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sábado, 8 de mayo de 2010

CINCO MILLONES (1)

Mi nombre es Juan Antonio Cortés y estaba a punto de ser ordenado sacerdote. Seminarista desde hace cuatro años, me quedaban pocos meses para alcanzar la gracia de Dios y ser ordenado sacerdote, pero los acontecimientos se trastocaron y perdí la fe. O quizás nunca la tuve. Todo comenzó, o se precipitó, por un compañero de seminario, Pedro. Una tarde, cuando salí de la ducha, no me cubrí con la toalla y caminé desnudo hasta donde estaban mis ropas, atravesando las demás duchas. Me creía solo y cuando Pedro salió de las duchas y me vio desnudo comentó lo grande que tenía el miembro.
–Juan, con ese instrumento no llegarás nunca al sacerdocio, es gigante, bestial, una aberración corporal que te va a impedir tener los sesos y la fe en su justo sitio.
Sonreí con la broma y miré mi pene. El ambiente estaba lleno de vaho y la temperatura era agradable. Mi miembro estaba fláccido pero hinchado y era tan grande como mi mano. El vello púbico, espeso y rizado, que aún tenía atrapado entre sí gotas de agua, cubría la base de mi entrepierna hasta llegar a mi pecho. Pedro me miraba de soslayo el cuerpo desnudo, mientras se vestía con rapidez.
–Tápate, por favor. Me haces sentir incómodo –dijo en voz baja. Noté como, bajo sus calzoncillos, un bulto iba creciendo.
Al día siguiente, Francisco, nuestro profesor de Teología y ayudante del director del seminario, me llamó a su despacho antes de las clases. Francisco era un cuarentón de cara alargada, coronilla hendida y pelada y piel cetrina chupada al hueso. Tenía unas gafas de montura casi circulares, de un grosor fino, y casi siempre sucias. El cristal estaba siempre translúcido. Yo me maravillaba con frecuencia de que pudiese distinguir detalles a través de aquella suciedad y cuando un día se lo comenté:
–Estas gafas pertenecieron a mi abuelo. No tienen dioptrías, el cristal es liso. La suciedad que tiñe mi visión atenúa la suciedad que veo en el mundo.
Don Francisco me invitó con un gesto de la mano a sentarme enfrente de su mesa. Luego, juntó las manos y empezó a frotárselas como una mosca las patas.
–Me han contado, hermano –para él todos éramos hermanos, y me gustaba cómo sonaba. Me sentía muy acogido– que te has estado… bueno, es embarazoso. Me han dicho tus compañeros que te has exhibido de forma erótica y que has dado rienda suelta a tu fogosidad juvenil.
–No entiendo de qué me habla, don Francisco –dije. Ya había olvidado el suceso de la tarde anterior.
–Un compañero tuyo te ha oído masturbarte en las duchas, Juan.
Sentí escalofríos y las orejas se me inflamaron.
–No es nada serio –continuó–, y prefiero tus descargas juveniles a… –cruzaba y entrecruzaba los dedos encima de la mesa, estaba muy nervioso y me miraba de reojo, por encima de las gafas– otro tipo de descargas, ya me entiendes, con todo lo que se va contando ahora de los curas y esas cosas sin sentido. Pero entiende que esto no es un buen comienzo, aquí se forjan los futuros sacerdotes, los rebaños del Señor no pueden ser guiados por alguien con esas ideas, ¿me entiendes, verdad, Juan?
–Es una calumnia, don Francisco, ni yo me he masturbado ni tengo esas ideas que comenta, por favor…
–Me lo han confirmado varios hermanos, Juan, no mientas.
–Pero…
–Si lo deseas, podemos hablar de esto en el confesionario.
–No es necesario, don Francisco, yo le aseguro…
–El confesionario sería una excelente forma de mostrar tus sentimientos –me cortó de nuevo. Supe de manera certera que sabía más de mis tocamientos que incluso yo mismo. Era una tarea en vano el mentirle.
–Y también para afianzar tu arrepentimiento –añadió fijando sus ojos en los míos tras las gafas de cristal desleído.
Callé. Don Francisco tenía las palmas de las manos sobre la mesa, abiertas hacia mí, y me miraba a los ojos, con ganas de zanjar este asunto de la forma más limpia y rápida posible.
Respiré fuerte y le agradecí el ofrecimiento.
Era cierto que me había masturbado. A veces. Pero era algo muy esporádico. Al entrar en el seminario tenía dudas y estaba terminando la adolescencia. Había tonteado con varias chicas y había conseguido besos que me habían prometido caricias mejores, pero nada había cuajado. Los recuerdos y aquellos momentos que rememoraba a veces, cuando el deseo me dominaba, e imaginaba qué habría sucedido de llegar a acostarme con esas chicas, solían acabar enfriando mis deseos en las duchas o avivándolos en la intimidad del servicio. Era virgen a mis veintitrés años.
Pero si confirmaba lo que Don Francisco decía, mis palabras no podrían aseverar que aquello era ocasional, infrecuente. En modo alguno habitual.
Además, ¿qué tiene de malo masturbarse? Hacemos voto de castidad, pero somos humanos, hombres para nuestra desgracia. Tenemos impulsos sexuales, como todo el mundo, que nos envuelven y nos someten. Que nos zarandean como peleles y suponen un obstáculo a nuestro trabajo para con Dios. En mi caso era una forma de descargar mi ansiedad. Aunque muchas veces, frustrado y lleno de remordimientos, había dudado de mi vocación, había perseverado en mi determinación hacia el sacerdocio.
Salí del despacho de don Francisco y le prometí confesarme lo antes posible.
Me tumbé en la cama y medité porqué me estaba sucediendo esto. Al instante recordé la broma de Pedro. Seguramente me habría visto esos primeros días y ahora, al ver mi miembro, pensaría que había aumentado de tamaño debido a que me masturbaba a diario o con más frecuencia incluso. O quizás quería desquitarse por envidia del tamaño de mi miembro.
–¿Qué tonterías estoy pensando? –me pregunté extrañado.
Pero durante los siguientes días fue peor. Sentía mi sexo presente a todas horas, durante las lecciones, en la capilla, en las oraciones, en las horas de estudio, en los deportes.
No podía dejar de darle vueltas y más vueltas y una noche, de madrugada, aún despierto y con ello en mente, no pude reprimirme y corrí hasta el servicio. Había estado fantaseando con la idea de acostarme con mi última novia, una chica llamada Verónica, que en mis recuerdos, mezclados con mi alocada imaginación, tenía una mirada libidinosa y unos pechos hinchados y provocativos que gustaba de enseñar.
Sucedió pocos meses antes de entrar en el seminario, recién cumplidos los dieciséis. Habíamos quedado esa tarde para ver una película en el cine, pero cuando vimos la fila de gente que había para comprar la entrada y que se prolongaba hasta el final de la manzana, optamos por sentarnos en un banco de un parque que había enfrente del cine. Justo antes de sentarnos, un viejecillo se sentó en medio del banco y nos miró con una sonrisa de indulgencia pero también de vanidad, tenía todo el banco para él solo. Nos internamos entre unos árboles y llegamos a una pendiente, en un pequeño claro a la ribera del río, oculto parcialmente de la vista ajena, y nos tumbamos en la hierba; un césped ignorante de los cuidados de los jardineros crecía salvaje y lujurioso. La hierba nos ofrecía un remedo de lecho y nos besamos con fruición sin contemplaciones. La desabotoné un botón de su blusa e interné una mano dentro agarrando una teta cálida y mullida cuyo pezón estaba tieso bajo la tela del sostén. Verónica, para corresponderme, metió la mano bajo mi camiseta y me pellizcó las tetillas. Continuábamos magreándonos sin separar nuestros labios, hasta que decidí que podía aspirar a más. Deslicé la otra mano bajo su falda siguiendo la piel tersa de su muslo y dio un respingo cuando mis dedos llegaron a las bragas. Seguí la costura exterior de la prenda hasta el pubis donde encontré varios pelos rizados que habían escapado a la protección de la prenda o que, quizás, me daban la bienvenida a un mundo oscuro, inexplorado y caluroso. Verónica gimió débilmente y se revolvió para permitirme un mejor acceso a sus interioridades. Notaba bajo sus bragas su sexo humedecerse. Pellizqué la carne de los labios entre el mullido vello y distinguí un sonido de rezumar fluido. Verónica gimió y me pellizcó con fuerza el pezón. Luego, supongo que por la vergüenza de estar a la vista de cualquier mirón o quizás porque la estaba dirigiendo a un camino sin retorno, apartó mi mano y se separó de mí. Me dio un beso en la mejilla y después de abotonarse la blusa y limpiarse la falda de hierba, se marchó, sin decir una palabra. El sabor de sus labios persistió unos segundos más en mi boca. Olí los dedos que la habían hecho gemir y sólo encontré un ligero rastro salado de su femineidad que también remitió a los pocos segundos.
Corrí rápido, de puntillas, hasta los servicios del seminario.
Las luces del fluorescente parpadearon al dar la luz e iluminaron el servicio con luz fría y azulada, reverberando en los azulejos amarillentos que tapizaban las paredes.
Me bajé el pantalón del pijama arremangándome la camiseta frente al espejo del lavabo. Casi nunca me miraba al espejo, y menos mi entrepierna. No recordaba estar tan delgado, las costillas se marcaban como las espinas de un pescado en mi torso. Tenía los hombros ligeramente caídos y las tetillas estaban erectas, puntiagudas. Un vello negro las rodeaba formando una espiral alrededor del pezón. Mi pene estaba erguido e igualaba mi antebrazo en longitud, teniendo unos dos dedos de anchura. Venas gruesas y oscuras lo surcaban como lombrices haciendo eses y el glande asomaba por el prepucio retraído. Los testículos, ocultos bajo un mullido matojo de pelo enmarañado, se revolvían inquietos en el escroto. Retiré la piel hacia abajo descubriendo el glande haciendo aflorar una gota de fluido viscoso y transparente, mensajero de mi ardor, y un escalofrío me recorrió la espalda con ese único gesto, temblando de excitación.
Podía contenerme, darme una ducha fría, vestirme y volverme a dormir. Olvidarme de todo ello.
Sin embargo, comencé a estimular mi pene. Me hicieron falta unos pocos vaivenes para alcanzar el orgasmo. Un latigazo de placer me recorrió los testículos y las nalgas, llevándose por delante todo mi autocontrol y mi fe. Ahogué un grito de gozo mordiéndome el labio inferior y eyaculé varios chorros de esperma que impactaron sobre el cristal. Los goterones translúcidos y lechosos se deslizaron por la superficie del espejo dejando grumos espesos como un caracol y cayeron sobre los grifos y el lavabo. Solo veía mi reflejo jadeante y extasiado en el espejo deformado por los fluidos goteantes. Aun sostenía mi pene envolviéndolo entre mis dedos y los últimos chorros de semen que manaban en reguerillo se colaban entre ellos, pegajosos. Sonreía sintiendo el corazón bombear cálida sangre por todo mi cuerpo y, entonces, comprendí que aquel simple acto, el de gozar del sexo, era tan gratificante y tan incompatible con mi inminente bautismo sacerdotal que no podía esconderlo ni negarlo.
Limpié como pude mi miembro y lo que había ensuciado con papel higiénico, sin mucho éxito, y después de asearme caminé hasta la capilla. Estaba solo y afuera sólo se escuchan, lejanos, los ruidos de la ciudad con sus coches y las sirenas de la policía. Recé varias veces buscando consuelo y ayuda a mis pensamientos.
Al día siguiente hablé con don Francisco de mi salida del seminario.
Le dolió a él más que a mí.
–He comprendido, don Francisco, que Dios, en su misericordia, podrá perdonarme todas mis faltas, las pasadas y las futuras, pero no habrá arrepentimiento.
Y así, un martes caluroso de Mayo, me despedí de mis compañeros y salí del seminario.
Mis padres habían fallecido hacía tiempo, cuando contaba diez años, en un accidente de tráfico y sólo me quedaba una tía con la que viví hasta mi entrada en el seminario. La última vez que supe de ella se había mudado a Florida, en los Estados Unidos. Muy lejos de donde me encontraba ahora. Además no hablaba con ella desde mi entrada en el sacerdocio, algo que no la gustó nunca. Aún recuerdo la rabia contenida que desdibujó su rostro cuando se lo conté. Leyó mi solicitud con desgana. Era mayor de edad, no necesitaba su consentimiento, pero sí su apoyo, palabras de ánimo.
Le retiré el papel de las manos antes de que lo rompiera. Esa era su intención, según me dijo la última vez que hablé con ella.
Sentado en la parada del autobús, con una maleta de un negro desleído donde conservaba mis únicas prendas (dos mudas de ropa interior y varios pantalones, camisas y jerséis) y una biblia entre mis manos, no se me ocurrió mejor idea mientras esperaba un autobús, que ignoraba dónde me llevaría aunque deseaba que lejos del seminario, que comprar un boleto de lotería. Uno de esos de rasca y gana. El dependiente, un hombre de baja estatura, como luego comprobé, y con arrugas que surcaban su mentón me miró con curiosidad y me sonrió mostrando una dentadura casi inexistente.
Rasqué con indolencia los círculos grises y luego el premio.
Cinco millones de euros. Extrañado ante lo que creía era una broma se lo enseñe al dependiente de la casetilla de la ONDE.
–¡Dios mío, chico, que te ha tocado! –Gritó alborozado– ¡que eres millonario, chaval, que eres millonario! –botaba sobre un taburete en la minúscula casetilla donde temblaban las paredes, tirando todos los boletos al suelo mientras agitaba los brazos y reía.
Salió de la casetilla y me abrazó emocionado. Le pregunté que había que hacer para cobrarlo.
Sonrió. Bajó las persianas de su puesto de trabajo y colocó un cartelito en la ventanilla de “Cerrado”. Me acompañó hasta la delegación provincial de la ONDE. Caminaba con una cojera pronunciable, que en aquellas circunstancias se tornaba cómica, y se agarraba a mi brazo mientras reía y hablaba sin parar.
–Es mi primer gran premio, ¿sabes? –repetía–. Esto atraerá más personas hasta mi caseta de las que he visto en todos mis años juntos.
–Ya me invitarás a algo cuando cobres el premio, ¿no? –reía enseñando los pocos dientes que le quedaban.
–Claro que sí, y aunque no hubiese ganado ningún premio, también lo invitaría, –sonreía–, parece usted un buen hombre.
Rió de buena gana apretándome con sus dedos huesudos el brazo.
Cuando llegamos me comentó, en voz baja, que no podía acompañarme hasta adentro.
–Podrían pensar que estamos conchabados y, entonces, la desgracia podría envolver este precioso regalo que Dios nos ha dado.
–Amén –confirmé.
–Y no comentes nada de lo que hemos hablado ni de que te he acompañado, ni nada. Tú no me conoces –dijo echando a andar de vuelta a su casetilla.
Viéndolo alejarse, con evidentes esfuerzos para mantener el equilibrio, ya no me pareció cómico su andar.
Dentro de la oficina me hicieron pasar a un cubículo formada por tres tableros azules que me llegaban al cuello, rodeado de muchas mesas con oficinistas y muchos ordenadores. Me invitaron a sentarme en una silla, y dejé la maleta a mi lado, mientras varias personas miraban el boleto otras tantas veces. Murmullos y voces que se alzaban entre ellos iban propagando la noticia. Me preguntaron dónde lo había comprado y cuándo y siguieron mirándolo, ahora con una lupa a la luz de una lámpara. Luego, trajeron una máquina parecida a una fotocopiadora que descansaba sobre soporte con ruedas chirriantes. Se dedicaron a limpiar la capa de polvo que la cubría entera un rato y a quitar las etiquetas que tenía de precinto en varias esquinas y tapas. Parecieron hacer una fotocopia del boleto y varias personas miraron el resultado. Todas asentían con seriedad y me miraban de reojo murmurando, cuchicheando. En sus caras podía notar la misma mueca que Pedro en el seminario, envidia, quizás. Sorpresa, a lo mejor. Luego uno de ellos, con una barriga prominente y oscilante que le hacía de mensajero, vino hacia mí y me estrechó la mano.
–Es de verdad, enhorabuena. Disculpe todos estos cachivaches pero no sería la primera vez, ¿sabe?
Me invitó a pasar a una salita, donde me ofrecieron un puro que rechacé y una copa de champán que también decliné, pero que descorcharon de todas formas allí mismo, perdiéndose el corcho debajo del sofá.
Una directora de banco, Belinda Contreras, como luego supe más tarde, se acercó a mí mientras esperaba, después de haber recibido varias felicitaciones y estrechado la mano de casi toda la oficina. Se presentó, se sentó a mi lado en el sofá y me ofreció su entidad como mejor forma de canjear el premio.
Belinda tendría unos treinta años, llegando fácilmente a la cuarentena, y era menuda: no me llegaba a los hombros, pero transmitía la sensación de ser una mujer decidida, enérgica. Una cazoleta de pelo liso y negro como el betún enmarcaba una cara redonda donde destacaban unos ojos marrones acuosos pintados su contorno de oscuro, una nariz fina y alargada, algo torcida, y unos labios gruesos y coloreados de rojo sanguíneo. Vestía un traje gris claro con una falda lisa y algo estrecha que le llegaba a la mitad de los muslos, enfundados en unas medias oscuras y que terminaban en unas sandalias negras de tacón alto por donde asomaban unos dedos recatados. Debajo de la chaqueta que se desabrochó al sentarse, vestía una blusa ceñida y nacarada con los botones superiores desabrochados mostrando un escote donde se adivinaban unas tetas que temblaban pizpiretas cuando movía los brazos.
No entendí nada de lo que me contó a continuación respecto a fondos de inversión o cuentas bancarias mientras me sacaba papeles y folletos que iba colocando entre mis piernas, pero tenía siempre la biblia junto a mí y acariciaba el lomo del libro sagrado cuando sentía que me faltaban las entendederas. Belinda recibía frecuentes llamadas del teléfono móvil que interrumpían nuestra conversación (su monólogo, en realidad, porque yo asentía como un estúpido). Durante sus llamadas recitaba salmos y versículos en voz baja mientras iba firmando varios papeles que me tendía
–¿Eres sacerdote, Juan? –la familiaridad con que hablaba del dinero le había permitido tutearme desde el principio. Firmé el último papel y separó una copia que lo guardó en una carpeta. A su lado tenía otra donde iba guardando otra copia de cada contrato. Me la entregó con una sonrisa y un apretón de manos.
–Por poco. Acabo de salir del seminario, y aunque no puedo llamarme sacerdote, tengo presente mi amor por Dios en todo momento.
–Eso está bien, hay que tener hoy en día unas creencias donde apoyarse. Si no, puedes acabar como los descerebrados que pueblan hoy las calles.
Me invitó a comer y acepté, más que por las ganas de comer, por hablar con alguien.
Monté en su coche. Dejó la chaqueta en los asientos traseros y al sentarme noté un aroma a esencia de rosas que inundaba el interior del vehículo. Al sentarse en su asiento la falda se le arremangó y atisbé la carne blanca y desnuda de sus muslos acabado el elástico de las medias oscuras. Una provocación de su interior, una invitación de su cuerpo. Belinda se fijó en mi mirada y se bajó la falda sin demasiada rapidez.
–Perdona –dijo bajando la mirada, esbozando una sonrisa pudorosa y encantadora.
Me llevó hasta un restaurante en el centro de la ciudad. En el establecimiento también nos estaban esperando. Nos acompañaron a una mesa de dos sillas, algo alejada del resto de las demás. Retiré antes de que lo hiciera el camarero la silla de Belinda para que se acomodara en ella. Me miró con sorpresa.
–Gracias, Juan –dijo siguiéndome con la mirada mientras me sentaba yo.
El camarero tomó nota de nuestros platos y marchó.
–No esperaba que fueses tan galante, Juan, cosas así sólo se ven en las películas.
–Gracias –dije algo azorado. Belinda sonrió y ahora me tocó esbozar una sonrisa pudorosa. No sé si encantadora.
–¿Y dime, qué te hizo olvidar el camino de Dios?
Entrecerré las manos con fuerza debajo de la mesa apretándolas entre las piernas.
Sonó su móvil y simplemente, después de escuchar unos segundos, dijo “vale, hazlo”.
–Bueno… no está bien mentir –respondí–, pero tampoco me siento cómodo contándolo –. No pensé que fuese correcto decir que había dejado el sacerdocio por unas irrefrenables pulsiones sexuales.
–Perdona –se disculpó Belinda posando su mano en mi servilleta–, tampoco tienes porqué contármelo. Sólo soy la directora del banco que acoge el monto de tu premio.
“Una directora de banco muy atractiva”, pensé. Me froté las manos con más fuerza. Estaban sudorosas y calientes.
–Perdona que la pregunte lo de mi dinero –aquellas palabras, “mi dinero”, me hicieron pensar en un sucio prestamista–, pero…
Callé. No sabía cómo continuar. Su teléfono móvil sonó de nuevo, escuchó unos instantes y contestó a su interlocutor simplemente “sí”, colgando después.
–Perdona por las llamadas, pero tengo que autorizar cada operación importante y realmente sin mí, el banco no podría seguir abierto. Supongo que ibas a decir que no entendiste nada de lo que te dije, ¿verdad? –preguntó Belinda retomando mi pregunta y sonriéndome.
–Bueno, algo sí que entendí –tampoco quería quedar como un pardillo–. Que a los dos nos irá bien, ¿no?
–Puedes darlo por seguro. Me acaban de comunicar que acabas de ganar en la bolsa unos quince mil euros, más o menos.
–El dinero llama al dinero –dije.
–Muy cierto. Te puedo asegurar que no te va a faltar.
Brindamos. El camarero nos trajo los platos en un carrito.
Mientras ella devoraba un filete de carne humeante con salsa y patatas fritas, yo me contenté con una ensalada frugal.
Su móvil sonaba cada poco y antes de descolgar sonreía disculpándose, limpiándose con la servilleta (que pocos rastros de su carmín había absorbido) y bebiendo un poco de vino para tragar rápido.
–Te he reservado una habitación en el hotel Zeuss, una suite mejor dicho, Juan. Cortesía del banco. Puedes quedarte allí el tiempo que desees.
–Es usted muy amable, Belinda.
Sonrió mientras una gota de salsa se le escurría de la comisura de los labios.
–Por favor, Juan, tutéame –dijo mientras se limpiaba y me cogía la mano, estirando el brazo a través de la mesa. Sus dedos cálidos y algo grasientos me hicieron levantar la vista de mi plato y fijarme de nuevo en sus ojos brillantes y acuosos. Intuía que su mirada demandaba, imploraba algo. “Eres tan bonita”, pensé.
Cuando terminamos, pedimos el postre y nos retiraron los platos.
Belinda se desabrochó dos botones de la blusa y se abanicó el pecho con la servilleta mientras suspiraba.
–Lo siento, pero aquí dentro hace un calor pegajoso –dijo al ver posarse mi mirada en su escote. Sonreí avergonzado y ella me devolvió la sonrisa, permitiéndome posar la mirada sobre su piel cuanto quisiese. Desvié la mirada hacia las demás mesas, pero me era complicado no posar de reojo la mirada en el canalillo brillante que asomaba juguetón bajo la blusa. Los tirantes de un sujetador de color negro asomaban de vez en cuando al son de los vaivenes del abanico improvisado. Aquella carne turgente y expectante era un agujero negro para mis miradas dispersas. Belinda me sonreía, aparentando indiferencia hacia mis aspavientos visuales.
Volvió a sonar el móvil y esta vez la conversación duró unos minutos. Su sonrisa desapareció. Una sombra pareció abatir su mirada brillante y sus hombros cayeron, perdiendo aplomo.
–Era mi marido –dijo. Me fijé por primera vez en la alianza que tenía en su dedo. Me sorprendí notándome algo celoso. ¿Por qué tendría celos de la atención de una mujer casada? Sin embargo, aunque Belinda no era una mujer bella, tenía un atractivo al que me resultaba difícil sustraerme, sobre todo al sonreír y al mirarme con aquellos ojos húmedos y brillantes que me impedían desviar la mirada.
Después de la comida me llevó hasta el hotel donde también nos estaban esperando. Un botones cogió mi maleta y un hombre con gran barriga y la frente brillante, que se presentó como el director del hotel, me estrechó la mano, me felicitó por haber ganado el premio y nos invitó a subir al ascensor. Dentro del habitáculo volvió a felicitarme. Subimos hasta la última planta y caminamos por un pasillo alfombrado donde sólo había una puerta. Sacó una tarjeta de plástico del bolsillo y la introdujo en una ranura junto al marco. Luego me la tendió.
–Es la llave de su habitación.
Belinda me sonrió, agarrándome de la mano, mientras miraba la tarjeta extrañado por la novedad. En el seminario a veces nos ponían películas extranjeras sin doblar y en alguna vimos como los protagonistas entraban en la habitación del hotel utilizando una tarjeta parecida.
–Ya ves –dijo un compañero durante la película–. El tintinear de las llaves en bolsillo va a desaparecer.
Luego, en la película, recordaba que había una escena erótica en la que algunos carraspeamos y sonreíamos nerviosos. Ella no quería hacer el amor, pero él la tiró en la cama como un fardo y la rasgó la camiseta mostrando unos pechos vibrantes y manejables. La mayor parte de nosotros nunca habíamos visto el cuerpo de una mujer desnuda, y menos una escena de sexo (aunque solo se mostraron los pechos de la actriz en la escena, los movimientos y sus jadeos y gritos eran desgarradoramente turbadores) y yo sentí revolverse el pene hinchándoseme bajo los pantalones. Durante toda la escena, me removí en la silla, inquieto, con el cogote tieso y un calor en el cuerpo que fue difícil de atemperar.
Los cuatro entramos en la suite y el director comentó que era una habitación (en realidad una planta entera) reservada para unos pocos clientes, casi no se había usado. Una alfombra mullida tapizaba todo el suelo y las paredes estaban decoradas con cuadros y tapices de colores vivos y arrebatadores. Una cama de una altura considerable dominaba el dormitorio con un dosel de madera del que colgaba una muselina ambarina recogida en dobleces barrocos. Al fondo un balcón con las puertas entreabiertas dejaba asomar los ruidos del centro de la ciudad. Había empezado hacía poco a caer una lluvia fina que caldeaba aún más el ambiente y los pitidos de los coches y las sirenas se iban imponiendo al discurrir de la lluvia. Al lado de la cama había un escritorio de madera oscura y brillante. Un portátil descansaba sobre la superficie junto con varias cajas de teléfonos móviles.
Belinda me comentó que eran un obsequio del banco. Luego me mostraron el mini bar que estaba disimulado bajo una enorme tele que dominaba una escueta habitación con varios sofás mullidos y acogedores.
El director y el botones se marcharon estrechándome la mano y felicitándome de nuevo, indicándome que para cualquier petición llamase al teléfono y que intentarían satisfacerme por cualquier medio.
Belinda y yo quedamos solos. Se dio un paseo por la suite mirando las habitaciones y volvió a mi lado sonriéndome. Nos miramos a los ojos unos instantes y ella apartó la mirada sonriendo. Aquel gesto repetido me estaba volviendo loco. Deseaba con todas mis fuerzas poseerla.
Cerró la puerta al salir y me quedé solo. Mi maleta descansaba encima de la cama. Escuché una débil música de fondo cuando los coches, en un instante que duró poco, enmudecieron.
Alguien llamó a la puerta con dos golpes. Abrí y era Belinda. Tenía la mirada gacha. Se llevó un mechón de pelo, que le cubría la frente, detrás de la oreja. Subió la mirada hasta encontrar la mía. Respiraba fuerte y las aletas de su nariz torcida se dilataban y empequeñecían con furia. Agarraba el bolso de una mano y con la otra su chaqueta, inerte, como una bolsa de la compra. Me miraba a los ojos, sin pestañear, sin pronunciar palabra, y vi en ellos, por primera vez, miedo y un titilar de su brillo que parecía gritar a los cuatro vientos algo de atención.
Se abalanzó sobre mí y me besó en los labios, abrazándome y cerrando la puerta tras de sí con una patada.
Su lengua abrió mi boca y aleteó en mi interior. No pude evitar excitarme al sentir su cuerpo pegado al mío. Sentía sus pezones erectos a través de nuestras ropas acariciando mi pecho. Correspondí a su beso abrazándola y sintiendo su espalda caliente, moldeable. Sin despegar los labios me hizo seguirla caminando hasta la cama donde caímos rodando hasta la almohada.
–Estás… casada, Belinda –susurré. Se arrodilló sobre mi pecho y se desabotonó la blusa sin responderme. Se despojó del sujetador con una mano y sus pechos, igual de vibrantes que la turbadora película del seminario, se mostraron risueños, alegres, coronados por unas areolas enormes y oscuras, donde los pezones enhiestos parecían rasgar el aire. Estreché entre mis dedos la carne de una de sus tetas y me llevé a la boca con lentitud el pezón. Estaba ligeramente salado y surcaba las rugosidades de su areola con la punta de la lengua. Belinda dejó escapar un gemido de deleite y aprisionando mi cabeza me hundió la cara aplastándola en su teta, amoldándose la cálida carne a mi rostro.
Jadeé y levanté la vista hasta su cara de donde colgaba en su mentón una gota de saliva. Sus labios estaban brillantes y entre ellos asomaba el extremo de la lengua, aprisionada entre los dientes.
–Belinda, tienes marido –volví a repetirla. Quería estar seguro de que no se iba a arrepentir de lo que íbamos a hacer. No quería que esto acabase como lo de Verónica.
–Olvida eso –dijo sacándose el anillo del dedo y arrojándolo lejos.
Se levantó apartándose de mí mientras se terminaba de desnudar. Yo hice lo mismo, aún tumbado en el borde de la cama. A la altura de su ombligo quedaron las marcas rosáceas del elástico de sus bragas y de su falda. Su sexo estaba alegremente poblado por un vello oscuro y brillante que se internaba bajo su entrepierna ocultando su sexo.
Miró con una sonrisa de condescendencia cuando me embarullé con los pantalones y al bajar mis calzoncillos se tapó la boca entreabierta con los dedos abriendo los ojos con sorpresa.
–Dios de mi vida… –dijo en voz baja.
Tenía las piernas entreabiertas y mi pene hinchado y rojizo (igual que hace días con Pedro) parecía brotar de la colcha.
Belinda negaba con una sonrisa mientras tenía los brazos ahora en jarra.
–Chico, no me extraña que hayas dejado la religión, madre mía.
Se arrodilló frente a mí y tomó el pene entre sus dedos. Quería comprobar que era real. Tubo que asirlo con ambas manos para poder rodear su circunferencia.
–Madre mía, madre mía… Qué verga más… Lo siento –dijo mirándome a los ojos frunciendo el ceño y sonriendo –, pero no creo que pueda meterme esto, de verdad. Es… es… inmenso.
Retrajo el prepucio hasta descubrir el glande granate y seco. Acercó su boca hacia la base del pene y mirándome a los ojos ascendió con la lengua surcando la largura del miembro dejando un rastro húmedo como un caracol, deteniéndose unos instantes en el frenillo. Sentí un escalofrío que hizo tiritar. Belinda ronroneó contenta con mi gesto. La punta de su lengua centró luego sus desvelos en el agujero del glande. Hundí los dedos entre su cabello sintiendo sus orejas calientes. Me estaban entrando unos calores insoportables y una presión en mi pecho me dificultaba el respirar. Presentía una eyaculación temprana y la llevé encima de mí, besándonos, apartándola de mi sexo previendo el desastre precoz. Su vientre descansó sobre mi miembro ensalivado mientras mis manos amasaban la carne dócil de sus nalgas.
– ¿Tienes condones? –preguntó de improvisto Belinda apartando sus labios de los míos.
Negué con la cabeza.
Chasqueó la lengua y cerró los ojos. Noté como el carmín de sus labios se había extendido alrededor de su boca. La mía también estaría pintada. Las comisuras de sus labios iban cayendo con lentitud, tristes.
–Mierda. No puedo hacerlo, Juan –dijo reclinándose a mi lado posando una mano sobre mi pecho–. Yo tampoco tengo y no quiere cosas raras, perdona. Ya tuve una hija con dieciséis, de tu edad, y no quiero volver a pasar por lo mismo. Entiéndelo.
–Pero si los pedimos… –aventuré. No quería quedarme sin hacer el amor, no quería preservar por más tiempo mi virginidad.
Negó triste con la cabeza.
–Luego vendrán los rumores y estoy casada, Juan. En este hotel me conocen de sobra y ya le he cagado por estar ahora contigo. Otro día, lo prometo –dijo viéndome la decepción pintada en mi cara.
–Lo que sí que no voy a perderme es la corrida de esta pedazo de polla que tienes, cariño –sonrió agarrándome el pene desinflado–. No sé cómo has conseguido este rabo, pero te puedo asegurar que te voy a exprimir hasta el último jugo de leche que tengan tus huevos.
Y se arrodilló al borde de la cama, comenzando a lamerme los testículos y engulléndolos. Succionaba el escroto con dedicación mientras sus manos mantenían mi pene erguido y vertical como un palo refregándolo, devolviéndole su firmeza anterior.
Cogí aire reteniendo la respiración con mi mirada fija en Belinda. Su lengua iba y venía sobre mis testículos mientras una mano se deslizaba arriba y abajo por mi verga llevándome por la senda de la divinidad.
Creí aguantar la excitación pero no acababa de cruzar los brazos con las manos bajo mi cabeza cuando sentí liberarme de improviso. Un géiser de esperma brotó y gruesos goterones impactaron en mi vientre convulso, en la colcha y en el cabello de Belinda, al que también la pilló de sorpresa mi eyaculación dando un respingo. Aplicó sus labios en mi glande sorbiendo el semen que aún manaba sin fuerza de mi verga para luego aplicarse sobre mi vientre y sus dedos. Yo la miraba atónito y extasiado por la dedicación que prestaba a mi goce. La mancha de semen discurría por su cabello liso empapándolo y dejándolo apelmazado.
Fue entonces cuando me fijé, mientras arrebañaba el esperma de entre sus dedos, que se frotaba con furia la entrepierna. La tumbé en la cama sin que emitiese protesta alguna y adopté su posición, enfrente de su sexo, llevándome sus piernas encima de los hombros. El vello alrededor de su sexo estaba húmedo y formaba caracolillos pringosos en el pelo rizado. Un efluvio penetrante, que recordé el instante como el mismo que Verónica me dejo en los dedos, me sacudió el rostro al acercarme a su femineidad. Separé los labios replegados y viscosos y la entrada a su vagina se me mostró como un misterio resuelto, una respuesta a una pregunta atemporal. Introduje mi dedo índice en su interior. Una lubricación cálida y glutinosa se apoderó del dedo. Belinda gimió notando sus piernas en tensión sobre mi espalda. Lo hundí con sumo deleite hasta el nudillo, recreándome en las rugosidades interiores, oyéndola suspirar satisfecha, inundando mi olfato con su aroma a mar.
Belinda se llevó las manos al inicio de los labios, apartándolos y descubrió el clítoris, henchido y granate. Apliqué mi lengua sobre él. Belinda gritó con fuerza clavándome las uñas en la nuca mientras restregaba mis orejas con la palma de las manos.
– ¡Ay…, ay…! –gemía a viva voz.
Sorbí el pellejo que recubría el clítoris mientras con el dedo friccionaba el interior de su vagina y aquello fue el apogeo de Belinda. Me aprisionó la cabeza con los muslos espasmódicamente mientras se agarraba a mi cabello. Arqueó la espalda y exhaló varios suspiros de placer que reverberaron en su pecho. Luego sus piernas cayeron exánimes de mi espalda sobre la cama, despatarrada. Me indicó con los dedos que me tumbara a su lado mientras cogía aire con esfuerzo. Las tetas se le desparramaban por el torso y temblaban como la gelatina recién hecha. Las gotas de sudor se concentraban en sus axilas y entre sus pechos que capturé con los labios con suaves besos mientras ella internaba los dedos entre mi cabello.
–Joder, me has matado, de verdad –dijo sonriendo entre jadeos–. No te das cuenta de cuánto necesitas un buen repaso hasta que quedas a gusto. Gracias –. Y me besó en los labios con dulzura.
Estuvimos tumbados en la cama sin decirnos nada durante unos minutos calmando la respiración.
–Tengo que darme una ducha –dijo levantándose y fue dando saltitos hasta el cuarto de baño, agitándose la carne de sus nalgas. Antes de entrar, se apoyó en el marco de la puerta y con los párpados lánguidos y una sonrisa pícara me dijo, de nuevo:
–Gracias, Juan, de verdad, gracias.
Se duchó rápidamente y luego salió envuelto su cuerpo en una gran toalla secándose el pelo con otra más pequeña. Yo me había vestido con los calzoncillos y los calcetines y miraba las vistas de la ventana sentado en la silla del escritorio. Afuera aún caía una lluvia fina y pegajosa que empapaba la ciudad y amortiguaba el bullicio de los coches rodando. Mientras Belinda se duchaba y miraba la lluvia caer delante de mí, me había llevado los dedos a la nariz. Un débil aroma a su interior se había quedado atrapado en las yemas. Recordé de nuevo a Verónica y aquella tarde.
–El ordenador que tienes al lado tiene un programa por el que puedes ir viendo tus ganancias, o tus pérdidas, pocas espero, en la bolsa. Los teléfonos ya están activados y listos para usar.
– ¿Cuándo volverás? –la pregunté.
–Pronto. A los clientes VIP hay que agasajarlos y mimarlos con frecuencia –dijo guiñándome un ojo sonriente.
Se vistió y se acercó junto a mí. Sacó un teléfono móvil de su caja. Lo encendió y marcó un número. Se oyó un sonido apagado en su bolso.
–Es mi número personal –explicó dándome un beso–, llámame si necesitas algo o te aburres.
Sonreí melancólico.
–Belinda, ¿por qué lo has hecho?
– ¿Hacer el qué? –Se detuvo camino de la puerta.
–Pues… bueno… no creo que hagas esto con todos los clientes que ingresan dinero en tu banco, ¿no?
Belinda aún no se había dado la vuelta. El bolso se escurrió de su hombro hasta su antebrazo.
–Mira, Juan –respondió con voz grave–, ni yo misma lo sé. Porque me gustas, quizás. O porque eres el cliente con más dinero del banco.
Bajó la cabeza y se llevó una mano a la cara. Al cabo de unos segundos escuché unos sollozos. Se volvió y vi unas lágrimas recorrer sus mejillas.
–O quizás porque tengo un marido que pasa de mí, que no quiere hacer nada conmigo y con el que hace tiempo que no hago el amor, yo qué sé, Juan, yo qué sé. Quédate con la respuesta que más te guste, todas son buenas.
Sacó un pañuelo del bolso y se secó las lágrimas con delicadeza, para no estropear su maquillaje.
Corrí a su lado y la estreché entre mis brazos, acogiendo su pesar.
–Lo siento –dijo–, no me recuerdes así, por favor –. Abrió la puerta y se marchó.
Me quedé solo en la habitación. Ya no llovía y los ruidos del tráfico volvían a dominar la atmósfera de la ciudad. Un silencio empezó a envolverme y cuando me olí los dedos ya no capté ningún aroma.
Me tumbé en la cama y olisqueé el perfume de su sexo. Aún persistía una leve fragancia, mezclado con el penetrante olor de mi semen. Hundí la cara en la colcha y las lágrimas brotaron sin darme cuenta. Estaba de nuevo solo.
Era rico. Hoy por la mañana, cuando dejé el seminario no contaba con más ahorros que cien euros mal contados y a media tarde tenía el resto de mi vida resuelta. Sin embargo me sentía vacío, desguarnecido. La poca familia que alguna vez tuve murió en aquel accidente o se quedó en el seminario. De mi tía solo guardaba recuerdos que quería olvidar.
Me acordé de mi biblia y tras no encontrarla en toda la suite ni dentro de la maleta caí en la cuenta de que la había dejado en el coche de Belinda. La coloqué en el asiento trasero junto a la maleta y se me olvidó cogerla.
Ahora sí que la soledad me había invadido por completo.

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