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sábado, 8 de mayo de 2010

¿QUÉ HE HECHO?

Caminas con la escopeta de dos cañones abierta de una mano y de la otra agarras la mano fría de tu hijo de ocho años.
Caminas a oscuras por las calles terrosas del pueblo donde vives.
Caminas a paso rápido y tu hijo apenas puede seguir tu paso.
Caminas sintiendo el estómago vacío porque aún no has cenado.
Caminas por la noche hacia la casa de tu hermano, que está a cinco minutos de la tuya.
El aire fresco del otoño te airea la frente, aún débil para provocarte un escalofrío porque sólo vistes una chaqueta de pana oscura, una camisa fina y unos pantalones vaqueros.
Roberto, tu pequeño, lo está pasando peor. No está acostumbrado al frío de montaña, el que baja por la noche y te hiela los huesos en invierno.
Pero ahora es otoño y es soportable, y es tu hijo, y debe resistir el frío porque debe ser fuerte, un hombre fuerte. Un hombre íntegro, que da su palabra y la mantiene. Un hombre que no jura en vano y desprecia las mentiras. Un hombre responsable y consecuente.
Ya queda poco para llegar caminando a la casa de tu hermano. La escopeta de dos cañones que te regaló tu hermano servirá. Tiene que servir.
Miras a tu hijo de reojo. Camina cabizbajo, trastabilla con los pies a veces porque se le hace difícil mantener tu ritmo. Tiene la otra mano de nuevo metida en el bolsillo.
-Sácate la mano del bolsillo, Roberto.
Levanta la cabeza y te mira sin expresión. No comprende por qué debe sacar la mano del bolsillo si hace frío.
-¿Dónde vamos? –dice, bajando de nuevo la cabeza. No parece esperar una respuesta que pueda comprender. Y por eso no le respondes. Sigues tirando de él, caminando hacia la casa de tu hermano.
Vas a matar a tu hermano. Le vas a disparar en la cabeza. No quieres que sufra porque es tu hermano y le quieres.
“Sólo por el tono de voz”, recuerdas. Es lo que dijiste cuando salisteis del juzgado hace diez años tu hermano, tu madre y tú.
Ya no recuerdas la sentencia que dictó el juez, al final sólo recuerdas esas palabras.
Antes de coger un taxi que os llevaría a la estación de autobuses en dirección al pueblo, tuviste tiempo de mirarla por última vez.
Salía con su abogado. No lloraba entonces, pero en el juicio sí lo hizo. Cuando relató los hechos que desencadenaron el enjuiciamiento de tu hermano.
Cuando fue violada una noche de verano en el pueblo.
Universitaria que pasa las vacaciones de agosto con sus abuelos. Paseo nocturno para fumar. Violación por un desconocido.
Una tarde, cuando ayudabais a mamá a desplumar gallinas en el patio trasero, llamaron a la puerta. La guardia civil se llevaba a tu hermano a dependencias. No hubo porqués. Sólo una madre que se sentó en la silla, apoyó los antebrazos en las rodillas y miró al suelo.
La chica lo había reconocido por la voz. No le vio la cara esa noche, en el juicio dijo que no recordaba casi nada, lo había intentado pero la era imposible.
El abogado de mi hermano, de la capital, recuerdas que dijo que mi voz era igual que la de mi hermano, y trajo un hombre que se llevó un ordenador portátil al estrado y mostró al juez un gráfico del que ya no te acuerdas.
El juez, recuerdas, te miró durante unos instantes y te preguntó si era cierto lo que decía aquel hombre del ordenador.
Afirmaste con la cabeza, pero el juez te preguntó de nuevo. Quería oír tu voz. Luego miró la pantalla del ordenador.
Y diez minutos más tarde estabais en la calle, pidiendo un taxi.
En el pueblo, los abuelos de la chica enfermaron y murieron, según se dice, de pena, de rabia, de resentimiento, de injusticia.
Vuestra madre sólo miraba al suelo cuando la preguntaban sobre lo sucedido, no hablaba. Vosotros no la preguntabais tampoco.
Tu hermano, al igual que en el calabozo, al igual que en el juicio, al igual que al volver a casa después del juicio, cuando vuestra madre se hubo acostado, te juró que era inocente.
“Un hombre no jura en vano”, le preguntaste todas esas veces.
“Un hombre no jura en vano”, te respondió mirándote a los ojos.
Un año después te presentó a Nuria, amiga suya, ahora tu mujer.
Y el día de tu boda estuvo a tu lado, entregándoos los anillos.
Y el día del bautizo de Roberto fue tu padrino.
Y el día del entierro de vuestra madre portó el féretro a tu lado.
Y esta noche vas a matarlo. Le vas a pegar un tiro en la cabeza con la escopeta de dos cañones que te regaló.
Porque ahora sabes que tu hermano te mintió.
Y un hombre no jura en vano.
Ya divisas en la oscuridad la luz de la farola que alumbra la acera de la casa de tu hermano. El viento sopla más frío por estos lugares. Sientes más fría la mano de tu hijo entre tus dedos. En la otra mano llevas la escopeta de dos cañones.
Llamas al timbre.
Oyes pasos que se acercan. Se enciende la luz del pasillo.
Tu hermano abre la puerta. Aún mastica algo.
“Estoy cenando, que he salido del curro hace poco.”, te dijo por teléfono hace media hora.
Su mirada se centra en Roberto a tu derecha y en la escopeta a tu izquierda. Deja de masticar. Te mira y no parpadea.
“Oye, Roberto,…”, empieza a decir, pero no termina la frase.
La mano de tu hijo está fría.
Igual de fría que la de aquella chica, recuerdas finalmente. Fumabas esa noche un porro.
Y apareció ella. Su falda se levantó un poco con la brisa de la montaña. Le viste las bragas negras. Se sentó a tu lado pero no te vio porque estabas agazapado. Cuando se giró en tu dirección, oliendo el humo del porro, la amordazaste y la llevaste a rastras en la espesura del monte. La golpeaste la cara, gritando que se callase porque se revolvía y chillaba. Y no se movió más. Lloraba con los ojos cerrados. La sujetaste las manos frías y la violaste. Y luego te marchaste.
“Cuida de mi hijo”, dices a tu hermano, y le tiendes la mano fría de Roberto, que coge lentamente.
“Un hombre no jura en vano”, le dices despidiéndote de tu hermano.
Te alejas de la casa de tu hermano llevando la escopeta de dos cañones.
Caminas hasta el lugar donde violaste a aquella chica.
Te sientas en una piedra y apoyas la culata en el suelo y la boca de dos cañones en tu barbilla.
Aprietas el gatillo.
No oyes nada. No ha disparado.
Al poco sientes caer algo a tu mano, no puedes verlo, está oscuro. Es viscoso y se enfría en tu piel. Sientes en lo queda de tu lengua el frío de la brisa de otoño.
“Aún estoy vivo”, piensas mientras siente oyes que un líquido se derrama por tu cuello, empapando tu camisa y tu chaqueta de pana.
Disparas el segundo cartucho, aunque ya no sabes dónde estás apuntando.
Un sonido hueco se funde entre los goterones de sangre que salpican el suelo. No hay un segundo cartucho.
“He cargado la escopeta de doble cañón antes de salir de casa,”, piensas don dificultad. “¿qué he hecho con el otro cartucho?”.
Te cuesta respirar porque ya no tienes nariz ni boca y la sangre se va encharcando.
Sientes mucho frío por todo el cuerpo. Escuchas la escopeta golpear el suelo, ya no puedes sujetarla.
Un recuerdo se quiere abrir paso entre lo queda de tu cerebro. Pero no llega.
Si tuvieses ojos los cerrarías.
“Dios mío, ¿qué he hecho?”.

1 comentario:

  1. Muy bien llevado, me gusto mucho, tiene un climax bastante fílmico, felicidades.

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