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sábado, 8 de mayo de 2010

PORNÉ (1)



Creí que teníamos algo especial, que entre nosotros dos existía algo que nos unía. Supongo que me equivoqué. A veces nos ofuscan los sentimientos y no sabemos ver más allá. Es posible.
Mario me había dejado. Habíamos roto, después de casi cinco meses de noviazgo. Aunque para él no fuésemos novios.
-Mira Beatriz –me dijo mientras las lágrimas me recorrían las mejillas, con ojos enrojecidos y soltando mocos como una descosida-, lo nuestro ha sido bonito. Pero ya acabó. Se ha terminado. Compréndelo.
Yo sabía que estaba con otra. Mis amigas me lo dijeron. Mi instinto me lo advirtió. Incluso él me lo hizo ver la última vez que hicimos el amor.
-¡Venga, zorra! –exclamó mientras yo estaba arrodillada en la cama y él me clavaba sus uñas en las nalgas mientras me penetraba con dureza- ¡dime que te gusta, zorrita, dime que te corres con mi pollaza!-. Se sacó el miembro y me intentó penetrar por el ano.
-¿Qué haces? –pregunté espantada, apartándome. Su cara estaba desfigurada por la lujuria. Sonría enseñando los dientes inferiores, cubiertos de saliva. Tenía el ceño fruncido y la mirada aviesa.
-Venga, vamos a hacerlo por detrás, que me muero por follarte el culo, venga Bea, déjame, anda.
Negué con la cabeza asustada. Mis amigas sí lo habían hecho alguna vez. Lo del sexo anal, vaya. Incluso Soraya se lo había hecho a su novio. Pero todas coincidían en que se necesitaba tiempo y seguridad. Y mucha paciencia. Sobre todo para la limpieza del ano y las tripas.
-Que no, Mario, que esto no se hace así –le repetí. Había perdido las ganas de seguir haciendo el amor-. No puedes pensar de repente que tienes ganas de metérmela por el culo y, hala, a meterla. ¿Y yo qué? Que no es igual, Mario, que no es igual.
-¡No me jodas, Bea, que sabes que siempre he querido follarte por el culo! –se levantó de la cama quitándose el condón y vistiéndose.
-¿Qué haces? –Pregunté alarmada- ¿Adónde vas?
-¿Pues qué quieres qué haga, coño? Marcharme, digo yo.
-Pero, ¿por qué? –pregunté asustada, saltándoseme una lágrima.
-Por nada, que tengo que currar mañana temprano y hay que levantarse pronto.
Me arrodillé cubriéndome con la sábana. Estaba temblando. Temerosa.
-Si quieres…-propuse cuando guardaba en el bolsillo del pantalón las llaves de su casa y la cartera-…podemos hacerlo otro día. Nos preparamos… se necesita un tiempo, creo…
-No importa –replicó. Parecía enfadado, triste, decepcionado. Se iba a marchar cuando titubeó y se acercó a mí, dándome un beso en los labios que intenté prolongar, pero que él dejó a medias. Un beso frío, amistoso. El último beso, como luego sabría después.
Cuando escuché la puerta de casa cerrarse no pudo dominar por más tiempo el llanto. Enterré la cabeza entre las sábanas y lloré desconsolada. Sola. Fría.
Al día siguiente me mandó un mensaje de texto. Quedamos en el parque. Había niños jugando y madres con el bocadillo envuelto en papel plata y botellines de agua fría sentadas en los bancos de al lado.
Me dijo que lo nuestro se había terminado, que ya no daba más de sí.
Evité tocar el tema del día anterior. Porque supongo que no sólo era eso. Porque no creía que sólo fuera eso. No podía ser por eso.
Pero sí que era por eso. Mario había cortado conmigo porque no quise hacer sexo anal con él. Así me lo dijo, cuando se lo sonsaqué a base de ruegos y sollozos.
Menuda mierda.
-Eso es propio de un puto niñato –me dijo mi amiga Soraya, pasándome un pañuelo. La había invitado (implorar es más acertado) a venir a mi casa esa noche para poder desahogarme. Escuchó mi relato fumándose un cigarrillo en silencio, chasqueando la lengua con desdén mientras le iba contando mis andanzas.
-Si ya te lo dijimos –dijo al final- ¿O no? Que ese niñato pasaba de ti, que sólo le importaba tu coño, ¿o no te lo dijimos, eh?
Asentí entre sollozos e hipos, aunque lo que menos necesitaba en ese momento era que mi mejor amiga me echase en cara el no haberlas hecho caso.
-Anda, dale, y deja de llorar, coño –dijo tendiéndome un cigarrillo ya encendido.
El cigarrillo tembló entre mis dedos. Con la otra mano sostenía el pañuelo arrugado y húmedo de mis lágrimas y mocos.
-Pero si es que pollas las hay a manadas, chica, y el Mario no era de fiar, ya te lo dije, que si querías algo serio, ese chico no te servía, ¿o no te lo dije, eh?
-Pero… -balbuceé- pero… yo le quería, compréndelo, joder.
-Sí, ya, ya, estabas encoñada, sí, lo entiendo. Pero ahora mira para otro lado, chica. Vente un viernes con nosotras y listo, que esto se cura pronto, ya verás.
Negué con la cabeza. Seguía perdidamente enamorada de Mario. O quizás solo estuviese encoñada, como decía Soraya. No lo sé. Pero sí sabía que no quería buscar otro chico, otro amor. Ya no.
Ya no.
-¿Cómo qué no?, no me jodas, Bea, no me jodas –me agarró de la mano con la que apretujaba el pañuelo y me zarandeó-. Que esto se olvida pronto, chica, de verdad. Tú vente con nosotras, anda. Si no encuentras cacho, por lo menos te diviertes, venga, anda.
Al final terminé aceptando. No quería, pero le hice caso a mi mejor amiga.
El viernes por la mañana recibí un correo de María para quedar por la noche la pandilla. Sólo chicas, advertía con letras mayúsculas, “dejad a los cimborrios en casa”, agregó al final del email. Previamente había recibido bastantes correos de la pandilla dándome ánimos e intentando consolarme.
Pero era viernes y aún no había olvidado a Mario. Habíamos cortado el martes y aún le añoraba. Sobre todo cuando me abrazaba a él y enterraba mi mano por dentro de su pantalón ahuecándole el sexo dentro de los calzoncillos, jugando con sus testículos, sintiendo como iba creciendo. Viendo cómo se agitaba nervioso y terminaba por tumbarme en el sofá, subirme la falda y bajarme las bragas. Y empezar a comerme el coño.
Porque Mario sería un cabrón y un hijo de puta, pero sabía cómo comerme el coño como Dios manda. Gemía como una posesa mientras me pellizcaba los pliegues del sexo con los dientes mientras me ensartaba dos dedos en la vagina, acariciando el punto estriado exacto de mi interior que me volvía loca. Con sus labios me descubría el clítoris y me sorbía el poco control que pudiese tener. Me sorbía los sesos, me deshacía toda. Y cuando estaba a punto de correrme (el muy hijoputa sabía perfectamente cuando estaba a punto, no sé cómo) se sacaba el nabo, se ponía un condón a una velocidad de vértigo y lamiéndose los dedos con los que me había dejado a punto me penetraba en un tris, sujetándome por las caderas mientras me susurraba cochinadas al oído.
Cada vez que recordaba nuestros polvos me excitaba y me acaloraba. Pero luego recordaba nuestra última vez (ni siquiera nos corrimos, coño) y me acordaba de porqué debía olvidarme de él. De olvidarme de sus besos, de sus abrazos, de su sonrisa y de sus ojos perversos.
Pasar página. Borrón y cuenta nueva.
Me miré al espejo antes de salir. Estaba algo mellado en una esquina, producto de un mal golpe con la aspiradora, pero seguía sirviendo. Vestía con recato con unos vaqueros no demasiado ajustados junto con un cinto al que tenía mucho cariño, herencia de mi madre, y una blusa negra sin concesiones en el escote. Me recogí el cabello castaño en una coleta sin pretensiones y me puse unos pendientes y un collar sin mucho artificio. La única prenda que desentonaba con mi aspecto eran unas sandalias de tacón alto. Pero sólo fue porque las otras, más decorosas, tenían las suelas muy sucias y se me había olvidado limpiarlas. Para terminar, mi maquillaje no era para tirar cohetes, solo lo justo: un poco de sombra oscura de ojos, un colorete casi inexistente y un color malva mate para los labios.
Sólo quería estar con mis amigas, no exhibirme para buscar pollas. Esa noche quería diversión y entretenimiento, para el sexo ya sabía apañármelas yo solita. A los tíos, que les jodan.
Llamé a un taxi por teléfono y esperé en el soportal fumando un cigarrillo. Mientras revisaba en el bolso que tuviese todo lo necesario (había empezado con la regla hacía dos días) vino el coche.
-¿A dónde vamos, preciosa? –preguntó el taxista.
El adjetivo me hizo fijarme en el espejo retrovisor para ver la cara del conductor. Tendría unos cuarenta o cincuenta años, con barba canosa y puntiaguda y nariz algo rechoncha. Sus ojillos grises me miraron a través del cristal y bajé la mirada, algo avergonzada.
-A la calle Zapatería, por favor –contesté mientras me acomodaba en el asiento trasero intentando escapar de su mirada.
-Donde tú quieras, guapa –dijo, y enfiló la carretera entre el tráfico atravesando varios automóviles que pitaron enfadados.
El viaje era corto, unos diez minutos. Me fijaba a través de la ventanilla lateral en el bullicio de las calles, en las parejas paseando, cogidas de la mano, sonrientes y, de repente, me di cuenta que este no era el camino correcto para llegar a la calle Zapatería.
El taxista iba a lo suyo. Me fijé a través del espejo retrovisor que no iba muy concentrado en el tráfico, más bien, me miraba fijamente, sin perder la vista de mí.
-Perdone, oiga, creo que este no es el camino a Zapatería, ¿no? –pregunté.
-Ya lo sé, guapa.
-Pero le he indicado la calle Zapatería, lo siento si no se lo dije antes.
-Sí que lo dijiste, yo me acuerdo muy bien, guapa. Me acuerdo de todo muy bien.
Un resquemor se empezó a hacer patente en mi cabeza.
-Perdone, déjeme por aquí, ya voy andando.
-¿Por aquí? De eso nada, guapa, este no es tu destino.
Callé. La situación había tomado un cariz complicado. Tenía miedo y no deseaba demostrarlo.
-Oiga, si no para por aquí, llamo ahora mismo a la policía –dije sacando el móvil y enseñándoselo.
-Yo creo que no… -y se giró tan rápido sobre el asiento que no me dio tiempo a reaccionar. Me arrebató el móvil de la mano sin que pudiese impedirlo.
-¡Joder! –exclamé inclinándome sobre él para recuperar el teléfono. Me di de bruces contra un cristal, o algo parecido. Me golpeé la frente tan fuerte que caí al respaldo del asiento por el rebote.
Me froté la cabeza. Notaba la frente algo dolorida y muy caliente. Por fortuna, al ver mis dedos, no vi sangre.
Pero lo que más me preocupó fue el hecho de que para mí existiese un cristal que nos separase y para él no, me había robado el teléfono de las manos sin encontrarse ningún obstáculo entre medias. Acerqué los dedos al cristal mientras el taxista sonreía mirándome a través del retrovisor.
-Qué coño… -susurré al notar la barrera que nos separaba. Estaría sobre los apoya-cabezas de los asientos delanteros y noté con la punta de las sandalias que llegaba hasta el bajo del automóvil.
-Impresionada, ¿eh? –rió el taxista.
Debía hacer frente a una situación que escapaba a mi control. Contuve las lágrimas e intenté calmarme.
Íbamos a toda velocidad, saltándose los semáforos, sin respetar las señales. Lo mismo le daba ir por dirección prohibida que subirse al bordillo. Los demás coches se iban apartando como podían, aunque la verdad es que manejaba el automóvil con una soltura digna de un piloto. Comprobé las manijas de la puerta. Inservibles, no abrían nada. Tampoco funcionaba el botón para bajar el cristal de la puerta.
-¿Qué quiere? –pregunté con voz trémula para mi pesar. Debía mostrar una entereza que no tenía.
-¿Yo? –sonrió-. Yo nada, muñequita. Pero unos amiguitos quieren algo tuyo.
-¿Pero qué coño está pasando, joder? Pare el puto coche aquí, me cago en la puta, ¡hostias! –chillé en un tono histérico, tampoco acorde con lo que pretendía demostrar.
-Ay, preciosa, ¿sabes que estás para meterte todo dentro durante toda la noche cuando te enfadas?
Me arrellané en el asiento, asustada, intentado huir de esos ojos que me escudriñaban el cuerpo de arriba a abajo.
-No…no… -tartamudeé muda de espanto. No sabía qué pensar, cómo actuar, qué hacer. Me lo había dejado bien claro. Violarme. Como una vulgar muñeca. Pero, por lo que dijo, no podía. Porque otros me estaban reclamando.
¿Por qué mierda me estaba pasando todo esto?
A través de las ventanillas me fijé en que habíamos salido de la ciudad y había tomado la autovía. Había aumentado la velocidad e iba esquivando los coches haciendo eses sin despeinarse siquiera.
-¿Dónde me llevas? –pregunté con ojos enrojecidos. No había podido evitarlo, y había llorado a la vista de mi raptor, que sonrió con delectación fijándose en mi cara.
-Ya te lo he dicho, guapa…
-¡No me llames guapa, hijo de puta! –exclamé cortándole con rabia.
-¡Buenooo…! – silbó girándose hacia mí, dejando el volante suelto-. Cálmate, anda, cosita guapa, que si no, papi “fauni “ te va a dar un par de hostias que te dejarán más muerta que viva, ¿estamos? –su cara había cambiado por completo. Estaba enfadado. Unas arrugas verticales en su frente convergían en un ceño arrugado. Sus cejas se habían inclinado empequeñeciendo esos ojillos oscuros y enseñaba unos dientes amarillentos donde los colmillos destacaban entre las demás piezas con un tamaño impensable, casi atávico.
Un terror se fue instalando en mis pensamientos. Me acuclillé en una esquina del asiento trasero mientras el taxista no dejaba de mirarme girado, descuidando por completo la conducción. Cuando al hacer un adelantamiento, el volante giró solo y la manivela de los intermitentes se levantó de forma automática para encenderlos, el miedo comenzó a digerirme.
-Joder, cuánto me gustaría follarte ahora mismo, Porné –dijo con la boca cerrada y los dientes brillantes por la saliva que rezumaba de ellos. Me miraba con lujuria encendida, jamás había visto a ningún hombre mostrar aquella mirada tan cargada de deseo como la de aquel taxista-. Yo creo que no se enterarían, ¿no crees? ¿A qué no? –y se arrodilló apoyando sus piernas sobre los asientos delanteros mostrando la parte inferior de su cuerpo desnuda (¿pero no llevaba un pantalón?). Un inmenso pene nacía de unas piernas increíblemente velludas. El miembro iba creciendo, desarrollándose, ante mis aterrorizados ojos, adquiriendo unas dimensiones imposibles y surcado de venas gruesas y azuladas que convergían sinuosas en un glande pequeño, rojizo y brillante.
-A que te gusta, ¿eh?
Negué con la cabeza sollozando, muerta de terror. Porque aquel pene palpitante había atravesado la barrera infranqueable de cristal que a mí me resultaba imposible de rebasar. Tenía la vista fija en aquel pene descomunal que se agitaba a pocos centímetros de mi cara descompuesta. Estaba encogida, hecha un ovillo sobre el asiento. Intuía que me había meado, incapaz de controlar mi vejiga, porque notaba los vaqueros, en mi entrepierna, húmedos. Pero sabía que no podía ser eso. No, eso no. La humedad de mis pantalones no procedía de mi vejiga. Provenía de mi vagina, para mi desgracia.
Mi cuerpo estaba correspondiendo a aquel malnacido que estaba a punto de violarme.
Contemplé con verdadero pánico e impotencia mi propia excitación ante aquel falo que se cernía sobre mis labios. El taxista sonrió acercándose. La punta de su larga verga tocó mi mentón. Sentí asco, repulsión, miedo. El asiento no me permitía alejarme más del glande amoratado y surcado de pequeñas arrugas.
Mi lengua, ajena a mis mandatos (¡No, joder!) salió de mis labios y lamió la superficie de la piel granate. El taxista sonrió perverso. Mis labios se posaron sobre la piel. Estaba caliente. Tanto la verga como yo. Así con mis manos (que tampoco me obedecían) el cilindro de carne y noté las venas sinuosas latir con fuerza bajo las palmas. Lloraba desconsolada, los mocos me brotaban en un reguero que confluía en mi mentón con mis lágrimas.
Se la estaba mamando a un completo hijo de puta. Me había raptado en un taxi imposible, estaba aterrada y me había amenazado. Sin embargo, estaba húmeda de placer, y mi cuerpo, ajeno a mi desdichada suerte, se estaba concentrando en hacerle pasar un rato dichoso.
Fue entonces cuando algo explotó. Quizás fue el motor. Gritamos con fuerza, chillando y gimiendo. La parte delantera del taxi desapareció entre amasijos humeantes, sólo quedaba la parte del asiento trasero donde me cobijaba. Cuando me quise dar cuenta, el taxista había sido desmembrado por la fuerza de la explosión, su torso descabezado continuaba estampado en el cristal que me separaba de él. Aún tenía entre mis manos su pene, separado del cuerpo. Aullé con locura deshaciéndome del falo aún enhiesto pero arrugándose por la borboteante sangre que manaba a chorros por la base peluda. Lo que quedaba del coche dio bandazos y saltaron chispas y esquirlas al apoyarse el borde de la carrocería en el asfalto. Un hedor horrible a carne quemada me envolvió. Chillaba aterrada. Por fortuna, la barrera invisible de cristal me protegía de los trozos de metal que con un silbido enloquecedor se lanzaban despedidos hacia mí y que, algunos, se iban incrustando en la masa sanguinolenta que había sido el taxista. Un bache en la carretera terminó con la carrera. El resto del taxi donde me encontraba se catapultó en el aire entre giros rapidísimos. Me quedé apoltronada al asiento por la fuerza centrífuga que me estampaba contra la puerta lateral. Solo veía por el rabillo del ojo una espiral de luces multicolores.
Cuando me quise dar cuenta, todo se volvió oscuro. Punto y final. Se acabó, pensé.
Pero no. La puerta lateral había reventado por el peso de mi cuerpo varias veces aumentado por la fuerza centrífuga. Salí despedida del amasijo de chatarra cayendo sobre un arbusto salvador en el borde de la carretera milagrosamente. Pero lo peor estaba por llegar. Con ojos aún enloquecidos seguí el rastro espeluznante de lo que quedaba del taxi que rodó botando e internándose con un sonido horrible de chasquidos y cristales rotos en la mediana de hormigón, atravesándola e impactando contra un camión que venía embalado en sentido contrario. El golpe fue brutal, de un ruido ensordecedor. Las ruedas delanteras desparecieron bajo la carrocería del vehículo y el desdichado conductor atravesó el parabrisas aterrizando en el asfalto para luego ser barrido por su propio camión. Varios turismos colisionaron a toda velocidad sin poder evitarlo con el camión que iba dejando un rastro de sangre y fuego en su loca carrera. Ruidos horribles estallaron por doquier. Llamas, gritos, chillidos.
Noté mi cuerpo entumecido. Las piernas al principio no me respondieron, pero luego moví los dedos de los pies con lentitud (las sandalias habían desaparecido, al igual que mi blusa y el sujetador). Pero al menos los movía. Sentía un reguero de sangre discurrir por mi sien derecha y gotear en mis pechos. El dolor que me sobrevino a continuación fue inexplicable. Quizás el cuerpo, sobrecargado de tensión y heridas, me había protegido durante los primeros momentos tras el accidente. Pero luego tome conciencia de mi espalda retorcida, mi brazo derecho colgando en un giro imposible, la dificultad al respirar y el cuello abotargado.
Una profunda somnolencia se fue apoderando de mis sentidos. Oía a lo lejos los chillidos de espanto y confusión de la carretera, de la muerte que se cebaba en la carretera. Los párpados me pesaban cada vez más y más. La oscuridad se apoderó de nuevo sobre mí.
Escuché unas pisadas acercándose a donde estaba.
-Soco… rro –logre articular, o eso creí haber dicho. Sentía la mandíbula desencajada, me costaba vocalizar.
-Está viva –creí oír la voz de un hombre.
-Por poco tiempo si la dejamos aquí –respondió la de una mujer.
-No puede morir, ya lo sabes –dijo la primera voz.
-Pero no podemos intervenir, maldita sea, Febo.
-Ayudad...me –balbuceé sintiendo como la boca se me iba llenando de sangre que se desparramaba por la comisura de los labios. Noté como la mitad de mis dientes inferiores habían desaparecido. Me iban a dejar aquí. Medio muerta, o mejor dicho, casi muerta.
-¿Por qué no? Ellos ya han actuado, está justificado.
Callaron durante un tiempo que se me antojó eterno. Luego noté como algo me izaba y el dolor que sentí en todo el cuerpo deshecho me hizo perder el conocimiento.


Me desperté oyendo el trinar de pájaros y el salpicar del agua. Una dulce melodía procedente de una guitarra española se escuchaba a lo lejos. Abrí los ojos esperando una horrible agonía y me sorprendí cuando sólo unas legañas acompañaron el movimiento de mis párpados.
Me notaba desnuda y al mirar mi cuerpo, constaté que así era. Sin embargo, para mi sorpresa, ningún rastro del accidente era visible en mi piel. Alcé mis manos mirándome los dedos con asombro. Repasé mis dientes con la lengua notándolos todos en su sitio, incluso la muela del juicio que me habían extraído hacía dos meses.
Mis pechos estaban más hinchados, más altivos. Me los toqué pensando que era imposible, siempre habían estado más caídos, con los pezones inclinados hacia abajo. Pero ahora estaban erguidos, desafiantes. Y luego estaba mi vientre, mirando más abajo: liso, sin arrugas ni celulitis, con un ombligo perfecto en el centro bajo el cual se iba extendiendo una fina pelusilla que se tornaba agreste vello castaño en mi pubis. ¿Y mis piernas? Depiladas, sin varices, sin rastro de la cicatriz en la espinilla por culpa de la dichosa bicicleta de mi juventud.
Me incorporé sobre el lecho donde había descansado. Parecía un diván, pero el tapizado era esponjoso, aterciopelado. Miré a mi alrededor aún más extrañada.
Me encontraba en una habitación en penumbra en la que sólo distinguí en una esquina una silla de madera donde descansaba una toalla blanca. Las paredes eran lisas, aunque varios arañazos oscuros las cubrían al fijarme con atención. Un hilo de luz se filtraba por una ventana.
Me acerqué a ella y la abrí de par en par. Una claridad anaranjada me cegó obligándome a entrecerrar los ojos. Volví a entornar la ventana dejando escapar la suficiente claridad como para acercarme a la toalla. Al cogerla comprobé que no era tal, sino una especie de túnica. Dos broches mantenían unos dobleces en la tela que, al extenderla con los brazos frente a mí, se me antojó un vestido con un único tirante y una falda minúscula. Me vestí con aquel vestido sin más ropa a la vista. Los broches, uno en un hombro y otro en la cintura, los reconocí como la hebilla del cinto herencia de mi madre. Como sospechaba, mi sexo escapaba a la falda. De todas formas tampoco me importaba mucho.
-¡Estoy viva, joder! –exclamé-. Qué más da que se me vea el chumino.
Junto a la silla había una puerta que comprobé no estaba cerrada.
Me asomé expectante al exterior. Había un pasillo por el que más puertas lo recorrían y que desembocaba en un patio del que surgía una luz casi cegadora.
-Veo que ya estás recuperada –dijo alguien al otro lado del pasillo, detrás de mí.
Asustada, entré con rapidez en la habitación y cerré la puerta a mis espaldas sintiendo el corazón latirme con fuerza. Respiraba con vitalidad. Demasiada para una vida fumando, pensé. Inspiré con fuerza sintiendo los pulmones llenarse, hinchándoseme el pecho bajo el vestido, arañando los pezones la tela. Mi inspiración no parecía tener fin. Cuando, al final, expiré, me sentí llena, repleta de energía y entusiasmo.
-¿Te encuentras bien? –dijo la voz a través de la puerta.
-Sí, gracias –respondí tras un instante. Hasta mi voz sonaba distinta, más clara, más diáfana, más femenina.
Abrí la puerta con lentitud y me asomé. No encontré a nadie en el pasillo.
-Aquí arriba, Porné –dijo una voz cantarina.
Alcé la vista y caí al suelo espatarrada, demudada por el asombro. Un niño desnudo, de cara sonriente y rizos áureos en el cabello sobrevolaba a varios metros del suelo merced a unas alas que parecían nacerle de la espalda, semejantes a las de una paloma, y que agitaba rápidamente, como un colibrí, pero sin producir ruido alguno.
-Me cago en… -susurré tapándome la boca con los dedos, abiertos los ojos de par en par.
El niño sonrió contento, feliz.
-Qué alegría que te hayas recuperado, mamá –dijo.
Ahogué un chillido.
¿Mamá?
-Dios de mi vida… -logré decir con infinito asombro.
La mirada del niño se posó en mi entrepierna expuesta en toda su gloriosa amplitud. Me incorporé pegada a la pared mientras me bajaba la falda avergonzada con tirones. El broche del hombro se soltó y la parte superior del vestido cayó exhibiendo mis tetas. Chillé espantada, agachada, cubriéndome los pechos y el sexo con la tela, que para más recochineo, se desmoronó ante mi mirada impotente.
-No temas esconder tu belleza, mami –rió el niño batiendo palmas y dando volteretas en el aire.
-¡No soy tu madre, joder! –chillé atacada de los nervios.
El niño dejó de dar palmas y me miró serio.
-Sí que lo eres, Porné, ¿quién sino ha parido a Eros, eh?
Abrí la boca ahogando un grito.
¿El crío se llamaba Eros?, no me jorobes, pensé, como el cantante, no te jode.
-¿Qué coño eres tú, si puede saberse? ¿Estoy muerta o loca, acaso? –grité.
Por respuesta, en una mano del niño suspendido el aire se materializó un diminuto arco sin cuerda, de metal azul brillante, y en la otra una flecha diminuta, de la que emanaba una luz resplandeciente.
-Soy Eros, mami, soy tu hijo, ya lo sabes.
Negué con la cabeza. Aquello no estaba pasando. No podía estar ocurriendo. Tenía un cuerpo nuevo. Un niño revoloteaba como una abeja encima de mí y portaba en sus manos un arco y una flecha que había hecho aparecer de la nada, como un maldito Cupido de tres al cuarto.
Un sueño. O una pesadilla.
-Yo lo entiendo… -dije sonriendo-. Estoy postrada en una camilla inflada de pastillas y calmantes. Esto es un jodido sueño, maldita sea, ¡un jodido sueño!
Corrí hasta el final del pasillo, en dirección al patio cuya luz ya no era tan cegadora. Arrastraba el vestido tirando de él por el broche que se ceñía al hombro, en pos de lo que creía un despertar, la vuelta a la realidad pura y dura. Entubada y con tornillos en la espalda y los brazos, con medio cuerpo descompuesto, y la cara desfigurada, pero en el mundo real, al fin y al cabo.
-¡Espera, madre! –gritó el niño detrás de mí, siguiéndome.
-¡Déjame en paz, pesadilla del demonio! –grité a punto de llegar al final del pasillo. Sentí los pechos bambolearse pesados en mi torso a la carrera, el sexo desnudo al aire, la larga cabellera ondulada (¿desde cuándo la tenía ondulada y tan larga?) ondear al viento.
Y cuando traspasé el pasillo y llegué al patio, me detuve en seco al ver a aquel hombre o cosa o lo que fuese, sentado en un taburete, pero que se irguió al verme aparecer.
Me giré para ver revolotear a aquella puta paloma con cuerpo de niño encima de mí, sonriente, como si todo hubiese sido un juego, una carrera de a ver quién corre más.
Me fijé con más detenimiento en el hombre. También estaba desnudo, excepto por una falda corta plisada por la que asomaba un grueso falo relajado (joder también conmigo, mira que empezar a mirarle por el pito, pero es que era algo surrealista). Tenía la piel oscura, con un cuerpo torneado donde los músculos estaban todos puestos en su justo sitio y medida, con unas manos grandes y angulosas. Su cara reflejaba una satisfacción que parecía provenir al verme aparecer. Tenía el cabello rizado, oscuro, con una frente amplia y unos ojos ambarinos espeluznantes. Una nariz recta y unos labios carnosos se colocaban con imposible belleza en una mandíbula potente y unos pómulos salientes, igual que su barbilla.
¡Pedazo de cuerpo que tenía enfrente, me cago en todo! Y menuda tranca que se gastaba el maromo, coño, si es que había por dónde agarrar hasta quedarse ahíta.
-¿Y tú quién cojones eres, si puede saberse? –le pregunté alzando la barbilla, intentando esconder un deseo irrefrenable de tumbarle ahí mismo y violarle a placer.
El desconocido me miró unos instantes sin mover un solo músculo y luego estalló en carcajadas dando palmas y pataleando de alegría. Sus músculos se agitaron, su grueso pene se bamboleó apareciendo detrás unos testículos gruesos y cubiertos de vello oscuro. Las lágrimas recorrían sus mejillas. El niño revoloteó a su vera y rieron al unísono, regodeándose en mí.
-Me alegro que os halláis divertido, pero ya no tiene gracia, joder –dije de mala gana evitando una sonrisa, porque su risa era contagiosa e incluso me estaban dando ganas de reír con ellos.
Cuando terminaron de reír se secaron las lágrimas con el dorso de la mano y se acercaron a mí.
Retrocedí instintivamente, asustada.
-No te asustes, Porné, no vamos a hacerte daño alguno –dijo el niño.
-Jamás me atrevería a tocarte un pelo de tu divina cabellera, mi diosa –dijo el hombre con voz grave y sensual.
-¿Qué está pasando aquí, por Dios? –susurré sintiéndome falta de respiración.
-Estás a salvo, mi diosa, has vuelto, como prometiste –contestó el hombre sonriendo.
Me limpié los labios de saliva.
-¡Qué coño está pasando aquí, joder, contestad de un putísima vez, por todos los dioses! –grité a pleno pulmón.
-¿Que qué está pasando, dices? Pues que Afrodita ha regresado al Olimpo, nada menos –respondió el hombre borrando cualquier rastro de risa o broma de su cara, mostrando una seriedad imposible de falsear.
Caí de bruces al suelo, con los ojos abiertos, la boca abierta y apretando en mis manos el broche del que colgaba la túnica.
-¡Mami ha vuelto! –rió el niño dando volteretas en el aire.

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