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sábado, 8 de mayo de 2010

CINCO MILLONES (3)

Han pasado cinco meses desde aquella tarde. Muchas cosas han cambiado en mi vida. A los pocos días me matriculé en una academia para aprender a conducir y me saqué el carnet a los pocos meses. También, por mediación de Belinda, inicié un master de dirección de empresas. Mi dinero fue invertido en la adquisición y la ampliación de pequeñas empresas, medio muertas por la crisis, y ya estaban comenzando a repuntar. Poco a poco iba recuperando mi capital.
Mi fervor religioso se fue apagando sin remedio y un día me di cuenta que no sabía dónde estaba mi biblia, pero que tampoco me importaba.
Martina y yo nos veíamos con frecuencia y un día, de improviso, me dijo que se mudaba a mi planta–habitación del hotel. Quería estar más tiempo conmigo. Yo también quería estar más tiempo con ella. Inevitablemente algo surgió entre nosotros.
Una noche, hacía tres meses, me invitó a comer en un restaurante. Todo muy íntimo, romántico. Una terraza iluminada con antorchas, velas en la mesa, un grupo de música melódico, en definitiva, un ambiente perfecto para que una pareja se diga algo importante. Me comentó que estaba embarazada, de un mes. Sonreí burlón, ya no me tragaba tantas bromas. Me lo repitió con seriedad. Grité alegre y al levantarme volqué toda la comida sobre ella. La abracé y la besé con pasión, y luego la pedí perdón por haberla abrasado con la sopa. A continuación la pedí matrimonio. Ella dijo sí, sí, varias veces. Más tarde, en la cama, después de hacer el amor, me confesó que si yo no se lo hubiese pedido, lo habría hecho ella.
Belinda ya lo sabía, claro. Su hija se lo había dicho entre sollozos y temores por mi reacción. Su padrastro, según me contó Martina, enarcó una ceja y estiró los labios, indiferente. Hacía poco que había recibido la demanda de divorcio de Belinda y su estado ante los acontecimientos que iban ocurriendo en la familia era una mezcla entre el odio y la indolencia.
Por desgracia, alguien del hotel, nunca se supo, filtró a la prensa que yo era el ganador del premio de lotería de cinco millones y que había dejado preñada a la sucesora de la familia Contreras y de la noche a la mañana me vi rodeado de periodistas y curiosos. Duraron poco, pero la prensa rosa no cejó y se ensañó conmigo sin dejarme un solo momento a gusto. Por la calle era el blanco perfecto de periodistas sin oficio ni beneficio que sólo buscaban nuevos rescoldos en mi vida para avivar sus paupérrimos contenidos en las revistas y los programas de televisión. Mi vida se publicó por entregas en papel cuché. Un ex seminarista que gana un premio de lotería y se une a una familia pudiente. ¡Qué más podían pedir para tener una historia morbosa!
Martina, ahora mi prometida, y yo decidimos mudarnos al hostal que tenía en el pueblo para escapar de la vorágine rosa.
El hostal, en realidad un parador, se llamaba “El señorío de Frundial”, era de dos estrellas, y estaba enclavado en un pueblo del valle de León homónimo, cerca de los Picos de Europa. Antaño, en la Baja Edad Media, había pertenecido todo el valle al Conde de Frundial, un noble que ayudó en la Reconquista y recibió como deferencia a sus servicios las tierras del valle. El pueblo había tomado el nombre del noble y el hostal, el del pueblo. Era un pequeño palacio rehabilitado con muros altos y gruesos de vetusta piedra amarillenta.
Martina me recordó, porque continuamente me hablaba de su pequeño parador, su interior. Un gran jardín interior dominado por una fuente siempre con el agua en movimiento servía como punto céntrico desde donde se alcanzaban las habitaciones del hotel, doce en total, el comedor y los demás accesos. No había plantas superiores, sólo una pequeña bodega inferior donde se almacenaban los vinos por los que era reconocido el hostal. Las habitaciones estaban decoradas al estilo medieval, con pocos muebles, aunque grandes, oscuros y macizos, muchas alfombras que tapizaban el suelo frío de piedra y tapices con motivos de caza y épocas antiguas que vestían las paredes. El ambiente era acogedor e íntimo e invitaba al recogimiento y el descanso. Se pretendía que los huéspedes deambulasen por el parador, el pueblo y los alrededores. Se organizaban excursiones al valle en caballo y en bicicleta que eran muy demandadas.
El personal del hotel lo componían, según me dijo Martina cuando estaba aparcando al lado del parador, sólo siete personas. Silvana, la directora del hotel, Roberto, el cocinero y encargado del aprovisionamiento, una encargada de la limpieza, y cuatro ayudantes que ayudaban a los demás en lo que hiciese falta.
Eran personas competentes y muy agradables y me confesó, aunque ya me lo había dicho antes, que sin ellas, el parador no sería más que un montón de piedras derruidas de valor arqueológico.
Silvana nos estaba esperando a la puerta. Estábamos a mediados de octubre, pero el tiempo, en aquel valle, fluía de forma diferente. El clima era más cálido y permisivo con la ropa ligera, aunque la lluvia era imparcial. Lloviznaba ligeramente, pero era una lluvia soportable y que daba un encanto especial al paraje.
Silvana tendría unos treinta años. Si la hubiesen colocado en un hotel de Suecia no habría desentonado demasiado: era alta, casi dos dedos mayor que yo, de pelo rubio, casi blanquecino, liso, llegándola a los hombros. Vestía un traje de color gris claro, con una falda ceñida. Tenía un cuerpo vertiginoso, con pechos generosos y altivos, caderas rotundas y muslos firmes y enfundados en medias oscuras. Unos zapatos negros con tacón de aguja terminaban de estilizar su figura y repiqueteaban sobre el suelo de piedra del pasillo. Sus ojos azules acompañaban en su rostro de piel clara y sin mácula a una nariz fina y recta y unos labios gruesos y pintados de rosa pálido. Exhibía una sonrisa enigmática e indudablemente provocativa, casi lasciva. Se me removieron las tripas y el pene dio un respingo al contemplar la belleza de aquella mujer. Martina ya me había advertido que Silvana era una mujer que hasta hace pocos años había trabajado como modelo y nadie comprendía porqué había privado a las pasarelas de su hermosura, ni siquiera la propia Martina, aunque intuía que era demasiado inteligente para imponer su físico al cerebro y cuando recibió la demanda de trabajo de la modelo la aceptó sin dudarlo. Mi prometida me había advertido que las demás mujeres que trabajaban en el parador eran también bastante bellas. Podía mirar todo lo que quisiese, pero nada de tocar, y menos, catar.
Nos estrechamos la mano profesionalmente. Tenía los dedos finos y hecha la manicura en unas uñas pintadas de granate, largas y firmes como sus piernas. Aquella mujer destilaba erotismo por todos los poros de su cuerpo.
–¿Qué tal el viaje, Martina? –preguntó Silvana tendiéndola un carpeta con la contabilidad del negocio, mientras nos acompañaba a nuestra habitación delante nuestro. A diferencia del hotel de Belinda, aquí nadie nos llevaba las maletas, por lo que cargué con las más pesadas con esfuerzo mientras seguíamos a la directora–. Por cierto, aún no te he dado la enhorabuena por tu boda ni por tu embarazo.
–Gracias, hacía mucho tiempo que no me pasaba por aquí. Todo está magnífico, hacéis un gran trabajo, de verdad –dijo Martina levantando la vista de las hojas cubiertas de números y gráficos.
–Es siempre un placer que la dueña alabe nuestro trabajo, muy amable. Ahora mismo tenemos cuatro habitaciones completas y esperamos para el fin de semana una ocupación completa.
Martina afirmó satisfecha con un “ahá” con la vista sobre las cifras.
–Esto es increíble, uno se siente como antaño, de verdad –dije admirando los detalles de los muebles, los cuadros y las telas que nos iban saludando a nuestro paso.
Silvana se giró y me miró sonriente, agradeciendo mi comentario. Pero esa mirada era más que un agradecimiento, quizás una oferta. Martina no captó el detalle (o quizás no hubo detalle y lo imaginé), iba concentrada en comprobar que, en efecto, el dinero que había invertido, estaba generando ingresos.
Silvana nos acompañó a nuestra habitación, donde dejamos las maletas y nuestras pertenencias. La vi alejarse contoneando las nalgas bajo su falda, unas nalgas prietas y altivas, igual que sus senos. Cerré la puerta antes de que Martina se diese cuenta de mis lúbricas miradas hacia la directora.
–¿Está todo correcto? –pregunté mientras abría las maletas y colocaba la ropa en los armarios.
–Sí, creo que sí –Martina se había sentado en el borde de la cama, con una pierna recogida debajo de la otra–. Hay ingresos, pero esperaba que fuesen más. Es un parador, de todas formas, supongo, y la crisis aprieta. Tengo que consultar estos datos con el asesor contable de mi madre –se recogió un mechón de cabello cobrizo (se había teñido el pelo hacía poco de un color cobre oxidado con mechas brillantes) que caía sobre sus ojos apartándolo detrás de la oreja.
Aquel gesto siempre despertaba mis instintos perentorios y me incitaba al pecado del sexo impulsivo. Me acerqué a ella andando a gatas por encima de la cama. Sonrió ante mi petición.
–¿Es que no puede una colocarse el pelo, que ya estás con lo mismo? –preguntó dejando la carpeta sobre el suelo.
–Dime que no lo estás deseando tú también después de seis horas de viaje en coche –respondí llegando a su lado y besándola en el cuello, debajo de la oreja.
Mi prometida suspiró y agachó la cabeza mostrando la nuca, dejándose hacer. Llevé su cabello hacia un lado y, abrazándola por la cintura, la besé con ternura en la garganta y sus hombros. Martina vestía una blusa azul que desabotoné después de sacar de la falda la parte inferior. Debajo llevaba una camiseta de tirantes negra ceñida a su torso en la que resaltaban sobremanera sus pechos hinchados por el embarazo y rematados por unos pezones que ya arañaban la camiseta tras el sostén. Así sus tetas entre mis dedos mientras mi lengua iba dejando rastros húmedos por su mejilla y su mentón. Martina ronroneaba gustosa y me rodeó el cuello con un brazo.
–Mierda, Juan… quería enseñarte mi parador y… ya me estás liando otra vez –protestó con voz titubeante–, así no puede ser.
Se giró hacia mí y nos besamos con pasión, dejando que la saliva desbordase entre nuestros labios. Me tumbó en medio de la cama, y se levantó, quitándose la camiseta y despojándose del sujetador. El aire acondicionado siseaba expandiendo una cálida brisa por la habitación. Sus pechos bailaron sobre su torso cuando se quitó la falda para no arrugarla dejándola en una esquina de la cama. No tuvo tanto cuidado con mi camisa y mis pantalones al quitármelos. Mi pene estaba ya preparado para lo que aconteciese y su figura tubular bajo el calzoncillo simulaba una morcilla, larga y escorada.
Martina me sonrió pícara sacándome el miembro del calzoncillo y llevándoselo a la boca. Comenzó a cubrirlo de una ración generosa de saliva espesa y caliente. Retrajo el prepucio descubriendo el glande y concentró los movimientos de su lengua sobre él. Levanté el culo para arañar su paladar con la punta ensalivada. Frotaba mis testículos con su otra mano como dos bolas chinas bajo el slip y me revolvía inquieto y preso de sensaciones placenteras que me contraían la espalda involuntariamente. Martina era una experta en provocarme un orgasmo rápido y sin miramientos, iba directa a provocarme un placer mayúsculo. Gruñí entre convulsiones y descargué mi semen en su garganta, que tragó mientras lo iba expulsando en chorros que sentía ascender por mi verga atenazada por sus hábiles dedos. Tragó hasta la última gota y me miró sonriente recogiendo con su lengua los restos de saliva que desbordaban por sus labios.
Me giré colocándola debajo de mí. La bajé el tenga enrollándolo sobre sí al sacarlas. Su sexo estaba cubierto por un matojo espeso de vello oscuro y brillante. Me arrodillé sobre su femineidad y abrí sus piernas, aún enfundadas en unas medias estampadas. Interné mis pulgares entre el vello, separando los pliegues de su sexo y una vaharada de lujuria me saludó naciendo de su interior. Lamí su almeja desde la base hasta el clítoris con un delicado aleteo de mi lengua y sus muslos temblaron de excitación. Hundió sus dedos entre mi cabello mientras humedecía con mi saliva su sexo, ya de por sí encharcado en su excitación. Martina gemía arañándome la nuca mientras aplicaba mi atención sobre la entrada de su vagina. Estimulaba su clítoris con los pulgares mientras hundía mi lengua en su interior. Comenzó a jadear con fuerza.
–Más rápido, Juan, más rápido, por favor –suplicó.
Interné un dedo dentro de su vagina y su vientre se contrajo, gruñendo satisfecha. Yo no quería que esta dulce agonía se prolongase. Quería enseñarme su hostal. Introduje otro dedo y martiricé su interior arañando las rugosidades superiores de su vagina. Martina se agitó contrayendo las piernas sobre mi espalda y clavándome las uñas en el cuello. Suspiró con furia y el orgasmo la invadió todo el cuerpo entre sacudidas.
Su cuerpo se fue relajando con lentitud. El vello alrededor de su almeja estaba empapado y apelmazado de nuestros fluidos formando bucles.
Me deslicé sobre ella besándola en los pezones oscuros y enhiestos, rodeados de enormes y negras areolas y la besé con ternura. Rodeó mi espalda y nos sonreímos recuperando la respiración.
–¿A que sienta bien el apaño? –pregunté.
Asintió con la cabeza sonriendo. Tenía la frente perlada de sudor, la mirada lánguida y su cabello descansaba revuelto sobre la almohada. Esa sonrisa suya me provocaba un sentimiento de ternura y amor que me impulsaba, sin poder evitarlo, a besarla sin concesiones, sin que ella lo pidiese, sin que ella lo solicitase.
Descansamos unos minutos más y a continuación nos dimos una ducha rápida. Los servicios de la habitación eran más pequeños que los del hotel donde habíamos vivido los últimos meses, así que, para poder caber los dos en la ducha debíamos juntar nuestros cuerpos. Nos enjabonamos mutuamente. Nuestros cuerpos estaban cubiertos de espuma blanca y, sin poder quererlo ni evitarlo, la esponja calló al suelo de la bañera y nos seguimos enjabonando con las manos. Aquello sólo tenía una dirección posible. La penetré por detrás mientras se inclinaba apoyada en la grifería. La hice el amor con dulzura y lentitud asiendo sus tetas bamboleantes. Nuestra piel recibía el agua caliente salpicando sobre nuestros cuerpos en movimiento. Jadeábamos al unísono, al son de las embestidas. Mi pene se hundía con vigor en sus entrañas mientras ella se estimulaba el clítoris con frotamientos certeros, vibrando sus nalgas con mis acometidas. Martina alcanzó el éxtasis antes que yo, gimiendo lastimosamente, con el cabello rojizo empapado y pegado a su cara. Yo continué con mis vaivenes sujetándola por las caderas para evitar que se derrumbase entre las convulsiones de su orgasmo. Cuando alcancé el mío, la erguí resbalando mis manos entre sus costados, ahondando en sus entrañas y hundiendo mis dedos en sus mullidos pechos. Su grito se ahogó al llenarse su boca de agua caliente.
Nos giramos y nos besamos entrelazando nuestros cuerpos, dichosos de tenernos el uno al otro.
–Como parece que es imposible hacer algo juntos aquí sin que terminemos follando como conejos, te destierro de la ducha hasta que mi coñito y mis tetorras estén bien limpias –me dijo seria pero esbozando una sonrisa señalándome con el dedo la puerta del baño.
Bajé la cabeza acatando su mandato. De todas formas yo ya estaba bien duchado. Me vestí de nuevo y la esperé sentado en la cama.
Martina emergió de la ducha desnuda, con la piel seca y brillante por el aceite corporal que se había aplicado por su cuerpo, incitador también, de innumerables goces pasados. Se vistió con un vestido oscuro de falda larga con un cinturón ancho en la cintura, más recatado que el que traía.
–Vamos, que te enseño mi parador, “El Señorío de Frundial” –dijo extendiendo la mano para seguirla.
Alrededor del patio central en el que la fuente seguía expulsando bajo la llovizna chorros de agua cristalina con un sonido reconfortante, se extendía un pasillo rodeado de columnas por el que se entraba a las habitaciones. Dos de las alas del parador estaban dedicadas a los huéspedes. En las otras dos estaban la cocina, el comedor, el salón de reuniones y una zona de relajación.
–Tenemos un jacuzzi y una sauna –me explicó Martina–. El jacuzzi es sólo una bañera cuadrada igual de grande que la del hotel de mi madre y la sauna es de un tamaño parecido; hay ocasiones en que hay varios días de espera para poder usarlos y otras en las que puedes entrar cuando te apetezca, no hay quien lo entienda.
Salimos fuera del parador y nos acercamos al cobertizo exterior, al lado del aparcamiento donde se guardaban las bicicletas y los utensilios de limpieza.
–Los caballos los tenemos en una cuadra al otro lado del pueblo –dijo al preguntarla por los animales–, una pastor del pueblo nos los cuida y alimenta bastante bien. Tenemos dos yeguas que esperamos tengan potrillos dentro de poco.
–Como nosotros, entonces –sonreí abrazándola.
Nos besamos con ternura y volvimos dentro del parador.
–Te voy a presentar a Roberto, nuestro cocinero. Ya son casi la una y debe estar en la cocina terminando los menús.
Al acercarnos a la cocina oímos un gemido lastimoso tras la puerta entornada y nos miramos sorprendidos.
Nos acercamos con sigilo al resquicio y descubrimos a Silvana en los brazos de un hombre alto y fornido, de cabello castaño, largo y rizado, recogido en una coleta. Estaban inclinados sobre el fogón y Roberto, según me susurró Martina, tenía una mano dentro de las bragas de Silvana ahuecando su sexo, que tenía su falda arremangada hasta la cintura. Roberto la besaba y mordía con fiereza en el cuello y ella lo arqueaba exhalando por sus labios entreabiertos gemidos de deleite, agitando sus caderas y ondulándose su cabello rubio platino con los movimientos dactilares del cocinero. Ella no se contentaba con ser objeto de placer: tenía un brazo en el interior de la camisa desabotonada de Roberto, que vestía un uniforme blanco compuesto de la camisa bajo la que Silvana arañaba la piel y un pantalón con la bragueta bajada por la que asomaba un pene erecto de dimensiones respetables que la mano de la directora friccionaba con experiencia. A los pies del cocinero yacía un mandil arrebujado que habría sido el primer obstáculo eliminado para que la pareja disfrutase de sus cuerpos.
–Si los dejamos se van a poner a follar sin remedio y la comida se va a retrasar –susurró Martina preocupada.
–Déjales diez minutos –la contesté apartándonos de la puerta entornada–, te aseguro que Roberto va a hacer mejor la comida con más alegría que si les cortamos el rollo ahora.
Martina me miró sonriente, asintiendo ante mi comentario, carente de posible discusión.
–Tienes razón, pero luego tengo que hablar con estos dos. No puede ser que se pongan a follar poco antes de servir la comida. Si se lo montan, así, sin preocuparse de las miradas ajenas, a saber dónde más lo harán. Si se enterasen los huéspedes…
–Una de dos: o se quedan mirando como nosotros, poniéndose como motos, o se marchan asqueados pensando en cómo estará hecha la comida –terminé su razonamiento.
Cerramos la puerta con suavidad y dimos un paseo por el patio interior acariciando el roce de las piedras milenarias.
Media hora más tarde entramos al comedor. Había ya dos parejas en la sala comiendo. Parece que, por fortuna, había sido un polvo rápido. El comedor estaba formado por una docena de mesas cuadradas de roble macizo, grandes y de patas robustas. Candelabros de aspecto herrumbroso se alzaban en el centro de las mesas y las sillas tenían un respaldo alto y decorado con volutas y filigranas barrocas. Escudos heráldicos decoraban las paredes imprimiendo un ambiente plenamente medieval.
Una camarera, que Martina me contó era María, una de las ayudantes que lo mismo hacían las camas que servían la comida, se nos acercó y reconoció a Martina al levantar la vista de la libreta donde apuntaba nuestros platos.
María rondaría la veintena. Tenía una cara redonda donde destacaban unas mejillas encendidas como si la dueña tuviese un rubor perenne, un sofoco perpetuo. Unos ojos almendrados y profundos destacaban bajo unas cejas perfiladas. Una sonrisa formada por labios finos y anaranjados completaba un rostro enmarcado con un cabello largo y castaño que recogía en una trenza que le caía lujuriosa por la espalda.
–Buenos días, señorita Contreras –sonrió con dulzura. María vestía un uniforme compuesto de un vestido de falda larga y color bermellón con un generoso escote donde se aprisionaban dos enormes pechos turgentes y de piel blanquecina que se revolvían entre sí al caminar. Tragué saliva pensando en que al más mínimo sobresalto a María haría que alguna de esas tetas escapase del escote provocando suspiros entre los comensales masculinos (y femeninos).
Miré a Martina que tenía la vista fija en el uniforme de María. Estaba más sorprendida que yo ante tal alarde de carne pectoral mostrada. Se había ruborizado, igual que la camarera y tenía las orejas rojas, pero por encima de todo, sus ojos estaban fijos en la carne temblorosa que asomaba por el escote.
Martina se quedó muda, con la palabra en la boca, los labios entreabiertos. Tuve que pedir yo la comida.
María sonrió y se internó en la cocina después de llenarnos con generosidad la copa de vino.
Mi prometida seguía en la misma postura, como si María siguiese entre nosotros, la vista fija en el espacio que antes habían ocupado los pechos de la camarera. Se giró lentamente, inclinándose hacia mí.
–Dios de mi vida… –dijo entre susurros–, hasta yo me he excitado con esas tetas. ¿Se puede saber qué está pasando aquí?
–¿No habías visto los uniformes del personal? –pregunté divertido.
–Claro que sí, antes de abrir el hotel los elegí, pero no pensé que esos escotes, aunque… –Martina miró abajo pensativa–… hace unos meses recibí un memorándum de Silvana para cambiar el vestuario porque eran demasiado…joder… ¡pobre chica!
Martina hizo ademán de levantarse pero la sujeté por el brazo.
–Ahora no, cariño. Déjalo para luego. Comemos con toda la tranquilidad que nos permitan esos globos… –dije sonriendo. Martina no me devolvió la sonrisa, pero se acomodó de nuevo en la silla–…y luego ya veremos.
–Esto es la polla, de verdad –protestó –. Mi parador con encanto se está convirtiendo en un bar de alterne medieval de dos estrellas.
Nos miramos y no pudimos aguantar la risa que tratamos de mitigar sin éxito acaparando las miradas curiosas de las demás mesas.
Tomé un trago de vino para humedecerme la garganta, alzando la copa hacia Martina
–Por nosotros –dije.
Al tragar me di cuenta al instante del porqué de la fama del hotel en cuanto a su carta de vinos. Tenía el caldo un gusto dulzón y afrutado y al discurrir por mi garganta noté que me dejaba en el paladar un aroma amargo que me recordó a épocas antiguas, añejas.
–Es un vino estupendo –dije mirando la etiqueta de la botella, sorprendiéndome de que fuese un vino joven–, deja un poso en el paladar que te renueva por completo.
Martina sonrió complacida tomando un sorbo de su copa. También ella abrió los ojos y luego miró extrañada la botella.
–Coño, Roberto es el que elige el vino. Tengo que hablar con él. Necesitamos más de éstas.
Al cabo de diez minutos María, con sus pechos rebosantes, apareció con nuestros platos. Junto a ella, abrazándola, estaba Roberto, con el mandil puesto.
–Buenas tardes, pareja –dijo sonriendo. Había que admitir que Roberto tenía (además de un cuerpo donde se intuían unos músculos torneados) una sonrisa enigmática e irresistible, parecida a la de Silvana. Además, sus ojos oliváceos y acuosos, bajo unas gafas de cristales brillantes, redondeaban un rostro en el que era fácil perder la mirada.
–Espero que la comida sea de su agrado –continuó. Los platos contenían una ración de lechazo asado humeante de aspecto irresistible, igual que la sonrisa de Roberto.
–Tiene una pinta maravillosa –dije colocándome la servilleta. Nos llevamos una tajada a la boca mientras Roberto y María esperaban nuestra opinión. La carne estaba espléndida, jugosa. Miré a Martina asintiendo complacido. Ella me devolvió la mirada con expresión seria. Con los ojos me señaló hacia el mandil de Roberto.
Extrañado, aún masticando, eché un vistazo disimulado donde me señalaba Martina. El bocado se me atragantó en la garganta y necesité un trago de vino para hacerlo pasar. Bajo el mandil de Roberto se destacaba con inconfundible precisión una erección mayúscula que provocaba unas arrugas en el mandil que confluían en el miembro enarbolado del cocinero.
Volví a beber un trago de vino con premura intentando que no se notase demasiado mi nerviosismo, aunque la copa temblaba entre mis dedos y el vino se agitaba dentro como un diminuto mar embravecido.
–Está estupendo, Roberto –dijo al fin Martina con voz aflautada, forzando una sonrisa.
–Me alegro. Además, aparte de la celebración que vuestra boda y embarazo supone, y que no os quepa duda celebraremos por todo lo alto –dijo Roberto estrechando con fuerza a una María sonriente–, debo haceros partícipes de otra buena nueva: la boda de María y yo para el año que viene.
Debo admitir que aquel hombre sabía cómo impresionarnos. Martina y yo nos miramos mudos de espanto, sin disimular nuestra sorpresa, recordando la tórrida escena que habíamos visto antes en la cocina.
Fui el primero en levantarme y estrechar la mano de Roberto y besar en las mejillas a María, felicitándoles. Por fortuna, Martina me imitó al poco y me parece que quedamos, cuando menos, presentables.
Se alejaron agarrados de la mano, entre las palmas y vítores de la mesa cercana que había oído nuestra conversación.
Martina y yo nos miramos sin decir nada y comimos el resto de la comida en silencio. Ambos teníamos en mente una sola palabra que se iba repitiendo con más insistencia a medida que íbamos dando cuenta de la comida.
Problemas.
Cuando terminamos de comer, Martina insistió en volver a nuestra habitación enseguida para hablar del tema.
–¿Te imaginas qué pasará cuando María se entere de lo de Silvana? –preguntó sirviéndome una copa de vino. Había pedido dos copas y una botella que se llevó a la habitación. Cuando la pedí que pensase en nuestro hijo sólo me respondió “Lo necesitaremos”.
–Bueno, en el fondo no es asunto nuestro, ¿no?
–En principio no –me señaló con la copa repleta de líquido granate–, pero en el negocio estas cosas suelen pasar factura.
Se bebió la copa entera de un trago y se la volvió a llenar.
–Tanto Roberto como María y como Silvana, son profesionales, sin tacha. A Roberto le conseguí después de pujar por él contra un restaurante de cinco tenedores. A Silvana la tuve que convencer de que la pasarela no era compatible con el de directora de un parador.
–¿Y María? –pregunté, bebiendo un trago de vino.
–Es la más normal de todos, se podría prescindir de ella con facilidad –sopesó Martina andando con rapidez por toda la habitación, de un lado para otro, con la copa en la mano.
–Pero Roberto iría detrás… –constaté.
–Y detrás de él, Silvana –terminó mi frase.
Martina se sentó en el borde de la cama mirando su copa de vino, haciendo agitar su contenido.
–Mierda, joder, hostia puta… –dijo en voz baja.
Se bebió el resto del vino de otro trago y se acercó a mí con paso decidido.
–Lo siento, pero necesito un polvo rápido –y me tumbó en la cama con rudeza.
Se desvistió con rapidez y yo hice lo mismo. No iba a decir que no, viendo cómo se iba al carajo su negocio, necesitando un momento de distracción.
Se arrodilló sobre mis rodillas asiendo mi verga y azuzándola con una sonrisa metódica. Tenía el cabello revuelto y una mirada siniestra, presagio de una penetración directa y sin concesiones al amor. Sus pechos se bamboleaban al son de las friegas que proporcionaba a mi pene que ya estaba enhiesto por completo.
Se irguió para introducírselo en su interior y cuando el glande ya estaba enfilado , directo a su vagina a medio lubricar, cayó derrumbada sin avisar a mi lado, presa de un sopor inducido por el alcohol.
La miré negando con la cabeza. El alcohol y el sexo no suelen ser buenos amigos.
La introduje con esfuerzos en la cama (uno nunca piensa que el cuerpo de una mujer puede ser tan pesado como el de un hombre) y la cubrí con la manta delicadamente. Tiempo habría más tarde de echarla la bronca por hacer estas tonterías con nuestro hijo gestándose en su interior.
Me introduje también dentro de la cama, junto a ella, escuchando el repiqueteo lejano de la fuente y el zumbido del aire acondicionado, y no tardé en quedarme dormido también. Sin embargo, desperté al cabo de casi una hora. Me dolía el cuello y la espalda me crujía acusando ambos el cambio de almohada y colchón. No parecía haberme sentado bien la siesta. Martina seguía dormida a mi lado. Había cambiado de posición y se había destapado. Yacía despatarrada, y su cuerpo abierto a la entrega me produjo un conato de deseo que reprimí con dificultad. Volví a colocarla encima la sábana y la manta. Se dejó hacer con una sonrisa y replegó sus brazos y piernas haciéndose un ovillo. La besé en la frente y agradecí a Dios el regalo que me había dado al estar junto a ella.
Me vestí de nuevo y salí de la habitación.
La fuente del centro del parador seguía salpicando agua con persistente entusiasmo. La lluvia había cesado y el brillo del sol hacía cantar a los pájaros. Caminé por los pasillos anchos y en donde las piedras arcaicas reflejaban el sonido del eco de mi caminar. Me crucé con una pareja de huéspedes que iban en busca de su habitación abrazados de la cintura y con miradas henchidas de pasión. Nos sonreímos y me topé con la zona de descanso del parador, donde se encontraban la sauna y el jacuzzi.
Decidí que era una buena ocasión para probar las excelencias de la ducha al vapor.
Dentro del vestuario reinaba el silencio. Sería el único en sumergirme entre cuatro paredes forradas de madera que encerrarían litros y litros de humedad vaporosa.
El pequeño cuarto tenía un banco que recorría tres paredes y en el centro una gran estufa de color negro expulsaba el vapor con un siseo casi inaudible. Regulé la temperatura a cuarenta grados y me recliné en un banco.
–¿Por qué no? –pensé, y me atreví a despojarme de la toalla que tenía anudada a la cintura, quedando desnudo.
El vapor envolvió la estancia con rapidez y comencé a sudar. Los músculos comenzaron a embriagarse de la relajación imbuida por el ambiente enrarecido. Mis miembros colgaron laxos y cerré los ojos para impregnarme de la quietud y tranquilidad que se adueñaban de todo mi cuerpo.
Fue entonces cuando un ruido me arrancó de la paz reinante. Escuché con atención y me tapé descuidadamente con la toalla, irguiéndome.
Otro ruido captó definitivamente mi atención. Solo que no era un ruido, sino más bien un… gemido.
Un suspiro amortiguado me confirmó mis sospechas.
En la sala contigua a la sauna estaba el jacuzzi. Seguro que una pareja inflamada de pasión estaba probando las excelencias del sexo dentro de un baño de burbujas, algo que ya había experimentado en numerosas ocasiones en la habitación del hotel de Belinda.
Cerrando los ojos y conteniendo la respiración, escuché débiles ruidos y unas palabras que no supe distinguir si procedían de un hombre, una mujer o su significado. La sauna era prácticamente hermética y no me era posible oír mucho más.
Sin embargo, entre las palabras y sonidos, creí diferenciar la voz de un hombre.
Me anudé la toalla a la cintura y salí de la sauna sin hacer ruido.
El ambiente exterior me envolvió de inmediato, tornándose gélido en comparación. Había hecho caso omiso de las más elementales normas de seguridad en una sauna. Mis tetillas se endurecieron y se me puso la piel de gallina. Me sequé con la toalla, habituándome al ambiente exterior pasado un momento y me acerqué en silencio a la sala anexa.
También tenía un pequeño vestuario al lado de la estancia donde se encontraba el jacuzzi. Me fijé que en el banco donde se colocaba la ropa de los usuarios del jacuzzi había tres uniformes que reconocí de inmediato como los de Roberto, María y Silvana.
Una sospecha se fue haciendo hueco en mi mente: María había descubierto el lío de Roberto y Silvana. La cosa no podía acabar bien.
Unas débiles risitas y un chapoteo tras la puerta me sacaron de mis pensamientos.
Mi desconcierto iba en aumento. ¿La pareja de prometidos y la amante juntos y riendo en una bañera de hidromasaje?
La puerta que daba paso al jacuzzi estaba cerrada. Giré el picaporte con cuidado pero constaté que estaba cerrado por dentro. Comprobé que la cerradura era simple, de cerrojo sencillo. Miré a mi alrededor y, junto a la ropa de María, vi un juego de horquillas. No me lo pensé dos veces. Doblé una de los alambres de la horquilla ayudándome con la pata del banco donde descansaba la ropa, formando una rudimentaria ganzúa. Recordé las veces que tuve que hacerlo cuando vivía con mi tía para poder mear por las noches.
No me fue difícil forzar la cerradura. Debía saber si los amantes y la prometida estaban bien. Nada bueno podía salir metiendo a los tres juntos en un jacuzzi.
Abrí la puerta con cuidado, agachado, una débil ranura me permitió otear el interior. La escena que presencié no podría haberla imaginado ni viviendo varias vidas.
La estancia era pequeña. Sobre un suelo de goma había, en el centro de la estancia la bañera cuadrada de la que Martina me había hablado. Dentro de ella estaban la directora, el cocinero y la ayudante.
Roberto dentro del agua, sentado, con los codos apoyados en el borde de la bañera y mirando al techo, mientras Silvana y María estaban arrodilladas sobre su entrepierna, aplicando sus lenguas sobre los testículos y la verga o besándose con evidente satisfacción. Entre el murmullo incesante de los chorros de agua borboteando por la superficie del agua, las dos mujeres se estaban aplicando en una mamada a dúo digna de un señor. Roberto gemía gustoso ante los abnegados lametazos de ambas féminas mientras el agua borboteaba entre sus cuerpos. Como ellas estaban de espaldas a mí, sólo podía contemplar sus traseros en pompa sobre los que la espuma que creaban los chorros del jacuzzi confluía en sus sexos abiertos. Ambas no permitían que el generoso regalo que estaban proporcionando a Roberto las distrajese de su propio placer y, emergiendo del agua con asiduidad como culebras, sus dedos frotaban sus respectivos sexos con movimientos acompasados entre ellas. Internaban uno o varios dedos en su interior y acariciaban sus anos expuestos en toda su magnitud.
Comprobé que mi pene comenzó a desperezarse aumentando su tamaño y emergiendo, igual que esos dedos, por debajo de la toalla que llevaba a la cintura. El espectáculo que estaba presenciando tras la puerta entornada era demasiado sugerente como para que mi propia libido lo ignorase.
Con una simple mirada entre ellas, se irguieron y Silvana se apartó sentándose junto a Roberto al borde de la bañera mientras la ayudante se inclinaba para sentarse sobre la verga del cocinero con su larga trenza sumergida en el agua. Se separó las nalgas con las manos y oteó su entrepierna mientras Roberto mantenía recto su mástil por la base para ser penetrada limpiamente. Sus pechos pesados oscilaron como dos campanas. La verga de Roberto se hundió en el interior de María y la perdí de vista.
María se apoyó en un borde de la bañera y en las piernas de Silvana mientras subía y bajaba sobre el sexo tieso de Roberto. Se había reclinado hacia atrás y sus pechos se desparramaban por sus costados bamboleándose como dos flanes.
Entre los gemidos y jadeos de la pareja de prometidos, Silvana, a su lado, se masturbaba sin perder detalle de la penetración. Con los dedos de una mano se había separado los labios de su sexo cubierto de vello pajizo y con la otra mano se frotaba su clítoris y la entrada de su vagina con movimientos circulares, enterrando varios dedos en su interior con suavidad para luego sacarlos y acercarlos a los labios de Roberto que los engullía con rapidez.
Mi pene estaba completamente erecto y la toalla, incapaz de sujetar mi excitado miembro, había caído al suelo quedando desnudo y enarbolado. Había empezado a masturbarme ante la escena y sabía que podía prolongarse durante un largo rato: a estos tres se les veía capaces de prolongar la sesión de lujuria hasta bien entrada la tarde.
Decidí que ya sabía bastante y que a partir de aquí mi presencia ya no podría excusarse en caso de ser descubierto.
Cerré la puerta y, como sabía abrir cerraduras pero no cerrarlas con una ganzúa, arranqué una hoja de papel de la libreta colgada de la pared donde se apuntaban las reservas y la colgué del picaporte, escribiendo “ocupado”.
Me vestí sonriendo ante los acontecimientos presenciados que daban un giro de ciento ochenta grados a la idea que tenía sobre las relaciones de esos tres.
Caminé con premura hacia la habitación. Cuando cerré la puerta tras de mí, el ruido desperezó a Martina de su letargo.
–Mmm… dios, qué dolor de cabeza… ¿Dónde has ido, cariño? –preguntó al verme vestido. Se incorporó en la cama, apoyándose en el cabecero, aún desnuda y con los ojos entrecerrados.
–Vengo de la sauna con noticias frescas, Martina –y la fui contando lo ocurrido. Abrió los ojos con sorpresa con la boca abierta, pasmada igual que yo, mirando a un punto indefinido de la pared de enfrente:
–Por todos los… –dijo cuando terminé mi relato.
Llené mi copa de vino y Martina me pidió un trago. Necesitábamos algo para digerir el giro de los acontecimientos.
Mientras lo había ido relatando, me había excitado, hinchándose el bulto entre mis piernas. Martina no se perdió el detalle y, me devolvió la copa, sonriéndome melosa.
–Cuéntame de nuevo qué viste, Juan, sin omitir detalle –pidió mientras abría la manta, invitándome a entrar en la cama.
Sonreí contento recordando aquel primer día que la conocí. Apuré el vino de la copa y comencé a desnudarme…

2 comentarios:

  1. Leí esta historia en Marqueze y me gustaría saber en que termina, la forma de escribir es cautivante, es más novelesca de lo que esperé en un principio y eso la hace atractiva.
    La vas a continuar??
    saludos.
    MAC.

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