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sábado, 8 de mayo de 2010

LA DIOSA VIOTALTU Y EL LADRÓN HADINI

Quizás, si Hadini hubiese valorado más su vida que su placer, no estaría así. Ahora sólo le quedaba aguardar a su descubrimiento, y a tenor de los pasos acercándose tras la puerta, era inminente.
Pero no. El muy idiota, en cuanto vio a aquella rotunda morena de larga cabellera ondulada y prietas carnes, comenzó a hacer más caso a su impulso masculino de procreación que a la sensata prudencia.
Aquella noche hubiera comenzado para Hadini el ladrón como otra cualquiera en su querida y chismosa taberna. Se encaramaba a un ventanuco trasero por el que entraba, amparado por la oscuridad de las callejuelas estrechas que había entre edificios. Recorría la cocina del local sin ser detectado, tras las mesas con ingredientes y los aperos del fogón, esquivando a los cocineros y las camareras. Su flexible cuerpo unido a su arrogancia adolescente le permitía alcanzar aquellos escondrijos indetectables para los demás ladrones, invisibles para el resto de la gente. Superaba la cocina como una sombra y se colaba debajo de la exigua barra del mostrador contorsionando sus articulaciones, entre los cubos de desperdicios y las tinajas de vino y cerveza. Para él era un juego de niños. Y era un excelente calentamiento para el resto de su jornada nocturna de pillaje.
Agazapado debajo de la barra esperaba a que la pelirroja Vanisha, una de las jóvenes camareras, se acercase a su lado para tirarla de la falda como seña convenida. Vanisha, entonces, sonreía sin dejar de prestar atención a la petición del cliente o de escanciar en una copa más bebida mientras, con una pequeña patada, advertía a Hadini que estaba ocupada. Aunque también ese gesto significaba otra cosa.
Hadini, llevaba las piernas de Vanisha hacia sí, obligándola a apoyar sus redondos pechos en el mostrador lo cual era casi siempre del agrado del cliente en ese momento. Hadini, oculto entonces de las demás camareras, internaba una de sus manos por dentro de la falda de velos ascendiendo a su velludo objetivo. Estimulaba la perla oculta de la joven mientras con el dedo índice y medio surcaba sus interioridades. Vanisha aguantaba como podía el gozo, manteniendo una sonrisa forzada ante el cliente mordiéndose el labio inferior, mientras sus mejillas se encendían y sus ojos se tornaban vidriosos. Sus pestañas caían lánguidas cuando los dedos eran sustituidos por la lengua del ladrón y se mordía el labio inferior con más saña para evitar un grito de locura, tornando de color naranja un granate brillante. Mientras el suave masaje sobre su ardiente botón proseguía, el apéndice húmedo de Hadini se internaba por su encharcado interior con frenéticos movimientos justo cuando más lo necesitaba y reprimía el gozo del éxtasis que la alcanzaba cerrando los ojos con fuerza y apretando con tanto encomio la esquina del mostrador que sus dedos se blanqueaban del esfuerzo.
Después del éxtasis, Hadini desparecía sin que ella se diese cuenta y el único recuerdo de aquella experiencia diaria eran unos velos pegados a los muslos empapados y el acre perfume de su femineidad satisfecha. Pocas veces había visto cara a cara a Hadini y poco la importaba sus motivaciones o qué ganaría él con aquella muestra diaria de contorsionismo o de maestría en el escondite, aunque no ignoraba su profesión. La satisfacción que obtenía a diario era suficiente para ella. Para luego quedarían después las excusas con el dueño o las equivocadas esperanzas dadas al cliente que tuvo enfrente.
Para Hadini aquella prueba diaria de escondite, silencio y escamoteo eran todo lo que necesitaba para mantenerse en forma, Cada noche era diferente, con nuevas disposiciones de los utensilios en la cocina y diferentes obstáculos para llegar hasta debajo del mostrador. Nunca había sido descubierto más que por Vanisha, o para ser precisos, la parte de cintura para abajo de Vanisha. Sus urgencias masculinas durante el juego eran acalladas por un estricto autocontrol mental que, no obstante, le dejaban sin resuello y acalorado durante largos momentos.
Sin embargo, aquella noche era diferente. Vanisha no estaba atendiendo a los clientes detrás de la barra sino entre las mesas mezclándose con el gentío. No dudó que cuando Vanisha terminase su jornada se satisfaría ella misma en su camastro. Sonrió ante la imagen que se formó en su mente, pero la desechó rápido al notar su miembro convulsionarse y recorrió con sobrada maestría el camino de vuelta por la cocina hasta salir por el ventanuco por el que se había colado.
Caminó entre las sombras del barrio sin saberse detectado, esquivando las miradas perdidas de los muchos viandantes de las calles, evitando el fulgor de la luna, sin nadie que se fijase en un joven vestido con taparrabos y chaleco oscuros ceñidos a un cuerpo esbelto y cimbreado de piel tostada.
Sus pasos sin rumbo le llevaron a callejuelas poco frecuentadas. Aquella noche era diferente al resto porque sus dedos no habían hecho desfallecer a Vanisha y meditaba, mientras huía de las miradas ajenas, si ello significaría un presagio. Y si así fuese, ¿sería bueno, como la diosa Karnhit, la de los mil pechos, o como Jhartu, el de negro porvenir?
Y sin darse cuenta llegó hasta el palacio de la dorada diosa del amor, Viotaltu. Oculto tras el débil tronco de un almendro contempló el magnífico edificio que albergaba la imagen de oro de la diosa, según se rumoreaba. Nunca había sido vista pero todos afirmaban cuchicheando que estaba allí dentro, incluso aquellos que no veían en la diosa más que una ramera del divino Jhartu.
Algún compañero de pillaje le había contado entre subterfugios que la imagen dorada de la diosa estaba desnuda y aparecía salpicada de diamantes por la superficie de su largo cabello y que dos ópalos engarzados representaban sus ojos y tres rubíes incrustados sus pezones y su sexo.
Sin embargo, los mismos compañeros que alababan aquel extraordinario tesoro, continuaban su narración con un chasquido de lengua, expresando su disgusto y bebían otro trago de cerveza. Farfullaban ebrios que la fortaleza que albergaba a la estatua era inexpugnable. Numerosos guardianes inmunes al soborno guardaban fieles el templo y dentro de aquellos muros el poder del culto a Viotaltu era superior a la del príncipe de la ciudad, con absoluta potestad en cuanto al castigo aplicado a los intrusos. Todo ello sin contar con las oscuras hechicerías desperdigadas por el edificio.
Hadini, al que esa noche le faltaba el goce silencioso de Vanisha y la visión de sus muslos sonrosados recorridos por gotas de pasión decidió que iba a robar una de aquellas joyas que adornaban la estatua. Quizás su osadía le costase la vida o el alma. Esos muslos perfumados le estaban haciendo cometer una insensatez. Se encaramó a la copa del almendro para otear tras la muralla del templo.
Un recinto amurallado de piedras lisas y grandes antorchas en su filo ocultaba un cuidado jardín con sinuosas y estrechas avenidas iluminadas por más antorchas clavadas en la hierba y por las que deambulaban los guardias. Éstos iban armados con espadas largas y algunos además con lanza e iban protegidos con cota de malla destelleantes a luz de la luna. En el centro del recinto se levantaba un edificio ovalado de paredes de mármol refulgente con abundantes cristaleras rematado por una cúpula también cristalina de la que nacía una larga torre compacta, y de esquinas redondeadas también, salpicada de grandes ventanales. Una imponente aguja dorada coronaba la torre.
Urdió un rápido plan, comprobó que sus puñales se mantuviesen uno a su costado derecho, sujeto a la piel con tiras y oculto bajo el chaleco y el otro más pequeño en su muslo izquierdo. Comprobó que la bolsita de piel que albergaría la joya, y que ahora albergaba su solución a los contratiempos, continuase sujeta y oculta bajo el taparrabos. Se encomendó a Karnhit, la de los mil pechos, visualizó uno de esos rubíes en su bolsita de piel y descendió con sigilo del almendro.
Ascendió por la parte del muro de delimitaba el templo más resguardada de las antorchas llegando hasta arriba y esperó el tiempo preciso para no ser visto por los guardias que rondaban en el interior al pie del muro. Corrió como una pantera por los jardines sin apoyar el talón y de un poderoso impulso se encaramó al alféizar de un vidrial. Se columpió entre las oquedades de las filigranas que adornaban la cúpula sintiendo los cristales crujir con su peso pero aguantaron su avance y llegó hasta la base de la torre que coronaba el edificio. Accedió al interior a través de una ventana entornada y recuperó el resuello acuclillado en la oscuridad, detrás de una columna de lustroso alabastro. El pasillo era angosto y los guardias lo recorrían a cada momento. El tintinear de los pomos de las espadas contra la cota de malla le avisaba con suficiente antelación de su paso pero, por desgracia, no advirtió una cadencia temporal en sus rondas por lo que dependía de su oído, los recodos y estatuas marmoladas esparcidos para agazaparse y la divina providencia de Karnhit para no ser advertida su presencia.
No pensaba en la posibilidad de ser descubierto. Con seguridad sería ejecutado en público y de la forma más ejemplar posible. Y cuando su cuerpo hubiese sido objeto de múltiples torturas y hubiese dejado de ser útil, su alma no descansaría entre hechizos oscuros y maldiciones sin nombre.
Fue avanzando por el pasillo, dejando atrás puertas cerradas y subiendo escaleras ascendiendo por la torre sin tener una idea clara de donde estaría su objetivo. Confiaba en su entrenado olfato de ladrón que le avisaría de la proximidad de su meta.
Llegó a un recodo del pasillo que llevaba hasta una puerta custodiada por dos guardias con largas lanzas. El filo de éstas reflejaba las antorchas que tenían al lado. Eran los únicos guardianes que no rondaban por el recinto por lo que Hadini dedujo que su preciado tesoro se encontraba tras aquella puerta. Pero la vigilancia parecía férrea. Los guardias iban contando del uno al diez en voz baja y del diez al uno a continuación para mantenerse despiertos y saber que el compañero también lo estaba.
Era necesaria una distracción que no provocase una reunión de más defensores junto a la puerta y de la que no sospechasen esos dos.
Hadini sacó de sus calzones la pequeña bolsa de piel de la que extrajo un pequeño tubo al cual unos pequeños algodones taponaban los extremos. Dentro había una fina aguja con una dosis de veneno en tan liviana dosis que en un niño le detendría el corazón, matándolo, pero en un adulto, como aquellos guardias, produciría un intervalo breve e instantáneo de congelamiento completo de los músculos.
Quitó los algodones al tubo, templó su pulso y apuntó hacia uno de los pequeños agujeros de la sandalia de uno de los guardias. Esperó hasta que hubiese contado hasta diez y sopló con fuerza. Supo que había dado en el blanco cuando el guardia enmudeció mientras su compañero empezaba la cuenta hacia atrás. Éste, cuando llegaba al ocho y no oyó el eco de la cantinela se fijó en él, no encontrando nada extraño en su rígida pose, excepto por el hecho de mantenía sus labios perennemente abiertos.
Se acercó para ver que le estaba sucediendo y fue ese el instante que aprovechó Hadini para acercarse como la brisa, abrir la puerta con sigilo y cerrarla a su espalda. Ignoraba si la puerta estaría trancada o si las bisagras chirriarían, pero en eso consistía la osadía del ladrón . A su fino oído llegó la voz del guardia que había muerto durante varios segundos contando del diez al uno como si no hubiese sucediese nada. Su compañero volvió a su posición, a juzgar por el tintineo de la espada contra la cota.
Sabiéndose invisible, Hadini prestó atención a la oscura estancia donde se hallaba. Sus ojos se acostumbraron a las sombras con rapidez y distinguió un pequeño baúl junto a un gran dosel en un extremo de la estancia cuadrangular y una gran columna marmolea en el centro. La débil luz que iluminaba la estancia provenía de una ventana casi oculta por un cortinaje de textura espesa. Un aroma intenso a jazmín y a incienso bañaba el aire.
Hadini frunció el ceño perplejo. Dentro de la habitación no había ninguna estatua de oro a la que arrancar un ópalo o rubí. En realidad dudaba que hubiese algo de valor custodiado en todo el templo. Su instinto nunca le fallaba y se sintió viejo. Quizás hubiese tenido algo que ver Vanisha y su acre perfume que esa noche le había faltado.
Entonces, advirtió con creciente enojo, que en la cama dormía alguien. No se le oía casi respirar, pero se había movido ligeramente provocando que la sábana que lo tapaba de pies a cabeza se hubiese agitado lo suficiente para el ojo entrenado del ladrón.
Disponía de otro dardo paralizante para poder escapar por la ventana y salir de aquel templo traicionero pero al acercarse al sujeto para calcular si sería suficiente, se dio cuenta que era una muchacha por las voluptuosas curvas que la sábana escondía. Aquel dardo podría matarla estimando su peso y si a un ladrón sentenciado le cercenaban la mano, al asesino le segaban la cabeza, eso sin contar las torturas en nombre de Viotaltu. Sus puñales no eran más que el último recurso antes de ser capturado pero contra la manada de guardias que tendría tras la puerta sólo servirían para impedir su captura con vida.
Su atención se centró en el baúl que había al pie de la cama y desplazó en absoluto silencio las cortinas para que la claridad de la luna le permitiese maniobrar. Una débil luz plateada inundó la estancia y para sus entrenadas pupilas se había hecho el día. Se arrodilló junto al mueble sin dejar de prestar atención a los movimientos de la sinuosa durmiente. Advirtió que no había cerrojo que impidiese su apertura y los goznes de la tapa no estaban oxidados.
Abrió con cautela la tapa y sonrió forzadamente. Su suerte estaba empeorando. En el interior sólo había una diminuta llave de metal oscuro. Ni rastro de joyas o monedas que amortizasen la noche. Confirmó que la figura durmiente continuaba en la misma posición.
De todas formas, cogió la llave y la introdujo en su bolsita de piel.
Volvió de nuevo a mirar a la figura que dormitaba y se topó con los ojos risueños de una joven a un dedo de distancia de los suyos. Hadini contuvo la respiración mientras la joven lo estudiaba con una mirada más curiosa que asustada, a juzgar por sus ojos entornados.
La joven se alejó de él sin desviar la vista un instante arrodillándose al pie de la cama. Hadini advirtió que estaba completamente desnuda. Una larga cabellera de pelo negro azabache y ondulado que brillaba a luz de la ventana contrastaba con su nívea piel. Su cuerpo era una sucesión de curvas sensuales que comenzaban en unos pómulos marcados y seguían por unos labios carnosos y anaranjados que dibujaban una sonrisa calmada en su rostro. Sus hombros redondeados delimitaban unos brazos pesados que enmarcaban unos pechos generosos coronados por abultados y sonrosados pezones. Su cintura estrecha daba paso a unas caderas rotundas en cuyo centro anidaba una gruesa mata de vello oscuro del que nacían unos muslos firmes que terminaban en unas rodillas de fina piel.
Hadini no pudo reprimir su excitación que se manifestó en el amplio bulto que amenazaba con reventar su taparrabos y en su respiración de normal inadvertida y ahora incontrolada y ruidosa. Tragó saliva con dificultad y un pensamiento oscuro iba creciendo en él y le hacía olvidar su lógica huida. Le subyugaba la mirada en aquel rostro inocente y aquel cuerpo forjado para el pecado que despertaba sus más atávicos instintos.
Los ojos de la joven obnubilaban la mente de Hadini. Jamás había contemplado unas pupilas de color tan oscuro, indistinguibles del iris. La mirada de la joven se posó en el palpitante taparrabos del ladrón, incapaz de contener la extensión del miembro que asomanba la cabeza carmesí de éste por un lateral.
La joven no apartaba la vista del miembro viril. Las manos de la joven jugaron con los mechones de su cabello enrollándolos entre sus dedo sin desviar la mirada del sexo del ladrón. Hadini sentía que su corazón palpitaba con frenesí contemplando el sensual espectáculo que la joven le estaba ofreciendo de forma pasiva y cuando ella se humedeció sus labios anaranjados y la punta de su rojiza lengua llegó a la comisura se sintió desfallecer y perder el poco seso que le ataba a este mundo.
Volvió la mirada a los ojos de Hadini con una expresión risueña e inocente en su rostro y se sentó junto a la almohada con las piernas recogidas y exponiendo su sexo, cubierto de fino y espeso vello oscuro.
Hadini se incorporó y se despojó de su atuendo. Suspiró de alivio cuando su pene se liberó de la prisión del taparrabos y toda su largura se manifestó. Desanudó las tiras que mantenían sujeto a su costado y a su muslo los puñales y asesinó la poca prudencia que aún conservaba con el único pensamiento de poseer a aquella joven que le ofrecía su cuerpo y su lecho.
Se encaramó al dosel arrodillándose entre las piernas de la joven y la besó en los labios hundiendo sus dedos en su espesa cabellera. El sabor del interior de su boca le recordó al melón maduro, dulce y jugoso. Sus lenguas danzaron en el interior de sus bocas mientras los dedos de Hadini recorrían los sedosos y ondulantes mechones de la muchacha. Ella, por su parte, descubrió la cabeza carmesí del miembro tirando hacia debajo de la piel y acariciando su caliente superficie para luego volver a cubrir el glande y continuar de nuevo con el tormento.
Las manos de Hadini atraparon los pesados pechos de la joven y sintió en las palmas sus abultados y duros pezones. Amasó la carne intentando abarcar en cada mano toda la extensión del pecho pero era una tarea dulcemente absurda y apretaba los dedos hundiendo las uñas en la maleable carne. Mientras tanto la joven iba aumentado el ritmo de estimulación del pene que provocaba en Hadini el estallido de pequeñas cimas de placer.
Sintiendo la urgencia de la inminente eyaculación liberó a su miembro de la mano y asiendo sus caderas arrastró a la joven acercando sus sexos. Escarbó entre el vello ensortijado y hundió su falo en la viscosa y caliente gruta La joven ahogó un gemido mordiéndose el labio inferior mientras Hadini apretaba los labios, gruñendo de placer.
A los pocos empellones Hadini no pudo reprimir un estallido de placer que le recorrió los testículos y su simiente espesa fue descargada en el interior de la joven. Esta, por su parte, atenazó con sus piernas el trasero del ladrón impidiendo la salida del miembro de su interior, acogiendo hasta la última gota del fluido masculino.
El deseo era tan grande en Hadini al contemplar los ojos vidriosos y la saliva aflorar en las comisuras de los labios de la muchacha que su miembro recuperó con rapidez el vigor necesario para continuar con la fornicación.
El acto se prolongó en varias posiciones y sólo se detenían para recuperar el resuello y continuar con más ardor en sus goces. La joven pareció adivinar la urgencia de no provocar ningún ruido y mantuvo el silencio mientras Hadini horadaba su interior con maestría.
El pecaminoso cuerpo de la joven enardecía al joven ladrón que recuperaba la pasión necesaria para continuar la danza o solicitaba a la muchacha su colaboración enterrando su miembro en su boca. El sudor de ambos empapaba las sábanas y el perfume del sexo enturbiaba el aroma a jazmín y sándalo que antes inundaba la estancia.
En cansancio era mitigado con besos, la sed con ardiente saliva espesa y el hambre con leche agria y salada.
El reino de la noche tocaba a su fin y una claridad más penetrante iba invadiendo la estancia. Cuando Hadini abrió los ojos aún somnoliento y maldiciéndose por haberse quedado dormido descubrió que no podía mover las piernas. Aún se encontraba en la estancia pero estaba recostado sobre el frío suelo y tenía desnudo su cuerpo.
A su lado y atenazándole las piernas se encontraba la muchacha con la que había yacido toda la noche, pero ahora su piel era de alabastro, sus cabellos eran hebras de oro cubiertas de diamantes, sus ojos se habían tornado en iridiscentes ópalos y sus pezones y sexo en rubíes.
Había encontrado aquello que había venido a buscar, pero su alborozo ante tal tesoro era su perdición. La estatua era demasiado pesada para siquiera levantarse y menos escapar del recinto. Su suerte estaba echada. Había gozado del sexo de una diosa y ahora moriría como un pobre mortal.
Su descubrimiento era inminente, ya oía los pasos de los guardias por los pasillos, los tintineos de sus espadas. Contempló de nuevo el hermoso cuerpo de una diosa y se fijó en el ombligo. Ninguna joya lo adornaba aunque anoche acogiese gruesas gotas de su leche. Su extraña forma le recordaba a algo y su instinto de supervivencia le urgía a encontrar una salida a su situación. Era su vida y su alma las que estaban en juego.
Una cerradura. Era el ojo de una diminuta cerradura. Alcanzó con una mano su taparrabos en el suelo y del cual pendía la bolsita de piel en la que guardó la llave del baúl. Encajaba bien en el ombligo. La giró varias veces sintiendo la presa en sus piernas ceder. Un mecanismo oculto en la estatua crujía liberando sus piernas.
Cuando pudo incorporarse, al fin libre del abrazo de la estatua, se vistió con premura y decidió, oteando el exterior tras la ventana, que la mejor opción era encontrar un buen escondite en el jardín y alcanzar la salida con el auxilio de la noche oscura.
Contempló de nuevo la estatua que casi le había condenado y ni siquiera osó en pensar en mancillarla despojándola de alguna joya.
Aquella muchacha de risueña e inocente mirada debía ser siempre así.
Viotaltu tenía a partir de hoy un nuevo feligrés.

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