me arañaba la palma de la mano. Contraje
los dedos, tomando su carne entre ellos. Merche contuvo la respiración. Los
latidos de su corazón enloquecían. Sus cejas se contrajeron al aumentar el
dolor. Apreté la carne de su seno, comprimiéndola, estrujándola. Un gemido
ronco manó de su garganta.
—Sácamela —susurré a su
oreja.
No perdió un segundo.
Sin dejar de mirarnos, sus brazos descendieron, sus manos tantearon sobre mi
cinturón. Sus dedos se movían nerviosos, culebreaban sobre la bragueta. Merche
temblaba como un pajarito mojado. Asía su mandíbula con firmeza, amarraba su teta
con decisión.
Extrajo mi miembro
erecto. Sus dedos empuñaron la verga, depositaron los testículos fuera de la
abertura del pantalón.
—No la sueltes, Merche.
Me coloqué sobre ella,
sin dejar de mirarnos, afianzando la carne blanda entre mis dedos. Aparté sus
piernas para acomodarme entre ellas.
—Métetela.
Sus párpados se
entornaron al introducirse la punta. Su entrada rugía y vomitaba lava candente.
Chasqueé dos veces la
lengua.
—No, no. Por ahí no.
Arréglatelas como puedas pero te la vas a meter en el otro agujero.
Merche soltó un gemido.
Quiso mover la cabeza para negar. No la dejé. Quiso decir que no. Negué yo.
Se llevó las manos a la
boca. Extrajo saliva en abundancia. Luego las juntó y las ahuecó bajo mi boca.
Deposité una carga espesa.
Con cuidado, sin dejar
caer la preciosa carga, descendió hasta mi verga y la embadurnó. Nuestras
salivas estaban tibias. Sus dedos repartieron la pringosa humedad, frotó con
decisión.
Flexionó aún más sus
piernas, las abrió y levantó su grupa de la cama.
Y dirigió el extremo
del pene hacia su entrada oscura.
Los dedos se le
resbalaban, el glande patinaba sobre la entrada.
Empujé.
Merche gruñó al
sentirse penetrada.
Mi verga se fue
abriendo paso. Era un lento avance y sólo las arrugas de su frente y las
lágrimas de sus ojos me marcaban el ritmo. El anillo iba perdiendo su tensión
pero seguí ahogando mi verga. Notaba su esfínter engullírmela, tomar aire,
volviendo a cerrarse. Merche gemía y gruñía.
Hasta que noté mis
testículos presionar sus nalgas. Toda dentro. Merche respiraba furiosamente y
el sudor hacía brillar su cara.
Y comencé a embestirla.
Sus gemidos eran el eco de mis empellones. Cerraba los ojos con fuerza cuando
el dolor era inaguantable. Su corazón retumbaba en mi mano, bajo su pecho
estrujado. Los dedos me patinaban sobre su cara sudada.
No fui capaz de
mantener la presión por mucho tiempo. Era imposible mantener la cordura
teniéndola a mi completa disposición, ofreciéndoseme sin reparos. Jamás Merche
me pareció una hembra más desvalida, más inocente, más aterrada.
Salí de ella cuando
terminé. Me miraba con ojos enrojecidos. Volvía a sangrar por la nariz y el
sudor la bañaba por completo la cara, empapando su cabello.
Cuando la solté, me
noté los dedos agarrotados. En su cara persistían las huellas de mis uñas clavadas,
en su pecho enrojecían las marcas de mi agarre.
Se levantó con cuidado.
Caminó haciendo eses hacia la puerta del dormitorio. Con una mano se agarraba
entre las nalgas. La otra se la llevó a su pecho amoratado.
Escuché el grifo del
cuarto de baño y la tapa del inodoro golpear contra la cisterna. Luego cerró la
puerta, echó el cerrojo y dejé de oírla.
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==^^^^^^==
Apareció tras lo que me
pareció un instante.
—¿Quieres algo de cenar,
Jeremías?
Arrugué la frente sin
comprender.
—Te has echado una
siesta bien larga, dormilón.
Miré el reloj y
confirmé que era muy tarde. Al girarme hacia la ventana, ya no veía los puntos
de luz del atardecer entre las rendijas de la persiana.
Tenía que madrugar.
Mierda de trabajo. Mierda de equipo. Mierda de proyecto.
—No, no. Me marcho a
casa.
Me eché las manos a la
bragueta al recordar lo sucedido y me la encontré cerrada. Merche soltó una
risa baja, cruzándose de brazos. Vestía un pantalón de chándal holgado y una
sudadera.
Pensé en preguntarla si
la había hecho demasiado daño. Pero descubrí que no me importaba y que, de
todas formas, parecía estar bien.
Ahogué un bostezo y
caminé hasta la puerta de la entrada, seguido de ella.
Antes de abrirme la
puerta se acercó a mí y me depositó un beso en el cuello.
—¿Vendrás mañana?
Me escondí las manos en
los bolsillos del pantalón y encogí los hombros.
—¿A qué? ¿A partirnos
la cara como hoy?
—Se gana una buena
pasta…
Me mordí los labios y
la miré a los ojos. Hablaba en serio.
—Sigues como una chota.
Adiós.
Abrí la puerta, salí y
la cerré tras de mí. Escuché el sonido de cadenas y del cerrojo tras varios
segundos.
La luz del pasillo no
se encendió al pulsar el interruptor. Claro, como no. Tampoco se encendía hace
tres meses. ¿Tanto cuesta cambiar una simple bombilla?
A oscuras, caminé hacia
el final, en dirección al ascensor.
La oscuridad. Negra.
Insondable.
Me detuve no sé dónde,
apoyé una mano en la pared y me detuve a pensar.
Joder. Pero qué hija de
puta.
Me santigüé (manías que
tiene uno), volví y llamé al timbre.
Ding, Dong.
Escuché de nuevo las
cadenas, el cerrojo y luego Merche me abrió la puerta.
¡Plas!
Le asesté una torta sin
mediar palabra.
¡Zas!
Me la devolvió con más
ímpetu. Casi pierdo el equilibrio.
—Cuando quieras —dije frotándome
la mejilla. Me sonrió mientras ella también se llevaba la mano a su cara.
Sonreímos.
—Tengo hambre —dije.
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