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martes, 11 de mayo de 2010

PORNÉ (4)


Sofía me miraba con ojos lánguidos y párpados pesados y una sonrisa complaciente, mientras el ocaso bañaba su cuerpo con un reflejo luminoso anaranjado.
Llevé sus brazos hacia arriba descubriendo sus axilas, de las que emanaba una sudor procedente del nerviosismo y la relajación. Apliqué mi nariz a la delicada piel ensombrecida por un vello oscuro naciente y lamí con energía intentando arrancar la esencia de su aroma, encontrándome la débil oposición de los pelos afeitados que iban creciendo.
-¡Me haces cosquillas, Beatriz! -rió bajando el brazo y apartándome de su interior.
Me coloqué a su lado y la así la cara por las mejillas, sintiendo baja las palmas de las manos su rostro enrojecido y ruborizado. Acaricié la comisura de sus ojos con los pulgares, extendiendo parte de su maquillaje hasta las sienes y dotando a su mirada de una actitud más enérgica, discordante con la sumisión que mostraba. Sus dedos se posaron sobre los míos, acariciándolos con lentitud, captando cada pequeña arruga en mis nudillos, cada intersticio entre la piel.
Suspiré ante aquel pequeño gesto que denotaba una profunda devoción por mí.
-Eres tan guapa –dijo Sofía en voz baja.
Sonreí ante el halago, era mi turno de sonrojarme. Sus dedos se posaron sobre mi rostro y con el pulgar fue recorriendo la piel de mi frente, pasando por mis sienes latientes, con su palma ahuecando mis mejillas encendidas, deteniéndose la yema de sus dedos en la comisura de mis labios, recorriendo mi carne con mirada melancólica y sonrisa aterciopelada.
Sus dedos llegaron a mi mentón y fueron siguiendo la carne baja mi mandíbula hasta alcanzar la fina piel de mi garganta. Tragué saliva, haciéndola partícipe del goce de sentir mi piel agitarse bajo la palma de sus manos, sabiendo que mi respiración estaba en sus manos, el hálito que me mantenía viva.
-Eres maravillosa –consiguió decir con mirada obnubilada.
Sus ojos descendieron por mi gabardina y sus manos me desanudaron el cinto que ceñía el abrigo a mi cintura. Me dejé hacer; Sofía me despojó de la prenda y la arrojó a un lado. El ceñidor de mi hombro se había deslizado por mi brazo deteniéndose en la sangradura, exponiendo mi seno derecho a su escrutinio (aunque el izquierdo, oculto bajo la transparente tela de la cortina remodelada cuajada de vieras se intuía con obscena precisión). Se irguió apoyándose en un codo sobre la hierba, asiendo mi teta, hundiendo sus dedos en la carne dúctil, para depositar sobre el pecho palpitante un beso tierno y vaporoso que se convirtió en salvaje y arrebatador al cerrarse sus dientes sobre mi pezón oscuro. Sentí la areola encogerse, endureciéndose la piel. La punta de su lengua caliente acarició el extremo de mi pezón por detrás de sus dientes arrancándome escalofríos de placer.
-Mmm –gruñí, llevando mi cabeza hacia atrás, sintiendo las uñas de sus dedos acariciar mi tráquea expuesta bajo la fina piel de la garganta deslizándose por la hendidura formada por mis clavículas y descendiendo por la piel de mi pecho, llevándose por delante la tela que cubría mi otro seno y arrebujándose sobre mi cintura. La saliva se acumuló en mi boca, espesa, viscosa.
Como respuesta, hundí los dedos de mi mano izquierda en su cabello, ahuecando su nuca, y retiré sus dientes de mi pezón, pero no liberó su presa, arañando mi carne oscura con la punta de sus incisivos, arrancándome espasmos de dolor al sentir la carne oscura de mi pezón llevada a su elasticidad máxima. Y cuando por fin liberó mi botón, un hilo de saliva siguió uniendo, como un puente, sus labios y mi fresa. La estampé un beso en sus labios entornados y acogedores, intercambiando mi saliva con la suya mientras nuestras lenguas bailaban entre la viscosidad interior de nuestras bocas ardientes. Sus uñas se hundían con saña en la indefensa carne de mis pechos albos mientras gemíamos al unísono, traspasando fluidos, con la saliva rebosando de nuestras bocas y cayendo por nuestros mentones.
La ayudé a arrodillarse, tras despojarla de sus zapatos, aposentando sus nalgas sobre los tobillos, poniendo especial cuidado en el bienestar de su preñez, y pasé mis brazos por su espalda en un abrazo de amante, con el único propósito de abrir la cremallera de su vestido, la cual recorría su columna vertebral hasta los riñones. Mientras, sus dedos, batallando con mi larga melena, recorrieron mis omóplatos y sus uñas se internaron en el valle de mi espina dorsal, desabrochando el ceñidor que retenía mi túnica en las caderas, deteniéndose en los hoyuelos del final de mi espalda que anunciaban el inicio de mi culo. Las yemas de sus dedos circunvalaron mis caderas para acabar convergiendo en el inicio de mi pubis, dominado por un espeso vello rizado. Hundió sus uñas en la espesura, deslizando sus dedos como un remedo de peine hacia abajo, encontrando mi oculta vulva bajo el vello, de la que ya rezumaba una viscosidad manifiesta procedente de mi interior expectante y que ya había apelmazado el matojo. Me incliné abriendo mis piernas para facilitar su atrevido internamiento y las uñas de sus dedos medio y anular fueron desenmarañando mi pelo acaracolado, buscando con fanatismo mis pliegues ocultos, acariciando sus otros dedos la carne externa de mi vulva bajo el mullido y ensortijado pelo.
Temblaba de deseo, de excitación, ante su arrojado descenso hacia mi interior. Yo no era la incitadora, no era la que deseaba; Sofía me requería con más ansia que yo, mientras respiraba con frenesí con mi corazón bombeando alocado mientras miraba con ojos vidriosos su rostro concentrado y dominado por una sonrisa traviesa en la que sus ojos contemplaban con oscura fascinación el internamiento de su mano por mi enmarañado vello. Entonces, gracias a su rictus concentrado, adiviné que Sofía tenía un solo pensamiento: conocer el grado de placer que mi rostro podía ser capaz de expresar. Su aliento ardiente me bañaba la cara y de mi labio inferior afloraba una saliva que se secaba pero que era restituida por otra que manaba con rapidez. Su otra mano ahuecaba mi mejilla y sentía el calor de mi piel aumentado sin remedio en contraste con su mano tibia, con su pulgar acariciando la comisura de mis labios hinchados, impregnándose de la baba emergía de ellos.
Por fin sus dedos abrieron un hueco entre la maraña de mi ensortijado coño, descubriendo mis pliegues internos.
-Ahhh… -jadeé sin poder evitarlo, mordiéndome el labio inferior con saña, al sentir sus uñas rozarme la entrada a mi horno, e incapaz de sostener mi cabeza presa de un profundo mareo, apoyé mi frente en su cuello. Sus dedos fueron recorriendo mis pliegues llegando a mi clítoris atormentado, prestándole una atención clamada a gritos con mis ojos acuosos, mi mirada empañada por lágrimas de placer y mis labios brillantes.
Su otra mano me inclinó suavemente hacia atrás presionando entre mis pechos palpitantes por mi respiración confusa. Me tumbé en la hierba con las piernas flexionadas, con su otra mano aún inmersa en mi goce. Me quitó la túnica, deslizándola hasta mis tobillos, permitiendo una apertura mayor de mis piernas cuando se arrodilló frente a mí.
La miré preguntándola qué me iba a hacer con mis ojos entreabiertos y las lágrimas cayendo por mis sienes. Sus ojos entrecerrados, enmarcados por la pintura oscura que había deslizado hacia sus cejas, la dotaban de una furia enardecida por mi sexo descubierto y oloroso y mi completa desnudez. Apretó los labios apartando la mirada de mi vulva para mirarme con un atisbo de maldad.
-Quizás te duela un poco, Beatriz, pero te aseguro que vas a morir cien veces de placer –me advirtió.
No la entendía. ¿Qué iba a hacer? ¿Iba a sufrir?
-Sofía, ¿qué…? –intenté averiguar, pero mi pregunta me fue revelada cuando la punta de todos sus dedos, formando una cuña, se internaron con alevosía en mi vagina.
-No… -intenté decir sujetándola por las muñecas, pero su mano diestra ya giraba sin remedio ensanchando mi entrada provocándome desgarradores espasmos de intenso placer. Su otra mano refregaba mi clítoris embadurnado en mis fluidos impidiendo que mi goce fuese mayor que el dolor que me provocaba su penetración.
-¿Quieres que pare? –preguntó inclinándose sobre mí, sintiendo de nuevo su aliento acalorado sobre mis labios entreabiertos mientras barrenaba mi vagina. Un grueso hilo de saliva se desprendió lentamente de su boca que, cuando alcanzó mis labios, ya estaba tibia. La recogí con mi lengua, rebañando lo que había entre mis labios y negué con la cabeza, respondiéndola.
La primera falange de sus dedos ya había desaparecido en mi interior y unos espasmos incontrolables sacudían mi vientre. El sonido de mis fluidos encharcando mi entrada, facilitando su avance, me llegaba lejano, ensombrecido por los latidos hirientes en mis sienes a punto de estallar. Apreté los dientes con fuerza intentando disminuir el continuo martilleo de mi corazón bombeando sangre en una sucesión de latidos rapidísimos.
El roce intenso y furibundo que sus dedos infligían a mi botón rosado me arrancó un orgasmo que me privó, por varios segundos, de la dolorosa sensación de sus dedos penetrando mi interior, internándose en mis entrañas. Cuando el placer del éxtasis se consumió, sentí como sus nudillos estaban a punto de conseguir entrar en mi vagina. Mi entraba se había ido dilatando al paso de su mano girante, aunque notaba un dolor creciente, igual que cuando un tendón es llevado al límite de su estiramiento.
-No sabes la de veces que he imaginado hacerte esto, Beatriz –susurró Sofía sin atenuar el giratorio internamiento de sus dedos en mi interior. Su otra mano comenzaba otra enloquecedora sesión de refriegas en mi clítoris para mantener mi mente lejos del angustioso sufrimiento que provenía de mi entrada horadada.
Sus dedos, impregnados de mi fluido vaginal, giraban con asombrosa facilidad por mi interior estriado arrancándome daño y placer a partes iguales en intensas oleadas al son de los latidos intensos de mi corazón siempre presentes que, creía, iban a hacer estallarlo sin remedio. Sentía las palpitaciones en mis tímpanos y bajo mis ojos, los cuales cerraba con ímpetu, al igual que mis dientes.
Notaba mis pechos desparramados a mis costados temblorosos, al son de mis pulsaciones, mientras sus nudillos se habían internado, por fin, en mi interior. El resto de su mano fluyó sin molestia en mi vagina y sentí, bajo mi vientre, tras mi piel, músculo y vejiga presionada, su mano cerrarse en un puño, dentro de mí.
Abrí los ojos inmersa en un estado absoluto de incredulidad, mirando con fascinación entre las montañas que creaban mis tetas, mi vientre abombado, en cuyo interior su puño giraba destrozando mis últimos lazos de dolor y sumiéndome en un placer absoluto. Sus movimientos no se conformaban con una incesante sucesión de giros, sino que abordó, con una maestría que no sospechaba, mi interior con acometidas incesantes adelante y atrás que me provocaban espasmos incontrolados y me hacían gemir, gritar y bramar de gozo. Su puño presionaba mi vejiga y revolvía mis intestinos con sus furibundos movimientos. Otro orgasmo me sobrevino en ramalazos que tensaron mi espalda y me hicieron encorvarme, elevando mi cadera y apoyándome con la punta de mis sandalias en la hierba. Desasí sus muñecas y arranqué con mis manos puñados de verde. Tuve la suficiente entereza para poder controlar mi esfínter pero mi vejiga no pudo resistir las convulsiones que me sacudían y comencé a expulsar el líquido amarillento en un caótico chorro impreciso al principio provocado por mis espasmos, salpicando su brazo, para luego impulsar la orina debido a la presión interna de su puño, como una fuente, empapando el vestido de Sofía, en un discurrir de espasmos que la salpicaban hasta el cuello.
-Joder, ¡hostia putísima! –grité sacudida en violentas convulsiones, meándome entera, con un puño en mis entrañas girando y acometiendo sin cesar, con todos mis músculos en absoluta tensión y sumida en un inacabable orgasmo. Dudé que mi corazón o mi cordura pudiesen hacer frente a tal cúmulo de placeres reunidos.
Pero, poco a poco, mi vejiga se vació, el orgasmo se diluyó y mi cuerpo se fue relajando aterrizando sobre la hierba con suavidad. Sofía fue extrayendo su mano de mi interior con lentitud, ayudada por mis viscosidades internas y la orina derramada y cuando mi vagina se quedó deshabitada, sentí el aire tibio del ambiente recorrer mis entrañas como jamás lo había hecho, provocándome un escalofrío. Poco a poco mi entrada fue contrayéndose, recuperando su anterior estado y fui consciente de la maravilla que albergaba mi vientre y que me había prodigado tamaña delicia.
Se inclinó sobre mí y sus besos cubrieron mi rostro como aleteos. Tome conciencia de que todo mi cuerpo estaba bañado abundantemente en sudor y que por mis sienes iban cayendo gruesas gotas que se internaban en el cabello.
Me tomé mi tiempo para recuperar el resuello y normalizar los latidos de mi agotado corazón y, ayudada por una Sofía sonriente y de mirada condescendiente, me erguí sin fuerzas quedando arrodillada sin que la frecuencia de sus besos en mi frente, mejillas, párpados, labios y mentón disminuyese.
Sus caricias me hacían temblar de emoción y mis dedos abrieron la cremallera de su vestido chorreante con dificultad, incapaces de coordinar los movimientos. Apoyé mi cabeza en su cuello dejando escapar un gemido de gusto, apreciando un eco de placer de su penetración y no pude reprimir morder la carne del músculo de su cuello, de nombre largo y sabor joven.
-Dios… -suspiró Sofía.
Se irguió auxiliándome a deshacerse de su vestido empapado de mi orina, sacándoselo por arriba, ayudado por el hecho de que tenía una cintura holgada para no infligir daño alguno al bebé gestante dentro de su barriga.
Su carne nacarada, de un blanco superior a la mía, se me mostró salpicada de innumerables lunares que fui recorriendo con la punta de mis uñas, como señalándolos, para que luego mis labios posaran un tierno beso sobre ellos, ante la mirada arrebolada de Sofía. Mis uñas se internaron en su ombligo, del que nacía una pelusilla que se iba oscureciendo al llegar al final de sus bragas negras. Negro también era su sujetador de premamá, el cual aprisionaba dos pechos que formando un canal entre ellos de gran profundidad y surcados de varias estrías rosadas y convergentes en su pezón, oculto bajo la prenda, pero cuya areola extendía un manto oscuro gracias a su futura maternidad, y que se vislumbraba, traviesa, en la carne blanca de sus pechos.
Estos sujetadores, pensando en facilitar la lactancia, permitían la desnudez de los pechos desabrochando la copa del tirante; interesante opción que aproveché para exponerlos ante mi extasiada contemplación.
Sus pechos generosos y pesados cayeron víctimas de la gravedad, liberados de la copa del sostén. Sus areolas, cuajadas de diminutos granos, cubrían la mitad de la superficie de sus tetas y sus pezones erectos tenían visibles, en su centro, una gota brillante y lechosa del alimento que fabricaban.
Así por su base ambas ubres y estrujé con malicia su contenido, deslizando mis dedos índice y pulgar por la fina piel del pecho, constriñendo la carne del pezón y acerqué mi rostro al encuentro de su blanca esencia, de su leche vivificadora, abriendo la boca, dispuesta a recibir su alimento.
Nada me fue recibido.
-No seas burra –rió Sofía cogiéndome de las manos y levantando mi rostro hasta el suyo-, que sólo estoy de cinco meses. Sólo me rezuma a veces algo de calos…
-¿Pero qué haces aquí, marrana del Olimpo? –oí de repente una voz grave a mis espaldas, cortando a Sofía.
Me giré para contemplar con incredulidad a un anciano de tamaño desmesurado y expresión en su rostro de gravedad o furia, junto a nosotras, vestido con una túnica con multitud de dobleces que cubría un cuerpo enjuto y que sostenía con un cayado igual de alto, enmarcado su perfil sobre el sol muriente perpétuo.
Sofía ahogó un grito cubriéndose los pechos con las manos y juntándose a mí. Me levanté con esfuerzo tomando conciencia de mi dolorido sexo, sintiendo unos tirones punzantes en mi espalda. Ignoraba quién era este personaje que tenía una estatura que doblaba la mía, pero me repateaba los hígados que alguien nos asustase cuando estaba a punto de poseer a mi amante preñada. Recogí mi túnica para cubrirme sin mucho atino mis pechos y mi sexo, y me acerqué con algo de temor a él.
-No sé quién es usted, pero no sé si sabrá quién soy… -dije con voz algo aflautada, intentando parecer calmada, con una mínima entereza que mi tono de voz echó a perder.
-¡Basta! –gritó el anciano golpeando su callado en la hierba con un sonido grave y potente. El suelo reverberó como si fuese de piedra y di un brinco aterrada. Me giré para contemplar a una Sofía presa de una angustia irrefrenable, llorando sin parar, atenazando mis piernas y con su rostro reflejando un miedo cerval.
-Oiga, viejo… -dije con escasa convicción.
-¿Pero es que ya nadie respeta a Cronos? –bramó, cortándome el anciano.
-¿Cómo? –Pregunté desorientada, incapaz de ubicar ese nombre en mis nulos conocimientos de mitología-. Perdone, pero ¿dónde estamos, si puede saberse?
El anciano apretó los labios surcados de miles de arrugas verticales y me miró desde arriba.
-Porné tenías que ser –dijo escupiendo las palabras-. Estáis en los Campos Elíseos, par de putas.

2 comentarios:

  1. Me gustan tus historias, pero podrias terminar alguna?? como sigue??

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  2. Por ahora no tengo pensado continuarla. Su aceptacion en la web de TR fue discutible. Es un poco frustrante, invertí tantas horas... Sin embargo, si deseais que la continúe, necesitaré mas apoyo por vuestra parte.

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