RSS
Facebook

martes, 21 de diciembre de 2010

CAUDIONA (7)

7.
Tosí sintiendo como mi garganta arrastraba miles de agujas de hielo por mi boca. Mi barba crujió bajo la tela cuando despegué mis labios. El aire estaba espeso y enrarecido.
La oscuridad era absoluta. Abrí los ojos sintiendo como el hielo alrededor de mis párpados se quebraba y se clavaban en mi piel.
Probé a mover los brazos y las piernas y, aunque al principio se negaron a colaborar, respondieron con dolorosos y lentos crujidos, casi ahogados entre el mar de entrañas en el que estábamos cubiertos.
Sentí el cuerpo de Caudiona acurrucada sobre mí. Saqué una mano de entre las vísceras secas y agité con cuidado el rostro de mi hermana. Escuché extasiado como empezó a emitir gruñidos de dolor y se iba desperezando.
—Caudiona —susurré con dificultad.
Mi hermana respondió con un quejido.
Estiré un brazo y palpé el angosto agujero donde nos encontrábamos. Mi guante resbaló por el duro hielo y distinguí un punto de donde parecía provenir un tenue resplandor.
Busqué mi puñal pero no lo encontré entre el mar de vísceras. Y tampoco tenía mi espada. Ningún objeto duro. Excepto mis puños.
Golpeé la superficie pétrea sintiendo como los nudillos parecían resquebrajarse con cada puñetazo. No tenía espacio suficiente para impulsar con fuerza mis golpes por lo que repetí mis puñetazos una y otra vez. Cada golpe iba a acompañado de un sonido sordo que hacía vibrar las paredes del nicho.
Continué hasta que sentí como la sangre me resbalaba entre los dedos enguantados. Por suerte el frío era tan intenso que no sentía casi nada de dolor.
Al fin fui recompensado con ruido de hielo resquebrajado y aquel sonido enardeció mis golpes hasta que toda la estructura se agrietó y se fragmentó. Grandes bloques de hielo cayeron sobre nosotros.
Sujeté a Caudiona y se fue abriendo paso entre las entrañas y la nieve compacta. Luego salí yo.
Cuando el sol nos inundó con su fulgurante resplandor grité de júbilo. Era como nacer de nuevo, como enfrentarnos a una nueva vida.
Emergimos de nuestro encerramiento y nos tumbamos exhaustos sobre la superficie de nieve, dejando que un sol misericordioso nos reconfortase con su divino calor.
Tras descansar unos instantes, nos levantamos y miramos a nuestro alrededor.
Un paisaje nevado se extendía en un extremo hasta el horizonte, más allá de donde alcanzaba la vista. Completamente liso y desértico. En el otro extremo, a lo lejos, se alzaban las montañas de donde habíamos partido.
No quedaba casi ni rastro de las torres. Parecía como si jamás hubiesen existido y solo varios pedazos de muros desgajados indicaban que alguna vez algo se había levantado sobre aquellos riscos.
Caudiona se deshizo del turbante llevándose varios mechones dorados adheridos consigo y lo tiró al suelo.
—Pongámonos en marcha —dijo exhalando una bocanada de aliento condensado.
Echó a andar al lado contrario a su anterior hogar, hacia el blanco horizonte inacabable.
—¿Adónde? —pregunté viéndola caminar con paso inseguro entre la nieve compactada.
—No lo sé. Lejos de aquí, no lo sé.
—¿Adónde? —repetí sin moverme.
Caudiona se giró, apretó los labios y me miró con aquellos ojos oscuros y pétreos.
Abrió la boca para contestar pero no dijo nada. Se volvió y siguió caminando.
Recogí su turbante en previsión de una más que segura gélida noche y eché a andar tras ella.

0 comentarios:

Publicar un comentario

Comentar no cuesta nada salvo un pedazo de tu tiempo. Venga, coño, que es solo un minuto.