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viernes, 14 de septiembre de 2012

-(Entre paréntesis)- 5/9

CAPÍTULO 9

La arena húmeda se acomodaba a sus pies descalzos con sugerentes caricias. Cada paso que daba era un estímulo relajante que diluía sus pensamientos. El aroma salino impregnaba cada molécula de aire y el fuerte oleaje rompía en olas largas y chispeantes que traían una espuma que rezumaba salitre con cada inspiración que tomaba.
Se detuvo unos instantes a sonder la negrura del Océano Pacífico. Era una noche ya avanzada. Quizá fuesen ya las doce o la una de la madrugada. La oscuridad inmensa que se extendía en el mar se rompía cada pocos segundos con relámpagos que iluminaban el mar embravecido y las nubes grisáceas. Los hilos de luz saltaban desgajándose entre nube y nube y se hacían cada vez más frecuentes.
De vez en cuando llegaban, en forma de retazos inconexos, sonidos procedentes de la mansión cercana. Conversaciones, risas y fragmentos de música. Las hogueras lejanas, a unos doscientos metros, iluminaban un jardín que se iba despoblando de invitados a medida que la sensación de lluvia inminente se iba afianzando. También el frío venido del mar helaba el aire y disuadía a todo aquel que esperase disponer de un lugar alejado del bullicio de la fiesta en busca de intimidad. La fachada trasera de la mansión estaba iluminada por focos en el suelo, incidiendo sobre la fachada y los laterales, mostrando una mansión del siglo XVIII restaurada y mantenida por la familia Walsh.
Quería escapar de allí. Salir de aquel lugar de politiqueo y rumores, de tratos bisbiseados y pactos sellados con risas y miradas entornadas. De mujeres sofisticadas que mostraban más carne y encantos que en la sección de carnicería de un supermercado. Quería volver a casa y olvidarse de todo, de todos, quería meterse en la cama y dormir plácidamente, al margen del mundo exterior. Dormir y no despertar en mucho tiempo.
La lluvia comenzó de repente. Había sido augurada por los nubarrones pero llegó de forna ineserada, como un manto extendiéndose sobre aquella playa privada, esparciéndose como la sábana que se ahueca en la cama y luego se aposenta despacio. Los relámpagos se sucedían cada vez con mayor frecuencia y comenzaban a descender hacia el mar.
Las pocas personas que quedaban en la playa corrieron hacia la mansión buscando un refugio contra la lluvia. Era una lluvia gruesa y espesa, y hacía aún más peligroso caminar sobre la arena húmeda, a merced de los dubitativos relámpagos, y no tanto por el aguacero.
Por eso, cuando vio a la figura solitaria, iluminada unos instantes por un relámpago que cayó a varios kilómetros de la costa sobre una ola, corrió hacia ella para advertir a él o a ella que debía ponerse a cubierto de inmediato.
Se sobresaltó al advertir que la figura corría también a su encuentro. El intenso oleaje acompañó sus pisadas crujiendo sobre la arena.
Un relámpago certero iluminó la figura cuando estuvo frente a ella.
Era Elisabeth. El trueno ensordecedor acompañó su estupor y ambos se estremecieron al notar el aire vibrar con el potente sonido. Llevaba las sandalias de la mano.
—¿Qué haces aquí, Elisabeth, estás loca? Tienes que volver adentro, los relámpagos están cayendo muy cerca.
—Lo mismo podría yo recriminarte, Rodderick. Corría para avisarte también.
El siguiente relámpagos los iluminaron débilmente, cayendo lejos de la costa. Rodderick contuvo la respiración al contemplar el cabello empapado de Elisabeth. Había deshecho el recogido de su peinado y, ahora sueltos, los mechones finos lamían su cuello y sus hombros como si acariciasen su piel. Su vestido estaba empapado y sus pechos estaban perfectamente definidos, coronados por unos bultos erizados y alzados por unos brazos cruzados que se agitaban espasmódicos clamando unas migajas de calor.
Cerró los ojos para ocultar aquella visión divina y se quitó la chaqueta del esmoquin para cubrir con ella a Elisabeth. Ella no dijo nada al principio y tampoco ofreció resistencia al gesto. Solo le miró con aquellos grandes ojos que reflejaron otro relámpago aún más lejano. Su cara estaba húmeda por la lluvia pero la palidez de su piel contrastaba con el enrojecimiento alrededor de sus ojos. Rodderick musitó un agradecimiento por aquella lluvia que ocultaba las lágrimas que aún afloraban en sus ojos verdes.
—Gracias —murmuró sin dejar de mirarlo.
Sus labios temblaban y su mentón acusaba un estremecimiento que a Rodderick le resultó insoportable. La lluvia remitía poco a poco pero notó como su camisa se reducía a una tela finísima que se amoldaba a su pecho y su espalda. Ella contempló el cuerpo musculoso y entreabrió sus labios. A Rodderick le resultó lo más parecido a una súplica.
La estrechó entre sus brazos y la besó. Ningún pensamiento surgió de su cerebro, solo el instinto y el impulso de hacer algo que ansiaba con toda su alma. Elisabeth estrechó su cuerpo contra el suyo y correspondió a su beso.
Un trueno muy lejano fue el único testigo de aquel beso.


CAPÍTULO 10

—Aún te sigue gustando caminar bajo la lluvia.
—Claro que sí, Rod. Solo han pasado tres meses, ¿acaso voy a cambiar mis pequeños placeres en sólo tres meses?
—Yo diría que sí; hoy te he visto diferente. Nunca imaginé que te pondrías un vestido tan… tan…
Eli le miró mientras seguían caminando por la playa. Rod no la devolvió la mirada, seguía con la vista fija al frente. La lluvia que caía era ahora fina, casi una caricia que humedecía sus rostros con diminutas gotas. Elísabeth pensó que quizá la lluvia era también la causante de la intensa humedad que mojaba su ropa interior. Las nubes se alejaban y el cielo negro y estrellado se iba vislumbrando en claros cada vez más grandes. La luna menguante hizo acto de presencia durante unos instantes y proporcionó una visión momentánea de la playa desierta. Incluso las olas parecían haber perdido gran parte de su empuje y ahora llegaban a la arena con poca espuma.
—Que parezco una cualquiera, querías decir, ¿verdad? —retomó la frase Elisabeth—. Es cierto, nunca habría escogido este vestido para venir a la fiesta. A decir verdad, ni siquiera habría acudido a la fiesta de no ser por Phill.
Rod la miró. Evitó pasar un brazo alrededor de sus hombros. Antes lo había hecho y ella se había apartado para, con una suave reprimenda en su mirada, advertirle que nada había cambiado entre ellos. En su lugar, Rodderick alzó el cuello de la chaqueta del esmoquin en el que ella se acurrucaba para proteger su cuello del relente. Su cabello estaba aún húmedo y sus dedos se deslizaban por él como en una superficie de mármol, dura y fría. El contacto despertó en él recuerdos de antaño, recuerdos imborrables que no fueron, como otras veces, empañados por los acontecimientos de hacía tres meses. Recuerdos de una ducha compartida donde la esponja caía al suelo sin ser utilizada para ser sustituida por manos y labios vibrantes.
—Me da lo mismo —murmuró él de repente, dando un paso largo y deteniéndose frente a Elisabeth—. Me da lo mismo lo que ocurriese. Me he dado cuenta de que si tú no estás a mi lado…
Elisabeth cerró los ojos con fuerza y apoyó su mano sobre el pecho de él.
—Calla, por favor —dijo en voz baja.
El corazón de Rod latía apresurado, impulsivo como su dueño, advirtió Elisabeth. El calor que emanaba de los pectorales era demasiado intenso como para ignorarlo. Lo único en que pensaba era en refugiarse entre sus brazos y apoyar su cara en su pecho acogedor, sentir como sus manos le acariciasen el cuello y las mejillas y el cabello, revolverse sonriente entre aquella agradable tibieza, para luego tumbarlo sobre la arena y acurrucarse entre él, como subida a una balsa que se desliza por un río tumultuoso. Pero no podía ser.
Apartó la mano con pesar del pecho de Rodderick.
—Yo te quiero con… —insistió Rod.
—No sigas, por favor —suplicó Eli esquivándole y reanudando el paseo—. Todo ha cambiado, ¿no lo comprendes? Tú tienes a Mary Ann y yo a…
A un egocéntrico y despiadado Phill que, con su dinero, había comprado su cuerpo, pensó desolada. Sus regalos habían comprado sus reticencias y ahora, viéndose como un trofeo en sus manos, se sentía asqueada consigo misma. Se preguntó cómo había llegado hasta aquel extremo.
Rod suspiró y caminó hasta alcanzarla.
"Más juntos que nunca pero más separados que antes", se lamentó él. Elisabeth tenía razón: no podía encerrar estos tres meses entre unos paréntesis, como si nunca hubiesen ocurrido. Era un iluso por atreverse a dejar que esa ilusión avivase su esperanza. Él estaba dispuesto a perdonar, a olvidar, a cerrar los ojos y permitir que el tiempo borrase aquella fotografía de ella en un teléfono móvil, una fotografía en la que Elisabeth besaba a otro hombre. Ni siquiera la cara se la veía bien porque la imagen estaba borrosa, pero el vestido que ella llevaba era inconfundible: el mismo con el que se presentó en el café al día siguiente cuando acudió a la cita. Recuerda que aquel vestido fue como una burla, una forma cruel de reírse de su ingenuidad.
—Fue por tu vestido, ¿sabes? —murmuró Rodderick.
Eli lo miró avergonzada.
—Lo ha elegido Phill, no yo. No me juzgues por unos escotes o una falda corta. Ni siquiera estas sandalias son idea mía; fíjate en los tacones —dijo alzándolas—, no hay mujer que ande derecha sobre estos cuchillos tras dos horas de pie.
—No, Eli. Me refiero al vestido que llevabas aquel día, en la cafetería.
Eli sonrió a medias. Aquel vestido sí que era de su estilo, de falda amplia y estampado alegre de flores. Sin embargo, no había vuelto a ponérselo: llevaba asociados demasiados recuerdos funestos.
—No he vuelto a usarlo. Tampoco supe dónde lo habías comprado para devolverlo y darte el dinero.
Rodderick parpadeó confuso.
—Elisabeth, yo nunca te regalé ningún vestido. Tampoco ese.
Ella se detuvo y él la imitó.
—Ni siquiera tengo dinero para comprar un esmoquin, este es alquilado. Ojalá hubiese tenido alguna vez dinero suficiente para comprarte un vestido, tú lo sabes, o un collar bonito. Me sorprende que digas que te lo regalé yo.
—Pero él me dijo…
Elisabeth cerró la boca. No debía haber dicho eso en voz alta. Comprendió que era tarde cuando Rod se giró hacia ella y la miró con expresión grave.
—¿Él? ¿Quién es él, de quién hablas, Eli?
No puede ser, pensó Elisabeth. No, no puede ser. No puede haber ocurrido todo por un simple y artero plan. Quizá una sola respuesta pudiese confirmar sus sospechas.
—Rodderick, quiero que me respondas a una pregunta con total sinceridad, ¿vale?
Él negó con la cabeza.
—No hasta que me digas quién te regaló el vestido.
Elisabeth se mordió el labio inferior. Bajó la mirada y contempló atemorizada los manos de Rod cerrase en dos puños que iban adquiriendo una dureza creciente. Era igual de rápido de mente que ella, también habría adivinado el complot al que ambos habían sido sometidos.
—Dime por lo que más quieras cuándo viste aquella foto.
Rodderick negó de nuevo.
—No, no. Dime quién fue.
"¿Y dejar que destroces tu vida, mi amor?", pensó Elisabeth, "Ni lo sueñes".
—¿Cuándo te enseñaron esa fotografía, Rod? Dímelo y yo te diré quién me regaló el vestido —mintió.
Rod la tomó por los hombros y ella se estremeció al notar la fuerza con la que la sostenía. Sabía que él solo la obligaba a hablar primero; no tuvo dudas de que, pronunciando el gemido más tenue, él la soltaría al instante.
Pero se mantuvo firme y le miró a los ojos, desafiante. "Tú primero, Rod".
—¡Dios! —gritó él al mar.
Elisabeth era condenadamente frustrante de convencer. Conocía perfectamente a Eli. Ella jamás daría su brazo a torcer si sabía que tenía razón. Y, casi siempre, la tenía.
—El día anterior —musitó tras unos segundos. La soltó y se cruzó de brazos, girándose en dirección a las olas—. Me enseñaron la fotografía el día anterior.
Elisabeth contuvo la respiración y exhaló de golpe, sin poder creer la mezquindad que la confesión de Rod otorgaba al que le había regalado el vestido.
Quiso llorar de rabia. Quiso llorar al sentir que aquel despreciable ser la había robado tres meses de su vida, de una vida junto al hombre que seguía amando con toda su alma.
Una nube oscura ocultó en ese momento la luna menguante. Las sombras los envolvieron a ambos. Oyeron unas pisadas lejanas y Elisabeth y Rodderick se giraron hacia la fuente de aquellos sonidos.
Ambos sabían quiénes se acercaban.
Cuando Phill y Mary Ann llegaron a su lado, ninguno de ellos pronunció una palabra.
Tras varios segundos, Mary Ann les gritó:
—¿Estáis locos o qué? Podíais haber sido alcanzados por un rayo, maldita sea.

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