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sábado, 8 de mayo de 2010

LA DUCHA

La espera me reconcome. No puede evitar la posible comparación.
Tumbada en la cama, con un picardías de fina seda y unas medias de rejilla, espero con ansia la llegada de mi marido.
Me he depilado por completo, algo que ha supuesto un ejercicio de contorsión que debería ser premiado o al menos aplaudido, aunque con una sonrisa perversa de Juan, mi marido, me conformo. Llegar con la cuchilla hasta más allá de mi sexo, internándose en los dominios del ano ha supuesto unos sudores y un pulso dignos del mejor cirujano. Malditos sean los genes que hacen poblar mi pubis de espeso vello oscuro, y maldito sea también mi diminuto cuarto de baño que exige tan ardua tarea de articulaciones para librarme del infame vello. Sin embargo, durante la costosa tarea de afeitar mi sexo no pude evitar el humedecerme. Mis dedos separaban los pliegues de mi sexo para poder acceder mejor y huir de los cortes. Fue inevitable el arrebato. Pero la sensación ardiente era intermitente y se mezclaba con el dolor de espalda, de riñones y de cuello sufrido para poder alcanzar los recovecos de mis bajos.
Pero el resultado no se puede discutir. Luzco como un querubín de alabastro, sin un pelo que mancille mi cuerpo (algo, que por cierto, no me importa: la mujer poblada es mujer madura. Ignoro a qué cenutrio se le ocurrió pensar que una mujer es más bella sin vello).
Sigo esperando la llegada de mi marido. Quiero evitar la comparación.
Después de mis contorsiones me volví a duchar sintiendo el agua ahora discurrir por la piel sin obstáculos. Miraba con picardía el jabón esparcirse por mis curvas sin el impedimento natural del vello. Acaricié mi monte de venus sintiendo mi uñas libres, otrora enganchadas entre los rizos, regocijándome en la eliminación de la barrera que antes separaba mi ombligo de mis labios inferiores. Cerré los ojos capturando la sensación de sentir bajo el dorso de mis dedos mi piel y sólo mi piel. El agua caliente me cubría y chorreaba de los mechones brillantes de mi cabellera. Mis pezones se endurecían (ya excitados por el agua salpicando en ellos) y ahogaba su pesar aplastando mis pechos contra los azulejos de la ducha.
Sentía la humedad nacer de nuevo en mi interior, lubricando mi cueva, aflorando en mis pliegues, emergiendo cual ninfa del mar. No pude resistir la llamada del placer. Era egoísta por satisfacer mi necesidad, sin dejar que mi marido disfrutase primero de los frutos de mi piel tersa. Pero me lo merecía. Quería ser la primera en ahogar mis anhelos en mi dulce caverna, de embadurnar la largura de los dedos con mis secreciones, de aspirar el aroma de mis fluidos y me saborear mi sexo desnudo.
Gemí cuando mis dedos, uno por uno y por orden, se internaron en mi vagina; todos ellos habían participado de mis esfuerzos y su recompensa era la de envolverse en mis lubricaciones. Mis rugosidades internas acogieron con satisfacción las incursiones. Continuaba estrujando mis pechos en los azulejos, cayendo sobre mí la tibia agua y mis manos jugando en mi sexo.
Mis uñas desenmarañaban los pliegues de mis labios ascendiendo hasta mi dulce tesoro, erecto de pasión y esperando los desvelos de mis dedos inquietos.
Separé las piernas haciendo que mis nalgas se abriesen expectantes y llevé una mano por detrás para internarse en mi nicho trasero. Las caricias sobre el esfínter arrugado eran infinitamente más pródigas en sensaciones placenteras, escalofríos de puro placer ascendían por mi espina dorsal arrancándome espasmos en mi cuello dolorido. Pero el acceso era complicado y me agarrotaba el brazo
Tuve que ponerme de puntillas para poder acceder mejor a mi cuerpo. Me deslicé hacia abajo limpiando los azulejos con mis tetas oyendo el dulce chirriar de piel mojada contra el azulejo, arrancando chispas de gozo cuando los pezones tropezaban con las yendas. La frialdad de la cerámica confortaba mis pechos calientes. Quedé acuclillada apoyando mi frente en la cerámica, con los talones en alto y sometiendo mis dos agujeros a las caricias de mis dedos. Pude, de esta forma, poner mis tesoros al descubierto sin mucha contorsión.
Saqué con disgusto mis dedos de mi vagina y me concentré en las sensaciones de mi oscuro deseo. Privado de vello el tránsito entre mis oquedades era casi una obligación explorar mi cuerpo.
Las uñas recorrían las nervaduras convergentes del ano. Mi posición hizo que el agujero se abriese expectante, listo para expulsar o para acoger.
Me interné en mi interior con suavidad, sintiendo el anillo ceñirse sobre mi dedo medio embadurnado en gel, soportando con deleite el avance. La uña se encontraba con recovecos vírgenes y rugosidades que ignoraba existiesen, pero no provocaban un aumento de placer.
Arrugué el entrecejo. ¿Cómo era posible? ¿Las excelencias del sexo anal estaban sólo dirigidas hacia el hombre? ¿Qué clase de perversa divinidad había permitido algo así?
Y entonces lo encontré. La yema de mi dedo se topó con el interior de una parte de mi intestino. Fue un descubrimiento mágico, que me envolvió en una calidez que me estrechaba el vientre y me hacía encoger de pura felicidad. Presioné hacia mi vagina, hacia el interior de mi cuerpo, sintiendo cada uno de los tejidos que me formaban. La quietud de mi cuerpo fue sustituida por los espasmos al remover mi dedo por el interior. No pude impedir el gemir con voz ronca dejando que la babilla discurriese por las comisuras de mis labios. Mis muslos tiritaban de placer y mis piernas se agitaban espasmódicamente. Era indecible, era obsceno, el gusto que podía obtener al estimular mi ano de aquella forma.
Uno chorro de orina espesa manó de mis labios sin poder hacer nada por evitarlo, diluyéndose con el agua que salpicaba mi pequeña parcela de placer. Salió sin control fuera de mí y sólo advertí que estaba evacuando cuando el olor acre inundó la ducha.
Y entonces, como por simpatía, el orgasmo me atravesó los intestinos. Un latigazo que me surcó la espalda, me convulsionó el abdomen y se internó en mis entrañas. Grité de rabia. De pura rabia por no saber cómo arrancar de mi interior antes tamaño goce. De saberme inexplorada e infravalorar mi cuerpo. Hundí con saña otro dedo en mis tripas para multiplicar el placer que me embargaba y continuaba gritando con el agua salpicándome entera, la ducha y los cristales. Arrancaba de mi interior regueros de delectación.
Cuando los estertores de mi placer se fueron apagando salí del cubículo de mamparas para sentarme a la taza del inodoro y defecar sin remedio. Aun chorreando agua y también salpicando por el suelo del cuarto de baño sufría el embate de mis tripas que se vaciaron con gusto y con fiereza. Mi vientre se revolvía inquieto y yo aún sonreía ante la nueva cumbre de gozo que había alcanzado. Me vacié entera sintiéndome limpia por dentro y por fuera.
Después me duché de nuevo, aplicándome aceite corporal después y a continuación me maquillé con dulzura. Me arreglé el pelo y me tumbé en la cama a esperar a mi marido.
Dudo mucho poder alcanzar semejante éxtasis con él (cada cual sabe cómo es), pero ahora conozco cómo alegrarme un día aburrido.

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