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sábado, 8 de mayo de 2010

CINCO MILLONES (2)

Desperté de madrugada, cuando el teléfono móvil sonó.
No había escuchado el tono de llamada antes y miré somnoliento a mí alrededor en busca de la fuente del sonido. El repiqueteo del aparato vibrando sobre el escritorio me terminó de despertar.
Al mirar la pantalla del teléfono no reconocí el número. Tarde unos instantes, desentrañando el significado de las teclas, en descolgar.
Era una promoción de la operadora de telefonía. Escuché con la atención que mi estado mi permitía y decliné varias veces la oferta que me proponían. Colgaron.
Aún vestía los calzoncillos y los calcetines. Me metí en la cama pero no pude dormirme. La ventana seguía abierta y el ruido del tráfico, aunque menor, seguía estando presente.
Entré al servicio a orinar y darme una ducha. No había entrado antes y contemplé una enorme bañera redonda de hidromasaje (una pegatina en la base con las instrucciones me dio la pista) junto a la mampara de la ducha. Cambié de opinión y abrí el grifo de la bañera. Entré dentro de la bañera sintiendo el frío contacto del metal lacado sobre mi piel mientras se iba llenando.
Cuando el agua me cubrió hasta la cintura activé la función de hidromasaje y unas oleadas de placer me recorrieron el cuerpo entero. Uno de los chorros impactaba sobre mi pene y dejé que el temblor del chorro hiciese aumentar mi excitación. Mis manos se posaron sobre mi verga y comencé a masturbarme. Ahora el chorro de agua estimulaba mis testículos y la sensación de placer se intensificó. Cerré los ojos rememorando la tarde anterior con Belinda. Eyaculé a los pocos minutos sobre mi pecho y vientre. El placer que sentí fue intenso, liberador, diferente al experimentado con ella.
Me limpié el semen derramado sobre mi piel con una pequeña toalla que había junto al lavabo, al alcance de mi mano, y suspiré satisfecho.
Cuando volví a despertar eran ya las nueve de la mañana. Continuaba en la bañera y ésta seguía con la función de hidromasaje activada, aunque el agua estaba fría. No más fría que la ducha de la mañana que solíamos tomar al levantarnos en el seminario.
Llamé a recepción. Una voz cálida y femenina me contestó.
Pedí el desayuno y algo de ropa.
–¿Qué tipo de ropa quiere, señor Cortés?
–¿Qué tipo de ropa puedo pedir? –pregunté con curiosidad.
–Cualquiera. Le aconsejo, si va a salir, un traje de lino beige. Hoy también se espera un día con temperaturas altas. Y quizás un paraguas; la lluvia nos acompañará hasta el viernes previsiblemente.
Acepté su consejo y la di mi talla de pantalón y chaqueta.
Me trajeron el desayuno al cabo de diez minutos, junto con el traje, una camisa, unos zapatos y una muda de ropa interior.
Desayuné mirando la televisión, algo que no había hecho desde que era pequeño, cuando mis padres vivían. En casa de mi tía, ella nunca me lo permitió. La primera vez que me llevé mi tazón de cereales al salón para ver la televisión mientras desayunaba, sin decir una palabra, me cogió el tazón y tiró el contenido a la basura.
–Hoy no sales de tu habitación –dijo cuando protesté. Me empujó hasta mi cuarto y cerró la puerta. No era la primera vez que me encerraba en mi cuarto. Cerraba por fuera con llave y varias veces tuve que ingeniármelas con un clip para poder salir, forzando la cerradura, para escapar por las noches sin ser descubierto y hacer mis necesidades.
El teléfono del hotel sonó interrumpiendo mis recuerdos.
–La señorita Contreras la está esperando en recepción. ¿Quiere que la diga algo, señor Cortés?
–¡No, no! –Grité excitado como un adolescente–. O, bueno, sí, dígala que ya bajo, que ahora bajo.
Me puse el traje con rapidez satisfecho al notar cómo se ajustaba a mi cuerpo con naturalidad.
Cogí el móvil y la tarjeta de la habitación y corrí dichoso hasta el ascensor.
Cuando aterricé en recepción no habrían pasado más de diez minutos desde que me llamaron. Había varias personas sentadas en los sillones enfrente del mostrador pero no estaba Belinda.
Una chica se levantó y se dirigió a mí y me tendió la mano.
–Hola, soy Martina Contreras, la hija de Belinda.
Se la estreché con cara perpleja, sin saber qué estaba sucediendo.
–Mi madre me ha pedido que, para que no te aburras, te lleve a dar un paseo.
Martina era, sin duda, hija de Belinda. Tenía el mismo pelo liso y azabache, aunque más largo llegándola a los hombros. Unos ojos medievales de color verde oliva destacaban en su rostro, igual que una nariz fina y unos labios gruesos, herencia de su madre. Era más alta, de mi estatura, y tenía un cuerpo más relleno. Sus pechos estaban más erguidos y tenía las piernas más gruesas. Una piel igual de blanca se dejaba ver a través de un vestido de tirantes, con amplio escote, floreado, de falda corta y zapatillas de esparto amarillas. No llevaba bolso y sostenía en una mano unas llaves.
Mientras Martina era objeto de mi escrutinio, ella también me echó un vistazo, igual de extrañada.
–¿Seguro que eres Juan Antonio Cortés?
–Sí, claro, ¿por qué lo dices?
–Bueno, mi madre te describió como un chico joven y sencillo, y estoy viendo un traje de lino de Lacy´s que no te sienta nada mal.
Me ruboricé y me froté la nuca, nervioso, agradeciéndola el cumplido.
–Bueno, que, ¿vamos? –dijo Martina agitando el llavero.
Asentí y después de acercarme al mostrador y saludar (y agradecer el traje) a la recepcionista, acompañé a Martina a la calle.
Me llevó unos metros más adelante donde me señaló un descapotable de color rojo fuego con tapicería de cuero y metales centelleantes. Los asientos traseros estaban ocupados por entero con dos enormes bultos envueltos en una tela plástica de color marrón. Se colocó unas gafas de sol minúsculas y me señaló con la mirada el cinturón de seguridad. Cuando me abroché el cinturón me di cuenta que, bajo la falda floreada, llevaba un culote de color negro, muy corto. A diferencia de Belinda, Martina no pareció advertir su descuido ni tampoco mi indiscreta mirada hacia su ropa interior.
Martina conducía rápido, buscando los huecos entre el tráfico como si llevase a una madre a punto de parir. Maldecía en voz baja apretando los labios cuando tenía que hacer una maniobra extraña a causa de los demás automóviles y tamborileaba los dedos sobre el volante cuando esperábamos en los semáforos.
–¿Quieres que ponga música? –Preguntó en una de esas paradas, de repente, como si hubiese cometido una infracción de tráfico–. Es que yo no suelo poner música mientras conduzco, pero claro, es tu coche, tú mandas.
Supongo que no mostré mucha sorpresa, porque Martina no sonrió.
–¿Mío? –pregunté.
–Bueno, es tuyo si te gusta, claro. Lo eligió mi madre y no sé si habrá acertado.
–Me gusta, pero hay un problema.
–¿Mm? –preguntó Martina, atenta a una furgoneta que acababa de cruzarse en su recorrido.
–No tengo carnet de conducir.
–¡No jodas! –Rió la hija de Belinda–. Bueno no te preocupes, algo haremos con eso. Por cierto, mi madre te dejó algo en la guantera.
La abrí y saqué mi biblia. La estreché entre los dedos y sonreí feliz.
–¿Antes eras sacerdote, verdad, Juan?
–No llegué a serlo, salí del seminario antes de ser ordenado.
–¿Qué pasó?
Martina seguía con la mirada fija en el tráfico, mascullando a veces.
–Perdí la fe, por decirlo con pocas palabras.
–Ya –dijo en un tono comprensivo como si se topase con gente como yo todos los días. O quizás fuese el tono irónico de una hija que sabe que su madre ha engañado a su padre con el hombre que tiene al lado.
Salimos de la ciudad y entramos en la autovía. Martina pisó el acelerador. Suspiró contenta sintiendo como el automóvil cortaba el aire.
–¿Dónde vamos? –se me ocurrió preguntar cuando atravesamos un pueblo.
–Hay un par de bicicletas ahí detrás y se me ocurrió dar un paseo en bici por la montaña. Hay un sendero por el que suelo ir.
–Pero la ropa…
–En el maletero hay ropa, no te preocupes.
Llegamos hasta una parada de descanso. Era una explanada sin asfaltar algo apartada de la carretera. Un par de camiones y otro coche eran la única compañía que encontramos, aunque no había nadie a la vista. A lo lejos, en el horizonte, unas nubes oscuras parecían descargar sobre la ciudad. Sin embargo aquí, aunque las nubes revoloteaban, el sol pegaba fuerte.
–Espera, que te ayudo –dije mientras sacamos las bicicletas y les quitamos el forro. Estaban relucientes, con la goma del neumático negra, sin usar, y eran muy ligeras.
Lucía se quitó el vestido sin avisar. Debajo llevaba un sujetador deportivo negro y el culote. Tenía el cuerpo fibroso y la piel blanquecina. Numerosos lunares salpicaban su cuerpo, muchos se internarían por debajo de la ropa interior. Algunos lunares alrededor de su vientre parecían converger sobre su ombligo, en el que tenía colocado un pendiente brillante.
Me miró divertida a través de las gafas de sol. Noté en la forma en la que enarcaba las cejas que el despojarse de su vestido fue una travesura para abofetear, lo que ella pensaba que era, mi mojigatería cristiana.
Cuando sacó nuestra ropa de ciclista del maletero me di cuenta de por dónde iba todo esto. Martina miró de reojo para confirmar que no hubiese nadie a la vista y se quitó el culote sin dejar de sonreírme, sin dudar. Tenía el pubis depilado aunque una leve sombra oscura delataba que se había afeitado hace algunos días. No pude apartar la vista de su cuerpo casi desnudo mientras se colocaba el pantalón blanco de ciclista sin titubear. Arqueó las piernas para subirse la prenda elástica hasta ocultar su ombligo. Su sexo se marcaba con obscena precisión sobre la prenda, amoldándose a sus labios, realzando su sexo. La camiseta fue un trabajo mucho menos provocador.
–También tendrás que cambiarte tú, no sólo será mirar, ¿no? –rió. Detrás de sus gafas de sol estoy seguro de que estaba disfrutando de mi indecisión.
Porque cuando sacó la ropa del maletero me olí la celada, pero ahora, su petición de cambiarme yo también (delante de ella, claro) era la confirmación.
Su madre la había hablado del tamaño de mi pene.
Suspiré abochornado y me desvestí. Por fortuna, la vergüenza de desnudarme delante de una desconocida había calmado mi excitación al ver su sexo descubierto. Aun así, noté como las arrugas de su frente se hicieron visibles evidenciando una sorpresa en sus ojos que no pudo ocultar tras las gafas cuando me bajé el calzoncillo.
Silbó con entusiasmo al ver mi verga pendular.
Me coloqué el pantalón (también blanco, para más recochineo) de ciclista con rapidez para darme cuenta, cuando ya había ocultado mi miembro, que me lo había puesto al revés.
–Suele pasar, no te preocupes. Fíjate en las costuras de la ingle, el de los hombres tiene un refuerzo interior para el paquete –dijo conteniendo la risa con los labios apretados.
También intenté sonreír pensando en el ridículo que estaba pasando ante Martina. Cuando me calé el pantalón a mi cintura me di cuenta que el pene sobresalía del refuerzo marcándose el bulto con extrema dureza sobre la prenda. Chasqueé la lengua con desagrado.
Martina no pudo contener más la risa y explotó en carcajadas. Tenía una risa contagiosa a la que no pude resistirme y terminé de colocarme la camiseta con dificultad mientras reíamos.
–Lo tenías previsto, ¿verdad? –pregunté inocentemente.
–¿Prever el qué? –respondió mordiéndose el labio inferior con una sonrisa.
Terminamos de vestirnos calzándonos unas zapatillas y nos colocamos unas mochilas a la espalda que, Martina dijo con seriedad, contenían lo básico para hacer de un paseo en bicicleta una experiencia sin sobresaltos. Montando en las bicicletas bajamos por un camino pedregoso que asomaba en una esquina de la explanada.
No me costó seguir su ritmo. Iba delante de mí y me iba gritando de vez en cuando los obstáculos que nos íbamos a encontrar, pero otros, fruto de la imprevisible naturaleza, nos hacían detenernos y buscar una ruta alternativa. Salíamos del sendero, nos internábamos entre los matorrales con la bici a cuestas y al encontrar otro sendero, lo seguíamos hasta que ella decidía salir de él sin decirme nada. Llevábamos más de dos horas en el monte. Nos detuvimos unos instantes en medio de otro sendero para recuperar el aliento y beber agua. Estábamos rodeados de verde oscuro por todas partes, en forma de encinas y pinos de varios metros de alto. Saltamontes y chicharras sonaban con insistencia alrededor nuestro, ocultos tras los matorrales. Un aroma de romero se internó entre el de nuestro sudor. Martina tenía las axilas bajo la camiseta chorreando y las dos manchas estaban a punto de fundirse con la de su pecho.
–¿Hacia dónde vamos, por cierto? –pregunté escupiendo el agua sobre un matorral de color verde oscuro. Estaba caliente y aunque se agradecía, no ayudaba a refrescarse.
Martina sacó un mapa topográfico de la mochila, lo desdobló y después de mirarlo al principio con paciencia y luego con nerviosismo girándolo varias veces, lo volvió a doblar sin cuidado y quitándose las gafas de sol, me dijo con una sonrisa cómica:
–Ni puta idea, Juan, no tengo ni puta idea de dónde estamos. Saca, por favor, el GPS que tienes en tu mochila.
Se lo tendí. Lo encendió y, tras esperar unos segundos, me señaló en la pantalla un punto azul parpadeante.
–Estamos aquí, y nuestro destino es… –pulsó varios botones e introdujo unas cuantas cifras en el aparato– …éste.
Me señaló una estrella que giraba sobre sí misma a una distancia de catorce kilómetros y medio, según el aparato. Una línea amarilla que serpenteaba entre el punto azul y la estrella indicaba el camino que debíamos seguir.
–No hay que fiarse de las rutas propuestas –dijo al preguntarla si ése era el camino que debíamos recorrer–, los mapas no siempre están actualizados…
Y entonces la pantalla del GPS se apagó con un zumbido. Solo veíamos nuestros reflejos en el cristal.
Martina apretó el botón para encenderlo de nuevo, pero la pantalla no se iluminó.
–Me cago en… –me miró con rostro serio–. Siento lo del taco.
–No pasa nada, Martina. ¿Qué ocurre, no funciona?
–No creo que sea la batería, la cargué ayer del todo –sacó de nuevo el mapa de su mochila y lo miró con el ceño fruncido durante unos minutos. Se acuclilló extendiéndolo sobre el suelo.
–Creo… que estamos aquí, según decía el GPS –dijo.
Se apartó un mechón de pelo que se había adherido a su frente sudorosa.
–O quizás aquí... –agregó dudando.
Se frotó nerviosa la nariz con el dorso de la mano. Cerró los ojos con fuerza y los abrió con lentitud, suspirando.
–Mierda, mi madre me mata… de ésta sí que me mata.
–¿Qué pasa, Martina? –la pregunté al escucharla empezar a sollozar. Se sentó en la tierra del camino y me di cuenta que, sentada en medio del sendero, se hallaba una chica nerviosa, derrotada y asustada. No había rastro del diablo que me había imaginado con sus chanzas al vestirme o su aparente madurez al conducir en medio del intenso tráfico de la ciudad. Sólo quedaba una niña temblorosa e incapaz de contener un llanto caótico.
Sin embargo, todos mis pensamientos fueron oscurecidos al ver su pubis. La tela, se había amoldado con precisión a los pliegues de su sexo pareciendo haberse pintado la carne con pintura blanca.
–Mira, Juan –dijo gesticulando con las manos mirando al horizonte, sin advertir mi impertinente mirada, o quizás sin que la importase ya mucho. Una parte del aire era Belinda y otra, al lado, ella–. Mi madre me dice ayer que ha conocido a un joven encantador y muy rico y me pide: “Sácalo de paseo y distráele”. Yo la pregunto: “¿Y por qué?, no soy la criada de nadie”. Mi madre me lo pide de nuevo y la pregunto: “¿Cómo es de rico?”. Y me responde: “Bastante”. Y luego, como ve que la voy a decir que no, y sabe que soy una come–pollas, me cuenta lo de que te ha visto desnudo por un casual en el hotel y que tienes una enorme polla y hace así con las manos.
Martina extiende las manos a una distancia que se ajusta a mi pene en erección.
–Yo me río diciendo que eso no puede ser verdad –continúa– y la pregunto si te la ha medido para saberlo con tanta precisión. Ella se acerca a mí y creo que va a pegarme, nunca he visto esa expresión de rabia en su cara. Parece dolida. Yo, que seré una busca–nabos, pero ante todo su hija, la digo que vale, pero me muero de ganas de saber si ella tiene razón, así que se me ocurre esta mierda para verte la polla, aunque sea a costa de enseñar el coño a un desconocido.
Martina seguía llorando y levantó la cabeza para mirarme.
–Y ahora estamos perdidos en mitad del puto monte. Si llamo a mi madre me mata, si llamo a mi padre, ella se enterará, seguro, y me mata. Y si llamas tú, por supuesto que me mata. La fiesta empieza y yo estoy muerta.
Me senté a su lado y la rodeé con los brazos. Se dejó hacer, inclinándose sobre mí. Permanecimos en silencio unos minutos hasta que dejó de llorar.
Así que, según las palabras de Martina, Belinda me apreciaba. Bueno, supongo que es algo más que aprecio, parecido a lo que siento por ella, aunque, según las palabras de Martina, adivinaba que lo nuestro no podía cuajar.
Martina se enjuga las lágrimas con el antebrazo y me doy cuenta que tiene un tatuaje en la cara interna del brazo, unas líneas sinuosas y puntiagudas provocativas. Chica mala, perversa, juguetona.
–¿Y tú que crees, que la tengo grande?
Martina sonrió mirando al suelo.
–Mira macho, he visto pollas grandes, pero la tuya se lleva la palma. No quiero ni pensar en lo descomunal que será cuando esté… –Martina calló. Supe por su rostro que el tamaño que le había mostrado su madre con las manos era superior al estado de mi verga relajada, pero se correspondía a cuando estaba erecta. Y si me había visto el pene erguido…
Quiso girar la cabeza para mirarme, pero tenía el cuello rígido. Se desasió de mi abrazo con un tirón y se levantó.
–Mira, Juan –me dijo intentando en vano limpiarse con las manos el trasero del pantalón de tierra –me importa un huevo si te has tirado a mi madre; que te aproveche si es así. Mi padrastro, me consta, no la hace caso desde hace años. Ya iba siendo hora de darse un capricho.
–Además –agregó, mientras yo pensaba en, quizás, negarlo–, ayer vi en los ojos de mi madre un brillo que sólo se ve cuando alguien te hace feliz. Así que escúchame con atención: como se te ocurra hacerla daño, un poquito, como vea una leve sombra de tristeza por tu causa, te juro que te mato en ese momento sin importarme que te limpies el culo con billetes de cien, ¿sabes?
Sostuvimos la mirada unos segundos.
–Martina, sólo hubo sexo, nada más –me costaba mucho mentir, porque para mí no fue sólo sexo, aunque sospechaba que el significado de sus últimas palabras ayer, cuando salió de la habitación enjugándose las lágrimas, indicaba que ella quería, pero no debía.
–¿Sólo eso? –preguntó Martina frotándose las caderas, pero no estaban sucias.
Suspiré y afirmé con la cabeza. La tendí la mano para que me ayudase a levantarme y la miró unos segundos con suspicacia, pensando en mis palabras, sopesando si decía la verdad.
–Eres casi cura, coño –dijo sonriendo y ayudándome a levantar– .Además, se te ve en la cara que no has mentido una puñetera vez en tu vida.
Me di cuenta que tenía razón: jamás había mentido. O, al menos, hasta donde recordaba.
–Bueno, ahora que hemos aclarado un punto importante en nuestra relación –dije intentando, también en vano, limpiarme el pantalón de tierra–, he de confesarte que estos montes no me son desconocidos.
Martina frunció el ceño, interrogándome con la mirada.
–En el seminario hacíamos senderismo a veces y estos montes me suenan bastante. Además –me agaché para recoger el mapa que estaba extendido en el suelo–, creo que sé interpretar estos mapas un poco mejor que tú, creo. ¿No tendrás una brújula, verdad?
Martina me miro seria y luego se echó a reír. No pude evitar el reírme con ella, su risa era franca y me contagió de nuevo su alegría. Me tendió entre sonrisas una brújula que sacó de su mochila.
–Dios, mi madre tenía razón –dijo.
–¿En qué, Martina? –pregunté escudriñando el mapa y girando sobre mí para buscar un punto de referencia.
–En todo, Juan, en todo. Por algo es mi madre. Y ahora me dirás extendiendo el brazo: “Es por ahí, Martina Contreras, tenemos que ir por ahí”.
–Sí, más o menos. Vamos, que aún podemos llegar a la hora de la comida en el hotel –dije levantando su bicicleta del suelo.
Martina negó con la cabeza gacha y sonriendo.
–Joder, Juan –dijo besándome en los labios mientras sostenía su bicicleta–, lo que os enseñan ahora en los seminarios, macho.
Sus labios estaban calientes y secos. Me quedé mudo y Martina me miró sonriendo y mordiéndose la lengua, igual de vivaracha que cuando me la jugó con la ropa. Comencé a empalmarme notando como mi pene se abría paso por el elástico de los pantalones con dificultad.
Martina se fijó en mi excitación y volvió a reírse con fuerza agarrándose la barriga y apoyando la frente en el manillar.
–Me matas, Juan, tú me matas –consiguió decir entre carcajadas.
Montamos en las bicicletas, ahora yo delante, e íbamos con lentitud, deteniéndonos cada poco para consultar el plano. Buscaba nuevos puntos de referencia y la mostraba a Martina qué significaban las marcas y símbolos del mapa. Asentía y su cuerpo se pegaba al mío llevando su brazo alrededor de mi cintura. El olor de su sudor, penetrante y salado, me excitaba al poco de arrimárseme. Presionaba con sus pechos mi costado y su vientre contra mis muslos. Sus pechos estaban tibios pero su sexo quemaba como unas ascuas. Una mirada divertida y perversa se adivinaba baja las gafas de sol.
Al cabo de casi dos horas llegamos al área de descanso.
Martina cubrió las bicicletas con la funda con expresión seria y concentrada.
–Menuda mañanita, joder, menuda mañanita –dijo. La ayudé a colocarlas en el asiento trasero.
–¿Nos cambiamos? –pregunté con una sonrisa.
–Ni de coña. Bastante vergüenza y miedo pasé al llegar como para que ahora la liemos con un pervertido. No soy tan guarra como te crees, ¿sabes? –La tapicería quemaba al contacto con nuestra piel y me revolví incómodo.
–Yo también tengo el coño asándose, Juan. Lo siento –dijo colocándose el cinturón de seguridad–, tenía que haber puesto la capota. Ya ves, soy extremadamente lista.
–También eres muy guapa, ¿sabes? –sonreí.
–Gracias, pero supongo que no es eso lo que piensas de mí. Dirás: “esta chica es idiota, ¿qué necesidad tengo de pasar calor y perderme por el monte si podría estar en un balneario tan ricamente, por ejemplo”, ¿no?
–Martina, ayer era un seminarista que ganó cinco millones con un boleto de lotería. Seré rico, pero lo que necesito ahora es compañía y vivir experiencias, pasármelo bien. Soy huérfano y no tengo a nadie. Si continuásemos en el monte seguiría siendo feliz. Tengo a mi lado a una mujer guapa y que ríe con facilidad. ¿Qué más se puede pedir?
Martina me miró con expresión seria unos instantes, negó con la cabeza sonriendo sin decir palabra y arrancó el coche.
Durante el trayecto la pregunté a qué se dedicaba. Martina contó entre sonrisas que a nada. Sus padres eran lo suficientemente generosos con el dinero como para no necesitar un trabajo. Solía estar la mitad el año en Ibiza y la otra mitad entre viajes por todo el mundo visitando a sus amigos.
–Además, mi abuelo me dejó un hostal en un pueblo. Aunque soy la dueña, delego casi todo en otros y sólo voy a veces a ver qué tal van las cosas. Suerte que tengo buenos empleados que no hacen caso de lo que digo porque, si no, ya estaría en quiebra.
–Me encantaría ir algún día a tu hotel, Martina
–Eso está hecho, Juan –dijo palmeándome el muslo.
Llegamos al hotel cuando eran casi las dos de la tarde.
–Necesito una ducha con urgencia, huelo como una cerda –dijo abriéndose el escote de la camiseta y olisqueando el interior–. ¿Te importa si vamos a tu habitación?
–Claro que no, pero ¿no dirán algo en el hotel?
–No creo: eres cliente VIP y soy la hija de la dueña, ¿qué pueden decir?
Eso explicaba algunas cosas. Sacamos la ropa del maletero y dejamos que el aparcacoches se llevara el deportivo. Saludé a la recepcionista y subimos por el ascensor hasta mi planta–habitación.
Martina silbó con admiración recorriendo las estancias de la suite.
–Ya quisiera esto para el mío, joder.
Dejamos la ropa encima del sofá y se me acercó sonriendo con perversidad, estampando sus tetas sobre mi pecho.
–¿Quieres que nos duchemos juntos, Juan?
Tragué saliva. Martina tenía el pelo revuelto y varios mechones pegados a la frente y las sienes sudorosas. Tenía las mejillas manchadas con el polvo del monte y los labios secos. Pero sus ojos brillaban con un destello malicioso y juguetón.
La así por las caderas estrechando nuestras cinturas y la besé con fuerza. Sus pezones se tensaron bajo la camiseta y mi verga acumulaba sangre, creciendo bajo el pantalón y oprimiendo su vientre. Su lengua dejó rastros viscosos sobre la comisura de mis labios y el mentón. Me sujetó por las sienes y, llevándome hasta su hombro, me mordió el lóbulo de la oreja y el cuello.
Suspiré gozoso. Martina ronroneaba pellizcando con los dientes mi oreja enrojecida y me sentía desfallecer, recorrido por una descarga de placer por todo el cuerpo.
Interné mis manos dentro de su pantalón asiendo sus nalgas y estrujé la carne entre mis dedos frotando nuestros sexos. Su culo estaba frío, pero el calor se iba haciendo paso entre su culo, en dirección a su entrepierna. Su pubis se restregaba con mi verga tiesa a través de los pantalones. Gemíamos sin parar.
Me sacó la camiseta ceñida y sonrió cuando se enredó en mi cuello. Estaba húmeda y era inmanejable. Hice lo propio con la suya y su sujetador. Hedíamos a sudor, polvo, romero y espliego. Se inclinó para lamerme las tetillas mientras la bajaba el pantalón hasta la mitad de los muslos.
–¿No querías darte una ducha? –pregunté pellizcando sus pezones. Una gran areola oscura dominaba la parte inferior de sus tetas ondulantes.
Martina jadeó dibujando una sonrisa.
–Luego, Juan, luego. Ahora hay que hacer otras cosas…
Se agachó para bajarme los pantalones hasta los tobillos, enrollándolos sobre sí. Mi pene erecto se irguió ante su rostro como un junco. Lo asió de la base descorriendo el prepucio, haciendo emerger el glande y se le llevó a la boca con dificultad.
Se aplicó durante unos minutos en anegarlo de saliva espesa y viscosa que iba escurriendo sobre mis testículos. A diferencia de su madre, Martina parecía adivinar por la presión de mis dedos en su cabeza cuándo estaba próximo al orgasmo. Se sacaba la verga de la boca y engullía mis testículos dándome tiempo a relajarme.
Cuando juzgó que mi pene estaba suficientemente limpio se despojó del resto de su ropa y se tumbó en el borde la cama abierta de piernas e invitándome con la mano a acompañarla. Me terminé de quitar los pantalones dejando mi ropa enrollada junto a la suya en el suelo y me arrodillé frente a su sexo. Olía igual que el de su madre, sólo que el sudor acentuaba la sensación salada, mezclado todo ello con los olores del monte. Sus labios estaban rojizos y brillantes, cubiertos de sus fluidos. Un vello corto se extendía por su pubis y sus ingles internándose entre sus nalgas.
Apresé sus pechos vibrátiles y hundí mi rostro entre los pliegues de su sexo. El aroma y el calor de su interior inundaron mis sentidos. Lamí a lo largo de sus pliegues mezclando mi saliva con sus fluidos. Martina gemía contorsionando sus caderas y levantando su pubis apretando su sexo sobre mi cara. El vello naciente alrededor de su sexo se me clavaba en el rostro al frotarme sobre ella.
Interné mi lengua sobre la carne dúctil de su interior y encogió sus piernas para apoyarlas sobre mis hombros y arquear la espalda, levantando el culo
Martina gemía y gritaba obscenidades mientras hundía sus uñas en mi cabello. Tragaba sus fluidos con fruición y succionaba su clítoris provocándola contracciones en el vientre mientras amasaba sus pechos hundiendo los dedos en la carne dócil.
Martina me subió hasta su rostro colocándome encima de ella y me besó de nuevo. También ella quería participar de nuestros fluidos. Su lengua me lavo la cara con deleite recorriendo con sus uñas mi espalda provocándome escalofríos.
Nuestros cuerpos temblaban de excitación y el sudor nos cubría por completo.
Me separé de ella y así mi verga apuntándola hacia a su entrada.
–No tengo condones –dije.
–Ni falta que hacen, tomo la píldora. Clávamela –respondió abriendo con los dedos los pliegues de su sexo mostrando la entrada rosácea de su vagina.
Hundí sin esfuerzo el glande en su interior ayudado por la generosa lubricación que había en nuestros sexos. Martina cerró los ojos mordiéndose el labio inferior, concentrándose en la sensación.
Fui clavando mi verga con suavidad, retrocediendo a veces para poder pringar de su lubricación el pene y facilitar la penetración. Sus rugosidades interiores iban saludando mi avance provocándome espasmos de gozo en la cintura. Su entrada se iba dilatando acogiendo mi miembro y la lubricación rezumaba por los bordes. Mi verga estaba poniendo a prueba la elasticidad de su sexo. Cuando había escondido la mitad de mi pene en su cuerpo Martina me dio palmadas en el brazo.
–Para, para, que ya has llegado al fondo, por favor, me haces daño.
La sonreí y ella me devolvió la sonrisa con los dientes apretados y el ceño fruncido.
–¿Ya no sientes placer? –pregunté algo preocupado.
–Mucho, pero mezclado con dolor. Tu polla me está destrozando por dentro. Hazlo despacito, por favor.
Comencé a bombear en su vagina con movimientos lentos y metódicos. Martina cerraba los ojos intentando aparentar un placer que no me engañaba. Mi pene la estaba haciendo sufrir.
Pero su interior me provocaba oleadas de placer que me tensaban la espalda y me hacían doblar el pescuezo. La sujeté por las caderas para poder manejar con más tacto las sacudidas de mi verga en su interior. Ella continuaba con sus dedos en su sexo, manteniéndolo abierto, permitiendo que el mío avanzase sin obstáculos. Los fluidos desbordaban por debajo de su entrada internándose entre las nalgas, siguiendo al vello afeitado.
–Más rápido, por favor, más rápido –suplicó.
El roce de mi glande en sus rugosidades internas me estaba deshaciendo. Si continuaba así de rápido, descargaría enseguida. Martina se sujetó las tetas hundiendo con fuerza los dedos en su carne dúctil.
De todas formas, incrementé el movimiento. Martina gemía apretando los dientes. Los pliegues de su sexo se enrollaban alrededor de mi pene y los pelillos puntiagudos se clavaban en mi piel. Su carne alrededor de mi verga se tornó granate.
La sensación de placer se estaba diluyendo viendo como su cuerpo respondía con angustia. Martina tenía los ojos cerrados con fuerza y la frente perlada de sudor y se mordía el labio inferior con saña. Marcas violáceas se iban depositando sobre sus pechos ante la presión de sus dedos. Lo estaba pasando realmente mal.
Saqué mi pene de su caverna. Su entrada se mostró dilatada y su interior estriado pareció tomar aire como un pez sacado del agua.
–Joder, Juan, ¿qué haces? –dijo abriendo los ojos.
–Lo siento, te estoy viendo sufrir. No puedo continuar viéndote así.
–Por favor, dale de nuevo, aunque duela.
Negué con la cabeza, serio. Me incorporé y me senté a su lado ayudándola a sentarse.
–Si te duele, ¿por qué me permites hacerte daño?
Martina me miró con expresión triste secándose el sudor de la frente y cruzando los brazos. Fui hasta una toalla al cuarto de baño y la cubrí.
–Te quedarás fría y sería perfecto que cogieses ahora un resfriado.
Martina se tapó con la toalla y me miró el miembro, ya relajado, aún estaba brillante la parte que se había hundido en su interior.
–No soy tan come–pollas como decía, ¿no?
Sonreí estrechando mis brazos alrededor de su cuerpo.
–Quizás otro día, ¿no? –la animé.
Martina sonrió inclinándose sobre mí.
–Te prometo que otro día me la vas a meter entera. No sé cómo pero te aseguro que me vas a enterrar ese bicho en el cuerpo como que me llamo Martina Contreras.
Sonreí ante la fanfarronada. Ella sabía de sobra que eso no podría ocurrir jamás. De todas formas, asentí con la cabeza tomándole la palabra. Nos besamos de nuevo, un roce cálido, mullido, tierno.
–¿Quieres ducharte? –pregunté
–Ay, sí, de verdad que necesito relajarme. Entre lo del monte y lo de ahora tengo el cuerpo baldado, de verdad.
Martina se levantó aún envuelta en la toalla. Antes de entrar en el cuarto de baño se detuvo, negó con la cabeza y girándose sonriente me dijo:
–Gracias, Juan. No todos los tíos son como tú, ¿sabes?
Sonreí ante el halago. Una sonrisa estúpida, circunstancial.
Oí el agua repiquetear en el plato de la ducha y enterré las manos entre mis muslos.
Virgen y solo. De nuevo. Sobre todo solo.
Mi pene me estaba produciendo más quebraderos de cabeza que otra cosa. Quizás fuese verdad aquello que me dijo Pedro en el seminario de que mi instrumento era bestial.
Martina salió de la ducha desnuda con aire renovado. Una toalla enrollada alrededor de su cabeza la hacía más estilizada y sus pechos cubiertos de cardenales se bamboleaban a su paso. Sonreía coqueta ante mis miradas lascivas y se cuidaba forzando posturas de ofrecerme el mejor ángulo de sus nalgas y su sexo mientras se vestía. Mi verga se enderezó de nuevo. Sus provocaciones me hacían bombear sangre con rapidez hacia todo mi cuerpo. Sentía una presión en los testículos, necesitaba desfogarme. Y una preciosa mujer me estaba haciendo posturas, cada cual más incitante, calentándome. Y yo tenía el pene duro como una roca. Así que comencé a masturbarme mientras la veía vestirse.
Martina se quedó quieta mirándome. Curiosa, expectante. Deslizaba la mano por mi verga con movimientos sosegados, mostrando el glande rosado hinchado de sangre. Los testículos, laxos, se meneaban con cada vaivén de mi mano. Martina se estaba abotonando el vestido floreado por detrás y se quedó congelada mirándome. Repartía su mirada entre mis ojos y mi sexo estimulado. Se acarició el mentón, pensativa. O nerviosa. O excitada.
–¡Qué cojones…! –exclamó.
Martina se abalanzó sobre mí, tumbándonos sobre la cama, arrodillándose encima de mí. Nos besamos con desesperación, regando nuestros labios con saliva. Se descubrió el sexo llevándose la braga a un lado y se introdujo la verga hasta casi el fondo. Chilló y gimió imprimiendo un ritmo furioso a la penetración. La toalla que tenía en la cabeza se desmoronó cayendo a un lado y la arrojó al suelo de un manotazo para no estorbarla. Su cabello húmedo y brillante se bamboleaba como espigas mecidas en el viento enmarcando un rostro congestionado, de una belleza arrebatadora. Tenía los labios abiertos y los ojos entrecerrados. Bajó una mano para frotarse el clítoris bajo las bragas mientras brincaba sobre mí. Su frente se volvió a cubrir de sudor.
–¿Te gusta? Dime que te gusta, Juan, dime que te estoy matando de gusto –dijo con voz ronca mientras sentía como mi verga la taladraba el interior.
–Sí, Martina, me matas… Martina, ¡me estás matando! –grité.
La falda del vestido ocultaba nuestros sexos. Los tirantes se deslizaron entre sus hombros por sus brazos y sus pechos, suspendidos sin auxilio de un sujetador, eran zarandeados sin compasión ante sus embestidas.
La agarré por las caderas e imprimí más rapidez a sus movimientos. Gruñimos y aullamos extasiados. Mi orgasmo era inminente. Cuando me sobrevino, enterré con fuerza mi verga hasta tocar su ano con mis testículos y eyaculé con un grito de satisfacción. Martina ahogó un grito, sorprendida, abriendo sus labios de color cereza. Entre los estertores de mi éxtasis mantuve mi pene enterrado en su cuerpo entre espasmos mientras ella se agitaba con los ojos abiertos y de su boca abierta colgaba un hilo de saliva brillante.
Martina rodó a mi lado como un fardo y, con premura, me dediqué a su sexo. Sus dedos estaban quietos sobre su clítoris. Su entrada aún estaba dilatada y de un rosa encendido, su gruta palpitaba. El semen rezumaba del interior con lentitud hundiéndose entre sus nalgas, siguiendo el camino de sus fluidos y su vello púbico. Aparté sus dedos con mis labios y la despojé de sus bragas para mostrar su sexo en toda su plenitud. Chupé su clítoris con delicadeza. Martina se dejó hacer y al poco mis caricias húmedas fueron confirmadas con sus dedos internándose entre mi cabello. Gemía acompasadamente contoneándose sobre la cama. Contraía el vientre con fuerza, marcándose los abdominales. La carne de sus muslos se agitaba. Cuando el placer la inundó clavó las uñas en mi cabeza mientras la aprisionaba con sus muslos. Se agitó como una posesa presionando su sexo sobre mi cara.
Después se relajó exánime, espatarrada sobre la cama y respirando con fuerza.
–Dios de mi vida… –suspiró.
–Ha estado bien, ¿eh? –volví a taparla el cuerpo semidesnudo con la colcha de la cama.
Me sonrió y me arrimé a ella. Abrió la colcha invitándome a entrar y me introduje sin dejar de mirarla a los ojos. Su cuerpo estaba tibio y su pubis afeitado me rascó el muslo al meterme dentro.
–Espero que te haya gustado –dijo apoyando la cabeza sobre mi pecho. Su cabello aún estaba húmedo y frío al contacto con mi piel–, porque me has dejado el interior muy dolorido.
–Mucho. Te lo agradezco mucho.
–Habrá que esperar unos días hasta que podamos repetirlo…
No contesté. La miré a los ojos y ella mantuvo la mirada, preguntándome.
La besé con ternura en los labios, respondiéndola.
Martina suspiró y cerró los ojos. A los pocos minutos estaba dormida. Yo no tardé mucho en imitarla.

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