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sábado, 8 de mayo de 2010

NO SÉ SI DEBO CONTARLES...

No sé si debo contarles mi historia pero como varias amigas me han recomendado que escriba mis sentimientos y lo que me ha sucedido para poder liberar toda la energía que encierro, me pongo a ello.
Me llamo Sara, y soy una sevillana de veinticuatro años. Tengo una estatura normal, un cuerpo normal y un carácter normal. Hasta el día que mi vida cambió de norte a sur al dar a luz a una preciosa niñita, Verónica. Mi marido, Juan, es piloto de aviones en una compañía aérea de bajo coste (no puedo asociar el nombre de la empresa con mi experiencia). Se podrán imaginar que en el tema económico no nos falta el dinero. Pero en el tema sentimental las cosas cambian mucho. Debido a su trabajo le veo pocas veces a la semana y no es raro que haya algunas que no le vea en absoluto. Cuando éramos novios viajaba con él en casi todos sus vuelos y he de decir que en mi barrio soy la única que ha visitado más de veinte países en menos de dos años.
Ahora prácticamente no le veo. Todo empezó hace más o menos dos años. Yo no me había fijado pero un día me dijo que, tras seis meses de estudio, había aprobado unos exámenes y había ascendido de categoría, ahora era comandante adjunto. Ello provocó un enorme aumento en su nómina pero también un enorme aumento en la distancia entre nosotros. No me refiero a la distancia física que seguía siendo la misma (la tierra no había crecido), sino en el tiempo que pasábamos sin vernos. Antes tenía vuelos regulares las primeras tres semanas de cada mes y nos veíamos los fines de semana y dos o tres días a diario. Ahora tenía que cubrir vuelos que hacían escalas en varios países y podían pasar, como he dicho, hasta varias semanas sin vernos.
Total, un desastre para nuestra vida en pareja. Es cierto que yo no trabajo y aunque tenía amigas y vida social me faltaba mi marido, aquel guapo chico del que me había enamorado. Un día decidí, después de varios meses pensándolo, tener un hijo. Necesitaba a alguien a mi lado todo el tiempo y sentir que mi vida seguía un rumbo. Cuando se lo comenté a Juan, se alegró mucho porque su sueño era formar una familia. Al cabo de dos semanas quedé embarazada y la felicidad parecía de nuevo rondar por nuestras vidas.
Sabía de antemano que durante el embarazo Juan no estaría a mi lado, pero cuando estábamos juntos no hablábamos de otra cosa más que de nuestro bebé, de lo guapo o guapa que sería y de lo guapa que me estaba poniendo. Íbamos a comprar ropita, muebles, juguetes. Y toda nuestra conversación giraba en torno al bebé y yo.
Ese es el otro punto de mi historia. Me considero una mujer extrovertida y muy sensual. Me gusta mi cuerpo y mi sexualidad. Nos encantaba probar cosas nuevas en nuestras relaciones y disfrutaba mucho. El embarazo no supuso un gran cambio en nuestra vida íntima y aprovechábamos nuestros esporádicos encuentros como en nuestra época de novios. Era muy estimulante y en verdad anhelaba cada noche con él y recordaba las anteriores cuando no estaba a mi lado en la cama por la noche.
A mi parto acudieron mis padres, los suyos y su hermana. Cuando Verónica abrió los ojos por primera vez no pudo encontrar a su padre, el cual se encontraba en ese momento atravesando el Pacífico.
Mi cuerpo ya no fue el mismo. Tenía sequedad y aunque había perdido bastante peso en las primeras semanas aún tenía una gran tripa surcada de estrías. Se me agrió el carácter. Juan intentó animarme pero fue inútil. No tenía ningún interés en hacer el amor con mi marido. Ni siquiera unos castos arrumacos me hacían sonreír, e incluso un simple beso no despertaba en mí más que indiferencia. Los médicos me decían que era algo normal, que poco a poco volvería a recuperar mi pasión. Era una fase normal en la vida de la mujer después del parto, una depresión que todas debíamos pasar.
Mi vida diaria cambió radicalmente. Todo giraba en torno a Verónica y en cierto modo así lo había querido. Juan prácticamente era marido y padre durante unos pocos días al mes, pero yo era madre las veinticuatro horas.
La depresión postparto se fue alargando más allá de las tres o cuatro semanas estándar y al cabo de dos meses seguía siendo la misma mujer preocupada por su hija y despreocupada por todo lo demás. Un psicólogo me trató durante dos semanas concluyendo que todo estaba bien (lo que sí estuvo bien fue el dinero que nos cobró durante esos catorce días).
Si no estaba dando el pecho, cambiando pañales o jugando con Verónica estaba sentada al lado de la cuna mirando a un punto fijo de la pared. Veía sin mirar. Jamás sonreía.
Siempre mirando a la pared. Así transcurría todo el día.
Un día, mientras bebía agua junto a la cuna se me resbaló el vaso de la mano. Lo vi escurrirse a cámara lenta de mis dedos y flotar durante un instante en el aire. Golpeó contra el canto de la cuna y cayó al suelo esparciendo esquirlas brillantes por el suelo. Verónica se despertó llorando por el ruido y yo me creía volver loca pensando en qué habría pasado si el vaso hubiese caído sobre ella en vez del suelo. Dios mío.
Decidí comprar uno de esos aparatos que son como walkie talkies para mamás. Un emisor junto a la cuna y el receptor donde quisieras. Éste era un poco más sofisticado, había suficiente dinero para ello. El receptor era un simple auricular parecido a un sonotone para viejos y con gran alcance.
Si alguna vez os habéis preguntado cómo funcionan estos aparatos os lo explico: el emisor es un emisor de radio FM y el receptor un simple receptor de radio FM. Sólo hay que sintonizar la frecuencia que emite el receptor con el emisor y ya tienes montado el canal de comunicación.
Cuando Verónica despertaba iba a su habitación, la calmaba y la daba el pecho si hacía falta. Luego volvía a la cocina y miraba un punto indeterminado entre un azulejo gris y otro azul. Y así, más o menos, pasaba el día entero.
Juan me llamaba por teléfono con más frecuencia que durante el embarazo e insistía que contratásemos a una niñera, pero la sola idea de tener a una extraña en mi casa cuidando a mi hija era la evidencia de que mi sola existencia se reducía a darla el pecho y acunarla en brazos. Y así, entre los sollozos de Verónica y mi mirada perdida entre los azulejos de la cocina trascurrieron otros dos meses.
Nuestros padres venían frecuentemente y debo admitir que eran ellos quienes me daban de comer o me bañaban o me vestían. También ellos estaban de acuerdo en la idea de la niñera, pero Verónica se la veía alegre, alimentada, cuidada y crecía bien por lo que mi sola razón de existir estaba justificada.
Una noche, oí algo a través del sonotone que no era a mi hija. Era música rock de un grupo español o que cantaba en castellano. Acudí a la habitación de mi niña pero allí no había nada que provocase la música que seguía escuchando. Apagué y encendí los dos aparatos pero seguía escuchando la música. Llamé a mis padres y estos se llevaron el artilugio a la tienda donde lo había comprado. Me contaron al volver que el dependiente se lo había cambiado por otro nuevo aunque les explicó que la frecuencia por la que emitía el emisor podía ser utilizada por otro aparato que utilizase el mismo principio o incluso una emisora de radio. De todas formas, el modelo que me habían traído era diferente. Éste era capaz de variar la frecuencia de radio utilizada para su funcionamiento. Lo probé y volví a escuchar el dulce siseo de Verónica durmiendo.
-¿Qué aparatos pueden interferir con el mío? –pregunté a mi padre.
-El chico nos habló de auriculares para el móvil o el ordenador o un emepetrés para el coche.
Despedí a mi familia hecha su labor y después de dar el pecho a mi niña volví a mi estado de contemplación “azulejil”. Habitualmente no pensaba en nada durante mi trance pero esta vez me asaltó la duda de qué había interferido en la frecuencia de mi aparato. Quizás no hubiese sido más que un coche detenido en un semáforo cercano, pero la pregunta de quién había interferido en mi vida de esa forma empezó a ocupar mis pensamientos.
Al día siguiente compré otro aparato del modelo anterior que tuve y me coloqué el receptor en la otra oreja. Al instante la música me llegó a través de la frecuencia usurpada. No era la misma canción que la del día anterior, pero sí parecida. Descarté a un coche como el emisor y también a una emisora de radio porque no había locutores ni publicidad. Sólo me quedaba un ordenador como fuente.
Imaginé a una chica delante del ordenador chateando mientras escuchaba rock pero al cabo de media hora la música se detuvo. Hubo un silencio y empecé a oír algo raro, parecido a un grito. Sin embargo, antes de adivinar qué era, Verónica se despertó y me quité el receptor de la oreja mientras la daba de mamar.
Mientras Verónica comía yo sonreí. Cuando me di cuenta que mis labios se habían curvado formando una sonrisa dejé de sonreír. Me di cuenta que no había sonreído desde antes del parto. Aquel aparato había conseguido lo que un psicólogo, un marido y unos padres habían intentado. Que sonriese.
Cuando mi niña volvió a dormirse no perdí tiempo en volver a la cocina y colocarme de nuevo el sonotone. Seguía mirando a los azulejos pero prestaba atención a quien se estaba comunicando conmigo de aquella extraña manera.
Volví a escuchar los gritos y no sabía qué era. Quizás fuesen gritos reales, pero me recordaba que todo procedía de un ordenador. Además, me eran lejanamente familiares.
Cuando escuche el primer gemido me quedaron una cosa clara y otra a medias. Estaba escuchando los gritos y gemidos de una relación sexual, probablemente de una película porno. Eran los gritos de una mujer que fingía un violento orgasmo. La otra cosa en la que dudaba era si delante del ordenador habría un chico o una chica.
Se hacía tarde para seguir escuchando. Debía cambiar los pañales a Verónica y hacer la cena. Apagué el emisor que me traía los ecos de otra vida y me dediqué a la mía y la de mi hija.
Esa noche dormí junto a mi hija como todas las demás, pero en vez del gris y monocorde pensamiento que ocupaba mi mente me preguntaba si delante del ordenador habría un chico o una chica.
¿Qué aspecto tendría ese chico? Porque dudaba que fuese un adulto, en parte porque no veo a mi padre viendo guarrerías en el ordenador y también porque, aunque me considere una mujer liberal, tampoco veía a una chica o una mujer viendo esas cosas. Tenemos mejores formas.
Me estaba equivocando.
El resto de la semana tuve un oído para Verónica y otro para Carlos. Decidí llamarlo Carlos al chico que estaba utilizando la misma frecuencia de radio que yo para escuchar a mi niña. Esos días y la semana siguiente entera descubría más sobre los hábitos de Carlos.
Solía encender el ordenador (o quizás ya lo estuviese, encendería entonces los altavoces) por la mañana sobre las doce y entonces sonaba música rock que poco a poco reconocí como Deep Purple, y Jethro Tull. No me entusiasmaba esa música pero Carlos era lo único que escuchaba y poco a poco fui apreciando las melodías. A eso de la una de la tarde y hasta las tres o las cuatro solía ver una película porno. Los diálogos, a veces en español, me hacían sonreír y frecuentemente llegaba a la conclusión que eran películas muy malas. Me hubiese gustado decir a Carlos que las mujeres no nos levantamos por la mañana deseando que nos llenen la vagina o la boca de esperma para desayunar o que el sexo anal no es algo que puedas hacer así porque sí.
En fin, que era mucho mejor que Verónica no oyese aquello, no fuese a salir como alguna de aquellas actrices. Porque Carlos debía saber que estaba viendo una película con actores y actrices. Personas que se ganaban el dinero haciendo eso pero que les gustaría hacer cualquier otra cosa (ganando tanto dinero) sin desperdiciar su cuerpo de aquella manera.
El caso es que me repetía que Carlos no podía ser tan crédulo como para creerse aquella farsa sobre el sexo. Sí es cierto que cuando te apetece masturbarte te gusta ver ese tipo de cine. Incluso yo alguna vez lo hice. Pero sólo es eso, cine.
Lo raro llegó a los diez días de escuchar por la mañana música rock y a mediodía películas porno. Cuando Carlos apagó el ordenador (o los altavoces) me descubrí excitada. Notaba un sonrojo en las mejillas y un cosquilleo en el vientre que sólo me había producido Juan hacía varios meses en nuestra última relación. Tenía la saliva espesa y la boca seca y sentía latir mi corazón muy rápido. Tenía los pezones duros y mi sexo estaba húmedo. Me había mordido el labio inferior y sentía con la lengua las marcas dejadas dentro de mi boca.
De ordinario mis pechos tenían una consistencia compacta y firme, mucho más que cuando no era madre, pero ahora, estaban duros y la areola, de color marrón y dominando gran parte de la teta estaba reducida a más de la mitad. Me quité la camiseta ante el espejo y constaté que estaba excitada.
Tampoco podía negar mi sexo lubricado. Había pasado tanto tiempo desde que mi vagina no se humedecía que me resultó extraño y sentía la misma sensación que me ocurrió por vez primera de adolescente, una mezcla de gozo y curiosidad por la novedad
Me di una rápida ducha para despejar mi cabeza y mis pensamientos y me dediqué el resto del día a cuidar de mi niña mientras tarareaba a Jethro Tull. Verónica se dio cuenta que estaba más animada porque reía y hacía muecas graciosas y yo la correspondía con besitos y caricias.
Después, cuando la di el pecho me corrí. Nunca antes me había sucedido. Ni tan siquiera el más mínimo placer. Sentía su aliento en mi pecho mientras notaba las convulsiones de mi sexo desarrollando el orgasmo. Estoy segura ahora que fue un orgasmo no como momentos después que creía haber sido una simple experiencia placentera con mi hija. Realmente me corrí de placer.
No soy una mujer que alcance el orgasmo con manoseos y succiones en los pezones pero cuando recuperé el aliento me sentí renacer. Me sentía nueva, una Sara diferente. Verónica seguía siendo el eje de mi existencia pero me daba cuenta del mundo que me rodeaba.
Al día siguiente resolví descubrir donde vivía Carlos. Debía conocerle y saber cómo era el chico que me había devuelto a la vida. Pero también quería saber quién era tan amante de Deep Purple y al mismo tiempo se masturbaba con ese cine a diario, excepto los domingos que no oía nada.

Juan me llamó a los pocos minutos de tomar la decisión.
-¿Dónde estás, cariño? –Le pregunté entusiasmada -.Tengo que darte una sorpresa.
-Estoy ahora mismo en Hong Kong, pero la sorpresa ya me la estás dando ahora. Te noto más animada, ¿Ha pasado algo, está bien Verónica?
-Estamos las dos muy bien. Te lo contaré todo cuando vuelvas, pero quiero que sepas ahora mismo que estoy deseando abrazarte y besarte… - Una lágrima me iba recorriendo la mejilla. –…te quiero mucho.
-Yo también, cariño.
-Juan…
-Dime, Sara
-Quiero que vuelvas. Cuanto antes. Te necesito. Te necesitamos, en realidad.
Carlos no dijo nada. La llamada parecía haberse cortado. Luego escuché un sollozo y el ruido al sorberse la nariz.
-Te quiero, amor –le dije.
-Yo… también, Sara.
Después estuvimos hablando de cuándo iba a volver. Quizás para el miércoles, me dijo, sólo si encontraba un puente aéreo y un compañero le hacía un vuelo. Si no, no le vería hasta el fin de semana. Le hice prometer que me llamaría esa noche confirmándomelo. Me telefoneó esa noche diciéndome que sí, que el miércoles nos veríamos.
Cuando la llamada de por la mañana terminó lloré mucho. Me sentía sola. Estaba infinitamente más animada que hacía diez días, pero también, esa percepción del mundo que me rodeaba era más amplia. Había descubierto que la diferencia entre una madre soltera y yo eran dos o tres llamadas internacionales a la semana.
Me sequé las lágrimas y le di el pecho a Verónica. Sentí cosquillas y algo de placer pero nada parecido a la anterior toma. Supongo que me sentí desencantada, pero mirándolo bien, no podía correrme cada vez que Verónica comiese.
Cuando se durmió indagué en internet cómo funcionaban esos aparatos. Fue así como descubrí su mecanismo, el que os conté antes. Luego supe cómo emitir por ese canal. Por lo visto, según algunos foros, utilizando un equipo de radioaficionado específico o siendo un poco manitas y modificando el emisor del equipo que tenía podía intentar ponerme en contacto con el receptor.
Como supondréis deseché la posibilidad de la modificación. ¿Para qué sufrir con ello si tenía suficiente dinero para comprar un equipo de radioaficionado? Media hora después tenía en mi cuenta de correo el resguardo de la compra de un equipo que había hecho en una tienda en línea. No dudé en pagar un suplemente para un envío exprés.
Es cierto que es necesaria una licencia de radioaficionado para poder utilizar estos equipos, pero en aquel momento me pareció un obstáculo que bien podía obviarse: sólo necesitaba ponerme en contacto con una persona, no iba a montar mi propia emisora de radio.
Al día siguiente recibí una gran caja. Firmé el recibo mientras escuchaba “Smoke on the Water”, de Deep Purple.
Mentiría si dijese que aquella tarde pude transmitir mi mensaje. Tampoco fue el día siguiente. Ni tampoco el que siguió.
Un volumen de cerca de trescientas hojas componía el manual. Yo sólo quería contactar con Carlos para darle las gracias y decirle la verdad sobre el sexo, pero parecía que no era ese mi destino. Además, dentro de una hora escasa mi marido iba a volver a casa.
Me di una ducha rápida y me arreglé un poco, recogiendo mi cabello y maquillándome ligeramente.
Juan llegó con una gran maleta y con una sonrisa en la cara. Se había dejado una perilla y se había recortado el pelo, pero era mi Juan de siempre, aquél chico que conocí en un cine, que me besó en un bar y que me hizo el amor en el asiento trasero de un coche.
Cogió a Verónica y estuvo jugando con ella en la cuna mientras los miraba apoyada en el quicio de la puerta.
-Sí que se nota que va cogiendo peso, madre mía –dijo teniéndola en brazos. Yo sonreía y veía a un hombre feliz con su hija. A Verónica la encantaba que Juan le chupase los dedos de los pies. Reía sin parar y agitaba sus manitas pidiendo más y más.
Cuando Juan se volvió hacia mí me vio desnuda. Me había despojado de toda prenda mientras jugaba con Verónica. Le miré a los ojos y le dije con ellos que le necesitaba. Pareció que la niña también comprendió porque se calmó al instante mientras él la arropaba. Luego le cogí de la mano y le llevé al dormitorio.
Le senté en la cama y le fui quitando los zapatos y los calcetines.
-¿Estás segura? –preguntó en voz baja.
-Sí. Ahora sí.
Le fui desabotonando la camisa y se dejó hacer cuando le quité la camiseta, levantando los brazos.
-¿Qué te ha pasado, Sara?
-No te preocupes ahora por lo que me ha pasado. –Le miré a los ojos con la mirada más picarona que pude -.Preocúpate de satisfacer a tu mujer.
Le quité los pantalones y los calzoncillos y tiré toda la ropa a un rincón. Luego le tumbé en la cama y yo sobre él. Le besé primero de forma delicada en el mentón velludo, en las mejillas y en la nariz. Luego en los labios. Juan me agarró del cuello y nos besamos profundamente.
Sentí su pene adquirir dureza y calor entre nosotros. La imagen de mi barriga hinchada y cubierta de estrías me nubló la mente. Imaginé sus manos agarrando mi culo flácido y agitarse mis grasas. Me separé de él y me tumbé a su lado boca abajo llorando. Me sentía fea y estúpida. Mi cuerpo era una odiosa sombra de lo que había sido y yo había soñado que Juan me querría igual. Qué estúpido sueño.
Juan se asustó, lo noté en su voz. Quizás era temor. O quizás asco.
-¿Qué te ocurre, Sara?
No contesté. Lloraba y sabía que expresar mis dudas era la manera más rápida de perderle, de quedarme sola. Sola y amargada.
Juan me obligó a darme la vuelta. Me tapé la cara y recogí las piernas, mientras seguía llorando. Se quedó un rato a mi lado y luego se levantó y marchó.
Al cabo de unos segundos me habló. Estaba a mi lado, de pie.
-Mírame. Sara.
Negué con la cabeza, aún plegada sobre mí misma. Ya no lloraba pero no quería que Juan me viese la cara, sería el remate de la faena, con todo el maquillaje descolocado.
-Sara, por favor, mírame.
Luego oí balbucear a Verónica a su lado. Le miré con unos ojos que me escocían con el simple aire. Sostenía a Verónica en brazos y estaba feliz de haberse despertado porque tiraba de la perilla de Juan juguetona.
-Sara, esta es nuestra hija. ¿Acaso crees que me importa tu cuerpo o tu cara? ¿Crees que antepondría tu belleza a nuestra hija?
-Pero… mírame –bajé las piernas mostrando mi cuerpo-. Tengo la barriga llena de estrías, tengo…barriga, pies hinchados, varices –se las iba señalando -, grasa aquí, aquí y qué sé yo dónde más. Mírame la cara. –notaba le rímel corrido sobre mis párpados –soy una fea y gorda cochambrosa.
-Tómala, Sara –y me tendió a Verónica. No la pareció hacer mucha gracia porque hacía señas con las manitas que quería jugar con su perilla. -¿Sabes lo que estoy viendo, Sara?
-Estoy viendo a mi mujer, a una madre y a mi hija. Si alguna vez pensase que os pudiese perder ya puedes jurar por ella que me quitaría la vida ahora mismo. Me da igual que tengas grasa donde antes no tenías, que tengas barriga o que tus piernas ya no sean bonitas. Todo eso no hace una Sara. La Sara de lo que estoy enamorado es ésta – dijo señalándome la frente.
A Verónica le gustó el gesto porque comenzó a tocarme la cabeza riendo. Juan me miraba con expresión seria, cruzado de brazos. Me asaltó la imagen de él sentado a los mandos del avión con la chaqueta y la gorra y desnudo de cintura para abajo. Sonreí.
-Tú también tienes algo de barriga –le dije sonriendo y señalando su vientre cubierto de vello.
Juan me devolvió la sonrisa, descruzando los brazos y mirándose el estómago con fingida preocupación.
-No jodas, Sara, que mañana tengo cena…
Nos reímos con la gracia. Solía decirme a menudo, cuando salíamos a comer fuera, que le aterraba mancharse la camisa porque en el mundo de los aviones el mancharse la ropa era signo de falta de pericia y de desorden.
-Llévate a Verónica y vente conmigo aquí–le dije aún con una sonrisa.
Pero no pudo ser. Verónica pidió su comida y hubo que posponerlo.
Le preparé luego su comida preferida, champiñones salteados con beicon. Juan insistió en que comiésemos desnudos, a pesar de las formas o la limpieza. La idea se me antojó infantil, pero le seguí la corriente. También me apetecía hacer algo raro.
-Pon la calefacción si quieres, pero no te pongas más que el delantal.
Lo que sucedió después estaba cantado. Hicimos el amor en el sofá como dos adolescentes, riendo y jugando. Añoraba sentir su piel, el contacto de sus manos en mi espalda y sus besos en mi cuerpo.
Cuando terminamos nos cubrimos con una manta.
-Tengo que contarte algo, lo de la sorpresa que te dije por teléfono.
Y le conté toda la historia, de una forma muy parecida a como lo he escrito.
-Parece que tenemos entonces que agradecer mucho a ese Carlos. Pero no hace falta que utilices un aparato de radioaficionado. Yo ya sé quién es –Le miré extrañada, creía que me estaba tomando el pelo.
-Juan, es importante para mí.
-Escucha, Sara. Vivimos en una parcela de cuatrocientos y pico metros cuadrados, y esos aparatos sólo tienen un alcance de diez o quince metros. Sólo tienes que pensar en quién vive a tu lado. La pareja que hay en el treinta y cuatro no puede ser, son mayores y los del treinta y ocho no están porque tienen las persianas bajadas. Enfrente tienes un parque por lo que sólo tienes que mirar en la casa que tenemos detrás. Las que hay al lado suyo no están dentro de la cobertura del aparato.
Me quedé embobada.
-Pues es verdad. –dije.
-¿Quién vive ahí? –le pregunté. Supongo que Juan debería saberlo, no hay que ser muy listo para llegar a su deducción, pero yo me había ofuscado.
-No lo sé. Si quieres, luego le hacemos una visita.
La idea me sedujo al instante, pero un cara a cara me hizo perder todo aplomo.
-No sé si debemos, quizás lo pueda averiguar de otra forma. Tampoco hay que hablar con él.
Carlos frunció el ceño.
-Se lo debes, Sara. Además –continuó, guiñándome un ojo -, no vas a dejar que Carlos se pase el resto de sus días haciéndose pajas, ¿no? Puede acabar de actor porno o quizás… algo mejor.
-Serás idiota –dije tirándole de la perilla sonriendo.
Por la tarde dimos un paseo hasta la casa de Carlos, rodeando la manzana. Su casa era igual a la nuestra, eran chalets construidos con el mismo diseño. La habitación pequeña de arriba tenía la persiana subida y estaba la luz dada. Llamamos al timbre. En realidad fue Juan quien llamó al timbre, yo no me atreví.
Al poco se escuchó por el interfono la voz de una mujer. Parecía mayor. Tenía la voz un poco ronca y no arrastraba las eses, parecía de fuera.
-Si vienen a pedir algo ya les digo de entrada que no quiero nada.
No sabíamos muy bien que decir, y como durante unos segundos nos quedamos en silencio, a continuación escuchamos el ruido al colgar el interfono. Pulsamos el timbre de nuevo, esta vez lo hice yo.
-Ya les he dicho…
-Escuche señora, somos sus vecinos y hemos venido sólo a saludarla, nada más –le dije al aparato mientras agarraba fuerte la mano de Juan. Al cabo de un momento la señora respondió.
-Ahora bajo.
Nos abrió la puerta del porche y esperamos en la puerta principal. Tenía hojas secas amontonadas en un rincón y otras muchas desperdigadas por las escaleras. Como había llovido la noche anterior algunas aún conservaban un cerco húmedo a su alrededor.
Nos abrió la puerta una mujer de unos cuarenta años. Llevaba una bata y zapatillas de andar por casa. Afortunadamente no llevaba puestos los rulos, sino simplemente la habría definido como una “maruja”. Llevaba un pañuelo anudado sobre el cuello y sostenía un cigarrillo humeante. Nos miró como preguntándonos quiénes éramos.
-Somos los vecinos del chalet de enfrente, -dije señalando al interior de su casa. – Yo soy Sara y él es mi marido Juan. Hace tiempo que vivimos aquí pero nunca nos habíamos preocupado de saber de nuestros vecinos. Queríamos invitarles a tomar un café.
-Mi marido está trabajando.
-Supongo que Ca… su hijo estará estudiando arriba, ¿no?- preguntó Juan.
Apreté la mano de Juan con fuerza. La señora le miró entrecerrando los ojos. Aspiró el humo del cigarrillo y vi en su mirada que dudaba que fuésemos quienes decíamos. Juan se había ganado un tirón de orejas si esto terminaba mal.
-Es que hemos visto luz en la habitación pequeña de arriba –expliqué -, nosotros tenemos una niña pequeña.
-¿Cómo de pequeña? –preguntó.
-Bueno, tiene sólo seis meses y se llama Verónica.
-La mía tiene diecisiete años.
-No creo que puedan hacerse amigas–añadió. Luego dio otra calada y nos miró haciendo un amago de sonrisa. –Si les parece, ahora la llamo y vamos a su casa en media hora.
Yo no sabía qué decir. Juan tampoco.
-O en una hora, si es muy pronto –dijo malinterpretando nuestro silencio.
-Sí, claro, en una hora –escuché decir a Juan.
Salimos a la calle.
-Por cierto –dijo la señora antes de cerrar la puerta -, me llamo Rosa y mi hija, Carla.
Caminamos por la acera hasta doblar la esquina y nos detuvimos mirándonos.
Yo no pude contener más la risa y exploté en carcajadas. Juan también me imitó y tuvimos que agarrarnos a una farola porque nos dolía la barriga de tanto doblarnos. Creo que estuvimos así unos cinco minutos. Luego volvimos a casa sonriendo para preparar la visita.

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