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domingo, 9 de mayo de 2010

EL CAPUCCINO



Mmm. No sé si vendrá hoy. No creo, ya es tarde.
No, espera.
Sí, hay viene, ya se acerca.
Casi todos los días viene sobre esta hora. Pide una cerveza y se sienta al lado de la barra si encuentra una banqueta. En tal caso coge un periódico y hojea las noticias, desechando los deportes. No le gustan. Se detiene un momento en ver qué echan hoy por la noche en la televisión y deja el diario doblado en la misma posición que lo encontró. Si no encuentra banqueta, se marcha rápido.
Sí que ha encontrado banqueta, pero hoy no tiene periódico qué leer, porque están todos sobre mi mesa. Busca con la mirada por todo el bar dónde están los diarios y posa su mirada sobre mí.
Se levanta y se acerca hacia mí con aire sonriente y caminar calmado.
Finjo concentrarme en la portada de un diario, bebiendo un sorbo de mi capuchino cremoso.
Me mira unos instantes. Debo concentrarme en mi papel.
-Perdone, ¿está leyendo éste? –pregunta señalando un periódico apartado, en la esquina de la mesa, junto a la otra silla.
Mi mirada se posa sobre la suya. Intento parecer una clienta más. Pero estoy nerviosa, no me salen las palabras, mi rostro no refleja lo que siento por él, sino un nerviosismo angustioso y un temblor en los labios involuntario.
Niego con la cabeza y sonrío.
Intenta ser una poco más abierta, cariño, dile algo, que te lo has preparado durante semanas, esperando muchos días esta ocasión. Quizás no se vuelva a repetir. Vamos, haz algo.
Pero las palabras se me atragantan, tartamudeo, las palabras fragmentadas en sílabas salen de mis labios sin el tono que quería dar.
¿Pero qué tono se puede dar a unas palabras inconexas?
-Te… han… el sitio –acierto a decir, señalando con la cabeza su taburete. Que ya no es suyo, sino de otro cliente que sienta sus posaderas sobre él.
Él sonríe mirando su taburete perdido. Señalo con la mirada la otra silla de mi mesa. Cáptalo, vamos, mírame, por favor. Siéntate conmigo. Por Dios.
Pero hace ademán de volver a la barra. Sin banqueta y sin periódico. Vamos, ésta es la tuya, venga, díselo. Si no, se marchará. Venga, Lucía, valor.
-Puedes sentarte aquí –digo invitándole a acompañarme en la mesa, bebiendo otro sorbo de mi capuchino, sin que mi voz tiemble, incluso con el tono sensual que ensayé durante horas y horas delante del espejo.
Y él me mira y luego su vista se desvía hacia la otra silla de mi mesa. Perfecto. Sonríe y me mira con esos ojos risueños y almendrados por los que he suspirado todas las noches.
-Voy a por mi bebida –dice acercándose a la barra a coger su copa de cerveza.
Bien. Ya lo tienes. Y ahora, por lo que más quieras, no la cagues, por favor, no hagas ninguna estupidez. ¡No te toques el pelo, coño! Ya viene.
Se sienta y le sonrío con cierta indolencia. Una indolencia fingida, por supuesto. Porque me muero por acercar mi silla a la suya, por sentir el calor de su cuerpo junto al mío.
-¿Puedes leer al revés? –pregunta.
¿Eh, cómo que al revés? Y entonces veo el periódico que tengo en las manos boca abajo. ¡Joder, joder, joder! ¿Cómo soy tan idiota? He quedado como una estúpida. Anda, deja el periódico en la mesa, no hagas más el tonto.
Sonrío muerta de vergüenza. Me quiero morir. Todo esto para nada.
-Me llamo Carlos –dice presentándose.
Parpadeo confundida. ¿Me ha dicho su nombre? ¿Eso es lo que he oído? ¿Qué he hecho bien, si todo ha salido patas arriba?
-Yo Lucía –respondo en voz baja. Necesito otro sorbo de mi capuchino. Cógelo con las dos manos o volcarás la taza.
Pero si he suspendido. El examen me ha salido fatal ¿Por qué están saliendo las cosas tan bien?
-Ya te he visto otras veces en este bar, vienes a menudo, ¿no? –pregunta interesándose por mí.
Por mí. Sí. ¡Quiere saber de mí!
Bueno, Lucía. Ahora es cosa tuya. Esto ya está encarrilado. Ahí lo tienes. Un último consejo antes de que me vaya.
¡Límpiate el labio superior de crema, por Dios!


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