RSS
Facebook

sábado, 29 de mayo de 2010

OCASO

-->

 Era una maravillosa tarde de Agosto, pedaleando en una bicicleta vetusta que, a cada bache del camino de pedregales por el que Inés iba paseando, el timbre iba emitiendo un ring, ring con una intensidad comparable a la sacudida que experimentaba el vehículo. Lo cual ocurría casi de continuo.
 El ambiente era bucólico, casi indolente. Incitaba a la siesta, a tumbarse en una de las muchas verdes praderas que Inés iba dejando a ambos lados, regocijándose en la hierba que la acunaría el cuerpo y la produciría cosquillas en las pantorrillas y los antebrazos. Descalzarse y sentir las hojas tiernas mullirse en la planta de tus pies es un placer incomparable e inalcanzable para los presurosos y los diligentes.
Inés vestía unos sencillos pantalones cortos de color beige y una camiseta holgada de tirantes estampada de franjas horizontales de colores blanco y marrón, intercaladas, y unas alpargatas de color gris. Bajo estas prendas su cuerpo desnudo, su irrepetible juventud plena invitando al goce de la brisa acariciante y las vibraciones agitando sus pechos y su vientre inclinados ligeramente hacia adelante.
¡Qué importaban las miradas jubilosas de los mozos intuyendo el contorno de sus atributos en su camiseta o el atisbo de un pezón enhiesto a través de los huecos de los costados! Desdeñar las miradas reprobatorias de los ancianos del pueblo, alimentarse y jactarse de las miradas anhelantes de los jóvenes y no tan jóvenes, sentirse viva, especial, única. Porque el cuerpo cambiará y las arrugas poblarán zonas antes tersas y brillantes, y lo que antes era objeto de deseo y esperanza se tornará en amargo desvelo y motivo de vergüenza y oprobio propios.
Aprovechar lo que tenemos ahora, olvidarse del futuro incierto, vivir el presente preñado de esperanza y júbilo. Así pensaba Inés. Y por esa razón se dirigía esa tarde calurosa en una bicicleta de soldaduras herrumbrosas y timbre destartalado al encuentro de su amigo Juan, que lo esperaba en lo alto de una colina apartada del cúmulo de casas de adobe y ladrillos oscuros que conformaban el pueblo veraniego. Una colina coronada con un manantial en lo alto, casi ignorado, en la que una diminuta laguna al lado invitaba al descanso y al goce, a la promesa de un amor incomprendido y una curiosidad natural por el disfrute del cuerpo ajeno, postergado por el celo parental.
Regueros de sudor discurrían por la piel suave de su torso confluyendo en el espacio entre sus senos, en la depresión de su espalda, en sus sienes palpitantes, mientras el esfuerzo de remontar la cuesta que le acercaría a él y a la laguna se la antojaba lógico obstáculo y precio justo por las promesas imaginadas. Los muslos relucían del esfuerzo, los pies resbalaban en la suela por el sudor acumulado, las axilas destilaban profusos arroyuelos por los costados. Su camiseta y pantalones estaban humedecidos casi por entero por su voluntad indomable. Inés no quería bajarse de la bicicleta y recorrer el trecho restante y laborioso a pie: en su incontestable razonamiento el arduo esfuerzo sería recompensado con dicha y placer, derrame de ansiados anhelos y descubrimientos.
Por eso, cuando llegó a la cima de la colina y contempló orgullosa detrás suyo el camino tortuoso recorrido, recuperando el resuello y apartándose el cabello adherido a su frente empapada, exhaló un grito de energía, de desplante ante el obstáculo superado. Y allí estaba Juan, caminando hacia ella, con expresión de estupor y de honda admiración ante lo que consideraba también una prueba de arrojo y denuedo. Pero también su rostro translucía la excitación de las formas femeninas exageradamente marcadas por la camiseta adherida a la piel, el sudor envolviendo el cuerpo, el rostro acalorado, el cabello revuelto y los labios hinchados y entornados. La mirada brillante de Inés invitaba al abrazo, al encuentro de labios, a la estrechez de dos cuerpos unidos. E Inés valoraba también con una sonrisa vanidosa el bulto vertical que se adivinaba bajo el bañador azul de Juan, prueba fehaciente de la admiración por su cuerpo juvenil y entregado, ignorante de las huellas de la amargura de la madurez, de la pesadez de la sociedad apática e intransigente.
¿Por qué retener aquel primer beso en su boca y esos dedos ahuecando su cintura? Correspondió con una lengua sinuosa y expectante de aromas y sabores ajenos mientras sostenía la bicicleta por el manillar, dejando que los dedos ascendiesen por debajo de la camiseta, despegándola de la espalda, aprisionando el sudor derramado entre las líneas de la mano, sintiendo su piel ardiente contra la tibieza de aquellas manos voluntariosas y carentes de maldad o lujuria, al menos por ahora.
Dejó la bicicleta a los pies de la de Juan y caminaron cogidos de la cintura en dirección a la laguna, en cuya ribera asomaban juncos y lirios, en la que el croar de las ranas era alegre y distendido y en la que las sonrisas de ambos jóvenes estaban inmersas en la frescura del agua que remoloneaba en las orillas.
Solo sus miradas, sólo sus sonrisas. Fuera prendas, fuera prejuicios, desnudados de la vida adulta, gozando la ausencia de preocupaciones. Aquí no hay atascos, no hay hipotecas, no hay trabajos mal pagados. Sólo hay un croar de ranas, un chorro de agua de manantial salpicando lejano, el frescor de la laguna, el calor del atardecer veraniego y el abrazo desprovisto de obligación de un cuerpo núbil, desnudo como el de ella.
El agua cubriendo los recovecos del cuerpo, lamiendo sus contornos femeninos, empapando su agreste vello púbico. Y aquel falo emergiendo de la superficie, como los juncos que los rodeaban, nacido de un vello igual de agreste que el suyo, brillante por el agua, hinchado por la excitación, terso por la impetuosa juventud. Aflorar el glande amoratado era casi una obligación, un consuelo satisfecho, un regalo sin ambages ni correspondencias.
Juan la enseña cómo se hace. Cierra una mano sobre la suya, las dos entorno al miembro del chico y la indica con suaves movimientos que para hacerle estallar de placer debe deslizar arriba y abajo la mano a lo largo del sexo. Bajo la fina piel del pene, Inés siente las venas palpitar y los músculos tensados estremecerse. Juan aprueba la cadencia de Inés con un gemido gutural preñado de gratitud. Cambia de mano porque la otra se le cansa, es un movimiento que exige ritmo preciso y mimo preciosista. Ella siente sus pechos revolverse ante el esfuerzo y sonríe al ver el rostro de Juan enrojecido y soliviantado. Pero Juan disfruta, sí, lo puede ver en sus brazos tensos recogidos detrás de la cabeza, su cuello agarrotado y sus ojos cerrados con fuerza.
El croar de las ranas se disgrega cuando Juan alcanza el éxtasis y exhala un grito gozoso. El esperma fluye en sucesivas descargas que alcanzan el agua y se quedan flotando en ella, como gotas de aceite. Pero no son ambarinas ni negras, sino blancas, grumosas, gelatinosas. Inés prueba el semen lamiendo un reguero que se ha quedado atrapado entre sus dedos y lo encuentra salado y amargo. ¡Qué dicha al sentir el sexo de Juan explotar de júbilo, inflamando el aire con sus jadeos y viendo las lágrimas derramándose por sus mejillas! ¿Por qué algo tan simple provoca en el chico un sentimiento de agradecimiento tan hondo? Sonríe contenta. Es muy fácil contentar a Juan. Pero quizás también tenga que ver el hecho de que ella lo hacía con ganas, con sincera cortesía, sin contratos. Porque ella quería.
Y Juan quiere agradecerla aquél desinterés, aquella entrega.
La besa con ternura, ahuecándola la nuca con una mano, internando sus dedos entre el cabello fino y alborotado. Y con la otra acaricia sus senos coronados por bulbares pezones. Los dedos amasan la carne, pellizcan la piel, resbalan en el sudor dejado por el esfuerzo de la masturbación. Ronronea plena de goce. Otros dedos recorren sus pechos, otra lengua se instala entre sus dientes, otra mano la sujeta su cabeza. Reconfortada, querida, deseada. Todo eso siente y más. Y un cosquilleo en su vientre nace, zascandileando entre su sexo, haciendo vibrar sus muslos bajo el agua. Sus brazos se sacuden y acusan la agitación de su respiración entrecortada, del murmullo de su excitación creciente. Cuando la mano desciende por su torso y recorre su vientre deteniéndose entre sus piernas cierra los ojos. Juan sabe cómo hacerlo. Pero ella necesita sentirle dentro, pues comprensivo es su cuerpo pero ahora demanda ardor y guerra, y le susurra palabras de aliento y desconsuelo; lejanas esas palabras le parecen a sus oídos, pero él atiende sus súplicas.
Y los dedos se internan en su interior y acarician su botón hinchado. Juan retiene entre sus dientes el mentón de Inés, saboreando el desamparo de la chica, el ardor de su rostro congestionado por el deseo y el estallido de gemidos y ahogos. Y cuando el éxtasis la abruma y la convulsiona, sus besos la escancian saliva en su boca sedienta de comprensión. Porque ella también ha hecho agitar las aguas de la laguna con sus piernas agitándose, revolviéndose, desembarazándose de la realidad e internándose muy hondo en el goce propio.
Besos, caricias, abrazos, roces. Calor, humedad. Ranas croando y juncos doblándose. El sol se resiste a morir en el horizonte y, mientras, Inés y Juan continúan abrazados bajo el agua tibia de la laguna ignorada.
Quizás no haya mejor satisfacción para ellos que estar juntos y contemplar el ocaso rojizo mientras se susurran palabras de amor.

0 comentarios:

Publicar un comentario

Comentar no cuesta nada salvo un pedazo de tu tiempo. Venga, coño, que es solo un minuto.