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sábado, 8 de mayo de 2010

PORNÉ (2)


Adonis, así se dijo llamar el de la faldita, y Eros me hicieron sentar sobre el taburete y explicaron una historia digna del lunático con menos chaveta.
-Verás, Porné, tú eres una diosa, la diosa Afrodita, para más señas, y yo soy tu amante, Adonis, y este personajillo revoloteando es Eros, un hijo tuyo –empezó el hombre, que se apoyó en el canto de un caño donde desembocaba un tubo de donde salía un chorro de agua cristalina.
-¿Pero dónde estoy? –pregunté sin dejar de cubrirme los pechos y el sexo con la tela de la túnica. El tal Adonis me estaba echando unas miraditas cargadas de deseo al mirar todo mi cuerpo desnudo que me estaban poniendo nerviosa. Y cachonda, porque yo también le miraba de reojo esos labios que me pedían a cada palabra suya que los pellizcase con mis dientes, que los embadurnase con mi saliva. Y su polla, ¡ay que instrumento, por amor de Dios!, que asomaba sin tapujos debajo de la tela; ya estaba sintiendo el rezumar de fluidos en mi interior.
-¿Qué dónde estás? En el olimpo, ¿dónde si no? –rió Adonis extendiendo los brazos.
-Bueno, en una parte de él, mejor dicho –aclaró-, el resto ha desparecido y no creo que nadie vuelva de nuevo a reconstruirlo, ¿no te acuerdas tampoco de eso?
Negué con la cabeza siguiéndole la corriente. ¿Olimpo? ¿Yo, una diosa? Será porque me depilo las piernas con esas maquinillas de afeitar, porque si no… Qué habrán fumado o esnifado estos dos, me cago en todo…
-No se acuerda de nada –dijo una mujer que apareció del pasillo entrando en el patio.
Era bella, muy bella, una puta modelo, pensé. Alta, de piel blanca y rasgos finos, portaba una túnica nívea igual a la mía, bajo cuya minúscula falda también se mostraba su sexo, aunque ella lo tenía lampiño. Sin embargo, su cuerpo era torneado, atlético, de caderas estrechas y pechos pequeños y altivos. Su cara era angulosa, de mirada seria y labios finos. Un cabello corto y negro le caía liso a ambos lados de la cara. Se apoyó en el caño junto a Adonis, que se levantó respetuoso quedándose a mi lado, con los ojos gachos. Miré de reojo el pene del que se declaraba mi amante, a pocos centímetros de mi cara. No pude evitar revolverme en el taburete, sintiendo mi vagina húmeda y expectante. Suspiré sin poder evitarlo.
La desconocida, que me miraba fijamente, sonrió con desdén.
-Ay, Afrodita, tú siempre detrás de un cacho de carne, no cambiarás nunca, no –dijo.
Me levanté del taburete ante lo que consideraba un insulto. ¡Pues claro que estaba deseando agarrar la polla del maromo y metérmela hasta el fondo de las entrañas! Pero de ahí a que te digan que las vas buscando…
-¿Qué me has llamado, so marrana? Retira lo que has dicho o te tragas mi pie hasta la rodilla.
-No te enfades, cariño, que no te pega. Además –extendió sus brazos y apareció en una mano un arco enorme, casi tan alto como ella, de madera reluciente, y en la otra un manojo de flechas de puntas negras y afiladas. Su rostro había pasado de la seriedad al enojo manifiesto-, ¿Qué puede hacer una diosa ramera contra un arco empuñado por la diosa Artemisa, señora de la Luna?
-¿Señora de la Luna? –repetí con voz irónica, pero carente de convicción. El corazón me latía con rapidez y tragué saliva con miedo al ver aparecer el arma entre sus manos sin causa aparente. Quizás estuviese marcándose un farol-. Tú te lo flipas, niña.
-¿Qué yo me lo… flipo? –repitió Artemisa enseñando los dientes inferiores y con el ceño fruncido. Colocó una flecha en el arco con una rapidez tan increíble que sus brazos parecieron un borrón ante mis ojos. La punta negra de la flecha apuntaba a mi pecho, a menos de un metro. Tensó el arco con una fuerza que hizo destacar sus músculos que gimieron como maromas tensadas en todo el cuerpo, crujiendo la madera del arma. Ningún titubeo se advirtió en su mirada cargada de odio, ningún temblor en la flecha dispuesta-. Tendría que haberte matado y descuartizado mucho antes, pero ahora también es un buen momento.
Entonces se oyó una voz que procedía de todas partes y ninguna, grave y estentórea, que reverberó en las paredes del patio e hizo temblar el suelo. Adonis y Eros se arrodillaron tapándose la cabeza con un terror absoluto.
-¡Dejadlo ya!
Artemisa miró hacia arriba y seguí su mirada, encontrando un gran nube oscura y siniestra sobre nosotros, por la circulaban chispas y arcos de rayos que lo cruzaban de uno a otro lado, desprendiéndose de la masa nubosa y entrando en ella de nuevo.
Artemisa y yo nos miramos. Mantuvimos los ojos fijos, sin pestañear. Bajó el arco al suelo sin perder de vista mi cara, el odio en sus ojos no se disipó. Sin decir una palabra, sus labios formaron una frase que entendí a la perfección.
-En otra ocasión, hija de Urano.
Un parpadeo y, de repente, me encontré en mi casa. Fue solo un parpadeo, pero todo cambió. Me encontraba de nuevo en el dormitorio, enfrente del espejo del armario con el mismo borde mellado. Con la misma ropa que llevaba antes de coger el taxi.
Suspiré aliviada. Me giré y contemplé mi dormitorio, igual que cuando lo dejé al salir de casa.
Quizás un desvanecimiento. Un mareo. Un lapsus. Yo que sé. Pero estaba de vuelta.
Pero algo no andaba bien.
El sujetador me apretaba demasiado el pecho, al igual que la blusa, y los pantalones se ceñían con fastidio en mi culo. Toda la ropa que llevaba puesta me molestaba. Me desvestí para advertir que mi cuerpo ante el espejo ya no era el mismo, seguía teniendo los pechos llenos y pesados, las caderas rotundas, las nalgas pizpiretas y redondas y los muslos lisos. Mi melena caía en lujuriosos bucles a mi espalda y mi sexo estaba invadido por un tupido vello castaño.
-Me cago en la puta de oros –susurré-. O sea, que de sueño, nada.
Mi móvil sonó dentro del bolso que tenía encima de la cama (mi móvil, coño, mi querido móvil seguía allí).
Era Soraya. Descolgué.
-¿Se puede saber dónde coño estás, Bea? –escuché su voz y de fondo una música electrónica a todo trapo y un murmullo constante de voces.
No supe qué responder.
-¿Bea, estás ahí, cariño? –gritó Soraya entre el griterío. Se hacía difícil oírla.
-Sí, sí, estoy aquí –contesté.
-Pero si habíamos quedado a las nueve, Beíta, ¿no te llegó el email de María?
-Sí, sí, pero habla más alto, coño, o sal de la disco.
-No vas a salir, ¿no? Es eso, ¿a que sí?
Y una mierda no iba a salir. El recuerdo de Mario se había diluido hasta casi desaparecer. Además, el tentador cuerpo del tal Adonis me había dejado caliente. Y este pedazo de cuerpo que tenía ahora… ¡dios qué tetas y qué culo me gastaba ahora! Estaba hecho para pecar sin dudarlo un instante.
-Me pego una ducha, me visto y voy para allá, Soraya. Te vas a caer de espaldas cuando me veas.
-¡Esa es muy putilla favorita! –Gritó Soraya-. Date prisa, venga, que te estás perdiendo lo mejor, tenemos cerca un grupito de yogurines a cada cual mejor que el anterior... Mmmm… Además, nos van a presentar al dueño de la disco, dicen que está para morirse… No tardes, anda.
Reí y colgué.
El agua caliente de la ducha me relajó sobremanera. El agua discurría por mis pechos renovados cayendo en chorros por mis nuevos pezones. Otro reguero seguía el camino de mi vientre para terminar en mi vulva, enmarañándose con el vello espeso que lo cubría.
-Dios… -suspiré a gusto.
Cerré los ojos y pensé en ese macho divino que se hacía llamar Adonis. El agua me empapaba el cabello pegándose a mi espalda. ¿Qué habría debajo de aquella falda plisada que no conseguía ocultar su tremenda polla? Mis manos se acercaron peligrosamente a mi sexo, hundiendo los dedos entre el vello. Un calor me invadió el vientre descendiendo hasta mi almeja. Me había puesto cachonda sin remedio. Llené mi boca de agua caliente y la vertí mezclada con mi saliva sobre mis pechos blanquecinos.
-Mmm… -ronroneé cuando mis dedos apartaron los pelos de mi sexo, descubriendo mis genitales. Me incliné abriendo las piernas y dejé que el agua caliente discurriese hasta mi entrepierna para caer en un chorro que, a mis dedos, se me antojó parecido al de una estupenda meada.
-Joder, Adonis, joder –mascullé-, te follaba ahora mismo, si te tuviese a mi lado.
Pero Adonis no apareció, para mi tranquilidad y mi cordura. Me froté los pliegues de mi sexo y dejé que el agua me limpiase los bajos con delicadeza, con caricias templadas que aplacaban mi fuego interior. Porque necesitaba correrme, disfrutar de mi nuevo cuerpo, de nuevas sensaciones. Pero no podía. Había quedado, y eso de hacerse un dedo necesita su tiempo, su tranquilidad.
-¡Qué cojones! –pensé-. Estoy segura de que están más pendientes de los chicos que dijo Soraya que de si aparezco antes o después por la discoteca.
Me froté el sexo con frenesí, descubriendo el interior con los dedos de la otra mano. Si Adonis estuviese aquí me enchufaría el nabo sin dificultad, ya estaba húmeda por dentro y por fuera. Me llevaría aquellas sabrosas pelotas a la boca y le sorbería hasta la última gota de semen cuando se corriese en mi boca. ¡Y qué pectorales tenía, Dios de mi vida! Le arrancaría las tetillas a mordiscos y le dejaría los cardenales de mis dientes por toda la carne del pecho y los abdominales, aunque me llevase una noche entera.
Apoyé la frente en los azulejos para no caerme porque el gusto que estaba sintiendo no tenía nombre. Con el pulgar me acaricié el clítoris erecto mientras con el índice y el medio me exploraba el interior.
-Joder… -suspiré de placer.
El cabello se me desparramaba por los hombros y los pechos mientras seguía deslizando mis dedos por mis entrañas y frotando mi carne rosácea. Respiraba rápido. Un hilo de saliva se me escurría de los labios mezclándose con el agua caliente. Los sofocos se sucedían uno tras otro. El corazón me bombeaba sangre con una cadencia demencial. Me arañaba mi interior con saña, extrayendo hasta la última gota de placer, arrancando pedazos de gloria divina. Me estremecía, las piernas me temblaban y me apoyé en la mampara de la ducha para no caer de rodillas. Estaba próxima y apuré los movimientos.
Cuando el orgasmo me invadió, gemí con goce infinito, añorando una espalda donde clavar las uñas, una oreja donde hincar el diente, un aliento en mi garganta.
-Ay… ay… ay… -gritaba mientras los espasmos me convulsionaban las entrañas.
Las tripas se me revolvieron. El corazón me estallaba en el pecho. Y entonces sí que me meé. Abrí los ojos sintiendo en mis dedos el agua tórrida discurrir por ellos, enturbiando el fondo de la ducha, amarilleando la loza.
-Me cago en la puta… -susurré con dicha.
Aquel placer no tenía nombre. Me vacié a gusto y cuando recuperé la respiración, me enjaboné con delicadeza, cubriendo con la espuma blanca cada articulación, cada intersticio, cada agujero, cada pliegue.
-Bueno, ya está bien, Bea –me dije-, que si por ti fuese te hacías otro dedo ahora mismito. No me seas guarrona, vamos, que te están esperando, coño.
Lavarme el pelo fue un asunto bien distinto. El cabello castaño me llegaba, espeso y ondulado, hasta más allá de las nalgas y necesité varias dosis de paciencia para enjabonarlo y luego aclararlo.
Cuando salí de la ducha consulté la hora en el reloj de pulsera.
-¿Solo cinco minutos? –exclamé sorprendida. Corrí hasta la cama pensando que me había equivocado, que el reloj de pulsera se había parado. Pero el del móvil me constató el hecho.
-¡Qué bueno! –Pensé riendo-, me puedo duchar en cinco minutos con un apaño de por medio y una melena de casi un metro. Esto es la polla, tía.
Deseché la blusa negra y los vaqueros. Busqué en mi armario un vestido de fiesta sugerente, pero no encontré nada que me incitase.
De repente me acordé de la túnica. ¿Y por qué no?, pensé. En la balda superior tenía una tela con la que quería hacer una cortina para la ventana del comedor, pero que nunca tuve ganas de empezar. La vi al trasluz de la lámpara. Era de tela casi transparente, muy fina, de color beige y con un estampado de vieiras anaranjadas.
No me lo pensé dos veces, porque estaba notando que mi yo más conservador se estaba acercando. Calculé a ojo de buen cubero mis medidas y apliqué tijera sin dudarlo. Las costuras me dieron más trabajo. Dejar los bordes de una forma correcta me llevó una tiempo considerable, primero con los alfileres y luego con la máquina de coser de mano. El broche del cinto, que se separaba en dos mitades, me sirvió uno para anudarme la parte delantera y trasera por el hombro derecho y el otro para ceñirme la tela a la cadera.
La falda, como si lo estuviese viendo, mientras doblaba la tela dejándola suelta en la cintura, quedaría corta. Pero cuando terminé no pensé que quedase tan corta. Al menos me tapaba el chumino, pero al girarme chillé asustada al ver mis nalgas blanquecinas en su gloriosa plenitud, al aire, con un pobre trozo de tela cubriéndome los riñones y poco más.
-Yo así no salgo, ahora sí que soy una puta, qué digo, ¡soy una re-puta!, así, con el culo al aire, enseñando el agujero por donde cago por menos de nada. Eso sí que no. –me dije con ojos abiertos de par en par mirándome la carne expuesta de las nalgas. Tenía pensado ponerme un tanga negro debajo del “vestido”, pero esto lo cambiaba todo.
-¿Y por qué no? –dijo una voz a mis espaldas.
Ahogué un grito espantada y me giré acuclillándome, tapándome los pechos y el pubis con las manos.
Reclinado en la cama estaba un joven sonriente de cabellos rizados y cuerpo desnudo que me miraba con evidente entusiasmo y alborozo.
-¿Y tú quién cojones eres? –chillé.
El joven mi miró de arriba a abajo acariciándose el mentón con aire pensativo.
-Eres una preciosidad, mamá. Yo que tú iría desnuda, pero bueno… ya se sabe lo que pensaría la gente en esta época.
Sus ojos recorrían mi cuerpo encogido con una sonrisa en sus labios anaranjados. Tenía unos dientes blanquísimos y una mirada cautivadora.
Miré alrededor buscando algo con lo que taparme y tiré de la toalla con la que salí del baño y que el joven tenía debajo de sus piernas.
-Vamos, Porné, no me digas ahora que tienes vergüenza de tu desnudez, y menos con tu hijo.
-¡Qué coño vas a ser mi hijo! –espeté tirando de la toalla. El muy cabrón, riendo, hacía fuerza con los talones impidiéndome quitársela-. Ahora resulta que me he pasado la vida pariendo como una coneja. Dime quién eres.
El joven sonrió sin decir nada.
-¡Qué quién eres tú y qué haces en mi casa, joder! –rugí cogiendo por fin la toalla y tapándome con ella el cuerpo.
-Yo soy tu hijo Hímero –dijo poniéndose en pie. Dos alas de paloma emergieron de su espalda como las del niño alado que se hacía llamar Eros, quizás algo más grandes. Pero en comparación con su cuerpo eran igual de pequeñas y parecían ridículas en su espalda. Habría terminado la adolescencia y tenía un cuerpo atlético pero desgarbado, con un pene medio erecto que se bamboleó como una vara de zahorí al levantarse de la cama.
-El que faltaba. Esto es la polla, de verdad, es que ya no puedo más, creedme –dije en voz baja riendo, pero con una rabia que me consumía por completo-. A ver, lo primero, ¿cómo has entrado en mi casa?
El tal Hímero rió y se sentó en el borde de la cama. Había cogido el móvil, pasando de mí, y lo miraba con curiosidad, girándolo, como si fuese algo nuevo para él. Lo olisqueó y lo mordió con cuidado.
-¡Trae acá, joder! –Dije quitándoselo de las manos. Me exasperaba que todos estos colgados hiciesen caso omiso a mis preguntas-. A ver, criajo de mierda, tápate el pito (que por cierto, nada tenía ya de pito: su pene ya estaba erecto como una vela), y respóndeme, haz el favor, anda –pedí de nuevo mirando con pesar las marcas de los dientes que había dejado en el borde del móvil.
Me erguí, cruzándome de brazos y esperé la respuesta del mocoso este, que me miraba con ojos libidinosos por todo el cuerpo.
Se levantó de nuevo y la sonrisa se borró de su cara, mostrando una seriedad que imponía. Dio un paso hacia mí y no pude evitar retroceder asustada, sintiendo a mi espalda el cristal del armario en el que me había mirado antes. No había escapatoria. Mi corazón empezó a latir rápido.
-Yo soy Hímero, madre, dios del impulso que se manifiesta ahí abajo –y señaló con la mirada mi entrepierna. En ese momento, la toalla, como si cobrara vida propia, se arremangó sola mostrando mi sexo desnudo. Intenté bajarla a manotazos con una mano mientras con la otra sujetaba el otro extremo ocultando mis pechos bajo la túnica pero mis aspavientos parecían los de un borracho, se resistía a las leyes de la gravedad. Al final desistí con un suspiro y cuando levanté la mirada me encontré con el rostro de Hímero junto al mío, sus labios anaranjados casi tocando los míos, su aliento sobre mi mentón y sus ojos del color de las naranjas sobre los míos, sin mostrar un solo parpadeo. La piel de sus mejillas parecía creada en porcelana, lisa, sin imperfecciones.
Respiré alterada, con la vista enturbiada de rojo. Mi corazón latía desbocado, sin control, y me notaba las sienes palpitar como tambores. Mis pechos oprimían el torso de Hímero y mis pezones, enloquecedoramente sensibles, arañaban la tela de la túnica arrancándome jadeos contenidos. Mi abdomen, al inspirar, tocaba su cuerpo desnudo con una cadencia creciente. La punta de su pene se apoyaba sobre mi vientre. Y sentía una presencia en mi pubis, separando a ambos lados el vello de mi sexo, dejándolo al aire, permitiendo que algo (pero no era él, porque tenía las manos posadas sobre sus muslos) acariciase, como un aleteo, mis pliegues internos, dejando que una brisa imposible rozase mis interioridades.
Me temblaron las rodillas y los dedos me vibraban al son de los latidos de un corazón a punto de estallar. Un escalofrío me recorrió la columna y suspiré agitándoseme el vientre y sintiendo su pene erecto golpearlo. Acalorada, descansé la frente en su clavícula y me apoyé en sus hombros, incapaz de tenerme en pie, un mareo se me subió raudo a la cabeza y dejé que el móvil y la toalla cayesen entre nosotros. El inicio de un orgasmo se empezó a gestar en mis genitales, sentí mis tripas revolverse inquietas y mi corazón latir con furia encabritada. Aspiré aire, cerrando los ojos, con los labios entreabiertos de los que manaba saliva de las comisuras, a punto de alcanzar un sublime éxtasis.
De repente, el deseo cesó. Parpadeé confundida y me encontré de nuevo al joven sentado en el borde de la cama, sonriente, mirándome divertido.
-Aparezco cuando me place, mamá, soy el Dios del deseo, del impulso, del arranque repentino, del acaloramiento. Y desaparezco igual que un orgasmo, que un suspiro, que un pestañeo –dijo Hímero señalando con la mirada mis muslos empapados de mis fluidos. Me limpié con la toalla, con el ceño fruncido y los labios apretados, con un solo pensamiento en la cabeza.
-¡Qué malnacido!, dejarme así, a puntito de conocer un orgasmo como Dios manda. ¿Quién coño le habrá enseñado a este niño a putear así a una mujer…?
Inspiré con fuerza, intentando sosegarme, y el ceñidor que me sujetaba la túnica estampada de vieiras a la cintura se desprendió, y el que me sujetaba el hombro se deslizó por mi brazo, cayendo la tela a mis pies doblándose en bucles, mostrando mi total desnudez. Me tapé sin mucho entusiasmo el pubis con un mechón de cabello y los pechos con la otra mano. Una ligera brisa que surgió de la ventana cerrada (¿cómo no?) ondeó mis cabellos.
Hímero me miró extasiado, en su rostro se dibujó una sonrisa amplia y luminosa.
-Mamá –dijo levantando el vuelo y acercándoseme-, créeme: acabas de nacer.
Y era cierto. Me sentía renovada, distinta. Tomé conciencia de que este cuerpo no era el mismo, de que mi ser ya no era igual. Ya no podía ser Beatriz Porné Urane.
-¿Quién soy? –susurré girándome y viéndome en el espejo.
-Eres Afrodita, mamá –continuó Hímero-. Eres la diosa del amor, de la belleza, de la lujuria, del pecado carnal.
Suspiré.
Hímero se acercó a mis pies y recogió la túnica, desasiendo los broches, juntándolos, quedando la hebilla de mi pantalón, que me tendió con respeto, sin dejar de mirarme a través del reflejo del espejo.
-Este es tu ceñidor, mamá. Llévalo siempre encima, será tu joya más preciada, y un revulsivo contra tu amante.
-¿Mi amante? ¿Pero no era Adonis? ¿Es que me abro de piernas a la buena de Dios? ¿Qué soy, la putona del Olimpo, o qué?–pregunté girándome hacia él.
Éste se encogió de hombros sonriente y se volvió a sentar en el borde de la cama. Su semblante cambió y acusó tristeza y pesar. Posó su mentón en las palmas de las manos, los codos apoyados en las rodillas.
-Es Ares, mamá. Se ha vuelto loco y parece que todo alrededor suyo también. Ten cuidado.
-¿Ares? –pregunté. El nombre no me era desconocido, ya lo había escuchado antes, pero no recordaba dónde ni cuándo.
Hímero afirmó con la cabeza y señaló con los ojos mi broche.
-Tú solo ten siempre a mano el ceñidor, mamá -. Levantó el vuelo con lentitud sobre mi cama, acercándose a mí.
-Y por cierto, lee algo de mitología, por favor, no me seas pazguata, que los demás dioses ya me llaman “el hijo de la atolondrada”.
Y desapareció. Un pestañeo, un parpadeo. Era algo que me sacaba de quicio.
Fue entonces cuando recordé porqué el nombre de Ares me sonaba tanto.
Soraya y compañía. Estaban en la discoteca. Una discoteca que se llamaba “Aresia”.
“Nos van a presentar al dueño de la disco, dicen que está para morirse…”, dijo.
-Dios… -musité.

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